CARGOS CONTRA LAS MUJERES

Una mujer de ojos vivarachos, con una chispa que denotaba más entusiasmo que inteligencia, me abordó una tarde en una fiesta y me dijo:

—¿Por qué detesta usted a las mujeres, señor Thurberg?

Modifiqué rápidamente mi sonrisa petrificada y negué que detestara a las mujeres; le dije que de ninguna manera detestaba a las mujeres. Pero la pregunta se me quedó grabada, y esa noche, cuando me iba a la cama, descubrí que subconscientemente había estado enumerando los motivos por los que detesto a las mujeres. Sería interesante, al menos ayudará a pasar el rato, apuntar esas razones, tal como surgieron de mi subconsciente.

En primer lugar, detesto a las mujeres porque siempre saben dónde están las cosas. A primera vista, se podría pensar que se trata de un motivo perverso y meramente grosero por el que detestar a las mujeres, pero no lo es. Como es natural, a cualquier hombre le encanta tener en casa a una mujer que sabe dónde están sus gemelos, su portafolios y cosas así, pero odia tener por casa una mujer que sabe dónde está absolutamente todo, incluso las cosas menos importantes, como, por ejemplo, las fotos que el marido sacó hace tres años en Elbow Beach. El marido no ha sabido dónde estaban esas fotos desde el mismo día en que las revelaron y sacaron copias; y si es que piensa en algún momento en ellas, abriga la vaga esperanza de que al cabo de tres años hayan ido a parar a la basura. Pero su mujer sabe dónde están, y también lo saben su madre, su abuela, su bisabuela, su hija y la criada. Serían capaces de encontrarlas en un santiamén, sin dudar un instante, con ese aire tranquilo de superioridad que hace que un hombre sienta que no tiene ni idea de las cosas que cuentan en la vida.

El interés de un hombre por las fotografías antiguas, a menos que se trate de retratos en los que él aparezca en acción con un arma, una caña de pescar o una raqueta de tenis, se desvanece al cabo de dos horas. El interés de una mujer por las fotografías antiguas, sobre todo si en ellas aparecen grupos de personas, no se desvanece jamás, permanece intacto, según pasan los años, con la misma fuerza y la misma intensidad que al principio. Es ella quien se acuerda de las fotos cuando tienen invitados, y así como el marido, tras preparar unas copas para todos, se sienta a tomarse la suya, ella va y dice: «George, ¿por qué no traes esas fotos que sacamos en Elbow Beach y se las enseñas a los Murphy?» El marido, como he dicho, no sabe dónde están las fotos; lo único que sabe es que Harry Murphy no quiere verlas; Harry Murphy quiere conversar, igual que él. Pero Grace Murphy dice que quiere ver las fotos, que se muere por ver las fotos; entre otras cosas, la esposa, que acaba de sacar el tema, quiere que la señora Murphy vea la foto de cierto traje de baño que llevaba cuando estuvieron en Elbow Beach en 1933. El marido se decide al fin a dejar la copa y refunfuña: «¿Dónde están, si puede saberse?» Dependiendo del humor que tenga, la esposa le lanza esa mirada que reserva a los niños malcriados o esa otra que reserva a los obreros borrachos, y le contesta que él sabe perfectamente dónde están. Al final resulta que, después de un largo toma y daca cuyos tonos más amargos se disimulan con risas forzadas, las fotos están en el cajón superior derecho de determinado escritorio, y el marido sale de la habitación a buscarlas. Regresa al cabo de tres minutos con la noticia de que las fotos no están en el cajón superior derecho de ese determinado escritorio. Sin moverse de la butaca, la esposa se digna a lanzarle al marido una leve sonrisa (esa que tiene la cualidad de irritarlo más que ninguna otra) y reitera que las fotos sí están en el cajón superior derecho del escritorio. Lo que ocurre es que no las ha buscado bien, eso es todo. El marido sabe que las ha buscado; sabe que metió la mano y removió y hurgó en ese cajón y que las fotos sencillamente no están allí. La esposa le pide que vaya, que busque mejor y las encontrará. El marido se va y las busca otra vez; los invitados lo oyen refunfuñar, maldecir y revolver papeles. A continuación, el marido grita desde la habitación contigua. «¡Ruth, no están en el cajón, ya te lo he dicho!» La esposa se disculpa en voz baja, deja solos a los invitados y va a la habitación, donde se encuentra su marido, acalorado, abatido, desafiante, con un temor indescriptible en el corazón. El hombre ha abierto tanto el cajón que este corre peligro de caer al suelo, y señala el desorden de su interior con gesto de amargo triunfo (mezclado con ese temor indescriptible). «¡Compruébalo tú misma!», masculla. La esposa ni se molesta en hacerlo. Dice con fría calma: «¿Qué es lo que tienes en la mano?» Lo que él tiene en la mano resulta ser una póliza de seguro, un viejo billete de banco y… las fotos. La esposa le sale entonces con el manido comentario de lo que le habría pasado si las fotos hubieran tenido dientes, y al marido el disgusto le dura el resto de la velada; en algunos casos hasta le cuesta retener cualquier cosa en el estómago durante veinticuatro horas.

