Nuestra casa estaba llena de mujeres que abrumaban a mi tío Charlie y a veces me confundían con su trajín y su parloteo. Éramos los únicos hombres de la casa. Yo tenía nueve años cuando vino una mujer más; la tía Bessie, que había estado viviendo con los indios.
Cuando mi madre me habló de ella no podía creérmelo. Los salvajes habían matado a mi padre, teniente de caballería, dos años antes. Yo odiaba a los indios y estaba deseando eliminarlos cuando me hiciese mayor (pero cuando me hice mayor, ya no representaban amenaza alguna).
—¿Por qué se fue a vivir con los hostiles? —pregunté.
—La capturaron cuando era niña —dijo Ma—, tenía tres años menos que tú. Ahora vuelve a casa.
Ya iba siendo hora, pensé. Y lo dije:
—Si a mí me capturan alguna vez —prometí—, no me quedaré con ellos mucho tiempo.
Ma me abrazó.
—No digas esas cosas. No te capturarán. Nunca te capturarán.
Yo era el único lazo auténtico de mi madre con la familia de su esposo. No se sentía feliz con aquellas mujeres autoritarias, mis tías Margaret, Hannah y Sabina, pero no pensaba volver al Este, de donde procedía. El tío Charlie llevaba la tienda, que era propiedad de las tías, pero no era un verdadero miembro de la familia; sólo era el marido de la tía Margaret. El único hombre que había pertenecido a la familia era mi padre, el hermano pequeño de mis tías. Y yo también, y algún día la tienda sería mía. Mi madre se había quedado para proteger mi herencia.
Ninguna de las tres hermanas, mis tías, había visto nunca a la tía Bessie. Los indios se la habían llevado antes de que ellas nacieran. La tía Mary sí la había conocido (la tía Mary era dos años mayor que ella), pero vivía a mil quinientos kilómetros de allí y no se encontraba bien.
No había ninguna fotografía de la niña que había acabado por convertirse en una leyenda. Cuando la familia se asentó aquí, sólo alimentar y vestir a las niñas ya suponía suficiente esfuerzo como para además andar fotografiándolas.
Incluso después de que los oficiales del ejército viniesen varias veces a nuestra casa y se recibieran un montón de cartas sobre la liberación de la tía Bessie de manos de los salvajes, pasó mucho tiempo hasta que vino. El comandante Harris, que había llevado a cabo los arreglos finales, les advirtió a mis tías de que podrían tener problemas, que la tía Bessie quizá no encajaría bien en la vida familiar.
Para la tía Margaret, que gustaba de los desafíos, aquello suponía simplemente otro nuevo.
—Es de nuestra carne y nuestra sangre —anunció la tía Margaret—. Por supuesto que debe venir con nosotras. ¡Mi pobrecita hermana Bessie, arrancada de su hogar hace cuarenta años!
El comandante era sincero, pero carecía de tacto.
—Ha estado todos estos años con los salvajes —insistió—, y cuando se la llevaron era sólo una niña. No la he visto en persona, pero es razonable suponer que será como una mujer india.
Mi imponente tía Margaret se levantó para mostrar que la audiencia había terminado.
—Comandante Harris —dijo—, no puedo permitir que nadie critique a mi querida hermana. Vivirá en mi casa, y si antes de un mes no recibo noticias oficiales de su regreso tomaré medidas.
La tía Bessie llegó antes de que pasara el mes.
Las tías de la casa hicieron osados preparativos. Estuvieron muy atareadas barriendo, limpiando y sacando brillo. Me sacaron de mi cuarto y me llevaron al de mi madre, tal como ella les había rogado que hicieran dado que yo tenía pesadillas. Prepararon mi antiguo cuarto para la tía Bessie con muchas pequeñas comodidades: tapetes limpios, horquillas, una jofaina y un cuenco a juego, las mejores toallas y dos camisones nuevos por si los suyos eran viejos (el hecho era que no tenía ninguno).
—Quizá deberíamos encargar algunos vestidos —sugirió Hannah—, no sabemos qué traerá con ella.
—Ni tampoco sabemos qué talla tendrá —señaló Margaret—. Habrá tiempo de sobra para ir con ella a la tienda después de que se haya instalado y descansado un día o dos. Entonces podrá comprar lo que le venga en gana.
Las mujeres del pueblo venían a casa casi todas las tardes mientras los preparativos estaban en marcha. Margaret les prometió que en cuanto Bessie se hubiese recuperado lo suficiente de su experiencia traumática, las invitaría a tomar té con ella.
