LA SQUAW DE LA MANTA

El verano pasado inauguraron la nueva carretera a High Valley, y todo el mundo en el condado Okanasket acudió a celebrarlo. Helga Jacobsen, nuestra profesora de Arte, vino conmigo en mi coche a la boca del cañón para ver el desfile. Le gusta tanto nuestro rincón del estado de Washington que vino antes de que empezaran las clases.

Detrás de la banda… a buena distancia, para que tuvieran sitio para poder hacer una gran entrada… apareció un puñado de jóvenes indios, la mayoría sobre sus mejores caballos moteados, que valían, según decían ellos, a dólar la mancha. Todos los chicos iban pintados y más de la mitad medio desnudos, y salieron en tromba del bosque hacia la luz del sol, inclinados y chillando de un modo que sin duda les helaría la sangre incluso a ellos mismos. A mí me sonaba al último día de clase.

Helga, sentada sobre el estribo del coche, sacó una foto y señaló:

—¡Anda que no se lo están pasando bien!

—¡Levántate del estribo! —aullé—. ¡Los nobles pieles rojas no pueden detenerse!

Abrí la puerta y la metí en el coche justo a tiempo. Los caballos nos pasaron por delante con un tronar de cascos y una nube de polvo. Los jóvenes trataron de frenar, pero no había espacio suficiente para tantos caballos excitados. Los de delante pasaron bien, pero la última media docena se apiló junto a mi coche y oímos el ruido de los talones descalzos de los chicos golpeando las costillas de los caballos y un coro de gritos, algunos de los cuales parecían de miedo. Un caballo se cayó.

El jinete, un chico indio larguirucho que llevaba bañador y tenía rayas de pintura roja y amarilla en la piel desnuda, se encogió automáticamente protegiéndose la cabeza con las manos. Alguien agarró a su caballo y otro lo ayudó a ponerse en pie. Sacudió la cabeza mareado, pero tenía una sonrisa valiente.

—¿Estás bien? —pregunté—. Subidlo al coche, chicos.

—No —dijo él—, podría mancharle los asientos de pintura.

Pero aceptó sentarse en el estribo para observar el resto del espectáculo. Tenía lo que un informe médico probablemente habría llamado abrasiones múltiples y de un gran raspón de la pierna le brotaba sangre, pero la ignoró concienzudamente.

Me pregunté quién era, porque parecía conocerme, pero yo nunca había tratado mucho a ningún chico indio, y no lo reconocía medio desnudo y con la pintura de guerra. Llevaba un diseño en la cara que lo hacía parecer definitivamente homicida.

El siguiente grupo estaba apareciendo en el cañón con más dignidad. Se trataba de los viejos bravos, llamativos y orgullosos, algunos de ellos con grandes tocados de guerra que habían heredado de sus abuelos junto con una gran tradición. De rostro moreno e impasible, cabalgando como si no supieran que había un caballo bajo ellos, aparecieron en fila de uno como para dar un espectáculo más impresionante. No había muchos de aquellos ancianos; no podían permitirse cabalgar en parejas porque la fila hubiese sido demasiado corta. Algunos llevaban el pelo recogido en delgadas trenzas grises.

El joven pintado del estribo emitió un silbido ensordecedor de saludo, pero ni uno solo de los ancianos volvió la cabeza.

Helga estaba tomando fotos tan deprisa como podía preparar la cámara, hablando para sí alegremente. Lo único que me dijo durante diez minutos fue: «Toma, sujeta esto», mientras cambiaba el carrete.

Los ancianos iban seguidos por los hombres más jóvenes, no tan llamativos como sus mayores, porque cuando el dueño de las plumas es el abuelo, el abuelo es el que lleva las plumas. Los demás tienen que apañárselas con lo que puedan encontrar.

—Oh, aquí vienen las squaws —señaló Helga. Le di un codazo en las costillas, pensando que quizá al joven del estribo no le gustaría que utilizase esa palabra para describir a sus parientes.

Las mujeres aparecieron de dos en dos, pero una mujer desfilaba sola, en primer lugar. Una mujer gruesa que llevaba un pañuelo negro sobre la cabeza y un chal a rayas grises y negras. Era la única que llevaba ropas de color apagado, pero tenía dignidad y serenidad. Montaba un huesudo caballo gris e iba sentada en una montura semejante a una silla que, en cada centímetro visible, estaba cubierta por pesados y llamativos dibujos hechos con cuentas. Llevaba al menos tres enaguas… esas eran las que se veían. Le vi la cara al pasar… era una cara ancha, morena, seria, distante, arrugada y serena.

—¿Quién es la que va primero? —le pregunté al muchacho del estribo.

—¿Ella? Mi abuela —contestó.

—Pues sí que eres de ayuda —le dije—. ¿Y cómo se llama el nieto de tu abuela?

La sonrisa le llegó de oreja a oreja.

—No me ha reconocido, ¿eh? Soy Joe Hawk.

—¡Oh, no me digas! Si te veo cinco días a la semana en la escuela… o al menos debería, jovencito… y no te he reconocido con la pintura de guerra. ¿Cómo se llama tu abuela?

