TIEMPO DE GRANDEZA

Tenía diez años el verano que trabajé para el viejo Cal Crawford. Después, durante años, lo recordé como un tiempo terrorífico. Ya había madurado antes de comprender que también había sido un tiempo de grandeza.

Cal Crawford no me contrató y probablemente no sabía que trabajaba para él. Nunca se acordaba de mi nombre; me llamaba «chico» cuando reconocía mi presencia, y acabó por metérsele en la cabeza la idea de que por alguna desgracia tenía que cuidar de mí, no al contrario.

Pero me habían contratado para cuidar de él porque era ciego y muy viejo. Si mi padre no hubiese necesitado desesperadamente el dinero no me habría dejado ir a casa de Crawford. La hija del viejo Cal, la que me contrató, era medio india. Los blancos no trabajaban para los indios. Era impensable.

Parecía inmensamente vieja, más que el propio Cal Crawford, porque éste era alto y estirado y ella bajita y encorvada. Nunca supe su nombre, pero me las apañé llamándola «señora». La mayoría de la gente la llamaba «Cara de Mono».

El día que vino a nuestra casa llevaba su vestido de seda morado. Mi hermana Geraldine la vio por la ventana y dijo:

—La vieja squaw viene para acá. ¡Qué gran honor nos hace! Y toda vestida de seda. Yo no tengo un vestido de seda.

Geraldine se rió disimuladamente al verla. En aquella época tenía pocas cosas por las que reírse. Su joven amigo se había ido al oeste sin ella porque tenía que quedarse en casa y cuidar de papá. Creía que no iba a volver a ver a su novio nunca más.

Yo también me reí de la india y lo lamenté después. Si no me hubiese reído de Cara de Mono, quizá no habría tenido que irme con ella después aquel día. Quizá fue un castigo. Pero tenía un aspecto ridículo con el vestido de seda morado, montada en un viejo caballo blanco y desplomada sobre él como un saco de comida. Llevaba el pelo canoso recogido en desaliñadas trenzas que asomaban por debajo de un pañuelo rojo. Cuando se acercó lo suficiente se veía que el vestido tenía manchas de grasa y el color estaba apagado por el polvo.

Cara de Mono sabía poco inglés, pero no hacía más que repetir:

—¿Señó? ¿Señó? —y hacía la seña india que significaba «hombre».

—Quiere ver a papá —le expliqué a Geraldine. Contesté a la seña de la anciana con la que significaba «enfermo» y añadí—: Tiene la pierna rota.

Pero ella quería verle, así que Geraldine la llevó hasta el cuarto. Cualquier visita rompía la monotonía.

Papá y Cara de Mono tuvieron toda una conversación, ella con su inglés chapurreado y lengua de signos, y yo temblé porque no hacía más que señalarme.

Un chico de diez años no espera que su padre lo regale, pero eso era lo que parecía. Y últimamente pasaban cosas terribles e inesperadas en nuestra casa, como que mi hermana se pasara la noche llorando porque había tenido que quedarse en casa en lugar de ir hacia el oeste con su novio. Pero no fue papá quien le hizo quedarse. Fue su conciencia.

—¿Quieres un trabajo de verano, Buck? —preguntó mi padre.

Me envalentoné.

—Claro —pastorear vacas, quizá. No era lo bastante mayor para ninguna otra cosa.

—Quiere que cuides de su padre —explicó papá—. Cal Crawford, el viejo montañero.

—¿Cómo voy a cuidar de él? —pregunté, recelando.

Yo sabía hacer pocas cosas y no era muy hábil, no tenía ningún talento del que estar orgulloso. Si hubiese sido lo bastante mayor como para valer para algo, podría haber cuidado de papá para que Geraldine no hubiera tenido que quedarse en casa. A veces ella me lo decía.

—Sólo debes encargarte de que no se pierda —explicó papá—. Está ciego y le da por salir a caballo. Su hija no quiere que se haga daño o que se pierda.

Y añadió:

—Te darán comida y alojamiento y un sueldo de un dólar al mes.

No tenía elección, la verdad. Era algo muy importante ahorrarle a mi familia el tener que alimentarme, y más todavía poder ganar tanto dinero.

