BANDIDO IMPROVISADO

Yo cabalgué junto a la Banda Violenta, pero ya hace tiempo de eso. Eran forajidos encallecidos y los agentes de la ley que los perseguían (a una distancia segura) también eran tipos duros. De hecho, todos los que rondaban por ahí eran muy peligrosos, excepto yo.

Yo sólo era un pobre e inocente vaquero, sin un céntimo pero no especialmente malvado. No quería unirme a los fuera de la ley, pero me vi huyendo de la justicia… La justicia más corrupta que se haya visto en el mundo.

Tenía veintidós años cuando llegué a Durkee, una ciudad ganadera de Montana, después de ayudar a otros ocho tipos a entregar una manada de novillos.

—Nos vemos en el banco dentro de una hora, muchachos —dijo el jefe de la ruta—. Os pagaré allí.

Nos separamos y me fui a dar un paseo, todo andrajoso y cubierto de polvo. Estábamos demasiado arruinados como para hacer otra cosa que no fuese pasear. En cualquier caso, mientras estaba paseando, veo a un tipo tras una chapa de alguacil; está apoyado en una pared y me mira entrecerrando los ojos. Me enfadé un poco y, dado que iba con buenas intenciones, dije:

—¿Algún problema? ¡Vaya, caray, si es el primo Cuthbert! Cuthbert, no deberías haberte marchado. Tu madre se disgustó mucho…

Aquel tipo entrecerró tanto los ojos que dudé que pudiese ver algo.

—Soy Buck Sanderson, alguacil de este condado, forastero —dice. Y entonces, mirando a su alrededor, susurra—: ¿Cómo estás, Willie?

—Me llamo Duke Jackson —dije yo, enfurruñado—. Parece que he cometido un error.

—Tienes una de esas caras —me dice—, y me recuerdas a alguien —sonrió, y supe que había captado la idea de que yo quería insinuar que estaba huyendo cuando mencioné que había cometido un error. Pero no lo estaba, todavía no.

—¿Tienes algún plan? —dice.

—A la cuadrilla nos van a pagar muy pronto en el banco —digo—. Después de eso, no sé qué voy a hacer.

—Bueno, pues ven a tomar una bebida —dice Cuthbert. Debería haber sabido que no tenía que beber con Cuthbert; de toda la vida de dios ha sido un tipo muy mezquino. Pero yo me tomé una cerveza y él tenía los ojos enrojecidos, y entonces me dice—: Te voy a acompañar hasta el banco.

—Ya puedo encontrarlo yo —le digo, pero me acompañó igual.

Por el camino se detuvo junto a un poste y miró fijamente a un alazán castrado que llevaba una bonita silla.

—¿Qué hace aquí el caballo del sheriff? —dice Cuthbert—. Lo tenían que haber llevado al establo, pero supongo que al mozo se le ha olvidado. Toma, llévalo tú de la rienda. Yo tengo que dejar libre la mano de la pistola. Este es un pueblo difícil.

Así que por no discutir con él tiré del caballo del sheriff. Había algunos tipos delante de la puerta del banco, pero ninguno de ellos era de nuestra cuadrilla y también había otros caballos por ahí.

—Voy a ver si están pagando ya —dice Cuthbert—. Tú sujeta el caballo.

—Sujétalo tú —le digo—, es a mí a quien van a pagar.

—Sujeta el caballo —dice, y se metió en el banco.

Y allí estaba yo, enfadado, cuando sonaron tres o cuatro disparos. Y entonces unos hombres salieron zumbando del banco y saltaron a los caballos que los estaban esperando. Cuthbert apareció corriendo tras ellos y, después de darles ventaja, comenzó a dispararles, pero al aire. Bueno, vi que Cuthbert no había cambiado nada, así que hice lo obvio. Salté al caballo del sheriff y salí galopando del pueblo.

A quince kilómetros me detuve para ver si me había alcanzado alguna bala. No.

Y allí estaba yo, huido de la justicia. Le había robado el caballo al sheriff y habían robado el banco mientras yo estaba allí delante con aspecto de formar parte de la banda; y era testigo de que Cuthbert tenía algo que ver con el atraco.

Me senté junto a unos matorrales con ganas de fumar y pensando que Cuthbert era un pérfido villano. Decidí volver y contárselo al sheriff pero no en ese momento. Cualquier otro año. Si volvía cabalgando a Durkee aquel día, sobre el caballo del sheriff la gente era muy capaz de malinterpretarlo.

