EL HOMBRE QUE CONOCIÓ A BUCKSKIN KID

Nadie sabe con certeza qué fue de Buckskin Kid. En los libros sobre forajidos del oeste puedes leer que se suicidó de un disparo cuando fue herido en un tiroteo en Colorado, evitando así ser detenido. O que un médico de Wyoming atendió a un hombre herido de muerte en sus últimos momentos y estaba bastante seguro de que el muerto era Buckskin Kid. Puedes leer que se largó del país y que se fue a vivir a Sudamérica. Ya no importa.

Las leyendas crecieron junto con los caminos por los que había cabalgado, y con el paso del tiempo la gente que lo recordaba se dio cuenta de que sus escasos recuerdos eran de interés para una nueva generación. Ahora un anciano puede enorgullecerse de haber visto a Kid a lomos de un bronco malintencionado una fría mañana de invierno de hace medio siglo. No es que fuese mejor jinete que otros, pero esos otros no eran jefes de bandas de fueras de la ley.

Hombres que eran jóvenes cuando Kid era joven habían envejecido sin pena ni gloria, y ahora, en sus últimos años, tenían algo de lo que alardear porque una vez lo habían visto.

John Rossum es uno de esos ancianos grises, pero nunca había alardeado de haber conocido a Buckskin Kid. Un reportero arrinconó a John Rossum en una fiesta de la iglesia el verano anterior. John no sabía que era reportero. Vio a ese desconocido hablando con Bill Parker, escribiendo algo.

Bill Parker no sabe hablar sin hacer aspavientos, y John supo por los movimientos de la mano que Bill estaba hablando del último tren que Kid había asaltado hacía cincuenta años.

Nunca hubieras supuesto que a John Rossum le parecía divertido. En su rostro arrugado no se movió ni un músculo. Pero estaba pensando en lo que le diría a su mujer cuando llegase a casa.

—Allí estaba Bill, contando cada detalle como si hubiese estado ahí, y el jovenzuelo escribiéndolo todo como si fuese el relato de un testigo ocular.

Mary resoplaría: «¡Qué cosas, si Bill ni siquiera salió de Iowa hasta por lo menos diez años después!»

Y se reirían juntos.

Después de cincuenta años, sabía casi con certeza lo que Mary iba a contestar a cualquier cosa que dijese él. La miró con acostumbrada admiración; estaba ocupada con las otras mujeres detrás de las largas mesas donde estaban colocando la abundante comida al estilo buffet.

El desconocido empezaba a ponerse nervioso mientras Bill seguía y seguía. John Rossum, al ver que Bill se acercaba hacia a él, se volvió rápidamente hacia la puerta, pero media docena de rancheros le bloqueaban el paso hablando del tiempo y del precio del ganado. La cortesía le impedía ponerse a empujar, de modo que Bill y el joven se las apañaron para alcanzarlo.

—Le estaba diciendo —dijo Bill dándose importancia— que tú conociste a Buckskin Kid.

—Lo conocí —contestó John Rossum—, mucha gente lo conoció.

El joven le dijo a Bill Parker:

—Bueno, gracias —despidiéndose de él—. ¿Cómo se deletrea su apellido, señor Rossum?

—Preferiría que no utilizase mi nombre —dijo amablemente John—. No he hecho nada que merezca que lo escriban. ¿Está viajando solo?

Pero el joven cachorro no pensaba cambiar de tema.

—Tengo entendido que Buckskin Kid Jackson, o Harris, como se llamase… se ocultó por aquí. ¿Lo conoció entonces?

Kid había matado al menos cuatro veces y, en opinión de John Rossum, haberlo conocido no era nada de lo que alardear, pero la verdad era la verdad. Y la memoria, incluso la de Buckskin Kid, se merecía justicia. John Rossum habló por la verdad y la justicia:

—No era de los que se escondían de nadie. Coja la primera cabaña destartalada que encuentre y alguien le dirá que era el escondite de Kid. Pero no le hacía falta esconderse. No le tenía miedo a nadie.