Así que me fui a casa de Cal Crawford, a treinta kilómetros, montado en un pinto, siguiendo a la hija medio india de Cal. Me pasé todo el camino, y todo el verano, asustado.

Aquello fue antes de que Cal se convirtiese en una leyenda y después de que hubiese dejado de serlo, se podría decir. Era como un dios depuesto. Había vivido la gloria y había bebido con sus compañeros, se había atrevido a muchas cosas y había sufrido mucho, había ganado y había perdido. Pero todos sus compañeros estaban muertos. Las carretas habían traqueteado hacia el oeste por los caminos que él involuntariamente había ayudado a trazar y, según iba avanzando la frontera, los colonos se asentaban allí donde las fogatas de Cal habían iluminado la vasta y silenciosa noche.

Después de su muerte los historiadores resucitaron las leyendas y descubrieron que la mayoría eran ciertas. Había cazado castores y había comerciado en pieles con los indios, había vivido entre los indios y había luchado contra ellos. Había recorrido el salvaje Missouri y el Roche Jaune, o Yellowstone, había visto una montaña de cristal negro y el lugar donde se desataba el infierno a través de la superficie de la tierra escupiendo agua hirviente hacia el cielo. Había formado parte de consejos con jefes, había arrancado cabelleras y nunca había perdido la suya. Pero cuando yo trabajé para él no quedaba nadie que lo hubiese conocido cuando era joven, fuerte y estaba en todo su esplendor.

En aquel último verano de su vida sólo era un viejo ciego al que cuidaba su hija india.

Ella nunca me dio orden alguna. Me enseñó un camastro en el suelo junto a la cama de su padre y por señas dijo: «Tú duermes ahí». La cabaña tenía dos cuartos. Ella dormía en el otro, la cocina.

Cal Crawford entró al patio montado en un viejo caballo blanco, pastoreado por un viejo y cansado perro negro. Cara de Mono hizo un gesto hacia él como diciendo: para esto es para lo que estás aquí, para ayudar al caballo y al perro a que no se pierda.

Así que salí y me quedé por allí mientras desmontaba. Carraspeé y dije:

—¿Quiere que le quite la silla al caballo, señor Crawford?

Miró por encima de mi cabeza con unos ojos ciegos azules y ardientes, con la desafiante barbilla levantada y dijo:

—¡No!

No me quería allí y, si tenía que estar allí, no le gustaba que se lo recordasen.

No hubo conversación alguna durante la cena. Cara de Mono se había quitado el vestido de seda y se había puesto uno gris descolorido, como el que llevaría cualquier granjera. Le cortó la carne a Cal y le murmuró algo, pero él no le contestó.

No quería quedarse en la casa ni cerca de ella y la lluvia no le importaba, excepto cuando levantaba la cara para que le cayese encima. Y a veces se bajaba del caballo y se arrodillaba en un campo, tocando con las manos para ver cuánto había crecido el grano.

Cuando era joven y tenía vista, bajo sus pies calzados con mocasines habían pasado incontables kilómetros de montañas nevadas y ondulantes praderas. Se había encontrado como en casa en tepees y en refugios de maleza, y se pasó quince años seguidos sin poner el pie en una casa. De viejo no le gustaban las casas, sino que vagaba montado a caballo, con el viejo perro que lo pastoreaba hasta casa.

Cuando no cabalgaba caminaba por el patio, sondeando con un palo largo. Yo me callaba y me apartaba de su camino, y cuando ensillaba su viejo caballo corría a montarme en el pinto a pelo.

Cal sabía que yo estaba allí, pero actuaba como si no existiera. Una vez o dos preguntó irritado: «Chico, ¿estás ahí?», pero la mayoría del tiempo prefería olvidarme.

Una vez, cuando caminaba hacia la casa, me golpeó accidentalmente con el palo… no me aparté lo suficientemente deprisa cuando se giró… pero no me pidió disculpas. Me desafió:

—¿Y bien? —mientras yo me frotaba la espinilla.