Así que me alejé otros quince kilómetros. Para entonces ya estaba anocheciendo, de modo que me bajé y me acosté entre los matorrales, deseando poder comer hierba como el alazán.

Me desperté a oscuras, sólo que no estaba tan oscuro como debería. Alguien había encendido una hoguera y oía voces. Ni siquiera podía conseguir una noche de sueño tranquilo. Me incorporé y alguien dijo:

—¿Eres tú, Larry?

—No sé quién es ese —digo—, ¿pero no podíais callaros?

Eso demuestra lo puro de corazón que era. Y lo poco inteligente. De repente me acordé de que era un hombre buscado.

—Te estamos apuntando con un rifle, amigo —dice un hombre—. Ven a la luz con las manos en alto.

Bueno, ni siquiera me detuve para ponerme las botas.

—¿Cuánto tiempo llevas allí? —dice un hombre de bigote negro.

Eran cuatro, todos armados.

—No importa cuánto lleve —dice un hombre barbudo—. O está de nuestro lado o está muerto.

—Estoy de vuestro lado —digo—. ¿Qué lado es ese?

El barbudo frunció el ceño.

—¿Alguna vez has guiado ganado a comisión?

—Sólo contratado —digo—. Soy un vaquero muy trabajador que busca una oportunidad.

—Pues te ha encontrado —dice—. ¿Cómo te llamas?

—Duke —digo.

—No, no te llamas Duke —dice—. Duke soy yo —me miró fijamente a la luz de la hoguera y me dice—: Te llamas Leather.

—Pues no, ni hablar —digo—, tengo la piel corriente como todo el mundo —entonces me percaté de quién era Duke. Todo el mundo conocía el nombre de Duke, era uno de los jefes de la Banda Violenta. La cuestión era que yo sólo había adoptado el nombre de Duke porque lo acompañaba una cierta reputación—. Si tú lo dices —digo respetuosamente—, seré Leather.

—Tráele a Leather sus botas —dice Duke—. Dale a Leather una taza de café.

Y así es como me cambié el nombre por el de Leather. Y así es como me convertí en un forajido. Sin problemas. Me acosté honrado y sin un céntimo y me desperté bandido y todavía sin un céntimo, e incomprendido por todo el mundo.

—Nos ayudarás en nuestro negocio ganadero —dice Duke.

No tuve que tomar ninguna decisión. Parecía que estaba hecho para ser un fuera de la ley.

Podríais creer que guiar ganado robado es emocionante, pero no. Vistas desde el polvo que levantan los cuartos traseros, las vacas tenían el mismo aspecto que cuando las guiaba siendo un ciudadano respetuoso con la ley. ¿Y por qué iban a parecer distintas? Algunas de ellas eran las mismas.

Después de haberse convertido en ganado robado, eran mucho más fáciles de mover. Cuando eran una manada honrada, la cuadrilla siempre se topaba con alguaciles metomentodo y granjeros que decían: «No podéis pasar esa manada por aquí», o «No podéis cruzar esta línea». Pero cuando la Banda Violenta los movía, los alguaciles estaban en otra parte dedicados a asuntos urgentes y los granjeros recibían a la Banda Violenta con los brazos abiertos.

Así es la vida, empecé a pensar. Es más seguro y tranquilo que ser un vaquero honrado. Nadie se te acerca demasiado apuntándote con un arma.

Y podría haberlo disfrutado si todos esos fuera de la ley no me hubieran puesto tan nervioso. Duke y los chicos parecían vaqueros polvorientos que necesitaban un afeitado y tenían los ojos enrojecidos porque cuando guías ganado nunca duermes lo suficiente. Pero sólo saber que eran la Banda Violenta me provocaba escalofríos. Intenté ser muy educado y se me quedaban mirando fijamente. Así que empecé a devolverles la mirada y mostrarles los dientes, y después de aquello nos llevamos bastante bien. Ser un fuera de la ley es cansadísimo para los músculos faciales.

Movimos el ganado enseguida porque el antiguo dueño había enviado hombres a seguirnos. Cuando los hombres se acercaban demasiado, se frenaban y esperaban un tiempo prudente. Su jefe estaba aún más seguro… en su rancho.

Un día subimos el ganado a la cima de un saliente, y Duke dice con un suspiro de alegría:

—Bueno, ahí está. Nido de Águila.

