LA SEÑORA DEL 142

El tren llevaba veinte minutos de retraso; nos enteramos al comprar los billetes, así que nos sentamos en un banco de la salita de espera en la estación de Cornwall Bridge. Fuera, bajo el sol, hacía mucho calor. Aquel sábado de verano había empezado más bien tristón y ahora, a las tres de la tarde, descansaba, pegajoso e intranquilo, en nuestros regazos.

Había varias personas, además de Sylvia y yo, esperando que llegara el tren de Pittsfield: una señora de color que se abanicaba con un ejemplar del Daily News, una veinteañera que leía un libro, un hombre delgado y moreno que chupaba con aire soñador la boquilla de una pipa apagada. En el centro de la habitación, apoyada contra un alto radiador de hierro, una niña pequeña nos miraba uno a uno, con fijeza, boquiabierta, como si nunca hubiera visto gente. El sitio despedía aquel olor familiar y agradable que tienen en el campo las estaciones de tren, una mezcla de madera, cuero y humo. En el estrecho espacio que había detrás de la taquilla, un aparato de telégrafo desgranaba sus clics intermitentes, y en una o dos ocasiones, sonó un teléfono y el jefe de estación respondió brevemente las llamadas. No logré enterarme de lo que decía.

Me alegré de que en un día como aquel fuéramos sólo hasta Gaylordsville, la tercera parada de la línea, a veintidós minutos de allí. El jefe de estación nos había dicho que nuestros billetes eran los primeros billetes a Gaylordsville que vendía en su vida. Estaba analizando sin mucho detenimiento aquella peculiaridad, cuando a lo lejos se oyó el silbato de un tren. Todos nos pusimos en pie, pero el jefe de estación salió de su cuchitril para avisarnos que el que entraba no era nuestro tren, sino el de las 12.45, procedente de Nueva York, con destino al norte. Al cabo de poco, el tren llegó atronando como un huracán y se detuvo soltando fuertes resoplidos. El jefe de estación salió al andén y regresó al cabo de unos minutos. El tren volvió a ponerse en marcha pesadamente, rumbo a Canaan.

Mientras abría un paquete de cigarrillos, oí al jefe de estación que hablaba otra vez por teléfono. En esta ocasión, sus palabras fueron bien claras. Repetía una y otra vez la misma frase. Decía: «El revisor Reagan del 142 tiene a la señora por quien preguntaban los de la oficina». La persona que estaba al otro lado de la línea parecía no captar el significado de la frase. El jefe de estación la repitió y colgó. Por algún motivo, imaginé que él tampoco la entendía.

Los ojos de Sylvia tenían aquella mirada perdida y pensativa que lucen cuando trata de recordar en qué caja guardó los adornos del árbol de Navidad. Las expresiones de las caras de la señora de color, de la veinteañera y del hombre de la pipa no habían cambiado. La niña mirona se había ido.

Nuestro tren tardaría otros cinco minutos en llegar, de modo que me senté y traté de reconstruir la frase, la señora del 142, la señora que el revisor Reagan tenía, la señora por quien preguntaban los de la oficina. Me acerqué a Sylvia y susurré:

—Fíjate en tu horario si los trenes llevan número.

Sacó el horario del bolso y lo consultó.

—El uno cuatro dos —me informó—, es el de las 12.45 que viene de Nueva York.

Era el tren que acababa de pasar minutos antes.

—La mujer se habrá puesto enferma —dijo—. Probablemente se habrán ocupado de que un médico o su familia la estén esperando.

La señora de color echó un rápido vistazo a su alrededor. La veinteañera, que estaba mascando chicle, dejó de mascar. El hombre de la pipa parecía distraído. Encendí un cigarrillo y me quedé pensando.

—A la mujer del 142 —le dije a Sylvia al fin— podría haberle pasado cualquier cosa, pero lo que sí puedo asegurarte es que no se ha puesto enferma.