—Mary —dijo. Y luego, desestimando a la rama femenina de la familia, añadió ufano—: Mi bisabuelo era un hombre medicina.

Algo encajó en mi memoria.

—Se llama Mary. ¿Mary… Waters?

—Tengo primos que se apellidan Waters —razonó en voz alta—, así que supongo que podría haberse apellidado Waters antes de casarse con el abuelo. La gente me llama, señorita Bunny. Adiós —se marchó corriendo.

—¿Le has sacado una foto a la squaw del caballo gris? —le pregunté a Helga, que estaba apuntando a un vaquero que se acercaba.

Sacudió la cabeza.

—Me quedan pocas fotos. Además, no era muy especial.

—Eso no lo sabes —le dije—. Tú no conociste a Mary Waters.

—¡Oh, aquí vienen los invitados de honor! —exclamó—. ¡Mira!

Iban montados en la vieja diligencia Concord que guardan en el edificio de los bomberos y que sacan para los grandes acontecimientos. La banda, congregada en la colina que teníamos detrás, comenzó a tocar una bienvenida para aquellos hombres, dos senadores del Estado, que iban dentro de la diligencia y movían con gravedad sus sombreros hacia la multitud. Habían ayudado a luchar por la carretera desde High Valley hasta la autopista, y se merecían ese honor. Pero la banda tocaba también para Steve Morris, el hombre de la barba cana que había pasado más de cuarenta descorazonadores años trayendo prosperidad a este valle.

Steve Morris estaba sentado en lo alto, en el asiento del conductor de la diligencia Concord. Llevaba un baqueteado sombrero gris, echado hacia atrás para poder ver, no inclinado como lo llevan los jóvenes. El viejo y entrecano Two Line Tooker, sentado a su lado, dirigía a los cuatro caballos.

Así fue como los vi, por fin, a Mary Waters y a Steve Morris, separados medio kilómetro en la nueva carretera en una colorida procesión, aunque en realidad distanciados por toda una vida, con una diferencia racial entre ellos y una decisión que los separó para siempre.

Crecí con Mary Waters, la chica india, en un rancho que ya lleva muchos años abandonado. Los edificios están derruidos y los caballos salvajes pueden encontrar refugio en el mal tiempo donde mis padres solían sentarse junto a la estufa que habían traído en barco desde Wenatchee, mucho antes de la llegada del ferrocarril.

El padre de Mary trabajaba a veces para el mío, y su madre ayudaba a la mía, y Mary me cuidaba. Ella tenía cinco años más. Yo le tenía miedo a su padre, porque la gente decía que era un hombre medicina. No creo que lo fuese de verdad. Era duro y silencioso, un hombre corpulento con largas trenzas negras que le colgaban por debajo del sombrero. Los pantalones siempre parecían estar cayéndosele y llevaba la camisa por fuera.

La madre de Mary era una squaw para todo. Llevaba los vestidos viejos de mi madre pero, cuando se los ponía ella, parecían amplios y sucios. Normalmente llevaba un chal. Las tareas que mi madre le pedía que hiciera, las hacía, y nada más. Cuando acababa una, sencillamente se sentaba en el suelo y descansaba la encorvada espalda contra la pared hasta que mamá le decía qué hacer a continuación.

A veces toda la familia vivía en nuestra barraca. A veces vivían en un teepee. Y a veces desaparecían por la noche, aunque papá tuviese que arreglar chozas y reunir ganado, aunque mamá tuviese que enlatar conservas y quería que alguien me quitase de en medio. Después de un tiempo nuestros indios regresaban y se ponían a trabajar de nuevo, y no había más que hablar.

Papá solía gruñir al respecto, pero mamá le decía, «¿Qué clase de servicio esperabas encontrar en tierra salvaje?» A mamá nunca le gustó ser una pionera.

Recuerdo la primera vez que vi a Mary Waters. Mamá le dijo:

—Cuida bien del bebé —y Mary me tomó de la mano. Jugamos junto al arroyo. Nuestro juego era básicamente agacharnos detrás de un matorral y decir «¡Escucha!» No sé qué oía Mary, pero yo no oía nada más que los habituales ruidos silvestres.

Mamá lamentaba que no hubiese una escuela para mí; y por eso, cuando cumplí los seis años, emprendió la tarea de enseñarme ella misma. Y ya que estaba también le enseñaba a Mary, porque si no, yo no le veía el sentido a estarme sentada. Mary aprendía tan deprisa que tuvo que utilizar un libro más avanzado que el mío. Eso me espabiló, porque le tenía envidia, así que las dos íbamos más adelantadas de lo que los colegios públicos dejan que vayan ahora los niños. No perdíamos el tiempo coloreando dibujos de ardillas o haciendo cadenetas de papel; sencillamente aprendíamos.

Mary me enseñaba, junto al arroyo, a hacer trenzas con pelo de caballo, a coser cuentas y a hablar la jerga chinook, una mezcla de francés, inglés y palabras indias. Ya he olvidado casi todo.

Cuando ella tenía quince años y yo diez, su hermano mayor volvió de alguna parte con otro joven adusto.