Los chicos sentados sobre sus caballos y yo nos asomamos al valle verde más precioso que había visto en mi vida. Los novillos empezaron a resoplar por el camino hacia el agua y la hierba verde y la mayoría de los muchachos empezaron a gritar «¡Yipiii!» y espolearon a sus caballos hacia abajo.

—Tenemos chicas esperándonos allá abajo —dice Duke, explicándomelo—. Ese es un asentamiento al que ningún sheriff le ha puesto los ojos encima, muchacho —soltó una risita complacida—. Tenemos un buen montaje ahí. Familias, críos. Y teníamos una escuela hasta que la maestra se casó.

Entonces gritó, «¡Yipiii!», y bajó.

—Soy Leather Jackson —me digo a mí mismo en voz alta—, uno de la Banda Violenta. Soy un tipo muy malo —pero hubiese preferido que no me castañetearan los dientes.

Grité: «¡Yipiii!», y espoleé a mi caballo por el sendero hacia Nido de Águila. Allá abajo me protegerían. Me bajé de la silla delante de un edificio de troncos que tenía un poste para los caballos. Empecé a caminar con arrogancia. Una muchacha de piel oscura con grandes pendientes apareció y me sonrió.

—Eres Leath-air Jackson —me dice.

Yo me quité el sombrero y digo:

—Sí, señora, sin duda lo soy, ¿y cuál es su nombre?

No es que me importase una higa, pero se me ocurrió que las mujeres de la Banda Violenta podrían ser incluso más peligrosas que los propios fuera de la ley, y una cosa que siempre hay que hacer cuando te encuentras con una desconocida, peligrosa o no, es ser muy educado.

—Me llamo Carmen —me dice.

Habría sido casi bonita si no le hubiera faltado uno de los dientes delanteros.

Justo entonces apareció Duke, mirándonos fijamente, de modo que digo:

—Encantado de conocerla, señora —y—: Jefe, ¿dónde duermo? Porque ha pasado mucho, mucho tiempo desde que dormí una noche entera.

—La cabaña grande es para los solteros —dice Duke—, las pequeñas son para los que tenemos nuestros propios apaños domésticos. Carmen, vete a casa y no te entretengas.

Se entretuvo lo suficiente como para dedicarme un pestañeo, y eso hizo que un escalofrío me recorriese la espalda.

—En esta tienda tienes crédito —dice Duke, haciendo un gesto.

Aquello fue un alivio, porque ser un fuera de la ley no me había vuelto más próspero que ser honrado.

El tendero me miró esquinadamente y me dice:

—Supongo que eres Leather Jackson. ¿Qué vas a querer?

—Jabón para quitarme el polvo de fuera —digo—, y una lata de melocotones para eliminarlo de dentro, y un poco de tabaco para relajarme antes de echarme a dormir tres o cuatro días —era todo un rudo vaquero, ya lo creo. Todavía quería las mismas comodidades.

Mientras me bebía el zumo de melocotón, se me acostumbró la vista a la escasa luz y vi que a unos tres metros de mí había una mujer. Puse un poco más de distancia entre nosotros y ella dice, con voz femenina:

—Señor Frasier, ¿nos presentará?

—Oh, caray, discúlpeme —dice el tendero—. Señorita Pickett, le presento a Leather Jackson, el nuevo.

Tomé mi sombrero y me incliné, y me dice:

—Encantada.

Era una señorita muy guapa, joven, y además tenía todos los dientes, pero parecía remilgada y llevaba un vestido negro. Si hay algo que no esperabas ver en Nido de Águila era a una señorita remilgada.

—Espero que pronto nos conozcamos mejor —me dice, y se marchó.

—Sí señor —digo, confundido—, sí, señora, también yo.

El señor Frasier se inclinó sobre el mostrador y dice:

—Aquí la viuda vino para dar clase y se casó con Ed Pickett. Hace un tiempo a él le pegaron un tiro. Las otras mujeres dicen que es arrogante porque conserva en la pared su certificado matrimonial. Es sólo porque están celosas.

—Una señorita muy agradable —digo.

—Ya lo puede decir —dice el señor Frasier—, y si alguna vez se entera de si de verdad cabalgaba junto a la Banda cuando asaltaron el expreso en Middle Fork, estaría encantado de que me lo contase.

No dije nada. Los dientes me castañeteaban en el borde de la lata de melocotones.

