ALGO QUE DECIR

Hugh Kingsmill y yo nos estimulábamos a tal punto que después del primer encuentro a él se le cruzaron los cables y yo me pasé la noche sin pegar ojo y por la mañana estuve al borde de una crisis nerviosa.

Memorias de un políglota,

WILLIAM GERHARDI

Elliot Vereker siempre aparecía y desaparecía de mi vida. Era el único hombre capaz de estimularme de una manera rayana en la crisis nerviosa. Lo conocí en una fiesta en Amawalk, en Nueva York, el cuatro de julio de 1927. Llegó alrededor de mediodía en un anticuado coche de caballos, acompañado de una dama vestida de terciopelo negro a la que me presentó como «mi sobrina, Olga Nethersole». Según resultó después, ni era su sobrina, ni era Olga Nethersole. Vereker era escritor; estaba flaco y consumido de tanto pasarse las noches de tertulia; llevaba un sombrero de almirante que le había robado a un almirante. Por lo general, iba a todas partes con una vieja bolsa Gladstone llena de bombillas eléctricas fundidas, porque para él no había mayor placer que lanzarlas inesperadamente contra los muros de las casas y las paredes de las habitaciones. Le encantaba el estallido que producían y el tintineo de cristalitos rotos que se oía a continuación. Sentía una desmedida predilección por los ecos. «¡Hooolaaa!», vociferaba dondequiera que estuviese, con una voz tremenda y retumbante capaz de proyectar un eco en una pradera. En los momentos más inoportunos e inapropiados, soltaba palabrotas con absoluta franqueza, como cuando le hablaba a un niño pequeño o a la hermana de un sacerdote. No conocía el respeto ni la solicitud. Te llenaba la casa de basura, te quemaba las colchas y las alfombras con colillas encendidas y lo más probable era que se marchara llevándose a tu novia, tres o cuatro de tus corbatas y tus libros más preciados. Le entusiasmaba romper discos fonográficos y gramófonos; le gustaba partir en dos las sábanas y las fundas de las almohadas; tenía la costumbre de desenroscar los pomos de las puertas de tu casa para que no pudieras salir si estabas dentro o no pudieras entrar si estabas fuera. Ardía en él un verdadero fuego artístico, poseía el talento propio de todos los genios. Cuando lo conocí, estaba escribiendo una novela cuyo título era ¿Has visto a Max? Lo había elaborado, por alguna extraña razón, a partir de la conocida frase informal «¡A más ver!». No la terminó nunca, como tampoco terminó ni, para el caso, llegó muy lejos en la escritura de ningún otro texto, a pesar de lo cual todos nosotros considerábamos que era una de las mentes más originales de nuestra generación. Que tenía «algo que decir» resultaba evidente por todo lo que hacía.

Vereker era capaz de mantener brillantes conversaciones sobre temas literarios: Proust, Goethe, Voltaire, Whitman. Básicamente sentía por ellos cierto respeto, pero en ocasiones, siempre que estaba borracho, menospreciaba sus poderes y sus logros empleando un lenguaje fuerte y cáustico. Después descubrí que nunca había leído a Proust, pero consiguió como nadie que me resultara más claro y menos importante. A Vereker siempre le gustaba tener un ventilador eléctrico en marcha mientras hablaba, y metía en el aparato un periódico doblado, de manera que las aspas golpearan contra él para producir un ruido parecido a las ráfagas de una ametralladora. Esto lo llenaba de júbilo a él y también a mí, pero supongo que a él lo llenaba más de júbilo que a mí. En cualquier caso, parecía obtener de aquello algo que se me escapaba. Levantaba la voz para que yo pudiera oírlo por encima del barullo. A veces, ni siquiera así conseguía enterarme de lo que decía. «¿Cómo?», gritaba yo. «¡Ya me has oído!», chillaba él; su buen humor desaparecía al instante.

Evidentemente, yo no había oído ni una palabra. No había manera de hacerlo entrar en razón, de convencerlo. Todavía me resuenan en los oídos las descargas de mosquete de aquellos ventiladores. Creo que es posible que me hayan afectado. Pero por Vereker y su gran porvenir, uno era capaz de aguantar muchas cosas. Hablaba de los intereses que la vida lleva implícitos, de la coincidencia del deseo y la realización, de los símbolos ocultos detrás del arte y la realidad. Cuando estaba sobrio, tenía afición a las citas de Santayana.

