LA PARTIDA DE EMMA INCH

Emma Inch no se diferenciaba en nada de otras mujeres flacas, de mediana edad, a las que ves de reojo en el metro o con las que tratas desde el otro lado del mostrador de alguna tiendecita de pueblo, y a las que después olvidas para siempre. Tenía el pelo opaco y ralo; su cara no producía impresión alguna y de su voz ni siquiera me acuerdo… era una voz como otra cualquiera. Se nos presentó con una carta de recomendación de alguna de nuestras amistades, que sabía que pasaríamos el verano en Martha’s Vineyard y que necesitaríamos una cocinera. La contratamos porque no teníamos a nadie más y nos pareció correcta. Había llegado a nuestro hotel de la calle Cuarenta y cinco el día anterior a nuestra partida y la alojamos en una habitación por esa noche, porque vivía bastante lejos, al norte de la ciudad. Dijo que debía regresar a su casa para dejar la habitación, pero le comenté que ya me ocuparía yo de todo.

Emma Inch cargaba con una maleta enorme de color marrón, llena de raspaduras, y un Boston terrier de nombre Feely. Feely tenía diecisiete años y rezongaba, gruñía y resollaba todo el tiempo, pero necesitábamos una cocinera y convinimos en llevarnos a Feely junto con Emma Inch, siempre y cuando ella se ocupara del perro y de que no estorbara. Resultaba sencillo evitar que Feely estorbara, porque se quedaba refunfuñando dondequiera que lo depositara su ama hasta que esta volvía a levantarlo otra vez en brazos. Nunca lo vi caminar. Emma lo tenía, según dijo, desde que era cachorro. Era cuanto tenía en el mundo, nos contó con los ojos empañados. El comentario me dio apuro, pero no me conmovió. No me entraba en la cabeza que nadie pudiera querer a Feely.

Emma Inch y Feely no me quitaron el sueño la noche en que llegaron, pero a mi mujer sí. A la mañana siguiente, me contó que se había pasado un buen rato despierta pensando en la cocinera y en su perro, porque le producían una rara sensación. No sabía por qué. Simplemente tenía la sensación de que eran raros. Cuando estábamos listos para partir —eran ya las tres de la tarde, porque habíamos ido dejando para lo último el hacer las maletas—, telefoneé a la habitación de Emma, pero no contestó. Se hacía tarde y estábamos nerviosos: el barco con destino a Fall River zarpaba al cabo de dos horas. No entendíamos por qué no habíamos tenido noticias de Emma y de Feely. No las tuvimos hasta las cuatro de la tarde. Llamaron brevemente a la puerta de nuestra habitación y cuando abrí, me encontré delante a Emma y a Feely, Feely iba en brazos de su ama, resollando y resoplando, como si acabara de nadar un largo trecho.

Mi mujer le dijo a Emma que hiciera su maleta, que nos íbamos enseguida. Emma contestó que su maleta estaba hecha, que lo único que no le cabía era el ventilador eléctrico.

—En Martha’s Vineyard no le hará falta el ventilador —le aclaró mi mujer—. Siempre hace fresco, incluso de día, y de noche casi hace frío. Además, en la casita a la que vamos no hay electricidad.

Emma Inch se mostró consternada. Estudió la cara de mi mujer y al cabo dijo:

—Entonces tendré que inventarme otra solución. A lo mejor puedo dejar un grifo abierto toda la noche.

Mi mujer y yo nos sentamos y nos quedamos mirándola. Durante un rato, en la habitación sólo se oyeron los resoplidos asmáticos de Feely.

—¿Es que ese perro no para nunca de hacer ruidos? —pregunté, irritado.

—Está hablando —contestó Emma—. Se pasa todo el día hablando, pero no lo dejaré salir de mi habitación, así que no tiene usted por qué preocuparse.

—¿A usted no le molesta? —inquirí.

—Por las noches sí que me molestaría —contestó Emma—, pero pongo el ventilador y dejo la luz encendida. Cuando hay luz ya no hace tanto ruido, porque no ronca. El ventilador más o menos impide que lo note. Le pongo un trocito de cartón, para que las aspas le vayan dando y así no noto tanto a Feely. A lo mejor, en mi habitación podría dejar el grifo abierto toda la noche, ya que no puedo usar el ventilador.