El reportero pareció complacido.

—¿Entonces estaba usted por aquí? —insistió.

Incapaz de eludir la respuesta, reacio a mentir, John Rossum dijo:

—Estaba aquí.

Le lanzó una mirada a Mary, que estaba tras las largas mesas, y supo que ella era consciente de que él se encontraba en un pequeño apuro. Pero no podía marcharse de allí; estaba sirviendo las judías.

—¿Qué aspecto tenía Kid? —preguntó el reportero.

John Rossum trató de recordarlo:

—Pues corriente, por lo que recuerdo. Su hermano Ben era flacucho, pero Kid tenía un aspecto corriente.

—Bill Parker me estaba contando que alguien valló la tumba de Ben —señaló el reportero—. Se me había ocurrido sacarle una foto mañana. Me gustaría que saliera usted en la foto, señor Rossum. ¿Le parece bien?

—No me gustaría que me sacaran una foto —dijo con firmeza John Rossum.

—¿Cree que Kid se fue a Sudamérica? —preguntó el reportero—. El señor Parker dice que conoce a gente que asegura que recibieron postales suyas desde allí.

—Yo siempre he creído que se fue allí —dijo John Rossum. Meticulosamente sincero, añadió—: Yo nunca recibí ninguna postal.

—Ayer conocí a un hombre que me contó que la Agencia de Detectives Pinkerton todavía andaba buscando a Kid en 1914, cuando se suponía que hacía tiempo que había muerto.

—Yo no sé qué fue de él —dijo John Rossum—, supongo que a estas alturas estará muerto. Tendría cerca de ochenta años ya.

El reportero mostró una astuta sonrisa mientras preguntaba:

—Supongo que a su novia sí la conoció, ¿verdad?

—La vi un par de veces. Nunca entendí qué le vio a Kid (y tampoco entendía qué le había visto él a ella, pensó John Rossum; era muy corriente. Pero la galantería no le permitió decirlo).

—He oído que ella se marchó al mismo tiempo que él.

—Yo he oído lo mismo —concedió John Rossum.

Le habría gustado que el reportero estuviese dispuesto a hablar de cosas importantes, como Rusia, o cómo funcionaban los aviones a reacción. Los problemas del presente preocupaban mucho a John Rossum. Pero aquel joven sólo estaba interesado en algunos viejos forajidos.

Mary se estaba apartando de las judías. Ya no había nadie haciendo cola. Se retocaba el pelo al tiempo que se acercaba hacia él, y este se dio cuenta de que llevaba su expresión de encargarse de todo.

Y lo hizo muy bien. Le hizo un gesto con la cabeza al joven y lo despidió con una sonrisa maternal.

John asintió educadamente al reportero, que había dicho con una sonrisa:

—Supongo que usted nunca cabalgó junto a Kid, señor Rossum.

—No —contestó John Rossum—, nunca —y añadió sin rencor—: No hace mucho podría haberse metido en un lío por preguntar algo así —y se marchó con Mary y comió un pedazo de tarta que no le apetecía nada.

—Las demás mujeres lo limpiarán —dijo Mary—. Nosotros nos vamos ahora, a no ser que prefieras quedarte.

—No tengo motivo ninguno para quedarme, a menos que te quedes tú —contestó John. Creía que ella sí quería, pero resultó que no. Así era Mary… dispuesta a marcharse pronto porque sabía que él quería irse. Nunca había habido una mujer como Mary. O, si la había habido, esperaba que hubiese tenido un hombre que se la mereciera.

Al regresar a casa en la vieja camioneta, conduciendo por caminos de surcos, le remordía la conciencia con un dolor que conocía desde hacía tiempo. Mary y él no hablaron porque no había necesidad de hacerlo. Mary entendía que quería pensar.

