EL ÁRBOL DEL AHORCADO

1

Justo antes de que el camino descendiese hacia el campamento minero de Skull Creek, cruzaba la cresta de una montaña desnuda y pasaba bajo la rama saliente de un gran álamo.

Cuando Joe Frail recorrió ese camino por primera vez guiando a su caballo de carga, un fragmento de cuerda recién cortado colgaba de la rama balanceado por la brisa. El campamento sólo tenía unos meses, pero ya habían colgado a gente, y sin duda con motivo. Normalmente a los mineros les interesaba más el oro que los ahorcamientos. Cuando Joe Frail levantó la mirada y vio la cuerda, se le tensaron los músculos, porque recordó que tenía una maldición.

Casi un año después, el muchacho que se hacía llamar Rune llegó a Skull Creek, conduciendo una carreta de transporte. El trozo de cuerda estaba entonces desgastado y deshilachado. Rune se lo quedó mirando fijamente y reflexionó: «Si no te pillan, no te pueden colgar».

Dos semanas después que él, la joven perdida pasó por debajo del árbol, subida en una carreta llena de heno. No vio la rama ni la cuerda deshilachada, porque llevaba los ojos vendados.

Joe Frail tenía el mismo aspecto que cualquier buscador de oro; sin edad determinada, anónimo y polvoriento, llevaba una camisa roja descolorida y pantalones vaqueros sin forma. El pelo apelmazado le caía por debajo de los hombros, y habría sido castaño claro de haber estado limpio. Un largo bigote le rodeaba la boca y tenía barba porque hacía dos meses que no se afeitaba.

La principal diferencia entre Joe Frail y cualquier otro recién llegado a Skull Creek era que dentro del fardo que transportaba su lento y pesado caballo había un maletín de médico.

—Me pregunto a quién colgarían de ese árbol —señaló su compañero. Wonder Russell era de la edad de Joe, treinta años, pero no tenía su disposición. Russell nunca estaba malhumorado y necesitaba poco del mundo en que vivía. Se hacía preguntas en voz alta sobre mil cosas, pero no esperaba respuestas a sus preguntas.

—Me pregunto —dijo— cuánto tardaremos en excavar un millón de dólares.

«Yo me pregunto», pensó Joe Frail, «si esa es la rama de la que me van a ahorcar. Me pregunto quién es el hombre al que mataré para merecérmelo».

Pasaron aquel día examinando la quebrada, donde ya se afanaban quinientos hombres con la esperanza de que entre la gravilla que cribaban apareciese el oro que significaba riqueza. Aquella noche durmieron apretados en una wikiup hecha de ramas, construida rápidamente para refugiarse de la lluvia.

—Voy a ponerle mi nombre a mi explotación en cuanto consiga una —dijo Wonder Russell—. La llamaré la Mina Wonder.

—Lo que significa que te preguntarás si alguna vez te dará algo —respondió Joe Frail—. Yo también le pondré mi nombre a la mía. Frail Hope[2].

—Demonios, eso es de mal fario —objetó su compañero.

—Yo tengo un mal fario poco habitual —dijo Joe Frail.

Se quedó tumbado despierto aquella noche en la quebrada, todavía afectado por el recuerdo de la cuerda que colgaba del árbol. Se acordó de la recién viuda que, hacía seis años, le había chillado la profecía de que algún día lo colgarían.

Antes de aquello había sido el doctor Joseph Alberts, joven y poco afortunado, a veces buscador de oro y a veces médico. Encontró oro, vendió y regresó al Este a por una chica llamada Sue, pero se había cansado de esperar y se había casado con otro hombre. Sollozaba mientras se lo decía, pero sus lágrimas no eran porque hubiese arruinado su vida y la de él. Lloraba porque ahora era rico y no podía poseerlo.

De modo que Joe perdió parte de su juventud, todo su amor e incluso su fe en el amor. No mucho después también perdió su riqueza en una fiebre de juego que lo abrasaba porque ni ganar ni perder le importaba.

Limpio y renovado, y con el nuevo apellido de Frail (lo escogió en un momento de amargura), ejerció la medicina durante un invierno. Era serio y dedicado, y cuando llegó la primavera consiguió un terreno que le permitió volver a buscar oro. Fue al norte, a Utah, para conocer a un hombre llamado Harrigan, que sería su socio.

De camino, acampando solo, lo asaltaron y le robaron todo el dinero, el caballo y el arma. Los ladrones, riéndose, le dejaron una yegua pinta coja que incluso un indio digger habría despreciado.

Escondida en un corte del cinturón, precisamente para una emergencia de esa clase, llevaba una pieza de oro de veinte dólares. Esa no se la quitaron.

En Utah se reunió con Harrigan… que también era poco afortunado. Harrigan había vendido su caballo, pero todavía tenía su silla y cuarenta dólares.

—¿Me confías tus cuarenta dólares? —le preguntó Joe Frail—. Encontraré una partida y los haré crecer.

—No le confiaría ese dinero ni a mi propia madre —objetó Harrigan metiéndose la mano en el bolsillo—, pero mi madre no sabe jugar a las cartas. ¿Qué te hace pensar que tú sí?

—Me enseñó un experto —dijo Frail sucintamente.

Además de sus dos profesiones, médico y minero, tenía dos grandes talentos: era un experto jugador de cartas y un gran tirador. Pero sólo jugaba a las cartas cuando no le importaba perder o ganar. Esa vez ganar era necesario, y sabía lo que iba a ocurrir… ganaría, y entonces se quedaría destrozado.

Encontró una partida y observó a los jugadores: dos vaqueros, nada de lo que preocuparse; un hombre del pueblo, casado, pasando un rato moderadamente travieso; y un hombre mayor, probablemente un emigrante que se volvía al este con un buen capital. El emigrante era adusto y tenso, y tenía ante él más fichas que ninguno de los otros.

Cuando Doc se sentó, dejó que el hombre de pelo canoso siguiese ganando durante un rato. Cuando el emigrante empezó a perder, no pudo parar. Estaba atrapado en una enredada maraña de emociones que Doc Frail no había sentido nunca.

Doc perdió un poco, ganó un poco, perdió muy poco, empezó a ganar. Sólo él sabía cómo le corría el sudor por dentro de su polvorienta camisa.

El emigrante había perdido mucho cuando se retiró del juego.

—Tengo que buscar a mi esposa —fue su pobre excusa. Pero sólo llegó hasta la barra, y seguía allí, mirando al espejo, cuando Doc cobró sus fichas y salió con doscientos dólares en los bolsillos.

Salió por un lateral del saloon antes de que empezasen los temblores.

—¿Y qué demonios te pasa? —le preguntó Harrigan—. Has ganado.

—Lo que me pasa —dijo Doc, mientras le castañeteaban los dientes— es que mi padre me enseñó a jugar y mi madre me enseñó que era algo malo. Lo demás no es asunto tuyo.

—Eres muy arisco —se quejó Harrigan—. Estaba admirando tu talento. Debe de ser muy práctico. Tal como juegas a las cartas, no sé por qué pierdes el tiempo siendo médico.

—Ni yo tampoco —dijo Doc.

Se apoyó contra el edificio.

—Iremos a alguna parte y nos repartiremos el dinero. Estaría bien que te guardases el tuyo.

Harrigan le advirtió.

—El viejo, el tipo al que le has ganado, está buscando pelea.

Doc dijo de modo cortante:

—Es un idiota.

Harrigan habló irritado:

—Tú crees que todo el mundo es idiota.

—Estoy convencido de ello.

—Pues si tú no lo fueras, te marcharías de aquí —le advirtió el vaquero—. Quedándote estás buscando problemas.

Se sintió muy enfadado y herido. Otro temblor lo sacudió. Detestaba a Harrigan, al viejo, a sí mismo, a todos.

La puerta se abrió y la luz de las lámparas mostró al emigrante de pelo canoso. El silencio de la noche hizo que sus palabras sonasen claramente:

—¡Me ha hecho trampas, tenía las cartas marcadas, te lo juro!

La sal escoció en la herida. Doc Frail dio un paso adelante.

—¿Está hablando de mí?

El hombre entrecerró los ojos.

—Desde luego que hablo de usted. Tramposo, ladrón, mal…

El joven Doc Frail boqueó y le disparó.

Harrigan gimió:

—¡Dios mío, vámonos! —y se ocultó entre las sombras.

Pero Doc corrió hacia delante, no hacia detrás, y se arrodilló junto al hombre caído mientras los que había dentro del saloon se asomaban cautelosamente.

Entonces se oyó el agudo grito de una mujer, acercándose:

—¡Ben! ¡Ben! Déjenme pasar… ¡le ha disparado a mi marido!

Él no la vio, sólo oyó su voz quejumbrosa:

—A ninguno os importa que hayan matado a un hombre, ¿verdad? Le vais a dejar marcharse tranquilamente y a nadie le importa. ¡Pero al que lo hizo lo colgarán por esto! Arderéis en el infierno por esto, todos…

Doc Frail y Harrigan salieron juntos del pueblo; la mula pinta llevaba las dos sillas y los hombres caminaron. Se separaron en cuanto pudieron comprar caballos decentes y Doc no volvió a ver a Harrigan nunca más.

Más o menos un año después, de camino a un campamento minero, Doc conoció al hombre al que llamó Wonder, y le pareció que Wonder Russell era el único amigo verdadero que había tenido nunca.

Pero al verlo por primera vez, Joe Frail lo desafió con una mirada que echaba para atrás a la mayoría de los hombres, una mirada lenta y despreciativa desde el sombrero a las botas que parecía preguntar: «¿Vales para algo?»

Pero en realidad no era aquello lo que preguntaba. La pregunta silenciosa que Joe Frail tenía para cada hombre que conocía era: «¿Eres tú el hombre? ¿El hombre por el que me van a ahorcar?»

La respuesta de Wonder Russell a su primer encuentro fue tan silenciosa como la pregunta. Saludó con una sonrisa, y fue como si dijera: «Eres un hombre con quien podría aliarme».

Fueron socios a partir de entonces, pasaron por momentos de buena y mala suerte, y al final llegaron a Skull Creek.

Durante las semanas que estuvieron buscando oro allí construyeron más de una wikiup, alejándose de la parte más rica del lecho, porque ya tenía dueños.

Para septiembre estaban casi arruinados.

—Podríamos trabajar por un sueldo —sugirió Wonder Russell—. El mismo trabajo que estamos haciendo ahora, sólo que nos pagarían por él. Me pregunto cómo será comer.

—Nunca te harás millonario trabajando en la mina de otra persona —le advirtió Doc.

—Me pregunto cómo se puede conseguir una explotación sin trabajar —musitó su compañero.

—Yo sé cómo —admitió Joe Frail—. ¿Cuánto dinero tenemos entre los dos?

Resultó ser menos de cincuenta dólares. Al día siguiente por la mañana, Joe Frail había aumentado la cantidad a casi cuatrocientos y estaba temblando tanto que le castañeteaban los dientes.

—¡Qué talento! —dijo Wonder Russell con admiración. No hizo pregunta alguna.

Cuatro días después de que volviesen a empezar con un nuevo suministro de provisiones, encontraron oro. Compraron dos explotaciones, y la una era tan buena como la otra.

—¿Nos quedamos o vendemos? —preguntó Joe Frail.

—Me pregunto cómo será ser asquerosamente rico —musitó Wonder—. Por otra parte, me pregunto cómo será estar casado.

Joe Frail lo miró fijamente.

—¿Eso es algo que tienes en mente para el futuro inmediato o estás soñando en general?

Wonder Russell sonrió complacido.

—Se llama Julie y trabaja en el Big Nugget.

«Y ya tiene un hombre que no aceptará de buen grado perderla», recordó Joe Frail. Wonder Russell lo sabía tan bien como él.

La tal Julie del Big Nugget era una joven bailarina delgada, hermosa aunque ojerosa. Llevaba el pelo rubio oscuro anudado en la parte de atrás y una cicatriz rojiza reciente en un hombro; parecía una herida de cuchillo y la mostraba cuando llevaba un vestido escotado.

—Vendamos, y bailaré en tu boda —le prometió Joe Frail.

Vendieron la Wonder y la Frail Hope un lunes y se repartieron quince mil dólares entre los dos. Podían haber conseguido más de haber esperado, pero Wonder dijo:

—Julie no quiere esperar. Nos vamos en la próxima diligencia, el miércoles.

—Puedes comprar caballos. Cabalga, Wonder —Doc no podía olvidar al pálido y cadavérico Dusty Smith, que no aceptaría de buen grado perder a Julie—. Compra unos buenos caballos y márchate antes de que se haga de día.

—Con lo nervioso que estás, cualquiera diría que eres tú el que se va a casar —contestó Wonder, sonriendo—. Supongo que voy a ir a decírselo ahora.

«Un hombre debería tener las cosas planeadas con más antelación», se dijo para sí Joe Frail. «Yo sólo tenía planeado buscar oro, no lo que haría si lo encontraba, y tampoco qué haría si mi socio decidía irse con otra persona».

De repente se sintió cansado de ser uno de los anónimos, barbudos y sudorosos trabajadores que había en el arroyo. Estaba cansado de estar sucio. Un médico puede ir limpio y llevar buena ropa. Podía tener un tejado sobre la cabeza. El oro podía comprar cualquier cosa… y él lo tenía.

Tenía en mente cierta cabaña nueva. Llamó a la puerta hasta que el dueño gritó enfadado y apareció con un arma en la mano.

—Me gustaría comprarle esta casa —le dijo Joe Frail—. Ahora mismo.

Un cuarto de hora después era el dueño por virtud de un cheque que se cobraría en el banco por la mañana, y el anterior dueño estaba hablando consigo mismo en la calle, con todas sus posesiones a su alrededor, preguntándose dónde iba a pasar el resto de la noche.

Joe Frail colocó su farol sobre el banco que constituía todo el mobiliario de la cabaña. Se acercó a la pared y le dio una suave patada.

—Un capricho —dijo en voz alta—. Un capricho muy sólido para protegerme de la lluvia.

De repente se sintió más joven de lo que se había sentido en muchos años, animoso, sin ninguna preocupación, y todo el maravilloso mundo estaba a su disposición. Se pasó varios minutos saltando en el aire y tratando de entrechocar los talones tres veces antes de volver a caer al suelo. Luego echó la cabeza hacia atrás y se rió.

Con el farol en la mano, salió a buscar a Wonder. Cuando veía a alguien, mientras se dirigía al Big Nugget, levantaba el farol, miraba la cara del hombre y le preguntaba esperanzado:

—¿Eres un hombre honrado?

Evans, el banquero, que estaba en la calle a esas horas, respondió malhumoradamente:

—¡Anda, pues claro!

Wonder Russell no estaba en el saloon, pero Julie, con su pelo rubio oscuro, estaba en la barra entre dos mineros. Los dejó allí y se acercó a él sonriendo:

—Me han dicho que habéis vendido —dijo—. ¿Me pagas una copa por la buena suerte?

—Te compraré champán si lo tienen —le prometió Joe Frail.

Cuando tuvieron sus bebidas, ella dijo:

—Por más suerte de la misma clase, Joe —todavía sonriendo alegremente, susurró—: Está en el establo —luego se rió y le dio un cachetazo, como si él hubiese dicho algo especialmente ingenioso, y observó que al otro lado de la sala Dusty Smith estaba jugando a las cartas y esforzándose por no mirar hacia ellos.

—Tengo más sitios que visitar antes de que se haga de día —anuncio Joe Frail—. Voy a buscar a mi socio y decirle que me acabo de comprar una casa.

Apagó el farol justo al salir por la puerta. Era mejor dar traspiés en la oscuridad que tener a Dusty, si es que sospechaba algo, siguiéndolo.

Wonder estaba esperando en el establo.

—Tengo dos caballos comprados y ensillados —le informó Wonder—. Mi petate de guerra está en uno, y las cosas de Julie en el otro.

—Estoy contigo. ¿Qué quieres hacer?

—Lleva los caballos a la puerta del Big Nugget. Son el tuyo y el mío, ¿entiendes? Si alguien se da cuenta, los hemos comprado porque hemos ganado dinero y hemos estado bebiendo. Demonios, nadie se dará cuenta de nada.

—Estás un poco inquieto —comentó Joe Frail—. ¿Y luego qué?

—Trae los caballos aquí y escóndete. Nada más. Yo entraré, le pagaré una copa a Julie y le pediré que salga conmigo a ver la luna.

—No hay ninguna luna —le advirtió Joe Frail.

—¿Eso le va a importar a un borracho? —le contestó Wonder—. Invitaré a los chicos y luego iré a enseñarle la luna a Julie mientras ellos deambulan por allí. Nada más.

—Buena suerte —dijo Joe Frail, y se dieron la mano—. Buena suerte en todo para ti y para Julie.

—Gracias, socio —dijo Wonder Russell.

«¿Y adónde vas a ir, socio?», se preguntó Joe Frail. «Tu futuro no es asunto mío, igual que tu pasado».

Se tambaleó mientras guiaba a los caballos por la quebrada, en caso de que alguien estuviese mirando. «Una buena actuación», se dijo, «una lástima que se desperdicie. Porque ¿a quién le va a importar, excepto a Dusty Smith, que Julie huya y se case?»

Colocó las riendas por encima del poste de modo que se pudiesen desenredar de un solo tirón. Luego se apartó a un lado y se quedó entre las sombras, mirando la puerta.

Apareció Wonder Russell, cantando feliz:

—Oh, ¿no te acuerdas de Betsy de Pike, que cruzó el gran desierto con su amante Ike?

«Otra buena actuación malgastada», pensó Joe Frail. El minero afortunado que había vendido su explotación y que tenía los bolsillos llenos de dinero y la barriga llena de whiskey… Ese era el papel de Wonder, y nadie hubiera adivinado que estaba completamente sobrio.

Wonder coronó su actuación cayéndose en los escalones y aconsejándoles que se apartasen y dejasen pasar a un buen hombre. Joe sonrió y deseó poder aplaudir.

Salieron dos hombres y, al reconocer a Russell, le imploraron a voces que les dejase frotarse para que se les pegase algo de su buena suerte. Éste les replicó solemnemente:

—A dólar el roce, chicos. Todo ayuda.

Se fueron riéndose mientras él se tambaleaba a través de la puerta iluminada.

Joe Frail se desabrochó las cartucheras, estaba preparado entre las sombras. «El padrino ayuda a la feliz pareja a fugarse», recordó, «¡pero esta vez no con una lluvia de arroz, latas atadas a la carreta y banderines en el tiro!»

Wonder Russell estaba en la puerta con Julie al lado, riéndose.

—La luna no está ahí —objetó Russell—, está por ahí —dio un paso hacia el lado del estrado donde estaban los caballos ensillados.

Dentro de la sala iluminada un hombre demacrado se giró con una pistola en la mano, y Dusty Smith se convirtió en un objetivo claro a la luz mientras Joe Frail se quedaba paralizado sin tocar sus pistolas. Luego el ruido dentro del saloon quedó acallado por un disparo y Wonder Russell se tambaleó y cayó.

El objetivo todavía era claro mientras Dusty Smith se giraba y salía corriendo en dirección a la puerta trasera. En la mano de Joe Frail había una pistola, pero tanto la pistola como la mano bien podrían haber sido tacos de madera. No pudo apretar el gatillo… hasta que los mineros rugieron su sorpresa y su ira y Dusty Smith ya se había ido.

Joe se quedó paralizado, oyendo gritar a Julie, viendo a los hombres salir por la puerta delantera, sabiendo que algunos de ellos habían seguido a Dusty Smith por la trasera.

Hubo algunos disparos aquí y allá, y entonces dejó de estar paralizado. Su dedo pudo apretar el gatillo para un disparo inútil contra el suelo. Corrió hacia el estrado donde estaba arrodillada Julie. Apartó a los hombres, gritando:

—Dejadme pasar. Soy médico.

Pero Wonder Russell estaba muerto.

—Por dios, Joe, ojalá hubieses llegado un segundo antes —gimió uno de ellos—. Podrías haberlo matado desde la calle si hubieses llegado un segundo antes. Ha sido Dusty Smith.

Alguien apareció por la esquina del edificio y resoplando dio la noticia de que Dusty había escapado en un caballo que debía de tener preparado en la parte de atrás.

Joe Frail se quedó sentado sobre sus talones un largo rato mientras Julie sostenía la cabeza de Wonder en los brazos y lloraba. Uno del pequeño grupo de mineros que todavía esperaba preguntó:

—¿Quieres ayuda, Joe? ¿Dónde quieres llevarlo?

Miró a Julie, que tenía la cabeza inclinada.

«Era mi amigo… pero su amante», recordó. «Ella tiene más derecho».

—Julie —dijo. Se inclinó y la ayudó a levantarse—. ¿Dónde quieres que le lleven?

—No importa —dijo sombría—. A mi cuarto, supongo.

Joe Frail encargó la fabricación de un ataúd y compró en la tienda ropa para enterrarlo, un traje y una camisa nuevos que Wonder no pudo comprarse porque no había sido rico el tiempo suficiente.

Entonces, cargando con un pico y una pala, subió por la colina.

Mientras excavaba llegó otro amigo de Wonder, luego dos más, llevando las mismas herramientas.

—Preferiría que no lo hicierais —les dijo Joe Frail—. Esto es algo que quiero hacer yo.

Los hombres asintieron y se marcharon.

Cuando se detuvo a descansar, de pie sobre la tumba a medio cavar, vio que subía otro hombre. Éste, a caballo, dijo sin desmontar:

—Encontraron a Dusty escondido a unos quince kilómetros. Lo han dejado para los lobos.

Joe Frail asintió.

—¿Quién le ha disparado?

—No lo conozco. Dice que se llama Frenchy Plante.

Joe volvió a cavar. Un desconocido había hecho lo que él debería haber hecho, un desconocido que no podía tener ningún motivo excepto que le gustaba matar.

Joe Frail soltó la pala y se miró la mano derecha. Ahora no le pasaba nada. Pero cuando debería haber apretado el gatillo, no había tenido ninguna fuerza.

«Porque le disparé a un hombre en Utah», pensó, «ya no puedo disparar cuando es necesario».

Julie subió a la colina antes de que la tumba estuviese terminada. Miró la tierra levantada, temblando un poco por el viento, y dijo:

—Está preparado.

Joe se quedó mirándola, pero ella miraba hacia abajo.

—Julie, querrás irte. Tendrás dinero para seguir adelante… todo el dinero de su explotación. Cabalgaré contigo hasta Elk Crossing para que tengas a alguien con quien hablar. Te acompañaré más allá si quieres.

—Quizá. Gracias. Pero creo que voy a quedarme en Skull Creek.

Se dio la vuelta y bajó la colina.

En algún momento de aquella noche, Julie se cortó el cuello y murió en silencio y sola.

2

Elizabeth Armistead, la joven perdida, llegó a Skull Creek el verano siguiente.

A eso de las cuatro de la tarde, un enmascarado salió en caballo de entre la vegetación y asaltó una diligencia a unos sesenta kilómetros de las minas. Justo antes, las seis personas que estaban a bordo de la diligencia estaban silenciosamente perdidas en sus propios pensamientos, excepto el herrero ambulante de la diligencia, que estaba durmiendo de modo intermitente.

Un impresor itinerante llamado Hefferman soñaba con las riquezas que podían encontrarse sacando oro del suelo. Un vendedor de whiskey que estaba junto a él estaba pensando vagamente en el suicidio, como hacía a menudo durante un viaje espantoso.

El conductor, solo en su asiento, entrecerraba los ojos por el reflejo de la luz y se pasaba la manga por las arrugas de la cara, arañadas por la arena del camino. Envidiaba a los pasajeros, protegidos del viento que levantaba la arena afilada, y se alegraba de que pronto dejaría la empresa. Iba a volver a Pensilvania y comprarse una granjita. Billy McGinnis tenía cincuenta y ocho años aquel día, el último de su vida.

El pasajero enfermo, de nombre Armistead, tenía cinco años más y estaba pensando en comenzar su carrera de maestro en Skull Creek. No había sido su intención ir allí. Creía que tendría una buena oportunidad en Elk Crossing, una comunidad más estable con más niños que necesitaban ir al colegio. Pero otro erudito errante se le había adelantado, de modo que su hija Elizabeth y él siguieron viajando hacia el fin del mundo.

Para el señor Armistead el mundo acabaría antes incluso de Skull Creek.

Su hija Elizabeth, de diecinueve años, estaba sentada a su lado con las manos unidas y los ojos cerrados, pero la espalda recta. Estaba asustada, llevaba meses con miedo, desde que la gente empezó a decir que papá era deshonesto. Eso no podía ser, no debía ser, porque papá era la única persona que le quedaba a quien cuidar y que la cuidase a ella.

Papá había caído en desgracia y ella se había ido con él al exilio. Se consolaba un poco con su propia, tozuda e indignada lealtad. Papá no podía elegir, excepto sitios a los que ir. Pero Elizabeth sí que había podido… podría haberse casado con el señor Ellerby y vivir como siempre había vivido, confortablemente.

Si papá le hubiese dicho que lo hiciese, o con que se lo hubiese sugerido, se habría casado con el señor Ellerby. Pero dijo que era ella la que debía tomar la decisión, y ella decidió marcharse con papá. Ahora que tenía una idea de lo dura que podía ser la vida para ambos, estaba enferma de remordimientos y sentía que había sido egoísta y tozuda. El señor Ellerby había estado dispuesto a proporcionarle a papá unos modestos ingresos mientras se mantuviese alejado y ella le había privado de ese dinero.