—Supongo que pronto vamos a perder a nuestra niñera —dijo papá una noche durante la cena—. Creo que ese joven que ha venido con su hermano está hablando con el viejo. Ella ya está en edad casadera.

Me quedé sentada con la boca abierta, a punto de llorar. Mamá abrió los ojos como platos y dejó el tenedor sobre la mesa, haciendo ruido.

—¿Me estás diciendo que estos salvajes casan a sus hijas a los quince años? —preguntó—. ¡Carl, no lo voy a tolerar!

—No puedes evitarlo —le contestó razonablemente—. ¿Qué te parecería que alguien viniese a decirte cuándo puedes casar aquí a Beulah?

Me preparé para deslizarme debajo de la mesa. ¡Ni siquiera me gustaban los chicos y mis propios padres estaban ahí planeando casarme con alguien!

—¡Pero no puedes dejar que Mary se case como cualquier otra squaw! —aulló mamá—. Tendrás que hacer algo al respecto —volvió a cortar su carne, como si todo estuviese decidido.

Papá era un hombre paciente.

—Es una india —dijo.

—Es inteligente —dijo mamá. Levantó la mirada—. Estaría bien que la mandases a una escuela —señaló—, la gente lo hace a veces. Pero por supuesto, tú no puedes permitírtelo.

—Tengo ciertas influencias —gruñó papá.

—Seguro que no tienes tantas —se burló mamá.

Papá dejó el tenedor sobre la mesa.

—¿Quién dice que no las tengo?

Así es como Mary Waters se fue al este a estudiar durante dos años. Mamá siguió dándome clases en casa.

No sé dónde estudió Mary. Debía de saber que no iba a poder quedarse demasiado tiempo, y debió de aprovechar el que tuvo. Recuerdo el día que volvió. Mamá quería que papá fuese a recogerla con la carreta, y yo me disgusté y lloré porque él no quería.

—Que la recojan sus padres —insistía—, pueden bajar en caballo y llevarle uno. No quiero tener que estar esperando a la diligencia y luego volver con una chica india en la carreta. No estaría bien.

Aquella discusión no la ganó, pero mamá tampoco. Sencillamente, no fue.

Yo tenía planeado que Mary y yo subiríamos por las colinas a caballo. Le dejaría disparar con el viejo rifle que papá me había dado ante las frenéticas protestas de mamá. Nos esconderíamos junto al arroyo y diríamos «¡Escucha!» Y quizá, ahora que ya tenía doce años, descubriría qué era lo que se suponía que tenía que oír.

Había pensado que correría a abrir la puerta y treparía detrás de la silla de Mary en cuanto llegase; la abrazaría por la cintura y nos iríamos a toda prisa cabalgando hacia las quebradas y gritaríamos para llamar al eco.

Pero ni siquiera los oí llegar. De repente había movimiento en el patio y vi a una dama bajándose de un caballo, con dos indios descendiendo de los suyos. La dama les dio la espalda a los indios y vino directa a casa. Tocó a la puerta, aunque estaba abierta, y se quedó allí sonriendo.

Llevaba el pelo negro con dos trenzas rodeándole la cabeza y un vestido largo azul (mamá casi lloró cuando se lo contó a papá luego. «¡Carl, si hubieses visto lo arrugado que llevaba su precioso vestido! No tendría que haber ido a caballo. Deberías haber llevado la carreta. La esperaba». Pero papá apretó la mandíbula y contestó: «Los indios montan a caballo»). Me quedé pasmada. Ni siquiera pude decirle hola.

—¡Anda, Mary! —la saludó mi madre—. Entra. Beulah ha hecho una tarta para celebrarlo.

—Gracias —dijo Mary. Entró y se quedó de pie.

Mamá nunca le pedía a un indio que se sentase a menos que hubiese trabajo que hacer sentado, pero miró rápidamente a su alrededor y luego a Mary con su vestido azul.

—Siéntate —le dijo.

—Gracias —contestó Mary. Se sentó como una dama.

Mamá debió de darse cuenta entonces de lo que había hecho. Era imposible que lo deshiciera. Cuando has convertido a alguien en una dama, debes tratarla como a una dama. Pobre mamá, siempre intentó convertirme a mí en una, pero los resultados que obtuvo con Mary no le dieron mucha satisfacción. Fue la educación en casa la que convirtió en una dama a Beulah… si es que algo lo consiguió.

Mary se comió su pedazo de tarta con un tenedor, en un plato. A escondidas, me limpié el glaseado de los dedos en la enagua y cogí el tenedor que había ignorado.

Hablaron del viaje de Mary, y de su escuela, y del tiempo. De lo que no hablaron, de lo que no se atrevían a hablar fue: «Bueno, Mary, ¿y qué piensas hacer ahora?»

Al día siguiente Mary y yo volvimos a jugar. Llevaba su vieja ropa, vestidos que le habíamos dado, pero los había lavado, aunque no tenía modo de plancharlos. Los llevaba de un modo temporal, como si aquella parte de su vida fuese un interludio que iba a quedar atrás.

Caminamos por el arroyo, hablando. Me agazapé tras el matorral junto al agua y susurré:

—¡Escucha!

Mary escuchó, sacudió la cabeza y sonrió dulcemente.

