Cuando hubo terminado de hacer todo lo posible para preparar para el invierno la oquedad poco profunda bajo las ramas del pino caído, cuando se hubo afanado hasta donde le llegaban las fuerzas en salvar su propia vida, se enfrentó al hecho de que podía fracasar. Pero no podía soportar la idea de acabar siendo unos huesos sin nombre cuando alguien lo encontrase años después. Un hombre tiene identidad y, aunque no salvara la vida, al menos salvaría eso.
Se había preparado y entablillado la pierna rota lo mejor que supo; le había pegado un tiro a su caballo cojo y había reunido tanta carne como podía transportar arrastrándose. Incluso había colgado parte de la piel del caballo donde pudiese alcanzarla para que se secase y se endureciese. O por lo menos, donde pudiese alcanzarla si es que no se volvía completamente indefenso.
Había arrastrado hasta su poco profundo refugio tres ramas para hacer fuego; y tenía planeado cómo, cuando llegaran las nieves, quemaría parte del árbol para hacer la cueva más profunda.
Pero no estaba seguro de que fuese a sobrevivir al invierno.
Así que sacó el cuaderno en blanco que, cuando tenía más ánimo, había titulado Diario de Aventura. Si un indio encontraba el cuaderno junto a su cuerpo o sus huesos, pensaría que era medicina o magia y se pudriría allí. Pero si un viajero blanco se topaba con el cuaderno, lo leería, o se lo llevaría a alguien que supiese leer. El cuaderno contaría que el hombre que había muerto ahí tenía un nombre y que una vez tuvo un futuro.
Se preparó y escribió en una página en blanco:
Noviembre, 1868. Me llamo Edward Morgan, tengo veinte años. Viajaba con una partida de crows amistosos cuando nos atacaron los cheyennes. Nos separamos y al cruzar un arroyo se me cayó el caballo encima, rompiéndose la pata y partiéndome la pierna. He hecho cuanto he podido. Por favor, notifiquen a…
Tachó la última frase. Era demasiado brutal. Había estado a punto de escribir: «Por favor, notifiquen a la señorita Victoria Willis que Edward Morgan no regresará para casarse con ella porque ha muerto de hambre y frío bajo la raíz de un árbol en alguna parte del territorio de Montana». No, podía ser más suave. Pensó un instante con los ojos cerrados y escribió:
Yo, Edward Morgan, en plena posesión de mis facultades mentales pero en peligro de muerte, por la presente lego a Victoria Willis, de East Waterford, Vermont, todos los bienes, propiedades y posesiones que me pertenecen en el momento de mi muerte, incluyendo mis libros. Siendo que no hay testigos porque estoy solo en las montañas, firmo y rubrico yo solo, Edward Morgan. Esta es mi última voluntad y testamento.
Si alguien encontraba el cuaderno con el testamento, quizá llegaría hasta Vicky junto con sus pertenencias. Entonces ella podría leer el diario que comenzó con su marcha hacia el oeste y que mencionaba todas las cartas que había recibido de ella durante el año y medio que había estado fuera. De modo que no había motivo para decir que la amaba. No había necesidad de que unos desconocidos leyesen un mensaje de esa clase.
Hojeó el diario. Gran parte eran todavía páginas en blanco, como su vida. Había confiado en rellenar muchas páginas. Había confiado en terminar su educación universitaria y ser profesor de Latín y Griego, y había confiado en casarse con Vicky.
Si alguna vez volvía a casa, se conformaría con relatar los pequeños sucesos de la tranquilidad. Pero ahora escribía lo que creía que iba a ser la última entrada de su Diario de Aventura: ¡Adiós, Aventura! Eres una golfa caprichosa.
Aquello era una floritura galante, pensó, aunque se dio cuenta de que no sonaba mucho a Edward Morgan. Pero ya que iba a morir, si es que se moría, no iba a dejar una historia de horror para que la leyese Vicky si alguna vez el cuaderno llegaba a sus manos.