«Santayana —decía cuando bebía— tiene tanto peso como una tonelada de plumas». A continuación, soltaba una sonora carcajada; si estaba en Tony’s, salía a trompicones hacia la cocina insultando a algún que otro crítico que se cruzaba en su camino; al llegar, repetía la ocurrencia a quien estuviera allí y regresaba desternillándose de risa.

Vereker tenía la costumbre de dejarse caer en los sofás con tanto ímpetu que desmontaba uno de los brazos; a veces se sentaba, cansado como un perro de caza, en una silla endeble y se oían crujidos. Él nunca se percataba de nada. Cuando lo invitabas a cenar, o lo que era más frecuente, cuando aparecía a la hora de la cena sin que lo hubieras invitado, y mientras preparabas un cóctel en la cocina, tenía la costumbre de desaparecer. A veces bajaba al jardín y se ponía a destrozar los parterres («Las plantas son como las certezas, no hay que dejar que arraiguen», dijo en cierta ocasión), o le daba por marcharse para siempre cuando se sumía en uno de esos inexplicables enfurruñamientos tan típicos de él y que eran signo de su genio peculiar. Lo más probable, claro, era que regresara a las dos de la mañana, acompañado de alguna mujer horrible, y entonces atizaba el fuego, se pasaba toda la noche hablando, tirando cosas de las mesas, cantando o contando. Lo he visto arrellanarse en un sofá, cerrar los ojos y contar de uno en uno, con aquella voz amarga y gruñona, hasta llegar a veinticuatro mil. Era su manera de protestar contra la regularización de la era mecanizada. «El éxito —decía—, es el oropel de los idiotas». Jamás creyó en hacer nada ni en hacerlo hacer, ya fuera por el bien de la humanidad o de las personas. De no haber sido por su indolencia filosófica, habría escrito novelas realmente grandiosas. Todos lo sabíamos, y lo tratábamos con una deferencia de la cual, ahora que ya no está, nos alegramos sinceramente.

En cierta ocasión, Vereker me invitó a la casa que una señora le había dejado antes de marcharse a París para divorciarse. (La mujer esperaba casarse después con Vereker, pero él no quiso saber nada de ella, ni de abandonar la casa hasta que la mujer lo demandó. «Las mujeres americanas —solía decir Vereker— son como las universidades americanas: llenas de facultades aburridas, más muertas que vivas».) Cuando llegué a la casa, a Vereker le dio por fingir que no se acordaba de mí. Resultó bastante difícil salir airoso de aquella situación, porque él tenía uno de esos días negros. Era en esos momentos cuando debería haberse puesto a escribir, pero nunca lo hacía; prefería entregarse a sus brillantes cotilleos sobre otros autores. «Goethe —solía decir— era una figura de cera rellena de paja. Cuando has dicho que Proust estaba enfermo, lo has dicho todo. Shakespeare era un papanatas. De no haber existido un Voltaire, no habría hecho falta crear uno». Etcétera. Me había invitado a pasar el fin de semana y mi intención era quedarme; ninguno de nosotros dejaba solo a Vereker cuando nos lo encontrábamos en uno de sus días negros. Normalmente amenazaba con suicidarse y lo intentó en seis o siete ocasiones, pero, en todas esas ocasiones, hubo alguien a mano para impedírselo. Recuerdo una ocasión en que se presentó en mi apartamento y me sacó de la cama en plena noche. «Esta vez voy a conseguirlo», dijo y como una flecha se fue para el cuarto de baño. Buscaba a tientas algún veneno en el botiquín, en el que, por suerte, no había ninguno, cuando entré corriendo y me puse a suplicarle. «Todavía te quedan muchas cosas por hacer», le dije. «Sí —convino—, y muchas personas por insultar». Después, se pasó toda la noche charlando con brillantez y se bebió la botella de coñac que había comprado para enviársela a mi padre.