—¿El qué? —me contestó. Así que sigo sin saberlo.

Discretamente, sin siquiera decírselo a mis padres, Mary se fue a Okanasket un día, llevando su vestido azul sobre la silla en un hatillo. En la arboleda junto al río se quitó su ropa india y se puso el vestido azul. Luego fue al pueblo andando y se ofreció para trabajar de maestra. Se ofreció en la tienda. Luego fue de casa en casa. Cuando empezó a oscurecer, se volvió a poner su ropa india y cabalgó de regreso a casa.

Papá se enfadó cuando la gente se lo contó después. Mamá parecía querer echarse a llorar.

Una semana después, Mary apareció discretamente en la puerta trasera y le dijo a mi madre:

—Vengo a despedirme por un tiempo, señora Bunny. Mi tía trabaja de cocinera para una cuadrilla de obreros más allá de Okanasket, y me voy a ayudarla.

A mamá nunca se le ocurrió estrecharle la mano cuando se despidieron, pero yo vi que Mary tenía preparada la mano derecha.

Mamá le habló a papá sobre el trabajo de Mary. A él le interesaba más la cuadrilla de obreros de la construcción que la ayudante de la cocinera.

—Están construyendo algo grande ahí arriba —dijo—. High Valley, así es como Steve Morris llama al terreno. Cree que si consigue agua allá arriba, puede construir algo para los colonos. Steve es un tipo listo, sí. Pone el corazón en todo lo que emprende. Pero es un soñador.

—¿Steve Morris? —preguntó mi madre.

—Un joven viudo. Quiere abrir ese valle. No sé por qué. Hay muchos otros. Va a construir una presa y un sistema de irrigación; dice que no puede esperar a que lo haga el gobierno. Ya tiene unos cuantos colonos allá arriba. Ya sabes dónde, Effie… Atravesando el cañón oscuro pasado el rancho Riley.

—Oh, sí. Vaya, me pregunto cómo estará Esther Riley. Hace meses que no la veo.

Por una vez fui lo bastante lista como para no anunciar agresivamente que quería ir a visitar a los Riley. Durante dos o tres días hice reflexivas preguntas sobre ellos. Incluso sugerí que me había parecido que la señora Riley estaba enferma, lo que desde luego no era cierto. Pero mamá se preocupó lo suficiente como para decidir que una visita nos vendría bien a las dos.

Viendo que la reflexión me había funcionado en casa, la probé con la señora Riley. Mandó a uno de sus chicos a decirle a Mary Waters que viniese a verme, y Mary vino.

Todavía llevaba sus ropas indias, del mismo modo temporal en que se las había puesto tras su regreso. Fue atenta conmigo… no condescendiente, sino atenta como lo podría ser cualquier chica mayor con una más pequeña. Hicimos carreras a pie, que no gané, y cabalgamos sin silla, con una jáquima en lugar de bridas. Nos divertimos.

Después de que Mary volviese a donde fuese el lugar del que había venido, me asomé a la puerta trasera y oí a la señora Riley hablar con mi madre.

—Se ha hablado mucho —estaba diciendo— sobre que su tía le hizo dejar de trabajar en la presa. Ahora está con unos parientes, en alguna parte de las colinas, y no le dejan ver a Steve.

—¿Es un buen hombre? —preguntó mi madre.

—Es bueno, y a nadie le sorprendería que volviese a casarse. Pero no es de los que tienen una squaw. Y aunque se convirtiese en uno de esos, sigue sin ser de esos, no sé si me entiendes.

Mi madre hizo unos ruiditos que denotaban interés y consternación.

—A los propios padres de la chica tampoco les gusta —dijo la señora Riley—. Son buena gente a su manera.

—Si hubieses tenido que tratar con ellos, no dirías eso —argumentó mamá.

—He tratado con otros, y reconozco a unos indios buenos cuando los veo —insistió la señora Riley—. Bueno, el tal Steve es un soñador, y soñando acabará por meterse en jaleos de un modo u otro, supongo.

Más tarde oí al señor Riley hablar de la presa de un modo magistralmente masculino, como si no esperase que las mujeres lo entendiesen.

—Como presa, no es gran cosa —explicó—, pero Steve cree que si construye una lo mejor que sabe, puede convencer al Gobierno de que el valle necesita una que sea buena de verdad. No creo que se le dé muy bien construir presas, pero no es asunto mío. Me han dicho que van a abrir el agua pronto, uno de estos días. Ese será el gran día para Steve Morris.

—¿Podemos subir a verlo? —rogó la señora Riley, con el hambre de todas las mujeres en territorio salvaje que no tienen demasiadas alteraciones agradables que interrumpan su dura rutina.

—Claro —prometió calurosamente el señor Riley—, a menos que el viejo Steve lo mantenga en secreto. La próxima vez que le vea, le preguntaré cuándo es.

Mary vino a visitarme dos o tres veces más durante la semana que estuvimos de visita en casa de los Riley. Había cambiado de actitud hacia mi madre y la señora Riley. Ya no iba con los hombros estirados; ya no las miraba a los ojos como una igual. Se quedaba un poco encorvada, mirando al suelo. La trataron más amablemente, menos desconcertadas por eso. Ahora sé que lo hizo por ese motivo, porque tenía un plan.

