Tras un rato, Caleb comprendió que estaba enfermo, que llevaba enfermo bastante tiempo. Recordaba vagamente que ese dolor sordo de su hombro había sido un dolor abrasador. Así que debía de estar sanando. Y alguien le había estado cuidando, pero no sabía quién ni por qué, ni cómo iba a pagarle por ello.
Había olor a medicina, pero en él. Más allá notó el olor de los caballos y se dio cuenta de que estaba tumbado sobre heno. Se preocupó un momento y luego, vacilante y mareado, volvió a caer en el sueño.
Más tarde oyó la voz de una chica:
—Yo podría cuidarlo si lo metieseis en casa.
Y la de un hombre:
—No sería apropiado. Además, todavía está demasiado enfermo como para moverlo.
—¿Ha dicho algo, quién es o quién le disparó?
—No sé más sobre eso que tú. Un desconocido andrajoso sin un dólar en el bolsillo.
Andrajoso, sí. Pero también rico. La sorpresa al darse cuenta de eso hizo que Caleb se sobresaltase y se hiciese daño en el hombro. Luego lo invadió la dulce oleada del conocimiento: tengo 15.000 dólares en un banco de Wells Fargo. Por eso me asaltaron en alguna parte. Aquellos hombres creían que llevaba el oro encima.
Cuando el hombre volvió a aparecer y le puso la mano en la frente a Caleb para ver si tenía fiebre, éste le preguntó:
—¿Dónde estoy?
—En un establo en Fenton —contestó el hombre—. Solían llamarlo Fort Fenton. Mis chicos le encontraron entre el pasto. Creían que estaba muerto.
Caleb murmuró:
—Entonces recorrí un largo camino desde que me dispararon.
Recorrí un largo camino… han debido de ser ciento cuarenta kilómetros… ardiendo de fiebre. ¿Y qué me trajo en esta dirección? Quería volver atrás diez años en el tiempo y demostrarle a alguien que, después de todo, sí que servía para algo. Alguien que probablemente ya no está aquí, y a la que de todos modos detestaba porque yo era un cobarde y ella no.
Quiso gritarle al hombre: «No le hace falta creer que me están haciendo una caridad. Puedo pagarle bien».
Pero sabía que no era cierto. No puedes pagar una deuda de amabilidad con un puñado de oro, del mismo modo que no puedes restarle tres cerdos a cinco manzanas. Estaba en deuda con aquel hombre cuyo nombre ignoraba, y la idea lo enfureció.
El hombre tampoco lo conocía a él; cuidaba de él, eso era todo. Caridad, pensó Caleb. Es una carga para mí.
Descubrió su nombre, Pete Wilson; era el dueño del establo. Tenía dos hijos medio crecidos que a veces pasaban por allí. La chica se llamaba Fortune.
Cuando ella apareció con una jarra de limonada (fingiendo no saber que Pete estaba ausente en ese momento), Caleb dijo:
—No parece tan mayor como para tener hijos de esa edad.
Y ella respondió con una risa:
—No son míos, aunque los estoy criando. Soy la hermana de Peter.
Era una chica guapa, tranquila y con la que resultaba sencillo hablar.
Cuando Caleb estuvo lo bastante recuperado, se fue al hotel. Pero antes llamó al banquero del pueblo, hizo ciertos arreglos y pagó al médico. Después de aquello, el encargado del hotel fue cordial, aunque Caleb llevaba la misma ropa con la que había llegado. Ahora estaba limpia, y ya no era harapienta, porque Fortune se la había remendado.
Pete no le hizo preguntas, pero estaba dispuesto a contestarlas.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Caleb, por pasar el rato.
—Vinimos justo después de la guerra. Algunos de mis parientes vinieron antes.
—Vine aquí, al viejo fuerte, una vez, con una caravana de camino al oeste —ofreció Caleb, detestando tener que recordarlo pero teniendo la necesidad de mencionarlo—. Las cosas han cambiado.
Y conmigo han cambiado, se aseguró. Ahora tengo oro metido en un banco de Wells Fargo. Puedo tener prácticamente cualquier cosa… pero ¿qué quiero? Bueno, pues demostrarle a alguien que una vez estuvo aquí que sí que sirvo para algo. Un motivo de necios para venir hasta aquí, pero uno tiene que ir a alguna parte.
