Si conoces las islitas más remotas, cercanas a la costa de Florida, tal vez te hayas encontrado, aunque tengo mis serias dudas, con el capitán Darke. Darrell Darke. El cayo encantado donde vivía era, por un motivo u otro, el más inaccesible de todos. Llegué a él por pura casualidad, y dudo que pueda volver a encontrarlo. Al primero que vi fue a Darke, justo cuando mi pequeña lancha reluciente, con su descarado aspecto turístico, dio con la proa contra el muelle solitario donde él estaba de pie. Alto, moreno, melancólico, la camisa blanca con el cuello desabrochado, me recordó de inmediato a ese otro solitario vagabundo entre islas perdidas, el infortunado lord Jim.
Me bajé de la lancha y él vino hacia mí tendiéndome una mano delgada y oscura.
—Me llamo Darke —dijo sin rodeos—. Darrell Darke.
Le estreché la mano. Parecía contento de ver a alguien del mundo exterior. Después me enteré de que hacía varios años que ningún blanco ponía los pies en su remoto cayo.
Me llevó a una choza con tejado de paja y me señaló una silla de bambú. El lugar era agradable, había una cama de hojas secas de palma, unos cuantos libros sobados, aparejos de pesca y un fusil reluciente. Darke sacó una botella con un líquido denso, de color verdoso, y dos vasos.
—Opono —dijo, como disculpándose—. Hecho con la savia del árbol del opono. Un brebaje asqueroso, pero pega fuerte.
Le pregunté si le apetecía ponerle unas gotas de Bacardi, del que llevaba una botella en la lancha, y me dijo que sí. Fui a buscarla…
—Conque periodista, ¿eh? —dijo Darke, interesado, mientras yo llenaba los vasos por tercera vez—. Debe de conocer a mucha gente interesante.
Lo cierto es que me parecía haber conocido a mucha gente interesante y, tras cierta dosis de persuasión, empecé a hablar de ella: Gene Tunney, Eddie Rickenbacker, la gran duquesa María, William Gibbs McAdoo. Darke escuchaba mis anécdotas con viva atención, sediento como estaba de noticias de la pintoresca civilización que, según me contó, había abandonado hacía veinte años.
Más por amabilidad que por otra cosa, al fin le dije:
—Y usted también debe de haber conocido gente interesante.
—No —me contestó—. Todos cortados por el mismo patrón, menos usted. El último tipo que recaló por aquí, por ejemplo, un hombrecito llamado Mark Menafee, apareció un buen día, hará cosa de tres años, en una barca con motor fuera borda. Era un simple adiestrador de prófugos de la justicia. —Darke cogió el vaso que yo había vuelto a llenarle.
—Es la primera vez que oigo que alguien se dedique a eso —observé—. ¿Qué hacía exactamente?
—Enseñaba a prófugos de la justicia —respondió Darke—. Parece ser que Menafee los reconocía con sólo olerlos. Tomemos el caso de Burt Fredericks, del que me habló él. Resulta que Fredericks era un malversador de Connecticut que había trabajado en un banco. Menafee lo vio en un barco de La Habana y lo reconoció por las fotos publicadas en los diarios. «Hola, Burt», le dice Menafee como si nada. Fredericks se da la vuelta. Después se contuvo y miró a Menafee como si no entendiera nada. «Me llamo Charles Brandon», le dice. Menafee se ganó su confianza y por un tanto la hora más gastos consiguió que Fredericks lo contratara para que no lo sorprendieran con la guardia baja y respondiera al nombre de Burt. Seguía a Fredericks de ciudad en ciudad, ingeniándoselas para pillarlo desprevenido en comedores, salones para caballeros, bares y vestíbulos de hoteles llenos de gente. «¡Qué casualidad, Burt, tú por aquí!», le decía Menafee, alegremente, o: «¡Pero si es el viejo Fredericks!», como hacemos cuando nos encontramos con un viejo amigo al cabo de muchos años. Fredericks llegó a ser tan bueno, que jamás levantó la liebre y no se daba por aludido a menos que se dirigieran a él como Charlie o Brandon. Por lo que sé, no lo pillaron nunca. Adiestrando prófugos, Menafee ganaba como para ir tirando, pero era un trabajo bastante aburrido.
Darke se quedó callado. Yo me quedé ahí sentado, mirándolo.
—¿Y no conoció a ninguna otra persona poco interesante? —pregunté.
—Un tal Harrison Cammery —contestó Darke, al cabo de un rato—. Recaló por aquí una noche, en medio de una tormenta, iba vestido con traje de etiqueta. Vino desde Nueva York… no sé cómo. Nunca hubo señales de un barco ni de nada que indicase cómo llegó. Y así fue siempre mientras estuvo aquí, soso e incomprensible. Tenía la menos interesante de todas las manías, la monomanía. Era atrapapeces.
Darke se interrumpió dando a entender que iba a dejar que la anécdota acabara allí.
—¿Y qué es eso de atrapapeces? —pregunté.
