68.– Las ciencias son sistemas de verdades cada vez menos imperfectos. La experiencia de mil siglos ha recorrido múltiples caminos en la exploración de lo desconocido y cada nueva generación podrá llegar más lejos por ellos o aventurarse por otros aún insospechados; las metas se alejan incesantemente y toda verificación plantea problemas que no podían preverse antes de ella. En cada etapa del saber humano, el amor a la verdad aconseja no considerar inmutables las hipótesis legítimas de las ciencias, pero obliga a reputar ilegítimas las que no concuerdan con sus leyes demostrables.
Siendo variantes los elementos de nuestra experiencia, y sus relaciones, toda ley enuncia una constancia provisional en los hechos y es una expresión perfectible de relatividades funcionales. Es absurda la noción de principios absolutos e invariantes; y no merece llamarse hombre de ciencia quien padezca esas supersticiones trascendentales de los antiguos teólogos y metafísicos. Los que desean o temen que las ciencias fijen dogmas nuevos en reemplazo de los viejos, demuestran no haber estudiado ciencia alguna y no estar capacitados para hacerlo.
Los métodos no son cánones eternos, sino hipótesis económicas de investigación, inducidas de la experiencia misma; conducen a resultados rectificables que constituyen conocimientos relativos, presumiéndose ilimitada su perfección. No existen ciencias terminadas; es tan ilógico creer que ellas han resuelto los infinitos enigmas de la naturaleza, como suponer que puede entenderse alguno sin estudiar previamente las ciencias que con él se relacionan.
Cada ciencia es un sistema expresable por ecuaciones funcionales cuyos elementos variantes son hipótesis que sirven de andamiaje al conocimiento de una parte de lo real; el valor de cada hipótesis no es relativo a ningún principio invariante, sino al de otras hipótesis, siendo cada una función de las demás. Alguna futura teoría funcional del conocimiento concebirá las mismas hipótesis metafísicas como complejas ecuaciones funcionales, cuya variancia inexperiencial esté condicionada por las variancias experienciales, correlacionadas todas en un sistema infinitamente perfectible.
69.– El saber humano se desenvuelve en función de la experiencia. Todo lo que ha vivido, especies y generaciones, ha adquirido por adaptación y transmitido por herencia las aptitudes que constituyen el patrimonio instintivo que sirve de base a la experiencia humana. En ésta se combinan las impresiones de lo real, desde el desequilibrio inmediato del receptor sensitivo hasta las más abstractas reflexiones de la función de pensar.
Elementos simples se coordinan en los orígenes de nuestro saber. La caricia maternal, el canto de la cigarra, el titilar de la estrella, la dulzura de la miel, el perfume de la flor, concurren a nuestra representación inicial del mundo, que se integra en el devenir de más complejos conocimientos. El paso de las primitivas supersticiones a las doctrinas menos imperfectas consiste en la incesante sustitución de una hipótesis por otras, cada vez mejor correlacionadas entre sí.
Las ciencias son resultados de una milenaria colaboración social, en que se han combinado infinitas experiencias individuales. Cada sociedad, en un momento dado, posee cierta experiencia actual que es función de su ciencia posible; las hipótesis más arriesgadas son interpretaciones generales fundadas en los conocimientos de su medio y de su tiempo, por mucho que el genio se anticipe a la experiencia futura.
Patrimonio común de la sociedad, las ciencias no deben constituir un privilegio de castas herméticas ni es lícito que algunos hombres monopolicen, sus resultados en perjuicio de los demás. El único límite de su difusión debe ser la capacidad para comprenderlas; el destino único de sus aplicaciones, aumentar la común felicidad de los hombres y permitirles una vida más digna.
Temiendo las consecuencias sociales de la extensión cultural, algunos privilegiados predicaron otrora «la ciencia por la ciencia», pretendiendo reducirla a un placer solitario; los tiempos nuevos han reclamado «la ciencia para la vida», palanca de bienestar y de progreso. Cuando la sabiduría deje de ser un deporte de epicúreos podrá convertirse en fuerza moral de enaltecimiento humano.
70.– El espíritu científico excluye todo principio de autoridad. Un sistema funcional compuesto de elementos variantes no puede conciliarse con dogmas cuya invariancia se presume inaccesible a todo examen y crítica. El desenvolvimiento del saber tiende a extinguir las verdades infalibles sustentadas en el principio de autoridad y reputadas inmutables.
Ninguna creencia de esa índole debe ser impuesta a los jóvenes, obstruyendo la adquisición de ulteriores conocimientos y la formación de nuevos ideales. Enseñar una ciencia no es transmitir un catálogo de fórmulas definitivas, sino desenvolver la aptitud para perfeccionarlas. Los investigadores ennoblecerán su propia ética cuando se desprendan de los dogmas convencionales que perturbaron la lógica de sus predecesores.
Las ciencias dejarían de perfeccionarse si la crítica no revisara incesantemente cada hipótesis en función de las demás. La duda metódica es la condición primera del espíritu científico y la actitud más propia al incremento de la sabiduría. El amor a la verdad obliga a no creer lo que no pueda probarse, a no aceptar lo indemostrable. Sin la firme resolución de cumplir los deberes de la crítica, examinando el valor lógico de las creencias, el hombre hace mal uso de la función de pensar, convirtiéndose en vasallo de las pasiones propias o de los sofismas ajenos. El error ignora la crítica; la mentira la teme; la verdad nace de ella.
Merecen las ciencias el culto que les profesan los hombres libres. Son instrumentos de educación moral, elevan la mente, abuenan el corazón, enseñan a dominar los instintos antisociales. El amor a ellas, tornándose pasión, impulsa a renovar incesantemente las fuerzas morales del individuo y de la sociedad. Liberan al hombre de cadenas misteriosas, que son las más humillantes; por la mejor comprensión de sí mismo y del medio en que vive, aumentan su sentimiento de responsabilidad moral frente a las contingencias de la vida. Eliminan los vanos temores que nacen de la superstición, devuelven a la humanidad su rango legítimo en la naturaleza y desarrollan un bello sentimiento de serenidad ante la inestable armonía del Universo.