Se acordaba de Buckskin Kid, después de que Ben muriese y después de que Kid volviese y matase al asesino de Ben. Kid estaba entonces en su mejor momento. El mundo era suyo, o al menos caminaba libre en un pedazo de Montana de unos ciento cincuenta kilómetros.

Y en aquellos días John Rossum no tenía nada excepto un bayo y una silla.

Johnny Rossum era joven e inseguro, tan sólo un vaquero errante que no sabía qué quería del mundo y tampoco habría sabido cómo conseguirlo. Buckskin Kid le había dicho una vez:

—Maldita sea, Johnny, el problema que tienes es que piensas demasiado.

El joven John Rossum le había contestado:

—Supongo que tienes razón, Kid, pero ¿cómo se puede parar de hacerlo?

—Esta es una manera —dijo Kid, sonriendo, y le acercó una botella en la barra.

—Pero eso no evitará que uno deje de pensar durante mucho tiempo —comentó Johnny—. Y además, hay tantas cosas en las que pensar…

—Aparte de las mujeres y el dinero, ¿qué más hay? —le desafió Kid, tan en serio que Johnny lanzó una carcajada y dijo:

—¿Ves?, tú también lo haces.

Mujeres y dinero… Buckskin Kid tenía razón en parte. Johnny pensaba mucho en esos temas o, para ser exactos, pensaba en una jovencita en concreto, y en que no tenía dinero. Mary Browning tenía otros admiradores, pero Johnny pensaba, cuando se sentía optimista, que ella lo favorecía un poco más a él. Sus rivales tenían aquello de lo que carecía Johnny: un poco de tierra, algo de ganado y un techo, aunque el techo fuese sólo un poco de hierba sobre una choza.

Mary estaba mejor en casa con su padre de lo que lo estaría con Johnny Rossum. Pero tenía diecinueve años, lo bastante mayor como para casarse, y no le era indispensable a su padre, porque tenía otra hermana dos años más joven que sabía cocinar. Sin duda alguien podía proponérsele a Mary Browning antes de que pasara mucho tiempo.

Johnny Rossum no estaba cortejándola exactamente. Sólo se detenía en casa de su padre cada vez que pasaba cerca del barrio… digamos, a unos treinta kilómetros. A veces ella lo favorecía saliendo a dar un paseo con él junto al río.

—¿Siempre tenemos que traernos a tu caballo? —le preguntó ella una vez.

Johnny miró hacia atrás al caballo del que iba tirando con cierta sorpresa.

—Caracoles, no. Podría dejarlo en el patio de tu padre. No te gusta que el caballo venga con nosotros, ¿eh? —eso a él le parecía importante.

Mary creyó que había herido los sentimientos de Johnny. Estiró el brazo y le rascó al caballo entre las orejas.

—Es un caballo bonito. No me importa que lo traigas. Es que me pregunto por qué lo traes cuando sólo estamos a unos pocos pasos a pie de casa.

Ahí tenía Johnny algo en lo que pensar, y pensó mucho. Cuando tuvo la respuesta, era tan tonta que lo avergonzó.

—No, es sólo que no estoy acostumbrado a ir a pie, supongo. Si mi jefe me ordenase caminar, dejaría el trabajo. Pero mientras un hombre tire de su caballo, tampoco es que vaya a pie en realidad. Qué tontería, ¿no? Pero es cierto —dijo el sincero Johnny Rossum—. Y ahora he quedado como un memo admitiéndolo —sugirió—. Si no te gustara la compañía del caballo, ¿me lo dirías?

Mary Browning se rió.

—Siempre creo que si intentase besarte, te subirías sobre él y saldrías corriendo para salvar tu vida, nada más —dijo.

—¿Besarme? ¿Crees que me daría miedo que me besaras? —dijo John Rossum triunfal—. ¡Te voy a demostrar lo que es un beso! —y la agarró y le dio un buen beso mientras ella se debatía y se le soltaba el pelo. Preciosa Mary Browning.