Aquellos dos no tenían ni idea de cómo sería el campamento minero de Skull Creek. Los pueblos en los que habían parado eran toscos y rudimentarios, pero al menos eran pueblos, no campamentos. Algunas de las personas que vivían allí tenían la intención de quedarse, y habían trabajado para mejorarlo.

El señor Armistead estaba razonablemente seguro de que había suficientes niños en Skull Creek para organizar un pequeño colegio privado, y daba por descontado que sus padres estarían dispuestos a pagar por su educación. También había asumido que sabría enseñarles. Nunca había dado clase ni había trabajado en nada, pero tenía una educación de caballero.

Estaba agotado además de enfermo, acalorado y sucio, pero cuando se volvió hacia Elizabeth y esta abrió los ojos, sonrió radiante. Ella le devolvió la sonrisa, fingiendo que aquel viaje interminable e insoportable a un destino indescriptible era una alegre aventura.

Era un hombre amable, paciente e ilusionado, de buenas intenciones y mal juicio. Hasta que sus asuntos económicos empezaron a ir mal, no había conocido las penurias. La catástrofe lo golpeó antes de que desarrollase los callos protectores del espíritu que le salen a uno cuando está acostumbrado a las desgracias.

Todo el capital que les quedaba estaba en metálico en un bolsito de seda que Elizabeth había cosido debajo de su largo vestido de viaje.

Elizabeth se estaba preguntando, justo antes del asalto, si su padre podría aguantar seguir viajando el resto del día y de la noche en la última etapa de su odisea. Pero la posta estaría sucia y la comida sería espantosa… la experiencia del viaje le había enseñado a ser pesimista… y probablemente sería mejor que fuesen directamente a Skull Creek, donde todo, sin duda, sería mucho, mucho más agradable. Papá se encargaría de eso. Ella no podía permitirse dudarlo.

Billy McGinnis, el conductor, ya estaba imaginándose en Pensilvania cuando un jinete enmascarado salió de la exigua maleza a su derecha y gritó:

—¡Alto ahí!

Billy había sido un héroe más de una vez en su carrera, pero no tenía ninguna inclinación a seguir siéndolo. Maldijo como correspondía, pero tiró de las riendas y detuvo a sus cuatro caballos.

—Baja ese rifle —le dijo el asaltante a Billy. Éste obedeció, soltando cuidadosamente el arma, sin hacer ningún movimiento brusco.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó el enmascarado—. Con las manos en alto.

El impresor, mientras medio se caía de la diligencia (intentando mantener las manos en alto pero teniendo que agarrarse con una de ellas), notó algunos detalles en el bandido: alto de cintura para arriba, pero un poco paticorto, sombrero marrón polvoriento, camisa azul polvorienta, pañuelo rojo sobre la cara.

El vendedor de whiskey salió tambaleándose a toda prisa… ya le había pasado lo mismo un par de veces y sabía que no debía discutir… y se preguntó por qué alguien asaltaría una diligencia que se dirigía a un campamento minero. Lo sensato hubiera sido asaltar una que saliera del campamento.

El herrero, repentinamente despierto, fue el tercero en bajarse. Aceptó la situación filosóficamente, dado que no llevaba ningún dinero encima, ni siquiera un reloj.

Pero el señor Armistead trató de defender a su hija y a todos ellos. Le advirtió a Elizabeth:

—No salgas del coche.

Al bajarse él, trató de disparar una pistolita que llevaba para emergencias como aquella.

El bandido le disparó.

Billy McGinnis, al tirar de las riendas para contener a los asustados caballos, alarmó al enmascarado, que hizo un segundo disparo. Mientras Billy caía de su asiento, los caballos echaron a galopar, con Elizabeth Armistead gritando dentro de la diligencia.

Ya no estaba dentro cuando los tres hombres supervivientes encontraron la diligencia, volcada, y los frenéticos caballos con las riendas enredadas, casi una hora después.

—¿Dónde demonios ha ido la muchacha? —preguntó el herrero. Los otros dos estuvieron de acuerdo en que si hubiese saltado o se hubiese caído durante la carrera la habrían encontrado antes.

Hicieron cuanto pudieron. Gritaron y buscaron otra hora más, pero no encontraron ni rastro de la joven perdida. En el lugar donde la diligencia había volcado, no había más maleza ni arbustos junto al camino, sólo el espacio vacío del desierto, moteado de chaparros.

Uno de los caballos tenía una pata rota, así que el vendedor de whiskey le disparó. Desataron a los otros tres, montaron y buscaron diligentemente, entrecerrando los párpados por todo el desierto, llamando a la joven perdida. Pero no vieron nada y no oyeron ningún grito de respuesta.

—Lo sensato —recomendó el impresor— es acercarnos a la posta y traer ayuda.

—¿Nos llevamos la cantimplora? —sugirió el vendedor de whiskey.

—Si vuelve aquí, necesitará agua —le recordó el herrero—. Y estará asustada. Será mejor que se quede uno aquí y siga gritando.

Sortearon con pajitas quién se quedaría, y cada uno de ellos se vio como un héroe si ganaba, el salvador y consolador de la joven. El herrero sacó la pajita más corta y se quedó toda la noche cerca de la diligencia con la cantimplora, pero la joven no volvió.

Esperó solo en la oscuridad, gritando hasta que se quedó ronco y luego sin voz. En el lugar del asalto, Billy McGinnis y el señor Armistead yacían muertos junto al camino.

* * *

Doc Frail estaba afeitándose en su cabaña y el muchacho llamado Rune estaba preparando el desayuno enfadado cuando llegó la noticia de la joven perdida.

Doc Frail tenía algo de dandy. En Skull Creek, la limpieza no tenía conexión alguna con la higiene ni con ninguna otra cosa. El agua se utilizaba básicamente para quitarle la grava al oro, pero Doc se afeitaba todas las mañanas o iba al barbero.

Desde que tenía a Rune trabajando para él, Doc llevaba todas las mañanas las botas embetunadas y todos los días hacía que le cepillase el barro seco del abrigo y los pantalones. Presumía un poco de su pelo rizado castaño claro, que le caía por debajo de los hombros. Nadie se lo criticaba, porque tenía la reputación de haber matado a cuatro hombres.

La reputación era inmerecida. Sólo había matado a uno, a aquel hombre en Utah. Había fracasado en matar a otro y por eso su mejor amigo había muerto. Aquellos hechos no eran asunto de nadie.

Doc Frail era silenciosamente arrogante, y era el hombre más solitario del campamento minero. Pertenecía a la aristocracia de Skull Creek, a los hombres indispensables como los abogados, el banquero, el hombre que llevaba la oficina de valoración y los dueños de los saloons. Pero aquellos hombres caminaban en consciente rectitud y llevaban pistolas decentemente ocultas. Doc Frail llevaba dos revólveres en pistoleras bien visibles.

Los otros arrogantes, los que iban y venían, eran hombres de malas intenciones, que asesinaban mineros cuando estos se marchaban con su oro. Podían permitirse apartar a hombres inferiores de un empujón.

Doc Frail no apartaba a nadie excepto con la mirada. Allá donde iba, otros hombres se apartaban, saludándolo respetuosamente: «Buenos días, Doc…», «¿Cómo está, Doc?», «¿Se ha enterado de lo que ha pasado en la quebrada, Doc?»

No desenfundaba su pistola (aunque practicaba mucho el tiro, y de un modo impresionantemente público) y nunca decía nada muy objetable. Pero desafiaba con la mirada.

Su lenta mirada a un desconocido, desde el sombrero a las botas, preguntaba silenciosamente: «¿Sirves para algo? ¿Puedes demostrarlo?»

Así era como ellos lo entendían, y por eso se apartaban.

Lo que quería decir era: «¿Eres tú el hombre al que estoy esperando, el hombre por el que me van a ahorcar?» Pero nadie sabía eso excepto él mismo.

Según los estándares de Skull Creek, vivía como un rey. Su cabaña era la más cómoda del campamento. Tenía el suelo de madera y una división en el medio que separaba la vivienda de la consulta.

El muchacho Rune, inclinado sobre la cocina, dijo de repente:

—Alguien está gritando por la calle.

—Muy cierto —contestó Doc, entrecerrando los ojos ante su espejo de afeitar.

Rune quería, por supuesto, que lo mandase a investigar, pero Doc no le iba a dar esa satisfacción y Rune no pensaba darle a Doc la satisfacción de hacer nada que le hubiese ordenado. La esclavitud del muchacho era un buen chiste para Doc, y aquel lo odiaba.

Golpearon en la puerta y un hombre gritó:

—¡Doc Frail!

Sin apartar la mirada del espejo, Doc dijo:

—Bueno, abre —y Rune se dispuso a obedecer.

Un hombre lleno de polvo lo apartó de un empujón y anunció:

—Ayer asaltaron una diligencia, han matao a dos hombres y s’a perdío una señorita.

Doc limpió su navaja y permitió que se le elevasen las cejas.

—Aquí no está. Uno de los dos nos habríamos dado cuenta.

El mensajero gruñó.

—Los chicos han pensao que mejor l’avisábamos. Si la encuentran, le necesitarán.

—Lo tendré en mente —dijo Doc con voz suave.

—Han montao un par de posses. ¿No querrá usté venir?

—No a menos que me garanticen que encontraré a la señorita. ¿Para qué es la otra posse?

—Pa encontrar al bandido. Uno de los pasajeros cree que lo reconocería por la constitución. Le disparó al conductor, Billy McGinnis, y también a un viejo, el padre de la joven. Bueno, me largo.

El mensajero se dio la vuelta, pero Doc no podía dejarlo marchar teniendo preguntas aún por contestar.

—¿Y cómo —preguntó— podría ser alguien tan descuidado para perder a una joven?

—Los caballos salieron pitando con ella en la diligencia —le contestó el hombre en tono triunfal—. Cuando la alcanzaron, ya no estaba dentro. S’a perdío en el desierto.

El muchacho Rune habló involuntariamente, incapaz de permanecer en silencio y enfadado.

—¿Puedo ir?

—Claro —dijo Doc con aparente cariño—. Ensilla tu caballo.

El muchacho volvió a caer en un hosco silencio. No tenía caballo; tenía una herida en el hombro que se le estaba curando y una deuda con Doc por habérsela vendado. Antes de poder tener lo que quisiera, tenía que pagarle a Doc Frail su deuda con trabajo… y el trabajo sólo acabaría cuando Doc lo dijese.

Doc Frail salió después de desayunar para hacer sus visitas; un par de heridas de bala, un hombre quemado gravemente tras caer en su propia hoguera estando borracho, un bebé con cólicos, un minero gruñendo por el reumatismo y una bailarina con una pierna rota al caerse de una mesa.

Las posses estaban organizándose entre una considerable confusión y algunas airadas discusiones acerca de los últimos caballos disponibles en el establo.

—¡No podéis llevaros ese bayo! —estaba gritando el encargado del establo—. ¡Es una montura privada y no s’alquila!

—Claro que no s’alquila —concedió Doc—, el bayo es mío —les explicó a los tres hombres ceñudos.

La explicación los silenció.

Doc tuvo una idea divertida. Rune vendería su alma por salir con las partidas.

—Prepara a la yegua —dijo Doc, y volvió a su cabaña.

—He decidido alquilarte mi caballo —le dijo al muchacho hosco—. Por tus servicios durante… veamos… un mes más además del tiempo que yo decida que tienes que trabajar para mí de todos modos.

Era una oferta cruel añadir un mes a un tiempo que podría ser infinito. Pero Rune, de dieciséis años, era un jugador. Parpadeó y contestó:

—Muy bien.

—Ten cuidado —dijo Doc, sintiéndose culpable—. No quiero que te hagas daño.

La herida tenía dos semanas.

—Cuidaré bien de su propiedad —le prometió el muchacho—. Y también del caballo —añadió, para dejar claro lo que quería decir.

Doc Frail se echó hacia atrás, sonriendo ligeramente, para ver con qué gente cabalgaría Rune. En las quebradas de grava de Skull Creek no había un cuerpo de policía organizado, sólo ocasionales y violentos estallidos de emoción con una masa furiosa que normalmente se disolvía al poco tiempo.

«Si yo fuese ese chico», pensó Doc, «¿qué posse escogería, la del bandido o la de la joven?» Observó al muchacho marcharse con el confuso grupo que se dirigía hacia el desierto y le sorprendió un poco. Doc habría elegido al asaltante, pensó.

Y también lo habría hecho Rune, excepto que él planeaba convertirse en un asaltante de caminos si alguna vez se veía libre de sus ataduras.

Rune soñaba, mientras cabalgaba entre el polvo levantado por los caballos de otros hombres, con un futuro brillante y triunfal. Soñaba con el momento en que entraría pavoneándose por cualquier calle de cualquier pueblo y otros hombres se apartarían. Habría susurros:

—Cuidado con ese tipo. Es Rune.

El paso de Doc Frail por delante de un grupo se merecía esa clase de honor. Rune, odiándolo, anhelaba ser como él.

Escupiendo polvo, el muchacho soñó con una gloria más inmediata. Se vio encontrando a la joven perdida allí en el desierto en alguna parte donde buscadores menos atentos ya habían mirado. Se vio consolándola, asegurándole que ya estaba a salvo.

No era el único que lo soñaba. Había muchos sueños en aquella compañía barbuda y harapienta de buscadores de oro (harapientos aunque ya fuesen ricos, embarrados con el lodo seco del arroyo a lo largo del cual se extendían las excavaciones). Eran hombres que vivían para el mañana y las comodidades que pudieran encontrar en otra parte cuando, al fin, se largasen de Skull Creek. Eran rudos y frenéticos buscadores de fortuna, trabajadores extraordinarios, ahora de desacostumbradas vacaciones.

Cada uno de ellos creía que lo movía la compasión, la piedad por una joven perdida, adorable y misteriosa, cuyo nombre la mayoría todavía no conocía. Si habían ido más bien por curiosidad o porque necesitaban un cambio de la incesante búsqueda y el trabajo en las quebradas de grava, no importaba. Fuese cual fuese la lógica que los movía, salieron a buscar, cincuenta hombres diferentes, barbudos, cada uno de los cuales podría encontrar el trofeo vivo.

Sólo media docena de jinetes habían partido hacia las colinas de salvia a buscar al bandido que había matado a dos hombres. Los mineros de Skull Creek se jugaban fortunas pero, excepto cuando estaban borrachos, rara vez sus vidas. Lo peor que podía pasar cuando buscabas a una joven perdida era que pasaras mucha sed. Pero ir a buscar a un malhechor armado… bueno, te podían pegar un tiro. Sólo los aventureros más duros fueron con esa posse.

Cuando se puso el sol nadie había encontrado a nadie, y cuatro hombres seguían perdidos cuando el resto de los que buscaban a la joven se reunieron en la Posta Tres de la línea de diligencias. El superintendente estatal de la compañía permitió que encendiesen una hoguera con una pila de leña (transportada con gran gasto, como la comida de los caballos y el agua y todo lo demás que había allí) para hacer una señal. Los hombres que faltaban aparecieron jurando justo antes de medianoche. Excepto por unos cuantos previsores, la mayoría de los miembros de la partida tiritaban durante su sueño interrumpido, debajo de unas inadecuadas y apestosas mantas de montura.

Estaban sobre la silla, furiosos y preocupados, antes del amanecer del día en que se encontró a Elizabeth Armistead.

El sol estaba más allá del mediodía cuando Frenchy Plante, con su barba negra, se detuvo para apretar la cincha y dio un golpe en el suelo con la bota. Se quitó el pañuelo azul que le protegía la nariz y la boca de la porquería que llevaba el viento, lo sacudió y se lo volvió a atar. Entrecerró los ojos por la luz y, detrás de un chaparro, vio de reojo cierto movimiento.

Una serpiente, quizá. Bien podría matarla. A Frenchy le gustaba matar serpientes. También había matado a dos hombres antes de ir a Skull Creek, y a uno más desde entonces… el hombre que, como más tarde averiguó, se llamaba Dusty Smith.

Caminó con pasos pesados hacia el chaparro, guiando su caballo, y allí seguía el movimiento… No era una serpiente, sino el borde azotado por el viento de una falda azul.

—¡Eh! —gritó, y corrió hacia ella.

Estaba caída boca abajo, con la melena larga y rizada, que había sido de un castaño brillante, apagada y enredada en la arena. Estaba tirada, consumida y sin vida, como un animal muerto. Elizabeth Armistead no se movía. Sólo su falda aleteaba con el viento caliente.

—¡Señorita! —dijo insistentemente—. Oiga, aquí tiene agua.

Ella no le oyó. Frenchy cogió de un tirón la cantimplora de la silla de montar y le quitó el tapón, se arrodilló a su lado y repitió:

—Señorita, tengo agua.

Cuando le tocó el hombro, la joven se movió espasmódicamente. Los hombros le temblaban compulsivamente y los pies trataron de correr. Emitió un ruido ahogado de miedo.

Pero cuando le acercó la cantimplora a los labios hinchados y partidos, tuvo vida suficiente para agarrarla y tirarla involuntariamente de modo que parte del agua se derramó en el suelo desagradecido. Frenchy cogió la cantimplora y se la volvió a poner en los labios, mirándola fijamente a la cara con disgusto.

La tenía manchada de sangre seca, porque la arena le había cortado las membranas de la nariz como si fuese una lija. Tenía la cara hinchada, quemada por dos días al sol y sus angustiados labios carecían de forma.

Frenchy pensó: «Preferiría estar muerto». Y en voz alta dijo:

—No más agua durante un minuto. Pronto podrá beber más, señorita.

La joven perdida buscó a tientas la cantimplora, porque el sol la había cegado incluso antes de perder la toca.

—Tiene que esperar un minuto —le advirtió Frenchy—. No se asuste, señorita. Voy a disparar la pistola para dar la señal y llamar a los demás. Enseguida la llevaremos a la posta.

Hizo dos disparos al aire y se detuvo. Dos disparos significaban «Encontrada muerta». Luego hizo el tercero que cambiaba el mensaje y le decía a los otros buscadores, que estaban escuchando con la boca ligeramente abierta, que la joven había sido encontrada con vida.

El primero en llegar fue Rune, alto, de pelo claro, que sufría quemaduras del sol y le dolía la herida, que se le había abierto. Cuando Frenchy encontró a la joven, Rune estaba justo un poco más allá de una pequeña elevación del terreno desértico, soñando tozudamente mientras cabalgaba.

«Debería haber sido yo», pensaba con sorda indignación. «Yo debería haberla encontrado, pero siempre es otro».

Miró a la joven, consumida y medio muerta, embadurnada de polvo. Vio cómo las frágiles y ansiosas manos buscaban la cantimplora y la agarraban mientras Frenchy se la guiaba hasta la boca. Vio la cara quemada y ciega. Dijo:

—¡Oh, Dios!

Frenchy lanzó una risita amistosa.

—Se va a poner bien, señorita. Vamos a llevarla a un médico enseguida. Se lo prometo, señorita. Frenchy Plante se lo promete.

«Le ha dicho su nombre, ha reclamado su posesión», pensó Rune. «¿Qué más da? Se va a morir de todas maneras».

—Iré a por Doc —dijo Rune, volviendo su caballo hacia la posta.

Pero no pudo ir a por Doc, después de todo. Llevó la noticia a la Posta Tres; al menos consiguió ese triunfo. Luego hubo una gran confusión. El superintendente de la línea ordenó que se preparase una cama para la joven, y eso se hizo; o sea, el cuidador de los caballos cogió las mantas de su camastro, las sacudió bien y las volvió a poner en su sitio. Empezaron a llegar jinetes gritando:

—¿Cómo está? ¿Quién la ha encontrado?

Para cuando llegó Frenchy Plante con la joven inerte en sus brazos y una escolta de otros cuatro buscadores que habían acudido en la dirección de sus disparos de advertencia, se dieron cuenta de que nadie había ido a Skull Creek a avisar al médico.

Rune se quedó sentado en la poca sombra de la posta con la cabeza entre las rodillas, tan agotado como nunca antes había estado en su vida. La herida del hombro le dolía a rabiar, y también el estómago cuando se acordaba del aspecto de la joven perdida.

Frenchy Plante volvía a ser el héroe. Tomó prestado un caballo de refresco y cabalgó hasta Skull Creek.

Encontró a Doc Frail en casa, pero ocupado con un paciente, una bailarina tísica del Big Nugget. Con ella estaba otra mujer, que levantó ceñuda la mirada, igual que hizo Doc cuando apareció Frenchy dando zancadas.

—Hemos encontrado a la señorita, Doc —anunció Frenchy—. Quieren que vaya enseguida.

—Estoy con una paciente —dijo Doc controlando la voz—, como podrás ver si eres observador. Esta señorita también me necesita.

La muchacha tísica, a la que rara vez la habían llamado «señorita», estaba completamente quieta, tumbada sobre el camastro de Doc. Su amiga le sostenía la mano, dándole suaves golpecitos.

—Salga un momento —le instó Frenchy—, para que pueda contárselo.

Doc cerró la puerta tras él y se situó delante de Frenchy en la calle.

Frenchy hizo un gesto hacia la puerta:

—¿Qué hace Luella en su casa?

—Morirse —contestó Doc—. No quería hacerlo donde trabaja.

—¿Cuándo va a poder venir? La joven perdida está muy mal. La hemos llevado a la posta, pero está muy enferma.

—Si está tan mal como esta —dijo Doc—, tampoco es que le vaya a servir de nada que vaya para allá.

—Que me condene si no es usted un canalla de corazón duro —comentó Frenchy, medio asombrado y medio admirado—. No le está sirviendo de nada a Luella, ¿verdad?

—No. Nadie le ha servido nunca de nada. Pero no la voy a abandonar ahora.

Frenchy se encogió de hombros.

—¿Cuánto tardará?

—Un par de horas, quizá. ¿Pretendes que la estrangule para acelerarlo?

Frenchy entrecerró los ojos.

—No pretendo nada. Vaya cuando le apetezca. Total, yo ya he hecho lo que debía.

¿Era aquello un recordatorio, se preguntaba Doc mientras observaba a Frenchy marcharse hacia el Big Nugget, de que una vez hiciste un trabajo que debí hacer yo? ¿De que mataste a Dusty Smith, un hombre al que ni siquiera conocías, después de que yo fallase?

Doc Frail volvió a entrar en su cabaña.

Unas horas después, Luella lo liberó del compromiso muriéndose.

Estaba amaneciendo cuando se bajó de un caballo alquilado en la posta y tropezó con un par de los hombres que estaban durmiendo en el suelo.

La joven perdida, con la cara brillando por la grasa que el encargado de los caballos había traído, yacía callada sobre un camastro, mientras una lámpara parpadeaba sobre una estantería encima de ella. Encogido de rodillas junto al camastro y sintiéndose desgraciado estaba Rune, a quien la joven le agarraba por las muñecas con una mano. Con el otro brazo sostenía la cantimplora de Frenchy.

En el hombro de Rune había una mancha de sangre que atravesaba el limpio vendaje de Doc y, aunque se encontraba demasiado insensible para moverse, levantó la mirada hostilmente triunfante.

—Me deja estar aquí —dijo.

—Ahora ya puedes volver a Skull Creek —le dijo Doc, dándole una orden, no permiso—. Me quedaré aquí hasta que pueda moverse.

Desposeído, como le había pasado tantas veces antes, pero triunfante como había anhelado ser, Rune se fue y les dijo a los hombres soñolientos y emocionados que Doc había llegado. Un poco más tarde, cuando emprendió el camino de vuelta al campamento, le pareció divertido llevar todavía la yegua de Doc, y que Doc se enfadaría cuando se diera cuenta.

Los buscadores que se habían quedado rezagados en la Posta Tres por curiosidad se sintieron aliviados por el modo en que Doc Frail se hizo cargo de todo.

La joven perdida también tendría que estar contenta con su presencia. Doc le trató las quemaduras y le aseguró en un ronroneo profesional:

—Recuperará la vista, señorita. La ceguera sólo es temporal, eso se lo aseguro.

A los hombres apiñados les rugió como un león:

—Limpiad esto… tendrá que quedarse aquí unos días. Traedle comida decente, no eso que dan en la diligencia. Eso mataría a un buey. Os digo que limpiéis… con agua. No levantéis demasiado polvo.

El superintendente, pensando que ya había ido más allá de su deber permitiendo que el encargado de los caballos diese de comer a la posse, puso reparos a malgastar agua.

—Cada gota la tienen que traer de Skull Creek —le recordó a Doc, que le respondió:

—¡Entonces que preparen el carro y la traigan!

El encargado de los caballos se vio atrapado entre la furia de Doc y el poder del superintendente para despedirlo. Dijo en tono halagador:

—Le voy a hacer una buena sopa, Doc. He cazado un conejo y lo meteré en la cazuela antes de que deje de patalear.

—Largo de aquí —bufó Doc. Se volvió a inclinar hacia la quemada y afligida joven—. Recuperará la vista —le prometió—, y las quemaduras se le curarán.

Pero tu padre está muerto y enterrado y Skull Creek no es lugar para ti, querida.

