Samuel O. Bruhl era un ciudadano de aspecto corriente, como tú y como yo, salvo por una curiosa cicatriz en forma de zapato que lucía en la mejilla izquierda y que se había hecho de joven al caerse contra la lanza de un carro. Tenía un buen empleo de tesorero en una empresa de sirope y fondant, una esposa corpulenta y devota, dos hijas dóciles y una bonita casa en Brooklyn. Trabajaba de nueve de la mañana a cinco de la tarde, asistía de vez en cuando a algún espectáculo, jugaba mal al golf, aunque con mucho orgullo, y casi siempre, a las once de la noche estaba en la cama. Los Bruhl tenían un perro llamado Bert, un reducido círculo de amigos y un viejo sedán. Su adaptación a la vida había sido cómoda, si bien poco estimulante.
No había ningún motivo en el mundo por el que Samuel Bruhl no debería haber vivido pacíficamente hasta morir de alguna enfermedad común. Era un hombre creado por la Naturaleza para llevar una vida sin incidentes y acabar con un funeral económico, pero digno, y una modesta lápida. Todo esto podrías haberlo previsto de haber observado sus anodinas idas y venidas, su actitud apocada, el escaso vuelo de sus sueños. Era, en suma, el tipo de ciudadano corriente con el que los observadores identificaban a Judd Gray hasta que a este le dio por matar al marido de su amante. Y de la misma manera en que aquel apocado padre de familia se vio súbitamente metido en una absurda tragedia, así fue Samuel Bruhl elegido de pronto, entre cientos de hombres iguales que él, y marcado para tener un fin extravagante e imprevisible. Curiosamente fue la cicatriz en forma de zapato de su mejilla izquierda la que puso en marcha una némesis con la que él jamás habría soñado. Muy distintas habrían sido una mancha en el corazón, una obsesión del alma; podrías haber culpado a Bruhl de cualquier angustia en la que lo hubiese sumido un defecto emocional o espiritual, pero resulta verdaderamente irónico que las Furias se abatan sobre un hombre que no ha tenido culpa más grave que haber sufrido un accidente en su infancia.
Samuel O. Bruhl se parecía muchísimo a George Clinigan, el Mejilla Calzada. Clinigan lucía en la mejilla izquierda la misma cicatriz distintiva en forma de zapato. Además, ambos compartían un parecido general en la altura, el peso y la complexión. Un análisis cuidadoso habría revelado muy pronto que la mirada de Clinigan era taimada y la de Bruhl, franca, y que el tesorero de la empresa de sirope y fondant tenía la boca más agradable y la frente más alta que el peligroso gángster; pero, a simple vista, el parecido era notable.
Si Clinigan no se hubiera hecho famoso, esta broma de la Naturaleza habría pasado sin pena ni gloria, pero Clinigan se hizo famoso y decenas de personas observaron que se parecía a Bruhl. Vieron publicada en los periódicos la foto de Clinigan el día en que le dispararon y el día siguiente, y el siguiente. En la empresa de sirope y fondant no tardó en aparecer alguien que le comentó a algún otro que Clinigan se parecía al señor Bruhl, que se le parecía mucho. Y al cabo de nada, todos los empleados habían hablado del asunto, entre ellos y con el señor Bruhl.
Al principio, el señor Bruhl se lo tomó a broma, pero un buen día, cuando Clinigan llevaba una semana hospitalizado, un policía miró fijamente, al señor Bruhl cuando volvía a casa del trabajo. A partir de ese momento, el pequeño tesorero se percató de que cierto número de extraños lo miraban fijamente, con una expresión entre sorprendida y asustada. Hubo un hombre moreno y diminuto que se apresuró a hundir la mano en el bolsillo del abrigo al tiempo que palidecía.
El señor Bruhl empezó a preocuparse. Empezó a imaginarse cosas.
—Espero que ese Clinigan no se recupere —dijo una mañana mientras desayunaba—. Es un mal bicho. Estaría mejor muerto.
—Se recuperará, ya verás como se recupera —comentó la señora Bruhl, que había estado leyendo el periódico de la mañana—. Aquí dice que se recuperará. Pero también dice que volverán a pegarle un tiro. Dice que lo más seguro es que vuelvan a pegarle un tiro.