No tenía motivos para debatirse, después de haberle invitado a que la besara, pero era parte del juego y ambos lo sabían. Johnny también sabía que sólo era un juego. Aquella era la clase de beso que un hombre podía darle a una chica en una fiesta, riéndose y tonteando, aunque sus padres, sus parientes y el predicador estuviesen delante.

Cabalgando de regreso al rancho donde trabajaba, soñó ociosamente con el beso que nunca le había dado a Mary Browning y que quizá nunca le daría; la clase de beso solemne, sincero, con suspiros pero sin risas. Mary no se podía permitir aceptar un beso serio de un hombre que sólo era un vaquero. Los vaqueros no se casaban.

No tenemos una casa, se dijo Johnny.

Tenía un techo sobre la cabeza cuando estaba en el rancho. Dormía con otros dos vaqueros en una barraca con techo de hierba. Básicamente el techo servía para que no entrase la lluvia.

—Pero no es mi techo, maldita sea —dijo en voz alta.

Una semana más tarde ni siquiera tenía el techo de otro hombre, porque el jefe lo insultó y tuvo que dejar el trabajo. Incluso aceptando que el jefe era un pisaverde, un tipo del Este que había heredado el ganado, lo que hizo no podía ignorarse ni excusarse. Y además, lo hizo delante de todos.

El jefe le preguntó:

—Johnny, ¿has ido a buscar a los toros nuevos de más allá del cerrillo?

A Johnny le habían dicho que buscase a aquellos toros y los moviese, y eso había hecho. Si no lo hubiese hecho, lo habría dicho. Que se lo preguntasen era un insulto, aunque Johnny no era indebidamente sensible. Así que hizo lo que requería la ley no escrita.

—He cumplido sus órdenes, señor Smith —dijo con voz tranquila—. Ahora debo despedirme.

Así que le dieron el finiquito que tenía pendiente, recogió su petate con lo que todos los vaqueros llamaban «sus pertenencias de cuarenta años», hubiese vivido cuarenta años o no, y se dirigió entristecido hacia el pueblo.

Sólo tenía que desviarse de su camino unos quince kilómetros para parar donde Mary, así que lo hizo, pero no se quedó mucho rato. Ella tenía compañía, un ranchero llamado Tip Warren, que hablaba con educación, pero que ignoró a Johnny Rossum como diciendo: «Con Mary Browning tengo ventaja. Cuentas tan poco que ni siquiera voy a perder el tiempo compitiendo contigo».

Y Mary le prestaba mucha atención a Tip Warren. A Johnny nunca se le ocurrió que pudiese estar intentando darle celos. No se sentía celoso. Sólo sentía que algo que no esperaba que se le escapase se hubiese apartado fuera de su alcance.

Tip Warren anunció mientras estaban sentados:

—Me falta personal. Un tipo se ha roto la pierna, otro se largó huyendo del sheriff. Supongo que podría contratar a un par de hombres en el pueblo.

Aquel era el pie de Johnny para decir que no hacía falta que fuese al pueblo, pero no lo dijo. No pensaba trabajar para un hombre que estaba cortejando a su chica. No lo haría ni aunque se muriese de hambre.

Así que justo después de cenar se marchó para Fork City, dejó su caballo en el pequeño pasto que había detrás de la cuadra y se acostó en el heno con permiso del dueño.

Fue pura casualidad que, a la mañana siguiente, se topase con Buckskin Kid. Kid era afable excepto cuando estaba como una cuba, y cuando estaba en Fork City no se emborrachaba. Allí se andaba con cuidado y no aparecía a menos que estuviese seguro de que el sheriff estaba en la otra punta del condado. Y cuando al sheriff se le ocurría que Kid podía aparecer por allí, descubría que tenía asuntos pendientes que requerían que se fuese al otro extremo del condado. Así era como se llevaban bien, en una especie de tregua de la que nadie hablaba o incluso en la que nadie pensaba.