—Disculpe por haberme puesto en su camino, señor Crawford —dije, como disculpándome, y me enfadé conmigo mismo por ser tan bobo.

Luego llegó la mañana en que silbó llamando al perro como de costumbre, pero el perro no salió inmediatamente de la casa. Volvió a silbar, frunciendo el ceño, y pareció perdido en su oscuridad. Por primera vez me sentí lo bastante triste como para que se me olvidase estar asustado.

—Iré a por él —me ofrecí.

El perro estaba demasiado cansado para levantarse. Salí de la casa y le informé:

—El perro está enfermo, señor Crawford.

El viejo sondeó con su bastón y no se mostró agradecido cuando le toqué el brazo y le dije:

—Está a su derecha.

Se puso en cuclillas y el perro se le acercó lentamente, posando la cabeza en la mano que lo toqueteaba, moviendo débilmente el rabo. Tras un rato, Cal Crawford dejó de acariciarlo y gruñó:

—Bueno, está muerto.

Cuando se enteró Cara de Mono, me dio una pala y cavé una fosa para el perro. Cal no prestó ninguna atención excepto mostrarse impaciente porque su hija no le dejaba irse a ninguna parte mientras yo estuviera ocupado.

Muerto el perro, me sentí más útil, pero nunca traté de mandar al viejo Cal. Le seguía y le advertía cuando se acercaba a una valla o a un arroyo.

Me sentía desesperadamente solo y sentía nostalgia, y no tenía a nadie a quien contárselo. La india no me hablaba nunca y el montañero alto y de articulaciones rígidas habitualmente no admitía que yo estuviese allí. Supongo que ellos también se sentían solos. El viejo miraba sin ver a través de mí o por encima de mi cabeza, y Cara de Mono a veces me miraba sin expresión alguna… preguntándose, pienso ahora, si aquel chico que era su última esperanza se quedaría mientras lo necesitara.

En casa mi hermana estaría llorando por su amor perdido o gritándole furiosa a mi padre, y él estaría indefenso y melancólico, y tan dependiente como Cal Crawford, pero careciendo de la defensa arrogante de éste. De todas maneras era mi casa, y quería estar allí.

La nostalgia ya era bastante mala, pero ocurrió algo peor. Un día, el viejo Cal empezó a hablar con gente a la que yo no veía. Estábamos cabalgando junto a un bosquecillo. Yo estaba observando para advertirle cuando llegamos a un arroyo que tenía una orilla muy empinada. De repente soltó una risita.

Señaló hacia delante y dijo:

—Buenos castores ahí el año pasado. Y un montón de Pies Negros también. ¡Ja!

—¿Quiere que volvamos ahora, señor Crawford? —le pregunté.

Se giró, con el ceño fruncido, y dijo algo en un idioma que no era inglés. Luego ignoró la interrupción y siguió hablando en voz alta, contando una historia, en una lengua que me resultaba desconocida. Junto con las palabras utilizaba la lengua de signos de las tribus de las praderas, pero más elegantemente, más rápidamente, de lo que yo había visto nunca. Entendí algunos de los signos… hombres cabalgando, una persona malvada, alguien muerto. Hablaba con el jinete de su izquierda y con el de su derecha. Yo estaba a su derecha, pero no me estaba contando la historia a mí. Se la contaba a alguien a quien yo no veía, a alguien que no estaba allí.

Y los camaradas de antaño debían de contestarle, porque de vez en cuando se reía. Señaló hacia el lugar donde la pradera se encuentra con el cielo y espoleó a su caballo para que fuese más deprisa.

Yo tenía miedo de advertirle de la existencia del arroyo. Se mantuvo sentado tranquilamente en su destartalada silla mientras el caballo se deslizaba orilla abajo, cruzaba el agua y trepaba por el otro lado. Yo seguí detrás de él, temblando.

Mucho después, cuando los historiadores revivieron la leyenda de Cal Crawford, comprendí en qué clase de compañía había cabalgado aquel día. Los fantasmas eran montañeros barbudos con ropa de cuero con flecos, hombres de pelo largo con sombreros informes de piel, hombres con mocasines que cabalgaban como reyes cautos, que habían olvidado el miedo pero no la prudencia. Y también cabalgaban junto a nosotros indios semidesnudos, curiosos, crueles, con rayas pintadas en sus rostros oscuros y el pelo en largos mechones negros como serpientes.