Aquella vez que me invitó a la casa de su amiga, me había metido en el cuarto de baño para darme una ducha, cuando entró con paso majestuoso. «Sal de esa bañera, ladrón de tres al cuarto —me ordenó—, ¡o llamo a la policía!» Me eché a reír, por supuesto, y seguí duchándome. Me estaba secando con una toalla cuando llegó la policía… ¡la había llamado de verdad! Vereker habría sido un magnífico actor; convenció a los agentes de que no me había visto en su vida. Me detuvieron, me sacaron de allí y pasé la noche en la comisaría. Días después, recibí una nota de Vereker. «No volveré a invitarte a venir a mi casa —me escribió—, después de cómo me comporté el sábado pasado». Sus arrepentimientos, aunque caprichosos, casi siempre eran tan rotundos como las farsas inesperadas que los provocaban. Era imprevisible y, en ocasiones, difícil, pero siempre estimulante. A veces, te provocaba hasta límites que te sentías incapaz de superar.

Jamás se me olvidará aquella vez en que Vereker escapó por los pelos de la muerte. Un famoso industrial del país había invitado a su casa de Long Island a unos cuantos escritores americanos y a algunos hombres de letras ingleses, huéspedes ilustres. Íbamos a hacer el viaje en un enorme autobús alquilado expresamente para la ocasión. Vereker vino con nosotros y cuando llegamos a Long Island, insistió en ponerse al volante. Hacía un frío tremendo aquella noche; a él le dio por pisar el freno en una curva y el mastodóntico vehículo derrapó pesadamente. Varias veces estuvimos a punto de ir a parar a la cuneta, y en un momento dado, el autobús dio de lleno contra un árbol enorme y lo partió como una cerilla. Recuerdo que viajaban con nosotros H.G. Bennett, Arnold Wells, los tres Sitwell y cuatro o cinco de los Waugh. Uno de ellos decidió al fin apagar el motor y otro golpeó a Vereker en la cabeza con una manivela. Los amigos de Vereker montaron en cólera. Cuando el vehículo se detuvo, lo bajamos y lo tendimos en el suelo duro y frío. Mientras Marvin Deane, el crítico, sostenía en su regazo la cabeza de Vereker, que sangraba profusamente, levantó la vista, miró al grupo de escritores y dijo: «¡Estuvisteis a punto de matarlo! ¡Justo a él que es mucho más genial que cualquiera de vosotros!» Fue magnífico. Entonces, el asombroso Vereker abrió los ojos. «Eso también me incluye a mí», dijo, y volvió a cerrarlos.

Lo llevamos rápidamente a un hospital y, al cabo de dos días, ya se había recuperado; abandonó el hospital sin decir una palabra a nadie, y entre todos contribuimos a pagar la cuenta. Vereker tenía entonces algo de dinero que le había dado su madre, pero, como él decía, lo necesitaba. «Me alegro de que esté mejor y se haya ido», le dije a la enfermera que lo había cuidado. «Yo también», me contestó. Vereker afectaba a todo el mundo por igual.

Poco después de este episodio, decidimos organizar una colecta entre todos y enviar a Vereker a Europa para que escribiera. Llegué a descubrir que toda su producción no pasaba de veinte o treinta páginas, la mayoría de ellas plagadas de las marcas redondas dejadas por vasos de aguardiente; una de estas páginas correspondía al comienzo de una obra de teatro escrita más o menos en el estilo de Gertrude Stein. A mí me pareció brillante en su género.

Entre todos reunimos alrededor de mil quinientos dólares y a mí me encomendaron la tarea de entregárselos a Vereker con el mayor tacto posible. Sabíamos que era una locura que siguiera por ese camino, desperdiciando su talento; llevaba varias semanas sumido en uno de sus períodos más negros: iba a visitar a la gente, se bebía su whisky, arrancaba de cuajo los apliques de las paredes, lanzaba deslumbrantes pullas a sus amigos y a los maestros consagrados de la literatura de todos los tiempos, a través de cuya superficialidad Vereker veía con mayor claridad, me parece a mí, que nadie que yo haya conocido. Y terminaba siempre echándose a llorar. «¡Ante vosotros tenéis al escritor más grande de la historia del mundo —gritaba entonces—, por la desgracia de Dios!» Pese a la beoda exageración de Vereker, todos considerábamos que había algo más que una pizca de verdad en lo que decía: estaba claro que en el círculo de nuestras amistades no había nadie en quien el fuego de la genialidad ardiera con tanta pasión como en Vereker, si había que guiarse por los signos externos.

