UN PASEO CON OLYMPY

Olympy Sementzoff me llamaba monsieur porque en la Villa Tamisier yo era el amo y él, el jardinero, el marido ruso de María, la casera francesa. Yo también lo llamaba monsieur, porque nunca aprendí a llamar a un hombre Olympy y porque despedía un aire nostálgico, de Ancien Régime. Bebía conmigo Benedictine y se fumaba mis cigarrillos; además, como podréis comprobar, también conducía mi coche. Conversábamos en francés, idioma que nos era ajeno a los dos, pero más a mí que a él. Cuando Olympy estaba disgustado, decía gauche para indicar tanto «derecha» como «izquierda», pero cuando yo estaba disgustado, era capaz de alcanzar unos vuelos que ponían a los franceses en guardia y que les hacían mirarme desconfiados, con los ojos como platos. Como aquella vez que me corté la muñeca con un cristal y entré en el vestíbulo de un hotel gritando en francés: «¡Me he puesto enfermo con un cuchillo!» Olympy habría sabido qué decir (con la diferencia de que él se habría cortado la muñeca izquierda, eso sí) pero no habría gritado: las palabras le salían con suavidad, una detrás de la otra, y sonaban más o menos como el borboteo del agua sobre las piedras. A menudo yo no entendía de qué hablaba; rara vez él entendía de qué hablaba yo. Esta relación en francés, entre Rusia y Ohio, tenía un carácter brumoso y lejano. El hecho de que el accidente en el que Olympy y yo nos vimos envueltos no terminara en catástrofe fue, después de todo, un milagro.

Olympy y María venían con la casa que mi mujer y yo alquilamos en el Cabo de Antibes. María era una mujer pechugona, de cintura recia, siempre agradable, como el tiempo de la Riviera en una buena temporada; jamás soplaba el mistral en el clima benigno de su temperamento. Debía de tener más de cuarenta y cinco años, pero era fuerte como un roble; cierta vez en que no conseguí descorchar una botella de vino, ella la sujetó como si se tratara de un culantrillo y le sacó el corcho en un santiamén. Los domingos venía su hijo del cuartel de Antibes y nos tomábamos juntos una copa de burdeos blanco, a veces el vino lo ponían los Sementzoff, a veces lo poníamos nosotros. Su hijo tenía dieciocho años y estaba en el Sexto Regimiento de los Chasseurs Alpins, era un muchacho alto y sombrío, apuesto con su uniforme y su capa. Era un enfant du premier lit, como dicen los franceses. María hizo su primera cama con un sargento del ejército que, durante la primera guerra, había sido cordonnier de su regimiento y que, al parecer, había conseguido reunir un pequeño capital. Al terminar la guerra, el sargento zapatero renunció al ejército, invirtió su dinero en empresas de naturaleza sumamente misteriosa en Indochina y lo perdió todo. «Il est mort —nos contó María— de chagrin». El disgusto a causa de tanta mala suerte trajo consigo el deterioro; el chagrin, decía María, acabó afectándole el cerebro y murió a los treinta y ocho años. María tuvo que vender la casa para pagar los impuestos y ponerse a trabajar.

Olympy Sementzoff, el segundo marido de María, era tímido, no muy alto y llevaba barba; cuando vestía ropa de trabajo, en él no destacaba mucho más que eso. Cuando se endomingaba y lucía una elegante chaqueta cruzada, se notaba que tenía una boca delicada, los ojos tristes y atractivos y que llevaba la timidez con cierta gracia. Trabajaba en una fábrica de barcos cerca de Cannes; María decía que era un spécialiste de bateaux; en sus días libres se dedicaba a hacer trabajitos en el jardín de la casa. Apenas había luz cuando se levantaba por las mañanas, porque tenía que llegar al trabajo a las siete; y cuando regresaba a casa, ya casi había oscurecido. En la fábrica le pagaban una miseria y todos los meses recibía apenas un puñado de sous por lo que hacía en el jardín. Cuando le di cien francos por un trabajo que me había hecho en la casa —sabía repararlo todo, desde un desagüe a un reloj— me dijo: «Oh, monsieur, c’est trop!» «Mais non, monsieur —dije yo—. Ce n’est pas beaucoup». Después de un intercambio de reverencias y cumplidos acabó aceptando el dinero.