Entonces lo vi todo… La pobre huérfana sin padres, atraída a aquel nido de ladrones para dar clases, que se enamoraba de aquel bandido, Pickett, y que luego enviudó cuando le pegaron un tiro. Pobrecilla.

Posé la lata de melocotones vacía, eché los hombros hacia atrás y digo:

—Si quiere problemas con Leather Jackson, amigo, dígame alguna mala palabra sobre esa mujercita.

Se encogió.

—¡Ni se me ocurriría, Leather, claro que no! Estoy seguro de que es un rumor repugnante lo de que cabalgase con la…

—Esa es la clase de malas palabras a las que me refiero —le gruñí, desenfundando mi pistola después de sólo dos intentos.

Se echó hacia atrás con las manos a la altura de los hombros.

—Sólo es un rumor repugnante —repitió—, y para demostrarle que soy una persona cabal, ni siquiera le voy a cobrar por lo que acaba de comprarme.

—Por esta vez dejaré pasar el insulto —digo con los dientes apretados.

Encontré la cabaña, entré en ella como si fuese el dueño, les gruñí a los muchachos y me metí en una cama. Dormí treinta y seis horas y habría dormido más, pero me entró el hambre.

Me desperté enfadado y asustado, y me quedé allí tumbado con los ojos cerrados, pensando. «William Jackson», me dije, «Duke Jackson, ahora Leather Jackson… yo te conozco. ¿Qué vas a hacer con este follón en el que te has metido? No eres el mejor tirador del mundo y tampoco tienes la piel de hierro».

Entonces me di cuenta de por qué estaba enfadado y me avergoncé de ser tan egoísta cuando había una viudita desprotegida abandonada entre aquel puñado de bandidos.

No se va, pensé, porque probablemente los crueles alguaciles la responsabilizarían por las compañías que había frecuentado. No tendría dinero del que vivir si escapase. ¡Y ellos diciendo que había asaltado un tren!

Bueno, me enfadé tantísimo que se me pasó el miedo. Salí de allí con una indignación de mil demonios, olvidándome por completo de ponerme el cinturón de la pistola, que estaba en mi petate. Vi a dos o tres de la Banda Violenta y los miré fijamente. Me miraron a la cintura (allí no había arma) y al ver mi expresión asesina les parecí un criminal de sangre fría que no necesitaba armas de fuego. Vaya, Leather Jackson era la clase de tipo que ahogaría a un inocente grizzly con las manos desnudas.

Se apartaron para dejarme paso, ya lo creo, y me sentí bienvenido.

No había holgazaneado tanto desde que había salido de la cuna. No había nada que hacer más que estar mano sobre mano, chismorrear, jugar a las cartas y emborracharse. Pero yo no quería beber en esa compañía y me daba miedo ganar a las cartas, aunque tampoco estaba dispuesto a perder, ni aunque hubiese tenido dinero. Así que me dedicaba a escuchar, y aquello también se volvió monótono. Se me empezaba a cansar la cara de mantener esa expresión feroz, esperando a que alguien dijese alguna mala palabra de la pobrecilla señorita Pickett.

Parloteaban sobre antiguos atracos hasta que les daban las uvas. Me enteré de que el fallecido esposo de la señorita Pickett era el que sujetaba a los caballos durante un robo a un banco y que un crío le pegó un tiro desde una ventana cuando salían con el dinero.

Más o menos una vez por hora alguien decía con cara seria: «Nunca me creí esas habladurías de que la viuda cabalgaba junto a los muchachos cuando robaron aquel tren» y los demás, evitando cuidadosamente mirarme, se unían a él «¡No, no!», como si fueran la Liga de Abstinencia resistiéndose a la idea de que se había visto al predicador salir de un saloon haciendo eses.

Después de tres o cuatro días, uno de los muchachos de Duke me dijo que aquella noche me tocaba guardia.

—Llévate el rifle al acantilado —me dice—, y tenlo preparado. Nadie ha intentado entrar en el Nido del Águila todavía, pero quizá algún representante de la ley que quiere hacerse con una reputación lo intente. Un disparo desde allí arriba y acudiremos todos a ti. Pero que no se te ocurra disparar sólo para oír el eco. Pocas cosas irritan tanto a los muchachos como que les interrumpa su descanso un guardia novato que se ha puesto nervioso y se ha cargado a tiros a un enebro inofensivo. De hecho —me dice—, a un tipo que lo hizo no se le ha vuelto a ver el pelo.