Se colocó dubitativamente delante de mi madre y le habló a sus zapatos:

—¿Podríamos…? A Beulah le pareció que estaría bien… ¿Podríamos dar un paseo largo y quizá ir de picnic si es que sobra algo? En realidad, ¿quizá un sándwich para Beulah, y yo podría traer algo para mí?

Mamá tamborileó los dedos en los dientes, pensando:

—Bueno, si me prometes que cuidarás bien de Beulah, creo que está bien, Mary. Esto es, si el señor Riley os puede dejar un caballo.

—Oh, yo puedo traer otro —prometió Mary.

Y así, para mi enorme sorpresa, al día siguiente nos fuimos a dar un largo paseo por el bosque. Todo aquello, incluido lo de «A Beulah le pareció que estaría bien», era una sorpresa para mí. Mary se lo había inventado, y no me había dicho nada con antelación.

Mary no me preguntó dónde quería ir. Cabalgamos sobre las colinas, lejos de la casa, y luego regresamos por una ruta enrevesada que subía por colinas cada vez más empinadas a través del bosque, durante un largo rato, hasta que llegamos a un claro. A un lado, el llano caía de modo que se veía la oscuridad de las copas de los árboles de abajo. Había hombres trabajando con caballos, troncos y madera. También había chozas. De una de ellas salió una india que llevaba algo que luego tiró.

—Atrás —susurró Mary—, es mi tía. No queremos que nos vea. Estamos jugando a una cosa.

—¿Qué fingimos ahora? —pregunté.

—Eres una espía —me dijo—, y yo soy el capitán del ejército. Tienes que entregar un mensaje mío y, si te pillan, te fusilarán. Tienes que encontrar a un hombre alto de pelo castaño, barba y ojos azules y decirle, cuando nadie te oiga: «Mary está donde el camino se divide». ¿Lo entiendes?

—Claro. ¿Pero cómo sabe ese hombre que estamos jugando?

—Te seguirá la corriente —me prometió.

Me deslicé entre los arbustos y me tumbé esperando cerca de los obreros hasta que distinguí al hombre alto de barba castaña donde nadie podía oírme. Cuando le susurré «Mary está donde el camino se divide», se volvió, sorprendido; luego sonrió. Cuando se lo repetí, dejó de sonreír y contestó: «Bueno. Muy bien».

Cuando la encontró, ella estaba orgullosamente de pie, con la cabeza alta, incluso llevando la ropa india. Vi el sol en su pelo negro y en su cabeza morena. Le vi a él tomarla de ambas manos.

Entonces Mary me vio y me hizo una seña con las manos.

—Vete a buscar al enemigo —me advirtió, y me alegré de marcharme.

No encontré ninguna partida enemiga que fuese a atacar, pero había un muchacho agradable trabajando con los hombres que construían la presa; un muchacho de quizá quince años, ágil, rápido y moreno, pronunciadamente guapo. Cuando me vio, exageró todos sus actos… daba los pasos más largos, y cuando le llevaba un hacha a un hombre que se la había pedido, se pavoneaba.

Aquella fue la primera vez que no detesté ser una chica… Cuando vi a aquel chico guapo y me di cuenta de que sabía que yo estaba allí y estaba ofreciéndome un espectáculo. Me pregunto qué fue de aquel muchacho mestizo.

—Quizá —pensé—, Steve Morris está construyendo esa presa para fanfarronear ante Mary.

Ahora sé, por supuesto, que la presa era tremendamente más importante para él de lo que lo era Mary, y que para Mary él era más importante que cualquier otra cosa en el mundo; más importante, incluso, que su esperanza de dejar de ser una india de teepee.

Sólo habían pasado unos minutos desde que había visto al muchacho mestizo. Mary tuvo que llamarme dos veces antes de que la oyese. Se nos había olvidado comernos el almuerzo, pero nos lo tragamos justo antes de llegar al rancho.

Cuando nos estábamos despidiendo, hizo algo desacostumbrado para ella… me puso el brazo alrededor de la cintura mientras caminábamos hacia la casa.

—¿Podrás guardar un secreto? —me preguntó.

—Claro. Claro que puedo. ¿Cuál?

—Steve va a probar la presa mañana —susurró—. Y la próxima vez que te vea, quizá te cuente otro secreto.

Aquella noche mi madre dijo que, sencillamente, teníamos que volver a casa. Monté un escándalo que debió de establecer un nuevo récord, pero mamá se mantuvo firme.

—Tengo trabajo que hacer —dijo rotundamente—. No puedo dejar a tu pobre padre allí solo toda la vida.

—Pues deja que la niña se quede con nosotros unos días —le rogó la señora Riley. Ah, era una mujer amable y comprensiva—. Nosotros no tenemos hijas. Me gustaría tener a una niña cerca. Uno de los chicos la puede llevar a caballo la semana que viene.

Yo tenía la sensatez suficiente como para quedarme callada mientras ellas lo discutían, y la señora Riley ganó.