Margaret advirtió a sus nerviosas hermanas:
—Bueno, chicas, al principio no debemos hacerle demasiadas preguntas. Debe descansar durante un tiempo. Ha pasado por una experiencia terrible —la voz de Margaret cayó en esas dos últimas palabras, como si ella fuese la única de quien pudiese esperarse que lo entendiera.
Desde luego que Bessie había pasado por una experiencia terrible, pero no la que las hermanas pensaban. La experiencia por la que sufría, cuando llegó, era que la habían separado de su gente, los indios, y la habían entregado a unos extraños. No la habían liberado. La habían capturado.
La tía Bessie llegó con el comandante Harris y un intérprete, un mestizo de pelo negro grasiento que le llegaba hasta los hombros. Su ropa era mitad uniforme del ejército, mitad primitivo. La tía Margaret abrió la puerta de par en par al verlos aparecer. Salió corriendo con sus hermanas detrás mientras que mi madre y yo mirábamos desde una ventana. Margaret tenía los brazos extendidos, pero al ver más de cerca a la mujer bajó los brazos y su grito de alegría se cortó en seco.
Mi tía Bessie, que había sido india durante cuarenta años, no se encogió, pero se detuvo y se quedó mirando, indefensa entre sus captores.
Las hermanas la habían descrito a menudo como una niña pequeña. No es que la hubiesen visto nunca, pero la niña cautiva era una leyenda. Decían que tenía hermosos rizos rubios y grandes ojos azules; era una niña preciosa, un angelito de piel clara que corría sobre pies danzarines.
La Bessie que regresó era una mujer de mediana edad que caminaba torpemente con mocasines y cuyo vestido oscuro no pertenecía a su cuerpo hinchado. El pelo castaño le colgaba justo por debajo de las orejas. Le estaba creciendo: cuando se la arrebataron a los indios se lo habían cortado para eliminar los piojos.
La tía Margaret se recuperó y, en lugar de abrazar a esa silenciosa mujer impávida, se contentó con darle unos golpecitos en el brazo y llorar.
—Pobrecita Bessie. Soy tu hermana Margaret. Y estas son nuestras hermanas Hannah y Sabina. ¡Confiamos en que el viaje no te haya agotado!
La tía Margaret era toda simpatía, porque le habían asegurado más allá de toda duda que aquella mujer era un miembro de su familia. Debía de creer (la tía Margaret podía llegar a creer cualquier cosa) que lo único que Bessie necesitaba era echarse una buena siesta y lavarse la cara. Entonces hablaría tanto como ellas.
Las otras tías se movían rápidamente y tenían la lengua afilada. Pero esta se movía como si sus tribulaciones fuesen una carga sobre sus hombros caídos, y cuando habló brevemente para responder al intérprete, no se podía entender una palabra de lo que dijo.
La tía Margaret ignoró aquellas peculiaridades. Se llevó al grupo a la salita delantera. Incluso al intérprete, cuando comprendió que era imposible evitarlo. Habría seguido discutiendo al respecto con el comandante, pero tenía prisa por hablar con su hermana perdida.
—No podrá conversar con ella a menos que esté presente el intérprete —dijo el comandante Harris—. No debido a ninguna regulación —añadió presuroso—, sino porque se le ha olvidado hablar inglés.
La tía Margaret le dedicó al intérprete mestizo una mirada ceñuda de duda y le permitió pasar.
—Ven, querida, siéntate —le insistió a Bessie.
El intérprete murmuró y mi tía india se sentó cautelosa en una silla bordada. Durante la mayor parte de su vida había estado charlando con gente que se sentaba cómodamente en el suelo.
La visita en el recibidor fue breve. Bessie había recibido instrucciones antes de llegar. Pero el comandante Harris tenía algunos consejos para la familia.
—Técnicamente, su hermana es todavía una prisionera —explicó ignorando el sobresalto horrorizado de Margaret—. Quedará bajo su custodia. Puede caminar por dentro de los límites de su valla, pero no puede salir de ahí sin permiso oficial.
»Señora Raleigh, puede que esta sea una pesada carga para ustedes. Pero ya se le han comunicado a ella las condiciones y ha expresado su disposición a cumplir esas restricciones. No creo que vayan a tener ningún problema para mantenerla aquí —el comandante Harris dudó, recordó que era un soldado y un hombre valiente y añadió—: Si lo hubiese creído, no la habría traído.