La única persona que no se fijaba en mí era el hombre de la pipa. Sylvia me miró como suele mirarme cuando me va a tomar la temperatura, con una mezcla de ansiedad e irritación. Justo en ese momento, se oyó el silbato de nuestro tren y todos nos levantamos. Yo recogí nuestras dos bolsas y Sylvia cargó con el saco de judías verdes que habíamos recogido para los Connell.

Cuando el tren entró traqueteando en la estación, le dije a Sylvia al oído:

—Se sentará cerca de nosotros. Ya lo verás.

—¿Quién? ¿Quién se sentará cerca de nosotros? —preguntó.

—El extraño —le contesté—, el hombre de la pipa.

Sylvia se echó a reír y me aclaró:

—No es un extraño. Trabaja para los Breed.

Yo estaba seguro de que no era así. A las mujeres les gusta identificar a la gente; todos los extraños les recuerdan siempre a alguien.

El hombre de la pipa estaba sentado a tres asientos del nuestro, al otro lado del pasillo, cuando por fin nos acomodamos. Lo señalé inclinando la cabeza en su dirección. Sylvia sacó un libro que llevaba en la parte superior de su bolso de viaje y lo abrió.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó.

Antes de contestar eché un vistazo a mi alrededor. Frente a nosotros iban un hombre y una mujer dormidos. En el asiento de delante, dos mujeres de mediana edad hablaban de los terribles retortijones que una de ellas había tenido a raíz de un divertículo inflamado. Una muchacha delgada, de ojos oscuros, ocupaba el asiento que estaba detrás del nuestro. Viajaba sola.

—El problema con las mujeres —comenté— es que todo lo achacan a las enfermedades. Yo tengo la teoría de que celebraríamos el día de la independencia el 11 de mayo o incluso el 16 de abril si la señora Jefferson no se hubiera emperrado en que su marido tenía fiebre y no lo hubiera obligado a meterse en cama.

Sylvia encontró la página del libro por la que iba y dijo:

—Ya hemos hablado de eso antes. ¿Por qué no podría haberse puesto enferma la mujer del 142?

Eso tenía fácil respuesta. Se lo dije.

—El revisor Reagan se bajó del tren en Cornwall Bridge y habló con el jefe de estación. «Tengo a la mujer por quien preguntaban los de la oficina», le dijo…

Sylvia me interrumpió:

—Dijo «señora».

Solté esa risa breve que a ella le fastidia.

—Todos los revisores dicen «señora» —le expliqué—. Ahora bien, si una mujer se hubiese puesto enferma en el tren, Reagan habría dicho: «Una mujer se ha puesto enferma en mi tren. Avisa a los de la oficina». Lo que debe de haber ocurrido es que Reagan encontró, en algún punto entre Kent y Cornwall Bridge, a una mujer a la que los de la oficina habían estado buscando.

Sylvia no cerró el libro, se limitó a levantar la vista.

—A lo mejor se puso enferma antes de subirse al tren y los de la oficina estaban preocupados —arguyó Sylvia. No analizaba el problema con demasiada atención.

—Si los de la oficina hubiesen sabido que ella iba en el tren —dije con paciencia—, no le habrían pedido a Reagan que les avisara si llegaba a encontrarla. Le habrían hablado de ella antes de que la mujer se subiera al tren.

Sylvia retomó la lectura.

—No nos metamos en líos —dijo—. No es asunto nuestro.

Hurgué en los bolsillos en busca de los Chiclets y no los encontré.

—Podría ser asunto de todos y cada uno de nosotros —dije—, de todos los patriotas.

—Ya lo sé, no me lo digas —comentó Sylvia—. Crees que esa mujer es espía. Pues yo sigo pensando que se ha puesto enferma.

Pasé por alto el comentario.

—Han solicitado a todos los revisores de la línea que la busquen —insistí—. Reagan la encontró. Cuando llegue, no la estará esperando su familia. La estará esperando el F.B.I.

—O los de la oficina de asistencia al viajero —dijo Sylvia—. En el ferrocarril New York, New Haven & Hartford no pasan cosas al estilo de Alfred Hitchcock.

Vi aparecer al revisor por el otro extremo del vagón.