Los chicos de Pete entraron en la casa de enfrente y Caleb preguntó perezosamente:
—¿Por qué cojea el pequeño?
—Se hizo daño cuando era bebé. No se lo mencione… odia esa cojera.
—¿Cuántos años tiene?
—Doce. Wesley catorce… ¿Por qué tirita? ¿Un escalofrío?
—Se me ha puesto la carne de gallina. No me pasa nada.
Pero no podían ser los mismos niños que habían aullado de miedo diez años atrás. Fortune podría ser la niña que él recordaba con envidia y desazón, la niña a la que quería demostrarle algo y a la que seguía sin querer ver nunca más.
Pero no pueden ser, decidió Caleb. Esa gente ha debido de marcharse.
Cuando llevaba una semana en el hotel, reunió el valor suficiente como para preguntarle a Fortune si podía acompañarla a la iglesia.
—Pues estaría encantada —contestó, con aspecto de decirlo en serio—. El domingo que viene habrá sermón. El pastor itinerante viene una vez al mes.
—Supongo que tendré que vestirme un poco mejor de lo que voy vestido ahora —prometió Caleb.
—Uno puede ir a la iglesia con la ropa que tenga —dijo Fortune rotundamente.
Se compró ropa nueva y una bufanda negra para hacerse un cabestrillo decente y discreto para el brazo izquierdo, que no podía soportar moverlo mucho.
Según sus cálculos, el domingo por la mañana duró como un mes hasta que llegó el momento de ir a buscar a Fortune a la casa de enfrente del establo.
Basil, el sobrino de Fortune, el que cojeaba, le dijo:
—Todavía no está lista.
Y Fortune habló desde alguna parte:
—¡Sí que lo estoy! —pero tardó unos minutos en salir.
Basil y su hermano Wesley habían encontrado a Caleb en un campo, boca abajo y sangrando, con su caballo parado junto a él porque se había atado las riendas al brazo bueno antes de desmayarse. Dieron por sentado que estaba muerto, pero Basil se había atrevido a tocarlo como para poder presumir de que había tocado a un muerto. Debido a eso, Basil seguía sintiéndose todavía un poco inquieto cuando Caleb estaba delante.
Fortune entró en la cocina, caminando rápidamente con pasos cortos, atractivamente delgada con su vestido gris. Dijo:
—Buenos días, Caleb —de modo formal, y él contestó:
—Buenos días, señorita Fortune —y deseó no haberlo hecho, porque ella sonrió y el joven Basil soltó una risotada[1].
—Quiero decir, señorita Wilson —se corrigió, avergonzado. Antes de aquel día nunca la había llamado de ninguna manera.
—Puede llamarme por mi nombre —dijo ella—, sin ningún «señorita» delante.
Basil señaló:
—Quiere decir que es una desgracia ser la señorita Fortune.
—Para mí es una suerte acompañarla a la iglesia —replicó Caleb, sintiéndose mejor en general.
Este es un día más importante que cualquier otro. Más importante que el día en que encontré oro en el tamiz en Greasy Gulch o que el día que vendí mi mina.
Y creía… esperaba… que también fuese importante para ella. Parecía faltarle el aliento, como a él. Lo que había ocurrido era algo maravilloso. Un día era un desconocido herido tumbado en un establo y al siguiente estaba casi bien y a Fortune le alegraba que le hiciese compañía.
Ahora mi vida está mezclada con la suya para siempre, cayó en la cuenta. Para siempre, incluso aunque nos separemos y no nos volvamos a ver. Por ningún motivo aparente excepto porque nos hemos encontrado y le gusto.
En la iglesia ella se aseguró de que nadie chocase con su brazo y él quería protegerla de los dragones. Pero no había dragones, a no ser que contases con las buenas damas inquisitivas, y estas asaltaron a Caleb, no a Fortune, con sus preguntas.
—Ya veo que se está curando. ¿Qué fue lo que le pasó?
—Me atacaron tres hombres, señora, y creyeron haberme matado.