La anciana esposa del francés al que le alquilábamos la casa nos refirió, entre susurros cargados de sospecha, que Olympy era un ruso blanco y que tal vez estaba rodeado de un petit mystère, pero a nosotros aquello sólo nos pareció la extravagante inquietud de una burguesa. María no se iba con muchos misterios cuando hablaba de su marido. Llegó la Revolución, mataron a casi todos los hermanos de Olympy, ya se sabía cómo eran esas cosas, y él escapó. Lógicamente, era un exiliado y no debía regresar. Si ella sabía quién había sido él en Rusia y qué había hecho, nunca lo dejó entrever. Estaba en Rusia y huyó de allí; llevaba trece años casada con él; et puis, voilà! Habría sido bonito creer que Olympy llevaba la sangre de los zares, pero si algo de verdad había en la antigua leyenda de que a todos los miembros perdidos de la familia imperial se les daba muy bien conducir un taxi, entonces Olympy quedaba descartado. No había nacido para chófer, tal como tuve oportunidad de comprobar el día en que regresé andando de nuestro paseo en coche y, para desgracia de María, solo.

Olympy Sementzoff iba y volvía del trabajo en una de esas híbridas aglomeraciones de ruedas, motor y superestructura que sólo se ven en Francia. A primera vista parecía la cabina de mando de un avión destartalado. Luego te dabas cuenta de que tenía dos ruedas delante y una sola detrás. A excepción del motor, que según María era un «moteur Morgan», y las llantas y los neumáticos, estaba hecho a mano. El jefe de Olympy en la fábrica de barcos había construido la mayor parte, y Olympy se había encargado de colocar los ailes, o guardabarros, hechos con algún tipo de madera. El extraño baldaquín que hacía de techo era el orgulloso producto del trabajo de María, del que ella se sentía orgullosa, y parecía confeccionado con lona y delantales de cocina. Aquella cosa tenía el volante a la derecha. Cuando el conducteur ocupaba su asiento, quedaba muy pegado al suelo: tenías que inclinarte, si querías hablar con él. Junto al conductor había un espacio exiguo en el que podía ir otra persona sentada, o mejor dicho, encogida. Todo el conjunto no era más grande que un mueble vitrola puesto del revés. Arrancaba dando botes, armando el mismo jaleo que una pelea de perros, y a plena potencia su velocidad era como mucho de cuarenta y cinco kilómetros por hora. El cacharro le había costado a Olympy tres mil francos, más o menos unos cien dólares. Llevaba tres años conduciéndolo y su misterioso mecanismo y él eran carne y uña. Los artilugios del salpicadero y del suelo, que Olympy pulsaba o giraba para que aquella cosa funcionase, parecían incluir tenazas de chimenea, cucharas y pomos de puertas. En caso de emergencia, María conseguía meterse en el asiento al lado del conductor, pero yo comprendía muy bien por qué no quería ir a la feria de Niza en el Morgan. Precisamente porque no quiso ir, le sugerí a Olympy que la llevase un día en mi Ford sedán. María nos había dado a entender que su mari conducía todo tipo de coches, y que si quería, podía ser chófer, un bon chófer. Lo único que tenía que hacer yo, voyez-vous, era llevar a Olympy a dar una vuelta por el cabo para que le pillara el tranquillo al automóvil grande. Y así fue como un día, después de comer, nos fuimos a dar un paseo.

A poco más de medio kilómetro de la salida de Antibes, por el camino de la costa, me detuve sin apagar el motor y le dejé mi sitio a Olympy. Él se inclinó hacia adelante, aferró con mucha fuerza el volante, mucho más grande del que él estaba acostumbrado a utilizar, y situado a mayor distancia. Me di cuenta de que estaba nervioso. Pisó el embrague tímidamente y dijo: «Embrayage?». Ahí sí que me mató. Mis conocimientos de la terminología del automóvil en francés son inadecuados y nada sólidos. Me vi obligado a decir que no lo sabía. Y no recordaba la palabra que designaba el embrague en ninguna de las tres lenguas, francés, italiano y alemán, en que estaba escrita mi Guía del motorista (que para colmo me había dejado en casa). No sé por qué embrayage no me sonaba en absoluto a embrague (aunque se diga así). Sabía que no serviría de nada que un escritor estadounidense le explicara en francés a un especialista en barcos ruso para qué servía ese pedal en concreto; es más, yo no tenía ni idea. Al final me decidí por poner el pie izquierdo sobre el pedal del freno. «Frein», le dije. «Ah», dijo Olympy, con cara de desdicha. Este método de indicar qué era una cosa demostrando lo que no era tuvo un efecto inquietante. Levanté el pie para ponerlo sobre el acelerador, o más bien, para señalarlo con la punta, y de inmediato, la palabra que lo designaba, incluso el equivalente en francés de «gasolina», se me borraron de la cabeza. Yo también empezaba a ponerme un poco nervioso. «Benzina», dije al fin en italiano. «Ah?», contestó Olympy. Si antes habíamos estado a un paso de la realidad, ahora nos encontrábamos a dos, o tal vez a tres. La aproximación políglota a la fina precisión de un motor de gasolina no deja de ser evasiva y peligrosa. Los dos perdimos parte de la confianza que nos teníamos. Supongo que deberíamos haber desistido en ese momento, pero no lo hicimos.

