EL TALANTE IMPERTURBABLE

El señor Monroe se entretuvo toqueteando unos bastones en una tienda de la zona de las calles Cincuenta. Le dio por pensar que los bastones eran imperturbables. Le gustaba ese adjetivo con el que había topado varias veces en un libro que estaba leyendo sobre Dios, ética, moral, humanismo y demás. La palabra se erigía firme como un baluarte, retumbaba como una cureña. El señor Monroe se enorgulleció de los símiles que acababa de crear.

Al final decidió no comprarse un bastón. La señora Monroe llegaba esa misma tarde en el Leviatán, y en el puerto a él le harían falta las dos manos para llamar a los mozos de cuerda. A su esposa había que cuidarla. Era tan niña. Cuando al señor Monroe lo asaltaba la marea de la imperturbabilidad, el carácter de su mujer adquiría para él un curioso matiz dependiente e infantil, en absoluto irritante, considerablemente entrañable, completamente mítico.

Al salir de la tienda de bastones, el señor Monroe se paseó sin prisas hasta llegar a una librería. En sus días imperturbables le resultaba casi imposible trabajar. Le gustaba cavilar y, de vez en cuando, mirarse de reojo en las lunas de los escaparates, los espejos de las máquinas expendedoras, etcétera, entregado a sus cavilaciones. Se compró una novela de bolsillo en francés, de André Maurois. El gesto —no fue más que eso, por el simple motivo de que no leía en francés— añadió un vago estímulo a su jornada. Siguió luego andando un trecho por la Quinta Avenida, disfrutando del aire fresco, y al final paró un taxi.

Al llegar a su casa tomó un baño, se puso ropa interior limpia y otro traje, y se dejó caer en un sillón para seguir leyendo el libro sobre Dios, moral y demás. En el curso de la lectura buscó tres palabras en el diccionario: «escatológico», «maléfico» y «teleología». Leyó dos veces la definición de la última palabra, frunció el ceño, y pasó a otra cosa. Pese a que, en el capítulo que estaba leyendo, las perspectivas de la humanidad distaban mucho de ser halagüeñas, el señor Monroe empezó a sentirse casi, casi dueño de su destino. Los ensayos de naturaleza filosófica siempre tenían ese efecto en él, con independencia del contenido.

El señor Monroe se paseó sin prisas por el muelle, felicitándose por haberse acordado de obtener un pase de aduanas, y por la forma en que su mente continuaba elaborando ideas interesantes. Ceñudo e imperturbable, observó cómo el enorme transatlántico ponía proa hacia la dársena. ¿Acaso la niebla en alta mar sugería un aspecto maligno del cosmos? Si caía y se disipaba sin mayores incidentes, ¿debía interpretarse como una señal de buena suerte o de qué? Suponiendo que ocultara un iceberg capaz de hundir el barco, ¿era eso prueba de la existencia de una bufonesca maldad? Al señor Monroe le gustaba la palabra «bufonesca». «Bufonesca», repitió a media voz. Se preguntó distraídamente si él no debería escribir también un libro sobre la moral, la maldad, el peligro y demás para demostrar cómo aborda este tipo de cuestiones un talante imperturbable…

La diminuta señora Monroe, cargada de abrigos y paquetes, apareció al fin, sonrosada, preciosa. Al señor Monroe le empezó a latir con fuerza el corazón pero, al mismo tiempo, se preparó como si se dispusiera a recibir un saque de tenis. Al avanzar hacia ella recordó (¡con cuánta viveza!) que solía tenerlo por una persona que «se venía abajo» ante cualquier nimiedad. Pues bien, iba a encontrarse con un hombre diferente. Le dio un beso cariñoso con un gesto tan raro y experto que, al principio, su mujer se sintió un tanto desconcertada, como una tenista sorprendida por el cambio repentino en la táctica de un adversario muy, pero que muy antiguo. Al cabo de tres minutos de peloteo desde el fondo de la cancha, adivinó que su marido había estado leyendo algo, pero no hizo ningún comentario. Le dejó pasar todos los globos sin rematarlos.

Cuando la señora Monroe se puso en la cola, delante del mostrador donde asignaban a los inspectores, él se ofreció a ocupar su sitio.

—No, no —le susurró ella—. Finge que no me conoces. Será más fácil.

El señor Monroe comenzó a ponerse pálido.

—¿Qué has traído? —preguntó con voz ronca.

—Una docena de botellas de Benedictine —musitó.

—¡Santo cielo! —exclamó el señor Monroe y, metafóricamente hablando, tiró la raqueta.

Un inspector dio un paso al frente y esperó.

—Encantada —murmuró la señora Monroe dirigiéndose a su marido con calma, como si se tratara de un conocido.