—Hemos oído que fue en Greasy Gulch.
—Hacia esta parte del barranco, señora. No quería volver allí y toparme con los mismos ladrones, así que cabalgué hacia aquí.
Ciento cuarenta kilómetros de dolor y espanto, de fiebre en aumento y miedo creciente a no llegar.
—Y los chicos de Pete Wilson lo encontraron. ¡Qué afortunado!
—Sí, señora. Sí que lo fue.
Lo miraban atentamente, fingiendo no hacerlo. Si podía llevar buena ropa ahora y alojarse en el hotel, ¿por qué había aparecido en harapos?
Había salido de Greasy Gulch en silencio, de noche, solo, pero los asaltantes lo supusieron y lo emboscaron. Se llevaron quizá unos cien dólares en polvo de oro por sus esfuerzos. El resto viajaba en un cofre de Wells Fargo y estaba a salvo. Pero nada de aquello concernía a aquellas buenas damas.
—¿Buscaba oro? —preguntó una de las mujeres.
—Últimamente me dedicaba a la mina, señora —contestó, y la mujer desconocía la diferencia entre buscar oro y excavarlo una vez que has encontrado dónde estaba.
Alguien le preguntó:
—¿Piensa quedarse un tiempo? —pero Fortune lo interrumpió diciendo que tenían que marcharse para ver si los chicos habían preparado las patatas como les había dicho. Así que no tuvo que contestar a esa pregunta.
De camino a casa de los Wilson volvió a faltarles el aliento.
Hace un día precioso, ¿verdad?… Muy buen día. Brilla el sol pero no hace demasiado calor… ¡Qué bonita está la luz en la alameda!… Sí que está bonita. Ya lo creo.
Estar juntos era tan espléndido, tan importante, que no podían hablar de nada relevante.
Los chicos habían preparado las patatas y habían mantenido el fuego en marcha. Fortune se colocó un mandil almidonado y comenzó a ocuparse de la comida del domingo mientras Caleb la miraba. Observar a Fortune triturar las patatas era una visión inédita, pensó. Tan hermosa como una pepita de oro brillando con su color amarillo entre la grava.
Fortune les dijo a los chicos:
—Ahora llamad a vuestro padre. Estaremos preparados en cuanto se haya lavado.
Cuando Pete Wilson se sentó con ellos a la mesa, adivinó la situación y Caleb vio cómo se le cambiaba el rostro, hundido por el cansancio.
De menuda manera estoy portándome con el hombre que me ha salvado la vida, pensó Caleb. Tiene a dos chicos sin madre a los que criar y ahora cree que va a perder a la hermana que los está criando. Quizá, debido a eso, no se vendrá conmigo si se lo pido. Fortune es una chica que no elude su deber.
¡Pero no hace falta que nos marchemos!, se dio cuenta. Un tipo que tiene quince mil dólares en una caja fuerte de Wells Fargo puede vivir donde quiera.
Hacía tan poco tiempo que Caleb era rico que la idea todavía le sorprendía. Aún no le había sacado ningún placer digno de mención, excepto que había comprado un buen caballo color castaño en Greasy Gulch y que ahora tenía ropa nueva.
—¿Le corto la carne, Caleb? —le preguntó Fortune—. Con el brazo herido no podrá.
—La ha cocinado tan tierna que no me hace falta un cuchillo —dijo Caleb, y ella pareció complacida.
—¿No le interesaría vender su caballo? —le sugirió el hermano de Fortune—. Ha venido un hombre preguntando.
Caleb meneó la cabeza.
—Si tuviese un buen caballo por primera vez en su vida, ¿lo vendería?
—No si no tengo que hacerlo.
—Yo no tengo que hacerlo. Nunca había tenido suerte hasta hace poco —explicó Caleb—. He trabajado en esto y aquello desde que era crío. Encontré oro en Greasy Gulch. Lo suficiente como para que unos bandidos se imaginasen que merecía la pena robarme.
Fortune no se sorprendió al oír la noticia de que había encontrado oro. Irradiaba aprobación, porque estaba segura de que un hombre tan extraordinario como Caleb sin duda encontraría lo que estaba buscando. Su hermano comentó sin envidia:
—Ha dado con un filón. Bueno, me alegro de oírlo.