A Johnny Rossum no le daba miedo Kid, pero tampoco le caía muy bien. Creía que si miraba fijamente el tiempo suficiente podría ver la sangre en las manos de Kid, pero nunca miró fijamente a Buckskin, y tampoco lo hacían los demás. La actitud de Johnny era más o menos normal… Respetaba a Kid por su éxito y se apartaba de él cuando podía hacerlo sin llamar la atención.

Pero a Kid le caía bien Johnny Rossum, como a la mayoría de la gente, y admiraba su cerebro, lo que los demás ignoraban.

Así que aquella mañana en el saloon, donde Johnny se encontraba con la esperanza de que apareciese algún ganadero que necesitase personal, Kid se le acercó. Johnny le tenía aprecio a su pellejo, así que le devolvió el saludo.

—He estado pensando en ti —dijo Kid—, desde la última vez que te vi. Un hombre que sabe pensar puede resultar útil de vez en cuando, ¿sabes a qué me refiero?

—Claro —admitió Johnny.

Kid vio que no lo había entendido.

—Quiero decir que un hombre que piensa me puede resultar útil —señaló.

Johnny captó la idea y contestó:

—Yo no le resulto muy útil a nadie.

Kid posó el vaso.

—Estaré donde Mamie esta noche con algunos de los chicos, si quieres pasarte.

Y ahí estaba, una invitación directa a un hombre que pensaba, una invitación para unirse a un hombre de acción. Y Johnny no tenía nada que perder, tal como le estaba yendo la vida en ese momento.

Así que aquella noche cabalgó hasta donde Mamie pensando mucho. Una vez detuvo el caballo y pensó sentado en la silla, a punto de darse la vuelta de regreso hacia la oscura respetabilidad. Lo que le hizo seguir adelante para reunirse con Kid no fue que alcanzase decisión alguna, sino la inquietud del caballo. Cuando el caballo comenzó a andar de modo más o menos dudoso, Johnny gruñó:

—Bueno, muy bien, si tanta prisa tienes.

Prudentemente, dio una voz en el patio de Mamie y no desmontó hasta que se abrió la puerta. No era Kid el que estaba en el marco iluminado. Pero el hombre dijo:

—Desmonta, estamos esperando.

Y cuando Johnny se acercó, se dio cuenta de que era Windy Witherspoon. Los otros presentes eran Deaf Parker y Gus Graves y, por supuesto, también estaba Mamie.

Después, a Johnny le pareció curioso que mientras estaba allí sentado con la banda de Kid planeando el asalto a un tren, Mamie anduviese de puntillas a su alrededor con una tarta y vasos de limonada. Kid finalmente le dijo que lo dejase y empezase a hacer el equipaje si quería marcharse mientras todavía podía.

—Va a visitar a los parientes de su hermano en Mineápolis —le dijo Kid a Johnny guiñándole un ojo. Así que Johnny siempre creyó que, fuese donde fuese, desde luego no a Mineápolis, Kid se encontraría con ella después.

Kid dijo, con glaseado de tarta en el bigote:

—Van a traer una carga de dinero, Johnny. ¿Quieres participar con nosotros?

Los demás miraron a Johnny Rossum entre el humo de los buenos puros. Deaf Parker murió por heridas de bala en Wyoming. Windy murió de lo mismo en Nevada, Gus de viejo en la cárcel y nadie sabía con certeza cómo ni dónde había acabado Kid. Pero aquella noche ninguno sabía cómo iban a acabar. Aquellos famosos forajidos sentados en la cabaña de Mamie esperaban a que Johnny Rossum dijese algo.

—He venido, ¿no? —gruñó. Luego le molestó la conciencia—. ¿De quién es el dinero?

