En tardes ventosas como aquella, la casa de campo resultaba de lo más acogedora. La noche avanzaba lenta por la colina y el aire era fresco. En varias ocasiones, el señor Monroe había reparado en la austera belleza de las oscuras ramas de los árboles perfiladas, como decía él, contra el cielo. El fuego de la chimenea despedía un fulgor soñoliento.
—Es un poco solitaria, la verdad —observó la señora Monroe. La casa más cercana estaba muy lejos.
—Me encanta —dijo su marido, misterioso.
En momentos y en lugares como aquel, el señor Monroe disfrutaba mostrándose como un hombre fuerte, silencioso, sumido en honda meditación. Miraba pensativo el fuego. La señora Monroe, que parecía pequeñísima y desvalida, estaba sentada en el suelo, a los pies de su marido, recostada contra él. El señor Monroe le dio dos palmaditas ensimismadas en el hombro.
—En realidad no me importa quedarme aquí con Germaine… ella y yo, nada más, digo —comentó la señora Monroe—, pero creo que me moriría de miedo si tuviera que quedarme sola.
Germaine, la criada, una mujer rolliza y valiente, estaba en la ciudad, disfrutando de un permiso para hacer sus compras. A los Monroe les había parecido divertido pasar el fin de semana solos y prepararse la comida, como solían hacer en otros tiempos.
—No tienes absolutamente nada que temer —dijo el señor Monroe.
—Ya, pero fuera está oscuro como boca de lobo y de noche se oyen muchos ruidos raros que no se oyen durante el día.
El señor Monroe le explicó a su mujer que aquello no tenía ninguna importancia; se trataba, dijo, de la madera de las puertas y ventanas, que se expandía por efecto del aire frío de la noche, y cosas por el estilo. Y de eso, sin saber cómo, pasó a hablar de armas de fuego de un modo que habría revelado a cualquiera que sus conocimientos sobre revólveres no pasaban de citar unos cuantos nombres prestigiosos como Colt y Luger. Se trataba de uno de esos temas sobre los que siempre se había propuesto leer algo sin encontrar nunca la ocasión. Sin embargo, mencionó como de pasada que era un excelente tirador.
—El señor Farrington dejó aquí su pistola, ¿te acuerdas? —comentó la señora Monroe—, pero nunca la he tocado… ¡faltaría más!
—¿Ah, sí? —gritó su marido—. ¿Dónde está? Me gustaría echarle un vistazo.
El señor Farrington era el hombre a quien le habían alquilado la casa de Connecticut por tiempo indefinido.
—Está arriba, en la cómoda de la habitación del fondo —contestó la señora Monroe.
Pese a las protestas de su mujer, el señor Monroe subió, buscó el arma y bajó con ella.
—¡Ay, por favor, guárdala! —le pidió su esposa—. ¿Está cargada? ¡Ay, por favor, no hagas eso!
El señor Monroe, con aire adusto, de experto, apuntaba con el arma, la volvía de un lado, luego del otro, la miraba ceñudo.
—Ya lo creo que está cargada —dijo él—, los cinco cañones.
—Recámaras, querrás decir —lo corrigió su mujer.
—Eso —admitió él—. Te enseñaré cómo se usa… al fin y al cabo, nunca se sabe cuándo vas a necesitar un arma.
—Yo nunca la usaría… incluso si uno de esos presidiarios que escaparon ayer apareciera en la puerta de casa y pudiera dispararle, me quedaría allí como un pasmarote. ¡Paralizada de miedo!
—¡Vaya tontería! —exclamó el señor Monroe—. No tienes por qué dispararle. Sacas la pistola antes que él, lo pones de cara a la pared y telefoneas a la policía. Fíjate bien… —Cubrió con el arma a una silueta imaginaria, la colocó contra la pared y se sentó junto a la mesita del teléfono—. No le quites la vista de encima; no mires el auricular.
El señor Monroe lanzó una mirada desafiante a su cautivo, levantó el auricular manteniendo el conmutador bajado con el dedo, y habló con calma por teléfono. En medio de la conversación, sonó el aparato. El señor Monroe se sobresaltó.
—Es para ti, querida —anunció de inmediato.
Su mujer cogió el auricular.
¡Parece mentira cómo ocurren las cosas! Eso mismo pensaba el señor Monroe, una hora más tarde, cuando regresaba en el coche desde la estación después de haber acompañado a su esposa a tomar el tren de las siete y diez. ¡Hay que ver, justo ahora tiene que darle a mi suegra uno de esos achuchones tontos! ¡Hay que ver, y encima pretende que la hija, que es ya mayorcita, vaya corriendo cada vez que le da un mareo! ¡Hay que ver…! En fin, el comportamiento de las mujeres era algo que escapaba a su comprensión. Enfiló la entrada para coches de la casa de campo. ¡Caray, qué oscuro estaba! Oscuro y en silencio. El señor Monroe no metió el coche en el garaje. Se apeó y se quedó inmóvil, aguzando el oído. Desde algún lugar del bosque le llegó una especie de golpeteo. Será el cuchichí de una perdiz, pensó el señor Monroe. Pero las perdices no golpetean, castañetean… ¿o no? Qué más da, a lo mejor, en esta época del año les da por golpetear.