El señor Monroe se tocó el ala del sombrero no sin cierta torpeza y se alejó mientras iba dándose tirones en la manga izquierda del abrigo, como tenía por costumbre cuando se ponía nervioso. No conseguirá pasarlas. ¡Doce botellas! Seguro que las ha traído de litro, o incluso de litro y medio… no, no las venden de ese tamaño. Pero en fin, de todos modos venía en botellas grandes, voluminosas. Vamos a ver, ¿no acababan de promulgar una nueva ley contra el fraude fiscal? ¿Y ahora no podían meterle a uno en la cárcel? Ya se veía en la sala del tribunal, desollado vivo por el fiscal. El señor Monroe tenía verdadera fobia a incumplir la ley, incluso a incumplir las ordenanzas… «Ahora bien, señores del jurado…» El fiscal se calzó las gafas en el puente de la nariz, sacó una carta y la leyó despacio, en un tono desagradable, una carta horrible, condenatoria, que el señor Monroe jamás había visto, pero que, por endiablado que pareciera, estaba escrita de su puño y letra. Hubo agitación en el jurado.

—Oiga, un momento… —comenzó a decir el señor Monroe en voz alta.

—¿En qué estás pensando? —quiso saber su mujer.

Felizmente, la sala del tribunal se desvaneció. El señor Monroe se volvió y miró a su esposa con fijeza.

—¡Ah, cariño! —exclamó con voz apagada.

—¡Ya he terminado! —dijo ella alegremente—. Vámonos a casa.

Cuando llegaron a casa, el señor Monroe volvió a ser el hombre de siempre, o más bien el hombre nuevo que se había propuesto. Casi, casi había llegado a convencerse de que las botellas de Benedictine habían logrado pasar el control de aduanas gracias a sus nervios de acero. Recuperó el gesto raro y experto. Sin embargo, en cuanto se hubo puesto las pantuflas y se dispuso a coger el libro, la señora Monroe lanzó un gritito desde la habitación contigua.

—¡Mi sombrerera! —gritó—. ¡Nos la hemos dejado en el puerto!

—¡Vaya por Dios! —exclamó el señor Monroe—. En fin, iré a buscarla y asunto concluido. ¿Qué traías en ella?

—Unos sombreros monísimos que me salieron casi gratis y… poca cosa más.

—¿Poca cosa más?

—En fin… tres de las doce botellas.

El señor Monroe reaccionó con un grito.

—¡Ay, Dios! —exclamó amargamente.

—Ahora no tienes nada que temer, tonto —le dijo su mujer—. ¡Ya han pasado el control de aduanas!

—No, si no temo nada; yo me ocuparé del asunto —murmuró su marido.

Salió a la calle sumido en una especie de estupor, paró un taxi y se subió. Te ha pillado la vida. ¿Un ardid de la moral? ¿Un escudo contra el peligro? ¿De qué iban a servir? Impertur… ¡y un pimiento! Te ha pillado el peligro… al principio, no mayor que la mano de un hombre, no mayor que una sombrerera… «Y ahora, señores del jurado… asociación para cometer defraudación fiscal… en grado sedicioso…»

Con mucho sigilo, palidísimo, el señor Monroe enfiló la entrada que llevaba al puerto. Los últimos rezagados cargaban equipajes en las lanchas taxi del ruidoso canal del fondo. Unas cuantas maletas y baúles seguían bajando por la cinta transportadora desde lo alto del muelle. Al llegar abajo, donde se iban apilando, las esperaban dos guardias. En realidad eran mozos de cuerda, pero el señor Monroe los tomó por guardias. Tenían mandíbulas poderosas. ¡Uno de ellos llegó incluso a transformarse progresivamente en fiscal del Estado ante los mismísimos ojos del señor Monroe! El abrumado marido se acercó despacio hasta el otro extremo de la cinta transportadora. Allí estaba la sombrerera, solitaria y siniestra, como una trampa, como un escollo, prueba número uno. «Y ahora, señores…»

—Oiga, ¿es suya esa caja? —preguntó el fiscal del Estado.

—No, no —respondió el señor Monroe—. ¡Qué va!

El mozo de cuerda se mostró decepcionado. El señor Monroe salió al canal, donde esperaban las lanchas taxi. Volvió a entrar; salió y entró otra vez. Los guardias se habían alejado y estaban entretenidos con un baúl. El señor Monroe se echó a temblar. Se acercó muy tieso a la sombrerera, la recogió y, siempre tieso, cruzó la entrada y salió a la calle.

—¡Eh! —gritó alguien. El señor Monroe echó a correr.

—¡Taxi! —se oyó gritar otra vez.

Pero el señor Monroe ya había recorrido un centenar de metros. Corrió tres manzanas sin parar, caminó media manzana y echó a correr otra vez. Llegó a su casa tras dar mil vueltas, descansó un momento en la puerta y entró…

Esa noche, el señor Monroe le leyó a su esposa unos pasajes del libro sobre la moral, la ética y la imperturbabilidad. Leía con una voz profunda, impresionante, leía despacio, porque había muchas cosas que su mujer no era capaz de entender a la primera.