Kid se encogió de hombros:

—¿Qué más da? El banco lo va a recibir… o eso creen ellos. Quizá responsabilicen al ferrocarril. ¿Tienes debilidad por los bancos y los ferrocarriles?

—Supongo que no —admitió Johnny. Había tenido poco contacto con ninguno de los dos—, no es como robarle a la gente. ¿Dónde vamos a hacerlo?

Gus gruñó:

—Ahí es donde se supone que tienes que ayudarnos, Don Cerebrito.

Johnny estiró el cuello y preguntó:

—¿Estáis dispuestos a que lo haga?

Gus asintió. Kid dijo:

—No muy lejos de aquí. Nunca hemos asaltado un tren cerca, así que no se lo esperarán. Lo que significa que no podremos quedarnos por aquí después, por supuesto, porque nos echarían la culpa aunque lo hubiese hecho otro. Pero tú puedes quedarte si quieres arriesgarte. Si todo sale bien.

Johnny Rossum inspiró profundamente. Comprar ganado con mi parte del botín, quizá incluso hasta conseguir a mi chica, asentarme y no volver a robar. ¿De dónde le digo que ha salido el dinero? Lo pensaré cuando lo tenga. Tengo cerebro, ¿no?

—Los chicos y yo no queremos que nos vean husmeando por las vías —explicó Kid—, pero tengo dos o tres sitios en mente. Ve tú a echar un vistazo, haz planes, vuelve y cuéntamelo, y nosotros puliremos los detalles, si todavía te apuntas.

—Muy bien —dijo Johnny—. Seguid hablando.

Era un vaquero sin trabajo; a nadie le importaba dónde fuese. Si alguien lo veía bañándose debajo de cierto puente, nadie lo relacionaría con el asalto al tren que haría Historia. Se dio un buen baño en el río y holgazaneó durante un rato, solo. Tomó algunas medidas a ojo, de lo lejos que estaba la alameda y dónde los matorrales eran más espesos, y apuntó dónde había traviesas que les pudiesen resultar útiles.

Vagó por la pradera un par de días, echando un vistazo a los lugares que Kid había mencionado, y una noche se dirigió donde Mamie para hablar con los chicos.

Dibujó un diagrama.

—Poned traviesas justo aquí. No como para hacer descarrilar al tren, sino para que el maquinista las vea y se detenga. El vagón expreso se detendrá más o menos aquí. El hombre que vaya a cubrir a los de la máquina puede esconderse debajo del puente hasta que llegue el momento. Otros, detrás del montón de traviesas al norte. Los caballos pueden estar esperando en la alameda, dispuestos para la huida. El jefe del tren aparecerá corriendo cuando se detenga, y el hombre que esté a la cabeza puede apuntarle con un arma al momento.

Los chicos discutieron cada parte del plan para asegurarse de que era sólido. Kid les preguntó:

—¿Os parece bien?

Asintieron, y Johnny vio que estaban sonriendo.

—Ese es el sitio que nosotros hubiésemos escogido —le contó Kid a Johnny—. No somos tan ignorantes como te dejamos creer.

Johnny no se enfadó cuando supo que le habían estado poniendo a prueba. Comenzó a pensar que quizá tenía talento.

—Tú vas a sujetar los caballos —le dijo Buckskin Kid—. Esto no es como un atraco a un banco, donde el que sujeta los caballos corre el riesgo de que le disparen. Nadie te va a ver en la alameda, y puede que necesitemos fuego de cobertura desde allí. ¿Tienes un rifle, chico?

Johnny asintió. Nunca había disparado a un ser humano con su rifle, aunque una vez lo había intentado, cuando un indio intentó robar una vaca.

—Cuando sepa el día —dijo Kid—, te avisaré. Quédate por el pueblo.

En los días siguientes, mientras Kid estaba esperando a saber cuándo iba a llegar el dinero, Johnny intentó sentirse como un fuera de la ley. Todavía no sabía cómo sería, pero decidió una cosa: un sucio fuera de la ley no era lo bastante bueno para Mary Browning.