Pero, antes de cerrar el diario, tenía que mandarle un mensaje más: Vicky, he intentado volver a ti. Luego se echó hacia atrás con los ojos cerrados. Ya no tenía nada más que escribir. A partir de entonces sólo tenía que resistir…
Había encontrado aventura en tres o cuatro campamentos mineros, aunque llegó un poco tarde para encontrar oro. Era una aventura planeada y prefirió quedarse al margen… ser observador, no participante.
Se fue a una aldea de indios crow porque quería ver cómo vivían los indios, y los crows eran amistosos. Tenía dinero suficiente como para comprarles regalos impresionantes, así que se mostraron dispuestos a que se quedase. Era fuerte y adaptable, pero aquella no era una vida que le hubiese gustado llevar durante mucho tiempo. Muchas de sus costumbres lo dejaban pasmado, y no aprendió su idioma lo suficiente como para hablar por el placer de la conversación.
Satisfecha su curiosidad, había decidido dejar a los indios. Estaba cabalgando con media docena de ellos hacia la posta más cercana cuando toda su vida cambió. La partida de crows fue emboscada y atacada por una partida mayor de cheyennes. Los crows y Edward Morgan galoparon para salvar la vida. Se separó de ellos en territorio quebrado y boscoso.
¡Esto será digno de contar a Vicky!, pensó, justo en el momento en que su caballo, saltando por encima del arroyo, cayó.
El caballo embistió media docena de veces antes de levantarse. Cada vez que el animal se le caía encima, Edward Morgan gruñía y creía que iba a desmayarse. Cuando al fin el caballo consiguió ponerse en pie, temblando y resoplando, Morgan se levantó del agua helada y se dio cuenta de que tenía la pierna izquierda rota.
Al principio pensó que podría arreglárselas a pesar del dolor para montar y buscar a los crows. Pero el caballo también tenía una pata rota. Ninguno de los dos iba a poder viajar. Inmediatamente se enfrentó al hecho de que tendría que pasar el invierno en aquel lugar.
Había un refugio poco profundo, una cueva que se desmoronaba, bajo las raíces de un gran pino caído. Miró fijamente el refugio y recordó una cita de la Biblia: «El hombre va a su morada eterna y sus deudos andarán por las calles». Puede que nunca fuese a haber deudos para Edward Morgan.
Hizo lo mejor que supo con su pierna herida; como tablillas utilizó ramas rectas que acolchó con musgo y ramitas de enredadera, y luego las ciñó con una cuerda que llevaba en la silla. Para entonces la noche estaba cayendo, así que hizo una pequeña fogata, sin atreverse a malgastar madera, porque aquella que tenía a su alcance tendría que durarle mucho tiempo.
Se calentó y comió algo de pemmican que llevaba en las alforjas. Después de asegurarse de que el caballo no se iría cojeando, durmió intranquilo en la cueva hasta que llegó el amanecer.
Aquel día tenía mucho trabajo que hacer. Se arrastró hasta donde estaba el caballo y con un gran esfuerzo lo desensilló. Luego le disparó en la cabeza y empezó a despellejarlo tanto como le fue posible. Necesitaría la piel para colgarla delante del refugio; mantendría fuera parte de la nieve que caería después. Parte de la piel la cortó en trozos más pequeños, que podría necesitar para propósitos que aún no se le habían ocurrido.
Todo esto lo hizo con prisas, incómodo, dolorido. La piel sería útil, pero la carne sería la propia vida. Cortó pedazos de carne en forma de tiras, como había visto hacer a las indias, y la colgó esperando que se secase y se conservase. Aquella noche cenó carne cocinada junto a su pequeña fogata.
Se despertó de un inquieto sueño atenazado por el dolor en mitad de la noche, oyendo a algún animal comer del cuerpo del caballo, e hizo un disparó que lo ahuyentó.
Ya no durmió más, y al amanecer el animal volvía a estar allí: era un puma. Esperó astuta y pacientemente hasta que hubo suficiente luz y luego disparó al gran felino.