Era yo el que era invisible. Cal Crawford era joven de nuevo, en una época en la que tenían que pasar muchos años para que yo naciera.

Aquel día no le guié hasta casa. Su caballo se volvió y se dirigió de regreso a la cabaña con él. Pero no lo abandoné. Cabalgué a su lado todo el camino y no supe en qué momento perdimos a todos aquellos jinetes que sólo él veía y oía.

Al principio pensé en contárselo a su hija, pero ¿para qué? Llega un momento en que tienes que mirar por ti mismo, y pensé que ese momento había llegado. Decidí marcharme aquella noche, deslizarme fuera de la cabaña y caminar los treinta kilómetros de vuelta a casa.

Pero Cal dormía mal. Farfullaba y se movía, y cuando gemía, ¿cómo podía abandonarlo?

Gritó:

—Tengo una punta de flecha bajo el hombro, chico. ¡Sácala! ¡Sácala!

Con la confusa convicción de que sería una cobardía abandonarlo estando herido, me acerqué a él y dije firmemente:

—No pasa nada, señor Crawford. Todo está bien.

Se volvió hacia mí y extendió la mano, abierta, y yo se la tomé.

—No me abandones, chico —susurró.

No estaba hablando con aquellos camaradas perdidos e invisibles. Era a mí a quien llamaba «chico».

—No le abandonaré —le prometí.

A la mañana siguiente fingió como de costumbre que yo no estaba allí. Puede que él no recordase mi promesa, pero yo sí. Me preocupaba. ¿Cómo podía quedarme ahí, asustado a todas horas? Bueno, no le había dicho que no lo abandonaría nunca. Cualquier día soy libre para irme, pensé. Así es como soporté quedarme, de día en día, siempre sabiendo que podía irme.

Un día me contó una historia… o quizá se la contó a otro, pero yo la oía y hablaba en inglés.

—Mi pequeña —dijo con una risita—. Bien lista y joven que es. La he mandado a una escuela misionera, donde la educarán bien. No estaría donde está si yo no hubiese pasado por tantos apuros por ella. Su madre murió, ya sabes.

Emití un ruido para indicar que le estaba escuchando.

—Su madre era una shoshone. Murió cuando estábamos acampados en Little Muddy. De haber sabido lo enferma que estaba, la habría llevado con su gente de alguna manera, pero estábamos solos. Y el bebé sólo tenía tres meses.

»Bueno, ¿y cómo iba a alimentar a la criatura? No había ninguna otra mujer cerca a la que dársela. Tenía que irme a alguna parte donde hubiese leche. Pero estábamos a ochocientos kilómetros de un asentamiento. Así que fui a buscar búfalos.

»Le di a la pequeña jugo de carne masticada, pero lloraba a todas horas, debilitándose, así que sonaba como un gatito enfermo. El primer búfalo que vi era una hembra seca, no me sirvió de nada. Luego me topé con una pequeña manada, y allí sí había leche.

Se rió, recordándolo.

—Es imposible conseguir que una hembra de búfalo se quede quieta para que la ordeñes. Tuve que dispararles. De una hembra muerta sí puedes sacar leche. ¡Hice un saquito de cuero para que mamase de él y deberías haber visto cómo le pegaba a la leche! Cada vez que lloraba pidiendo la cena y el saquito estaba vacío, mataba a otra hembra de búfalo.

»¡Y vaya que si cabalgué! Los dos últimos días pasó muchísima hambre, porque cuanto más nos acercábamos al asentamiento, menos búfalos veíamos. Pero lo conseguimos, la salvé. Las Hermanas de la misión la recogieron.

»¡Esa niña dio muchos condenados problemas! Tuve hijos también… cheyenne, sioux, crow, nez percé… un montón de hijos, pero no tengo ni idea de qué ha sido de ellos. No fueron ningún problema para mí, ni yo para ellos. Todos los problemas me los dio la niña.

