41.– Los jóvenes sin derrotero moral son nocivos pera la sociedad. La incomprensión de un posible enaltecimiento los amodorra en las realidades más bajas, acostumbrándolos a venerar los dogmatismos envejecidos. Su personalidad se amolda a los prejuicios, su mente se adhiere a las supersticiones, su voluntad se somete a los yugos. Pierden la posesión de su yo, la dignidad, que permite abstenerse de la complicidad en el mal.
Se envilece a la juventud aconsejándole el fácil camino de las servidumbres lucrativas. No presten oído los jóvenes a esas palabras de tentación y de vergüenza. Quien ame la grandeza de su pueblo debe enseñar que el buen camino suele resultar el más difícil, el que los corazones acobardados consideran peligroso. No merecen llamarse libres los que declinan su dignidad. Con temperamentos mansos se forman turbas arrebañadas, capaces de servir pero no de querer.
La dignidad se pierde por el apetito de honores actuales, trampa en que los intereses creados aprisionan a los hombres libres; sólo consigue renunciar a los honores el que se siente superior a ellos. La gacetilla fugaz escribe sobre arena ciertos nombres que suenan con transitorio cascabeleo; los arquetipos de un pueblo son los que anhelan esculpir el propio en los sillares de la raza.
42.– No es digno juntar migajas en los festines de los poderosos. Si jóvenes, deshonran su juventud, la traicionan, prefiriendo la dádiva a la conquista. En toda actividad social, arte, ciencia, fórmanse con el andar del tiempo caucus de hombres que han llegado. Desean mantener las cosas como están, oponiéndose a cuanto signifique renovación y progreso; son los enemigos de la juventud, sus corruptores. Todo ofrecen a cambio de la adulación y del renunciamiento, sinecuras en la burocracia, rangos en las academias. Aceptar es complicarse con el pasado. Juventud que se entrega es fuerza muerta, pierde el empuje renovador.
La burocracia es una podadera que suprime en los individuos todo brote de dignidad. Uniforma, enmudece, paraliza.
No puede existir moralidad en la nación mientras los hombres se alivianen de méritos y se carguen de recomendaciones, acumulándolas para ascender, sin más anhelo que terminar su vida en la jubilación. Una casta de funcionarios es la antítesis de un pueblo.
Donde los parásitos abundan, se llega a mirar con desconfianza la iniciativa y parece herejía toda vibración de pensamiento, vigor de músculo o despliegue de alas. No se emprende cosa alguna sin el favor del Estado, convirtiendo el erario en muleta de lisiados y paralíticos. Las andaderas son disculpas para los niños y los enfermos; el adulto que no puede andar solo, es un inválido.
Libres son los que saben querer y ejecutan lo que quieren; nunca hacen cosa alguna que les repugne ni intentan justificarse culpando a otros de sus propios males. Esclavos son los que esperan el favor ajeno y renuncian a dirigirse por sí mismos, incurriendo en mil pequeñas vilezas que carcomen su conciencia.
43.– La independencia moral es el sostén de la dignidad. Si el hombre aplica su vida al servicio de sus propios ideales, no se rebaja nunca. Puede comprometer su rango y perderlo, exponerse a la detracción y al odio, arrostrar las pasiones de los ciegos y la oblicuidad de los serviles; pero salva siempre su dignidad. Nunca avergüenza de sí mismos meditando a solas.
El que cifra su ventura en la protección de los poderosos vive desmenuzando su personalidad, perdiéndola en pedazos como cae en fragmentos un miembro gangrenado. Su lengua pierde la aptitud de articular la verdad. Aprende a besar la mano de todos los amos y, en su afán de domesticarse, él mismo los multiplica.
Para seguir el derrotero de la dignidad debe renunciarse a las cosas bastardas que otorgan los demás; todas tienen por precio una abdicación moral. El mayor de los bienes consiste en no depender de otros y en seguir el destino elaborado con las propias manos.
Joven que piensas y trabajas, que sueñas y amas, joven que quieres honrar tu juventud, nunca desees lo que sólo puedas obtener del favor ajeno; anhela con firmeza todo lo que pueda realizar tu propia energía. Si quieres hincar tu diente en una fruta sabrosa, no la pidas; planta un árbol y espera. La tendrás, aunque tarde; pero la tendrás seguramente y será toda tuya, y sabrá a miel cuando la toquen tus labios. Si la pides, no es seguro que la alcances: acaso tardes en obtenerla mucho más que si hubieras plantado el árbol, y, en teniéndola, tu paladar sentirá el acíbar de la servidumbre a que la debes.