3

Frenchy Plante todavía estaba por ahí cuando Rune volvió a Skull Creek. Frenchy andaba pavoneándose, como era su derecho, al haber sido el hombre que había encontrado a la joven perdida. Pero sólo pasó medio día más o menos contando los detalles. Luego regresó a las explotaciones, quebrada arriba, para volver a trabajar entre el barro y la grava. Allí había encontrado oro, estaba sacándose un sueldo en una pequeña acequia y tenía grandes esperanzas de hacerse rico. Había pasado otras veces.

Los curiosos de Skull Creek dejaron sus trabajos para escuchar la historia. Cuando Frenchy se fue, Rune se convirtió en el beligerante centro de atención. Acababa de colocarse un vendaje abultado en el hombro dolorido cuando dio un respingo culpable al oír golpes en la puerta de Doc. Terminó de ponerse la camisa antes de ir a abrir la puerta.

—¿Doc no ha vuelto toavía? —preguntó el barbudo visitante.

Rune sacudió la cabeza.

—¿Va a volver? —insistió el hombre.

—A mí no me cuenta lo que va a hacer.

El hombre parecía nervioso.

—Mira, tengo una ampolla que me tién que pinchar. ¿No podrías hacerlo tú?

—Cualquiera podría hacerlo. Mal, quizá. Doc lo haría bien… supongo.

El hombre avanzó.

—Demonios, hazlo tú. ¿No vas a tener algún cuchillo de los del médico?

Rune se sintió halagado de que alguien mostrase confianza en él.

—Algo encontraré —se ofreció.

No sabía cómo se llamaba la cosa que había encontrado, pero era delgado, afilado y quirúrgico. Lo lavó a conciencia con un pedazo de venda limpia y, después de ver la ampolla que tenía el hombre en el cuello, la abrió con un corte rápido.

El paciente dijo:

—¡Guau! —exclamó en voz baja y tiritó—. Paece que has hecho un buen trabajo —comentó—. Ahora tápala con algo, ¿eh?

Estiró las piernas sentado en la mejor silla de Doc, esperando a que Rune encontrase vendas que le gustasen.

M’an dicho que tú estabas allí cuando la encontraron —apuntó.

—Fui el segundo en llegar —contestó Rune, fingiendo que haber sido el segundo no era nada, pero sabiendo que sí que lo era, sabiendo que la ampolla de aquel hombre podía haber esperado, o que cualquiera podría haberla abierto.

M’an dicho qu’es extranjera, que no habla inglés —apuntó el hombre.

—A mí no me ha dicho nada —contestó Rune—, no podía hablar ningún idioma. Está muy enferma.

El hombre se tocó la venda e hizo una mueca.

—Bueno, pos y’astá arreglao. Cobras lo mismo que Doc Frail, ¿no?

Tan fríamente como si no fuese un esclavo, Rune asintió, y el hombre extrajo un saquito del bolsillo, buscando a su alrededor la balanza de oro.

Rune todavía lo odió un ratito después de que se hubo ido, incluso con el polvo de oro bien metido en el bolsillo. ¡Qué fácil era conseguir un médico… o alguien con un cuchillo, en todo caso… cuando tienes polvo de oro para pagarlo! ¡Qué fácil era acabar de sirviente si no tenías un centavo y necesitabas que te curasen una herida del hombro y creías que te ibas a morir!

Antes de que hubiese pasado media mañana, apareció otro visitante. Esta vez era una mujer, y también estaba sola. Las señoras de Skull Creek eran pocas y circunspectas, armadas de virtud. Rune supuso que aquella, la esposa de Flaunce el tendero, no habría acudido a la consulta de Doc Frail sin compañía si esperaba haber visto a Doc.

Pero preguntó, a su remilgada manera:

—¿Está el doctor? —y cloqueó cuando Rune sacudió la cabeza.

—Bueno, lo veré otro día —decidió—. Quería un poco más de esa medicina para la tos que me dio para mis niños.

«¿Y para qué iban a necesitar medicina para la tos cuando hacía buen tiempo?», le habría gustado preguntar a Rune. Pero sólo dijo:

—No está.

—Supongo que estará en la posta con la pobre joven a la que han rescatado. ¿Sabes cómo se encuentra?

—Está viva, pero ciega y muy herida —dijo—. Recuperará la vista después de un tiempo.

—Supongo que nadie sabe por qué venía aquí —sondeó la mujer.

—Iba con su padre, no sé nada más. Él está muerto y ella todavía no puede hablar —le informó Rune, sabiendo que lo que de verdad quería saber la esposa de Flaunce era: «¿Es una señorita o una de esas otras? ¿Era él de verdad su padre?»

—Caramba —preguntó—, ¿es sangre eso que tienes en la camisa?

Otra, entonces, que no conocía su vergüenza.

—He cazado un conejo, señora —mintió.

Eso la satisfizo, incluso aunque normalmente un hombre no llevaría sobre el hombro un conejo recién cazado.

La mujer decidió que la medicina para la tos podía esperar y empezó a dar remilgados pasitos por la calle llena de surcos de la quebrada, esforzándose cuidadosamente por no mirar a izquierda ni derecha.

En la tienda, comprando materiales con la cuenta de Doc, Rune preguntó:

—¿Hay noticias de la otra posse? ¿Los que se fueron tras el bandido?

—Ahora que han encontrado a la joven perdida es más numerosa. Algunos de los hombres han pensado que había que dar una lección.

—Será si lo pillan —sugirió Rune, y el tendero asintió, suspirando:

—Si lo pillan.

En ausencia de Doc, Rune dio rienda suelta a un proyecto que tenía en mente, ahora que no tenía miedo a que el propio Doc lo interrumpiese. Buscó con escrupuloso cuidado el lugar donde Doc ocultaba su oro.

Tenía que estar en alguna parte de la cabaña. Doc tenía mucho más dinero del que un médico solía ingresar, porque había prestado a muchos mineros a cambio de un interés en sus explotaciones, y unos cuantos habían encontrado oro. Doc podía permitirse ser descuidado con sus bolsitas de cuero llenas de pepitas y polvo de oro, pero aparentemente no lo era. Rune exploró debajo de cada tabla suelta y entre cada grieta entre los troncos, pero no encontró nada. De todos modos, no pensaba llevarse el oro todavía. Podía esperar a ser libre para marcharse.

«¿Y por qué no me largo ahora?», se preguntó. Aquellos dos hombres le habían preguntado si quería trabajar a cambio de un sueldo, y lo había rechazado.

No era el honor lo que le hacía quedarse… no podía permitirse el lujo de tener honor. No era la herida; ahora sabía que no se iba a morir de eso. El motivo de que se quedara, pensaba, era sencillamente porque Doc esperaba que se fuera. No le iba a dar a su amo esa satisfacción.

Era Rune, autonombrado enemigo del mundo. El mundo estaba en deuda con él porque nunca había tenido mucha suerte recolectando su parte.

Creía que lo iba a conseguir cuando llegó a Skull Creek triunfante, conduciendo una carreta de transporte y toda su fortuna, ochenta dólares en oro, dentro de un cinturón de tela pegado a la piel. Recibió su paga, comió un menú de dos dólares y se dirigió a la barbería.

Del Big Nugget salía música. Se acercó para ver cuál era su origen. No por ningún otro motivo; Rune no gastaba ningún dinero del que no tuviese que separarse. No tenía intención de jugar, pero mientras observaba, un minero levantó la mirada y dijo, con el ceño fruncido:

—Este es un juego para hombres.

Comenzó a perder, y no podía perder, no debía perder, porque si no tenías dinero tanto te daba estar muerto.

Cuando salió del saloon se sentía entumecido, desesperado, muerto.

Hacia la mañana intentó robar en una acequia. Todavía no tenía hambre, pero la tendría en algún momento. Ya había pasado hambre y le tenía miedo. Acechó entre las sombras, vio que la acequia no tenía un guardia armado. Estaba escarbando en los rápidos inferiores, tratando de tentar alguna pepita, cuando le alcanzó un disparo sin previo aviso. Cayó, se puso en pie y salió corriendo, tambaleándose.

Veinticuatro horas después salió de su escondite. Se sentía hambriento y el hombro todavía le sangraba. Para entonces ya sabía dónde vivía el médico y esperó, acuclillado fuera de la puerta, a que saliera el sol.

Doc, en ropa interior, abrió al fin la puerta para llenarse los pulmones de aire fresco y, al ver al muchacho alto acurrucado en el escalón, dijo:

—¡Vaya! —y al ver la camisa cuarteada por la sangre, dio un paso atrás, suspirando—. Bueno, entra. No te he oído llamar.

Rune se puso en pie cuidadosamente, intentando no mover el hombro herido, sujetándoselo con la mano derecha.

—No he llamado —dijo, odiando a aquel hombre al que tenía que pedir caridad—. No puedo pagarle. Pero estoy herido.

—No puedes pagarme, ¿eh? —Doc Frail se estaba divirtiendo—. Supongo que no te has enterado de que los únicos pacientes que no pudieron pagarme están enterrados allá en la colina.

Rune se creyó aquella broma lúgubre.

—Llevas escondido aquí con esto un buen rato —adivinó Doc, mientras apartaba la camisa de la herida; el muchacho tembló—. No te esconderías sin tener un motivo, ¿eh?

Era amable por la fuerza de la costumbre, pero Rune no reconocía la amabilidad. Le estaban provocando y estaba indefenso. Dio una respuesta descarada:

—Me dispararon cuando intentaba robar en una acequia.

Doc, mientras trabajaba rápidamente, comentó divertido:

—¡Así que ahora estoy protegiendo a un delincuente! Y a cambio de nada, además. ¿Cómo piensas pagarme, jovencito?

El paciente estaba demasiado beligerante, había que calmarlo un poco.

—Si pudiese pagarle, no habría intentado robar en la acequia, ¿no cree? —preguntó el chico—. No habría esperado tanto para verle, ¿no cree?

—Haces demasiadas preguntas —gruñó Doc—. No te muevas… La herida se te va a curar perfectamente. Pero por supuesto, antes te morirás de hambre.

El hosco Rune no respondió. Doc Frail lo reflexionó.

—No me vendría mal un sirviente. Un caballero debería tener uno. Para que le embetune las botas y le haga las comidas… sabrás cocinar, espero. Y que me adecente la cabaña.

Rune era incapaz de reconocer la amabilidad, de creérsela, no podía aceptarla. Pero que aquel doctor se cobrase en servicios cada centavo de una deuda no pagada… eso sí lo podía entender.

—¿Durante cuánto tiempo? —regateó, gruñendo.

Doc Frail reconoció lo que le pareció ingratitud.

—El tiempo que yo diga —contestó de modo cortante—. Puede que sea mucho. Puede que sea para toda la eternidad. Si te hubieses desangrado, estarías muerto para toda la eternidad.

Así fue como hicieron el trato. Rune consiguió un hogar que necesitaba pero que no quería aceptar. Doc obtuvo un esclavo que por turnos lo divertía y lo enojaba. Decidió no dejar marchar al muchacho hasta que no aprendiese a actuar como un ser humano… o hasta que se hartase de tener que soportarlo. Rune no iba a pedir su libertad y Doc no sabía cuándo se la ofrecería.

Había una cosa que Rune quería de él: su talento con una pistola. La reputación de Doc como tirador colgaba de él como un estandarte deshilachado. Los hombres se apartaban de él y eran corteses.

«Pero no voy a rebajarme a pedirle que me enseñe», se repetía Rune una y otra vez. Había profundidades a las que ni siquiera un esclavo se rebajaba.

El día después de que Rune volviese a Skull Creek recibió una carta de Doc Frail. La llevó un jinete que venía de la Posta Tres adelantándose a la diligencia.

Rune no había recibido una carta en su vida, pero la cogió con tanta indiferencia como si hubiese recibido mil. Le dio la vuelta y dijo: «Bueno, gracias», y se giró, nada dispuesto a permitir que el mensajero se diese cuenta de que estaba emocionado y confundido.

—¿No la vas a leer? —le preguntó el hombre—. Doc dijo que era muy importante.

—Supongo que tú ya la habrás leído —sugirió Rune.

El hombre suspiró.

—No sé leer letras. Esas letras no, en cualquier caso. Con las mayúsculas, bueno, con esas me puedo apañar, pero la letra no. No tengo mucha educación.

—Escribe raro —concedió Rune, un tanto aliviado—. Quizá el de la tienda pueda entenderlo.

Así que no tuvo necesidad de admitir que él tampoco sabía leer. Hasta Flaunce, el tendero, tuvo algún problema, y seguía la línea con el dedo, entrecerrando los ojos por encima de las gafas.

Doc no sospechaba que su sirviente no supiera leer. Nunca había pensado en ello. De haberlo sabido, quizá no habría encabezado la carta con «Sambo blanco».

Al oírlo, su esclavo enrojeció de vergüenza y furia, pero el tendero solamente comentó:

—Un apodo, ¿eh? «Sambo blanco: La señorita Elizabeth Armistead llegará a Skull Creek dentro de tres o cuatro días. Todavía está débil y cegada. Debe tener un refugio y cuidados. Yo le proporcionaré los cuidados, y el refugio tendrá que ser en la cabaña de la admirable y respetable Ma Fisher, enfrente de mi mansión.

»Saluda de mi parte a Ma Fisher y haz los arreglos necesarios. A la señora Fisher no se le pedirá nada excepto un hogar temporal para la señorita Armistead, que por supuesto pagará por ello».

El tendero y el mensajero se quedaron mirando fijamente a Rune.

—Me alegro de no tener que ser yo quien le pida a Ma Fisher una cosa así —señaló el mensajero—. Antes preferiría pedirle un favor a un oso grizzly.

Flaunce fue más amable.

—Yo iré contigo, hijo. De todos modos, me ha pedido un saco de harina para el restaurante. Te apoyaré… o recogeré tus pedazos.

Ma Fisher servía comidas frenéticamente a pasajeros y mineros que estaban hartos de las comidas que se hacían ellos mismos en una tienda-restaurante delante de las wikiups que había a lo largo de la quebrada. Rara vez contrataba a alguien; se decía que era demasiado tacaña y de trato demasiado difícil. Su único lujo era su cabaña, enfrente de la de Doc, duradera y a prueba del clima incluso cuando hacía frío. La mayoría de los pobladores, dispuestos a vivir hoy miserablemente con la esperanza de un mañana dorado, se albergaban en chozas o cobertizos, o en cuevas excavadas en la tierra, apañadas con varas, rocas y hierba.

Ma Fisher se enfadó un poco cuando le informaron de que la joven perdida iba a ser su huésped, pero se sentía halagada, y además tenía curiosidad.

—No tendré tiempo para atenderla, quiero que eso se entienda —advirtió—. Y tampoco toleraré tonterías.

—Yo diría que está demasiado herida para andar con tonterías —dijo el tendero con suavidad—. Todavía no ha recuperado la vista. ¿Sabe?, estuvo a punto de morirse allí.

—Bueno —concedió Ma Fisher sin ningún entusiasmo—. Bueno.

Las primeras palabras que Elizabeth Armistead pronunció débilmente en la posta fueron:

—¿Dónde está papá?

—Su padre ha muerto —contestó amablemente Doc Frail—. Le dispararon durante el asalto.

¿Por qué no lo sabía? Había visto cómo ocurría.

Respondió con un suspiro.

—No…

No se trataba de una exclamación de sorpresa o dolor. Era una amable corrección. Se negaba a creerlo, nada más.

—Lo enterraron al lado del camino, con el conductor —dijo Doc Frail.

Ella repitió, con más determinación:

—¡No! —y después de una pausa, imploró—: ¿Dónde está papá?

—Está muerto… —repitió Doc—. Siento decírselo, señorita Armistead.

Habría dado igual que no se lo hubiese dicho. No lo aceptó.

Esperó pacientemente a oscuras a que alguien le diese una explicación razonable de la ausencia de su padre. No volvió a hablar en varias horas debido a la debilidad y a sus labios hinchados y heridos.

Doc deseó poder darle el consuelo de un baño con esponja, pero no se atrevía a ofenderla ofreciéndose a hacerlo él mismo, y ella no estaba lo bastante fuerte como para poder mover los brazos. Se quedaba inerte, durmiendo a ratos.

Cuando juzgó que la muchacha podía soportar mejor el viaje a Skull Creek en una carreta que quedarse más tiempo en la posta, le explicó que se alojaría en casa de la señora Fisher, una mujer muy respetable, donde estaría perfectamente segura hasta que pudiese hacer planes para volver al Este.

—Gracias —contestó la joven perdida—. ¿Y papá está esperando en Skull Creek?

Doc frunció el ceño. La paciente estaba empezando a preocuparle.

—Verá, su padre está muerto. Le dispararon durante el asalto.

Ella no respondió a eso.

—Volveré a tratar de peinarla —se ofreció Doc—. Mañana puede lavarse, si desea intentarlo. Pondremos una manta en la ventana y otra por encima de la puerta y estaré fuera para asegurarme de que nadie trata de entrar.

Su baúl estaba allí, traído desde la diligencia accidentada. Doc buscó ropa limpia que pudiese ponerse y le cepilló cuidadosamente la melena larga, oscura y rizada. Le recogió el pelo, sin mucha habilidad, y le enrolló las dos gruesas trenzas en la parte superior de la cabeza.

4

La carreta era lenta, pero Doc Frail lo prefería así para su paciente; podía ir más cómodamente que en la diligencia. Pidió que acolchasen el lecho de la carreta con heno, y la muchacha descansó en el heno cubierto con mantas. Hizo que extendieran un toldo de tela para protegerla del sol. Conducía el propio superintendente de la línea, muy aliviado al llevar a aquella mujer a Skull Creek, donde ya no sería responsabilidad suya.

Doc Frail no había sido tan previsor como para haber esperado la escolta que los acompañó el último kilómetro de camino. Estaba sentado con la joven perdida en el lecho de la carreta, fulminando con la mirada a los curiosos y silenciosos mineros que aparecían andando o cabalgando o que estaban esperando a los lados del camino.

Ninguno de ellos habló, y no hubo empujones. Sólo miraban fijamente, viendo a la joven del vestido azul que llevaba una tela blanca sobre los ojos. De vez en cuando, los hombres que estaban más cerca de la carreta se apartaban para dejar que los demás también la viesen.

Una vez, Doc vio de refilón a Rune, larguirucho y desgarbado, caminando y mirando con los demás. Doc frunció el ceño y el muchacho apartó la mirada.

Durante un rato, el médico cerró los ojos y supo cómo debería ser para la chica poder oír pero no ver. El crujido de la carreta, el ruido de los cascos de los caballos… demasiados caballos; ella debía de saber que viajaban acompañados. El apagado sonido de los pies de muchos hombres caminando. Incluso el sonido constante de su respiración.

La joven no hizo preguntas. No podía ocultarse. Tenía las manos en el regazo, firmemente entrelazadas.

—Llevamos una escolta —murmuró Doc—, una escolta de honor. Se alegran de verla a salvo y bien.

Ella murmuró una respuesta.

En la cima de la colina, donde la carretera descendía hacia el campamento, perdieron a su escolta. Los jinetes y los paseantes se hicieron a un lado y no les siguieron. Doc Frail miró de reojo hacia arriba mientras la carreta pasaba bajo la gran rama saliente del retorcido árbol y sintió que un escalofrío le hormigueaba por la piel que le cubría la columna.

Bueno, el tipo se merecía el ahorcamiento que se iba a llevar. Sin embargo, Doc lamentó que la turba que llegaría del norte tendría que pasar por delante de la cabaña de Ma Fisher para llegar al árbol del ahorcado. Esperaba que pasaran en un decente silencio. Pero sabía que no sería así.

Rune esperaba cerca del árbol con los otros hombres, indeciso entre su deseo por acompañar a la joven perdida a la cabaña y el de ver colgado al bandido. Hiciese lo que hiciese, lamentaría no haber hecho lo otro. Levantó la vista, vio la gran rama, le dio un escalofrío y decidió quedarse en la colina.

Veía a Doc y al superintendente ayudar a la señorita Armistead a bajarse de la carreta. Cuando la llevaban hacia la cabaña de Ma Fisher, vio algo más: una polvareda a lo lejos.

Detrás de él, un hombre dijo:

—Lo traen.

Rune le echó dos buenos vistazos al bandido antes de que muriese y una breve y repugnante ojeada después. Había división entre los enfurecidos mineros sobre si colgar a aquel tipo. Los hombres que lo habían perseguido, que lo habían atrapado y lo habían azotado hasta que le sangró la espalda, estaban satisfechos y cansados. Cuatro de ellos incluso trataron de defenderlo, con los fusiles amartillados, gritando:

—¡Atrás! ¡Atrás! Ya ha tenido suficiente.

No podía tenerse en pie; los hombres tiraron de él para bajarlo del caballo y lo sostuvieron cuando el cuerpo se le desplomaba y se le combaban las rodillas.

Pero parte de la multitud rugía: «¡Colgadlo! ¡Colgadlo!», y empujaba. La turba estaba dividida en tres: los que estaban a favor de ahorcarlo, los que estaban en contra y aquellos que estaban indecisos.

Rune volvió a verlo entre el grupo de mineros que estaban debajo del árbol. Habían apartado a los hombres de la posse, sin que hubiesen disparado sus armas, y unos cuantos hombres que no lo habían perseguido traían una cuerda.

El gigante de barba negra, Frenchy Plante, ató el nudo y tiró del bandido para ponerlo en pie. El rugido de Frenchy se oyó por encima del ruido de la multitud:

—¡Es culpa suya que la joven perdida estuviese a punto de morir! ¡No lo olvidéis, chicos!

Era todo lo que necesitaban. El orden surgió entre el caos. Cincuenta hombres agarraron la cuerda y, a la señal de «¡Tirad!» de Frenchy, alzaron del suelo el cuerpo derrotado y ensangrentado del asaltante de caminos. Rune lo vio entonces por tercera vez, colgando.

Un hombre que estaba a su lado dijo, sabiamente:

—Este es el modo más humano, la verdad… tirar de él estando de pie.

—¿Y cómo lo sabes? —se mofó Rune—. ¿Alguna vez te han matado así?

Junto a los otros hombres, bajó lentamente la colina. Esperó en la cabaña de Doc hasta que este apareció.

—Tenías que verlo —dijo Doc—. Tenías que ver morir a un hombre.

—Lo vi —gruñó Rune.

—Y la joven perdida bien podría haberlo visto. Bueno, como si lo hubiese visto, porque Ma Fisher fue tan amable de contarle a qué venía tanto alboroto. ¡Y ojo, que se ofendió cuando traté de hacerla callar!

Doc se desató la pistolera y la dejó sobre su camastro.

—Vas a atender a la señorita Armistead —anunció—. Le he dicho que le harás los recados, cualquier cosa que le haga la vida un poco más fácil. ¿Me has oído, muchacho? No hace más que preguntar por su padre. No hace más que decir: «¿Dónde está papá?»

Rune lo miró fijamente.

—¿No le ha dicho que está muerto?

—¡Claro que sí! No se lo cree. No recuerda el asalto ni a los caballos huyendo. De lo único que se acuerda es de que ocurrió algo que hizo que la diligencia se detuviese, y que luego ella se perdió, corriendo por alguna parte, y que tras mucho tiempo un hombre le dio un trago de agua y luego le apartó la cantimplora.

—¿Dijo adónde va a ir cuando recupere la vista? —preguntó Rune.

Doc lanzó una ráfaga de soplidos.

—No tiene adónde ir. Dice que no puede volver a casa porque tiene que esperar a papá. Él iba a montar una escuela aquí, y ella iba a cuidar de la casa. No tiene adonde ir, pero no puede quedarse sola en Skull Creek. Es impensable.

Ma Fisher llegó volando para avisar a Doc.

—La muchacha está llorando, y eso será malo para sus ojos —dijo.

Doc le preguntó fríamente:

—¿Y por qué llora?

—Desde luego que no lo sé —contestó Ma, obviamente ofendida—. Ni siquiera estaba hablando con ella. Empezó a sollozar, y cuando le pregunté qué le pasaba, dijo: «Papá debe de estar muerto, o hubiera estado aquí esperándome».

—Progresos —gruñó Doc—. Vamos haciendo progresos.

Salió y dejó a Ma Fisher para que hiciera lo mismo si quería.

A la mañana siguiente, Doc se levantó antes del amanecer.

—Cuando Ma Fisher salga de esa cabaña —le dijo Doc a Rune cuando lo despertó—, vas a estar esperando junto a la puerta. Si la muchacha quiere que entres para que le des conversación, entra y sé tan decentemente sociable como te sea posible. Si quiere estar sola, te quedarás fuera. ¿Te queda perfectamente claro?

Le quedaba claro y le resultaba odioso. Rune se habría alegrado de ser el protector de la joven si hubiese podido escoger (y también Doc, pero este quería proteger la reputación de la chica. No estaría bien visto que estuviese dentro de la cabaña con ella excepto en breves visitas profesionales).

—Enfermera —dijo amargamente Rune.

Ma Fisher frunció el ceño cuando le vio esperando junto a su puerta, pero la señorita Armistead dijo que le agradaría su compañía.

La joven perdida era tímida, estaba indefensa, pero allí sentada en la oscura cabaña era cariñosamente amistosa, y cogía de vez en cuando la cantimplora que había sido de Frenchy.

Rune le preguntó:

—¿Quiere un vaso para beber? —y ella sonrió débilmente.

—Supongo que es una tontería —contestó—, pero de esta cantimplora el agua sabe mejor.

Rune guardó silencio, sin saber qué responder.