Entonces volvió a quedarse callado y tras un rato empezó a hablar con alguien que no estaba presente.

Rara vez iba alguien a casa de Crawford. A veces un vecino lejano, buscando ganado perdido, se acercaba y miraba con curiosidad, saludaba a Cara de Mono moviendo la cabeza y quizá gritaba:

—Hola, Cal, ¿cómo estás?

El viejo respondía enfadado.

—¿Te crees que además de ciego estoy sordo?

O se quedaba mirando fijamente con esos ojos azules ardientes y no respondía nada.

Las pocas visitas sentían curiosidad por mí, pero más allá de preguntar si era pariente suyo, apenas se molestaban en hablar. Un muchacho elegante de unos quince años o así condescendió a hablarme. Preguntó, sonriendo:

—¿Ha luchado el viejo hoy contra los indios?

Aparentemente, parecía saber que Cal perdía la cabeza, pero un arranque de lealtad evitó que yo admitiese nada.

Dije, de forma envarada:

—¿Estás loco? Aquí no se lucha contra indios.

—¿Ha venido por aquí este verano el hombre de la vieja squaw? —preguntó—. Un indio de pelo largo que viene a verla de vez en cuando.

—Aquí no ha venido nadie. No sé a quién te refieres.

—Es su hombre. Quiere que vuelva a la tribu, pero ella se queda con su padre —explicó el muchacho—. Espera heredar su propiedad. Además, ella no quiere vivir con los salvajes, no cuando puede tener todo lo bueno como los blancos, vestidos de seda y todo eso.

—Sí que está bien aquí, sí —concedí, llegando a la conclusión de que todo lo blanco tenía que ser mejor que cualquier cosa india.

Después de un rato siguió su camino. Fue el único chico que vi en todo el verano, y solía desear que volviese alguna vez.

El recaudador de impuestos vino un día en que Cal y yo acabábamos de volver de cabalgar y el viejo estaba tumbado en su cama, agotado. Yo estaba en el patio, tirándoles chinas a los pollos, cuando una carreta apareció en el camino. Fui a decírselo a Cara de Mono, y ella pareció inquietarse. Despertó a su padre, y este se puso furioso.

Le gritó a la india y agarró su larga vara para enfrentarse al enemigo. Cara de Mono me miró con disgusto y me ordenó: «¡Tú queda!» Fue la única vez que me dio una orden directa. Aquello era un asunto privado, humillante, que yo no tenía por qué conocer.

Pero incluso desde dentro de la casa oía su conversación, porque el recaudador de impuestos era una de esas personas que daba por sentado que Cal Crawford, al ser ciego, también era sordo.

—Este no es lugar para ti, Cal —le suplicó—. Cuando llegue el invierno, ¿qué vas a hacer? El condado tiene un asilo. Allí te tratarán bien, no tendrás que preocuparte de nada.

—Ahora no tengo que preocuparme de nada —rugió Cal.

—Pero te digo que van a vender esto para pagar los impuestos. Te la podrías quedar si tuvieses el dinero de los impuestos.

Cara de Mono cogió el vestido de seda morado del clavo de la puerta del que colgaba y salió para estar junto a su padre, mirando fijamente al visitante.

Y entonces vi una cosa que me hizo sentir lástima, aunque fuese joven y no lo comprendiese. Cal estiró la mano y tocó la seda del vestido, y de él sacó nuevas fuerzas. Esperaba que estuviese allí, y allí estaba.

—Cuido de lo mío —alardeó—. Le he comprado a mi hija un bonito vestido de blanca. ¿Te crees que no tengo dinero? ¡Puedo pagar los impuestos cuando me dé la gana!

—Entonces págame ahora, Cal, y ahórrate problemas —le rogaba el recaudador—. Nadie quiere echarte de aquí. Pero no necesitas este lugar. Te cuidarán mejor en el asilo.

—Sesenta y cinco hectáreas —murmuró Cal Crawford—, y me dice que no necesito todo eso —miró sin ver al hombre de la carreta y dijo con orgullo—: Joven, una vez fui dueño de medio continente. Yo y otros lo compartíamos, y compartíamos todo lo que había en él. Ya no tengo tanto espacio para estirar las piernas, pero lo que tengo lo necesito. Y voy a conservarlo hasta que me muera.