Hasta tenían una contraseña. Era «Veinte Dólares».

Pastorear por la noche rocas y enebros es todavía más aburrido que andar vigilando una manada de vacas dormidas. Tarareé y silbé, canté y estuve practicando maldiciones. Luego me quedé amodorrado sentado sobre una roca con el rifle en las rodillas.

Me desperté con un tremendo sobresalto, oyendo caballos que se acercaban desde el camino exterior. Rodé detrás de la roca y gañí:

—¿Quién anda ahí?

Una voz profunda dice:

—¿Quién demonios te crees que soy? ¿Y quién eres tú?

Ves, nada de contraseñas. Pero si él no quería dármela, yo sí estaba dispuesto a hacerlo. Nadie me dijo quién se suponía que tenía que darla.

—Por veinte dólares te haría un agujero limpio —le digo, todo duro e imponente, pero protegido por aquella roca. O al menos esperaba estarlo.

Él me dice:

—Oh, demonios, se me había olvidado. Tenemos mucho más de veinte dólares en un caballo de carga.

Así que nos presentamos. Eran cinco, y llevaban dieciocho mil dólares en oro en un caballo. Nos dimos la mano, nos fumamos un cigarro y bajaron hacia Nido de Águila.

Me quedé ahí sentado temblando como una hoja, porque oculto detrás de aquella roca descubrí que nunca iba a dispararle a nadie por mucho que hablase sobre ello. No habría disparado ni aunque todos hubiesen sido Cuthbert. Le he disparado a mucha caza y he matado terneros que no eran míos, como hace cualquier vaquero cuando escasea la comida. Incluso le disparé una vez a un caballo. Pero nunca le he disparado a una persona.

Y que me condenasen si iba a empezar entonces sólo para proteger a esos bandidos de Nido de Águila.

Dejad que os diga que resultó toda una sorpresa descubrirlo. Me hizo detenerme y reflexionar.

Bueno, no estaba encadenado en aquel acantilado. ¿Qué me impide, me dije a mí mismo, montarme en mi caballo y bajar por el otro lado, donde está el resto del mundo?

Varias cosas me lo impedían. A la Banda Violenta no le gustaría, aunque yo no había hecho ningún juramento de sangre ni nada de eso. Puede que a la ley tampoco le sentara bien porque todavía tenía el caballo del sheriff. Y si me largaba, ¿quién iba a cuidar de la señorita Pickett? No, no estaba encadenado. Pero desde luego que estaba pillado.

Y allí estaba yo, un vigoroso joven sin malos hábitos, atrapado entre forajidos e incapaz de ayudar a una señorita. Ser cuatrero nunca había sido una costumbre mía. Nunca había bebido demasiado, había dejado de jugar y me asustaban las chicas de Nido de Águila, que llevaban machetes en las ligas. Considerándolo todo, era mejor persona desde que me había vuelto malo. Era demasiado bueno para Nido de Águila, pero tenía miedo de largarme.

Cuando bajé, a la salida del sol, la señorita Pickett estaba arrastrando dos cubos de agua hacia su cabaña, así que me detuve para ayudarla. Era una cosita delicada, ya lo creo.

—Le pediría que se quedase a desayunar —me dice—, pero ya sabe cómo hablaría la gente.

—Señorita, con gusto pasaría hambre por proteger su buen nombre —digo con galantería, dejando los cubos junto a su puerta.

Me lanzó una mirada de aprobación y me di cuenta de algo curioso. Era una señorita muy remilgada, y me miró como solía hacerlo mi tía, por encima de las gafas. Pero la señorita Pickett no llevaba gafas.

—Leather —me dice—, ¿alguna vez se le ha ocurrido dejar esta vida de bandido?

Por supuesto que no había pensado demasiado en nada más desde que me había metido en ella, pero era cauto. En cualquier caso, si ella quería reformarme, yo estaba dispuesto a darle la satisfacción de proporcionarle algo que hacer.

—Uno piensa en muchas cosas —digo.

—El crimen nunca le hizo bien a nadie. Ahí tiene a mi marido, tiroteado en un asalto a un banco. ¿Está usted mejor desde que se unió a la Banda Violenta?

—Bueno, sí —digo—, tengo crédito en la tienda del señor Frasier.

—Pero no tiene dinero. No hasta que esas vacas que ha traído hayan engordado y las vendan. ¿Y si a los colonos que habitualmente las compran les empiezan a entrar dudas? El precio del ganado robado baja bastante.