Aquello podría haber sido el origen de una pequeña batalla, pero la tía Margaret decidió dejar pasar el desafío. No podía ignorar el hecho de que Bessie no era lo que había esperado.
Sin duda, Bessie sabía que aquella era su familia blanca perdida, pero no parecía importarle. Estaba infinitamente triste, infinitamente ausente. Hizo una pregunta:
—¿Ma-ry? —y la tía Margaret casi lloró de alegría.
—Nuestra hermana Mary vive muy lejos de aquí —le explicó—, y no se encuentra bien, pero vendrá en cuanto le sea posible. ¡Querida Mary!
El intérprete le tradujo la frase y Bessie no tuvo más que decir. Aquello, el nombre recordado de su hermana mayor, fue la única palabra comprensible que llegó a pronunciar en nuestra casa.
Cuando las tías, parloteando todas a la vez, se llevaron a Bessie a su cuarto, una de ellas preguntó:
—¿Pero dónde están sus cosas?
Bessie no tenía cosas, nada de equipaje. No tenía nada más que la ropa que llevaba puesta. Mientras las hermanas se apresuraban a acercarle un peine y otros objetos, se quedó quieta como un monumento encorvado, silencioso y observador. Aquella era su prisión. Muy bien, pues la soportaría.
—Quizá mañana podamos llevarla a la tienda a ver qué le gusta —sugirió la tía Hannah.
—No hay prisa —declaró la tía Margaret pensativamente. Estaba empezando a plantearse que su hermana iba a suponer un problema. Pero no creo que la tía Margaret perdiera nunca la esperanza de que un día Bessie dejara de ser diferente, que pondría fin a su tozudo silencio y que empezaría a relatarles los sucesos de su vida entre los salvajes tomando té en la salita.
Mi tía india se acostumbró, al fin, a sentarse en la silla de su habitación. Rara vez salía, lo que a sus hermanas les suponía un alivio. Prefería estar allí, hora tras hora, mirando por la ventana (que, a pesar de todos los esfuerzos del tío Charlie por levantarla aún más, sólo se abría unos treinta centímetros). Y siempre llevaba mocasines. Nunca toleró ponerse zapatos de la tienda, pero parecía atesorar los que le llevaban.
Las tías, por supuesto, no la llevaron de compras después de todo. Le hicieron un par de vestidos y, cuando le decían entre señales y prolijas explicaciones que se cambiase de vestido, lo hacía.
Después de que yo descubriese que habitualmente se colocaba junto a la ventana mirando a través de la llanura hacia las azuladas montañas, me ponía a jugar en el patio para asegurarme de que podía mirarla fijamente. Nunca me sonrió, tal como hace una tía, pero me miraba a veces pensativa, cuidadosamente, como si estuviese midiendo mi valía. Llevando a cabo actividades atléticas, como andar con las manos, llamaba su atención. Por algún motivo, yo lo agradecía.
No cambiaba de expresión a menudo, pero dos veces la vi fruncir el ceño con desaprobación. Una vez fue cuando una de las tías me dio una bofetada despreocupadamente. Aquella bofetada me la había merecido, pero los indios no castigan a los niños con golpes. La tía Bessie se quedó estupefacta, creo, de ver que los blancos sí lo hacían. La otra vez fue cuando le repliqué a alguien con insolencia malcriada de niño… Y aquella vez el fruncido de ceño me lo dedicó a mí.
Las hermanas y mi madre se turnaban, como era su deber cristiano, para visitarla durante media hora todos los días. Bessie no comía en la mesa con nosotros… No después de la primera comida.
La primera vez que mi madre cumplió su turno fue protestando.
—Me temo que empezaría a llorar delante de ella —argumentó, pero la tía Margaret insistió.
Yo estaba medio escondido en el pasillo cuando mamá entró. Bessie dijo algo y luego lo repitió, de modo perentorio, hasta que mi madre adivinó qué quería. Me llamó y me abrazó mientras yo estaba allí de pie junto a ella. La tía Bessie asintió y eso fue todo.
Después, mi madre dijo:
—Te aprecia. Y también yo —me besó.
—Yo a ella no —me quejé—. Es rara.
—Es una señora mayor —me explicó mi madre—. ¿Sabes? Tenía un hijito.
—¿Qué le pasó?
—Creció y se convirtió en un guerrero. Supongo que estaba orgullosa de él. Ahora el ejército lo ha metido en la cárcel en alguna parte. Es medio indio. Era un hombre peligroso.