Olympy decidió que el pedal extra era el embrayage, pasó de punto muerto a primera y, cuando me quise dar cuenta, avanzábamos con una serie de tumbos convulsos, como un conejo saltando en un campo de trigo para ver dónde se encuentra. Esta forma de locomoción deja hecho polvo tanto al hombre como al coche. El motor se quejaba con sonoros y rítmicos gañidos. Entonces, Olympy se las arregló para pisar el starter con el pie izquierdo y se oyó una conocida protesta de fondo; esto hizo que le empezara a temblar el pie derecho sobre el acelerador y los saltos de conejo aumentaron en intensidad. Abandoné la búsqueda de la palabra para starter, le agarré la rodilla izquierda y grité: «Ça commence!» Como es natural, Olympy no tenía ni idea de qué era lo que comenzaba, probablemente se tratase de alguna peculiaridad habitual de la maquinaria, que no presagiaba nada bueno. Demudado, me lanzó una breve mirada. Apagué el contacto y discutimos lo del starter respirando con cierta dificultad. Al final entendió de qué se trataba y, al cabo de poco, volvíamos a avanzar dando bandazos, Olympy aguantaba el coche en primera, como un luchador en un clinch, no se atrevía a poner la segunda. Lo intentó por fin y, con una fuerte sacudida y un rugido, metió la marcha atrás: el coche se retorció como un leopardo torturado y el motor tiró la toalla.

Yo estaba perplejo y asustado, igual que Olympy. Sólo una estúpida y orgullosa fe en el coraje masculino nos impulsaba a seguir adelante. Le indiqué el ligero movimiento a la derecha que hay que hacer para pasar a segunda; él encendió el motor y emprendimos otra vez la marcha a bandazos y sacudidas. Puso al fin la marcha haciendo un ruido como el de un rayo cuando cae en una fundición y giró abruptamente a la derecha. De puro milagro no le dimos a una serie de macizos bloques de granito embutidos en hormigón, que señalan las cunetas y los arcenes. Pasamos rozando un poste. Las hojas de una parra que colgaban de una tapia me golpearon la cara a través de la ventanilla. Perdí la voz. El desastre le hacía tales insinuaciones a mi mente que quedé fascinado y no atinaba a moverme. Al final, buscando a tientas, conseguí encontrar el arranque no sin antes golpear con la muñeca el botón del claxon. Aparté el brazo y Olympy, muy obediente, se puso a tocar la bocina. Avanzábamos por el borde de una cuneta. No sé cómo me las ingenié, pero apagué el motor y logré que nos detuviéramos. Nada habituado a que el volante estuviera a la izquierda, Olympy había olvidado que a su derecha quedaba buena parte del coche conmigo dentro. Le ordené: «À gauche, à gauche, toujours à gauche!» Y Olympy me contestó: «Ah!», pero no se percibía en él comprensión alguna. Me di cuenta de que no se había enterado de que nos habíamos llevado por delante las vides de las paredes de las casas: concentrado en el oscuro problema del cambio de marchas, se había olvidado de dónde habíamos estado el coche y yo. Noté un brillo en sus ojos. Estaba decidido a poner la directa en el siguiente intento; habíamos recorrido algo más de medio kilómetro con marchas cortas.

A su paso por Eden Roe, el camino describía una curva cuesta abajo y fue allí donde nos encontramos con una pareja de ancianos ingleses que se paseaban, ignorantes del hecho de que el demonio andaba suelto por la carretera. Olympy iba otra vez en segunda, inclinado hacia adelante como un ciclista. Le grité que tuviera cuidado, me contestó: «Oui»… y rozamos al anciano y a su esposa. Me volví horrorizado: nos miraban con fijeza, con la boca y los ojos muy abiertos, incapaces de moverse ni emitir sonido alguno. Olympy avanzaba raudo hacia un nuevo peligro: una curva descendente, muy cerrada, que tomó de un modo rocambolesco, conmigo agarrado al freno de mano. El camino se estrechaba, solté el freno y Olympy metió la directa con el gesto desesperado del hombre que intenta echarle el sombrero encima a una mariposa posada. Empezamos a zumbar: Olympy no había contado con que fuéramos a ganar tanta velocidad en tan poco tiempo. Adelantó a un coche que nos precedía y le pasó a un palmo escaso. «Lentement!», grité. Y añadí «Gauche!» en cuanto mis oídos volvieron a percibir el gemido de postes y paredes. «Ça va mieux, maintenant», dijo Olympy tranquilamente. Por un momento tuve la loca idea de que tal vez así era como se conducía en Rusia en los viejos tiempos.