—¿Estaba usted pensando en marcharse de aquí, señorita? —pregunté en un susurro—. No es que quiera meterme en sus asuntos privados.

Se mostró alicaída y patética.

—Podría volver a dar clases. ¿Pero la Banda Violenta se atrevería a dejarme marchar?

—Cuando usted quiera, señorita —digo, enardecido y osado—, cuando quiera marcharse…

Sonrió, con expresión triste y dulce.

—Gracias, Leather. Gracias por haberme traído el agua.

Menos de una semana después, Duke dijo que me volvía a tocar guardia. Durante un minuto (o probablemente menos), pensé en preguntarle qué iban a hacer todos esos demás gandules y por qué me volvía a tocar hacer guardia nocturna tan pronto, pero me pareció más inteligente mostrar los dientes y contestar:

—Bien. Quizá esta noche intente entrar una posse[*].

Así que volví a subir al acantilado, pero esta vez era distinto. La señorita Pickett me había preparado una buena cena. Me la comí a oscuras, llorando mi despilfarrado pasado y mi incierto futuro y bostezando e inquietándome. Luego me incorporé sobresaltado.

Abajo se oía el sonido de un caballo por la parte de Nido de Águila. Ningún caballo en su sano juicio estaría ahí arriba entre las rocas y los matojos por elección propia. La Banda Violenta se jactaba de tener buenos caballos; no tenían ni uno solo tonto. Así que aquel caballo no estaba allí por accidente.

Quizá Duke o cualquier otro me estaban poniendo a prueba, pensé:

—¿Quién anda ahí? —chillé—. ¡Sube y deja que te vea o te pego un tiro!

¡Madre!, sí que sonaba duro. Hasta yo mismo me asusté.

Una voz de mujer dice:

—¡Oh, por favor, no!

Si había algo que no quería allá arriba, era una visita de una de esas chicas de Nido de Águila. Agarré al caballo del sheriff por las riendas, preparado para salir de allí y caer en brazos de la ley, si es que la encontraba.

Luego la voz dijo:

—Leather, por favor, ayúdeme. ¿Tiene cambio de veinte dólares? —y me lancé a través de los matojos hacia la voz, porque se trataba de la señorita Pickett. Ella ni siquiera habría necesitado la contraseña.

Llevaba un caballo ensillado y otro de carga, y uno de ellos tenía el casco atrapado entre dos troncos. Había subido campo a través en lugar de por el camino. Lo saqué de un tirón. Me sentía tan grande y fuerte que podría haberlo levantado si hubiese sido necesario.

—Esta es la noche en que me marcho —dice la señorita Pickett—. La Banda tiene una gran reunión en el saloon, están planeando algo.

—Vámonos —digo, hinchando el pecho como un globo.

Y así es como me marché de Nido de Águila. Con facilidad, una vez que alguien me dio un empujoncito.

Podríamos haber ido más deprisa si no hubiese llevado tantas cosas en aquel caballo de carga. Yo ni siquiera llevaba mi petate, lo que los vaqueros suelen llamar sus «pertenencias de cuarenta años», pero la señorita Pickett lo llevaba todo; comida, mantas y un par de cajas de madera atadas con cuerdas. Nunca había visto un caballo tan primorosamente empacado.

—Ahí llevo mis libros —me explicó cuando miré las cajas durante nuestra primera parada.

Pero cuando avancé hacia el caballo de carga para empezar a descargar, me dice:

—Déjelo. Encienda la fogata.

—Claro que encenderé la fogata —digo—, pero no quiero que tenga que bajar usted estas cosas tan pesadas.

—Leather —dice, y me volví. Todavía parecía remilgada, con su vestido negro con la falda dividida para cabalgar, pero ¿sabéis qué? Llevaba una pistola en la mano y me estaba apuntando con ella.

—Ahí a la izquierda hay buena madera para quemar —digo, dirigiéndome hacia allí a toda prisa. Justo entonces me entró la fuerte sospecha de que en esas cajas había pocos libros.

Oficialmente nos turnábamos para dormir, y el otro se quedaba despierto haciendo guardia, no necesariamente por los alguaciles que pudiesen andar por ahí. Los muchachos de Nido de Águila iban a echar de menos aquel oro en cualquier momento. Pero la señorita Pickett parecía no dormir nunca. Acampamos cuatro noches y cada vez que yo movía un músculo estando de guardia, notaba que me estaba observando desde donde se suponía que estaba dormida.