Aquel día había sido el peor de todos, porque la pierna le dolía muchísimo a consecuencia de haberse arrastrado y trabajado tanto. Despellejó al puma y se arrastró agotado de regreso al refugio, donde dejó la piel, con el pelaje hacia arriba, sobre la tierra fría y húmeda. Mordisqueó un poco de carne de caballo cruda para cenar porque estaba demasiado cansado para hacer una hoguera.
Por la mañana lo despertó un ruido de gruñidos y descubrió que ese ruido provenía de él mismo. Sin moverse, miró el sucio techo de su refugio, su morada eterna. ¿Había luz reflejada? Volvió la cabeza y vio la pálida luz del sol sobre la nieve reciente al alcance de su brazo.
No tendría que pasar sed si terminaba siendo capaz de arrastrarse los pocos metros hasta el arroyo. Podía comer nieve. Si el frío del invierno llegaba lo bastante pronto, haría que su suministro de carne durase más… pero el frío podría matarlo mientras estaba allí tirado. Aquella mañana el aire no era demasiado frío y, olisqueando, se dio cuenta de que el cuerpo del caballo empezaba a apestar.
Era el hombre más solo del mundo. Era el hombre primitivo en la naturaleza salvaje. Pero el hombre primitivo no estaba solo, recordó. Los indios vivían entre seres invisibles y contaban largas historias aterradoras sobre ellos. La mayoría de los seres espirituales eran crueles; sólo unos pocos tenían buena intención.
Sintiéndose avergonzado, pero consolándose con la seguridad de que nadie conocería su vergüenza, la siguiente comida hizo un pequeño sacrificio a los espíritus paganos. Mientras asaba carne de caballo en un palo encima de su pequeña fogata, dejó caer a las llamas un trocito de carne.
Aquella noche el frío fue cruel. Soñó con que se perdía, con que trataba de escapar de un peligro… lobos, osos grizzly, cheyennes pintados… y con que era muy lento. Incluso dormido se veía rodeado de enemigos, igual que despierto se veía atormentado por el frío, el dolor y el terror. A veces, en sueños, se movía lo suficientemente deprisa para refugiarse en su cueva bajo las raíces del árbol, sólo para acabar descubriendo que se encontraba atrapado allí.
Cuando despertó, era cierto. Estaba demasiado rígido y castigado por el dolor como para moverse.
Comenzó a pensar que el mensaje que le había dejado a Vicky en el diario era mentira. He hecho cuanto he podido. Aquello era suficientemente valeroso cuando lo había escrito, pero un hombre herido no tenía por qué ser valeroso cuando se acercaba la muerte lenta, no mientras tuviera un arma y munición.
Si quien hallara sus huesos encontraba un agujero de bala en el cráneo, pensó Edward Morgan, tendría la decencia de no mencionarlo al enviarle el diario a Vicky. Pero no estaba preparado para utilizar una bala todavía…
Cuatro o cinco días después sí estaba preparado, pero para entonces ya se encontraba demasiado enfermo. Tenía el pecho destrozado por la tos, mucha fiebre y estaba bastante seguro de tener neumonía. Se dio cuenta de que debía de estar delirando, porque, una vez abrió los ojos, vio un caballo junto al arroyo. Un caballo muerto, despellejado y parcialmente comido no debería estar ahí en pie con su pelaje entero. Edward Morgan estaba débilmente enfurecido con el nada razonable caballo.
—¡Vamos, vete! —gritó, y cayó hacia atrás, tosiendo.
Luego Vicky estaba allí. ¿Vicky? ¿Quién más habría ido? Ella murmuró y estiró el brazo, arrodillándose, para ponerle la mano en la frente. Hizo una fogata. Él miró entre los párpados y la vio moverse por allí.
Le dio a beber sopa en algún tipo de taza. Intentó acomodarle la pierna herida, pero le hizo daño y gritó furioso, intentando apartarla.