Y ciertamente era un hombre peligroso, y también orgulloso. Era un jefe, un ave de presa a quien el ejército le había cortado las alas tras amargos años de intentos.
Sin embargo, mi madre y mi tía india tenían aquello en común: ambas tenían hijos. Las otras tías no.
Hubo un gran alboroto para que le tomasen una fotografía a la tía Bessie. Las tías, que tozuda y valientemente estaban intentando convertirla en una más de la familia, querían que le tomasen una fotografía para el álbum familiar. El gobierno también quería una por algún motivo; quizá porque con la recuperación de la niña cautiva alguien se dio cuenta de que se había logrado algo de importancia histórica.
El comandante Harris envió a un joven teniente junto con el intérprete de pelo grasiento para hablar del asunto en la salita (Margaret, con gran previsión, puso una toalla limpia en una silla y se encargó de que el intérprete se sentase ahí). Bessie habló muy poco durante la reunión y por supuesto sólo entendimos lo que el mestizo dijo que decía.
No, no quería que le tomasen una fotografía. No.
Pero a su hijo le han tomado una. ¿Quiere verla? Le tentaron con aquella oferta y ella asintió.
Si le dejamos ver la fotografía, ¿dejará que tomemos la suya?
Ella asintió dubitativa. Entonces pidió más de lo que le habían ofrecido: si me dejan quedarme con esta fotografía, pueden tomar la mía.
No, sólo puede mirarla. Tenemos que quedarnos con ella. Es nuestra.
Mi tía india jugó fuerte. Se encogió de hombros y habló y el intérprete dijo:
—No quiere verla. O se la queda o nada.
Mi madre se estremeció, comprendiendo, mientras que las tías no entendían que Bessie se lo estuviese jugando a todo o nada.
Bessie ganó. Quizá habían querido que así fuera. Se le permitió quedarse con la fotografía que le habían tomado a su hijo. Se ha publicado en los libros de Historia muchas veces: el jefe medio blanco, el valiente líder que no fue lo bastante grande como para proteger la libertad de su pueblo indio.
Le habían tomado la fotografía después de haber sido capturado, pero no lo podrías adivinar. Tiene la cabeza alta, los ojos miran osadamente pero sin desdén, lleva el pelo largo arreglado cuidadosamente; media melena de pelo oscuro recogido a un lado, y con tendencia a rizarse en la otra media que lleva suelta, y en las manos sostiene la pipa como si fuese un cetro real.
Esa fotografía del guerrero cautivo pero no conquistado tuvo su efecto en mí. Cuando la recordaba, comencé a controlar mi temperamento y mi lengua, a cultivar la circunspección según me hacía mayor, a mirar fijamente con osadía pero sin desdén a la gente que me irritaba o me ofendía. Nunca lo conocí, pero me llené de silencioso orgullo al verlo… Cabeza de Águila, mi primo indio.
Bessie guardaba la fotografía en su cajón cuando no la sostenía en las manos. Y una mañana temprano, cuando había menos gente que pudiera quedarse mirando, acudió al estudio fotográfico en un carromato con la tía Margaret como una niña dócil y callada.
La fotografía de Bessie no es orgullosa sino lastimera. Mira sin expresión. No hay emoción ahí, ningún desafío, sólo el rostro de una mujer mayor con el pelo corto, sólo resignación y paciencia. Las tías pegaron una copia en el álbum familiar.
Pero estaban cerca del límite de su paciencia. La tía india era un fantasma palpable en la casa. No hacía nada porque no tenía nada que hacer. Sus manos retorcidas debían de ser hábiles en el trabajo de una squaw, en cortar carne y raspar y teñir pieles, en construir tepees y pegar cuentas en trajes ceremoniales. Pero sus destrezas no eran ni útiles ni deseadas en un hogar civilizado. Ni siquiera cosió cuando mi madre le dio tela, agujas e hilo. Conservó los útiles de coser junto a la fotografía de su hijo.
Comía (en su cuarto) y dormía (en el suelo) y miraba por la ventana. Eso era todo, y no podía seguir así. Pero tenía que seguir así, al menos hasta que mi enferma tía Mary estuviese lo bastante sana como para viajar; la tía Mary, su hermana mayor, la única que la había tratado cuando eran pequeñas.