El hombre de la carreta parecía que fuese a echarse a llorar.

—Sólo hago lo que se supone que debo hacer —se defendió.

Cal levantó la vara en un gran gesto amenazador.

—Voy a conservar lo que tengo mientras lo siga necesitando —dijo, separando las palabras—, y mataré al hombre que intente quitármelo.

El recaudador de impuestos sacudió a los caballos con el látigo y se marchó deprisa.

En ese momento, quise al viejo Cal. Por el timbre de verdad que tenía en la voz. Lo mataré, eso es lo que haré. Cuando otros decían lo mismo, la amenaza era una muleta para su debilidad. Pero el viejo Cal había matado, podía matar. Si era necesario, lo haría.

Se volvió hacia la casa, sondeando hacia delante con su vara. Caminando tras él, erguí los hombros. Todavía le tenía miedo, pero ya no me sentía solo.

Cal se volvió a tumbar en la cama, tapándose los ojos con un brazo. Yo me agaché en el suelo, dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta. ¿Dónde estaba él entonces? En aquella cabaña de Kansas, quizá, pensando en el recaudador de impuestos. O quizá estaba detrás de los muros de madera de una posta en el oeste, planeando la defensa contra los salvajes pintados.

Estuviese donde estuviese, sabía que yo también estaba allí. Porque después de un rato dijo:

—Tráeme mi arma.

Me sentí honrado de que me lo ordenase, pero no sabía qué arma quería. Tenía cuatro, que colgaban de la pared de la cocina. No las había tocado, pero las había admirado desde la distancia. Lo ignoraba, pero ¿cómo podía confesarlo? Las armas pertenecían a los hombres, así que un hombre sabía naturalmente de armas. Pero sólo una de las de Cal se parecía al rifle que teníamos en casa.

En vida de Cal Crawford habían tenido lugar dos grandes avances en las armas de fuego. Los fusiles de chispa habían sido las armas de su juventud. Según iba avanzando la civilización hacia el Oeste, había utilizado armas de percusión. Antes de que empezase a perder la vista, ya estaban disponibles los cartuchos de metal y los rifles que se cargaban por la culata. Así que tenía tres clases de arma en la pared. Uno de ellos era un fusil de chispa, con la culata arañada y colgada de una tachuela con cabeza de latón.

Me subí a una silla y me estiré para coger el fusil de chispa porque era el más raro. Cara de Mono objetó:

—¡Eh! ¡Eh!

Y yo le dije:

—Quiere su arma.

No volvió a intentar detenerme. Llevé cuidadosamente el viejo, largo y extraño rifle al otro cuarto y se lo puse a Cal en las manos.

Lo reconoció al tacto y sonrió:

—Este no, chico —lo acarició—. Este se lo quité a Espalda de Toro en el cuarenta y tres, lo perdí dos veces y lo volví a recuperar. ¿Ves esto de aquí, chico? —señaló con el dedo un mechón de pelo negro largo con un trocito de piel atado a la guarda del gatillo—. Es el mechón de la cabellera de Espalda de Toro.

Encogido, lo toqué y pensé: Ahora he tocado una cabellera india, y conozco al hombre que se hizo con ella.

—Tráeme los demás, chico. Y la munición.

Llevé las armas una a una, haciendo más viajes a por los saquitos de abalorios y plumas donde estaban las bolas de plomo y las cápsulas fulminantes, dos cuernos de pólvora tan delgados que podías ver a través de ellos, un par de contenedores metálicos de pólvora y una caja de cartuchos.

—Ponlos ahí —me ordenó Cal Crawford—, y sal.

Cuando volví, media hora después, me decepcioné. El viejo estaba dormido y Cara de Mono había vuelto a poner las armas donde estaban.

