I. DE LA VERDAD

65.– El amor a la verdad culmina entre las fuerzas morales. Virtud humana, no necesita convertirse en la adoración de un mito racional. Quede para el dogmático la presunción de poseer verdades imperfectibles, para el escéptico el renunciamiento a toda posible verdad, para el místico la confianza en inmutables verdades reveladas. Más respetable que cualquier opinión metafísica es el valor moral implícito en la investigación de la verdad, por todos los caminos que pueden acercarnos a ella, tal como podemos concebirla en nuestro punto del espacio y momento del tiempo. Hay menos mérito en la ilusión de poseer verdades absolutas que en el esfuerzo puesto en buscarlas relativas, sin asentir a fórmulas consagradas por la rutina de los demás, sin acatar nada que excluya el «control» de la experiencia y de la crítica.

Toda verdad expresa una preferible correlación funcional; el mudar incesante de lo real determina la variación de lo conocible y de lo conociente, cuyas relaciones sólo pueden concebirse como un equilibrio inestable. No es lícito concebir preexistencia de verdades absolutas, universales o eternas, implícitas en lo real concreto o en la razón abstracta; en una experiencia como la humana, formada en función de un universo variante, devienen sin cesar verdades relativas a esa variancia misma.

El ignorante vive tranquilo en un mundo supersticioso, poblándolo de absurdos temores y de vanas esperanzas; es crédulo como el salvaje o el niño. Si alguna vez duda, prefiere seguir mintiendo lo que ya no cree; si descubre que es cómplice de mentiras colectivas, calla sumiso y acomoda a ellas su entendimiento.

El estudioso, si duda de las supersticiones vulgares, no omite sacrificios para emanciparse del error. Rectifica sus creencias con amor y con firmeza; no teme ilusorios fantasmas; se mueve con naturalidad en su ambiente, equivocándose cada vez menos en la apreciación de las cosas y de los hombres.

Todo error sincero merece respetuosa consideración. Es, en cambio, despreciable la hipocresía del que oculta sus ideas por venales motivos; y es criminal la mentira del que la enseña a sabiendas por torpes conveniencias.

Se puede amar la verdad poseyendo creencias inexactas. Pero el hombre que se adhiere a las mentiras corrientes sin creer en ellas, es inmoral; no lo es menos el que sospecha que sus creencias son falsas, pero se niega a investigarlo, prefiriendo medrar del error a sufrir por la verdad. Desgraciados los que no conciben a Sócrates, que muere enseñando, ni a Galileo, que repite en el tormento su «eppur si muove», como una apelación a la justicia de la posteridad.

66.– Las supersticiones perpetúan el odio y la injusticia. Son residuos fósiles de creencias ya extinguidas; del remoto pasado, inmenso sepulcro, se levantan sus fantasmas para cruzar el paso a los que investigan la verdad. Son males que en el porvenir tendrán remedio, si no es irreparable la mentira que esclaviza a los hombres ni la ignorancia que los domestica. Todos los tartufos lo sospechan y nada les parece excesivo para perseguir la verdad, cuando asoma en el verbo de un apóstol o en la conciencia de un pueblo.

Equivocarse es humano. Podemos perdonar al que se equivoca si tiene el valor de confesarlo cuando se le demuestre su error. En cambio, quien carece de lealtad para reconocer sus errores es tanto más despreciable cuanto mayor es su empecinamiento. El que miente es un falsario, capaz de torcer la verdad, de embrollarla, de corromperla, `de perseguirla. Los hombres que viven inmoralmente aborrecen la verdad y caen siempre en la cobardía de mentir.

