62.– Las creencias colectivas se idealizan en función de la cultura. La honda emoción del hombre ante los misterios de la Naturaleza dio origen a sentimientos religiosos, más tarde puestos al servicio del legítimo anhelo de perfección moral; aquella emoción y este anhelo, consolidados en muchos milenios de experiencia, parecen destinados a persistir en la humanidad, aunque variando de contenido y de forma. A medida que aumenta la cultura, se plasman y extinguen mitos, nacen y mueren dogmas, se organizan y disgregan iglesias. La emoción ante el misterio aspira a depurarse de su contenido supersticioso, el anhelo de perfección moral se eleva a voluntad de ser mejor y de vivir entre hombres mejores; el sentimiento religioso, al idealizarse, conviértese en puro amor al deber, a la justicia, a la belleza, a la verdad.
Convirtiendo en función colectiva ese sentimiento, organizándolo, las religiones han tenido en sus comienzos un fin ético y han sido fuerzas eficientes de cohesión social, sin que a ello fueran obstáculo sus inevitables quimeras, debidas a la falsa explicación de lo desconocido por lo sobrenatural. Sólo más tarde, al constituirse en iglesias y ejercitar un poder temporal, han adquirido una estructura política y antepuesto los intereses materiales al fervor sentimental de sus orígenes. Al misticismo, rebeldía que afiebra las horas iniciales, ha seguido en las religiones el dogmatismo, osificación que apuntala intereses creados. Mientras los apóstoles creen recibir revelaciones y las narran en textos, los teólogos razonan para interpretar lo que no siempre creen y adaptarlo a las conveniencias de sus iglesias.
Frente a las religiones que envejecen y se materializan, el sentimiento místico sigue engendrando subversivas herejías, que puede el tiempo convertir en religiones nuevas; las actuales han sido heréticas de las precedentes, el cristianismo del judaísmo, el protestantismo del catolicismo, el unitarismo del protestantismo. En cada tiempo y lugar la herejía de los místicos ha sido un factor de progreso moral, ora desacatando los dogmas de las iglesias decadentes, ora afirmando la posibilidad de orientar el sentimiento hacia ideales éticos menos imperfectos.
En el devenir multisecular los pueblos se han apartado gradualmente de sus primitivas supersticiones, humanizando sus creencias y adaptándolas a condiciones sin cesar renovadas de la vida social. Los dogmas de las iglesias pueden considerarse tanto menos adecuados a los fines éticos cuanto más divino y sobrenatural se pretende su origen, pues el mejoramiento de la moralidad efectiva sólo es posible en los límites de lo humano y de lo natural.
63.– La moralidad está en razón inversa de la superstición. Las religiones más supersticiosas son las menos morales, pues más atienden a la materialidad de las ceremonias que al contenido ético de la conducta. Lo mismo ocurre entre los adeptos de cada religión; la masa ignorante posee menor moralidad que las minorías cultas. El exceso de superstición excluye la primacía moral; son valores antitéticos.
Los elementos naturales del sentimiento religioso son permanentes. La emoción ante lo incomprendido suele sobrevivir a la pérdida de las creencias ancestrales, engendrando formas superiores de misticismo, desmaterializadas. Un dulce éxtasis optimista puede embargar a los que contemplan las armonías siderales, a los que buscan el unísono entre la mente humana y el infinito que la rodea, a los que ansían aumentar la felicidad entre los hombres. Las formas estéticas, morales, metafísicas o sociales del misticismo, son transmutaciones superiores del sentimiento religioso, libres de superstición y de dogmas.
El valor ético de la religiosidad no. ha sido privilegio de ni una iglesia determinada y las más bellas virtudes humanas no fueron gracia particular de cualquiera de los dioses. Todas las creencias alguna vez inspiraron nobles ejemplos de conducta, que constituyen un patrimonio moral común a toda la humanidad.
Los pueblos que veneran más dioses no son los que practican más virtudes. Sólo después de adorar astros, animales, héroes, imágenes, aprende el hombre a elevar su veneración hasta ideales éticos. En todas las religiones la abundancia de las ofrendas y la crueldad de los sacrificios es signo de superstición, no de moralidad; las iglesias que manejan las unas y reglamentan loa otros, son empresas en que la administración de los intereses temporales ha relegado a segundo plano las finalidades éticas.
64.– La fe es pasión de servir un ideal. Es eterna y eternamente se renueva, porque no implica una creencia particular, sino un estado de conciencia que puede coexistir con todas. Las que aman apasionadamente un ideal demuestran fe si lo predican con firmeza o lo defienden con heroísmo.
La fe de los místicos es una fuerza para la acción, pero no es un método para llegar al conocimiento de la verdad. Un estado de ánimo que impulsa a creer apasionadamente es útil para obrar; pero como pasión perturba el juicio, excluye la crítica y cristaliza la creencia, no es instrumento adecuado para investigar.
Por muchos senderos puede marcharse con igual fe aunque persiguiendo distintos objetivos. No obra la fe de igual modo cuando se adhiere a supersticiones muertas y cuando se entusiasma por ideales vivos. Su intensidad puede ser la misma al servicio de la verdad o del error, pero no son iguales sus resultados; ora sostienen un pasado que se derrumba, ora construyen el porvenir que deviene.
El sentimiento religioso, expurgado de las supersticiones ancestrales, podrá convertirse, en hombres más cultos, en una pura aspiración moral que no contradiga a las verdades de su tiempo; perfeccionándose en función de la experiencia, inspirará el deseo de obrar moralmente, dignificando la vida individual y social.
Hora podrá llegar en que los hombres mejores no busquen la complicidad de utilitarios dioses, acaso inventados para consuelo de víctimas o para justificación de verdugos; la fe acentuará entonces las fuerzas morales que les impongan buscar en la sabiduría las fuentes insecables del deber y de la responsabilidad. Y cuando un hábito de siglos les haga mirar a lo alto, verán que un águila, el ideal, tiende sin cesar el ala hacia una estrella, sin alcanzarla nunca: la fe sobrevivirá a todas las supersticiones, compeliendo al hombre hacia la perfección moral, que es infinita.