—El Doctor Frail me ha dicho tu nombre —dijo la joven perdida—, pero no tu apellido.

—Rune, nada más —contestó.

Se lo había inventado, quería ser un hombre misterioso.

—Pero todo el mundo tiene nombre y apellido —le regañó amablemente—, debes de tener un apellido.

Ciertamente ignoraba las costumbres de la frontera, o no habría convertido el nombre de alguien en tema de conversación. Al darse cuenta de esto, Rune se sintió infinitamente superior y, por lo tanto, podía ser cortés.

—Me lo inventé, señorita —le contó—. Aquí hay muchos que responden a nombres con los que no nacieron. No es muy buena idea hacer preguntas sobre los nombres de la gente —y entonces, preocupado por si acaso la había ofendido, se esforzó por darle conversación—. Hay una canción sobre ello. «¿Cómo te llamabas en los Estados? ¿Era Johnson, Olson o Bates?» Suena más o menos así.

La joven dijo:

—Huy, qué cosas. Estoy segura de que el Doctor Frail no se inventó su nombre. Porque un hombre no se pondría un nombre así, ¿verdad?

—Un hombre como Doc, quizá sí —decidió Rune. La idea le interesaba—. Doc es un tipo sarcástico.

—Conmigo, nunca —le contradijo blandamente la señorita Armistead—. ¡Es la encarnación de la amabilidad! Pero si hasta se ha dado cuenta de que podría apetecerme tener a alguien con quien hablar. Y tú también eres amable, Rune, porque has venido.

Para apartarla del tema, Rune le preguntó:

—¿Quería que le hiciese algún recado o algo?

—El Doctor Frail me dijo que me mandaría las comidas, pero ya me siento tan en deuda con él que preferiría que no lo hiciese. ¿Podrías cocinar para mí, Rune, hasta que pueda hacerlo por mí misma?

—Claro —accedió—, pero ya cocino para Doc de todos modos. Es igual de fácil traerla de enfrente.

—No, preferiría pagar mis propios alimentos —se mantuvo firme en eso, con la patética tozudez de una mujer que por primera vez tiene que tomar decisiones y se aferra a ellas incluso aunque sean equivocadas—. Tengo dinero —insistió—. Por supuesto, no sabré de qué cantidad son los billetes. Pero me lo puedes decir tú.

¡Pobre, ingenua joven, confiar de ese modo en un desconocido! Pero Rune identificó honradamente los billetes que ella le mostraba.

—Coge el de cinco dólares —le pidió— y cómprame lo que creas que estaría rico para comer. Tanto dinero debería valer para unos cuantos días, ¿no?

Rune se tragó una protesta y murmuró:

—Depende un poco de lo que usted quiera. Iré a ver qué tienen donde Flaunce —se retiró hacia la puerta.

—Debo ser muy seria —dijo la señorita Armistead con decisión—. No tengo adonde ir, así que debo ganarme la vida. Montaré un colegio aquí en Skull Creek.

Discutir esos temas era cosa de Doc, no de su esclavo. Rune ni lo intentó.

—Doc está entrando en su cabaña ahora mismo —le informó, y cruzó la calle para pedir instrucciones.

La inquisitiva esposa del tendero se le adelantó, y cuando llegó Doc estaba explicando:

—La joven sigue demasiado débil para soportar el esfuerzo que le supondría atender visitas, señora Flaunce. El muchacho está ejerciendo de enfermero aficionado porque necesita que alguien esté con ella… ya sabe que no ve. Pero todavía no está en condiciones de recibir visitas.

—Entiendo —dijo la señora Flaunce con fría dignidad—. Sí, lo entiendo perfectamente —se marchó con la cabeza alta, sin mirar a la cabaña de enfrente.

Así Doc aisló a la joven perdida de toda compañía femenina decente. La conclusión obvia que extraer… la que la señora Flaunce le pasó a las otras damas respetables del campamento… era que el doctor estaba manteniendo a la misteriosa señorita Armistead. La estricta respetabilidad de Ma Fisher no bastaba para protegerla porque la propia Ma era rara. Había escogido ganarse la vida en una comunidad donde ninguna mujer sensata se quedaría si no estuviese casada con un hombre que se lo ordenase.

Cuando la señora Flaunce se hubo marchado, Rune le enseñó el billete.

—Quiere que compre comida con esto. Dice que bastará para varios días.

Doc levantó las cejas.

—Ah, ¿sí? ¿Con cinco dólares? Bueno, con eso compraría tres latas de fruta, ¿no? ¿Y a cuánto cobra Flaunce el azúcar, por ejemplo?

—A dólar el medio kilo.

Doc frunció el ceño, pensativo.

—Esta es una situación delicada. No sabemos cómo es de acomodada, pero no tiene ni idea del precio de la comida en Skull Creek. Y no quiero que se entere. ¿Entendido?

Rune asintió. Por una vez, estaba de acuerdo con su amo.

Doc se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un saquito de cuero con polvo de oro.

—Ponlo en depósito en su cuenta de la tienda —le ordenó.

—Una muchacha que ha venido en la diligencia no tendría oro en un saquito, ¿verdad? —le advirtió Rune.

Doc dijo con aprobación:

—A veces pareces inteligente. Llévalo al banco, que te den dinero, y lleva el dinero a la tienda de Flaunce. Y reza para que a Ma Fisher no se le ocurra hablar sobre el precio de la comida. Que la joven utilice su dinero para salir de aquí en cuanto pueda.

Pasó una semana antes de que se diera cuenta de que Elizabeth Armistead no podía marcharse de Skull Creek.

5

Elizabeth se orientaba en la cabaña tanteando, pisando con cuidado para no tropezar con nada. A veces daba vueltas en círculo para ejercitarse, para pasar los largos ratos de oscuridad y porque no se sentía lo bastante fuerte como para pensar en cosas importantes.

El centro de su mundo seguro y limitado era la hundida cama doble donde descansaba y la mesa que estaba al lado, sobre la que se encontraba el cubo de agua. Todavía se aferraba a la cantimplora de Frenchy Plante y la guardaba junto a su almohada, pero sólo cuando estaba sola para que nadie adivinase su estúpido miedo a la sed. Pero cada pocos minutos manoteaba en busca del cacito del cubo. Por supuesto, dependía de desconocidos para todo, pero el más importante de todos era Rune, que llenaba el cubo de agua en el arroyo que decía que no estaba muy lejos de la puerta trasera.

Exploró la cabaña hasta que llegó a conocerla bien, pero todavía le sorprendía su pequeñez y los pocos muebles que había. La casa de papá en el este tenía nueve cuartos, y hasta que el dinero empezó a escasear habían tenido una doncella y una cocinera.

Se movió cautelosamente desde la mesa dando algunos pasos hasta la puerta delantera, formada por tablas bastas con una fuerte barra de madera para cerrarla desde dentro; luego recorriendo la pared hasta un banco que había colocado Rune para que no se hiciese daño con la diminuta estufa; después hasta la puerta trasera.

Pero la necesidad de decidir la reconcomía y hacía que le doliese la cabeza.

—Debe volver al Este en cuanto pueda viajar —le había dicho Doc Frail… ¿cuántas veces?

Pero ¿cómo podía volver a viajar cuando se acordaba del desierto que tenía que cruzar? ¿Cómo podía marcharse sin papá, que estaba muerto, como le repetían?

La cabaña estaba incómodamente caldeada, pero no podía sentarse fuera de la puerta trasera, donde crecía hierba, a no ser que Rune estuviese allí. Y no debía abrir la puerta a menos que supiera con certeza quién estaba fuera.

No podía volver al Este todavía, dijeran lo que dijeran. Quedarse en Skull Creek era, por supuesto, una imposición para aquellas buenas personas, pero todo saldría bien después de un tiempo… excepto papá, que decían que estaba muerto.

Se acordó de lo que le había dicho papá cuando sus ingresos iban menguando.

—Hacemos lo que debemos —le había dicho con su amable sonrisa cuando tomó la decisión de marcharse al oeste. Y su hija haría lo que debía hacer.

«Debo encontrar un lugar para la escuela», se recordó. «Quizá la señora Fisher me permita utilizar esta cabaña. Debo ofrecerle dinero, por supuesto, con mucho tacto para que no se ofenda».

Fue un alivio mantener la mente ocupada en la aterradora oscuridad, a salvo en la cabaña donde justo al otro lado de la puerta había un asentamiento desconocido y estridente de hombres ruidosos. También había mujeres; a veces oía sus risas y sus gritos desde el saloon de abajo de la calle. Pero las damas no pensaban en esas mujeres excepto para compadecerlas.

Aquella gente que cuidaba de ella era extraña: Doc, que sonaba cansado y enfadado; Rune, cuya voz era huraña y dubitativa; la señora Fisher, que hablaba muy poco y acudía a la cabaña sólo para gemir hasta la cama. Elizabeth les tenía un poco de miedo a todos, pero se recordaba que en realidad eran muy amables.

Hubo un cauto golpeteo en la puerta.

—¿Sí? —dijo, y se volvió.

De repente se encontró perdida en el cuarto, insegura de dónde estaba la puerta. ¿Sin duda han llamado a la de atrás? ¿Y por qué iba a venir nadie por esa puerta, donde el pequeño prado bajaba hacia el arroyo?

Se tambaleó hasta un banco, tanteando. Los golpes volvieron a sonar cuando llegó a la puerta. Pero fue cautelosa:

—¿Quién es? —preguntó, con la mano en la barra.

Una voz masculina dijo:

—¡Señorita! Señorita, déjeme entrar.

Elizabeth dejó de respirar. La voz no era la de Doc Frail ni la de Rune. Pero era cordial, invitadora:

—Señorita, ¿alguna vez ha visto un saco de pepitas? Aquí mismo tengo un saco de oro. Señorita, déjeme entrar.

Tembló y cayó en el suelo entre la oscuridad, encogida. La voz insistió:

—¿Señorita? ¿Señorita?

No se atrevió a responder. No se atrevió a gritar. Después de mucho tiempo los golpes y la insistencia cesaron.

Ya no podía escapar pensando en la escuela. Estaba recordando el largo terror de la sed, y el ruido que había hecho la turba que había pasado delante de la cabaña para ir a ahorcar a un hombre en la cima de la colina. Ocultó su rostro quemado entre las manos temblorosas, agachada junto a la puerta cerrada, hasta que una voz familiar y bienvenida llamó desde otra dirección:

—Soy yo. Rune.

Tanteó la puerta delantera, agarró la barra. Pero ¿era la voz familiar y por lo tanto bienvenida? ¿O era otro desconocido inoportuno y mentiroso? Con la mano en la barra de madera que no podía ver, se quedó paralizada, escuchando, hasta que volvieron a llamar. La voz sonaba preocupada.

—Señorita Armistead, ¿se encuentra bien?

Era Rune. Podía abrir la puerta. No le estaba ofreciendo un saquito de pepitas, sólo le preocupaba su bienestar.

—Estaba asustada —dijo mientras abría la puerta.

—Así es como más segura está en Skull Creek —dijo él—. ¿Hay algo que quiera que haga ahora?

—Eres muy amable —dijo con amabilidad—. No, no hay nada. Tengo mucha agua para beber en el cubo. Oh… si vas a la tienda, ¿quizá podrías comprar patatas y huevos?

Tras una pausa, Rune dijo:

—Se lo preguntaré.

(Hacía un mes había llegado un cargamento de huevos; Doc se lo había mencionado. No había habido una patata en el campamento desde que Rune había llegado).

—Doc dice que le diga que esta noche le quitará el velo, para que abra los ojos. Tengo que ir a buscarlo, para darle un mensaje del Cocodrilo.

—¿El… qué?

—Quiero decir de Ma Fisher.

Elizabeth podía oír el buen humor en la voz de Rune.

—Vaya, no es una manera muy agradable de hablar de ella. ¡Es muy amable conmigo permitiéndome compartir su hogar!

Hubo otra pausa. Rune dijo:

—Me alegro de saberlo —y añadió—: Iré a buscar a Doc. Ha ido a cortarse el pelo.

El corte de pelo de Doc era algo importante. A menudo iba a la barbería a bañarse porque se podía permitir ir limpio, pero nunca antes en Skull Creek había permitido que unas tijeras le tocasen el pelo, que le colgaba en brillantes ondas por debajo de los hombros.

Un minero podía dejarse crecer el pelo y el bigote, frondosos y apelmazados, pero Doc Frail era distinto. Su larga cabellera no era accidental, y estaba limpia. Llevaba el pelo largo como un desafío, un silencioso pavoneo, como si le estuviese diciendo al campamento: «Podéis hacer algún comentario si queréis problemas». Nadie lo hacía en su presencia.

Excepto el barbero, que se rió y dijo:

—Ya tenía ganas de meterle las tijeras a eso, Doc. ¿Se va a poner guapo para que la joven le eche un buen vistazo?

Doc tenía dignidad hasta en la silla del barbero.

—Cállate y atiende al negocio —le aconsejó. No hubo más conversación ni cuando el barbero le dejó el espejo.

Rune tenía demasiada sensatez como para mencionar el cambio. El chico alto lo miró, sonrió secamente y le informó:

—Ma Fisher quiere verle. Está cansada de tener a la joven perdida estorbándola.

Doc soltó una risotada.

—Ma no tiene molestia ni desagrado alguno que no calme un saquito de polvo de oro —se dio la vuelta, pero Rune no había terminado de hablar.

—¿Puedo ir cuando le quite las vendas de los ojos?

—No. Sí. ¿Qué más me da?

Doc se marchó dando zancadas, tratando de apaciguar su espíritu y alcanzar un estado adecuadamente humilde para hablar de negocios con Ma Fisher.

La muchacha era una influencia perturbadora para él, para Rune, para todo el ruidoso campamento. Debía marcharse en unos días, pero no había que hacer que se sintiese más desgraciada de lo que ya era.

No esperó a que Ma Fisher atacase desde su lado del sucio mostrador de su restaurante-tienda. Habló primero:

—Sin duda le gustaría que le pagasen por alojar a la señorita Armistead. Yo le pagaré. No quiero que usted crea que yo la mantengo. Mis motivos para querer pagarle es que quiero que ella siga pensando que el mundo es amable y que usted le ha dado la bienvenida.

Ma Fisher se encogió de hombros.

—Usted se lo puede permitir. A mí me resulta un inconveniente tenerla estorbándome.

Doc dejó un saquito en el mostrador.

—Puede pesar esto si quiere. Es polvo de oro que le doy para que ella no sepa que no es bienvenida. Se lo daré cuando se marche, dentro de más o menos una semana.

Ma levantó el saquito con mano experta.

—Muy bien.

Doc volvió a guardárselo.

—Un halago antes de que me vaya, señora Fisher: usted no es ninguna hipócrita.

—¿Que no tengo dos caras, quiere decir? Una cara como esta es todo lo que una mujer puede soportar —cloqueó ante su propio ingenio—. Tanto da, me gustaría saber por qué está dispuesto a pagar con buen polvo de oro limpio para evitar que la chica descubra que el mundo es cruel.

—Ya me gustaría saberlo a mí —contestó.

«Le quitaré las vendas», decidió, «y le dejaré que vea la luz del día, que vea lo que está comiendo, para variar».

Cruzó la calle y llamó a la puerta, diciendo:

—Soy Doc Frail.

Rune abrió la puerta. Elizabeth volvió el rostro hacia él.

—¿Doctor? ¿Ahora me va a permitir volver a ver? Se me ocurrió que si me quitaba las vendas ahora, usted y Rune podrían ser mis invitados a cenar.

Usted y Rune. El ciudadano destacado y el ladrón fracasado.

—Será un honor —contestó Doc—, y supongo que Rune se da cuenta de que es un honor para él.

Le quitó la última venda de los ojos y le frotó los párpados cerrados con líquido.

—Pestañee —le ordenó—. Otra vez. Ahora trate de abrirlos.

Lo vio como un rostro borroso, de cerca, sin rasgos distinguibles. El que la protegía en la oscuridad, el que le había prometido darle la luz. La única criatura fiable en el mundo. Volvía a haber luz, había recuperado la vista. Debía confiar en él, y podía hacerlo. No le había fallado en nada.

Pero era un desconocido en un mundo de terror y desconocidos. Era demasiado joven. Un doctor debería ser viejo y tener una perilla blanca.

—¿Le duele un poco? —dijo—. Ahora puede mirar a su alrededor.

Doc se apartó y ella se vio perdida sin él. Vio a alguien más, alto, entre la neblina; era Rune, y era importante en su vida. Intentó sonreírle, pero no podía distinguir si él le había devuelto la sonrisa.

Doc dijo:

—No se mire en un espejo todavía. Cuando tenga la cara completamente curada, volverá a ser una muchacha guapa. No se preocupe por ello.

Sin sonreír, ella le contestó:

—Tengo otras preocupaciones.

Elizabeth trató de entablar conversación mientras se comían la cena que Rune había preparado. Pero ahora que podía verlos borrosamente, eran unos desconocidos y se sentía perdida y asustada.

—Es como salir de la cárcel, volver a ver —ofreció—. Al menos lo supongo. ¿Cuándo podré salir para ver qué aspecto tiene el pueblo?

—No es un pueblo, sólo un asentamiento tosco —le dijo Doc—. No merece la pena mirarlo, pero podrá verlo mañana. Tras la puesta de sol, cuando la luz no le dañe los ojos.

Al día siguiente, tras la cena, cuando oyó que llamaban a la puerta, corrió a contestar. Dio por sentado que el doctor Frail había cambiado de idea sobre lo de esperar hasta más tarde. Debía de haber vuelto antes de lo que esperaba de una visita profesional a varios kilómetros de allí.

Abrió la puerta de par en par… y, a través de un borrón, miró el rostro sonriente de barba negra de un desconocido. Y ya no podía cerrarla. Una señorita no podía hacer algo tan desconsiderado.

El hombre se quitó el maltrecho sombrero y se inclinó torpemente.

—Frenchy Plante, señora. No me ha visto nunca, pero desde luego que nos hemos conocido antes. En el desierto.

—Oh —dijo débilmente. Parecía descuidado y podía oler el whiskey. Pero le había salvado la vida—, entre, por favor —dijo, porque no tenía elección. Esperaba que no se diese cuenta de que había dejado la puerta abierta. Con aquel hombre en la cabaña, no quería intimidad.

Él se acordó de conservar el sombrero en la mano, pero se sentó sin esperar a que lo invitasen a hacerlo.

—Se me ha ocurrido dedicarme a hacer prospecciones, señora —dijo jovialmente—, así que me he dejado caer para despedirme y ver qué tal le va.

Frenchy estaba encantado consigo mismo. Llevaba una camisa roja limpia, lavada aunque no planchada y se había peinado, con el deseo de dejar una buena impresión en la joven perdida.

—Tengo mucho que agradecerle —dijo Elizabeth con sinceridad—. Le estoy muy agradecida.

Él movió una mano.

—No es nada, señorita. Alguien la habría encontrado —dándose cuenta de que eso le restaba méritos a su gloria, añadió—: Pero, por supuesto, habría sido demasiado tarde. ¡Desde luego está muy distinta de la primera vez que la vi!

Elizabeth se llevó las manos a la cara.

—El doctor Frail dice que no me quedarán cicatrices. Ojalá pudiese ofrecerle algún refrigerio, señor Plante. ¿No le importa esperar hasta que haya encendido el fuego para hacer té?

Doc Frail señaló desde la puerta:

—Estoy seguro de que Frenchy se va a perder el té de la tarde.

Había pocos hombres en el campamento que no le tuvieran miedo a Doc Frail… los hombres rectos, los ciudadanos destacados, y Frenchy Plante.

Frenchy tenía el descaro suficiente como para sugerir:

—Vamos, entre, Doc —pero tenía la sabiduría suficiente para añadir—: Supongo que no puedo quedarme, señora. Me voy a hacer prospecciones, como ya le he dicho.

Doc Frail se hizo a un lado para no interponerse en su marcha.

—Creía que tu explotación iba bastante bien.

Frenchy hizo un gesto efusivo.

—La he vendido esta mañana. Quiero algo más rico.

Elizabeth dijo:

—Espero que encuentre un millón de dólares, señor Plante.

—Con una joven hermosa como usted de mi parte, no podré fallar, ¿verdad? —replicó el gigante, marchándose.

Elizabeth se puso el sombrero. Con un pie en el umbral, murmuró:

—Son todos tan amables —y tomó el brazo de Doc cuando se lo ofreció.

—A la izquierda —dijo él—, la parte más dura del campamento está a la derecha. Nunca debe ir por ahí. Pero este es el camino para llegar al hotel, donde se detiene la diligencia. La semana que viene podrá marcharse de Skull Creek.

Ella no pareció escucharle. Temblaba. Estaba mirando fijamente, con los ojos doloridos, el camino de surcos que pasaba por la tienda de Flaunce y el establo, el camino que hacía una subida repentina hacia un álamo que tenía una gran rama saliente.

—Está perfectamente segura —le recordó Doc—. Esta vez no nos iremos muy lejos. Sólo más allá de la tienda.

—¡No! —gimió—. ¡Oh, no! —y trató de darse la vuelta.

—¿Ahora qué? —le preguntó Doc—. Aquí no hay nada que pueda hacerle daño.

Pero allá arriba, donde alguna vez tendría que ir, estaba el árbol del ahorcado, y más allá el desierto. Allá sola, a lo lejos… pero lo que necesitaba ahora, ya, era un lugar seguro y tranquilo.

No aquí, bajo el sol deslumbrante, con hombres mirándola y un mundo tan grande en el que, se girase hacia donde se girase, estaba perdida, sedienta, ardiendo, muriéndose.

Pero tenía que haber alguna salida, algún lugar seguro, la fría oscuridad de una cabaña, si sólo pudiese correr en la dirección correcta y no rendirse demasiado pronto…

Pero alguien trataba de mantenerla allí, bajo el insoportable brillo del sol con la sed y el infinito espacio vertiginoso… alguien que le sujetaba los brazos y pronunciaba su nombre vehementemente desde muy lejos mientras ella se debatía.

Dio un tirón con todas sus fuerzas porque conocía las necesidades de su cuerpo angustiado y su desesperado espíritu… tenía que ser libre, tenía que poder esconderse.

¿Y dónde estaba papá mientras aquel desconocido enfadado la llevaba de vuelta a la cabaña, el refugio del que nunca volvería a aventurarse?

¿Y quién era aquel muchacho enfadado que había gritado «¡Doc, si le ha hecho daño, lo mataré!»?

Cuando sus agitadas lágrimas habían quedado atrás y estaba callada y avergonzada, tuvo miedo de Doc Frail, que le agarraba las muñecas mientras estaba tumbada en la cama de Ma Fisher.

—¿Qué ha pasado, Elizabeth? —le preguntó—. Nada le va a hacer daño. ¿Qué creyó haber visto ahí fuera?

—El desierto —susurró, sabiendo que él no la creería—. El sol deslumbrante del desierto. Y volví a estar perdida y sedienta.

—El desierto está a cincuenta kilómetros —le dijo con brusquedad—. Y el sol se puso hace una hora. Está oscureciendo en la quebrada.

Ella tembló.

—Le daré algo que la hará dormir —le ofreció.

—Quiero a papá —replicó ella, empezando a llorar otra vez.

De vuelta en su cabaña, Doc caminaba de acá para allá, de allá para acá por el tosco suelo de tablas de madera, mientras Rune lo miraba fijamente desde un rincón.

Doc Frail estaba intentando recordar una palabra y un misterio. Alguien en Francia había hablado de algo parecido hacía años. ¿Cuál era la palabra y qué podía hacerse por el paciente que lo sufría?

Tenía tres libros en su biblioteca médica privada, pero trataban de enfermedades físicas, no de heridas de la mente. Podía escribir a Filadelfia pidiendo consejo, pero… calculó las semanas necesarias para que una carta llegase al Este y la respuesta alcanzase Skull Creek.

—Incluso aunque lo sepan —dijo furioso—, aquí habrá nevado antes de que llegue la respuesta. Y quizá nadie lo sepa, excepto en Francia, y probablemente ya esté muerto, fuese quien fuese.

Rune habló cortante:

—¡Tenía usted que tener tanta prisa para obligarla a volver a casa!

—Cierra la boca —le dijo Doc.

¿Cuál era la palabra del misterio? Elizabeth no recordaba nada de la carrera de los caballos de la diligencia, nada del asalto que la había precedido, sólo el horror que siguió.

—¿Histeria? —dijo—. ¿Es esa la palabra? ¿Histeria? Pero si lo es, ¿qué puedes hacer por el paciente?

La joven perdida tendría que volver a intentarlo. Tendría que cruzar el desierto imaginario además del real.

6

«No intentaré salir en unos días», se dijo Elizabeth, consolada con la idea de que nadie esperaría que volviese a hacerlo después de lo que había pasado en el primer intento.

El desierto no estaba fuera de la cabaña, por supuesto. Sólo era una ilusión terrible. Se dio cuenta de eso, porque podía mirar y ver que la calle estaba en una quebrada. No se parecía en nada al desierto.

La próxima vez, se aseguró, todo iría bien. «No miraré hacia el árbol donde… no, sencillamente no pensaré en el árbol, ni en el desierto. Otra gente viaja en diligencia y no les pasa nada. Pero no puedo salir ahora mismo».

El doctor Frail no lo entendía. Llegó al día siguiente, implacable y severo.