Otro motivo por el que detesto a las mujeres (y creo que hablo como representante del hombre americano en general) es porque en casi todos los casos en que una mujer ve un cartel que reza: «Se ruega entregar el cambio exacto», jamás lleva un billete de menos de diez dólares. Entrega billetes de diez dólares a los conductores de autobús y a los empleados del metro y otras personas similares que se dedican a manejar de cinco, de diez y de veinticinco centavos. No hace mucho, en las islas Bermudas, vi a una mujer entregarle al conductor del ferrocarril que tienen ahí un billete de una denominación tan grande que me resultó absolutamente desconocido. Yo estaba sentado demasiado lejos como para ver bien de qué valor era, pero tuve la sensación de que se trataba de un billete de quinientos dólares. El conductor ni se inmutó y se quedó esperando: el pasaje costaba apenas un chelín. Al final, después de hurgar en el bolso, la mujer encontró ese chelín. Todos los hombres del tren que presenciaron la transacción se tensaron por dentro; en semejantes situaciones, eso es lo que una mujer con un billete de diez, de veinte o de quinientos dólares le hace a un hombre: tensarlo por dentro. El episodio le produce al hombre la sensación de que una monstruosa trivialidad amenaza la estructura de la civilización entera. Se trata de una sensación difícil de analizar, pero que está ahí.

Otro espectáculo que deprime al varón y contribuye a que tema a las mujeres y, por tanto, a que las odie, es el que ofrece una mujer cuando mira de arriba abajo a otra para ver cómo va vestida. La mirada fría y clínica que se refleja en los ojos de una mujer cuando lo hace, la súbita rigidez que domina su rostro, y la inmediata desaparición en él de toda cualidad humana hacen estremecer al varón. Lo más probable es que se retire a su camarote, su guarida o su despacho particular y se encierre durante horas. Conozco a un hombre que, tras sorprender a su mujer con aquella mirada en los ojos, no volvió a permitir que se le acercara nunca más. Si ella lo intentaba, él solía esconderse detrás de la mesa o de un sofá, como si participara en un impío juego de corre que te pillo. Esa mirada, creo yo, es uno de los motivos por los que los hombres se esfuman y aparecen en Tahití, en el Polo Norte o en la Marina de los Estados Unidos.

Yo (para dejar de ocultarme tras el término general «el varón») detesto a las mujeres porque casi nunca aciertan en nada. Dicen: «Te he sido fiel, Cinara, al modo mío» en lugar de «a mi modo». Son capaces de apostar contigo que el segundo nombre de Alfred Smith es Aloysius en lugar de Emanuel. Te dirán que tomes el tren de las 2.57, un día en que ese tren no funciona o, si lo hace, no para en la estación donde se supone que debes bajarte. Muchos hombres se han separado de su mujer por esta forma especial de imprecisión y nunca más han vuelto a aparecer en su vida. Nada amarga más a un hombre que acabar en Bridgeport cuando se suponía que debía bajarse en Westport.

Detesto a las mujeres porque han puesto en circulación en nuestro idioma expresiones como «¡ay qué lindo!», «¡qué monadita!» y cientos de otras parecidas. Detesto a las mujeres porque cuando lanzan pelotas de béisbol (o platos o floreros) lo hacen adelantando el pie que no deben. Me asombra que no haya muchas más que acaben con la espalda rota. Me asombra que las mujeres, que tan bien coordinan los movimientos lánguidos, aparezcan más feas y más ridículas que un soldado haciendo el paso de oca cuando ensayan cualquier forma de actividad violenta.

Tenía muchos otros comentarios apuntados sobre por qué detesto a las mujeres, pero se ve que los he perdido todos salvo uno. Y es el que explica que odio a las mujeres porque, aunque ellas nunca pierden fotos antiguas ni nada por el estilo, invariablemente pierden un guante. Creo que jamás en mi vida he ido a ninguna parte en compañía de una mujer que no haya perdido un guante. He buscado guantes desparejados debajo de las mesas en restaurantes donde no cabía ni un alfiler y entre los pies de la gente sentada en la oscuridad de las salas de cine. No ha habido un solo día o una sola noche en que no haya dedicado unos momentos a buscar el guante de una mujer. Si no existiera otro motivo en el mundo para odiar a las mujeres, ese bastaría por sí solo. De hecho, se puede prescindir de todos los demás.