Clinigan abandonó el hospital de noche, sin ser visto, por una puerta lateral, y se perdió en la ciudad, y a la mañana siguiente, Bruhl decidió no ir al trabajo.
—Hoy no me siento muy bien —le dijo a su mujer—. ¿Me haces el favor de llamar a la oficina para avisar que estoy enfermo?
—No tienes buena cara —observó su mujer—. De verdad que no tienes buena cara. Bájate, Bert —añadió, pues el perro se le había subido al regazo de un salto y se había puesto a gañir. El animalito sabía que ocurría algo malo.
Esa noche, Bruhl, que se había pasado el día dando vueltas por la casa, se enteró por el periódico de que Clinigan se había fugado, pero que probablemente estaría en alguna parte de la ciudad. Sus múltiples tinglados reclamaban su presencia, al menos hasta que ganara el dinero suficiente para desaparecer del mapa; al salir del hospital no tenía un céntimo. Con toda seguridad, los gangsters rivales, decían los periódicos, irían por él y le darían caza, porque se la tenían jurada.
—¿Qué es lo que le tienen jurada? —preguntó la señora Bruhl cuando lo leyó.
—Hablemos de otra cosa —le pidió su marido.
Fue el pequeño Joey, el recadero de la compañía de sirope y fondant, el primero en darse cuenta de que el señor Bruhl tenía miedo. Joey, que iba por ahí en zapatillas de tenis, entró de pronto en el despacho del tesorero, abrió la puerta de par en par y quiso decir algo.
—¡Santo cielo! —gritó el señor Bruhl, levantándose de la silla.
—¡Vaya! ¿Qué pasa, señor Bruhl? —preguntó Joey.
Ocurrieron varias cosas más. La telefonista llamó una tarde a la extensión del señor Bruhl para comunicarle que un tal señor Globe quería verlo.
—¿Qué aspecto tiene? —inquirió Bruhl, que no conocía a nadie apellidado Globe.
—Es pequeñito y moreno —contestó la muchacha.
—¿Un tipo pequeño y moreno? —repitió Bruhl—. Dígale que no estoy. Dígale que me he ido a California.
El personal, tras comparar notas, llegó a la conclusión de que el tesorero temía que lo confundiesen con el Mejilla Calzada y verse en un aprieto. Al señor Bruhl no le comentaron nada, porque lo prohibió Ollie Breithofter, un oficinista gordito, incansable e ingenioso bromista, al que se le había ocurrido una idea.
Mientras proseguía la caza de Clinigan sin que hubiera modo de dar con él y de matarlo, el señor Bruhl iba perdiendo peso y poniéndose cada vez más nervioso. Comenzó a idear nuevas formas de llegar al trabajo, una de las cuales lo obligaba a tomar dos transbordadores distintos; almorzaba en la oficina, no abría cuando llamaban al timbre, soltaba un grito cuando a alguien se le caía algo y entraba a la carrera en tiendas o bancos cuando los taxistas que pasaban por la calle le gritaban. Una mañana, al ordenar la casa, la señora Bruhl encontró un revólver debajo de la almohada de su marido.
—He encontrado un revólver debajo de tu almohada —le dijo esa noche.
—En este barrio hay muchos ladrones —le contestó él.
—No deberías tener un revólver —insistió ella.
Y se pusieron a discutir, él, irritable, ella, incómoda, hasta que llegó la hora de acostarse. Mientras Bruhl se desvestía, después de haber atrancado todas las puertas, sonó el teléfono.
—Es para ti, Sam —le avisó la señora Bruhl.
Su marido fue despacio hasta el teléfono y se cruzó con Bert.
—Cómo me gustaría estar en tu lugar —le dijo al perro y levantó el auricular.
—Escúchame bien, Mejilla Calzada —dijo una voz entrecortada—. Ya sabemos dónde estás, ¿te enteras? Eres hombre muerto.
Y colgaron. Bruhl lanzó un grito. Su mujer acudió a la carrera.
—¿Qué ha pasado, Sam, qué ha pasado? —chilló.
Pálido, con cara de enfermo, Bruhl se había dejado caer en una butaca.
—Me han encontrado —gimió—. Me han encontrado.
