Desde donde estaba sentada la señora Bidwell no veía a su marido, pero notó una curiosa tensión: sabía que tramaba algo.
—¿Qué haces, George? —preguntó sin apartar la vista del libro—. ¿Mmm?
—¿Qué te ocurre?
—¡Puuu… uuf! —exclamó el señor Bidwell soltando el aire despacio, con gusto—. Aguantaba la respiración.
La señora Bidwell se retorció en la butaca y lo miró; estaba sentado a espaldas de ella, en su lugar predilecto, debajo de la lámpara de pergamino, la que tenía pintada una escena callejera de la vieja Nueva York.
—Aguantaba la respiración, eso es todo —repitió.
—Pues deja de hacerlo —le ordenó la señora Bidwell, y se enfrascó otra vez en el libro.
Siguieron cinco minutos de silencio.
—¡George! —exclamó la señora Bidwell.
—¡Buuu… aah! —soltó el señor Bidwell—. ¿Qué pasa?
—¿Quieres hacerme el favor de parar con eso? —le pidió—. Me pones nerviosa.
—No entiendo por qué te molesta —dijo—. ¿No puedo respirar, acaso?
—Sí que puedes, pero sin aguantar la respiración como un lelo —dijo la señora Bidwell.
«Lelo» era una palabra que le encantaba; sin darse cuenta, la aplicaba a todo. Era algo que irritaba al señor Bidwell.
—Respirar profundamente —dijo el señor Bidwell, con el tono impaciente que empleaba cuando le explicaba cualquier cosa a su mujer— es un buen ejercicio. Deberías hacer más ejercicio.
—Es posible, pero no lo hagas en mi presencia —le pidió la señora Bidwell y volvió a concentrarse en las páginas del señor Galsworthy.
Una semana más tarde, en la fiesta de los Cowan, la sala estaba llena de gente charlando cuando la señora Bidwell, que conversaba con Lida Carroll, se volvió de pronto como si alguien la hubiese llamado. En un sillón situado en un extremo de la estancia, el señor Bidwell aguantaba la respiración hinchando el pecho y metiendo la barbilla hacia adentro; sus ojos miraban de una forma extraña y la cara se le había empezado a poner lívida. La señora Bidwell se puso donde él pudiera verla y le lanzó una mirada de esas que traspasan. Su marido espiró poquito a poco y miró para otro lado.
Horas después, en el coche, cuando regresaban a casa y ya habían recorrido en silencio un par de kilómetros, la señora Bidwell dijo:
—Yo creo que al menos deberías tener la amabilidad de no aguantar la respiración en casa de los demás.
—No le hacía daño a nadie —pretextó el señor Bidwell.
—¡Parecías un tonto! —dijo su mujer—. ¡Un loco de atar! —Ella iba al volante y comenzó a pisar el acelerador, como solía hacer cuando estaba nerviosa o enfadada—. ¿Qué te crees tú que habrá pensado la gente viéndote ahí sentado, hinchado como un globo, con los ojos fuera de las órbitas?
—No estaba hinchado como un globo —contestó él con rabia.
—Parecías un lelo —dijo ella.
El coche aminoró la marcha, soltó un suspiro y se detuvo, completamente abatido.
—Nos hemos quedado sin gasolina —anunció la señora Bidwell.
Hacía un frío glacial y el aguanieve caía sin piedad. El señor Bidwell inspiró hondo, muy hondo.
En la familia Bidwell el asunto de la respiración llegó a un punto culminante cuando el señor Bidwell comenzó a inspirar mientras dormía, poco a poco, y a espirar con un prolongado y sonoro «uuuuuuuf». La señora Bidwell, que solía dormir profundamente (salvo las noches en que tenía la certeza de que entrarían ladrones), se despertaba, sacudía a su marido y le gritaba:
—¡George!
—Mmmm —murmuraba el señor Bidwell—. ¿Qué pafa ara, mm?
Cuando él se daba la vuelta y volvía a dormirse, la señora Bidwell se quedaba despierta, pensando.
Una mañana, mientras desayunaban, le dijo a su marido:
—George, no pienso aguantar esto ni un día más. Si no dejas de resoplar como una ballena, te dejo.
Al señor Bidwell el corazón le dio un ligero brinco que pasó como una exhalación, pero trató de no mostrarse ni sorprendido ni dolido.
—Está bien —dijo—. No se hable más del asunto.
La señora Bidwell se puso a untar otra tostada con mantequilla mientras le describía los ruidos que hacía cuando dormía. Él siguió leyendo el periódico.