Un hombre debe despedirse de su chica, se dijo. Sin que ella se entere de que es una despedida. Tiene que echarle un último vistazo, para recordarla; hacerle saber que va a estar fuera un tiempo. Al final acabará entendiendo que es para siempre. Y probablemente, tampoco le importará mucho de todos modos.

Así que se fue a ver a Mary por última vez.

—Me voy de aquí muy pronto —dijo indiferente—. Hay un tipo que quizá quiere que le lleve algunos caballos a Canadá. De todos modos, quiere que trabaje para él allí.

—¿Canadá? —repitió Mary, como si la frontera estuviese a mil kilómetros en lugar de cincuenta. No habló mucho, y cuando Johnny se fue parecía enfadada con él. Johnny lo lamentaba, pero creía que probablemente fuese lo mejor.

Mientras regresaba a Fork City se sintió tan mal que empezó a llorar.

Un día Kid lo avisó y se reunieron en secreto.

—El lunes por la tarde —le dijo Kid—. Estaremos fuera de aquí antes. Por separado. Tú vete antes de que amanezca el lunes. A buscar trabajo por alguna parte, algo así. No importa el motivo mientras suene bien.

—A nadie le importará —admitió Johnny—. Refunfuñaré y le contaré al de la cuadra que me voy a Canadá.

—Me parece bien —dudó Kid—. Te estoy dando la parte fácil. Eso lo sabes, ¿no?

—No te he pedido ningún favor —le recordó Johnny—, pero te lo agradezco. Pensé que quizá querías que fuese el que sujetase los caballos porque soy novato y podría molestar si hiciera cualquier otra cosa.

Kid lanzó una carcajada.

—Sí señor, tienes cerebro. A mi hermano Ben, por otra parte, solía tenerle sujetando a los caballos porque no era lo bastante listo para ninguna otra cosa. Pero para ti es como un aprendizaje. Y te llevarás la misma parte que los otros chicos.

Le dio una palmada en el hombro cuando se despidieron y durante bastante tiempo después de aquello Johnny no hacía más que imaginarse que llevaba la marca de la mano del forajido. Cuando salió a la calle, se preguntó si se veía.

El domingo refunfuñó y le contó al de la cuadra, que admitió que las cosas estaban bastante paradas y que tendría más posibilidades de encontrar trabajo más al norte. Así que Johnny metió sus pertenencias de cuarenta años en el petate antes de tumbarse en el heno.

Se despertó cuando todavía estaba oscuro y caminó llevando su silla. Nadie le vio, y aunque alguien lo hubiese hecho, no habría supuesto que estaba asustado o que estaba deseando no ir a asaltar un tren.

Pero tampoco llegó a robarlo.

La banda de Buckskin Kid se llevó 40.000 dólares de la caja fuerte del expreso, pero Johnny Rossum no estaba con ellos porque no pudo encontrar a su caballo en el pasto.

Sencillamente, el caballo no estaba. Alguien había abierto el portón.

Miró alrededor en la oscuridad y buscó en cada metro del terreno, pero allí no había caballo alguno.

Uno no puede alquilar un caballo si dice que va a cruzar la frontera con él. Y si se lo llevase sería un ladrón de caballos, alguien más que despreciable. El dinero pertenecía a los bancos, pero los caballos eran de las personas. En algún lado había que poner el límite.

Aquel fue un mal día para Johnny, porque creyó que había perdido su caballo. Andaba con cara larga por todo el pueblo mientras el asalto tenía lugar a kilómetros de distancia.

La noticia del robo llegó a la hora de la cena. Se extendió por las líneas del telégrafo y llegó al sheriff. Apareció enfurecido y comenzó a organizar posses, maldiciendo con ganas a Buckskin Kid y sin prestar atención a Johnny, que quería denunciar que su caballo había desaparecido.