Fue un alivio entrar en la casa. Echó más leña al fuego y encendió las luces del techo; su mujer jamás le dejaba encenderlas. Entró en un par de habitaciones más y encendió otras luces. Deseó haber acompañado a su mujer a la ciudad. Claro que estaría de regreso por la mañana, en el tren de las diez y diez, y entonces pasarían el resto del domingo juntos. Aun así… fue al cajón donde había guardado el revólver y lo sacó. Le dio por preguntarse si funcionaría. Las armas que llevan mucho tiempo guardadas suelen atascarse, o incluso explotar. Se fue para la cocina con la pistola. Su mujer le había pedido que no se olvidara de prepararse algo de comer. Abrió la nevera, se asomó al interior, decidió que no tenía hambre y la volvió a cerrar. Regresó a la sala y empezó a pasearse de un lado para otro. Decidió dejar la pistola sobre la repisa de la chimenea, con la culata apuntando hacia él. Acto seguido, se puso a hacer prácticas para empuñarla cada vez más deprisa. Poco después, se sentó en una butaca, abrió un ejemplar de Nation y empezó a leer al azar: «Dos hombres están estrechamente relacionados con la muerte de los huelguistas de Marion, Carolina del Norte…» ¿De dónde habían huido esos presidiarios que había mencionado su mujer? ¿De Dannemora? ¿De Matteawan? ¿A qué distancia de la casa se encontraban esas localidades? Tal vez no fuera muy buena idea tener todas las luces encendidas. Se levantó, apagó las luces de arriba, y volvió a encenderlas… Fuera se oyeron pasos. Una serie de crujidos… El señor Monroe corrió hasta la repisa de la chimenea, se le cayó el revólver al suelo, lo buscó a tientas y cuando lo encontró se lo metió en el bolsillo del pantalón en el preciso instante en que alguien llamaba a la puerta.
—¡Me…! —comenzó a decir el señor Monroe y se sorprendió al descubrir que era incapaz de pronunciar nada más.
Seguían llamando a la puerta. El señor Monroe se acercó a la entrada, se colocó bien lejos, a un lado, y preguntó:
—¿Quién es?
Le respondió una voz alegre. Más tranquilo, el señor Monroe abrió la puerta. Un automovilista quería saber cómo llegar a la carretera de Wilton. El señor Monroe se lo explicó en voz bastante alta. Después, animado por aquel contacto humano, se puso otra vez a leer el ejemplar de Nation: «Alrededor de la una y media de la madrugada, un capataz se acercó al joven de veintidós años Luther Bryson, una de las víctimas, y lo arengó: “Si haces huelga esta vez, pedazo de…, la emprenderemos a tiros con todos…”» El señor Monroe dejó la revista. Se levantó y se acercó al gramófono, escogió un disco de jazz y lo puso. Se le ocurrió pensar que si alguien merodeaba por ahí fuera, no oiría los pasos. Apagó el aparato. El repentino silencio lo impulsó a quedarse quieto y a aguzar el oído. Oyó todo tipo de ruidos. Uno de ellos venía del piso de arriba: un sonido breve, deslizante, como de presidiario escondiéndose en un ropero repleto de ropa… el tipo llevaba barba y una pistola azul acerado… un hombre en la oscuridad tiene ventaja. El señor Monroe comenzó a notar que se le secaba la boca.
—¡Maldita sea! ¡Esto no puede seguir así! —exclamó en voz alta, y se animó. Fue entonces cuando en el piso de arriba alguien dio una patada en el suelo. Con cautela, el señor Monroe cogió una linterna y sacó la pistola del bolsillo. Se oyeron los sonoros timbrazos del teléfono.
—¡Santo cielo! —exclamó el señor Monroe arrimando la espalda a la pared.
Se dejó caer despacio en la butaca, delante del teléfono, con el arma en la mano derecha, y levantó el auricular con la izquierda. Habló por el micrófono al tiempo que con la mirada peinaba la sala.
—¿Diga?
Era la señora Monroe. Su madre estaba bien. ¿Y él, cómo estaba? Él estaba estupendamente. ¿Qué hacía? Pues… leía. (Con el arma apuntaba al pie de las escaleras que llevaban al piso de arriba.) ¿Qué le parecía si regresaba en el tren de medianoche? Su madre ya estaba bien. ¿No estaría demasiado cansado como para esperarla levantado e ir a recogerla? ¡Claro que no! ¡Estupenda idea! ¡Ahí estaré!…
El señor Monroe colgó el auricular lanzando un profundo suspiro de alivio. Echó un vistazo al reloj. Hummm… todavía faltaban dos horas para ir a la estación. Se fue silbando hasta la nevera (sin desprenderse del arma) y sacó la mantequilla y algo de carne fría. Se preparó un par de sándwiches (dejó el arma sobre la mesa de la cocina) y se los llevó a la sala (guardó el arma en el bolsillo). Apagó las luces del techo, se sentó, abrió un ejemplar de Harper’s y se puso a leer. De repente, desde arriba partió otra vez aquel sonido amortiguado, como procedente de un ropero repleto de ropa. El señor Monroe se comió los sándwiches a toda prisa, con el arma sobre el regazo, se levantó, fue entrando en cada uno de los cuartos y apagó las luces, se puso el sombrero y el abrigo, cerró con llave varias puertas, salió y se subió al coche. Al fin y al cabo, en la estación también podía leer la mar de bien y, de paso, se aseguraba de llegar a tiempo… de lo contrario, corría el riesgo de quedarse dormido. Puso el motor en marcha y salió a la carretera como una exhalación. Palpó la pistola; la llevaba en el bolsillo del abrigo. La volvería a guardar en la cómoda del cuarto del fondo más tarde. El señor Monroe llegó a un cruce con semáforo y empezó a silbar.