—Y ni todo el oro de la quebrada me hubiese servido de nada si usted no me hubiese acogido —le recordó Caleb. Entonces cometió un error. Añadió—: Tengo intención de pagarle por lo que ha hecho.
—No —dijo Pete, ofendido—. Me va muy bien con mi negocio.
Uno de los chicos gritó desde el patio:
—Eh, pa, el señor Hendrickson quiere el alazán.
Pete se levantó, gruñendo:
—Pues no podrá tenerlo si está fuera, ¿no? —y cruzó la calle hasta su negocio.
De modo que Caleb y Fortune se quedaron solos en la cocina y Caleb anhelaba decir algo memorable, pero Fortune empezó a actuar como una esposa en ese momento.
—Quédese ahí sentado —le dijo—, mientras yo recojo la mesa.
—Por favor —dijo él—, me gustaría ayudarla.
Ella le miró el brazo en cabestrillo y contestó, con la sonrisa más dulce que Caleb había visto en su vida:
—En otro momento podrá hacerlo.
Y él supo que ella había dicho algo memorable, aunque él no lo hubiese hecho. Era el indicio de una promesa. Habría otras ocasiones. Quiso gritar de júbilo, pero tan sólo sonrió y se entendieron a la perfección.
—Fume si quiere —le invitó Fortune, de modo que se encendió un cigarro y se quedó admirando su laboriosidad.
Fuera había movimientos rápidos… Sólo lo veía de refilón, sin entenderlo. Pero Fortune dijo:
—¡Pero bueno! —y salió corriendo, soltando el trapo de secar los platos. Caleb esperó, confundido, pues le parecía que no había ocurrido nada excepto que uno de los chicos había pasado corriendo, ¿y por qué iba a disgustarla eso?
Los trata como una madre, pensó. Trata a todo el mundo como una madre.
Se acordó de una niña de quien había pensado lo mismo, una niña delgada y serena que una vez había estado cerca de aquel fuerte.
No puede ser la misma, se dijo. Seguro que no se quedaron. Ella tenía dos hermanos pequeños… ¿o no eran sus hermanos? Podrían haber sido sobrinos. Aquel día de hace diez años, cuando tenía catorce, a él no le importaban los parentescos.
No quería que Fortune fuese aquella niña ya crecida. Recordaba aquel momento y a la niña con espanto. Estaba tan inquieto que se levantó y anduvo de acá para allá por la cocina mientras esperaba a que Fortune volviese.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Sin duda, estaba pasando algo. Le pareció que ella había estado llorando.
—Es Basil. Unos chicos nuevos se han burlado de él por su cojera. Es algo horrible; le pasa demasiado a menudo. Y se enfurece, y llora, y eso hace que se enfurezca más aún.
—Pero usted le ha hecho sentirse mejor.
Ella meneó la cabeza.
—No, a menos que se sintiese mejor enfureciéndose conmigo. Me dijo que es culpa mía que sea cojo, y así es. Le… le hice daño cuando tenía dos años.
Entonces empezó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos, y Caleb se sintió atraído hacia ella, deseando poder tocarla pero consciente de que no tenía ningún derecho.
—No fue culpa suya —insistió—, no puede ser. Usted no le haría daño a nadie.
—Pero le rompí la pierna —sollozó—. Debería haberlo hecho mejor.
Caleb puso firmemente la mano buena en su hombro, tuviese derecho o no.
—Míreme, Fortune, y deje de llorar.
Ya sabía que era aquella niña que recordaba.
—¿Fue cuando vinieron los indios y usted ocultó a los niños en un árbol? —le preguntó.
Ella lanzó un grito ahogado y se le quedó mirando, temblando. No dijo que sí. No hizo falta.
De modo que Caleb ya no iba a ser un héroe para Fortune. No mataría dragones por ella. Porque había sido un cobarde cuando tenía catorce años y ella había conservado la cabeza en medio de todo el peligro… y se acordó, cuando todo había acabado, de dirigirse a él y consolarlo.
Caleb tenía negros pensamientos. Bueno, puedo pagarle en parte a Pete. La caridad de Pete y la mía pueden equilibrarse un poco.
