EL SEÑOR MONROE ENGAÑA A UN MURCIÉLAGO

Los Monroe abrieron su casa de verano algo tarde porque una serie de penosas preocupaciones los habían retenido en la ciudad. La hierba reverdecía y estaba enmarañada cuando llegaron, y la casa olía a bosque. El señor Monroe inspiró hondo.

—¡Qué bien voy a dormir esta noche! —exclamó.

Se puso ropa vieja y se entretuvo haciendo chapuzas, inspeccionando puertas y ventanas, silbando. Después de cenar, salió bajo el cielo estrellado y aspiró el aire fresco y puro. De pronto, llegó a sus oídos un gritito proveniente de la casa, el que lanzaba su mujer cuando se le caía un vaso o cuando le ocurría alguna otra tragedia trivial en la cocina. El señor Monroe entró a toda prisa.

—¡Una araña! —gritó la señora Monroe—. ¡Ay, por favor, mátala, mátala!

La señora Monroe siempre decía que si te encontrabas con una araña y no la matabas, luego, por la noche, aparecía en tu cama. Al señor Monroe le encantaba matar arañas para su mujer. La de esta ocasión se había posado en el paño de cocina y, tras liquidarla con un golpe de periódico, la tiró en el macizo de petunias. El incidente le dio una sensación de poder e hizo más dulce la dependencia que su mujer tenía de él. Seguía henchido de orgullo por ese pequeño triunfo cuando se fue a acostar.

—Buenas noches, querida —dijo con voz profunda.

Tras los triunfos como aquel, la voz siempre se le volvía un poco más profunda de lo habitual.

—Buenas noches, querido —respondió su mujer desde su alcoba.

Hacía una noche perfumada y clara. Unos crujidos familiares y agradables bajaban por las escaleras y volvían a subir. Algunos de ellos sonaban como los pasos de una persona.

—¿Tienes miedo, querida? —preguntó en voz bien alta.

—Contigo aquí, de ninguna manera —contestó ella, soñolienta.

Siguió un delicioso y largo silencio. El señor Monroe empezó a dormitar. Lo despertó un sonido que no presagiaba nada bueno, un aleteo inconfundible, un aleteo firme, insistente, rítmico.

—¡Un murciélago! —masculló el señor Monroe para sus adentros.

Al principio recibió la llegada del murciélago con calma. Daba la impresión de que volaba bien alto, cerca del techo. El señor Monroe tuvo incluso la osadía de apoyarse sobre los codos y espiar en la oscuridad. Al hacerlo, el murciélago, aparentemente por pura maldad, estuvo a punto de darle un golpe en lo alto de la cabeza. El señor Monroe se metió a toda velocidad debajo de las mantas, pero recobró al instante la compostura y volvió a asomarse en el preciso momento en que el murciélago, recuperada su órbita, pasaba rozando sobre la cama. El señor Monroe se tapó la cabeza con las mantas. El murciélago ganó el primer asalto.

—¿Estás nervioso, querido? —preguntó su mujer al otro lado de la puerta abierta.

—¿Cómo? —contestó él.

—Oye, ¿te ocurre algo? —inquirió ella, un tanto alarmada por el tono apagado de su marido.

—No me ocurre nada, estoy bien —respondió el señor Monroe debajo de las mantas.

—¡Qué voz más rara! —exclamó su mujer.

Siguió una pausa.

—Buenas noches, querida —dijo bien alto el señor Monroe asomando la cabeza, y volvió a taparse.

—Buenas noches.

El señor Monroe aguzó el oído para escuchar a través de las mantas y descubrió que lo conseguía. El murciélago seguía revoloteando encima de la cama a intervalos rítmicos, implacables. El calor y la falta de aire le hicieron pensar al señor Monroe que la repetición incesante, y a intervalos regulares, de un ruido podía llegar a enloquecer a cualquiera. Desechó el pensamiento, o al menos lo intentó. Si un hilillo de agua cae sobre la cabeza de un hombre, despacio, gotea, gotea, gotea… aletea, aletea, aletea…

—¡Maldita sea! —exclamó el señor Monroe para sus adentros.