Con paciencia, hábilmente, Minnie Bruhl consiguió que su marido le confesara que lo habían confundido con Clinigan y que era hombre muerto. La señora Bruhl no cazaba las cosas al vuelo, pero tenía cierta intuición, y esa intuición le reveló allí mismo, mientras temblaba en camisón junto a su marido destrozado, que aquello era obra de Ollie Breithofter. Telefoneó de inmediato a la mujer de Ollie Breithofter y, antes de colgar, consiguió arrancarle la verdad. Ollie era quien había llamado.
El tesorero de Maskonsett Syrup & Fondant Company, Inc. sintió tal alivio al saber que las bandas no iban por él, que al día siguiente, en la oficina, reconoció sin rodeos que, por un momento, Ollie había estado a punto de engañarlo. El señor Bruhl llegó incluso a compartir las carcajadas y los comentarios socarrones que se sucedieron a lo largo de todo el día. Después, durante casi una semana, el hombrecito apocado gozó de una relativa tranquilidad. Los periódicos publicaban muy poco sobre Clinigan. El gángster había desaparecido sin dejar rastro. La guerra entre bandas había amainado por el momento.
Un domingo por la mañana, el señor Bruhl salió a dar un paseo en coche con su mujer y sus hijas. Habían recorrido algo más de un kilómetro por las calles de Brooklyn cuando, al mirar por el retrovisor, el señor Bruhl se dio cuenta de que lo seguía un sedán azul. Dobló en la siguiente calle lateral y el sedán dobló también. Bruhl volvió a doblar y el sedán lo siguió.
—¿Adónde vas, querido? —preguntó la señora Bruhl.
El señor Bruhl no contestó; aceleró, iba muy deprisa, doblaba las esquinas como un loco haciendo patinar las ruedas traseras. Un guardia de tráfico le pitó. La hija menor se puso a gritar. Bruhl siguió adelante zigzagueando. La señora Bruhl comenzó a reprenderlo como una loca.
—¿Es que has perdido la cabeza, Sam? —le gritó.
El señor Bruhl miró hacia atrás. El sedán ya había desaparecido. Aminoró la marcha.
—Volvamos a casa —dijo—. Estoy harto.
Pasó un mes sin incidentes (en gran parte, gracias a la señora Breithofter) y Samuel Bruhl comenzó a ser otra vez el de antes. El día en que prácticamente había recuperado la normalidad, a Mamporro Pensiotta, alias Asesino Lewis, alias Estrangulador Koetschke, lo mataron de un tiro. Mamporro era el jefe de una banda que había jurado cargarse a Mejilla Calzada Clinigan. De inmediato, los periódicos retomaron la publicación de artículos sobre la guerra de bandas donde los habían interrumpido. Volvieron a aparecer fotos de Clinigan. Según los periódicos, el asesinato de Pensiotta no podía significar más que una cosa: que Mejilla Calzada Clinigan era hombre muerto. Al leerlo, el señor Bruhl volvió a derrumbarse.
Tras pasar otra semana más como una sombra, sobresaltándose al menor ruido y, en una ocasión, a punto de desmayarse al oír muy cerca las detonaciones del escape de un coche, Samuel Bruhl comenzó a ofrecer un nuevo y sorprendente aspecto. Hablaba por la comisura de los labios, la mirada se le volvió taimada. Se parecía cada vez más a Mejilla Calzada Clinigan. Le gruñía a su mujer. Llegó incluso a llamarla «nena», cuando jamás se había dirigido a ella por otro nombre que no fuera «Minnie». La besaba de una forma extraña y nueva, mostrándose rudo, casi brutal. En la oficina se volvió odioso y autoritario y empleaba un lenguaje peculiar. Una noche en que los Bruhl invitaron a jugar al bridge a unos amigos, el anciano señor Creegan y su mujer, Bruhl apareció de repente en lo alto de la escalera luciendo un pijama rojo, fumando un cigarrillo y empuñando el revólver. Tras soltar en voz muy alta unos cuantos comentarios incoherentes y jactanciosos, la emprendió a tiros con el reloj de la repisa de la chimenea y le acertó justo en el centro. La señora Bruhl lanzó un grito. El señor Creegan se desmayó. Bert, que estaba en la cocina, se puso a aullar.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —masculló Bruhl—. Panda de blandengues.