—Cammery había sido jugador profesional de billar —contestó Darke—. Me contó que el esfuerzo por conseguir unas manos completamente laxas acabó pasándole factura. Se había entrenado para mantener en equilibrio cinco perdigones en el dorso de cada dedo durante horas y horas. Una noche, en el curso de una fiesta en la que el anfitrión tenía una pecera con pececitos de colores, a los invitados les dio por ver quién era capaz de atraparlos con la mano. Nadie lo consiguió hasta que lo intentó Cammery. Atrapó uno de los peces y lo sostuvo con delicadeza en la mano cerrada. Me contó que el húmedo aleteo de aquel pez contra la palma de su mano fue una experiencia inolvidable. A partir de entonces, fuera donde fuera, le daba por atrapar peces y sujetarlos. Con el tiempo, en los torneos de billar llevaba siempre una pecera que colocaba al lado de la mesa y aprovechaba las pausas para atrapar un pececito, del mismo modo que los jugadores de tenis toman un sorbo de agua en los descansos. Al final aquello acabó con su precisión muscular, y por eso se echó a las islas y llegó aquí. Un buen día desapareció… no sé cómo. No sabe cómo me alegré. Un tipo aburrido, especialmente obsesionado.
—¿Quién más recaló por aquí? —pregunté volviendo a llenar los vasos.
—A principios de 1913 —respondió Darke al cabo de una pausa durante la que dio la impresión de bucear en la memoria en busca de lo que se disponía a contar—, a principios de 1913, un anciano de barba blanca… debía de tener entre setenta y cinco y ochenta años… se presentó un día en esta misma choza. Venía calado hasta los huesos. Dijo que había llegado a nado desde tierra firme y es probable que así fuera. Son setenta y cinco kilómetros. Con la de barcas que se pueden conseguir en la costa con sólo pedirlas… pero se ve que este tipo era demasiado tonto y no se le ocurrió. En todo lo demás era tan corto como en eso. Tenía la costumbre de recitar relatos palabra por palabra; me contó que los escribía él. Era escritor, igual que usted, pero no parecía haber conocido a nadie interesante. Se pasaba todo el santo día hablando de sí mismo, de dónde había venido, de lo que había hecho. Yo no le hacía mucho caso. Me alegré cuando, una noche, desapareció. Se llamaba…
Darke echó la cabeza hacia atrás y clavó la vista en el techo de su choza, tratando de acordarse y al fin dijo:
—Ya me acuerdo. Se llamaba Bierce. Ambrose Bierce.
—¿Y dice que eso fue en 1913, a principios de 1913? —pregunté entusiasmado.
—Sí, estoy seguro —contestó Darke—, porque fue el mismo año en que C-18.769 apareció por aquí.
—¿Quién era C-18.769? —pregunté.
—Una paloma mensajera —respondió Darke—. Llegó una noche, hecha polvo, después de volar desde tierra firme, y se desplomó en esa misma cama con el pico entreabierto, resollando con fuerza. Tenía los ojos enrojecidos y las plumas alborotadas. Noté que llevaba algo bastante grande atado al vientre y le vi el número de registro grabado en la anilla plateada que llevaba en la patita: C-18.769. Después de recuperar fuerzas, pasó aquí una temporada. Yo no le hacía mucho caso. Por entonces a mí me llegaban los diarios de Nueva York más o menos una vez al mes; me los traía un barco de suministro que recalaba en una isla a unos quince kilómetros de aquí. Iba hasta allí remando. Un buen día, en uno de los diarios leí un anuncio sobre este pájaro. Una empresa, cuyo nombre no recuerdo, había organizado una maniobra publicitaria que consistió en hacer que la paloma transportara mil dólares en billetes de cien desde una de las oficinas de la compañía hasta el lugar donde estaba el palomar, situado a unos setecientos kilómetros. El pájaro no llegó nunca. En los diarios se planteaban todo tipo de teorías: que si al pájaro lo habían matado de un tiro y se habían quedado con el dinero, que si se había caído al agua y se había ahogado, que si se había perdido.
—Lo que pasó fue precisamente esto último —observé—. Debió de haberse perdido.
—¿Perdido, dice? ¡Ni hablar! —exclamó Darke—. Después de leer las noticias, un día la agarré por sorpresa y examiné el paquete que llevaba atado. En él quedaban sólo cuatrocientos sesenta y cinco dólares.
Me noté algo débil. Al final, con un hilo de voz, pregunté:
—¿Y la entregó usted a las autoridades?
—Claro que no —contestó Darrell Darke—. Por aquí, los hombres y los pájaros son dueños de su vida. Llegué a la conclusión de que la paloma era tonta de remate y la dejé ir. Al fin y al cabo, ¿qué iba a hacer el bicho una vez desaparecido el dinero? Nada. —Darke lio un cigarrillo, lo encendió, fumó un rato en silencio y luego añadió—: Ese es el tipo de seres que se encuentran por aquí. Estúpidos, aburridos, sin ningún sentido común, que van trampeando sin rumbo fijo. Menafee, Cammery, Bierce, C-18.769… todos iguales. Se hace aburrido. Cuénteme algo más sobre la gran duquesa María. Debe de haber sido una persona de lo más interesante.