Una mañana me dice:

—Otros sesenta kilómetros hasta el ferrocarril.

—Bien —digo, preguntándome si iba a matarme antes de que llegásemos.

—¿Alguna vez te has dedicado al ganado por tu cuenta? —me pregunta, bebiendo café junto a la fogata del desayuno.

—Nunca —digo.

—Creo que voy a dejar la enseñanza —me dice—, y voy a dedicarme a criar ganado. Necesitaré un capataz.

Aquella mujer no necesitaba un capataz. Ya tenía todo lo que necesitaba. Pero no estaba en posición de negarme.

—Esperaba que así fuera, señora —digo, y ella asintió como si estuviese todo solucionado.

—Voy a tomar el tren —me dice—, tú puedes venir una semana después. Soy tu hermana, Mary Smith.

—Encantado de conocerla, hermana —digo—. ¿Y dónde nos encontraremos? —no es que pensara ir, pero parecía sensato hacerme el interesado.

Escribió la dirección y me metí el papel en el bolsillo de la camisa.

Sonrió con su sonrisita remilgada y me dice:

—Vamos a llevarnos bien en el negocio del ganado, Leather.

Eso esperaba yo, particularmente si ponía mil kilómetros entre nosotros en cuanto pudiese apañarlo.

—Será mejor que te ocultes —sugirió—. A estas alturas la Banda Violenta debe de estar acercándose bastante.

—Eso creo —concedí.

No me recomendó ningún sitio para esconderme. Con la ley delante y la Banda Violenta siguiéndonos por detrás, ¿qué podía hacer un pobre vaquero buscado por asalto a un banco, robo de ganado y robar el alazán del sheriff?

—Por cierto —digo—, ¿dónde piensa tomar su tren?

—Durkee —me dice.

Di un buen salto.

—¡Durkee! Demonios… Discúlpeme, señorita… ¡caracoles, no puedo ir a Durkee! Ahí es donde robaron el banco mientras yo sujetaba el caballo justo delante, y este caballo es del sheriff.

Pareció molestarse. Yo detestaba molestar a la señorita Pickett.

—Pienso tomar el tren en Durkee —dice—. Santo cielo, ¿te crees que llamas tanto la atención que todo el mundo te va a reconocer?

Ahí tenía razón. Tenía un aspecto muy corriente, ahora que había dejado de gruñirles a los de la Banda Violenta y había suavizado mi expresión. Y si Cuthbert andaba por ahí, ¿iba a identificarme? Desde luego que no. Yo lo identificaría inmediatamente a mi vez.

—Hay un hombre en Durkee al que me gustaría conocer alguna vez —dice pensativa—, no sé quién es con certeza, pero es un desgraciado muy astuto. Organizó un asalto a un banco del que se llevó la culpa la Banda Violenta. La Banda no asaltó aquel banco.

—No, señorita, no lo hicieron —digo—. Estaban robando ganado.

Llegamos a la estación justo antes que el tren. Mientras yo desataba las cuerdas del caballo de carga, eché un vistazo a los gandules que había por la estación y me recorrió un escalofrío por la columna, porque ahí estaba Cuthbert detrás de su estrella de níquel. Pero prefería su compañía a la de la señorita Pickett.

Y también a la de la Banda Violenta, y ellos podrían alcanzarme en cualquier momento, ahora que ella iba a dejarme sin más protección que mis propios medios.

—Adiós, Harry, cuídate —dice la pequeña serpiente de cascabel, y subí sus cajas al tren.

—Mis libros —oí que le decía al revisor.

El tren comenzó a resoplar y oí a mi primo segundo decir detrás de mí:

—Hola, Duke.

Cuthbert tiene una cárcel bonita y segura, me digo a mí mismo. Es un sitio donde la Banda Violenta no va a ir a buscarme. Le digo:

—Hola, Buck.

—¿Quién es la chica? —dice.

—Mi hermana —digo yo.

—Conozco a tus hermanas, Willie, y ella no lo es —dice—. Siempre has sido muy mentiroso.

Así que le golpeé, pero no muy fuerte. Me agarró y yo me resistí un poquito.

—Resistiéndote a la autoridad, ¿eh? —dice, desenfundando su pistola y quitándome la mía—. Tira para delante, Willie, y como le digas a alguien que somos parientes, te pego un tiro.