—Dígale a Basil que venga —le ordenó—, quiero contarle una cosa. ¿Qué le ha estado contando todos estos años?
—¿Pues qué le voy a contar? Que nunca quise hacerle daño, pero que se lo hice y que va a ser cojo para toda la vida.
Ahí estaba, pensó Caleb, un dragón que él podía matar, al menos por Basil, y entonces se iría a otra parte lejos del viejo fuerte que ahora llamaban asentamiento. Quizá la verdad también ayudaría a Fortune, pero no le haría ningún bien a Caleb.
Fortune no tuvo que llamar al chico. Éste entró cojeando y se dirigió a la bomba de la cocina para beber agua.
—Dile a tu padre que quiero una carreta y un caballo —ordenó Caleb—. El mío no está hecho a arneses. Tú, Fortune y yo vamos a dar un paseo.
—¿Para qué? —le desafió el chico, resoplando.
—Quiero enseñaros un sitio y contaros lo que ocurrió allí —Caleb se dirigió a Fortune—. ¿Cómo de lejos está? ¿Diez, quince kilómetros?
Ella temblaba.
—No pienso ir. No he vuelto nunca. No pienso ir.
—Sí que vendrá —le dijo en voz baja—. Porque tiene que hacerlo.
Ella no quiso sentarse junto a él en la carreta, sino que colocó a Basil entre ellos. Caleb habló del sol y los árboles, pero nadie le contestó.
Era un largo trayecto hasta aquel lugar y habían pasado diez años desde la última vez que lo había visto, pero encontró el viejo camino cubierto de hierbas. La otra vez había ido a pie… primero, un lento kilómetro tras otro con la caravana que se dirigía al oeste, y luego solo hasta un prado, buscando una vaca perdida. Podría haber reconocido cualquier marca entre los cientos de kilómetros que había recorrido diez años antes.
—Dejaremos el caballo aquí —dijo cuando encontró el viejo camino—. Desde aquí iremos andando.
Basil se quejó.
—No quiero. Aquí es donde vinieron los indios.
Caleb ató el caballo a un árbol.
—¿Te acuerdas de algo?
El muchacho sacudió la cabeza.
—Sólo tenía dos años.
—¿Alguna vez te has parado a pensar que tienes suerte de no recordarlo? —le preguntó Caleb.
Los guió por los restos de un sendero irregular.
Tengo catorce años, pensó, y estoy buscando a la vaca del señor Forsyth. No es que la vaca perdida sea cosa mía, sino porque quiero que la gente de la caravana sepa lo útil que soy. Quizá algunos me lleven con ellos cuando lleguemos a Idaho. Porque mi hermana Elsie se va a casar con ese tal Hankins y a él no le caigo bien. No habrá sitio para mí en su casa cuando consigan una.
Fortune habló con voz lastimera por detrás de él:
—¿Por qué tenemos que ir a… a ese sitio?
—Para ver que sólo es un prado sin nada más. Y para contarle a Basil algunas cosas que no sabe.
No había amenaza alguna en sus palabras. Tampoco había susurrado ninguna la primera vez que caminó por aquel sendero. Pero había olido humo y había visto la carreta carbonizada y destrozada y a un muerto, ensangrentado, tirado en el suelo.
Caleb se volvió a Fortune y le preguntó:
—¿Le va a decir a su sobrino lo que ocurrió aquí o lo hago yo?
Ella no respondía, sólo movía la cabeza.
—Muy bien, lo haré yo, lo mejor que sepa. Basil, mira ese viejo tronco roto a la derecha de la carreta. Se escondió ahí dentro con vosotros. En la parte de atrás de la carreta hay una abertura. Desde aquí no se ve. Supongo que salió por esa abertura mientras los indios andaban ocupados con el hombre de delante. Nunca supe quién era aquel hombre —dijo Caleb, sintiéndose ligeramente sorprendido—. Nunca lo pregunté…
Ni me importó, admitió para sí. Aquel hombre estaba muerto y no importaba.
Fortune dijo con voz ahogada:
—El hermano de mi padre. Salió y lo mataron. Me dio tiempo a salir por detrás con los chicos.