Febril y desorientado, pasó la noche entre periodos de frío y calor. Cuando tenía calor era porque ella estaba tumbada a su lado, protegiéndolo del invierno y la muerte.
Incontables días después supo que no era Vicky. Era una chica crow cuyo nombre ni siquiera podía recordar. El caballo que veía a veces era el que ella había montado al salir a buscarlo después de que los jinetes hubiesen vuelto al poblado diciendo que lo habían perdido.
Quería preguntarle por qué había ido, pero no se atrevió hasta que mejoró de la fiebre por miedo a que se fuese. Durante lo peor de la enfermedad se despertaba a menudo resoplando, temblando como una hoja, y la llamaba con voz ronca y alargaba el brazo… y la encontraba allí.
Cuando piadosamente la neumonía quedó atrás, se atrevió a preguntárselo. Estaba débil y apestaba a sudor; estaba tumbado en la cueva con el fuego rugiendo delante de la entrada… ¡Cuántos kilómetros había marchado fatigosamente entre la nieve con cargas de leña sobre su doblada espalda…! Pero tenía la cabeza despejada. No se acordaba de cómo se decía en crow «¿Por qué has venido?», así que se lo preguntó en inglés.
Ella murmuró algo, sonriendo, y siguió con su tarea sin fin. Incluso había apartado los cuerpos del caballo y del puma hacia el bosque, y había aprovechado algunos de los huesos más pequeños para hacer herramientas y platos.
En mitad del invierno estuvieron cerca de morir de hambre, pero la india colocó ingeniosas trampas y capturó suficientes animales pequeños como para mantenerlos con vida. Para entonces ya sabía cómo se llamaba, Mujer Viento Azul, y por qué había ido a salvarlo. Sabía por qué, pero durante mucho tiempo no quiso enfrentarse a la deuda que había contraído. Para ella un blanco significaba prestigio. Estaba dispuesta a jugar. Había apostado su vida por él.
Al principio de la primavera… supuso que sería marzo… ya pudo andar, aunque cojeaba mucho. Siempre cojearía, pero no había muerto.
Mujer Viento Azul anunció entonces:
—Mañana iremos a buscar a mi gente.
Por primera vez desde que había escrito su testamento, cogió el Diario de Aventura para escribir otra entrada. La chica estaba acurrucada en su manta y apretada contra su hombro, observando con admiración según escribía. Alguna vez, pensó él, leeré esto, o lo harán mis hijos. No debe haber amargura. Sonrió irónicamente al recordar algo que solía decir su abuela al regañarlo de pequeño: «Edward, comportémonos con dignidad».
Y así escribió no lo que deseaba decir, sino lo que deseaba que otro leyese:
Marzo, 1869, cueva junto al arroyo. Unos pocos días después de la última entrada de este diario, me puse desesperadamente enfermo y sin duda habría muerto de no haber sido por la aparición de una joven de la tribu crow.
Vino, con grave peligro para su vida, expresamente a encontrar al hombre blanco que los otros miembros de su tribu dijeron que se había perdido durante la huida.
Ha trabajado incesantemente durante estos meses de invierno para salvarme la vida. Hemos estado cerca de morir de hambre, y que no haya ocurrido se debe exclusivamente a sus esfuerzos constantes. Su paciencia y fortaleza nunca han flaqueado. Está invariablemente de buen humor, no importa el frío que haga ni lo cansada o hambrienta que esté. Le debo una deuda que sólo puedo pagar con mi devoción para toda la vida. Su nombre significa Mujer Viento Azul, pero yo la llamo Jane. Mañana saldremos de este lugar a buscar a su gente. El caballo que trajo ha enfermado durante el invierno y ya no es más que huesos a los que sujeta el pellejo. Pero ella dice que es lo bastante fuerte como para llevarme (pues de momento sólo puedo caminar distancias cortas) y que ella viajará a pie, llevando a la espalda una mochila con lo necesario. Hasta este invierno no había entendido realmente el significado de la palabra «necesario».
