50.– Valorizando el tiempo se intensifica la vida. Cada hora, cada minuto, debe ser sabiamente aprovechado en el trabajo o en el placer. Vivir con intensidad no significa extenuarse en el sacrificio ni refinarse en la disipación, sino realizar un equilibrio entre el empleo útil de todas las aptitudes y la satisfacción deleitosa de todas las inclinaciones. La juventud que no sabe trabajar es tan desgraciada como la que no sabe divertirse.
Todo instante perdido lo está para siempre; el tiempo es lo único irreparable y por el valor que le atribuyen puede medirse el mérito de los hombres. Los perezosos viven hastiados y se desesperan no hallando entretenimiento para sus días interminables; los activos no se tedian nunca y saben ingeniarse para centuplicar los minutos de cada hora. Mientras el holgazán no tiene tiempo para hacer cosa alguna de provecho, al laborioso le sobra para todo lo que se propone realizar.
El estéril no comprende cuándo trabaja el fecundo, ni adivina el ignorante cuándo estudia el sabio. Y es sencillo: trabajan y estudian siempre, por hábito, sin esfuerzo; descansan de pensar, ejecutando. Al conversar aprenden lo que otros saben; al reír de otros aprenden a no equivocarse como ellos. Aprenden siempre, aun cuando parece que huelgan, porque e toda actividad propia o ajena, es posible sacar una enseñanza y ello permite obrar con más eficacia, pues tanto puede el hombre cuanto sabe.
El tiempo es el valor de ley más alta, dada la escasa duración de la vida humana. Perderlo es dejar de vivir.
Por eso, cuanto mayor es el mérito de un hombre, más precioso es su tiempo; ningún regalo puede hacer más generoso que un día, una hora, un minuto. Quitárselo, es robar de su tesoro; gran desdicha es que lo ignoren los holgazanes.
51.– Cada actividad es un descanso de otras. El organismo humano es capaz de múltiples trabajos que exigen atención y voluntad; la fatiga producida por cada uno de ellos puede repararse con la simple variación del ejercicio. Solamente el conjunto de fatigas parciales produce una fatiga total que exige el reposo completo de las actividades conscientes: el sueño.
No necesita el hombre permanecer inactivo, mientras está despierto. Del trabajo muscular se descansa por el ejercicio intelectual; de las tareas del gabinete, por la gimnasia del cuerpo; de las faenas rudas, por la delectación artística; de la actividad sedentaria, por los deportes.
Es innecesario reparar una fatiga parcial por el reposo total, renunciando a otras actividades independientes de esa fatiga; el sentimiento de pereza el hábito de la holgazanería son insuficiencias vitales muy próximas a la enfermedad.
El hombre sólo tiene conciencia de vivir su vida durante la actividad voluntaria y en rigor nadie vive más tiempo del que ha vivido conscientemente; las horas de pasividad no forman parte de la existencia moral. Nada hay, por eso, que iguale el valor del tiempo. El dinero mismo no puede comparársele, pues éste vuelve y aquél no; en una vida se puede rehacer diez fortunas, pero con diez fortunas no se puede recomenzar una vida.
Cada hora es digna de ser vivida con plenitud; cada día el hombre debiera preguntarse si ha ensanchado su experiencia, perfeccionado sus costumbres, satisfecho sus inclinaciones, servido sus ideales. Estacionarse mientras todo anda, equivale a desandar camino. La pasividad, en los jóvenes, es signo de prematuro envejecimiento.
Aprovechando el tiempo se multiplica la dicha de vivir y se aprende que las virtudes son más fáciles que los vicios; aquéllas son un perfeccionamiento de las funciones naturales y éstos son aberraciones que las desnaturalizan.
52.– La acción fecunda exige continuidad en el esfuerzo. Toda actividad debe tener un propósito consciente: no hacer nada sin saber para qué, ni empezar obra alguna sin estar decidido a concluirla. Sólo llega a puerto el navegante que tan seguro está de su brújula como de su vela.
La brevedad del vivir impide realizar empresas grandes a los que no saben disciplinar su actividad. Descontando la adolescencia y la vejez, no llega a durar treinta años la vida viril y fecunda; de ese libro que tiene escasas tres decenas de hojas, el tiempo arranca una cada año. A menos que se renuncie a hacer cosas duraderas, conviene regatear los minutos, pues las obras persisten en relación al tiempo empleado en pensarlas y construirlas. Los jóvenes que se fijan un derrotero deben reflexionar sobre la angustia del plazo; hay que empezar temprano, jamás holgar, no morir pronto. Con eso y meditando las aptitudes que Salamanca no presta, pueden realizarse empresas dignas de sobrevivir a su autor.
Los tipos representativos de la humanidad han sido hombres que supieron contar sus minutos con tanto escrúpulo como el avaro su dinero. Todo el que persigue una finalidad vive con la obsesión de morir sin haberla alcanzado; pocos logran su objeto, siendo toda vida corta y largo todo arte. Pero al llegar la edad en que las fuerzas fallan sólo pueden esperar serenamente la muerte los que aprovecharon bien su tiempo; si no alcanzaron su ideal en la medida que se proponían, les satisface la certidumbre de que, con medios iguales, hubiera sido imposible acercársele más.