Al parecer, el murciélago se estaba animando. Volaba más deprisa. Lo del principio había sido puro ensayo. De pronto, el señor Monroe se acordó de una enorme mosquitera guardada en un armario, justo en la pared de enfrente. Si lograba encontrarla y colocarla encima de la cama, podría dormir en paz. Sacó la nariz de debajo de la sábana, estiró la mano y, como un furtivo, tanteó la mesita que había junto a la cama en busca de unas cerillas: el interruptor de la luz se encontraba a varios metros de distancia. Poco a poco fue asomando la cabeza y los hombros. Era justo el movimiento que el murciélago estaba esperando. Esta vez le rozó la mejilla. El señor Monroe se metió de nuevo debajo de las mantas, haciendo chirriar todos los muelles de la cama.

—¿John? —lo llamó su mujer.

—¿Qué te pasa ahora? —inquirió él, quejumbroso.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó ella.

—Ha entrado un murciélago en la habitación, ya que tanto te interesa —contestó—. Y no para de sobrevolar rozando las mantas.

—¿Rozando las mantas?

—Sí, rozando las mantas.

—Ya se irá —le dijo su mujer—. Siempre se van.

—¡Lo echaré fuera! —gritó John Monroe, pues el tono de su mujer era el mismo que emplean las madres cuando se dirigen a sus niños—. ¿Cómo diablos habrá hecho el puñetero murciélago para…?

La voz del señor Monroe fue perdiendo intensidad porque se encontraba ya metido bajo las mantas, casi al pie de la cama.

—No te oigo, querido —dijo la señora Monroe.

El señor Monroe asomó otra vez la cabeza.

—Preguntaba cuánto tardan en irse —dijo.

—No tardará en colgarse de las patitas y quedarse dormido —contestó su mujer, tratando de tranquilizarlo—. No te hará daño.

Este último comentario tuvo un curioso efecto en el señor Monroe. Para gran sorpresa suya, se incorporó del todo en la cama, un tanto enfadado. En esta ocasión, el murciélago lo tocó de verdad, le rozó el pelo al tiempo que lanzaba una especie de chillido.

—¡Eeh! —aulló el señor Monroe.

—¿Qué ocurre, querido? —le preguntó bien alto su mujer.

Dominado por el pánico, el señor Monroe salió de la cama de un salto y corrió a la alcoba de su mujer. Entró, cerró la puerta y se quedó allí de pie.

—Anda, ven aquí conmigo, querido —dijo la señora Monroe.

—Estoy bien —protestó él, irritado—. Lo único que quiero es encontrar algo con que ahuyentar a ese bicho. No he encontrado nada en mi habitación.

Encendió las luces.

—No tiene sentido que te canses peleando con un murciélago —le dijo su mujer—. Son muy rápidos.

Al señor Monroe le pareció notar un brillo divertido en los ojos de su esposa.

—Pues yo también soy muy rápido —adujo él. Trató de reprimir los temblores mientras iba doblando un periódico hasta formar una especie de porra, y aferrándola con una mano, se acercó a la puerta.

—Cerraré la puerta —anunció—, para que el murciélago no se meta en tu alcoba.

Salió y cerró bien. Avanzó despacio por el vestíbulo hasta llegar a su habitación. Esperó un momento escuchando con atención. El murciélago seguía en plena forma. Sin entrar en el cuarto, el señor Monroe levantó la porra de papel de periódico y asestó un golpe en la jamba de la puerta, un golpetazo tremendo. «¡Paff!», resonó el golpetazo. Al que siguió otro «¡Paff!».

—¿Lo has pillado, querido? —preguntó su mujer, amortiguada su voz tras la puerta cerrada.

—¡Claro que lo he pillado! —gritó su marido.

Esperó un buen rato. Luego se escabulló de puntillas hasta un sofá que había en el corredor, a medio camino entre su habitación y la de su mujer, y con cuidado, con muchísimo cuidado, se tumbó en él. Durmió a ratos, porque tenía bastante frío, hasta que amaneció; entonces se levantó y regresó de puntillas a su habitación. Se asomó y espió en el interior. El murciélago ya no estaba. El señor Monroe se metió en la cama y se quedó dormido.