El día pasaba, y Mary no aparecía. Descubrí que, después de todo, la casa de los Riley no me gustaba tanto, porque tenía que ser una niña buena y no tener rabietas. Mamá me lo había dejado muy claro.

Estaba sentada junto a la ventana en la salita, mirando un álbum lleno de fotografías de gente a la que no conocía cuando miré por la ventana y vi matorrales en el cañón que se doblaban en mi dirección. Luego vi agua y grité, orgullosa:

—¡Han abierto el agua de la presa, señora Riley! ¡Venga a ver el agua!

Se oyó un grito ronco que venía de fuera. El señor Riley entró atronando:

—¡Subid a la colina! ¡Corred hacia la colina! ¡Baja agua por el cañón!

La señora Riley me agarró de la mano y corrimos sin mirar atrás.

El señor Riley y otros hombres tenían que lidiar con el ganado antes de seguirnos, y luego ya no hubo necesidad de que subieran por la colina, porque estaba claro que el agua no llegaría a la altura de la casa ni mucho menos.

No podían haber pasado más de quince minutos desde que la corriente empezó a manar por el cañón y se extendió por donde ahora va la autopista principal, llevándose con ella pedazos de madera, ramas y troncos. No fue una gran inundación.

Inmediatamente quise acercarme más y verlo.

—¡Vamos! —grité.

Antes de que nadie me pudiese decir que no fuese, bajé corriendo al nuevo lago que se había formado bajo la casa. Allí había un hombre tirado, boca abajo en el agua sucia y las piernas levantadas sobre la hierba aplastada por el agua. Chillé y me di la vuelta para salir corriendo, y entonces vi a otro hombre con una camisa marrón. Estaba caído cara arriba, con los ojos abiertos y un tronco encima del pecho. Volví tropezando hasta la casa, gritando.

Así que no me quedé donde los Riley después de todo. Me llevaron de regreso aquella misma noche. Uno de los chicos Riley ensilló un caballo para mí y otro para él, y nos fuimos inmediatamente. A la señora Riley le temblaba la voz, y también las manos, mientras metía mis ropas en un hatillo para atarlo en la silla.

—Ve deprisa, Mike —le rogó—. Cabalga deprisa hasta que llegues a su casa. Si su madre se entera de esto antes de que llegue Beulah, le va a dar algo.

Cabalgamos toda la noche atravesando las silenciosas colinas sin viento. A veces yo me adelantaba y a veces lo hacía Mike. Estaba bastante oscuro y daba miedo, aunque Mike llevaba una pistola por si acaso. Después de que se me pasara la primera emoción y estuviese ya cansada y somnolienta, detesté aquel difícil viaje nocturno, aunque era algo que siempre había soñado con hacer. Después de aquella noche ya estaba más cerca de madurar, más inclinada a preocuparme por el presente real que por el sueño imposible.

Después de que el agua terminase de filtrarse encontraron a otros diez hombres. Sólo se salvó uno de los que estaban en el cañón cuando se rompió la presa… El hombre que la había construido, Steve Morris. El muchacho que me gustaba estaba en terreno alto con el resto de la cuadrilla.

Mamá se preocupó por mí durante mucho tiempo; yo solía despertarme llorando y temblando. En otoño decidió utilizar la psicología, aunque probablemente nunca había oído hablar de ella. Era la clase de psicología que ahora utilizan con los aviadores, cuando hacen que un hombre vuelva a pilotar después de haber tenido un accidente. No me daba miedo volver allí; estaba deseando cualquier cambio.

—¿Estará Mary allí? —pregunté—. Haz que esté allí.

—Supongo que podría arreglarse —dijo mamá—. Se lo diré a sus padres.

Mary no estaba en el rancho el día que llegamos, pero la señora Riley dijo que iría. Mamá hizo algunas preguntas sobre el valle cuando creía que yo estaba fuera.

—Steve ha conseguido que varias familias se asienten allí —dijo la señora Riley—. Pero no tienen agua para las acequias, así que se morirán de hambre. Todo se les ha secado. Supongo que el valle no está hecho para que se asiente nadie.

—¿No es buena tierra?

—Oh, sí. Es muy fértil, dice Bob, pero la gente dice que no tiene suerte.

—Aquel hombre que construyó la presa… ¿Dónde se ha ido?

—Sigue allí, supongo. ¡Sí que se lo tomó mal! Les dio a las familias de los hombres que habían muerto hasta el último céntimo que tenía, para ayudarles a que empezasen de nuevo. ¿Te he dicho que el pelo se le ha puesto gris? Bob estaba diciendo ayer que hacía semanas que no le veía. Dijo que no podía hablar de nada, excepto de lo que había hecho mal. Tiene una extraña conciencia que lo reconcome. Parece ser que cree que ha sido un terrible castigo que otros han sufrido por sus pecados.

Mamá debía de haber estado observando cómo reaccionaba yo al haber vuelto allí, pero la verdad es que no me molestaba. Excepto por la hierba que estaba oscurecida allí donde había caído agua, no se podía decir que allí hubiese habido una inundación. De algún modo, era importante para mí ver que el agua había desaparecido.