—Preferiría que me pegasen un tiro a admitirlo —le digo, andando tan deprisa que él tuvo que corretear para estar a mi altura.

Desde luego que me alegré de llegar a la cárcel.

—Vamos a ver qué llevas en los bolsillos —dice Cuthbert—. Mmm, sin blanca, como siempre. ¿Qué es este papel que tienes en el bolsillo de la camisa? Seguro que es la dirección de la chica que acaba de subirse al tren.

—¡No me lo quites! —digo—. No me voy a acordar de dónde tengo que encontrarme con ella.

Se echó hacia atrás, sonriendo, con el papel en la mano.

—¿Y por qué iba a querer la muchacha que te encontrases con ella? —dice.

—Pues no lo sé —digo—, pero es mi retiro dorado. No sólo es guapa, también es rica y quiere un capataz para su rancho.

—No debería resultarle difícil encontrar a un buen hombre —dice Cuthbert, echándose el sombrero hacia atrás.

—Dijo que le encantaría conocerte —digo—, pero si te subes a ese tren sería una mala jugada por tu parte, porque yo la vi primero —el tren tocó el silbato y Cuthbert sonrió.

—Quédate aquí, Willie.

Se le olvidó cerrar la puerta, pero yo me quedé en la celda. Y me quedé, me quedé y me quedé.

Más o menos era la hora de la cena cuando llegó un hombre mayor.

—¿Qué haces aquí?

—Me dejó aquí un tipo con una estrella en el pecho —digo.

—Pues en el libro no hay nada escrito —dice—, ¿por qué te han metido aquí?

—Por pegarle, supongo —digo.

—A mí también me entraban ganas de hacerlo a menudo —dice el hombre—. Por lo que a mí respecta, puedes largarte.

¿Es que no había refugio alguno para Willie Jackson, el forajido reformado?

—Me buscan en nueve Estados y en algunos territorios —digo—. Asaltos a bancos, robo de ganado, falsificación, provocar incendios… ¡Y mangar caballos! ¡Si hasta tengo un caballo que era del sheriff!

—¡Lo tienes! —dice, sonriendo—. Vaya, muchacho, estoy tan contento de haber encontrado el caballo, ¿que sabes lo que voy a hacer? Voy a nombrarte alguacil. Me han dicho que vieron a Buck montarse en el tren, así que voy a necesitar un alguacil nuevo. Pronto tendremos trofeos mayores. ¿Sabes quién viene? Ocho miembros de la Banda Violenta, nada menos. Hay otros catorce divididos entre otros dos condados, y a nosotros nos tocan los que les sobran. Acaban de enviarme un telegrama diciendo que se toparon con una posse que andaba buscando a otro tipo. ¿Quieres trabajar para mí?

—No estoy muy bien de salud —digo—, tengo el baile de San Vito.

Me gritó cuando ya iba por la calle:

—Eh, que te dejas la pistola y el sombrero —así que tuve que retrasarme el tiempo necesario para volver a recogerlos.

—Sí, señor —dice el sheriff—, han detenido a toda la Banda Violenta excepto a la mujercita que era la jefa de todo el tinglado. Hay cinco mil dólares de recompensa por ella, pero aparte de los forajidos nadie sabe qué aspecto tiene.

—Uno cincuenta y siete —digo—, pelo oscuro, parece la presidenta de la Liga por la Abstinencia. Se marchó en el mismo tren que su alguacil. Por eso se subió.

—¡Uuuf! —dice el sheriff, y se marchó sin más. Yo iba justo detrás de él, pero lo adelanté cuando se metió en la oficina de telégrafos. Su caballo estaba diez metros más allá.

Pasó como un año, creo, antes de que dejasen de buscarme, aquel vaquero sin identificar que montaba el caballo del sheriff y que había lanzado a la ley contra la señorita Pickett y el pérfido Cuthbert. Si me hubiese entregado como testigo podría haber sido un héroe. Pero siempre me sentí algo culpable por Cuthbert, y en cualquier caso nunca se sabe qué miembro de la Banda Violenta podría ser el siguiente en escaparse de la cárcel.

La señorita Pickett se fugó y se marchó a Sudamérica. Desde luego que me sentí aliviado al leerlo en el periódico, aunque nunca he tenido nada contra los sudamericanos. Pero me evitó que tuviese que largarme a algún sitio bárbaro como China para permanecer alejado de la señorita Pickett. Me volví a casa, a Pensilvania, y me dediqué al arado.