—Tengo que ir a ver a un paciente en la mina —dijo—, pero puede esperar media hora. Primero vendrá usted conmigo hasta la tienda de Flaunce.

—Oh, no, no podría —contestó con firme amabilidad—. Dentro de unos días, pero ahora no. No estoy lo bastante fuerte.

Doc puso el sombrero en la mesa y se sentó en uno de los dos bancos.

—Saldrá ahora, Elizabeth. Tiene que hacerlo ahora. Voy a quedarme aquí sentado hasta que pueda hacerlo.

Ella lo miró fijamente con herida sorpresa. Por supuesto que era médico, y esperaría tener razón siempre. Era un hombre decidido, y de él emanaba fuerza. La verdad es que era bueno no tener que tomar una decisión, sino que la tomase él, aunque cumplirla pudiera ser doloroso. Como la vez que papá le hizo ir al dentista para que le sacara una muela.

—Muy bien —respondió con dignidad.

Se puso el sombrero, sin importarle que no hubiera un espejo.

—Sólo va a dar un paseo hasta la tienda —le dijo, ofreciéndole el brazo en la puerta—. Querrá contarles a sus amigas en casa cómo es la tienda de un campamento minero. Tendrá muchas cosas que contarles a sus amigas.

Ella se las arregló para reírse mientras caminaba con la mirada baja, sintiendo la mirada de los hombres.

—No se creerían las cosas que les podría contar —concedió.

El sol todavía no había asomado en la quebrada y la mañana no era cálida, pero ella estaba ardiendo y sedienta, y no veía nada debido al resplandor, y no podía respirar porque había estado corriendo, pero él no la dejaba caer. Estaba hablando rápida y vehementemente, diciéndole que debía seguir adelante. No era papá, porque papá nunca se enfadaba; papá nunca habría dejado que pasara miedo y que estuviese sola bajo el sol, y sedienta y que fuese a morir ahí, ahora, si sólo le dejase rendirse y caer…

Estaba tumbada… ¿dónde? ¿En la cama de la cabaña? Y girándole la cabeza, apartándola de algo, el punzante olor de algo que el doctor le colocaba bajo la nariz para revivirla.

Los hombres la habían visto caer, aquellos hombres de Skull Creek que la miraban fijamente, y debían de pensar que estaba loca, y quizá lo estuviera.

Estaba gritando y Doc Frail le abofeteaba las mejillas.

—¡Elizabeth! ¡Pare ya! —decía.

Y luego lloró aliviada, porque sin duda ahora nadie la obligaría a volver a salir hasta que estuviese preparada. El doctor estaba enfadado, era un hombre cruel, un desconocido odioso. ¡Enfadado con una joven indefensa que sólo necesitaba que la dejasen en paz hasta que se sintiera más fuerte!

Con llorosa dignidad, le dijo:

—Por favor, váyase.

Y también era sarcástico.

—Tengo otros pacientes —le contestó.

Y le oyó cerrar la puerta.

Pero no podía quedarse allí tumbada y llorar como quería, porque tenía que cerrar la puerta para mantener el miedo fuera.

A mediodía estaba más calmada e hizo un fuego en la estufita y preparó té para beber con una galleta fría de las que Rune llamaba bannock. No apareció nadie, y por la tarde durmió un rato, agotada pero inquieta porque abajo en la quebrada había un gran jaleo.

Rune estaba apoyado en un edificio con los pulgares en el cinto, observando a dos mineros borrachos que intentaban ponerle el arnés a una mula que no estaba por la labor. Rune se estaba divirtiendo, contento de tener algo en lo que pensar aparte de en la crueldad de Doc Frail con la joven perdida.

—Déjala en paz hasta que yo te diga lo contrario —le había ordenado Doc.

Rune le obedecía, por el momento. Ella tenía comida fría en la cabaña y el cubo de agua estaba lleno. De todos modos, no quería dejarla en evidencia yendo allí. La había visto tropezar, esforzarse y caer. Había observado, desde la casa de Doc, cómo la llevaba de regreso a la cabaña y había esperado a que lo llamaran, y había sido ignorado.

La mula saltarina le dio una coz a uno de los mineros que lo mandó hacia atrás, cayendo en el polvo, mientras un grupo de hombres sonrientes vitoreaba.

El otro borracho tenía una vara larga, y mientras la golpeaba, la mula empezó a corcovear, enredada en el arnés. Un hombre que estaba al lado de Rune comentó con asombro y alegría:

—¡Va justo hacia el restaurante de Ma Fisher! ¡Me gustaría ver a esa mula viéndoselas con ella!

Gritó, y Rune rugió con él. Un rugido salió de todos los espectadores cuando la parte más lejana de la tienda de Ma Fisher se vino abajo y Ma apareció corriendo por el otro lado, gritando. La mula apareció unos pocos segundos después detrás de ella, pero el minero borracho seguía debajo de la lona caída manchada de humo.

Se oyó un grito frenético de «¡Fuego!», incluso antes de que Rune viese elevarse el humo y corriese al saloon más cercano para hacerse con un cubo.

Evitaron que las llamas se extendieran a ningún otro edificio, aunque el cobertizo que había detrás de la tienda había quedado muy quemado y la mayor parte de la lona había ardido.

Para cuando consiguieron apagar el fuego a Ma Fisher no se la veía. Rune caminó lentamente, sonriendo.

Ma Fisher sólo hizo una parada desde su arruinado restaurante a la cabaña. Golpeó con el puño la puerta cerrada del banco hasta que el señor Evans abrió unos pocos centímetros y se asomó con cautela.

—Quiero retirar todo lo que tengo en depósito —exigió—. Me voy a casa de mi hija en Idaho.

—¿Nos deja, señora Fisher?

—Un pozo de iniquidad —gruñó esta—. Por supuesto que me voy. Me han quemado la tienda y me han arruinado la estufa, y ahora por lo que a mí respecta se pueden morir de hambre. Quiero sacar hasta el último dólar.

»Pero no se crea que me lo voy a llevar conmigo en la diligencia —le advirtió—. Sólo quiero asegurarme de hacer las gestiones ahora. Transfiéralo o lo que sea que tenga que hacer, para que pueda retirarlo en Idaho.

—¿Necesitará algo para los gastos del viaje? —le preguntó el banquero, abriendo su libro mayor.

—Tengo suficiente polvo de oro a mano para eso. Déjeme que firme los papeles y empecemos con esto.

Rune, ganduleando en la puerta de Doc, vio a Ma Fisher tirar del pomo de la puerta de su cabaña y luego dar furiosos golpes con el puño, gritando:

—¡Niña, déjame entrar! Soy Ma Fisher.

Dio un portazo después de entrar, y Rune sonrió. Aunque estaba algo preocupado, preguntándose cómo afectaría su enfado a la gentil señorita Armistead. Pero tenía órdenes de no ir allí. Su propia opinión era que la joven perdida estaba siendo muy tozuda, y que quizá Doc Frail tenía razón al prescribir el tratamiento de que la dejase en paz hasta que recuperase el sentido común.

Elizabeth escuchó con horror la descripción que Ma Fisher hizo del destrozo de su restaurante. Ma caminaba de acá para allá dentro de su cabaña mientras le escupía las noticias.

—¡Qué espanto! —simpatizó Elizabeth—. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?

Ma Fisher se detuvo y la miró fijamente. Hacía mucho que nadie le ofrecía su simpatía. Habiendo recibido muy poca de nadie, no tenía ninguna que ofrecer.

—No necesito que hagan nada por mí —gruñó—, yo me cuido sola. Oh, rayos, la cabaña. Tengo que vender esta cabaña.

—¡Pero entonces no tendrá donde vivir! —gritó Elizabeth.

—Me voy a Idaho. Pero tengo que recuperar la inversión en la cabaña. Tendrá que marcharse, señorita. Me voy mañana en la diligencia.

Empezó a caminar de nuevo, sin ver cómo la noticia le había afectado a Elizabeth, y sin que tampoco le importase.

—Un hombre me ofreció quinientos dólares en polvo limpio por ella no hace mucho, pero lo rechacé. Tenía que tener un sitio donde vivir, ¿no? ¿Quién era? Bueno, no será difícil encontrar un comprador… Tienes todas tus cosas tiradas por ahí. Será mejor que empieces a recoger. Podrías venir en la misma diligencia que yo si te apetece.

¿Fuera, lejos de su refugio? ¿Fuera, atravesando el desierto… y antes de eso, el árbol del ahorcado? ¡Cuando ni siquiera podía llegar hasta la tienda de Flaunce!

No había nadie que la ayudase, nadie a quien le importase lo que le pasara. El doctor estaba enfadado, el muchacho Rune la había abandonado, y aquella arpía, aquella bruja, sólo miraba por su interés. Papá había dicho: «Hacemos lo que debemos».

—Le daré quinientos dólares por la cabaña —dijo Elizabeth fríamente.

Doc Frail no se enteró de la transacción hasta el mediodía del día siguiente. Había tenido que ir a una quebrada a quince kilómetros de allí para atender a un hombre que estaba más allá de toda ayuda, muriéndose de un disparo autoinfligido. Incapacitado por el reumatismo, el hombre había apretado el gatillo de su rifle con el pie.

Llegó montado hasta su puerta y gritó:

—¡Rune! Ocúpate de mi caballo.

Rune apareció por la parte de atrás con el hacha de cortar leña en la mano.

—Se desató un infierno —le informó—. La vieja señora Fisher se ha marchado en la diligencia esta mañana, y la joven debe de seguir en la cabaña, porque no se fue con Ma.

Doc suspiró.

—Ha venido un tipo y me ha dicho que ella le compró la cabaña a Ma —dijo Rune, observando para ver cómo se tomaba Doc la noticia.

Doc lo decepcionó contestando:

—No me importa lo que haya hecho —y se metió en su casa.

Pero mientras Rune llevaba la yegua al establo, Doc decidió que sí le importaba. Le importaba lo suficiente como para cruzar la calle con largas zancadas y golpear en la puerta, gritando:

—Elizabeth, déjeme entrar en este instante.

Ella llevaba horas esperando a que apareciese para decirle que había hecho lo correcto, lo único posible.

Pero él le dijo:

—Si lo que he oído es cierto, es usted una necia. ¿Qué va a hacer en Skull Creek?

Ella dio un paso atrás ante la fuerza de su ira. Se compuso y se enderezó.

—Pues abrir una escuela para los niños —contestó—. Llevo toda la mañana haciendo planes.

—No puede. No puede quedarse aquí —insistió Doc.

—Pero debo hacerlo hasta que sea más fuerte.

Doc la fulminó con la mirada.

—Entonces más le vale recuperar fuerzas deprisa. Tiene que salir de este campamento. Puede empezar caminando hasta la tienda. Y yo iré con usted. Ahora mismo.

Elizabeth también estaba furiosa.

—Le agradezco su cortesía —dijo—. Ahora debo cuidar de mí misma, por supuesto —y mirándole directamente a los ojos, añadió—: Si me dice lo que le debo, ahora mismo le pagaré sus honorarios.

Doc se encogió como si le hubiesen golpeado.

—No me debe nada, señora. Llámeme en cualquier momento.

Se inclinó y se marchó.

—La orden de dejarla en paz sigue en pie —le dijo a Rune, y no le contó nada más.

Rune lo aguantó veinticuatro horas. La puerta de la casa de enfrente no se abría. No salía humo de la chimenea. Ahora no tenía nada que se le pareciese a una comida, se inquietaba Rune. Ni siquiera ha encendido una lumbre para hacerse una taza de té.

Pero cuando Rune cruzó la calle, no lo hizo por compasión. Se había convencido de que su único motivo para visitar a Elizabeth era que Doc le había prohibido que fuese.

Llamó a la puerta de madera, pero no oyó respuesta. Golpeó con más fuerza, gritando: «¡Señorita Armistead!» Desde dentro no hubo sonido alguno, pero sí un silencio expectante que hizo que se le pusiera la piel de gallina.

—¡Soy Rune! —gritó—. ¡Déjeme entrar!

Un minero, que pasaba por allí, sonrió y señaló:

—Buena suerte, chico. Un día me la presentas.

—Cierra tu sucia boca —dijo Rune por encima del hombro justo cuando en la puerta se abrió una rendija.

Elizabeth dijo fríamente:

—¿Qué ocurre? —luego, con un rápido soplido parecido a un sollozo—: Rune, entra, entra.

Cuando se apartó de la puerta, mientras la falda aleteaba, él vio que en la mano derecha llevaba una pequeña Derringer.

—La pistola… ¿de dónde la ha sacado? —preguntó.

—Era de papá. Me la trajeron junto con sus cosas después de… —recordando que debía cuidar de sí misma, no depender de nadie más, dejó de hablar—. ¿No quieres sentarte? —le invitó con formalidad.

—Sólo he venido… para ver cómo va todo. Si necesitaba algo.

Sacudió la cabeza, pero los ojos se le inundaron de lágrimas.

—¿Que si necesito algo? Oh, no. No necesito nada. ¡Nadie puede hacer nada por mí!

Luego empezó a sollozar, sentada en un banco mientras se ocultaba la cara con las manos y la pequeña pistola quedaba olvidada en el suelo.

—Escuche, no se va a morir de hambre —le prometió Rune—. Le traeré comida. ¿Pero tiene dinero con el que mantenerse? —y a continuación se rebajó al admitir—: Yo no tengo nada. Doc no me paga. Si lo tuviese, la ayudaría.

—Oh, no. Cuidaré de mí misma —se secó las lágrimas y se mantuvo serena—, excepto que te agradecería que durante un tiempo fueses a la tienda por mí. Hasta que esté lo bastante fuerte como para caminar yo sola hasta allí.

Pero Doc había dicho que ya estaba lo bastante fuerte, y Doc Frail no era un mentiroso. Rune frunció el ceño. No quería verse atado a ella por compasión. Ya era bastante malo estar atado a Doc por una deuda.

Este lazo, al menos, podía cortarlo antes de que se convirtiese en una carga pesada.

—Tiene que marcharse de Skull Creek —le dijo con dureza—, a menos que tenga mucho dinero.

—Tengo suficiente —dijo.

Ahora se está haciendo la gran dama, pensó. Estaba siendo elegante y desdeñosa.

—Quizá de donde usted viene la gente no habla de estas cosas —explotó con amargura—. No es educado, cree usted. No piense que le estoy preguntando cuánto tiene. Pero no sabe nada de los precios de aquí. No ha estado pagando el precio completo de lo que tiene, ni mucho menos. ¿Quiere saberlo?

Ella lo miró fijamente con los ojos como platos, completamente asombrada.

—Donde Flaunce el azúcar cuesta noventa centavos el medio kilo —le contó—. Ha bajado. El bacalao curado… está harta de él, supongo, igual que todo el mundo… cuesta sesenta centavos. Las manzanas secas… cuarenta centavos el medio kilo la última vez que las tuvo. ¿Quizá quiera medio kilo de té? Dos centavos y medio le costará. Patatas y huevos no ha habido en mucho tiempo. No podrá encontrar carne fresca hasta que aparezca otra manada de ciervos. Dígame, ¿cuánto le durará el dinero si se queda en Skull Creek?

Le quedaban menos de quinientos dólares después de haber comprado la cabaña. El billete de la diligencia… era terriblemente caro. Nunca había tenido que encargarse del dinero, y sólo había tenido que preocuparse por él desde el año pasado, desde que los asuntos de papá habían empezado a ir tan mal.

Pero dijo fríamente:

—Tengo una cantidad sustancial de dinero, gracias. Y voy a abrir una escuela. Ahora dime, por favor, si no fui yo, ¿quién pagó por mi comida?

Rune tragó saliva.

—Eso no se lo puedo decir.

—Entonces fue el doctor Frail —dijo Elizabeth cansada—. Le pagaré. Díselo.

—Me mataría —dijo Rune—. Y recuerde, yo no le he dicho que fuese él.

Entre dos peligros, el menor parecía ser decírselo él mismo a Doc. Lo hizo en cuanto tuvo la primera oportunidad.

Doc no explotó. Sólo suspiró y señaló:

—Ahora ni siquiera tiene su orgullo. ¿Cuánto dinero le queda para vivir?

—No me lo dijo. Y seguro que tampoco se lo dirá a usted.

—¡Y creerá que puede ganar una fortuna siendo maestra! —Doc estaba pensativo—. Quizá pueda ganarse parte de su sustento así. De todos modos, ¿cuántos niños hay en el campamento? —buscó un papel y empezó a escribir los nombres de las familias, murmurando para sí—. Ve al establo —dijo sin levantar la mirada—, y trae una cuerda con campanillas. Tienen varias. Luego piensa en un modo de colocarla sobre su puerta con una cuerda de la que ella pueda tirar desde dentro de la cabaña.

—¿Para qué? —preguntó Rune.

—Para que pueda avisar la próxima vez que alguien intente entrar —le explicó Doc con inusual paciencia.

«¿Y qué haré para protegerla cuando llegue el momento?», se preguntó Doc Frail. «¿Parecer amenazador y dejar que vean las dos pistolas preparadas?»

El conocido médico de Skull Creek era el mejor tirador en varios cientos de kilómetros, pero ¿dispararía si el objetivo era un hombre? Nunca más. Entonces su mano y su ojo perdían su valor, y por eso Wonder Russell duerme en lo alto de la colina. «Si no pude apretar el gatillo para salvarle la vida a mi amigo, ¿cómo puedo hacerlo por Elizabeth? Debo tener un sustituto».

Rune estaba saliendo cuando Doc le preguntó:

—¿Se te da mejor dispararle a algo que esquivar balas?

Rune dudó, dividido entre el deseo de fanfarronear y el de que le enseñase un maestro. Si admitía que no era buen tirador, no era un hombre completo. Pero un esclavo no tenía por qué serlo.

De modo que contestó humildemente:

—Nunca he tenido muchas oportunidades para intentarlo. El tiro al blanco cuesta dinero.

—Pásate por la tienda y compra munición —le ordenó Doc—. Voy a darte la mejor oportunidad del mundo de pegarme un tiro.

Rune se encogió de hombros y salió, sin admitir emoción alguna. Iba a tener la oportunidad de convertirse en la clase de hombre ante cuyo paso otros se apartarían silenciosamente.

Doc lo vio marchar, pensando: «¿Eres tú aquel por el que me van a ahorcar? Si te pongo una pistola en la mano y tienes talento, es imposible de saber. Pero tus lecciones empiezan mañana».

—Ojalá la escuela no le importase tanto —murmuró Doc—. Ojalá no estuviese tan decidida al respecto.

Aquella mañana temprano había hecho varias visitas y estaba de vuelta en su cabaña, frunciendo el ceño hacia la casa de Elizabeth, que tenía la puerta abierta para dar la bienvenida a los niños de Skull Creek.

Había fregado el suelo; la tosca plancha de madera estaba tapada con una tela bordada y encima estaban los libros de su padre. Se imaginó a los niños: tímidos, adorables, ansiosos por aprender. Y a sus madres: agradecidas por tener una escuela, llenas de consejos sobre el bienestar de los pequeños, pero confiando en la maestra.

Doc se volvió hacia Rune y vio el rifle sobre sus rodillas.

—¿Estás pensando en dispararles a los niños cuando aparezcan? —le preguntó.

—Pensando en dispararle a cualquier minero que quiera entrar allí mientras la puerta está abierta —contestó Rune—. Porque no creo que vaya a venir ningún niño a la escuela.

Doc suspiró.

—Yo tampoco. Después de todas las notas que les ha escrito a sus madres, de todos los planes que ha hecho.

A las once vieron a Elizabeth cerrar la puerta. Nadie había cruzado el umbral.

—Tráeme mi yegua —gruñó Doc—. Tengo un paciente quebrada arriba. Luego ve a ver si quiere que te encargues de su cena.

Rune murmuró:

—Preferiría que me pegasen un tiro.

Elizabeth tenía la Derringer en la mano, oculta en un pliegue de la falda, cuando abrió la puerta. No le miró, sino que simplemente se apartó a un lado.

—No quiero nada de cenar —dijo débilmente.

—Si no come nada, yo tampoco lo haré.

Elizabeth le dio un sorbo a una taza de té, pero la posó de repente y comenzó a llorar.

—¿Por qué no ha venido nadie? —sollozó.

—Porque son unos necios —le dijo él firmemente.

Pero él sabía por qué. Lo había supuesto al ver cómo actuaban las mujeres cuando les entregaba las notas. Elizabeth Armistead, la joven perdida, no era respetable. Había aparecido en extrañas circunstancias, y la protección de Doc Frail era como una sombra oscura que la cubría.

—Creía que enseñaría a los niños —dijo desesperanzada—. Creía que sería agradable.

Rune inhaló profundamente y le ofreció todo lo que tenía: su ignorancia y su orgullo.

—Puede enseñarme a mí —dijo—. Nunca aprendí a leer.

La mirada de asombro en la cara de Elizabeth no le hizo tanto daño como había supuesto que le haría.

7

El frío llegó madrugador a Skull Creek, y también madrugaron las nieves. A mitad de una mañana plomiza y eterna, alguien llamó a la puerta de Elizabeth, pero esta había aprendido a ser cautelosa.

—¿Quién es? —preguntó.

Una voz que no reconoció dijo algo sobre libros. Cuando abrió la puerta, tenía la Derringer en la mano, pero la mantenía decentemente oculta en los pliegues de la falda.

Era un hombre alto con barba. Se quitó un gorro de piel y se le veía pesaroso.

—No quería asustarla, señora. Por favor, no se asuste. He venido para ver si querría alquilarme algunos de sus libros.

Elizabeth parpadeó dos o tres veces, considerando el asunto.

—¡Pero los libros no se alquilan! —objetó—. Nunca he oído que se alquilasen libros… Hace frío, ¿no quiere pasar para que pueda cerrar la puerta?

El hombre dudó.

—Si está segura de dejarme pasar, señora. Le juro que no le voy a hacer daño. Sólo he venido a por los libros. Algunos de los chicos se van a volver locos porque no tienen qué leer. Sacamos la pajita más corta y me tocó a mí. Para venir a preguntarle.

«Es mi casa», se dijo Elizabeth. «Y desde luego a ningún gamberro le importan los libros».

Resultaba que aquel hombre no era un gamberro, aunque actuaba tan nervioso por estar ahí dentro que Elizabeth se preguntaba quién pensaba que podría estar persiguiéndolo.

—Me llaman Tall John, señora —dijo presentándose, con el gorro en la mano—. Cualquier libro valdrá, prácticamente. Estamos hartos de los periódicos de los Estados y cansados de leer las etiquetas de las latas de comida. Y el invierno sólo acaba de comenzar.

Le pagó cinco dólares por cada libro, por el privilegio de quedarse con tres libros durante un mes (su audiencia, cuando leía en voz alta dentro de una choza de palos y tierra, estaba formada por un ladrón de caballos, un mestizo aparaho y el hijo pequeño de un noble inglés).

Doc regañó a Elizabeth por dejar entrar a un desconocido, aunque admitió que Tall John era un tipo decente.

—Fue un perfecto caballero —insistió ella. Lo que le molestaba era haber aceptado dinero por prestar libros.

Rune se quejó amargamente porque se había quedado sin tres libros.

—Escucha, muchacho —le dijo Doc—, sabes leer a toda velocidad, pero ¿sabes escribir? Tus estudios ni siquiera han empezado bien. ¿Sabes Aritmética? Si me vendes ocho cabezas de caballo a setenta dólares por cabeza, ¿cuánto te debería?

—No me fiaría de que nadie me debiese dinero —le contestó Rune con sinceridad—. Me pagaría con dinero contante y sonante, polvo limpio, o no se iba a llevar ninguno de mis caballos.

Pero después de aquello, sus lecciones diarias en la cabaña de Elizabeth incluían Escritura, Ortografía y Aritmética. Cuando los únicos libros que tenía Elizabeth eran lecturas por las que ya había surcado a su impetuosa manera, se vio reducido a echar un vistazo furtivo a los tres libros médicos que había en la cabaña de Doc… toda la biblioteca médica de Doc.

Cuando Rune fanfarroneaba de todo lo que estaba aprendiendo en sus clases en la cabaña de la joven perdida, Doc le escuchaba y se sentía complacido.

—Le vas a llevar cada semana una buena cantidad de polvo para pagar las clases —anunció Doc—. Tendré que decidir cuánto será.

—¿Polvo? ¿De dónde voy a sacar polvo?

Rune estaba frenético; el único consuelo que tenía se le estaba prohibiendo, como todo lo demás, debido a su pobreza.

—De mí, naturalmente. Sin duda puedo pagarle por educar a mi sirviente, ¿no?

—La señorita me enseña a cambio de nada —dijo Rune defendiendo su privilegio—. No espera que le pague.

—Necesita un ingreso, y esto le ayudará un poco —Doc se sintió señorial. Les estaba haciendo un favor a sus dos protegidos, Rune y la patética joven de enfrente—. Si no estás dispuesto a aceptar un favor de mí —le dijo a Rune—, será mejor que te acostumbres a la idea —y con un destello de perspicacia, le explicó—: A veces es necesario dejar que otras personas hagan algo decente por uno.

«Esto es», consideró, «es necesario para todo el mundo menos para mí. Y se me ha ocurrido una idea excelente acerca de cómo utilizar el oro».

Tenía intereses en varias explotaciones, que visitaba a menudo, porque el ojo del dueño engordaba al ganado, y el ojo de un minero experimentado podía calcular aproximadamente cuántas onzas quedarían en los rápidos de la acequia tras la limpieza semanal. Sus distintos socios rara vez intentaban engañarlo ya.