Las visitas obligadas de las hermanas a la tía Bessie se volvieron cada vez menos visitas y más obligación. Organizaron una rutina tolerable. Margaret había tomado la responsabilidad de intentar hacer que la tía Bessie hablase. He dicho hacerle hablar, no enseñarla. Creía firmemente que su testaruda y desgraciada hermana sólo necesitaba los ánimos de una persona de voluntad fuerte. De modo que Margaret hablaba, como si lo hiciese a una niña, cuando entraba:
—Ahí estás, mirando, querida. ¿Qué puede haber ahí fuera que quieras ver? ¿Los pájaros?… ¿Estás mirando a los pájaros? ¿Por qué no pruebas a coser? O podrías ir a dar un paseo por el patio. ¿No quieres salir y dar un agradable paseo?
Bessie escuchaba y parpadeaba.
Margaret podría haber entendido que una mujer india no fuese capaz de conversar en una lengua civilizada, pero su propia hermana no era una india. Bessie era blanca, por lo tanto debía hablar el idioma que hablaban sus hermanas… El idioma que no había oído desde que era muy pequeña.
Hannah, la tía que se sentía explotada, también hablaba con Bessie, pero estaba encantada de no oír respuesta y de que no la interrumpieran. Cuando era su turno de sentarse con Bessie se inclinaba sobre su bordado y le contaba sus problemas en un flujo inagotable. Bessie se quedaba mirando por la ventana todo el rato.
Sabina, que tenía igual cantidad de problemas, la mayoría de ellos con origen en Margaret y Hannah, entraba como una mártir, agarrando firmemente su Biblia, y la leía en voz alta hasta que acababa su turno. Llevaba con ella un pequeño reloj para que, debido a la irritación, no se sintiese tentada de hacer trampas.
Después de varias semanas llegó la tía Mary, pálida, temblorosa y agotada por la enfermedad y el viaje, largo y duro. Las hermanas trataron de localizar al intérprete, pero no lo consiguieron (la tía Margaret se tomó muy mal aquel fracaso). Informaron a la tía Mary después de que hubiera descansado, de modo que la sorpresa de ver a Bessie no fuese demasiado terrible. Yo vi el encuentro entre ellas.
Margaret acudió a la puerta de la mujer india y, en un inútil aunque valiente intento, le explicó en detalle quién había venido. Entonces se apartó y allí estaba la tía Mary, con el arrugado rostro pálido iluminado, con los brazos extendidos.
—¡Bessie! ¡Hermana Bessie! —gritó.
Y tras un breve momento de duda, Bessie acudió a sus brazos y Mary besó la mejilla envejecida y oscurecida por el sol. Bessie habló:
—Ma-ry —dijo— Ma-ry.
Se quedó de pie, con las lágrimas corriéndole por la cara y moviendo la boca. Tanto que contar, tanto sufrimiento y miedo (y también alegría y triunfo), y allí estaba al fin la hermana que de verdad podía escucharlo todo y entenderlo.
Pero la única palabra en inglés que Bessie recordaba era «Mary», y no había querido aprender otras. Se volvió hacia el cajón, tomó reverentemente la foto de su hijo con aquellas manos encallecidas por el trabajo y la mostró de modo que su hermana pudiera verla. Su mirada era suplicante.
Mary miró el rostro tranquilo, noble y salvaje de su sobrino mestizo y dijo lo correcto:
—¡Vaya, qué guapo es! —inclinó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro—. Un buen muchacho, hermana —dio su aprobación—. Debes… —se detuvo, pero acabó de decirlo— estar muy orgullosa de él, querida.
Si no las palabras, Bessie entendió el tono. El tono era admirativo. Su hijo había sido aceptado por la hermana que importaba. Bessie miró la foto y asintió, murmurando. Entonces volvió a meterla en el cajón.
La tía Mary no intentó hacer hablar a Bessie. Se sentaba con ella todos los días durante horas y Bessie hablaba… pero no en inglés. Estaban sentadas de la mano consolándose mutuamente mientras la niña cautiva, envejecida y abuela, le contaba lo que había pasado en cuarenta años. La tía Mary dijo que de eso le hablaba Bessie. Pero no entendía una palabra de lo que decía y tampoco le hacía falta.
—Hay tiempo suficiente para que vuelva a aprender inglés —dijo la tía Mary—. Creo que entiende más de lo que deja saber. Le pregunté si le gustaría venirse a vivir conmigo y asintió. Tendremos el resto de nuestras vidas para que aprenda inglés. Pero lo que me ha estado contando… Está deseando contarlo. Sobre su vida y sobre su hijo.