Cuando dejó de escribir, ella señaló la página, le miró a la cara con expresión impaciente e inquisitiva y se rió.
Él sonrió y dijo:
—Es sobre ti —luego la besó—. Iremos donde tú quieras —le prometió—, nos casará un predicador —tomó su mano áspera y fría con las dos manos y dijo solemnemente—: Seré bueno contigo, y te seré fiel mientras ambos vivamos, con la ayuda de dios.
De modo que Vicky sólo quedó como un dulce recuerdo lejano y un nombre que no volvería a aparecer en el Diario de Aventura.
Se quedaron durante unas semanas con los crows para que Mujer Viento Azul pudiese presentar su hombre a los suyos. Pero ella había visto desde lejos cómo vivían las mujeres de los blancos en los asentamientos y deseaba aquella grandeza. Y Edward Morgan tampoco creía que fuese capaz de soportar el campamento crow mucho tiempo más.
Alquiló una cabaña en el límite de un pueblo y se dirigió con su mujer a una tienda donde comprar muebles. Ella estaba tan abrumada que no podía hablar, y al principio no señalaba ni tocaba nada, sino que escondía la cara detrás de su manta.
Su cabaña estaba amueblada con sillas de verdad, una mesa pintada, una cocina de hierro y un bastidor de cama de metal. Y entonces Edward Morgan escribió otra entrada en su diario:
3 de julio, 1869. Esta mañana yo, Edward Morgan, y Jane o Mujer Viento Azul, hija de Alce Alto de la tribu de los crows, fuimos unidos en santo matrimonio por el reverendo Walter Wickersham, un pastor itinerante. Mi novia llevaba un vestido negro de satén que amablemente me vendió la esposa de un colono que se marchaba. Tengo la intención de hacer todo lo que esté en mi poder para que tenga una vida completamente satisfactoria. El Hermano Wickersham nos bautizó a ambos.
El bautismo, el segundo de Edward, le hizo sentirse mejor. Le inquietaba la conciencia por aquel sacrificio idólatra que había hecho a los espíritus paganos.
Estoy buscando un contacto comercial en esta zona, escribió. Hay una oportunidad para ser socio de una empresa de mulas de carga. Ahora tengo veintiún años y puedo reclamar el dinero que me está esperando en un banco de Filadelfia.
Así que Edward Morgan se convirtió en transportista de mulas y jefe de transportistas de mulas en lugar de ser profesor de Latín y Griego.
Su mujer estaba orgullosa de la casa, aunque no tenía ningún interés en mantenerla limpia como le pedía Edward. Le resultaba más sencillo sentarse en el suelo que en una silla. Más allá de la puerta construyó un refugio de ramas y cocinaba allí encima de una hoguera y no en la cocina del interior. A veces él creía que se sentía sola, pero ella nunca dijo nada.
Rara vez escribía en el diario excepto para anotar transacciones comerciales que quería registrar. Pero en mayo de 1871 escribió una entrada jubilosa:
A las cuatro de la mañana mi esposa Jane ha dado a luz a una hija. Es un bebé perfecto, pero encuentra este mundo menos que perfecto, a juzgar por las ruidosas objeciones que le ha puesto. La llamaremos Elizabeth como mi madre. Jane está de acuerdo con ese nombre y está practicando su pronunciación. Mi esposa está bien de salud y ánimo, aunque deseaba un niño. Que Dios llene de bendiciones a mi pequeña Elizabeth.
Estaban en otro asentamiento, a ciento cincuenta kilómetros al sur, cuando anotó otro nacimiento dos años después:
Mi esposa, Jane Morgan, ha dado a luz esta mañana a un hijo que llevará mi nombre. Edward Morgan segundo puso menos objeciones a su nuevo entorno que su hermana Elizabeth. Es un bebé hermoso y confío en que lo criaremos para que se convierta en un ciudadano admirable.