Estaba mirando al suelo, pero no le daba la espalda a aquel lugar de terrores.
—Podría haber salido corriendo y haberse salvado —le contó Caleb al chico—, pero os llevó a los dos con ella y os metió a ambos dentro de ese tronco hueco antes de meterse ella para esconderse. Acuérdate de eso, chico. Mientras los indios estaban matando a un hombre a menos de cinco metros, ella no huyó para salvarse y no os abandonó. Y calculo que no tendría más de doce años.
Basil tenía la cabeza inclinada, pero no hacía más que lanzar miradas furtivas a la carreta destrozada y al tronco hueco, que ahora se estaba viniendo abajo por la podredumbre.
Le he dado algo en lo que pensar, se dijo Caleb. Algo que nadie se había molestado en decirle antes. Nunca hablaban de aquello más de lo estrictamente necesario. Era algo en lo que preferían no pensar nunca.
Basil preguntó:
—¿Y dónde estaba usted?
—Más allá del río, con una caravana, cuando todo esto pasó. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo. Nos detuvimos el domingo junto al río para que las mujeres lavasen y poder seguir adelante al día siguiente. Yo viajaba con mi hermana mayor y sus hijos. Vine hasta aquí a pie, buscando una vaca perdida.
»Primero olí humo. Luego vi el prado con la carreta. Y a un hombre tirado ahí.
Basil también veía aquello, identificándose con el muchacho que se había convertido en el hombre llamado Caleb Stark.
Basil preguntó en voz baja:
—¿Por qué no huyó?
—Pues porque… —¿por qué no lo hice?, se preguntó Caleb—, supongo que porque no me podía creer lo que estaba viendo. El prado estaba tan silencioso, tan tranquilo, ni siquiera había una abeja zumbando. Estaba tan silencioso como… la muerte. ¿Sabes? —dijo con seriedad—, la primera vez que la veas de cerca tampoco podrás creértelo.
El chico parpadeó.
—Como cuando lo vi a usted, tirado en el campo. Creía que estaba muerto.
—Y me tocaste para poder alardear de que habías tocado a un muerto. No querías. Tenías miedo. Pero lo hiciste. Y no pasó nada en ningún sentido. Excepto que viste que el muerto respiraba y fuiste a buscar a tu padre.
Basil asintió, sintiéndose un poco heroico.
—Fue algo así lo que sentí aquí en el prado. Después de creerme lo que estaba pasando, me asusté. Quería salir corriendo, iba a salir corriendo y largarme de aquí. Pero a la derecha se oía algo, un ruidito muy débil entre el mortal silencio. Creía que era un indio herido y pensé que si estaba herido quizá podría matarlo.
Y tener algo de lo que alardear al volver al campamento.
»Porque sabe dios —soltó Caleb— que nunca había tenido nada de lo que alardear ni de lo que estar orgulloso, y ya iba siendo hora. Así que grité algo, una especie de desafío. No sé qué fue.
Fortune habló en voz baja:
—Dijiste «¡Maldito seas, te dispararé!», y yo no podía seguir poniéndole la mano en la boca a Basil porque me había mordido, y gritó y luego apareciste tú y nos sacaste del tronco hueco.
Caleb le dijo al chico:
—¿Cuántas horas estuvo allí, apretujada con vosotros dos, tapándoos la boca para que no gritaseis y atrajeseis a los indios y os matasen a todos? Estaba tan rígida que no podía salir.
»Encontré un hacha con el mango medio quemado y corté el lateral del tronco antes de que pudierais salir ninguno. Tenía tanto miedo que ni siquiera veía con claridad. Es asombroso que no os cortase con el hacha.
Se sintió bañado por la vergüenza, como siempre, al recordar lo asustado, lo inútil que se había sentido. Y lo tranquila y sensata que era aquella niña, diciéndole qué hacer mientras estaba tirada en el suelo allí donde había caído al salir del tronco. Intentaba mover las piernas, que las tenía rígidas, y aunque tenía la cara contorsionada por el dolor no lloraba. No lloró ni una sola vez.
Y pensó en todo.