—Hummm —contesté yo.

Me levanté y preparé unas copas para mi mujer y para mí; habíamos decidido no tomar nada hasta haber embarcado, pero me pareció mejor tomárnoslas en ese momento. Mi mujer no le dijo a Emma que en su habitación de Martha’s Vineyard no había agua corriente.

—Nos tenía preocupados, Emma —dije—. Telefoneé a su habitación y no me contestó.

—Nunca cojo el teléfono —comentó Emma—, porque siempre me da unos sustos que no veas. De todos modos no estaba. No podía dormir en esa habitación. Regresé a la calle Setenta y ocho, a casa de la señora McCoy.

Bajé la copa y pedí explicaciones:

—¿Volvió usted anoche a la calle Setenta y ocho?

—Sí, señor —contestó ella—. Tenía que avisar a la señora McCoy que me iba de viaje y que no ocuparía el cuarto por una temporada. La señora McCoy es la casera. De todas maneras, nunca duermo en hoteles. —Tras echar un vistazo a la habitación, añadió—: Porque se incendian.

Al parecer, la noche anterior Emma Inch no sólo había vuelto a la calle Setenta y ocho, sino que había ido a pie, con Feely en brazos. Había tardado un par de horas, porque a Feely no le gustaba que lo llevaran en brazos mucho rato, de modo que se había visto obligada a ir parando en todas las manzanas para depositarlo un momento en la acera. Había tardado otro tanto en regresar a nuestro hotel; al parecer, Feely nunca se levantaba hasta la tarde y era por eso que se había retrasado tanto. Lo sentía. Mi mujer y yo nos terminamos las copas sin dejar de mirarnos y de mirar a Feely.

A Emma Inch no le hacía ninguna gracia ir en taxi hasta la Dársena 14, pero tras diez minutos de súplicas y zalamerías, acabó por subirse.

—Que vaya despacio —pidió.

Disponíamos de tiempo suficiente, de modo que le pedí al taxista que se lo tomara con calma. Emma no hacía más que ponerse de pie y yo no hacía más que tirar de ella para volver a sentarla.

—Es la primera vez que subo a un automóvil —comentó—. Va terriblemente deprisa.

De vez en cuando chillaba de miedo. El taxista volvía la cabeza y con una amplia sonrisa le decía:

—Conmigo va usted segura, señora.

Feely le gruñía. Emma esperó a que el hombre volviera a mirar al frente, se inclinó hacia mi mujer y le susurró:

—Es que todos estos toman cocaína.

Feely empezó a hacer un ruido distinto, una especie de gañido agónico y estridente.

—Está cantando —nos aclaró Emma.

Soltó una risita extraña sin cambiar la expresión de la cara.

—Ojalá hubieras puesto el whisky más a mano —comentó mi mujer.

Si a Emma Inch le había dado miedo el taxi, el Priscilla, de la línea de Fall River, le produjo verdadero espanto.

—Creo que no podré acompañarlos —dijo Emma—. Me parece que no podré subirme a ese barco. No sabía que fuera tan grande.

Se quedó clavada en el muelle, abrazada con fuerza a Feely. Debió de apretarlo demasiado, porque el animal gritó, gritó como una mujer. Todos dimos un brinco.

—Las orejas —dijo Emma—. Le duelen las orejas.

Al final conseguimos subirla al barco y, una vez a bordo, en el bar, ya no estaba tan aterrorizada. Los tres toques de la sirena del barco anunciando la partida sacudieron medio Manhattan. Emma Inch se puso en pie de un salto, dejó caer la maleta (que se había negado a entregar a un mozo de cuerda) sin soltar a Feely y echó a correr. La agarré justo cuando llegaba a la planchada. El barco ya estaba en camino cuando le solté el brazo.

Me costó mucho conseguir que Emma se fuera a su camarote, pero al final lo hizo. Era un camarote interior, aunque eso no pareció importarle. Creo que se sorprendió al descubrir que era como una habitación, y que tenía cama, silla y un lavabo. Dejó a Feely en el suelo.

—Tendrá que hacer algo con ese perro —le dije—. Creo que los guardan en alguna parte y los devuelven al bajar.

—Ni hablar —dijo Emma.