Allá adelante nos esperaba una de las curvas más traicioneras del cabo. La carretera se estrechaba y discurría, doblándose como un arco de croquet, alrededor de una altísima pared de piedra que impedía ver quién venía de frente. Normalmente, lo que venía de frente lo hacía por el carril equivocado, de manera que de nada iba a servirme gritar «Gauche!». Y tomamos la curva, vaya si la tomamos. De frente venía un coche, pero no se salió de su carril. Al parecer, Olympy no lo creyó así. Dio un volantazo a la derecha, no enderezó con suficiente rapidez y nos estrellamos produciendo un gran estrépito, como un monumento de bronce que se viene abajo. De reojo vi agitarse la mano derecha de Olympy, como la mano de un hombre que busca algo debajo de la mesa. Yo no sabía qué hacía él con los pies. Seguimos avanzando pesadamente y produciendo un ruido fantástico y un rugido descomunal. «Poussez les phares!», le grité, que quiere decir «¡encienda los faros!». «Aaah», dijo Olympy. Apagué el motor y puse el freno de mano, pero ya nos habíamos detenido. Bajamos del coche y observamos el poste que acabábamos de rozar y el coche. El guardabarros delantero derecho estaba abollado y roto y el trasero del mismo lado, muy tocado, pero no había más daños. A Olympy se lo veía tan afligido que, cuando me miró, me sentí en la obligación de darle ánimos. «Il fait beau», anuncié, que significa que hacía buen tiempo. Fue lo único que se me ocurrió decir.

Nos fuimos para un taller que Olympy conocía. En la primera intersección me ordenó: «Gauche», y doblé a la izquierda. «Ah, non —dijo Olympy y señalando hacia el lado opuesto, insistió—: Gauche». «¿Quiere usted decir droite?», le pregunté tal cual. «Ah! —exclamó Olympy—. C’est bien ça!». Fue como si acabara de ocurrírsele algo que llevaba días sin poder recordar. Aquello explicaba muchas cosas.

Dejé en el taller a Olympy con el coche; me dijo que regresaría andando. Uno de los mecánicos me acercó a Jean-les-Pins y desde allí fui caminando hasta casa; al llegar, me encontré con una mirada de loca consternación en los ojos de María. No se me había ocurrido pensar en ese detalle: nos había visto marchar juntos y me presentaba ante ella yo solo. «Où est votre mari?», me apresuré a preguntarle. Como comienzo tranquilizador resultaba un completo fracaso. Le había quitado la pregunta de la boca, de manera que yo mismo me respondí: «Se ha ido a dar un paseo». Después intenté explicarle que su marido estaba bon, pero lo pronuncié como beau, de modo que lo que en realidad le dije fue que su marido era apuesto. Debió de imaginar no sólo que estaba muerto sino amortajado. Siguió un mauvais quart d’heure para los dos antes de que la silueta alicaída de Olympy apareciera al fin. Muy triste, le explicó a María que el mecanismo del Ford es raro y curioso comparado con el del Morgan. Estuve de acuerdo con él. Y por supuesto, declaró que pagaría la reparación del coche, pero María y yo desechamos la sugerencia. María creía que yo era empleado a sueldo de la ciudad de Nueva York y que disfrutaba de una remuneración altísima. En la fábrica de barcos, Olympy ganaba cuarenta francos diarios.

Aquella noche, durante la cena, María nos contó que su mari se paseaba por el pequeño dormitorio que tenían en la parte trasera de la casa. Estaba muy agitado. Yo no quería que le diera un ataque de chagrin como le había ocurrido al cordonnier y que, en una de esas, le afectara el cerebro. Cuando María se disponía a marcharse, le dimos un puñado de cigarrillos para Olympy y una copa de Benedictine. Al día siguiente, al amanecer, oí el familiar tintamarre, hurlement y brouhaha del maravilloso cacharro de Olympy al ponerse una vez más en marcha. Olympy iba para la fábrica de barcos a ganarse sus cuarenta francos diarios, su dólar con treinta centavos. Pagar los guardabarros iba a costarle el salario de dos semanas, pero se las arreglaría de algún modo. Cuando bajé a desayunar, María salía de la cocina con un grueso volumen, bastante sobado y lleno de páginas sueltas, que me entregó. Se titulada Le Musée d’Art y llevaba el subtítulo Galerie des Chefs-d’oeuvre et Précis de l’Histoire de l’Art au XIXe Siècle, en France et à l’Étranger (1000 gravures, 58 planches hors texte). Un obsequio para monsieur de Olympy Sementzoff, con saludos de su parte. Se ponía así el broche de oro al incidente del automóvil con un intercambio de regalos: cigarrillos, Benedictine y Le Musée d’Art. Me pareció que aquella era la manera en que siempre deberían terminar ese tipo de cosas, pero tal vez Olympy y yo nos adelantamos a nuestra época… o tal vez fuéramos unos chapados a la antigua.