Mamá y la señora Riley me mimaban considerablemente, y cuando pregunté si Mary y yo podríamos dar un largo paseo, mamá dijo que sí, y hasta nos preparó el almuerzo.

Cuando Mary y su taciturno hermano aparecieron por encima de la colina, corrí para reunirme con ellos. Mary estaba delgada y actuaba con nerviosismo.

—¡Podemos almorzar y montar toda la tarde! —alardeé.

—¿Lo ha dicho tu madre? —preguntó de modo cortante.

—Claro que sí —presumí, como si yo la hubiese dado de latigazos para convencerla.

Mary se volvió hacia su hermano sin siquiera desmontar y habló con él larga y enérgicamente en su idioma. Él le discutió, y le oí gruñir «¡No!» en inglés.

—Sí que lo harás —le cortó—. Haz lo que he dicho.

Él discutió un poco más, pero cuando se fue actuaba como si tuviese la intención de obedecer.

—Nos reuniremos luego con él —me dijo—. No se lo digas a nadie.

Tenía tanta prisa que no até la silla con la fuerza suficiente. Aquel cayuse era listo, y se hinchó como un barril para que la cincha se aflojase luego. Casi me caí cuando la silla se dio la vuelta, después de que hubiésemos subido un par de colinas. Mary estuvo cortante e impaciente conmigo mientras yo arreglaba la cincha y le daba al caballo un golpe de advertencia con la rodilla.

Cabalgamos hacia el sur y entonces doblamos al oeste, bajando entre cedros hacia la oscuridad, que estaba fría porque se acercaba el otoño. Reconocí el cañón. Aquel, me di cuenta, era el lugar donde todos aquellos hombres habían caído rodando con el agua. Me dio un escalofrío y deseé que Mary hubiese escogido otro lugar para nuestro paseo.

—Espera —me ordenó de repente. Dijo algunas palabras que no entendí. No hubo respuesta. Más adelante volvió a llamar, y un hombre corpulento salió de entre los árboles hacia el camino, tirando de un caballo. Me asusté hasta que me di cuenta de que sólo era su hermano.

Dije hola educadamente, y él le gruñó alguna pregunta a Mary. Después de una pequeña discusión se montó en el caballo, y todos subimos por el cañón. Nadie habló. Subimos hasta el final del cañón, por la parte empinada que lleva a High Valley. Vi el valle por segunda vez, extendiéndose llano y de un color dorado que acababa formando altas colinas. Estaba marchito y condenado.

—Espera aquí —dijo Mary. Detuvimos nuestros caballos mientras el hermano se acercaba a una subida y volvía, sacudiendo la cabeza. Yo era lo bastante lista como para saber que estaba ayudando de mala gana a Mary a buscar a Steve Morris, que debería haber estado en una de las chozas que había allí.

Bajando de regreso por el cañón, Mary cabalgaba delante, con el chal encima de la cabeza inclinada. Detuvo su caballo tan abruptamente que el mío se chocó contra él. Se deslizó de la silla y casi se cayó. Señaló algo en el suelo que yo ni siquiera podía ver y le habló rápidamente a su hermano. Este desmontó y miró intensamente el suelo. Gruñendo, volvió a su caballo y con los hombros se abrió camino entre los matorrales hacia el ahora dócil arroyo que hablaba consigo mismo sobre sus piedras.

Gritó algo desde abajo y Mary lanzó su caballo imprudentemente a través de los matorrales. Sin saber qué otra cosa hacer, yo la seguí.

Grité, porque allí había un hombre tirado en el prado, y yo había soñado con hombres tirados en el agua. Este no estaba en el agua. Estaba tumbado sobre una manta junto al arroyo y no estaba muerto, pero parecía estar cerca de ello. Tenía la cara tan demacrada que le brillaba, y el pelo y la barba los tenía salpicados de gris, pero tenía un aspecto juvenil.

—¡Steve! —susurró Mary—. ¡Steve! ¿Estás herido?

—No —dijo, y cerró los ojos.

Ella miró a su alrededor y yo seguí su mirada. La hierba estaba pisoteada; llevaba mucho tiempo acampando allí, pero no había rastros de comida ni de fuego. Había una lata que había utilizado para beber del arroyo, pero no una sartén. Sólo tenía la lata oxidada y la manta sobre la que estaba tumbado, esperando.

Mary estaba en pie a su lado.

—Levántate, Steve. Te llevaremos de vuelta al valle.

—No puedo volver —dijo—. Aquellos hombres…

Ella le malinterpretó.

—Aquellos hombres están muertos. No pueden hacerte daño.

—Están muertos —dijo él— por mi culpa.

Hubo un largo silencio mientras Mary le daba vueltas a las ideas de Steve hasta que le comprendió.

—No vas a ayudar a nadie quedándote aquí para morirte de hambre —dijo poco después.

Steve sonrió un poco y mostró los dientes.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí sin comer? —le preguntó.

—Once días —susurró él.

Mary se dio la vuelta y se cubrió la cara con el chal. Entonces se volvió a él desesperada.

—Tú no mataste a esos hombres. Fue el agua.

—Yo dejé caer el agua.

—No, no fuiste tú. La presa se rompió.

—Yo construí la presa.