Ahora que el suelo y las corrientes estaban helados, la búsqueda de oro al aire libre se había detenido completamente, pero los ingresos profesionales del doctor Frail sólo habían disminuido ligeramente, y tenía tanto polvo en crédito en el banco que en cualquier caso no tenía problemas financieros.

Caminó calle arriba para visitar a Evans, el banquero.

—Sus tratos con sus clientes son estrictamente confidenciales, ¿no es así? —le preguntó.

—Tan confidenciales como los suyos —le replicó envarado Evans.

—Quiero retirar fondos. El polvo va a ir en saquitos de cuero que no puedan ser identificados como propiedad de nadie del campamento. Saquitos muy gastados.

—Muy bien —dijo Evans, como si eso le ocurriese todos los días.

—Péselas en saquitos iguales —le instruyó Doc, y Evans levantó las cejas—. Quiero… oh, seis. Volveré a por ellos esta tarde.

Se sentó con Elizabeth justo antes de la cena, bebiendo té, escuchando el ruido que hacía Rune cortando leña en la puerta de atrás. Rune tenía los saquitos de oro y órdenes de ocultarlos en el montón de leña para que fueran encontrados de modo accidental.

—Y recuerda que sé muy bien cuánto hay en ellos —le había advertido Doc—. Sé cuánto polvo se supone que tiene que haber cuando ella los encuentre.

Con fría furia, Rune lo había fulminado con la mirada, replicando:

—¿De verdad cree que la robaría a ella?

La choza de Tall John ardió cuando encendió una hoguera demasiado grande en un día de mucho frío. Los tres hombres que la compartían con él estaban fuera. Salió corriendo, intentó apagar las llamas con nieve y luego entró para salvar lo que pudiese y el tejado se le cayó encima.

Cuando llegó la ayuda, estaba gritando bajo los restos en llamas. Quienes lo rescataron lo llevaron a casa de Doc con una pierna rota y graves quemaduras en los hombros y el pecho.

Doc gruñó:

—¿Os creéis que esto es un hospital? —y empezó a trabajar con el paciente.

—No tiene adonde ir; nuestra wikiup ha ardido —se disculpó el ladrón de caballos—. Los demás podemos meternos en alguna parte, pero John no.

—Necesita un tejado sobre la cabeza y cuidados meticulosos —advirtió Doc.

—Yo podría cuidarlo más o menos —sugirió Rune, preguntándose si se burlarían de la idea.

—Supongo que tendrás que hacerlo —admitió Doc—. Muy bien, puede quedarse en mi cama.

Entonces Elizabeth se quedó con menos compañía que la ayudase a pasar el tiempo. Rune le llevaba los suministros y leña, pero siempre tenía prisa. Ya no había más noches interesantes con Doc y Rune como invitados a cenar, porque Doc nunca se quedaba con ella más de unos pocos minutos.

El invierno mordió con unos colmillos que no aflojaban. Elizabeth entendió por qué Tall John había creído necesario pedir libros prestados… Ella estaba leyendo una y otra vez los libros de su padre para pasar el tiempo. Comenzó a entender también por qué un hombre orgulloso debía pagar por esos préstamos.

Cosió y remendó sus ropas hasta que ya no tuvo nada más que coser. Doc le encargó que le hiciese una camisa para él y otra para Rune. Las acabó y volvió a quedarse de brazos cruzados.

Luego peló cada astilla de la corteza de los troncos que formaban su prisión.

Rune acudía obedientemente dos veces al día para llevarle suministros y hacerle las tareas, pero ya no estudiaba.

—Tall John me está enseñando —le explicó.

—¿Y qué estás estudiando? —le preguntó con cierta frialdad.

—Latín. Para que pueda entender las palabras largas que hay en los libros de Doc.

—Ahora me pregunto dónde llevaba papá su gramática de Latín —exclamó, apresurándose a mirar los libros que quizá no hubiese leído.

—No tiene ninguno —dijo Rune—, lo he mirado. Pero nos va bien sin libro. A veces lo hablamos.

—No pensé que nadie hablase latín —dijo Elizabeth dubitativa.

—Tall John sabe. Lo estudió en Roma. Y también me ha dicho dónde está Roma.

Elizabeth suspiró. Su pupilo la había superado.

Se enfrentó al desalentador hecho de que nadie la necesitaba ya. Y Doc dijo que todavía quedaba al menos otro mes de invierno.

—Ahora que estás tan ocupado no quiero ser una carga para ti —le dijo a Rune con herida dignidad—. A partir de ahora yo traeré mi propia leña y la nieve para fundirla. Me dará algo que hacer.

—No se haga daño —le advirtió.

No parecía ver nada destacable en su decisión de llevar a cabo trabajo físico. Elizabeth nunca había conocido a ninguna mujer que llevase agua o cortase leña. Se sentía como una aventurera cuando la emprendió.

Rune le dijo a Doc lo que ella estaba planeando, y este sonrió.

—Bien. Entonces no tendrás que encontrar lo que hay en su montón de leña. Lo encontrará ella misma.

La visitó aquella noche, como hacía cada día, brevemente. Notó que estaba un poco mohína y se dio cuenta de que se merecía que se disculpase con ella.

—Siento no pasar más tiempo en su compañía —le dijo de repente—. No hay otro lugar en el que prefiriese estar. Pero por su protección, para evitar que hablen de usted… ¿Entiende por qué preferiría no estar aquí cuando Rune tampoco puede venir?

Elizabeth suspiró.

—¿Me queda algo de buen nombre que proteger?

La respuesta era «No», pero no lo iba a decir.

—Rune me ha dicho que va a hacer usted sus propias tareas —señaló.

—A partir de mañana —dijo orgullosa, esperando una regañina o un halago.

Doc la decepcionó diciendo enérgicamente:

—Buena idea. Necesita hacer ejercicio.

Luego él se preguntaría por qué ella se había mostrado tan fría el resto de su visita.

Su aventura cortando madera duró tres días. Luego, con una ampolla en una mano y un pequeño corte de hacha en un zapato… inocuo pero aterrador… empezó a entrar leña que Rune ya había cortado y amontonado antes del invierno.

Se quedó asombrada cuando encontró un saquito de cuero, muy pesado para su tamaño, y bien atado. Incapaz de abrir la cuerda mojada por la nieve con las manos enguantadas, llevó la bolsita dentro de la casa y abrió las cuerdas con la punta de un cuchillo.

Miró lo que había dentro, corrió hacia la estantería a por un plato y no volvió a respirar hasta que el encantador tesoro amarillo apareció amontonado sobre él.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Oh, qué precioso! —pasó los helados dedos a través de las pepitas y las láminas que parecían escamas de pez—. Quizá fuera de Ma Fisher —dijo enfadada en la cabaña vacía—. Pero yo compré la casa y ahora es mía. ¡Y quizá haya más ahí fuera!

Las encontró todas, las seis pesadas bolsitas, y derribó por completo la leña bien apilada.

Luego corrió hacia la cuerda de las campanillas y tiró de ella una vez, tiró una y otra vez, riéndose y llorando, y seguía tirando de ella cuando Rune apareció gritando.

Lo abrazó, aunque tenía una pistola cargada en la mano. Ni siquiera se dio cuenta.

—¡Mira! —le gritó—. ¡Mira lo que he encontrado entre la leña!

Más tarde, apareció Doc para admirarlo y se quedó a cenar, pero Elizabeth estaba demasiado nerviosa para comer… o para cocinar, incluso. La mesa estaba llena, porque todo el dorado tesoro estaba sobre platos o tazas. No hacía más que tocarlo cariñosamente, con la boca abierta por el placer.

—Ahora ya sabe —supuso Doc— por qué lo buscan los hombres. Y por qué matarían por él.

—Lo sé —canturreó—. Sí, lo entiendo.

Doc se inclinó sobre la mesa.

—Elizabeth, con todo eso no tiene por qué tener miedo a salir la primavera que viene, marcharse a casa.

Ella acarició un montoncito de oro amarillo.

—Supongo —le contestó, y él supo que no estaba convencida.

Después de aquello, el montón de leña pasó a ser un símbolo. Recogió la leña desperdigada para formar un cuidadoso montón, pero no quemó nada de esa leña. Volvió a cortar leña cada día para encender el fuego.

En el otro extremo del arroyo helado había un hombretón anónimo envuelto en un enorme abrigo de piel sin forma.

—Soy yo, Frenchy —dijo jovialmente—. ¡Parece que está trabajando demasiado para una joven!

Elizabeth levantó el hacha. Cuando el hombre que una vez te salvó la vida te habla, debes contestar, decidió. Especialmente cuando ya no te queda nadie con quien hablar.

—Me gusta estar al fresco —le gritó.

Frenchy atravesó la nieve.

—Déjeme que le haga esa tarea, jovencita.

Elizabeth se aferró al hacha, y él no se acercó más.

—Sí que hace frío —comentó él—. Ha sido un invierno malo.

«Esta es mi casa», se dijo Elizabeth. «Este hombre me salvó la vida en el desierto».

Frenchy estaba obviamente complacido.

—Bueno, en un día como este, a uno desde luego le vendría bien una bebida caliente.

Elizabeth se sintió culpable al acompañarlo hacia la cabaña por la parte de atrás, como si tratase de ocultarles lo que hacía a sus guardianes de enfrente. Pero él había aparecido por detrás, y hasta después no se le ocurrió a Elizabeth que había elegido esa ruta porque deseaba evitar que lo viesen.

Se sentó a la mesa delante de ella, afable y sociable, esperando a que el té hirviese. Cuando se le calentó la ropa, olía, pero una dama no podía decirle a un invitado que debería irse a casa y darse un baño.

A Frenchy se le había ocurrido contarle una gran mentira y quizá conseguir financiación. La joven perdida, supuso, había llevado mucho dinero con ella. Rune le había comprado los mejores suministros disponibles. Era rara, por supuesto, porque a todas horas estaba dentro de su cabaña, y la había visto a punto de caer debido a una especie de ataque cuando había salido fuera. Pero era muy bonita, y era amable con él. Doc Frail era su protector, pero Frenchy tenía la fuerte sospecha de que Doc Frail era frágil de verdad.

Frenchy empezó a contar su mentira.

—Estoy deseando que haga un poco de calor. Tengo la concesión más bonita que haya visto nunca… oro en cantidad. Sin duda me voy a convertir en el rico señor Plante. Esto es —suspiró—, si puedo seguir comiendo hasta que se deshiele el suelo.

Sopló educadamente en su taza para enfriar el té.

—Sí señor —musitó Frenchy—, lo único que necesito es financiación. Y quien me financie va a tener mucha suerte. Así es como Doc Frail hizo su riqueza, ya sabe. Financiando a buscadores.

No le pidió nada. No le sugirió que ella lo financiase. Ella lo pensó solita.

—Cuénteme más, señor Plante —le dijo—. Quizá yo le financie.

Él se resistió un poco… no podía aceptar dinero de una dama. Ella discutió… debía hacerlo, porque le debía la vida, y a ella le gustaría ser rica. ¿Cuánto necesitaba?

Lo que sea, lo que sea… pero con estos precios tan caros… y tendría que contratar ayuda, y aquello también era caro.

Ella hizo un cálculo exagerado. Seis bolsitas de oro, medio kilo en cada una. No tenía base alguna para poder calcular cuánto necesitaría un buscador de oro.

—Le daré la mitad de lo que tengo —le ofreció—, y usted me dará la mitad del oro que encuentre. Y creo que deberíamos hacer un contrato firmado.

Frenchy estaba deslumbrado. No tenía nada que perder. No esperaba encontrar ningún oro que repartir. Había tenido mala suerte durante meses, y tenía la intención de marcharse de Skull Creek en cuanto el tiempo le permitiese viajar.

Dictó el contrato mientras Elizabeth lo escribía con su bonita caligrafía, y ambos lo firmaron.

—Puede quedarse el contrato —le dijo él.

Era un contrato de financiación válido… si el firmante podía hacer que se cumpliese.

—Le pondré su nombre a la mina —le prometió, muy animado—. Dentro de unas pocas semanas… en todo caso, el próximo verano, tendrá que comprar una balanza de oro para controlar su parte. ¡Cuando me vuelva a ver, podrá llamarme Frenchy Oro Puro!

En el Big Nugget, Frenchy se preocupó de colocarse al final de la barra que estaba más cerca de la mesa donde Doc Frail mataba el tiempo jugando a las cartas.

El camarero se mostraba amable con Frenchy porque el negocio iba mal últimamente, pero su tono era firme cuando le advirtió:

—Bueno, Frenchy, ya sabes que aquí ya no te queda crédito.

Frenchy fue jovial y escandaloso en su respuesta:

—¿He dicho algo de crédito esta vez? Sólo una copa, y te pagaré por ella —sacó una bolsita.

Doc Frail no le estaba prestando ninguna atención a Frenchy y tampoco a la partida. Se encargaba de que la mayoría de las noches lo viesen en público, con la vana esperanza de debilitar la convicción del campamento de que la joven perdida era de su propiedad. Sólo consiguió confundir a los hombres, que creían que la estaba tratando mal al dejarla sola.

Frenchy levantó el vaso y dijo, con una sonrisa:

—Por el oro que está ahí para que lo encuentren, y por quien me financia.

Doc no pudo evitar levantar la mirada. Frenchy ya había agotado a tres o cuatro inversores. El propio Doc se había negado a financiarlo y no conocía a nadie en todo el campamento que estuviese dispuesto a darle otra oportunidad.

Levantó la mirada y vio que Frenchy le sonreía directamente a él.

«¿Un desafío?», se preguntó Doc. «¿Qué ha estado tramando?»

La sospecha de qué había estado tramando Frenchy era como una brasa en su mente.

«¿Eres tú el hombre?», pensó. «¿Eres tú, Frenchy Plante, el hombre por el que me van a ahorcar?»

Se quedó media hora, hasta que Frenchy se hubo marchado. Encontró a Elizabeth de buen humor, cosiéndole una de sus camisas.

—El té lleva tiempo hecho y está fuerte —se disculpó, preparándole una taza.

Mientras se la bebía, esperó a que le dijese que Frenchy había estado allí, pero ella sólo le preguntó por la salud de Tall John.

Al fin Doc señaló:

—Frenchy Plante de repente ha topado con cierto dinero. Ha conseguido un inversor en alguna parte.

Elizabeth dijo suavemente:

—¿De verdad?

—Eso ha dicho cuando ha pagado su copa ahora mismo —añadió Doc, y Elizabeth se indignó.

—¿Y eso es lo que está haciendo con el dinero? ¿Bebérselo? Debo decir que no lo apruebo. Yo le he financiado, si eso es lo que está intentando averiguar. Pero era para que no se muriese de hambre y pudiese seguir buscando oro cuando el tiempo se modere.

Doc dijo con tristeza:

—Oh, Elizabeth.

—Era mío —mantuvo—. Sencillamente invertí parte de él. Porque tengo bastante… y quiero más.

Frenchy se embarcó en una prolongada, escandalosa y peligrosa juerga de borracho. Tan violento se puso que Madame Dewy, que controlaba las habitaciones sobre el Big Nugget, hizo que lo echasen de allí… a cierto precio, porque dos hombres resultaron heridos al sacarlo.

Cuando estaba prácticamente arruinado, se dedicó de verdad a hacer prospecciones.

Doc y Rune trataban a Elizabeth con distante cortesía, mencionando de pasada las partes más destacadas de la orgía de Frenchy Plante. No la regañaban, pero su cortesía resultaba dolorosa. Ya no tenía amigos, ni al amigo risueño y sarcástico por momentos llamado Joe Frail ni al rudo pero fiel amigo llamado Rune. Sólo eran su médico y el muchacho que le hacía los recados. Vivía en una cueva de troncos iluminada por una lámpara y a veces deseaba estar muerta.

Junto a la puerta principal había una ventana; Rune había clavado gruesas barras de madera que la cruzaban desde dentro. Para tener intimidad, de las barras colgaba una manta vieja. Podía asomarse a través de un agujerito que había en la manta y ver una parte de la calle, pero nunca pasaba nada que mereciese la pena ver. Quitar la manta para dejar que pasara la luz del día era invitar a mirar a los hombres que pasaban por allí… y a veces los curiosos, anhelantes mineros bloqueados por la nieve, estaban demasiado borrachos para recordar que Doc Frail era su protector, o, si lo recordaban, demasiado borrachos como para que les importase.

Uno de ellos, que trató de entrar una noche a mediados de abril, fue astuto al hacer sus planes. Estaba lo bastante sobrio como para hacer un reconocimiento primero.

Sabía dónde estaba Doc Frail; jugando a las cartas en el Big Nugget, aburrido pero sin bostezar todavía. Rune estaba en la cabaña de Doc con una lámpara sobre la mesa, inclinado sobre un libro. Tall John andaba cojeando por la quebrada con una linterna visitando a unos amigos. Y Frenchy Plante, que tenía cierto derecho sobre la joven porque la había encontrado, estaba por ahí en las colinas.

El intruso se sentía perfectamente seguro respecto a las campanas de alerta. Si la mujer tiraba de la cuerda, no habría ruido alguno, porque la había cortado.

Elizabeth estaba dormida en su casa, completamente vestida… dormía mucho, dado que no tenía nada que hacer… cuando unos nudillos tocaron en la puerta trasera y una voz no muy parecida a la de Doc llamó:

—¡Señorita Armistead! ¡Elizabeth!

Se incorporó, helada de miedo. Luego los golpes se volvieron más ruidosos, los lentos golpes del mango de un hacha. No contestó, y con furia insensata el hombre comenzó a cortar la puerta trasera.

Elizabeth salió corriendo y tiró de la cuerda de la campana. Cayó suelta en sus manos. Oyó cómo la madera seca crujía y se astillaba. Ni siquiera intentó escapar por la puerta delantera. Estiró la mano buscando la Derringer que había sido de su padre, apuntó a ciegas y gritó al tiempo que apretaba el gatillo.

Luego se quedó indefensa, pero no hubo más golpes, ningún ruido, hasta que oyó el grito de Rune, que se aproximaba. De repente se sintió tranquila y culpablemente triunfante. Asegurándose mucho de que Rune era de verdad Rune, abrió la puerta delantera y lo dejó entrar.

—¡He disparado la pistolita! —alardeó.

—No le ha dado a nadie —le señaló Rune. La bala se había alojado en la astillada puerta trasera—. Nos quedaremos aquí hasta que venga Doc.

Pero cuando llegó, Doc no resolvió problema alguno. Se sentó en silencio y escuchó el relato de Elizabeth.

—No sé —dijo Doc desesperanzado—, no sé cómo protegerla —hizo un gesto hacia la puerta destrozada y astillada—. Rune, arregla eso. Yo repararé la cuerda de la campana.

Rune volvió a dejar la puerta trasera segura y hubo ruido donde la pila de leña durante unos minutos. Cuando volvió, dijo brevemente:

—Nadie volverá a intentar entrar por ahí esta noche. Voy a traer mantas y a dormir junto a la pila de leña.

Cogió un puñado de mantas de la cabaña de Doc Frail. Se estiró y dejó escapar una pregunta:

—¿Cuánto tiempo le debo todavía?

—¿Tiempo? Eso es una vieja tontería. No me debes nada. Sólo quería ponerte en tu sitio.

—Quizá alguien le ponga en su sitio a usted algún día —dijo Rune—. Supongo que nunca le han ganado. El gran Joe Frail, siempre por encima de todos. Es hora de que se baje.

Doc dijo:

—¡Eh! ¿A qué viene esta insurrección repentina?

—Lo único que hace es darle órdenes a Elizabeth. ¿Por qué no mejor se arrodilla? ¿Alguna vez se le ha ocurrido que si se casa con ella podría sacarla de aquí y llevarla a algún sitio decente? —Rune estaba empezando a enfurecerse—. Claro, ella diría que no puede irse, pero usted podría obligarla… atarla y llevársela en una carreta si no hay otra manera. ¿Cómo sabe que la única manera correcta de sacarla de Skull Creek es hacer que lo decida ella? ¿Es que lo sabe todo?

Doc contestó:

—No, no lo sé todo —con nueva humildad. Se quedó en silencio por un instante—. No creas que la idea me resulta nueva. Pero no creo que ella me aceptase.

Rune recogió sus mantas.

—A eso me refiero —dijo—. Usted no juega a menos que esté seguro de que va a ganar.

Y se marchó dando un portazo.

8

Cuando Doc emprendió el cortejo de Elizabeth Armistead, puso todo su empeño, dado que en cualquier caso aquello era lo que había estado deseando hacer desde hacía tiempo. Fue atento y adecuadamente humilde. Fue considerado. Fue amable. Y Elizabeth, que nunca había tenido un pretendiente (excepto el viejo señor Ellerby, que había hablado con su padre de ella sin consultarla), entendió enseguida cuáles eran las intenciones de Doc.

Cruzaba la calle más a menudo y se quedaba más tiempo. Aparecía a la hora de comer, sin ser invitado, y le decía que le gustaba cómo cocinaba. Incluso cortó y llevó leña. Le llevaba calcetines para que se los zurciese. Se quedaban sentados a la mesa en sencilla domesticidad, mientras Elizabeth cosía y a veces echaba miradas a Doc.

Dentro de su propia cabaña, Rune estudiaba con el paciente, Tall John.

Y a veinticinco kilómetros de allí, Frenchy Plante cribaba gravilla. El terreno se había deshelado y la lluvia había hecho que su trabajo fuese miserable, pero Frenchy tenía una intuición. Noventa y nueve veces de cada cien, sus intuiciones no daban resultado, pero confiaba en ellas de todos modos.

En una pendiente junto a un arroyo había un viejo árbol reseco. Al lado de él había un pozo del que había extraído grava entre la que había encontrado algo de oro. Un gris amanecer, salió gimiendo de entre las mantas de su tienda deshilachada y se encontró con que el árbol ya no se veía. La lluvia se había llevado las raíces y había caído en su pozo.

Frenchy lanzó un taco.

—Una señal, eso es lo que es —gruñó—. Una señal de que aquí no había nada por lo que cavar. El puñetero árbol ha llenado mi pozo. Voy a dejarlo ahí y no voy a volver nunca a Skull Creek.

Pero junto al árbol había dejado un cubo, y a por él que fue. La copa del árbol estaba más baja que las raíces, y estas estaban llenas de barro y resbaladizas por la lluvia. Barro que brillaba, incluso en la luz gris.

Apartó el barro con las manos. Sacó fragmentos del tamaño de cacahuetes, pero los cacahuetes nunca habían brillado con un rico color amarillo. Escarbando entre el barro sucio que había entre las raíces, se le olvidó desayunar, se le olvidó hacer una hoguera.

Sostuvo en la mano una piedra del tamaño de una manzana silvestre pequeña, pero nunca había existido una manzana silvestre que pesara tanto.

Se quedó parado bajo la lluvia con una pequeña manzana dorada en las manos embarradas. Echó la cabeza hacia atrás de modo que la lluvia le cayó en la descuidada barba y aulló como un lobo al cielo lluvioso.

Valló su pozo y trabajó en él desde el amanecer al anochecer durante una semana, hasta que el trabajo y el hambre lo dejaron tan agotado que ya no podía seguir lavando grava. Podría haber muerto allí entre sus riquezas, porque estaba demasiado débil como para volver a Skull Creek en busca de comida, pero le disparó a un ciervo descuidado, lo despedazó y se lo comió. El descubrimiento de que hasta él podía perder sus fuerzas… y por lo tanto su vida y su tesoro… lo asustó. Cogió su caballo, empacó, y se dirigió hacia Skull Creek con una sonrisa de oreja a oreja.

Cabalgó trabajosamente por la quebrada al anochecer, deseoso de darle la noticia a Elizabeth Armistead, pero tenía otro plan importante. Gritó delante de una wikiup construida a un lado de la quebrada:

—Bill, ¿estás ahí? Soy Frenchy.

La wikiup había sido suya hasta que la vendió por dos botellas de whiskey. Bill Scanlan se asomó y dijo sin entusiasmo:

—¿Ya estás arruinado? Bueno, tenemos judías.

Un hombre conocido como el cojo George, tumbado sobre una sucia manta, gruñó un saludo.

—Estamos apretados —murmuró—, pero podemos hacerte sitio.

—¿Hay alguna noticia? —preguntó Frenchy, devorando el cerdo frío y las judías hervidas.

—Las diligencias todavía no pasan. El campamento está agotado. ¿Qué has encontrado?

—Unas cosas buenas y otras malas. Sobre todo malas —aquello era verdad, aunque la sinceridad no importase mucho, ni tampoco es que los buscadores la esperasen ni siquiera entre amigos—. Estaba pensando en aquella vez que los chicos hicieron pasar las mulas por la tienda de la vieja. Seguro que aquí no ha habido una diversión como aquella en mucho tiempo.

El cojo George dijo con tristeza:

—Ya puedes decir que no. No hay mucho que hacer, nada de lo que reírse. Hemos estado excavando pero no hemos encontrado oro.

Frenchy les dio una pista:

—A mí se me ha ocurrido una idea para gastarle una broma a Doc Frail.

El cojo George resopló.

—A él nadie le gasta bromas.

—Yo haría que os mereciera la pena —dijo Frenchy, dejándolo caer, y el cojo George se incorporó para preguntar:

—¿Qué harías? ¿Has encontrado algo?