Siempre se negó a solicitar una beca Guggenheim. «Las ¡beee…! cas Guggenheim son para las ovejas —gruñía—. ¡Venga, venga, hombrecitos, juntaos todos en el rebaño! ¡Dejadme de beee… cas Guggenheim!» Y seguía así, chispeante, durante una hora, y su diatriba culminaba en uno de sus singulares ataques de furia, en los que era capaz de destrozarle el apartamento a cualquiera, fuese quien fuese, en menos de un cuarto de hora.

Para mi gran sorpresa y satisfacción, Vereker aceptó los mil quinientos dólares sin montar el numerito. No las tenía todas conmigo, pues esperaba que nos denunciara a todos, que me soltara una de sus brillantes filípicas en contra del dinero, que llegara incluso a amenazar otra vez con quitarse la vida, porque habían pasado varios meses desde su último intento de suicido. Pero no; gruñó un rato, eso sí, pero aceptó el dinero. «Aunque me des el doble, sigo siendo una ganga», dijo.

Era la mayor suma de dinero que Vereker había tenido en su vida y, por supuesto, deberíamos haber sabido que no era conveniente entregársela toda. La noche del día en que le di el dinero, causó sensación en los clubes nocturnos más baratos del West Side y Harlem, donde se gastó trescientos dólares, insultó a varias mujeres y tomó parte en varias peleas a puño limpio con un agente de policía, dos taxistas y dos maridos, por los que fue derrotado. Decidimos de inmediato conseguirle pasaje en un barco que zarpaba para Cherburgo tres noches después. No sé cómo, pero nos las arreglamos para que no se metiera en líos hasta la noche en que zarpaba su barco, y le organizamos una fiesta de despedida en casa de Marvin Deane. Estábamos todos: Gene Tunney, Sir Hurbert Wilkins, el conde von Luckner, Edward Bernays y toda la pandilla de artistas y literatos en general. Vereker pilló una cogorza monumental. Arremetió contra todos los presentes y también contra Hugh Walpole, Joseph Conrad, Crane, Henry James, Hardy y Meredith. Se explayó a gusto sobre el tema de Jude el obscuro. «Jude el obscuro —gritaba—, Jude el obsceno. Jude el obseso. Jode los sesos». Combinaba sus penetrantes evaluaciones críticas y sus excepcionales poderes creativos con una fantasía única, muy parecida a la de Lewis Carroll. En cierta ocasión se lo comenté. «¡Muy parecida a tu puñetera abuela!», chilló. Era susceptible; detestaba que lo elogiaran en su presencia; por otra parte, no sentía excesivo aprecio por las obras de Carroll.

Y así siguió la fiesta. Todos escuchaban embelesados y boquiabiertos a Elliot Vereker. Era imposible sustraerse a su fuerza. Destacaba siempre dondequiera que estuviese. Cuando dieron las once, me pareció oportuno que recogiéramos a Vereker y nos marcháramos para el puerto, porque el barco zarpaba a medianoche. No hubo manera de dar con él. Nos asustamos. Buscamos en todos los cuartos, miramos debajo de las camas, dentro de los armarios, no había señales de él. Algunos de nosotros bajamos las escaleras corriendo y salimos a la calle, preguntamos a los taxistas y a los viandantes si habían visto a un hombre alto, flaco, con cara de loco y el pelo cubriéndole los ojos. Nadie lo había visto. Eran casi las once y media cuando a alguien se le ocurrió ir a mirar en el tejado, al que se accedía por una escalera a través de una trampilla. Encontramos a Vereker tirado boca abajo, la cabeza aplastada por el golpe de algún instrumento pesado, probablemente una botella. Estaba muerto. «El mundo acaba de sufrir una pérdida irreparable —murmuró Deane, contemplando los despojos del que hasta ese momento había sido el genio más ardiente que habíamos tenido el privilegio de conocer—, para que el Infierno gane un alma».

Creo que todos sentimos lo mismo.