Pero no lo hicieron. Edward Morgan segundo, hijo mestizo de Edward Morgan, todavía no tenía dos años cuando murió junto a su madre. Fue una tragedia tan dura que no se anotó en el baqueteado Diario de Aventura hasta unas tres semanas después.
Elizabeth Morgan, que todavía no tenía cuatro años, dormía dulcemente después de haber rezado sus oraciones. Su padre se movió en silencio por la cabaña, recogiendo las pertenencias que se llevaría al partir de allí. Cuando se encontró con su diario sobre una estantería polvorienta, lo sostuvo durante un momento, sin abrirlo, y entonces se sentó en la mesa donde alumbraba una lámpara de queroseno. Mi mujer y mi hijo han muerto, escribió, y durante unos minutos no pudo seguir más allá.
Era una mujer intrépida e impetuosa. Hace seis años esas cualidades suyas me salvaron la vida, pero ahora han hecho que otras dos se pierdan. Deseando visitar a su gente, que estaba acampada a unos cuantos kilómetros de este asentamiento, se llevó al niño y se puso en marcha a caballo, pero se vieron atrapados en una ventisca repentina y no sobrevivieron.
Me queda mi pequeña Elizabeth, que se había quedado con unos vecinos. Formé parte de la partida de búsqueda que encontró los dos cuerpos en un ventisquero después de que el caballo de mi mujer volviese a nuestra cabaña.
Comportémonos con dignidad, pensó, dejando la pluma. No es necesario escribirlo todo para que Elizabeth lo lea algún día. Mujer Viento Azul debía de sentirse nostálgica, sola. Su familia la había visitado a menudo, observando la casa de Edward con orgullo y curiosidad, siempre esperando un festín y obteniéndolo siempre. Pero quizá, pensó, su esposa se había cansado de intentar vivir como una blanca.
Había dejado a Elizabeth con una buena mujer que vivía cerca y que tenía la casa llena de niños y no había puesto objeciones a la visita de una más. Pero la visita de Elizabeth duró semanas, porque Edward Morgan, transportando suministros desde Salt Lake City, se había retrasado por la nieve. Había vuelto a casa y había encontrado su cabaña vacía y fría y a la vecina agitada por la preocupación.
No había necesidad de escribir esos detalles en el diario, ni tampoco lo poco dispuestos que se habían mostrado sus conocidos en organizar la búsqueda de una india y su bebé, que sin duda estaban a salvo en un teepee a kilómetros de allí.
—Son mi mujer y mi hijo —había repetido de modo sombrío, y reclutó a tres hombres para ayudarlo en su búsqueda. Él mismo encontró los cuerpos y se quedó allí mientras los otros volvían a por palas para cavar una tumba.
Mañana, escribió, mi hijita y yo dejaremos este lugar. La cuidará la señora Clough, la mujer de un ranchero del valle Tumult. Continuaré con mi negocio de transporte, pero con la sede en Elk City.
Se sintió más solo que nunca antes… excepto la vez que estuvo con la pierna rota en el refugio junto a aquel lejano arroyo en la montaña. Y ahora podía admitir para sí que había estado solo mucho tiempo. Deseó con fuerza tener a alguien en quien confiar para calmar su dolor, pero no había nadie.
Escribió una breve carta al banco de Filadelfia, donde todavía tenía unos cuantos cientos de dólares en depósito y les dio su nueva dirección, Elk City.
Cuatro años después, Edward Morgan volvió a reorganizar su vida para poder darle un hogar a Elizabeth. Vendió su empresa de transporte y compró un establo que le permitiría quedarse en el pueblo, y durante el verano fue a buscar a su hija al rancho Clough para que se acostumbrase a él antes de comenzar el colegio.