Después de aquel día Cal no volvió a salir a pasear. Se quedó para defender el último vestigio de su imperio, la pequeñas sesenta y cinco hectáreas. Y, por primera vez, estaba preocupado. Un par de veces silbó llamando al perro y tuve miedo de recordarle que el perro ya no podía contestar a su llamada. Se quedaba dentro de la cabaña durante horas, tocando la madera con las manos, midiendo las ventanas, orientándose.

Su hija india también estaba preocupada, pero en silencio. A veces se quedaba de pie mirando hacia el oeste, siempre hacia el oeste, como si estuviese esperando a alguien. Cal Crawford también esperaba, pero no a la misma persona.

Pero alguien vino a por mí antes que a por cualquiera de ellos. Un hombre del pueblo, de camino a nuestra casa con una carga de leña, pasó para decir:

—Tu padre me dijo que bien podría pasar a recogerte y llevarte a casa, Buck, visto que voy a ir para allá.

Se bajó de la carreta y se dio una vuelta, descansando los músculos, mirando las cosas. Cara de Mono salió, pero no dijo nada. Sólo me miró.

—Es un amigo de mi padre —le expliqué—. Papá dice que me vuelva a casa ya.

No contestó. Volvió a entrar en casa para ir a por la paga que me debía, los tres dólares de plata.

—Voy a por mis cosas —le dije al carretero—, ahora mismo vuelvo.

No tardé mucho en recoger mis posesiones. Pero mi camisa extra estaba en el cuarto donde Cal estaba tumbado en su cama y lo decente era decirle que me iba.

—Adiós, señor Crawford —dije educadamente—. Ha venido un hombre a buscarme, me va a llevar a casa.

Se quedó en silencio un rato, con un brazo cubriéndole los ojos. Luego dijo con amargura:

—Muy bien. No tienes por qué quedarte. Yo los detendré.

Así que iba a pasar algo, y si me iba entonces a casa puede que nunca supiera qué. Pero eso no era lo importante. Lo que importaba era que yo le importaba a Cal Crawford.

—Bueno, no hace falta que me vaya todavía —le dije—. No hay prisa. Le diré que me voy a quedar un poco más.

—Como quieras —contestó Cal Crawford.

No iba a rogar. Me llenó de un orgullo que nunca había sentido. Podía permitirme quedarme.

Cuando se lo expliqué al carretero, pensó que estaba loco y así me lo dijo.

Ni Cal ni Cara de Mono me dijeron que era un buen chico ni me dieron las gracias. Simplemente siguieron esperando.

Una mañana antes de amanecer, el modo en que Cal estaba luchando para coger aliento me despertó de un sueño plácido, o quizá fuese la presencia de su hija. Sostenía en alto una lámpara de aceite y estaba mirando a Cal, hablándole en su idioma. Le colocó una artrítica mano morena en la frente y él se la quitó furioso.

Me miró con expresión suplicante. Cuando salió, vi en la débil luz que tenía una cuerda de las que se usan para lazar caballos, así que supuse que iba a buscar a un médico. Yo estaba más asustado de lo que había estado en mi vida. Supuse lo que le iba a pasar a Cal Crawford.

Se había enfrentado a ella muchas veces antes, le había hecho bajar la mirada, la había conquistado, se había escapado. Ahora iba a volver a luchar contra ella, o quizá creyó que era algún otro enemigo.

—Ve a por mi arma, chico —dijo boqueando—, ayúdame a incorporarme.

El rifle que se cargaba por la culata era el que había preferido la otra vez, así que le llevé ese, pero lo desdeñó.

—¿Qué es esta cosa? —me preguntó—. ¡Dame uno con el que un hombre pueda disparar! Y encárgate de que la piedra esté afilada y la pólvora seca.

Así que cogí el viejo y largo fusil de chispa con el fragmento de la cabellera de Espalda de Toro colgando de la guarda del gatillo. Lo agarró y lo acarició con las manos.

—No es el Viejo Furia —murmuró—, pero servirá. Mira alrededor de las rocas, chico, y dime lo que ves. Mantén la cabeza gacha.

Mi voz era apenas un susurro.

—Todavía no viene nadie, señor Crawford.