—¿Qué tienes, Frenchy? —preguntó Scanlan, tenso.

—La broma —les recordó Frenchy—. ¿Qué hay de la broma a Doc?

—¡Claro que sí! —explotó el cojo George—. Enséñanos algo bueno y nos arriesgaremos con Doc —miró de refilón a Scanlan, que asintió.

—Sólo quiero —les explicó Frenchy, extendiendo las manos para mostrar sus inocentes intenciones— hacerle una visita social a la joven, la señorita Armistead, sin que me vuelen la cabeza. ¿Tall John sigue viviendo donde Doc?

—Se ha curado y se ha ido a una choza. Rune sigue viviendo con Doc. Pero —preguntó el cojo George con justificable desconfianza— ¿qué quieres de la joven?

—No le haría daño por nada del mundo. No le voy a poner la mano encima. Sólo quiero hablar con ella —y añadió con una sonrisa—: Sólo quiero enseñarle algo que he encontrado y que he traído en el bolsillo.

Se apiñaron junto a él y le agarraron de los brazos, con la mirada impaciente:

—¿Has encontrado oro, Frenchy? Claro que sí… ¡Y ella te ha financiado!

Elizabeth estaba sentada a la mesa, cosiendo junto a la lámpara. Doc estaba enfrente de ella, leyendo en alto para su mutua satisfacción. Estaba cómodamente sentado, en mangas de camisa, mientras el abrigo y el cinto con las pistolas colgaban de un clavo de la puerta principal. El fuego de la cocina chisporroteaba y la tetera ronroneaba.

Doc escogía sus lecturas cuidadosamente. En una hora y media leyó partes de las obras del señor Tennyson y el señor Browning, y, aparentemente de modo accidental, se topó con los sonetos de amor de William Shakespeare… exactamente lo que se había propuesto desde el principio.

Elizabeth le preguntó:

—¿Por qué estás tan inquieto de repente? ¿Te has cansado de leerme?

Doc se dio cuenta de que ya no estaba sentado. Estaba andando, y había llegado la hora de hablar.

—En realidad —dijo de repente—, no me llamo Frail.

Ella no se sorprendió.

—¿Y por qué lo escogiste entonces?

—Porque era un cínico. Porque creía que me convenía. Elizabeth, tengo que hablarte de mí. Tengo que contarte algunas cosas.

—Sí, Joe —dijo ella.

—Una vez maté a un hombre.

Ella pareció aliviada.

—¡Había oído que eran cuatro!

Él frunció el ceño.

—¿Te parece que ese uno no importa? A mí sí me importa.

Ella dijo con suavidad:

—Lo siento, Joe. A mí también me importa. Pero uno es mejor que cuatro.

«Y hasta cuatro asesinatos», se dio cuenta Joe, «¡me los habría perdonado!»

Se inclinó sobre la mesa.

—Elizabeth, disfruto de tu compañía. Me gustaría tenerte el resto de mi vida. Quiero protegerte, trabajar para ti y amarte y… hacerte feliz, si puedo.

—No debería haberte permitido que dijeras eso —contestó ella con amabilidad. Tenía los ojos cerrados y había lágrimas en sus mejillas—. Voy a casarme con un hombre llamado Ellerby. Y espero hacerle la vida desgraciada.

—¿Las muchachas —le dijo en tono de broma— derraman lágrimas cuando mencionan el nombre del caballero con el que piensan casarse? Yo te he hecho llorar muchas veces, pero…

Él estaba a su lado, y ella lo abrazó cuando la rodearon sus brazos. Joe la besó hasta que ella se resistió buscando respirar.

—Ellerby no, sea quien sea, querida. Yo. Porque te quiero. Cuando los caminos estén transitables… pronto, pronto… te sacaré de aquí y no tendrás que volver a poner el pie en el suelo ni mirar… nada.

—No, Joe, tú no. El señor Ellerby vendrá a por mí cuando le escriba, y odiará cada kilómetro del camino. Y me casaré con él porque no se merece nada mejor.

—Eso es una tontería —dijo Doc Frail—. Te casarás conmigo.

Al otro lado de la calle, un hombre con un fuerte resfriado llamó a la puerta de Doc. Tenía un pañuelo en la cara mientras le tosía su mensaje a Rune.

—¿Podéis venir o Doc o tú? Tall John se ha cortado la pierna con un hacha, y sangra mucho.

—Iré yo —dijo Rune boquiabierto, y cogió el maletín de Doc. Sabía bastante bien qué hacer con un corte de hacha; había estado trabajando con Doc todo el invierno—. Díselo a Doc… está justo enfrente.

—Ve a donde Tall John —se las arregló para decir el hombre entre toses. Por lo que Rune sabía, el hombre fue después al otro lado de la calle a avisar a Doc. Rune no miró atrás; corría para salvar a su paciente.

Cuando se perdió de vista, otro hombre que había estado entre las sombras llamó a la puerta de Elizabeth, gritando frenéticamente:

—¡Doc, salga deprisa! ¡Al tal Rune lo han apuñalado en el Big Nugget!

Ya había desaparecido cuando Doc Frail salió precipitadamente, dudó un momento, decidió que podría enviar a alguien a por su maletín más tarde, y corrió hacia el salón.

Se tropezó y, al caer, algo le golpeó en la nuca.

No se quedó caído en el barro mucho tiempo. Dos hombres lo llevaron solícitamente en dirección contraria y lo dejaron tirado entre la nieve semiderretida al otro extremo de la tienda de Flaunce. Lo dejaron allí y se fueron tambaleándose por la calle, obviamente borrachos.

Frenchy Plante no utilizó la fuerza para entrar en la cabaña de Elizabeth. Llamó y dijo:

—Señorita Armistead, soy Frenchy —en voz más baja, añadió—: ¡Tengo buenas noticias para usted!

Elizabeth abrió la puerta y preguntó:

—¿Está Rune malherido? Oh, ¿qué ha pasado?

—¿El muchacho está herido? —Frenchy se mostró compasivo.

—Alguien llamó al doctor Frail para que fuese a verlo… ¿no lo ha visto?

Frenchy dijo, de buen humor:

—Señorita, estoy demasiado nervioso. Mire, ¿puedo entrar y enseñarle lo que he traído?

Ella dudó, demasiado preocupada como para que le importase si entraba o no.

Él susurró:

—¿Recuerda lo que le dije una vez sobre Frenchy Oro Puro?

Doc se tambaleaba por la calle, helado, empapado y con un dolor de cabeza gigantesco. Se habría detenido el tiempo suficiente para permitir que la cabeza dejase de darle vueltas, pero lo empujaba un miedo frío que era como una enfermedad.

¿Y qué pasaba con Elizabeth, sola en su cabaña? ¿Dónde estaba Rune y cuán gravemente estaba herido? Doc se había llevado un golpe y estaba dolorido, engañado y derrotado. Quién le había vencido no tenía importancia. Muy pronto Skull Creek sabría que alguien le había dado una buena paliza a Doc Frail sin que se hiciese un solo disparo.

Rune, estuviese donde estuviese, tendría que esperar la ayuda, si es que la necesitaba.

En la puerta de Elizabeth, Doc se detuvo a escuchar y oyó la voz de ella entre lágrimas y risas:

—¡No me lo puedo creer! ¡No me creo que sea cierto!

La puerta no estaba cerrada. La abrió y se quedó mirando con los ojos entrecerrados. Elizabeth estaba haciendo rodar algo sobre la mesa, algo amarillo que parecía una pequeña manzana deformada. Cuando se cayó y resonó entre las tablas del suelo, supo lo que era.

Preguntó, controlando la voz:

—¿Ha estado aquí el chico?

Elizabeth levantó la mirada y se quedó boquiabierta. Corrió hacia él, gritando:

—Joe, estás herido… ¿qué ha pasado? Ven a sentarte. ¡Oh, Joe! Frenchy Plante era todo preocupación y cortesía:

—Dios mío, Doc, ¿qué le ha pasado?

Doc Frail apartó suavemente a Elizabeth y repitió:

—¿Ha estado aquí el chico?

—No le he visto —dijo Frenchy con sinceridad—. La señorita Armistead estaba diciendo que lo habían avisado a usted de que el chico estaba herido, así que creíamos que estaba con él.

Doc se volvió sin contestar. Salió corriendo, tropezándose, hacia el Big Nugget. Se detuvo en la puerta del saloon, manchado de barro, ensangrentado y arrogante. Preguntó con una voz que no necesitaba alzar:

—¿Está aquí el chico?

Nadie le contestó a eso, pero alguien le preguntó:

—Pero bueno, ¿qué le ha pasado? —con un tono de indulgencia paternal.

Lo estaban mirando, totalmente serios, sin preocupación alguna, sin demasiado interés, tal como mirarían a cualquier otro hombre del campamento. Pero no del modo en que deberían haber mirado a Doc Frail. No había nada desacostumbrado en su actitud, excepto que no estaban sorprendidos. Y deberían haberlo estado. Comprendió que estaban esperando aquello.

—Me informaron —dijo Doc— de que lo habían acuchillado en una pelea aquí.

—Demonios, aquí no ha habido ninguna pelea —contestó el camarero—. Y Rune no ha venido por aquí desde que vino a buscarlo a usted hace dos o tres días.

Doc estaba acogotado, tan indefenso como un bebé desarmado. Se volvió hacia la puerta… y oyó una risa, ahogada inmediatamente.

Fuera, se apoyó contra la pared, encorvado, esperando a que la cabeza dejase de darle vueltas, esperando a que se le asentase el estómago.

Había peligro en la risa que había oído. Y no podía hacer nada. Frail, Frail, Frail.

Se dio cuenta de que estaba de pie allí donde se encontraba Wonder Russell cuando Dusty Smith le disparó hacía tiempo.

Comenzó a correr, a tirones, hacia la cabaña de Elizabeth.

Ella lo esperaba en la puerta. Lo llamó, nerviosa:

—¡Joe! ¡Joe!

Frenchy dijo:

—No hago más que repetirle que está usted bien, pero supuse que sería mejor quedarme aquí con ella en caso de que hubiese pasado algo más.

Doc no contestó, sino que se sentó, mirándolo fijamente, y esperó a que Elizabeth le acercase un cazo de agua y toallas.

—¿Está bien Rune? —le preguntó.

—Imagino que sí. Supongo que sólo ha sido una broma.

Sobre la mesa, junto a la manzanita dorada, había guisantes y judías dorados. Cuando Doc no le permitió a Elizabeth que le ayudase a quitarle la sangre de la cara, ella se volvió hacia la mesa lentamente, como si no pudiese evitarlo.

—Le ha puesto mi nombre a la mina —susurró—. La llama la Joven Afortunada —hizo pucheros, pero no lloró. En lugar de eso, se rió, medio sofocándose.

Rune apareció en aquel momento, confuso y furioso, con el maletín de Doc.

—Me dijeron que Tall John estaba herido —explotó, y se detuvo al ver a Doc Frail.

—Lo que a mí me dijeron —dijo Doc a través de la toalla— fue que te habían apuñalado en el saloon. Y alguien me golpeó en la cabeza.

Rune parecía no haberle oído. Rune estaba mirando las pepitas, atraído por la misma fuerza que había atraído a Elizabeth.

Frenchy lanzó una risa satisfecha:

—Te presento a la Joven Afortunada, muchacho. Tengo una mina, y la mitad es suya. Ahora me voy. No, las pepitas son suyas, señorita, y habrá más. Espero que se cure de ese golpe en la cabeza, Doc.

La despedida de Doc a Elizabeth fue una breve advertencia:

—Bloquea la puerta. A partir de ahora va a haber problemas.

No le explicó. Le dejó pensando en ello.

Aquella noche no se acostó. Se quedó sentada a la mesa, acariciando la deformada manzana dorada y los guisantes y judías dorados, haciéndolos rodar, contándolos. Los sostenía ahuecando las manos, sonriendo, mirándolos fijamente, pero sin soñar todavía. Su valor le era desconocido; habría tiempo de sobra para pesarlos. De todos modos, sólo eran una muestra. Habría más, mucho más.

De un escondite, pescó una carta que le había escrito al señor Ellerby, la leyó por completo una vez y la quemó en la cocina.

Las piedras doradas formarían un muro de seguridad entre ella y el señor Ellerby, entre ella y todo lo que no quería.

Se pasó la noche sentada, o a veces se quedaba en pie ante la ventana principal, sonriendo, oyendo los sonidos que distinguía aunque nunca los había oído antes; el jaleo constante de la fiebre del oro. Los cascos de los caballos y las pisadas arrastradas de los hombres, pasando continuamente, voces sinceras, o nerviosas, o airadas, el crujir de las carretas. Escuchó atenta sosteniendo la manzana dorada en las manos.

Ni siquiera tuvo miedo cuando alguien golpeó en su puerta. Las paredes están hechas de oro, pensó. Nadie puede derribarlas. Un hombre gritó, ansioso:

—¡Joven Afortunada, deséeme suerte! Eso es todo lo que quiero, joven, todo lo que quiero en este mundo.

Elizabeth contestó:

—Le deseo suerte, sea quien sea —y se rió.

Pero al despuntar la mañana, al oír un furioso alboroto por la puerta trasera, se asustó por Rune. Acudió corriendo a escuchar.

—Te estoy apuntando con una pistola —decía furioso—. ¡Largaos ya! —y se oyeron voces enfadadas de hombres que acabaron perdiéndose.

Ella se dirigió a él a través de la puerta cerrada.

—Rune, ve a buscar a Doc. He estado haciendo planes.

Los tres estaban sentados a la mesa antes del amanecer. Había café en las tres tazas, pero sólo Rune bebía de la suya.

Doc escuchaba a Elizabeth y pensaba: «Esta es otra mujer, no la joven perdida, la prisionera indefensa. Esta es la Joven Afortunada, una reina prisionera. Es la realeza. De repente ha aprendido a dar órdenes».

—Querría contratarte, Rune, para que fueses mi guardián —empezó.

Rune miró a Doc de refilón, que asintió. Rune no contestó. Elizabeth no esperaba que lo hiciera.

—Querría que me comprases una balanza para oro en cuanto sea posible —continuó—, y por favor, pregúntale al señor Flaunce cuál sería el precio de transportar un pequeño piano desde los Estados.

Doc dijo con voz cansada:

—Elizabeth, eso es derrotismo. Si compras un piano y esperas a que llegue hasta aquí, significa que ni siquiera te estás planteando abandonar Skull Creek.

—Cuando lo pensé, no me hizo ningún bien —le contestó, descartando su argumento.

—Rune, por favor, pídele al señor Flaunce que traiga los rollos de tela que tenga… satén, gris claro. Me voy a hacer un vestido nuevo.

Rune dejó la taza de café.

—Podría construir un cobertizo en la parte de atrás. Estaría muy cerca y no me muero de ganas por dormir mucho más tiempo en esa pila de leña.

Ella asintió, aprobando.

—Y otra cosa: financiar a Frenchy me ha dado suerte. Otros mineros pensarán lo mismo, y los financiaré para conservar mi suerte.

Rune gruñó:

—Tonterías. Si le da dinero a todos los que se lo piden, se arruinará enseguida. Ponga un límite… digamos, a uno de cada siete que se lo pida. Pero no deje que nadie sepa que el que se lo lleva es el séptimo.

Elizabeth frunció el ceño, y luego asintió.

—El siete es un número afortunado.

Doc cogió su taza de café frío.

Un puñado de oro nos ha cambiado a todos, pensó. Elizabeth es la reina… La dorada reina Elizabeth. Rune tiene diecisiete años, pero es un hombre con buen juicio… y es el segundo mejor tirador del territorio. Y yo, yo soy una sombra.

Doc dijo amablemente:

—Elizabeth, puede que Frenchy no encuentre mucho más oro que compartir contigo. Estás teniendo delirios de grandeza.

—Habrá mucho más —le contradijo con tranquilidad—. Voy a ser muy rica. Soy la Joven Afortunada.

9

Después de una sola semana, la fragilidad del campamento minero Skull Creek quedó en evidencia. El pueblo se estaba viniendo abajo, marchándose al nuevo filón de Plante Gulch.

Las calles estaban repletas del ruido de desconocidos… pero sólo estaban de paso. La tienda de Flaunce permanecía abierta día y noche para que los nuevos buscadores se reabasteciesen de comida y se marchasen hacia el nuevo filón. Flaunce estaba intentando desesperadamente contratar trabajadores para que se llevasen parte de sus existencias a las nuevas excavaciones y montar otra tienda allí antes de que alguien se le adelantase.

Doc Frail holgazaneaba en su puerta esperando a que Rune regresara de la cabaña de Elizabeth, y observaba la corriente de hombres que pasaban por delante; hombres barbudos, harapientos y decididos, a pie o a caballo, guiando burros o mulas, tirando de parejas de bueyes con carretas cargadas, avanzando torpemente con mochilas sobre los hombros. Casi todos ellos le eran desconocidos.

«Veamos si soy lo que solía ser», pensó Doc, «antes de que Frenchy me engañase e hiciese que me golpeasen en la cabeza».

Dio un paso adelante, interponiéndose en el camino de un hombre cargado, que caminaba deprisa y miraba con decisión hacia delante. Cuando chocaron, Doc lo fulminó con la mirada con su antigua arrogancia, y el hombre dijo furioso:

—Maldito seas, apártate.

Y lo empujó con el codo y siguió adelante.

«No, no soy lo que solía ser», admitió en silencio. El viejo poder, que había funcionado incluso con desconocidos, había desaparecido, el desafío en la mirada que decía: «¿Sirves para algo?»

Apareció Rune agitando la mano entre la multitud, y Doc vio en él un poder nuevo. Rune parecía más alto. Llevaba ropa nueva, limpia, y unas buenas botas, aunque la pistola que llevaba al cinto se la había dado Doc meses atrás. Rune ya no era hosco. Tenía el ceño fruncido por la preocupación, pero estaba seguro de sí mismo.

Doc señaló con el pulgar un solar vacío y Rune asintió. Era la hora de su práctica diaria de tiro, que hacían en público a propósito. En el lugar vacío donde nadie resultaría herido, Doc lanzó una lata vacía y Rune le hizo tres agujeros antes de que cayese al suelo. La corriente constante de hombres se convirtió en un remolino, luego se detuvo y la multitud creció.

Alguien gritó: «Eh, muchacho», y lanzó otra lata. Las pistolas de Doc y de Rune atronaron a dúo, y la multitud se sintió complacida.

Cuando la pistola de Rune se quedó sin balas, Doc siguió disparando con la mano derecha pero con su segunda pistola, que se pasó en un movimiento relampagueante desde la mano izquierda tras soltar su primera arma. Ya no era un dúo, sino un solo, a cargo del viejo maestro. Oyó admiración entre los hombres que lo rodeaban, y aquello era bueno. Era necesario que los desconocidos supieran que la Joven Afortunada estaba bien protegida. El «salto de la frontera», el truco de lanzar una pistola cargada a la mano que previamente había dejado caer otra que se había quedado sin munición, era impresionante, pero Rune todavía no lo había perfeccionado lo suficiente como para hacer una demostración pública.

Aquello era todo lo que había que enseñar. La multitud siguió adelante.

—Vete a dar un paseo o algo —sugirió Doc—. Yo vigilaré la casa de Elizabeth un rato.

—Hay un loco en el pueblo —dijo Rune—. ¿Lo ha visto?

—Hay cientos de locos en el pueblo. ¿Te refieres al predicador fanático de las patillas pelirrojas? He pasado tres o cuatro veces cerca de su congregación, pero nunca me he detenido a escucharle. No me sorprendería que el campamento lo linchase sólo para hacerlo callar.

—Me da miedo —admitió Rune, frunciendo el ceño—. No les cae bien, pero hace que todo el mundo ande enfadado y gruñendo. No predica el amor de Dios. Es siempre fuego infernal y condenación.

Doc preguntó, sospechando de repente:

—¿Ha ido a casa de Elizabeth?

—Sí. No le dejé entrar. Pero cuando le conté a ella que era un predicador, me obligó a que le diese algo de polvo de oro. Quería hablar con él, pensó que le daría cierto consuelo. No es de esos predicadores que van por ahí consolando a la gente. Vaya a escucharle cuando tenga tiempo.

—Tengo más tiempo del que solía —admitió Doc Frail.

Por Skull Creek habían pasado dos médicos nuevos, ambos de camino al nuevo y creciente asentamiento de Plante Gulch.

Doc tuvo la oportunidad de escuchar al predicador la tarde siguiente. El pianista del salón de baile del otro extremo de la calle se había dañado la espalda moviendo el piano. Doc fue a su choza, le dio algún calmante y en tono serio le prescribió descanso y piedras calientes.

El hombre gimió:

—¿Quién va a calentar las piedras? Y no puedo quedarme en la cama… Nos vamos a llevar todo el tinglado a Plante Gulch en cuanto terminen de poner el suelo.

—Necesitarán un pianista cuando lleguen —le recordó Doc—. Le diré al jefe que le consiga piedras calientes. Usted es un hombre importante, profesor.

—Bueno, supongo que lo soy —concedió el hombre—. A menos que consigan un pianista mejor.

Doc dejó al propietario tirándose de los pelos por el amenazante retraso y salió a la calle. Estaba llena de hombres que se habían ido frenando por la curiosidad, porque al otro lado de la calle, sobre una caja, el hombre pelirrojo estaba predicando.

Tenía los ojos desencajados, y también sus gestos eran desencajados, y el sermón era una serie inconexa de amenazas inacabadas.

—¡Oh, hombres de poca fe! ¡He aquí, os digo, ante vosotros! ¡He aquí un caballo pálido; y el nombre del que lo montaba era Muerte, y el Infierno lo seguía! Ciertamente, hermanos, no olvidéis el Infierno… el tormento eterno, el fuego que nunca se consume. Y oí una gran voz que salió del templo diciéndoles a los siete ángeles: «Partid y derramad los cántaros de la ira de dios sobre la Tierra».

»Y he ahí al dragón que da poder a la bestia, y vosotros adoráis al dragón y la bestia, diciendo: “¿Quién es la bestia?” Y el dragón es el oro, y la bestia es el oro y he ahí que estáis condenados por la eternidad buscando el dragón o la bestia.

Doc se dio cuenta de que el predicador citaba fragmentos del Apocalipsis, con cambios propios que no eran precisamente mejoras. Pero ciertamente, el oro bien podría ser un dragón y una bestia.

Un hombre entre la multitud gritó:

—¡Oh, cállate y vete a buscar tú mismo a la bestia! —y hubo un rugido de risotadas aprobatorias.

—¡Acordaos de Sodoma y Gomorra! —gritó el hombre pelirrojo—. Ardieron por su vileza… ¡Sí, por su pecado y su maldad! ¡Sí, este campamento es vil como esas dos!

Doc Frail se vio atrapado en un impaciente remolino entre la multitud, y alguien gruñó:

—¡Dale un latigazo a ese caballo o no vamos a salir de Sodoma y llegar a Gomorra antes de que se haga de noche!

Los desvarios del predicador alimentaron cierta furia inútil en Joe Frail. «¿Qué le hace pensar que es mejor que su congregación?», se preguntó Doc. «Tiene un cierto odio dentro».

—Una nación pecadora —gritaba el predicador—. Un pueblo cargado de iniquidad, la semilla de los malvados… niños que son corruptores. ¡Escuchad la voz del Señor, gobernantes de Sodoma; prestad atención a la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra!

El libro del profeta Isaías, reflexionó Joe Frail, que era el hijo de la hija de un predicador. Inmediatamente, el hombre pelirrojo regresó al Apocalipsis:

—¡Se me ha dado una boca para decir grandes cosas, y se me ha dado el poder para continuar cuarenta y dos meses!

Detrás de Joe Frail, un hombre gritó:

—No vamos a escucharte tanto tiempo.

—¡Quien tenga oídos, que oiga! Aquel que cautivare a otros, en cautividad parará, quien a hierro matare, a hierro será muerto.

Joe Frail tembló a su pesar, pensando. ¿Y aquel que mate con una pistola?

En aquel momento la voz de un hombre dijo detrás de él: «Ese es el hombre», y Doc se quedó tenso como si se hubiese quedado helado, mirando fijamente al loco de pelo rojo.

—Ese es el hombre del que le hablé —siguió diciendo la voz, mientras pasaba a su lado—. Como una regadera. Se llama Grubb.

«¿Cómo puede ser?», se preguntó Doc. «¿Cómo puede ser ese el hombre por el que me van a ahorcar?»

Después de unos días, el loco se marchó a Plante Gulch.

En agosto, Elizabeth Armistead ya era rica y cada vez lo era más. Las paredes interiores de troncos de su cabaña estaban cubiertas con metros de muselina blanca, sus muebles eran los mejores que se podían llevar a Skull Creek, había traído del Este su piano e iba vestida de satén. Pero sólo unos pocos la veían, sólo el séptimo de los hombres que acudían a suplicarle financiación a la Joven Afortunada, y Frenchy Plante cuando aparecía para llevarle la mitad del oro encontrado en la mina.

«Hoy es sábado», recordó Doc Frail. «Día de limpieza en las esclusas. Frenchy vendrá con el oro. Y yo me pasaré la tarde con Elizabeth, esperando a que venga. La Joven Afortunada se esconde tras una muralla de oro».

Encontró a Elizabeth discutiendo indignada con Rune.