—¡No puedes ayudarlos ahora! —insistió ella.

—Una vida por otra —dijo Steve lentamente—. Sólo tengo una. Eran… doce —la miró a la cara con expresión seria, sin moverse—. Mary, ¿no lo entiendes? Quería algo que… que no debería haber tenido.

Ella inclinó la cabeza y contestó con voz apagada:

—No sabía… que los blancos creían en esta clase de sacrificios.

Y entonces se oyó el silencio del bosque, atravesado sólo por la incoherente conversación del arroyo hablando peligrosamente consigo mismo bajo los cedros.

Mary volvió a mirar a Steve.

—Conozco un modo de hacer un sacrificio —dijo en voz baja—. Conozco un modo mejor que el tuyo.

Steve no contestó, pero le miró a la cara.

—El modo de mi pueblo —dijo Mary—. Puedo hacer medicina para acallar a los espíritus de los muertos. Para pagar tu deuda porque querías algo que no debías tener.

Me quedé perpleja, porque sabía que las mujeres de la tribu de Mary no podían hacer medicina. El hermano de Mary se le quedó mirando fijamente.

Ella le habló bruscamente a su hermano, discutió con él, levantó el brazo con un gesto autoritario, repitiendo una frase una y otra vez. El hermano gruñó, pero se fue y luego volvió, con cortezas y ramitas para una hoguera. Ella se las quitó de las manos.

—Esta es una medicina importante —dijo en voz baja—. Sé hacer esta medicina. Nadie más puede. Es un sacrificio.

Se inclinó y colocó las ramitas y las cortezas en pirámide para preparar una fogata diminuta. Movió las manos por encima y murmuró. Volvió la cara hacia el cielo y habló en voz baja. Luego cogió una cerilla de la mano de su hermano y encendió el fuego. Se arrodilló al lado de la hoguera, balanceándose y susurrando, moviendo las manos por la delgada columna de humo. Oí los cedros chasqueando a mi alrededor, donde yo estaba sentada sobre mi caballo, paralizada por el miedo. El humo subía recto sin un temblor. No era viento lo que movía los cedros.

Mary cogió agua del arroyo con la lata oxidada y la calentó, hablando en voz baja todo el tiempo. Abrió nuestra tartera y cogió un pedazo de pan. Sosteniéndolo en alto con las manos, le habló al cielo. Luego partió el pan en el agua caliente de la lata.

Le dijo algo a su hermano en su idioma, y este incorporó a Steve Morris. Inclinándose, le dio a Steve Morris un beso en la frente. Luego le puso la lata en los labios.

—Esto es magia —le dijo—. Tómala… No, no me toques las manos. No puedo volver a tocarte. Nunca más. Tómala. Bébetela.

Demasiado débil para resistirse, Steve Morris se metió en la boca la mezcla de pan y agua y tragó. Cuando se lo hubo terminado, el hermano de Mary lo volvió a tumbar.

Mary se puso en pie con la hoguera entre ella y Steve Morris; se puso en pie y se envolvió en el chal.

—Es una medicina muy seria —le dijo con una voz gutural de india—. Pero tienes que pagar por la medicina. He hecho una ofrenda por ti. Nunca volveré a hablarte, y si alguna vez me ves, no lo sabrás. Ahora tendrás una fuerza que no tenías antes. ¡Steve Morris, vuelve al valle! —inclinó los hombros bajo el chal—. Mujer india vuelve con su pueblo —dijo.

Si me hubiese visto, se habría quedado horrorizada, como lo estaba yo, de saber que estaba allí, pero la cegaban las lágrimas. Bajé por el camino detrás de ella después de que su hermano subiese a Steve sobre su propio caballo y se lo hubiese llevado de vuelta por el cañón.

Sinceramente no creo que Mary hiciese ninguna ceremonia india sobre aquella hoguera. Probablemente ni siquiera sabía ninguna. Pero sabía lo que necesitaba un hombre cuando se estaba matando de hambre. Tenía que ser alimentado, pero también necesitaba que lo impulsaran para que siguiera luchando. Ella le puso tal carga que él no se atrevió a morir. Y asumió la carga de no volver a verle, para que él siempre lo recordase.

Cabalgaron en la misma deslumbrante procesión el día en que, cuarenta y tantos años después, los colonos de High Valley celebraban la carretera que por fin habían conseguido, años después de que el Gobierno les construyese una presa. Pero Steve Morris no podía haber sabido dónde estaba Mary Waters, tan certeramente había hecho esta lo que le había prometido. Y tú tampoco habrías sabido, mientras recorría cansado su procesión triunfal, que una vez Steve Morris había sido un hombre de alma débil y derrotista.

No fue magia india lo que hizo Mary Waters; fue magia de mujer. Pero sólo una gran mujer habría hecho aquel sacrificio.

Unos pocos días después de que empezasen las clases, detuve a Joe Hawk cuando salí de mi clase de Lengua.

—La próxima vez que veas a tu abuela —le dije— pregúntale si se acuerda de mí. Creo que antes era amiga mía.

—Oh, no puede ser ella —se burló—. Lleva una manta. Ni siquiera habla inglés.