Caleb dijo:
—Lo primero que me dijo fue: «Tráeles agua a los niños». No quería pararme para hacerlo. Quería salir de este sitio y marcharme a donde estuviese seguro. Pero ella dijo: «Tráeles agua a los niños», y me dijo dónde estaba el arroyo, así que traje agua en el sombrero y ella no bebió hasta que lo hicisteis vosotros.
A cada paso del camino, recordó, la odié por retrasarme. Encogí los músculos esperando una bala que viniese de entre los arbustos, o el grito de un indio y la muerte justo después.
—Y quise irme entonces, cogeros a uno de vosotros y salir corriendo… O dejaros allí, tanto daba. No me importaba. Pero ella dijo: «Basil está herido», y vi que tenías la pierna retorcida. Intentabas arrastrarte, pero no podías, y tu hermano y tú chillabais como locos. Creía que sin duda ibais a atraer a los indios.
»Ella dijo: “Tendrás que entablillarle la pierna de algún modo para llevarlo. Busca un palo o algo y átaselo”. Así que busqué un palo recto y no se me ocurría nada con lo que atarlo, pero ella le rompió la camisa a tu hermano y con eso atamos el palo. Tenía sangre en la ropa. Así de fuerte la habías mordido en la mano.
»Cuando pudo andar, arrastró a tu hermano de la mano y yo cargué contigo y con mi rifle, y nos fuimos lo más deprisa que pudimos por el sendero.
Fortune susurró:
—Y entonces tuvimos que escondernos.
Aquella era otra cosa que Caleb detestaba recordar… Y hacer que ella lo recordase.
—Yo tenía tanto miedo —dijo lentamente— que oímos voces de hombres delante de nosotros en el sendero y ya no pude moverme. Era tan cobarde que no podía ni moverme ni pensar. Me quedé ahí quieto, agarrado a ti y esperando a que alguien me matase.
Fortune dijo de modo cortante:
—¡Tonterías! Yo era la que estaba asustada. Yo dije: «Escondámonos», y lo hicimos, entre los matorrales. Pero no eran indios, eran hombres de la caravana.
—Fui un cobarde —repitió Caleb—, pero después de aquello no importó mucho porque nos sacaron de ahí. Y eso es todo, chico. Puedes estar contento de no acordarte de nada.
Caleb se volvió abruptamente y los volvió a guiar de vuelta entre los surcos, alejándose del silencioso prado donde la muerte y el terror habían estado presentes hacía mucho tiempo.
De camino al viejo fuerte, Fortune estuvo dispuesta a sentarse a su lado, con las manos en el regazo. Después de un rato, dijo:
—Eso no fue todo. Me diste tu abrigo. Y creo que era el único que tenías.
Caleb se encogió de hombros.
—Mi hermana me hizo otro.
Recordaba aquel abrigo improvisado con vergüenza. Estaba hecho con una vieja colcha de parches. Lo llevaba cuando se veía obligado el resto del camino hasta Idaho, y muchas veces temblaba de frío antes que ponérselo. Algunos se reían y otros intentaban consolarlo, lo que era peor. Lo llamaban el «abrigo de muchos colores de Caleb»; decían que ni los lirios del campo decoraban como Caleb.
Tengo quince mil dólares en un banco de Wells Fargo, se recordó. Pero aquello no borraba el amargo recuerdo del abrigo chillón que reemplazó al que había regalado.
De repente, Fortune dijo:
—Basil, no te ha contado toda la verdad. Aquel chico que nos rescató… hasta hoy, nunca supe su nombre… no era ningún cobarde. Era el chico más valiente que había conocido. Podría haber huido. Nadie lo hubiese sabido. Bueno, nadie excepto él. Pero se quedó y nos sacó de allí.
»Unas personas nos acogieron en su carreta durante aquella noche, y un hombre que había estudiado un poco de medicina te arregló la pierna lo mejor que supo, y nos dieron de comer. Mi padre iba a venir desde el fuerte; nos reunimos con él por el camino. Él y el tío Will solían vender heno allí. Por eso estábamos en el prado. Justo antes de que la caravana se pusiera en marcha, Caleb vio que tenía frío y me dio su abrigo. Todavía lo tengo.