Por pura casualidad, la señora Bruhl descubrió, en el fondo de un armario, siete u ocho libros sobre bandas y gangsters que Bruhl había ocultado allí. Había títulos como Al Capone, Nadie gana, 10.000 enemigos públicos, y muchos más; todos estaban muy sobados. La señora Bruhl comprendió que ya era hora de hacer algo y decidió conseguirle un médico a su marido. Bruhl dejó de ir a trabajar durante algunos días. Se pasaba todo el tiempo en su dormitorio, vestido con el pijama rojo, fumando cigarrillos. Telefonearon de la oficina en un par de ocasiones. Cuando la señora Bruhl le rogó que se levantara, se vistiera y fuera a trabajar, él se echó a reír y le dio unas cuantas palmadas bruscas en la cabeza.
—Pronto daremos el golpe, nena —dijo—. Entonces nos forraremos y al diablo con todo.
El médico, que acudió al fin y entró en el dormitorio de Bruhl en silencio, se mostró muy serio cuando salió.
—Se trata de una psicosis —diagnosticó—, una psicosis sin lugar a dudas. Su marido vive en un mundo de fantasía. Ha elaborado un curioso mecanismo de defensa contra vaya usted a saber qué.
El médico sugirió que consultaran a un psiquiatra, pero cuando se hubo marchado, la señora Bruhl decidió llevarse a su marido de viaje. En Maskonsett Syrup & Fondant Company, Inc. se lo tomaron muy bien. El señor Scully dijo que desde luego.
—Sam es muy valioso para nosotros, señora Bruhl —dijo el señor Scully—. Todos esperamos que se reponga.
De todas maneras, cuando la señora Bruhl se hubo marchado, mandó que revisaran las cuentas del señor Bruhl.
Curiosamente, Samuel Bruhl aceptó de buen grado la idea del viaje.
—Necesito descansar —dijo—. Tienes razón. Larguémonos de aquí.
Se comportó con normalidad hasta el momento de salir para la estación Grand Central, entonces insistió en partir desde la estación de la calle Ciento veinticinco. A la señora Bruhl aquello le pareció ofensivo y ridículo, y al instante, su devoto marido empezó a renegar.
—¡Dios, vaya tía más tonta fui a elegir! —le dijo a Minnie Bruhl, y a continuación, agregó con amargura que si la bofia se le echaba encima, la única culpable iba a ser su nena.
—¿Tienes algo que decir? —le preguntó, metiéndola de un empujón en el taxi.
Fueron a un pequeño hostal de montaña. No era un lugar bonito, pero las habitaciones estaban limpias y la comida era buena. No había más distracción que un minigolf Tom Thumb y una cancha de tenis cubierta de desniveles, pero al señor Bruhl no le importó. Dijo que, de todos modos, fuera hacía mucho frío. Prefirió quedarse dentro, leyendo y fumando. Por las noches, se entretenía con el piano mecánico del salón comedor, que funcionaba con monedas. Le gustaba escuchar More than you know una y otra vez. Una noche, a eso de las nueve, cuando iba a meter la séptima u octava moneda de cinco céntimos, entraron cuatro hombres. Eran hombres silenciosos, vestían sobretodo y llevaban unos estuches que parecían de instrumentos musicales. Veloces, con mano experta, sacaron de los estuches varios tipos de armas y se acercaron a Bruhl, marcando el paso. El señor Bruhl se volvió justo a tiempo para verlos alinearse de cuatro en fondo y apuntarle. En el salón comedor no había nadie más. Se produjo un estruendo acumulativo, seguido de una serie de destellos. El señor Bruhl cayó al suelo y los hombres salieron en fila india, rápidamente, sin que ninguno hubiera pronunciado una sola palabra.
La señora Bruhl, los agentes de la policía y el director del hotel intentaron hacer hablar al herido. Lo intentó el jefe Witznitz, de la comisaría de policía del pueblo más cercano. No hubo manera. Bruhl se limitaba a mascullar y a decirles que se fueran, que lo dejaran en paz. Al final, llegó al hospital el comisario O’Donnell del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. Le preguntó a Bruhl qué aspecto tenían los hombres.
—No sé qué aspecto tenían —masculló Bruhl—, y si lo supiera, no se lo diría. —Tras guardar silencio un momento, añadió con amargura—: ¡Poli tenía que ser!
El comisario suspiró, se dio media vuelta y comentó a los que estaban presentes en la habitación:
—Nunca sueltan prenda.
Al oírlo, el señor Bruhl sonrió satisfecho y cerró los ojos.