Está dispuesta a intentar cualquier cosa, escribió orgulloso en el diario, que ya no relataba nada aventurero sobre sí mismo. Incluso se ha presentado voluntaria para hacer pan, pero se contentó cuando le dije que se lo compraríamos a una vecina, que también nos lava la ropa. Elizabeth y yo atendemos muy bien la casa. Yo cocino y ella friega los platos. Intenta barrer con una escoba mucho más alta que ella. Sabe leer un poco, incluso sin ir al colegio. Mi hija es una niña inteligente por encima de la media.
Volvió encantada después de su primer día en el colegio.
—Ponte el mandil oscuro —le regañó su padre—, pero no peles las patatas. Cuéntamelo todo sobre el colegio mientras yo preparo la cena.
Ella se sentó en una silla, con las piernas colgando y las manos enlazadas.
—Bueno, ha estado muy bien —le informó, feliz—. ¡Mi profesora es una mujer! Se llama señora Bishop.
—¿No es el profesor Emery? ¡Qué agradable es tener una profesora! ¿Pero señora? Las mujeres casadas no dan clase.
—¿Por qué no? Oh, supongo que se quedan en casa y cuidan de sus hijos. Pero ella dijo señora. Me siento al lado de una niña que tiene el pelo rizado.
Él abrió la tartera y dijo:
—Anda, te has comido los dos bocadillos. Buena chica.
—Dos son demasiados, pero me comí uno. El otro… había un niño que no tenía, así que la señora Bishop me dijo que podía dárselo.
—Muy bien, querida.
(¡Oh, la orgullosa pequeña Elizabeth, que podía ser generosa! Se llevaría dos bocadillos todos los días.)
—La profesora me ha dado un papel para que escribas en él. No me sé todas las respuestas —soltó una risita—. Me preguntó cuál era tu nombre. Le dije que Papá.
Tumbado aquella noche en su cama, esperando a dormirse, le divertía que su hija no hubiese sabido su nombre. Pero ¿cuándo lo había oído? Los hombres le llamaban Morgan. Mujer Viento Azul (era Jane en el papel que él había rellenado para la profesora) le llamaba por un mote en su idioma. Pero ahora su hija, o quizá su profesora, lo había escrito entero de nuevo, Edward Morgan, como había sido cuando era niño en el país que Elizabeth, con reverencia y respeto, llamaba Allá Lejos en el Este.
Una semana después, cuando Elizabeth entró saltando con su libro y su tartera, dijo:
—La profesora dice que por favor le gustaría hablar contigo.
—¿Te ha dicho para qué? Mi niña no ha sido mala en el colegio, ¿verdad?
Elizabeth hizo examen de conciencia.
—Bueno, creo que no. Si eres malo, ella te llama la atención, como cuando hablas cuando no debes. Algunos de los niños son muy malos —añadió con consciente virtud—, pero a la profesora le caigo bien.
Adecentarse lo suficiente para reunirse con la profesora resultó un problema. Por la mañana dejó una camisa limpia y sus botas buenas en la barbería y por la tarde volvió para bañarse y afeitarse. Hacía mucho tiempo que no se lavaba tanto.
Dejó el caballo ensillado en el poste de delante del colegio y vio al pequeño pinto de Elizabeth pastando con otra docena de caballos cerca. Cuando los niños salieron disparados con un rugido de libertad, le dijo a Elizabeth que jugase un rato. Se tiró del cuello de la camisa mientras entraba cojeando en el colegio. La profesora estaba de espaldas y él carraspeó y dijo:
—¿Señora Bishop?
Cuando se giró, oyó su propia voz que decía:
—Pero ¡Vicky!
Ella se le quedó mirando con sincera curiosidad y después se sentó a su mesa y dijo:
—Quería saber si eras el mismo Edward Morgan.
Pensó en los últimos siete años.
—Supongo que no lo soy —dijo—. Aquel Edward Morgan prometió volver. Incumplió su promesa. Se vio… inevitablemente retenido. Lo lamento, Vicky. Siempre lo he lamentado.
Ella jugó con un lapicero, sin levantar la mirada.
—Vicky Willis prometió esperar. Pero se casó con un hombre llamado Forbes Bishop. Se ahogó.