—Le voy a decir al revisor —anuncié— que Reagan del 142 tiene a la mujer.

—Ni se te ocurra —dijo Sylvia—. No vas a meternos en este asunto. Y además, es probable que ya lo sepa.

El revisor, bajito, fornido, de cabellos plateados, silencioso, tomó nuestros billetes. Parecía un Ickes bondadoso. Sylvia, que se había puesto tensa, se relajó en cuanto lo dejé pasar sin soltar una sola palabra sobre la mujer del 142.

—Tiene la misma cara que tendría si supiera dónde está escondido el Halcón Maltés, ¿no te parece? —dijo Sylvia con esa risa que tanto me fastidia.

—No obstante —señalé—, hace un momento dijiste que probablemente sepa lo de la mujer del 142. Si sólo está enferma, ¿para qué decírselo también al revisor de este tren? Me sentiré más tranquilo cuando sepa que realmente la han cogido.

Sylvia siguió leyendo como si no me hubiera oído. Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y cerré los ojos.

El tren aminoraba la marcha ruidosamente y un guardafrenos gritaba «¡Kent! ¡Kent!», cuando noté una presión suave y fría en el hombro.

—Perdone —dijo la voz de la mujer que viajaba en el asiento de atrás—. Se me ha caído un libro de Coronet debajo de su asiento. —Se inclinó más hacia mí y con un ronco susurro me ordenó—: Usted se baja aquí.

—Vamos a Gaylordsville —le indiqué.

—Usted y su mujer se bajan aquí, le he dicho.

Me levanté y bajé las maletas del portaequipajes.

—¿Se puede saber qué quieres? —preguntó Sylvia.

—Nos bajamos aquí —le dije.

—¿Es que te has vuelto loco de veras? —preguntó—. Pero si estamos en Kent.

—Vamos, hermana —dijo la voz de la mujer—. Agarre el bolso de viaje y las judías. Y usted, jefe, agarre el bolso grande.

Sylvia se puso furiosa.

—Sabía que nos ibas a meter en líos —me dijo dirigiéndose a mí—, y tú como si nada, venga gritar a voz en cuello que había espías.

Me tocó a mí ponerme furioso.

—Fuiste tú quien habló de espías —le recordé—. No yo.

—Tú como si nada, tú venga hablar y hablar sin parar —insistió Sylvia.

—Vamos, bájense los dos —ordenó la voz fría e inflexible.

Nos bajamos. Mientras ayudaba a Sylvia a descender los escalones, le dije:

—Sabemos demasiado.

—Calla de una vez —me ordenó.

No tuvimos que ir demasiado lejos. Una enorme limusina negra esperaba a pocos pasos. Al volante iba un tipo fornido, de aspecto extranjero, boca cruel, ojos pequeños. Frunció el ceño nada más vernos y dijo:

—Al jefe no le hace gracia que vaya nadie.

—No habrá problemas, Karl —dijo la mujer—. Suban —nos ordenó.

Nos subimos al asiento de atrás. Ella se sentó entre nosotros, con el revólver en la mano. Era una pistola de cañón corto y gran calibre, con piedras engarzadas en la empuñadura.

—Alice nos estará esperando en Gaylordsville —dijo Sylvia—, pobre, con el calor que hace.

La casa era un edificio alargado y bajo, lleno de recovecos, y se llegaba a ella tras recorrer una alameda.

—Dejen las bolsas donde están —dijo la mujer.

Sylvia cogió las judías y el libro y nos bajamos. Dos mastines inmensos salieron dando saltos de la terraza y nos gruñeron.

—¡Quieta, Mata! —gritó la mujer—. ¡Quieto, Pedro!

Los perros se alejaron con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir.

Sylvia y yo nos sentamos uno al lado del otro en el sofá de una sala magníficamente decorada. Frente a nosotros, repantigado en una silla, estaba un hombre alto, de párpados caídos, ojos negros y dedos delicados. Recostado contra la puerta por la que habíamos entrado en la habitación había un muchacho flaco, menudo, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y un cigarrillo colgándole del labio inferior. El rostro demacrado y cetrino nos miraba, imperturbable, con los ojos entornados. En un rincón de la sala, un hombre moreno, bajito y rechoncho giraba los diales de una radio. La mujer se paseaba fumando un cigarrillo con una larga boquilla.