Supongo que en aquel caso a lo mejor no lo devolvían. No lo sé. Les cerré la puerta en la cara a Emma Inch y a Feely y me fui. Cuando llegué a nuestro camarote, mi mujer se estaba tomando un whisky a palo seco.

A la mañana siguiente, bien temprano, con frío y ya en Fall River, bajamos a Emma y a Feely del Priscilla, la llevamos hasta New Bedford en un taxi y la subimos a un barco más pequeño rumbo a Martha’s Vineyard. Cada trasbordo resultaba tan difícil como sacar a un borracho combativo de un club nocturno cuando se le ha metido entre ceja y ceja que lo han insultado. Emma se sentó en una butaca del barco que iba a Martha’s Vineyard, lo más alejada posible del agua, cerró los ojos y se abrazó a Feely. Había tapado al perro con un abrigo, no sólo para que no se enfriara, sino para impedir que el personal del barco se lo quitara. Yo me quedé en la cubierta y fui entrando de vez en cuando para preguntarle cómo estaba. Estaba bien, al menos ella, hasta cinco minutos antes de que el barco llegase al puerto de Woods Hole, única parada entre New Bedford y Martha’s Vineyard. Y entonces Feely se puso enfermo. O al menos Emma dijo que se había puesto enfermo. A mí no me pareció que el perro tuviera un aspecto muy distinto del habitual: su respiración era tan anormal e irregular como siempre. Pero Emma insistía, con lágrimas en los ojos, en que se había puesto enfermo.

—Es un perro muy delicado, señor Thurman —dijo—. Tendré que llevármelo a casa.

Por la forma en que dijo «casa», supe a qué se refería. Se refería a la calle Setenta y ocho.

El barco amarró en Woods Hole y se quedó inmóvil, y nosotros alcanzábamos a oír el barullo de los marineros al subir la carga desde el muelle.

—Yo me bajaré aquí —anunció Emma con firmeza o, en cualquier caso, con más firmeza de la que había demostrado hasta entonces.

Le expliqué que llegaríamos a casa al cabo de media hora, que entonces todo se arreglaría, que todo iría estupendamente bien. Le dije que Feely se sentiría como nuevo. Le dije que la gente enviaba a sus perros enfermos a Martha’s Vineyard para que se curaran. De nada sirvió.

—Tendré que bajarlo aquí mismo —insistió Emma—. Siempre que enferma tengo que llevármelo a casa.

Le hablé con elocuencia del encanto de Martha’s Vineyard, de sus hermosas casas, de su gente amable y de los magníficos hospedajes para perros. Pero supe que era inútil. Lo supe con sólo mirarla. Se iba a bajar del barco en Woods Hole.

—No puede irse así —dije sombríamente mientras la sacudía por el brazo. Feely gruñó débilmente—. No tiene dinero y no sabe dónde está. Está muy lejos de Nueva York. Nadie ha llegado nunca solo desde Woods Hole a Nueva York.

Era como si no me estuviese escuchando. Echó a andar hacia las escaleras que conducían a la planchada cantándole por lo bajo a Feely.

—Para regresar tendrá que volver a tomar varios barcos —aduje—, o un tren, y no lleva usted dinero. Si se pone usted tonta y nos deja, no le daré ni un céntimo.

—No quiero dinero, señor Thurman —dijo—. No me lo he ganado.

La seguí un rato sumido en un silencio irritado; luego le di algo de dinero. La obligué a aceptarlo. Llegamos a la planchada. Feely resoplaba y soltaba gorgoritos. Comprobé que tenía los ojos algo enrojecidos y húmedos. Sabía que no serviría de nada avisar a mi mujer, y menos cuando la salud de Feely estaba en juego.

—¿Cómo piensa ir a su casa desde aquí? —grité casi, cuando Emma Inch bajaba por la planchada—. Está usted en la otra punta de Massachusetts.

Se detuvo y se dio la vuelta.

—Iremos andando —contestó—. A Feely y a mí nos gusta andar.

Me quedé donde estaba y la vi marchar.

Cuando subí a cubierta, el barco se dirigía ya a Martha’s Vineyard.

—¿Qué tal todo? —preguntó mi mujer.

Con la mano señalé en dirección al muelle. Emma Inch estaba allí, con la maleta a los pies, el perro debajo de un brazo, despidiéndose de nosotros con la mano libre. Nunca antes la había visto sonreír, pero en ese momento sonreía.