Contados son los que desatan las ligaduras de lo convencional; contados los que tienen fe en la eficacia de la verdad y en una nueva educación que permita, en el porvenir, encaminarse hacia ideales más altos. El hombre no necesita para marchar las muletas de ningún dogmatismo; los que tienen temperamento místico pueden conciliar sus sentimientos con su razón recordando el aforismo clásico: «no hay religión más elevada que la verdad». Sin las fuerzas morales que nacen del amor a ella, los hombres no se emancipan de las supersticiones que son su yugo. El pasado oprime a los débiles y los ata a dogmas que otros forjaron; los muertos nos mandan en razón inversa de nuestra capacidad de vivir.

El que en nombre de errores tradicionales se opone a la libre investigación de la verdad, conspira contra la dignificación de su pueblo. Ningún sistema del pasado merece que se le sacrifique una hipótesis del porvenir. Nada debe acatarse antes de comparar hechos con hechos, ideas con ideas, doctrinas con doctrinas. Creer en el primer catecismo que se nos enseña o se nos impone, es renunciar a nuestra personalidad; adherirse intencionalmente al que conviene a nuestros intereses materiales, como hacen muchos ricos incrédulos que fomentan la religión para domesticar a los pobres, equivale a renegar de toda moral.

Los dogmatismos son coacciones que los beneficiarios de la mentira hacen gravitar sobre nuestra conciencia. Las castas y las sectas imponen el sacrificio de algunas verdades o una limitación del libre examen. Por eso los grandes renovadores suelen sobreponerse a todos los dogmas, puesta su pupila en ideales que no caben en los casilleros de su tiempo; los aman y los sirven sin sujetarlos a conveniencias transitorias. Heraldos de un ideal son los que no enmudecen ante la hostilidad de los rutinarios; apóstoles son los que no acomodan su conciencia a viles necesidades de aprovechamiento personal. Su obra y su ejemplo sobreviven en los siglos, acrecentando el patrimonio moral de la estirpe humana.

67.– Todo progreso moral es el triunfo de una verdad sobre una superstición. El renacimiento de las artes y las ciencias fue una revolución tan grande que aún persiste el eco de ese conflicto entre lo medieval no extinguido y lo moderno en formación. Y la fuerza magnífica puesta en juego por sus actores, fue la verdad; el deseo de la verdad lógica, en la ciencia; el deseo de la belleza, que es la verdad en el arte; el deseo de la virtud, que es la verdad en la moral; el deseo de la justicia, que es la verdad en el derecho.

Amar la verdad es contribuir a la elevación del mundo moral; por eso ningún sentimiento es más odiado por los que medran de mentir. En todos los tiempos y lugares, el que expresa su verdad en voz alta, como la cree, lealmente, causa inquietud entre los que viven a la sombra de intereses creados. Pero aunque a toda hora le acechen la intriga y la venganza, el que ama su verdad no la calla; el hombre digno prefiere morir una sola vez, llevando incólume su tesoro.

El cobarde muere moralmente cien veces, si otras tantas reniega por miedo; es vil quien prostituye sus creencias en la hora del peligro, mintiendo para ganarse el perdón de sus propios enemigos. La cobardía moral es de suyo tan infame que ninguna pena podría aumentar su vergüenza; y la mayor de todas las cobardías consiste en callar la verdad para recoger las ventajas que ofrece la complicidad con la mentira.

Las verdades pueden ser peligrosas para quienes las predican. Pero el que las ama, lejos de arredrarse por el peligro, debe provocarlo, enseñándolas a los que aún pueden aprenderlas. En el corazón de los jóvenes la verdad es generadora, como el calor del sol que en los jardines sé convierte en flores.

La verdad es la más temida de las fuerzas revolucionarias; los pequeños motines se fraguan con armas de soldados, las grandes revoluciones se hacen con doctrinas de pensadores. Todos los que han pretendido eternizar una injusticia, en cualquier tiempo y lugar, han temido menos a los conspiradores políticos que a los heraldos de la verdad, porque ésta, pensada, hablada, escrita, contagiada, produce en los pueblos cambios más profundos que la violencia. Ella siempre perseguida, siempre invencible, es el más eficaz instrumento de redención moral que se ha conocido en la historia de la humanidad.