—No te esperaba, Gail —dijo el hombre repantigado en voz baja—, ¿a qué viene la visita?

Gail siguió paseándose.

—Tienen a Sandra —contestó al fin.

Sin cambiar de expresión, el hombre repantigado preguntó con suavidad:

—¿Quién tiene a Sandra, Gail?

—Reagan, del 142 —contestó Gail.

El hombre moreno, bajito y rechoncho se puso en pie de un salto y gritó:

—¡Egipto dice siempre hay que matar a ese Reagan! ¡Egipto dice siempre hay que darle el pasaporte a ese Reagan!

Sin mirarlo siquiera, el hombre repantigado le ordenó en voz baja:

—Siéntate, Egipto.

El hombre bajito y rechoncho se sentó. Gail siguió hablando.

—El pipiolo este se fue de la lengua —dijo—. Se pasó de listo.

Miré al hombre recostado contra la puerta.

—Habla de ti —dijo Sylvia y se echó a reír.

—La pájara esta es una tarada —añadió Gail—. Creyó que la señora del tren se había puesto enferma.

Me eché a reír y le dije a Sylvia:

—Habla de ti.

—El pipiolo este estaba que se salía de la vaina, venga a hablar en voz alta por todo el tren —dijo Gail—. Tuve que traérmelos.

Sylvia, que había dejado las judías sobre su regazo, se puso a partirlas y a quitarles los hilos.

—¡Hay que ver con la señora! —exclamó el hombre repantigado—, ¡qué toque tan gareño!

—¿Qué es «gareño»? —preguntó Egipto.

—Hogareño —aclaré yo.

Gail se sentó en una silla.

—¿Quién se los va a cargar? —preguntó.

—Freddy —respondió el hombre repantigado.

Egipto volvió a ponerse en pie.

—¡Nanay! —gritó— ¡El pipiolo ese no! ¡El pipiolo ese se cepilló a loúltimo seiosiete!

El hombre repantigado lo miró. Egipto se puso pálido y se sentó.

—Yo creía que el pipiolo eras tú —comentó Sylvia.

La miré con frialdad.

—Ya sé de dónde te tenía visto —le dije al hombre repantigado—. Fue en Zagreb, en 1927. Tilden te ganó sin perder un solo set por seis cero, seis cero, seis cero.

Al hombre le brillaron los ojos.

—Creo que al pipiolo este me lo cargo yo mismo —dijo.

Freddy se acercó al hombre repantigado y le entregó una automática. En ese momento, la puerta contra la que se recostaba Freddy se abrió de par en par e irrumpió el hombre de la pipa gritando:

—¡Gail! ¡Gail! ¡Gail!…

—¡Gaylordsville! ¡Gaylordsville! —vociferó el guardafrenos.

Sylvia me sacudía del brazo.

—Deja ya de gemir de una vez —dijo—. Todo el mundo te está mirando.

Me sequé la frente con un pañuelo.

—¡Date prisa! —me ordenó Sylvia—. Que aquí no paran mucho rato.

Bajé las bolsas y nos apeamos.

—¿Traes las judías? —le pregunté a Sylvia.

Alice Connell nos esperaba. En el coche, de camino a casa de Alice, Sylvia le habló de la señora del 142. Yo no abrí la boca.

—Él creía que era una espía —dijo Sylvia.

Las dos se echaron a reír.

—Lo más probable es que se pusiera enferma en el tren —comentó Alice—. Lo más probable es que estuvieran organizando las cosas para que un médico fuera a recogerla a la estación.

—Eso mismo le dije yo —comentó Sylvia.

Encendí un cigarrillo.

—La señora del 142, de enferma no tenía nada —dije con firmeza.

—¡Ay, Dios! —exclamó Sylvia—, otra vez con la misma historia.