Haciendo un gran esfuerzo, el señor Bidwell se pasó sin hinchar el pecho más o menos una semana, pero una noche, en casa de los McNally, le dio por preguntarse durante cuántos segundos sería capaz de aguantar la respiración. Además, la fiesta de los McNally lo aburría mucho. En un rincón apartado de la sala, empezó a cronometrarse con el reloj de pulsera. La señora Bidwell, que se encontraba en la cocina hablando con Bea McNally de críos y trapos, dejó a su interlocutora con la palabra en la boca y regresó a la sala sin hacerse notar. Se quedó muy quieta, detrás del sillón de su marido. Él sabía que la tenía a sus espaldas, e intentó soltar el aire con disimulo.
—Te estoy viendo —dijo fríamente, en voz baja.
El señor Bidwell se levantó de un salto.
—¿Por qué no me dejas en paz? —gritó.
—¿Quieres hacerme el favor de bajar la voz? —le pidió ella, y sonrió por si acaso alguien los observaba no fuera a pensar que los Bidwell estaban discutiendo.
—Empiezo a estar harto de todo esto —dijo Bidwell en voz baja.
—¡Me has fastidiado la noche! —susurró su mujer.
—¡Y tú a mí! —susurró él a su vez.
Se desollaron con los ojos de la cabeza a la cintura.
—Mira que quedarte aquí sentado como un lelo aguantando la respiración —dijo la señora Bidwell—, la gente pensará que eres un imbécil.
Se echó a reír al tiempo que se daba la vuelta para saludar a una señora que se acercaba a ellos.
Al día siguiente por la tarde, una tarde húmeda y negra, sentado en su oficina, con cara de pocos amigos, el señor Bidwell daba golpecitos en el escritorio con un lápiz. «¡Ya está bien, anda, lárgate, lárgate de una vez! —masculló—. ¡Me importa un rábano!» Imaginaba la escena en que la señora Bidwell lo dejaba plantado. Tras repasarla varias veces, se puso a trabajar otra vez sintiéndose vagamente satisfecho. Decidió entonces que respiraría como le diera la gana sin importarle lo que ella hiciese. Y una vez lo hubo decidido, lo curioso fue que, sin hacer ningún esfuerzo, perdió todo interés en aguantar la respiración.
En casa de los Bidwell todo prosiguió sin excesivos contratiempos más o menos durante un mes. El señor Bidwell no hizo nada que molestara a su esposa más que dejarse la cuchilla de afeitar en su tocador u olvidarse de apagar la luz del vestíbulo antes de irse a la cama. Y llegó la noche en que tuvieron que asistir a la fiesta de los Benton.
Aburrido como de costumbre, el señor Bidwell se sentó en un rincón de la habitación, respirando con normalidad. Su mujer hablaba animadamente de deshabillés con Beth Williamson. De repente, dejó de hablar y empezó a mostrarse intranquila: George tramaba algo. Se dio media vuelta y lo buscó. Sentado en aquel sillón, el señor Bidwell debió de aparecer ante los ojos de todos como un marido cualquiera, menos para su mujer. Y por eso, ella apretó los labios y se acercó a él como quien no quiere la cosa.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—¿Mmm? —contestó él mirándola con aire ausente.
—¿Se puede saber qué haces? —volvió a preguntar.
Él le lanzó una mirada agria, venenosa, que ella le devolvió.
—Ya que te empeñas en saberlo —contestó sin inmutarse—, multiplico números mentalmente.
Durante el prolongado y profundo escrutinio que se dedicaron, en silencio, sin mover más músculos que los de los ojos, a los dos se les hizo patente, de un modo firme, inapelable, que se les había terminado el aguante. El extraño vínculo que los mantenía unidos se rompió con una facilidad mayor de la que habían creído posible. Esa noche, mientras se desvestía para irse a la cama, el señor Bidwell multiplicaba números mentalmente. La señora Bidwell lo observó con mirada fría durante unos momentos, sosteniendo una media en la mano; ni se molestó en regañarlo. Él no le prestaba la menor atención. No había nada que hacer, aquello había terminado.
Ahora George Bidwell vive solo (su mujer volvió a casarse). Ya no asiste a ninguna fiesta, y su antiguo círculo de amigos rara vez le ve el pelo. La última vez que uno de ellos se lo encontró por casualidad, paseaba por una carretera rural con los andares vacilantes de los ciegos: intentaba comprobar cuántos pasos era capaz de dar sin abrir los ojos.