Caleb dijo:
—¿Qué?
—Lo gasté, porque no teníamos mucho en aquella época. Pero todavía lo conservo, lo que queda de él. Era algo… para recordarte.
Caleb dijo en voz baja:
—¡Pero Fortune!
Y entonces nadie dijo nada el resto del camino hasta el asentamiento que había sido un fuerte.
Aquella fría mañana de hacía tanto tiempo, gélida antes de que saliera el sol, llevaba su andrajoso abrigo marrón mientras les ponía el arnés a los caballos. Todo el campamento se estaba moviendo, preparándose para seguir adelante, y él sentía que nadie lo miraba. No era ningún héroe, sólo un chico no querido que había traído a otros niños tampoco queridos y desesperados a los que alguien tenía que cuidar, al menos temporalmente.
La gente creía que iba a hacer que los indios los atacasen. Los hombres estuvieron de guardia toda la noche, y nadie durmió mucho.
El señor Forsyth avanzó encorvado hasta él y preguntó con expresión tristona:
—Supongo que no has encontrado a mi vaca.
—No la he visto —admitió Caleb.
Forsyth suspiró y se alejó encorvado, sin darle las gracias por el esfuerzo, dando la impresión de que nadie esperaba que Caleb hubiese conseguido ni siquiera algo tan sencillo como aquello.
Mientras trabajaba, Caleb se preguntaba qué iba a hacer en Idaho. No iba a haber sitio para él en casa de su hermana, y Caleb tenía una pobre opinión de sus habilidades. Nadie había sugerido nunca que tuviese alguna. Era bajito para su edad, no había dado el estirón y aquello le daría problemas a la hora de encontrar trabajo.
Se sentía tan desgraciado como nunca se había sentido en su vida cuando la niña se acercó a él por detrás de una carreta. Tenía la cara lavada y le habían peinado y hecho coletas, pero llevaba el mismo vestido sucio y roto y tiritaba, abrigándose con los brazos pero sin decir que tenía frío. Alguien le había atado un trapo limpio en la mano, en la misma mano que el bebé le había mordido.
Caleb la miró con desaprobación. La gente de la caravana lo culpaba porque les preocupaban los indios. Él no tenía a nadie a quien culpar excepto a la niña cuyo nombre ignoraba y no quería saber.
Ella le dijo educadamente:
—Quería darte las gracias.
Él se encogió de hombros, porque no conocía una respuesta mejor. La detestaba porque su necesidad era muy grande y su futuro muy sombrío y no le tenía miedo a nada.
En la creciente luz del amanecer se acercó hasta él. Antes de que pudiese adivinar sus intenciones, ella tomó su rostro ceñudo con las dos manos y le besó suavemente en la mejilla.
Él dio un respingo hacia atrás, frotándose furioso la cara y preguntó:
—¿Y eso a qué ha venido?
—No lo sé —dijo ella, y se dio la vuelta.
Fue entonces cuando él ya no pudo soportar verla tiritar más. Se quitó su viejo abrigo marrón y se lo lanzó.
—Póntelo —gruñó.
Ella asintió, y siguió caminando mientras metía sus delgados brazos en las mangas.
—¡Ya verás! —murmuró—. ¡Alguna vez volveré y ya verás!
¿Ya vería el qué? Bueno, pues que sí que servía para algo, aunque ella no lo creyese, aunque hubiese ido y le hubiese dado un beso como si fuese un bebé al que compadecer.
En el asentamiento que ya no era un fuerte, Caleb detuvo el carromato delante de la casa de los Wilson. Ayudó a Fortune a bajar y ordenó:
—Basil, devuélvele el carromato a tu padre.
Luego se quedó mirando al silencioso rostro de Fortune.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué me besaste hace años?
—Era lo único que te podía dar —contestó—, igual que el abrigo era lo único que tú me podías dar.
Caleb asintió. Debería haberlo entendido desde el principio.
—Los años pasados han sido malos —dijo—. Los que están por venir serán mejores.
Estaba casi seguro de aquello, pero lo estuvo totalmente cuando ella puso las manos en las suyas y contestó:
—Pues sí, Caleb. Por supuesto que lo serán.