En toda la tarde no había encendido las luces del techo de la oficina y en ese momento apagó la lámpara del escritorio. Eran las siete menos cuarto, fuera estaba oscuro y llovía. Oía el traqueteo de taxis y camiones y los toques de bocina. Una sirena lanzaba en la distancia su grito frenético, y él pensó: es como un desasosiego que se va muriendo con los años; cuando llegue a la Tercera Avenida o a la calle Noventa y cinco, ya dejaré de oírla.
Si tomo un taxi, se dijo, y se levantó despacio, y despacio se puso el sombrero y el abrigo (el abrigo estaba mojado), estaré en casa a las siete, y le diré, hola, querida, y encontraré encendidas las dos lámparas amarillas y los papeles sobre mi escritorio, y diré, me parece que me voy a echar un ratito antes de cenar, y ella dirá, muy bien, y me hará dos o tres preguntas sin importancia sobre lo que pasó durante el día y yo se las contestaré.
Cuando salió de la oficina, ya en la calle, vio que era casi de noche y llovía, y encendió un cigarrillo. Pasó un muchacho silbando bien alto. Pasaron dos chicas conversando alegremente, como si no estuviese lloviendo, como si no fuera un momento destinado al silencio y a los recuerdos. Le hizo señas a un taxi, que se detuvo, se subió y se sentó en el borde del asiento, y el taxista le preguntó al fin, ¿adónde vamos? Y entonces le dio la dirección en la que estaba pensando.
Ella se mostró sorprendida de verlo. Y contenta, le pareció a él. Era muy agradable volver a estar en aquel apartamento. La miró a la cara, brevemente, y tuvo la impresión de estar enfrentándose a alguien en un partido de tenis. A ella le interesaría saber (pero no iba a preguntarle nada) por qué se había presentado así de pronto, y él no sabía muy bien por qué: le di una dirección al taxista y era la tuya. No podía decirle eso; además, las cosas no eran tan sencillas.
La habitación estaba a oscuras y fuera seguía lloviendo. Él encendió un cigarrillo (aunque no tenía ganas de fumar) y la miró. Reconoció en ella los bonitos gestos de antaño y ella le dijo que parecía cansado y él le contestó que no estaba cansado y le preguntó qué había estado haciendo y ella respondió, nada del otro mundo. Hablaban —él, sentado incómodamente en el borde de una butaca, ella, tendida con gracia en un diván— de personas que habían conocido y que les traían sin cuidado. Él era consciente, más que nada, de la lluvia que caía fuera y de la suave penumbra de la habitación y de otras lluvias y de otras penumbras. Se levantó, se paseó por el cuarto, miró las fotos sin enterarse de lo que retrataban y reparó en el destello oscuro que despedían algunos objetos antiguos y familiares, y de pronto se encontró frente a frente con algo que le había regalado, un objeto cómico y trivial que en ese momento no le pareció ni cómico ni trivial, sino muy grande, muy importante y embarazoso, y se apartó de aquel objeto y preguntó por alguien que le traía sin cuidado. Ah, dijo ella, que si patatín, que si patatán, que si esto, que si lo otro (palabras que él no escuchaba). Sí, contestó él distraído, supongo. Muchísimo, dijo (en respuesta a otra cosa), muchísimo. ¡Ay, dijo ella riéndose de él, ya será menos! Él no tenía ni idea de qué estaban hablando.
Ella le pidió un cigarrillo y él se acercó y le dio uno sin tocarle la mano, pero muy consciente de aquella mano. Se acordaba de otro atardecer lluvioso y oscuro y pensó fugazmente en un mes de abril, cuántos besos, cuántas risas. Se fijó en el reloj que había sobre la repisa de la chimenea y vio que eran las siete y diez. Ella le dijo, antes no creías en los relojes. Él se echó a reír, se quedó mirándola un rato y le dijo, tengo que estar de vuelta en el hotel a las siete y media o no me darán de comer; es ese tipo de hoteles. Ya, dijo ella.
Él se acercó a una mesa, cogió una estatuilla y la dejó con sumo cuidado, mirando de reojo el regalo trivial, cómico y gigantesco que le había hecho. Se preguntó si iba a besarla y cuándo iba a besarla y si ella quería que la besara y si estaba pensando en lo mismo que él, pero entonces ella quiso saber qué cenaría esa noche en el hotel. Sopa de mariscos, contestó él. Los jueves, añadió, siempre hay sopa de mariscos. ¿Y por eso sabes que es jueves, preguntó ella, o es esa tu manera de saber que toca sopa de mariscos?
Levantó la estatuilla y volvió a dejarla en su sitio para echar un vistazo (sin que ella lo viera) al reloj. Pasaban dieciocho minutos de las siete y revivió aquellas sensaciones opuestas que le producían los relojes. No deberías perderte la comida, dijo ella. (Ella recordó entonces que él detestaba la palabra comida.) Él se volvió deprisa, se le acercó deprisa, se sentó a su lado y la sujetó por un dedo; ella se miró el dedo en lugar de mirarlo a él, y él miró el dedo que tenía sujeto en lugar de mirarla a ella, y los dos miraban aquel dedo como si fuese algo asombroso.
Se levantó con brusquedad, cogió el sombrero y el abrigo, y con la misma brusquedad volvió a dejarlos y avanzó hacia ella con dos pasos rápidos y decididos, y ella pareció asombrarse porque abrió más los ojos. Sonó un timbre. Ah, debe de ser Clarice, dijo ella. Y los dos se relajaron. Él le echó una mirada inquisitiva y ella le explicó, es mi hermana; y él dijo, ah, claro. Un minuto más tarde, entró Clarice y fue como una pequeña explosión en medio de aquel día oscuro y lluvioso, hablaba sobre esto y lo de más allá: Ay si supieras él y qué nervios y con cuántas ganas y yo le dije y después él me dijo, ¿te lo imaginas? Recogió el sombrero y el abrigo, Clarice lo saludó, él le devolvió el saludo y echó un vistazo al reloj, eran casi las siete y veinticinco.
Ella, qué preciosa estaba, lo acompañó hasta la puerta; fuera hacía una tarde estupenda, estaba oscuro y llovía, y él se rio y ella se rio e iba a decir algo pero él salió bajo la lluvia y la saludó con la mano (sin querer saludarla con la mano) y ella cerró la puerta y desapareció. Él encendió un cigarrillo, dejó que la lluvia le empapara la mano, dejó que la lluvia le empapara el cigarrillo hasta que el sombrero empezó a gotearle. Pasó un taxi y el taxista le dijo algo y él contestó, ¿Qué? Y tras una pausa dijo, ah, sí, de acuerdo. Y ahora iba camino a casa.
Llegó a su casa a las siete y media, casi en punto, saludó a la anciana señora Spencer (la del marido enfermo), saludó a la anciana señora Holmes (la del perro Pomerania enfermo), asintió con la cabeza y sonrió, y al cabo de nada estaba sentado a su mesa y la camarera le estaba hablando. Su señora va a bajar, ¿no?, le dijo. Sí, va a bajar, contestó él. Y la camarera le comentó, esta noche tenemos sopa de mariscos y consomé, usted siempre toma la sopa de mariscos, ¿a que sí? No, dijo él, hoy tomaré el consomé.