—Apártate y déjame espacio, no pido más —dijo. Para entonces, su respiración era amplia y rápida—. Y escucha, chico, si muero, corre y escóndete. No te preocupes. Si te cogen, probablemente te criarán como a uno de los suyos —se las apañó para emitir una risita quebrada—. Hay peores maneras de vivir que la de un indio.

Quise salir corriendo, no de los indios, sino de Cal Crawford y del enemigo. No había pensado en quedarme solo con él mientras Cara de Mono iba a buscar a un médico. Todavía me pregunto por qué lo hizo. Probablemente porque Cal estaba orgulloso de haberla mantenido al estilo de una mujer blanca y ella quería seguir hasta el fin haciendo por él lo que habría hecho una mujer blanca.

Cal cargó el baqueteado fusil de chispa. No le hacía falta ver. Puso la bola de plomo en la mano ahuecada y echó pólvora hasta que la bola estuvo casi cubierta. Poner la cantidad correcta de pólvora en el hueco es complicado, y se le cayó un poco.

Cuando tuvo la carga bien metida, estaba agotado. Se tumbó, ordenándome:

—Vigila si vienen, chico, y avísame cuando asomen por encima de la colina.

Nunca los vi venir, y él no volvió a hablar.

Era casi mediodía cuando Cara de Mono llegó con el médico. Yo estaba agazapado en un rincón con la mirada apartada de la cama. Pero no me había retirado.

Quizá no fue un enemigo quien fue a por Cal Crawford. Quizá fueran los tramperos, cabalgando para guiarlo en un viaje a través de un país de maravillas que ni siquiera él había visto nunca.

Aquel día, su hija me dejó ir a casa en el pinto.

Me alegré de volver a casa, mejor que si me hubiese ido asustado y en retirada. Me fui como alguien que se había ganado ese derecho porque el trabajo estaba hecho y el deber cumplido. No les conté gran cosa, sólo que el viejo había muerto.

Papá estaba mejor, podía caminar con un bastón. Geraldine iba por ahí con una expresión en la cara como si hubiese visto ángeles. Había recibido una carta de su novio, la primera desde que se había ido al oeste sin ella. No nos dejó leerla. Pero tarareaba en el trabajo y andaba dando saltitos.

Más o menos una semana después de que volviera a casa, Geraldine dijo:

—Un viejo indio viene hacia aquí con una squaw detrás. ¿Qué querrán?

El indio permaneció montado, pero cuando la squaw desmontó me di cuenta de que era la hija de Cal. No llevaba el vestido de seda morado. Llevaba un mantón a rayas encima de un viejo vestido de algodón y un pañuelo en la cabeza, al modo de las squaws.

—Es Cara de Mono —dije—, y ese debe de ser su esposo, que ha venido para llevársela de vuelta a la tribu.

—Ha esperado bastante —dijo Geraldine— para conseguir lo que le dejó el viejo Cal. Se lo ha ganado.

De repente comprendí una cosa.

—No se quedó con él por eso. No lleva ni un paquete en ese caballo. Él no tenía nada que dejarle. Sólo cuidaba de su viejo padre porque él la necesitaba.

—Fiel —dijo Geraldine en voz baja—. Fiel. Eso es lo que John dice que soy. Lo ha dicho en la carta —y se puso a llorar de un modo feliz, chispeante, y salió corriendo a parlotear con Cara de Mono.

Habían venido a por el pinto, así que le eché el lazo. Y Cara de Mono me dio algo como recuerdo de su padre.

Luego se fueron a caballo, el hombre delante y la hija de Cal Crawford siguiéndolo, tirando del pinto, volviendo a casa, fuese donde fuese aquello. En algún lugar al oeste, en la dirección en la que solía mirar.

—Existen la fe y la confianza —dijo mi hermana en voz baja—. Sabía que su hombre esperaría a que ella pudiese dejar a su padre. Me pregunto qué ha hecho con su vestido morado.

Lo supimos después. Lo dejó colgando de un clavo en la cabaña. Dejó allí prácticamente todo. Todo aquello que las blancas atesoraban no le servía de nada.

No sé qué pasó con las cosas de Cal Crawford, excepto que su hija me trajo el fusil de chispa que sostenía cuando preparaba su última defensa.