Así que cuando el sheriff dijo unos minutos después:

—Te quiero en una posse, joven —Johnny le dijo que se fuera al diablo y que se llevase a su posse con él.

Alguien encontró el caballo perdido el martes a tiempo de que el sheriff lo requisara junto con cualquier otro animal de cuatro patas lo bastante grande como para ponerle una silla, porque las posses salieron cabalgando en todas direcciones.

Pero nunca detuvieron a Buckskin Kid y Johnny Rossum no volvió a saber nada de él.

Mientras las posses andaban buscando como locos, persiguiendo bandidos, Johnny se fue a ver a Mary Browning. Ahora que no tenía caballo tuvo que caminar los quince kilómetros. Cuando ella salió para recibirle, tenía una expresión de lo más inquieta en la cara.

—¿Me estás diciendo que has venido hasta aquí a pie? —le preguntó—. ¿Sólo para verme? ¡Oh, Johnny!

Aquella fue la primera vez que él la besó de aquella manera solemne y sincera, suspirando y sin risas, justo delante de la casa de su padre con la hermana mirando por la ventana. Luego se separó y movió la cabeza.

—Hace unos días —le dijo— no tenía nada más que mi caballo y mi silla. Ahora ni siquiera tengo el caballo. Pero he venido a decirte…

—¿Sí? —suspiró Mary, tratando de volver a acurrucarse en sus brazos—. Dilo, Johnny, dilo.

—He venido a decirte… —terminó débilmente—, ¡que me gustaría ser rico!

Ella supo, milagrosamente, qué era lo que le estaba diciendo exactamente, pero Johnny siempre lamentó no habérselo dicho de un modo más elegante.

En realidad, después de aquello no tuvieron muchos problemas serios. Construyeron una cabaña en el terreno del padre de Mary y Johnny trabajó para él, y después de unos años Mary y él tenían su propio ganado, cuatro hijos y una buena vida.

Cincuenta años después, el mal que había tenido la intención de hacer todavía lo acosaba. No se había ganado aquella buena vida.

Les quedaba como medio kilómetro para llegar al sendero que llevaba a su casa cuando él dijo encarecidamente:

—Tengo que decirte una cosa.

Y la mujer que había sido su esposa durante medio siglo le contestó:

—¿Mmm?

Detestaba hacerlo, detestaba contarle, incluso ahora, lo débil que había sido, lo malvado que se había propuesto ser.

—Ese tipo que se ha puesto a hablar sobre Buckskin Kid —dijo a toda velocidad— me hizo pensar en que hay una cosa que debo contarte. Casi… bueno, lo hubiese hecho… Pues resulta que en aquel gran asalto al tren que hizo Kid, yo habría estado mezclado en él si mi caballo no hubiese desaparecido.

Mary sonó tan asombrada como había esperado:

—John Rossum —dijo—, ¡apenas me lo puedo creer!

—Es cierto —suspiró.

—Ni siquiera lo sospechaba —dijo, y se quedó callada un rato—. Ahora yo tengo que contarte otra cosa que no sabes. En aquel tiempo actuabas tan misteriosamente que pensé que tenías a otra chica esperando en Canadá, o quizá a la tal Mamie.

—¡Mamie! —se atragantó John Rossum.

—Bueno, la cosa es que creía que había otra chica —le dijo su mujer—, ¡así que me fui al pueblo, abrí aquel portón y asusté a tu caballo para que no pudieras escapar tan fácilmente!

John Rossum notó que dentro de él iba formándose una carcajada, pero antes de que pudiese responder, Mary dijo algo más:

—Sabes, estaba decidida a tenerte. Si te hubieras ido con esos bandidos y me lo hubieses pedido… bueno, me habría ido contigo.

Él dijo:

—¡Canastos, Mary Rossum!

Y lanzó un vistazo rápido y horrorizado a aquella mujer a la que de repente le pareció que no conocía en absoluto.