—Frenchy ha mandado a un hombre para decir que esta vez habría una gran carga —le dijo a Doc—, y quieren a un hombre con reputación para que la proteja por el camino. ¡Pero Rune se niega a ir!

—No me paga para que proteja el oro —dijo Rune—. Me contrató para protegerla a usted.

—La mitad de ese oro es mío —contestó ella.

—Y la otra mitad es de Frenchy. Él cuidará del oro. El banco va a abrir en cuanto venga. Pero yo voy a estar aquí.

Doc dijo sin sonreír:

—Jovencita, parece que tienes a un hombre sensato en tu nómina —y vio con agrado que Rune se sonrojaba.

«¡Caramba, probablemente es la primera cosa decente que le he dicho!»

—Yo también estaré aquí —prometió Doc—. Sólo de visita.

Estaba demasiado inquieto para quedarse sentado esperando. Se quedó de pie en la puerta, mirando al exterior, pensando en voz alta:

—Estamos en agosto, Elizabeth. Hace un día precioso, incluso en este valle yermo entre colinas yermas. Y eres joven, y yo no estoy decrépito. Pero eres una prisionera —se volvió hacia ella y le preguntó amablemente—: ¿Vienes a dar un paseo conmigo, Elizabeth?

—¡No! —susurró ella al instante—. ¡Oh, no!

Doc se encogió de hombros y se volvió.

—Hubo un tiempo en el que no querías salir porque no tenías adonde ir ni dinero suficiente. Ahora puedes permitirte ir a cualquier parte, pero tienes un puñado de pepitas tras el que esconderte.

—¡Joe, eso no es todo! No puedo salir por el mismo motivo por el que no podía antes.

—¿Lo has intentado, Elizabeth?

Ella no respondió.

Doc vio que Rune lo observaba con los ojos entrecerrados y una fría furia en la expresión de la boca.

—Quizá tu socio te traiga nuevas e inusuales pepitas —señaló Doc—. Me pregunto de dónde las saca.

—De su mina, por supuesto —le contestó Elizabeth.

Sus pepitas especiales no estaban a la vista, pero Doc sabía que estaban en el azucarero tapado que estaba sobre la mesa.

—Señora, siento discrepar. La Joven Afortunada es una explotación al aire libre. Se utiliza agua para separar el oro de la porquería y la grava. La mayoría de tus pepitas vienen de ahí, sí. Pero… extiéndelas y te lo mostraré.

A regañadientes, ella volcó el azucarero. Estaba lleno de oro; tuvo que sacarlas con una cuchara. Y aquel no era su tesoro, sino su afición, la colección privada que guardaba sólo porque eran muy hermosas.

Doc tocó una maraña dorada de hilos rígidos.

—Esto es cable de oro, endurecido al enfriarse. Se encuentra a través de grietas en la roca. Roca, Elizabeth. Este es oro de roca, no de explotación al aire libre, y nunca ha salido una así de ninguna excavación a menos de trescientos kilómetros de aquí. Ni tampoco ninguna de esas pepitas de bordes afilados que todavía conservan fragmentos de cuarzo. Ese oro no ha salido de la mina a la que Frenchy puso tu nombre.

Elizabeth lo miró fijamente, fascinada y asustada:

—Estaba con otras cargas que trajo. ¿De dónde las ha sacado?

—Mandó a por ellas para dártelas. Algunos hombres cortejan con flores. Frenchy le da a su elegida pepitas de oro importadas.

—¡No hables así! No me gusta.

—Ya suponía que no te gustaría, pero era hora de que te lo dijese.

Frenchy estaba consiguiendo dos propósitos: complacer a Elizabeth y burlarse de Joe Frail.

«Y nosotros somos dos inofensivos pichones, los dos», pensó Doc.

—Me gustaría que guardases esos contratos de financiación en el banco —señaló Doc. Cuatro estaban dando beneficios, y algunos de los otros quizá los dieran—. ¿Por qué los guardas en esa caja roja aquí, dentro de tu cabaña?

—Porque a veces me gusta mirarlos —dijo tozudamente—. Están perfectamente seguros. Tengo a Rune para protegerme.

Doc sonrió con la comisura de los labios, y ella se apresuró a añadir:

—Y también te tengo a ti.

—Mientras viva, Elizabeth —dijo con gentileza.

Rune intentó calmar los ánimos cambiando de tema.

—Me han dicho que Grubb, el predicador, ha vuelto.

—Entonces me gustaría hablar con él —dijo Elizabeth—. Si viene aquí, por favor, déjalo entrar.

—¡No! —dijo Doc en voz alta—. Rune, no le dejes entrar. Es un lunático.

Elizabeth dijo con frialdad:

—Rune le dejará pasar. Porque quiero hablar con él. ¡Y porque lo digo yo!

Doc dijo:

—¡Pero Elizabeth! —y la miró asombrado. Estaba sentada con la espalda recta, la barbilla en alto, pálida de ira, imperiosa… la reina tras la muralla de oro, la Joven Afortunada, que había olvidado lo vulnerable que era. Doc Frail, recientemente vulnerable y temeroso desde la gran broma que Frenchy le había gastado, no pudo obligarla a bajar la mirada.

—Rune… —empezó a decir, pero ella lo interrumpió.

—Rune le dejará pasar porque lo digo yo.

Rune los miró a los dos.

—No le voy a dejar pasar, y no porque lo diga Doc. No le dejaré pasar… porque no debería pasar. Y así son las cosas.

Doc sonrió:

—El mundo ha cambiado, Elizabeth. Así son las cosas. Rune tiene la mano ganadora… Y nadie tiene que decirle cómo jugarla.

Rune adivinó vagamente en ese momento que, por mucho que viviese o hiciese para ganar honor entre los hombres, nunca le harían un halago mejor.

—Supongo que voy a ir a ver qué está haciendo por aquí —dijo, avergonzado.

—¡Os podéis ir los dos! —dijo Elizabeth furiosa.

Para su sorpresa, Doc le contestó con suavidad:

—De acuerdo —y se quedó sola.

Las pepitas del azucarero estaban sobre la mesa. Las tocó, las acarició, las ordenó en montones según el tamaño y la forma. Empezó a olvidar la furia y la prisión. Empezó a olvidar que era joven y estaba lejos de casa.

Doc Frail estaba sólo a cien metros de la cabaña cuando un mensajero sobre una mula lo saludó:

—¡Eh, Doc! Mi socio Frank está herido en nuestra mina. Hay tres hombres intentando sacarlo, o por lo menos sostener las vigas.

Se bajó de la mula y Doc, que llevaba su maletín, saltó a la silla. Sabía dónde estaba la mina.

—Manda a más hombres allá arriba —le urgió, y se puso en camino.

Rune, paseando, lo vio marcharse y se volvió de nuevo a la cabaña de la Joven Afortunada. No entró. Se agachó en la puerta delantera y comenzó a tallar.

Abajo, más allá del Big Nugget, el hombre pelirrojo estaba predicando un nuevo sermón, enfureciéndose con sus propias palabras… y atrayendo a una multitud más inclinada a su favor de lo acostumbrado. El tema era la Joven Afortunada. No había un tema más fascinante en todo Skull Creek, pues era joven, deseable y misteriosa, y representaba riquezas sin límite, incluso para aquellos que no la habían visto nunca y sólo la conocían como leyenda.

—¡Sí, hay pecado en este campamento, un gran pecado! —entonaba Grubb—. El pecado que le cierra la puerta a la salvación, que mantiene a una joven prisionera contra su voluntad. ¡Hay un hombre malvado que la ha encerrado en una cabaña para que no escape y coloca a un guardia ante su puerta para que la justicia no entre!

Su público era forastero. Lo creían, porque… ¿por qué no?

Uno le dio un codazo a otro y dijo:

—Oye, ¿tú lo sabías?

El otro sacudió la cabeza, frunciendo el ceño.

—No se la puede salvar del mal —entonó Grubb—, porque el mal la rodea. No tiene consuelo dentro de esos muros porque al siervo del Señor se le prohíbe la entrada.

—¿Lo has intentado? —le preguntó alguien.

Grubb lo había intentado una vez, semanas atrás. Pero lo recordaba como si fuese ese mismo día, y su ira se renovó. Comenzó a gritar:

—Ciertamente, el siervo del Señor intentó entrar para rezar con ella por su salvación, para darle amparo ante el mal. Pero el guardián de la puerta lo echó atrás y lo sobornó con oro. ¡He ahí que el guardián es tan malvado como el amo, y ambos están condenados!

Su público veía lo mismo que él, al arrogante doctor que no permitía que la Joven Afortunada se fuese, y al joven que holgazaneaba ante su puerta para alejar a sus rescatadores. Su público se agitaba y murmuraba, y alguien dijo: «¡Maldita sea, eso está mal!» Su público creció, y Grubb, que por primera vez estaba dando un sermón al que los hombres respondían sin insultarlo, siguió gritando palabras que se había convencido de que eran ciertas.

Un hombre que estaba en la multitud se alejó… el ladrón de caballos amigo de Tall John, y de Doc, que lo había curado, y de Rune, que había cuidado de él. El ladrón de caballos pasó por la barbería y vio que Frenchy Plante estaba dentro, cortándose el pelo. La mula de Frenchy estaba atada delante y el oro de la entrega semanal estaría sin duda en las alforjas de la mula. Pero Frenchy estaba observando desde la silla de barbero con un rifle atravesado sobre sus rodillas, así que el ladrón de caballos no se entretuvo.

Caminando deprisa, pero sin correr, se detuvo delante de la cabaña de la Joven Afortunada y habló con Rune en voz baja.

—El tipo pelirrojo está montando un jaleo, calentando a los hombres. Dice que la chica podría marcharse si Doc no te pagase para mantenerla encerrada. No te pongas nervioso, muchacho. Sólo estamos hablando del tiempo. Creo que va a montarse una buena, y yo voy a avisar a Tall John. ¿Dónde está Doc?

—Se fue en la mula de Tim Morrison… supongo que a la mina de Tim. Gracias.

Lentamente, Rune entró en la cabaña de la Joven Afortunada y se sentó.

El ladrón de caballos, que justo entonces no tenía ningún caballo, acudió al establo y alquiló uno. Trotando, llegó hasta donde Tall John estaba lavando grava. Tall John soltó el pico y dijo:

—Ve a buscar a Doc —y empezó a bajar hacia la cabaña de Elizabeth con una rápida cojera.

Tall John observó que más allá del Big Nugget se había reunido una multitud bastante grande, y de vez en cuando salía algún grito de ella.

«Si van a la cabaña», se dijo, «tendrán que matar antes al chico… Y si eso ocurre, ella tampoco querrá vivir. Él y yo, entre los dos tendremos que mantener lejos a Frenchy. ¡Que el cielo no quiera que sea él quien la rescate!»

Tall John llamó a la puerta de Elizabeth y, después de que se identificase, Rune le dejó entrar. Se sentó a charlar como si sólo hubiese ido a hacer una visita amistosa.

El ladrón de caballos se encontró con Doc Frail, que volvía andando. El hombre atrapado en el derribo había muerto. Y seguía atrapado.

—Hay problemas —dijo bruscamente el ladrón de caballos, y le contó cuáles eran los problemas.

—Si no te importa, voy a coger tu caballo —replicó Doc. Comenzó a trotar; no se atrevía a atraer la atención yendo más deprisa. Y no sabía qué iba a hacer cuando llegase a la cabaña… si es que llegaba.

Se dio cuenta de que aún no era demasiado tarde para sacarla de Skull Creek. «Me pregunto cuánta munición tiene Rune. Yo no tengo mucha… Y de todos modos, ¿qué puedo hacer con ella, excepto disparar a través del tejado y hacer ruido?»

Oyó que Frenchy gritaba «¡Eh, Doc!» desde el otro extremo de la calle, pero no se volvió.

La multitud de más allá del Big Nugget empezaba a agitarse y a disgregarse. Rune, observando por un agujero de la manta que colgaba de la ventana, dejó pasar a Doc antes de que este tuviese la oportunidad de llamar.

Los tres, dentro de la cabaña, estaban inmóviles como estatuas. Elizabeth dijo:

—Me lo acaban de contar, Joe. Saldré cuando vengan y le diré a Grubb que las cosas no son así.

—Te vas a quedar aquí dentro —contestó Doc—. Espero que no creas que estoy siendo melodramático, pero tengo que hacer algo que he estado evitando demasiado tiempo. Tall John, ¿puedo hacer un testamento legal diciéndotelo a ti de palabra? No hay tiempo para escribirlo. Quiero observar esa ventana.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

Tall John dijo:

—Dímelo. No se me olvidará.

—Me llamo Joseph Alberts. Soy más conocido como Joseph Frail. Estoy en posesión de mis facultades mentales, pero en peligro inminente de muerte. Lego dos mil dólares en oro limpio a… Rune, ¿cómo te llamas?

Rune contestó en voz baja:

—Leonard Henderson.

—A Leonard Henderson, más conocido como Rune, para que pueda permitirse estudiar Medicina si así lo desea. Todo lo demás se lo lego a Elizabeth Armistead, llamada la Joven Afortunada.

—¡Oh, qué afortunada! —dijo con voz ahogada.

No dijo que quería que Rune se la llevase de Skull Creek. No era necesario.

—La turba hace cada vez más ruido —comentó Doc—. Tall John, será mejor que te vayas por la puerta de atrás.

—No lo olvidaré —prometió Tall John.

Y salió de la cabaña sin detenerse a estrechar manos.

Justo en la ventana, Frenchy gritó:

—¡Joven Afortunada! ¡Tengo oro para usted! Ábrale la puerta a Frenchy, Joven Afortunada.

Dentro de la cabaña, nadie se movió. Desde fuera nadie podía verlos.

Frenchy hipó y dijo:

—Oh, demonios, no está en casa —siguió avanzando, y luego gritó—: Pero siempre está en casa, ¿no?

Doc habló rápidamente.

—Si salgo por esta puerta, quedaos dentro los dos… y bloquead la puerta. ¿Entendido?

—Entendido —contestó Rune.

Elizabeth lloraba en silencio.

La voz de Frenchy se volvió a oír:

—Doc, ¿estás ahí? ¡Eh, Doc Frail! Sal. No tendrás miedo, ¿verdad?

Joe Frail se tensó y, con un esfuerzo de voluntad, se relajó.

—No me pegarías un tiro, ¿verdad, Doc? —se burló Frenchy—. No le pegarías un tiro a nadie, ¿verdad, Doc? —se rió escandalosamente, y Doc Frail no movió un músculo.

Ahora oía murmurar a la multitud, el murmullo profundo e inquieto que había oído en la colina el día en que aquel bandido colgó de una rama del gran árbol.

Oyó un chillido estridente que salía de la garganta de Grubb, que había visto a Frenchy hablando por la ventana y lo había visto entrar otras veces en la cabaña.

El tema de Grubb no cambió, pero sí su tono mientras guiaba a su congregación. Sus palabras vociferadas llegaron hasta ellos:

—¡Mujer endiablada! ¡Endiablada y condenada! ¿Todo tu oro te salvará del fuego infernal? Lasciva y condenada…

Doc se olvidó de que era un cobarde. Se olvidó del hombre muerto en Utah. Se olvidó de Wonder Russell, que dormía en una tumba en la colina. Apartó la barra de la puerta y salió a la calle.

Su voz era un trueno:

—¡Grubb, ponte de rodillas!

Grubb estaba ciego al peligro. Ni siquiera reconoció a Doc Frail como un obstáculo. Aferrando el aire, siguió avanzando, mientras gritaba:

—Babilonia y la meretriz…

Doc Frail boqueó y le disparó.

No vio caer a Grubb, porque la furia de la turba lo derribó. Lo último que oyó mientras caía bajo el diluvio era el sonido que quería oír: la viga cerrando la puerta de la cabaña.

10

La chusma. La chusma. La primera emoción que sintió fue desprecio. El miedo llegaría después. Pero no; el miedo ya había llegado. Tenía la boca seca.

Estaba amoratado y quejumbroso, había estado inconsciente. No veía a los hombres que escuchaba y despreciaba. Estaba boca abajo sobre unas tablas sucias y veía el suelo a través de una grieta. ¿Sobre una plataforma? No, tenía las piernas dobladas y doloridas. Estaba sobre una carreta. No podía mover los brazos. Los tenía atados al cuerpo con una cuerda.

La chusma gritaba y lo escarnecía, pero no todos los insultos eran para él… no se ponían de acuerdo entre ellos. Sabía dónde estaba: bajo el árbol del ahorcado.

Una voz gritó furiosa:

—¡Un juicio! ¡Este hombre tiene que tener un juicio!

Otra se superpuso:

—Claro, un juicio… ¡Le ha disparado al predicador!

«Este es el lugar y este es el árbol», comprendió Joe Frail, «y la cuerda debe de estar casi preparada. Grubb era el hombre, y apenas supe que existía».

No tenía que hacer nada. Alguien lo haría todo. Había algo monstruoso por lo que preocuparse… pero no durante mucho tiempo.

Y estaba Elizabeth.

Joe Frail gimió y dio un tirón de la cuerda que lo ataba, y oyó que Frenchy se reía.

—Deja que los chicos te vean, Doc —lo instó Frenchy—. ¡Que te echen un último vistazo!

Alguien lo empujó para ponerlo en pie y Doc parpadeó detrás de su pelo, que había caído sobre los ojos. La turba quedó en silencio, mirando fijamente a un hombre que prácticamente estaba muerto.

Ahora no había necesidad de ser digno, no había necesidad de nada. Si se movía, alguien lo sujetaría. Si se caía, volverían a ponerlo en pie. Todo lo que había que hacer lo harían otros. Joe Frail ya no tenía ninguna responsabilidad (excepto… ¿Elizabeth? ¿Elizabeth?).

—Demonios, esta no es una manera decente de hacerlo —discutió alguien con autoridad, no pidiendo justicia, sino una ejecución apropiada—. Así el extremo del carro le pillará los pies. Poned una tabla a través. Así tendrá una buena caída.

Hubo un ajetreado retraso mientras los hombres bajaban por la colina para conseguir unas planchas.

Joe Frail echó atrás la cabeza con su viejo gesto arrogante y pudo ver mejor con el pelo apartado de los ojos. Veía Skull Creek mejor de lo que quería, tan claramente como la primera vez que había pasado bajo el árbol con Wonder Russell.

Elizabeth, Elizabeth. Hervía de furia. Cuando un hombre está en su propia ejecución, no tendría que pensar en nadie más que en sí mismo.

Y aun así, comprendió, incluso ahora, Joe Frail debe inquietarse impotente por Elizabeth. ¿Quién había muerto realmente en paz excepto aquellos que no tenían nada por lo que vivir?

Llegaron hombres con planchas… cuatro o cinco hombres, cuatro o cinco planchas. Empezaron a colocar las planchas a través del carro para construir una plataforma de modo que pudiesen estar satisfechos de haberlo ahorcado decentemente y con compasión. Y desde un lateral, Frenchy traía una recua de caballos para tirar del carro.

Detrás de él, alguien le deslizó un nudo por encima de la cabeza y se lo quitó para probar la longitud de la cuerda. Encima de él, alguien trepó por la rama saliente para atarla más corta. Joe Frail estaba en pie inmutable, sin mirar hacia arriba, sin mirar al lado, donde estaban colocando en posición a los caballos.

La multitud estaba ahora silenciosa, expectante.

Justo cuando los caballos estuvieron en posición delante del carro, vio movimientos en la calle de Skull Creek y se esforzó por ver.

La puerta de Elizabeth estaba abierta y Rune había salido de la cabaña.

«¡No! ¡No! ¡Maldito muchacho idiota, quédate dentro y haz lo que puedas para salvarla! Mañana se habrán escabullido como perros y te la podrás llevar tranquilamente. ¡Idiota! ¡Idiota completo!»

«¿Qué lleva? Una caja roja».

«¡No, Elizabeth! ¡Oh, dios, Elizabeth no! ¡Quédate en la cabaña! ¡No dejes que te vean!»

Pero la Joven Afortunada había salido de su refugio y andaba junto a Rune. Caminaba deprisa, medio corriendo, con la cabeza gacha.

«¡No mires, Elizabeth! ¡Querida, no mires! Date la vuelta, regresa a la cabaña. Mañana podrás marcharte».

Un hombre detrás de Doc señaló:

—¡Anda, fijaos en eso! —pero nadie más pareció darse cuenta.

Doc dijo de modo brusco:

—¿A qué demonios estáis esperando?

De repente tenía prisa. Si acababan pronto con aquello, ella regresaría… Rune se encargaría de ello.

Ella iba inclinada hacia delante luchando contra el viento del desierto que estaba a cincuenta kilómetros de allí. Se tambaleaba. Pero no caía. Dejó atrás la tienda de Flaunce.

«¿La caja roja que lleva Rune? Es la caja donde guarda su oro. Atrás. Atrás».

Alguien le volvió a deslizar el nudo sobre la cabeza y Doc gimió y se sintió avergonzado.

Elizabeth se estaba esforzando por subir la primera cuesta de la colina yerma, peleando contra el desierto. Se tapaba los ojos con el brazo derecho. Pero Doc podía verle la cara a Rune. Rune llevaba la pesada caja y no podía ayudar a la Joven Afortunada, pero tenía una expresión en el rostro que Doc rara vez había visto. Era compasión.

La recua estaba lista, la plataforma estaba preparada, el nudo estaba alrededor del cuello del condenado. La Joven Afortunada se detuvo a medio camino de la subida.

De la chusma no salió sonido alguno, excepto sus respiraciones. Algunos estaban mirando a Elizabeth. Esta levantó la mano derecha e hizo un disparo al aire con la Derringer.

Entonces todos la miraron. El silencio era completo y vasto. Los hombres miraron fijamente y esperaron.

Rune puso la caja roja en el suelo, la abrió y le entregó algo a Elizabeth… Un saquito, pensó Doc. Lo vació en la mano y le lanzó pepitas a la turba silenciosa.

Nadie se movió. Nadie habló o murmuró siquiera.

«Vaya, Rune no lleva pistola», observó Doc. «Hacía mucho tiempo que no le veía sin una pistola en el cinto. Y Elizabeth ha disparado al aire la única bala que tiene su pistola. Están desarmados, indefensos. Tan indefensos como yo».

La voz que oyó era la suya, gritando:

—¡Volveos! ¡Volveos!

Detrás de él, un hombre le puso una mano sobre el hombro sin brusquedad, como si le dijese: «Calla, calla, este es un momento para el silencio».

Elizabeth volvió a inclinarse hacia la caja y sacó algo blanco… el azucarero. Lanzó las grandes y brillantes pepitas de su tesoro dorado, dos y tres a un tiempo, hacia los hombres inmóviles de la colina. Luego dejaron de estar tan inmóviles, hubo movimientos espasmódicos entre ellos, que cesaron al instante, como si anhelasen hacerse con el tesoro desperdigado pero no se rindiesen.

Elizabeth se quedó quieta un instante con la cabeza gacha y las manos colgando vacías. Joe Frail vio que se le movían los hombros mientras sorbía grandes cantidades de aire. Rune estaba a su lado con esa expresión compasiva que le daba una mueca en los labios.

Elizabeth se inclinó una vez más y sacó un papel doblado, lo levantó en alto y lo soltó al viento. Recorrió una corta distancia antes de caer al suelo. Se quedó esperando con la cabeza gacha y la turba esperó, removiéndose con esos inquietos movimientos de los hombres confundidos.

Lanzó otro papel y otro más. Alguien lanzó una pregunta al aire:

—¿Contratos? ¿Contratos de financiación?

Y alguien más dijo:

—¿Pero cuáles?

La mayoría de los contratos ya no significaban nada, pero unos pocos le daban a la Joven Afortunada la mitad del tesoro dorado que salía de las minas que habían encontrado oro.

La voz de Frenchy rugió con alegría:

—¡Está comprando a Doc Frail! ¡La Joven Afortunada está comprando a su hombre!

Joe Frail tembló, pensando: «Esta es la última indignidad. Se lo ha jugado todo, y no le quedará nada para recordar excepto mi vergüenza».

Todos los contratos, de uno en uno, se los ofreció a la multitud, y el viento se llevó cada papel durante un breve instante. Todas las pepitas del azucarero. Todo el pálido polvo de las bolsitas de cuero que hacían que la caja roja pesara.

Elizabeth se quedó al fin en pie con las manos vacías. Tocó la caja con el pie y Rune la levantó, dándole la vuelta para mostrar que no había dentro nada más, y la dejó caer.

El grito de Frenchy y la carrera de Frenchy rompieron la indecisión de la turba. Gritó:

—¡Id a por ellas, chicos! ¡Conseguid vuestra parte del precio que está pagando por Doc Frail!

Frenchy corrió tras los papeles desperdigados, desechó uno tras otro, sostuvo uno en alto, rugiendo y lo besó.

La chusma se separó. Gritando y aullando, la turba se desperdigó, los hombres escarbaron el polvo buscando el oro. Se arremolinaron como hormigas despiadadas, luchando por el tesoro.

Una voz burlona detrás de Doc dijo:

—¡Demonios, si tanto te quiere! —y cortó la cuerda que lo ataba.

El cuchillo le cortó la muñeca y notó cómo corría la sangre.

La Joven Afortunada subía corriendo a por él, sin tropezar, sin dudar, libre del miedo y el tesoro, hacia el árbol del ahorcado. Tenía la cara pálida, pero le brillaban los ojos.