En cuanto una mujer le da un hijo a su marido, su capacidad para preocuparse se vuelve más aguda: oye más ladrones, huele más a quemado, cuando está en el teatro, o en una sala de baile, empieza a preguntarse si el marido se ha dejado la pistola reglamentaria en el cuarto de los niños. Y así año tras año. A medida que el niño se hace mayor, el temor original de la madre a que en la casa de maternidad le hayan cambiado a su hijo por otra criatura da paso a dudas y sospechas aún más trascendentes: sospecha que su hijo no es inteligente, duda de que vaya a ser feliz, está segura de que se rodeará de malas compañías.
Esta insistencia de los padres en dedicar sus vidas a los hijos continúa año tras año, prescindiendo de todo lo que los perros han hecho y hacen para demostrar cuánto más feliz sería la relación entre padres e hijos si se llevaran sin sentimiento, preocupación ni dedicación. Por supuesto que la teoría de que los perros gozan de una vida familiar más sensata que los seres humanos viene de muy lejos, y con el fin de determinar si esta idea es pura leyenda o se basa en hechos observables, dediqué cuatro años de mi vida a estudiar con cuidado la vida familiar de los perros. Mis conclusiones respaldan totalmente la teoría de que los perros llevan una vida familiar más sensata que las personas.
En primer lugar, el marido emprende una partida de caza de marmotas en cuanto se le presenta la primera oportunidad, que no suele tardar mucho en llegar, y no regresa nunca más. No escribe, no envía la pensión de alimentos para mantener a su familia y no corre el riesgo de que lo demanden por no hacerlo. A la esposa no le importa conocer su paradero, nunca se pregunta si piensa en ella, y aunque es posible que se sobresalte al oír pasos, no es porque en el fondo abrigue la esperanza de que sea él. No se sabe de ninguna perra que haya puesto a sus amigos en contra del marido, ni que lo haya hecho seguir por un detective.
Esta misma falta de sentimentalismo se refleja también en la relación de la perra con sus crías. Durante seis semanas, seis semanas exactas, las cuida religiosamente, las alimenta (la ropa ya la traen puesta), les lava las orejas, mantiene a raya a los gatos, a las ancianitas y a las avispas que se acercan a fisgonear, hace la cama y rescata a los cachorritos cuando se meten debajo de las tablas del suelo del granero o se pierden en el interior de una bota vieja. Todo esto lo hace sin grandes alharacas, sin esa ruidosa y complicada demostración de solicitud y temor que una mujer realiza al prestar algún servicio exagerado a su hijo.
Transcurridas las seis semanas, la perra deja de pasar las noches despierta, atenta a los sonidos amenazantes; a la mañana siguiente, después del desayuno, les gruñe a sus cachorros y los obliga a marcharse de casa. «Esto es para siempre —les informa sucintamente—. Tengo que dedicarme a vivir mi vida, a correr detrás de los coches, a morderle los zapatos a los repartidores de las tiendas de ultramarinos, a perseguir conejos. Ya no puedo seguir lavando y alimentando a una panda de perros de seis semanas de edad. Esa etapa está definitivamente cerrada». La vida familiar toca así a su fin y la madre borra de su mente a los hijos, a veces en número de once a la vez, con la misma facilidad con que lo hizo con el marido. Ahora es libre para dedicarse a su carrera y a las cosas asombrosas y nuevas que la vida le ofrece.
En el caso de una familia de perros que observé, la madre, una perra grande, de color negro, orejas largas y auténtica pasión por la vida, atenuada únicamente por un desmedido miedo a los sapos y las tortugas, echó a sus diez cachorros de casa exactamente al cumplirse las seis semanas; era un lunes. Por suerte para mis observaciones, los cachorros no tenían adónde ir, puesto que no habían hecho ningún plan, de modo que se quedaron dando vueltas por el granero, tratando de vez en cuando de arreglar las cosas con la madre. Ella se negó en redondo a atender toda propuesta que supusiera reanudar la vida hogareña, y se cuidó mucho de indicarles con firmeza que, por vocación, lo suyo era perseguir bicicletas y sentarse delante de la chimenea a contemplar el fuego, actividades ambas que se verían insoportablemente dificultadas por la presencia de diez ayudantes. Para colmo, les explicó, en el apartado de persecución de bicicletas ya había mucha competencia y en el de la contemplación del fuego de la chimenea todavía más. «Podríamos dedicarnos a perseguir desfiles juntos», sugirió uno de los perros, pero ella se negó a que la tocara, le gruñó y lo ahuyentó.
Los cachorros abandonados dedican apenas unas semanas a ensayar una serie de acercamientos a la madre con el fin de volver a poner en pie el hogar. Concluido ese plazo, por algún milagro de la naturaleza que no consigo entender del todo, de repente un día los perritos ya no reconocen a la madre y ella no los reconoce a ellos. Es como si jamás se hubiesen visto, una idea magnífica, por cierto, que permite a ambas partes cortar por lo sano y les ofrece la oportunidad de empezar de cero. En cierta ocasión, varios meses después de que esta familia se disolviera y los cachorros fuesen vendidos, uno de ellos, de nombre Liza, regresó con sus amos a visitar «su antiguo nido». La perra madre, como era de esperar, no reconoció a la cachorrita y no tardó en pegarle una dentellada en la cadera. Hubo que separarlas, ninguna de las dos dejaba de gruñirse aquello de que nunca se sabe la clase de perros con los que vas a encontrarte. Nada de reencuentros tontos y entrañables, nada de lágrimas nostálgicas, nada de amargas referencias al desamparo, el olvido o el abandono.
Si a un cachorro no se lo vende ni se lo regala, sino que se lo cría en la misma casa con su madre, los dos perros se pelearán a muerte, en ocasiones hasta veinte o treinta veces al día, durante más o menos un mes. Se trata de una experiencia muy desgastante sea quien sea el dueño de los perros, sobre todo si se trata de personas sentimentales que sufren porque madre e hijo no se reconocen. Esta enfermedad termina por curarse: los dos animales llegan a tolerarse y, más allá de gruñirse por lo bajo aquello de que hay todo tipo de perros en la viña del Señor, suelen llevarse bastante bien cuando se encuentran frente a frente. Sé de una perra y su hija inmadura que suelen pasarse el día juntas cazando marmotas, aunque no se hablan. Su relación no es sentimental, sino práctica, y se basa en el hecho de que es más prudente salir a cazar marmotas de dos en dos que en solitario. Estas dos perras salen juntas por la mañana, sin decirse palabra, y juntas regresan a última hora de la tarde, momento en que se separan sin desearse las buenas noches, hayan tenido suerte o no durante el día. El evitar las despedidas, que suelen resultar acartonadas y a veces dolorosas, es otra de las cosas en las cuales, en mi opinión, los perros demuestran tener más criterio que las personas.
En fin, que un buen día, la hija, una perrita de diez meses, por una de esas bromas de la naturaleza que tampoco consigo entender del todo, dio la impresión de que después de tantos meses de olvido, por unos instantes reconocía a su madre. Las dos acababan de echar a correr detrás de una marmota gorda que vive en el huerto. Algo le pasaba a la hija en la oreja, una oreja larga y lacia.
—Mamá —le dijo—, ¿me echas un vistazo a esta oreja?
Al instante, la otra perra se erizó toda y le gruñó.
—No soy tu madre —le dijo—. Soy una cazadora de marmotas.
La hija le sonrió.
—Oye —le dijo para demostrarle que no le guardaba ningún rencor—, que no es mi oreja, es un guante de maquinista.