—Así que Vicky Bishop, obligada a ganarse la vida, vino a la frontera para ser profesora.
—No tengo que ganarme la vida —dijo ella con franqueza—. No es coincidencia que viniese a Elk City. Mi primo segundo trabaja en un banco en Filadelfia. Me dijo que estabas aquí. Sacarle la información fue casi tan difícil como el viaje al oeste. Espero que te des cuenta —añadió con la sombra de una sonrisa— de que esta explicación me resulta embarazosa.
Una risa desacostumbrada se alzó por su garganta.
—Sigues teniendo el diablo dentro —dijo.
—«Diablo» es una palabra mala, y en el colegio no decimos palabras malas —le regañó remilgada—. He venido a averiguar dos cosas. Estás vivo, esa es una.
La otra era obvia: ¿Por qué no había vuelto?
Incurrí en una deuda y la pagué. Podría haber dicho eso, pero no lo hizo, ni siquiera para salvar el orgullo de Vicky.
—Me casé con una india crow —dijo—. Se llamaba Mujer Viento Azul, pero yo la llamaba Jane. Murió hace cuatro años y con ella mi hijo, cuando intentaba reunirse con su gente.
—Sí —dijo en voz baja Vicky—. Sí, eso es lo que he oído. Adiós, Edward Morgan. Tu hija te espera. Es una niña muy dulce.
Vicky le daba la espalda cuando él contestó:
—Adiós. Adiós.
Aquella noche abrió el Diario de Aventura y escribió, ¡Hoy he visto a Vicky! Es profesora… No terminó la frase. Ahora sabía para quién había tenido la intención de escribir el diario desde el principio. No lo había empezado para sus descendientes, ni para el niño que había sido Edward Morgan, ni para el viajero desconocido que pudiera haber encontrado los huesos de un hombre en una cueva poco profunda junto a un arroyo.
No terminó la frase que había empezado, pero escribió una nueva: Vicky, esto es lo que le ocurrió a Edward Morgan.
Envolvió cuidadosamente el cuaderno en papel de periódico y lo ató con cuerda de la tienda. Elizabeth estuvo encantada de llevárselo al colegio a la mañana siguiente, cuando él le dijo:
—Es una cosa para tu profesora.
Elizabeth todavía no había vuelto del colegio cuando llegó a la cabaña aquella noche. La tetera hervía antes de verla aparecer en su pinto, y con algo parecido al terror vio que no estaba sola. Vicky caminaba a su lado, riéndose. Debería ir a darle la bienvenida, pensó, pero se sentía asustado y atrapado. Observó a Elizabeth deslizarse del caballo hasta los brazos estirados de Vicky. No pudo moverse hasta que estuvieron cerca de la puerta, caminando de la mano. Y entonces sólo pudo decir:
—Buenas noches, señora Bishop.
—Le dije a la profesora que viniese a cenar y nos hemos turnado en el caballo —dijo Elizabeth.
—Es bienvenida —contestó Edward Morgan—. Vicky, entra.
—Te he traído tu cuaderno —dijo Vicky Bishop.
Se miraron el uno al otro a través de los años perdidos.
—Elizabeth, ve a por algo de madera para el fuego —le ordenó Edward Morgan—. ¡Vamos!
La niña salió arrastrando los pies.
—¿Y qué has encontrado en el cuaderno? —le preguntó.
Vicky reflexionó.
—He encontrado a un chico al que conocía. Y luego a un hombre, un hombre de honor.
Por un momento, él no pudo hablar. Al final dijo:
—¿Estaba allí? ¿Ese hombre? No había pensado en él de ese modo. ¿Vicky?
Ella se agarraba al marco de la puerta con una mano, sosteniendo el cuaderno en la otra. Dijo:
—Y me acordé de cómo su abuela solía decir «Comportémonos con dignidad».
Y después Vicky estaba en sus brazos, llorando débilmente, con el rostro apretado contra su hombro.