—Mary, querida, ¿estás segura de que deberías aceptar la responsabilidad de tenerla contigo? —le preguntó sumisamente, sin duda aterrada de que Mary cambiase de idea ahora que la liberación estaba cerca—. Creo que sería más feliz contigo, aunque hemos hecho cuanto podíamos.
Ciertamente, Mary y las otras hermanas serían más felices con Bessie en otra parte. Y también, resultó, el gobierno de los Estados Unidos.
El comandante Harris apareció con el intérprete para hablar de los detalles y le contaron a Bessie que podía irse, si lo deseaba, a vivir con Mary a mil quinientos kilómetros de distancia. Bessie se mostró paciente y afable, impasiblemente dispuesta. Habló mucho más con el intérprete de lo que lo había hecho antes. Este le respondió profusamente y luego les explicó a los otros que Bessie quería saber cómo iban a viajar Mary y ella a un sitio tan lejano. Le resultaba complicado entender, dijo el intérprete, lo lejos que tenían que viajar.
Más tarde supimos que el intérprete y Bessie habían hablado de muchas cosas aparte de esas.
A la mañana siguiente, mientras Sabina llevaba el desayuno a la habitación de Bessie, oímos un grito de consternación. Sabina estaba allí, sosteniendo la bandeja, repitiendo:
—¡Ha salido por la ventana! ¡Ha salido por la ventana!
Y lo había hecho. La ventana que siempre había estado atascada de modo que no podía levantarse más de veinte centímetros estaba ahora completamente abierta. Y la fotografía del hijo de Bessie había desaparecido del cajón. No faltaba nada más, excepto Bessie y el vestido negro decente que había llevado puesto el día anterior.
Aquella mañana mi tío Charlie no desayunó. Con Margaret gritando órdenes, varios exploradores civiles salieron en busca de la mujer perdida. Eran rastreadores expertos. Sus vidas habían dependido, en varios momentos, de su capacidad para leer el significado de una piedra volteada, de una ramita quebrada, de una hoja rota. Descubrieron que Bessie había ido hacia el sur. La rastrearon quince kilómetros. Y entonces perdieron el rastro, porque Bessie era tan experta como ellos. A veces su vida había dependido de no dejar que su paso dejase marcas en piedras, ramitas u hojas. Al principio se había desplazado deprisa. Luego, con tiempo para ser cuidadosa, evitó a los rastreadores que sabía que la perseguirían.
Las tías estaban transidas de dolor, al menos la tía Mary, y se sentían humilladas por lo que había hecho Bessie. Bajaron las persianas y dentro de la casa se hablaba en voz baja. Nos habían compadecido por la trágica locura de Bessie de permitir que los indios la hubiesen convertido en una salvaje. Pero ahora éramos unos traidores porque habíamos permitido que se fuese.
La tía Mary no hacía más que repetir lastimeramente:
—Oh, ¿por qué se ha ido? ¡Creía que estaba a gusto conmigo!
Las demás dijeron que era, quizá, para bien.
La tía Margaret proclamó:
—Ha vuelto con los suyos.
Aquello era lo que creía sinceramente, y también el comandante Harris.
Mi madre me contó por qué se había ido.
—¿Sabes esa foto que tenía del jefe indio, su hijo? Ha escapado de la cárcel en la que estaba. En el fuerte se enteraron y creen que Bessie ha podido ir donde está escondido. Por eso se están esforzando tanto por encontrarla. Creen —me explicó mi madre— que se enteró de la fuga antes que ellos. Creen que el intérprete se lo dijo cuando estuvo aquí. No pudo haberse enterado de otro modo.
Peinaron las montañas del sur en busca de Cabeza de Águila y Bessie. A ella nunca la encontraron y a él no lo volvieron a localizar hasta un año después, muy al norte. Esa vez no pudieron capturarlo. Murió luchando.
De mayor llevé la tienda familiar, cogiéndole más manía cada día que pasaba. Cuando fui libre de venderla, lo hice, y me dediqué a criar ganado. Y un día, cabalgando por un cañón tras unos novillos perdidos, encontré, creo, a la tía Bessie. Me acompañaba un vaquero que trabajaba para mí, de otro modo nunca se lo habría contado a nadie.
Encontramos unos huesos envejecidos cerca de un pequeño manantial. Aquellos huesos humanos sin nombre repentinamente encontrados tenían un aire de misterio. Sentí la vieja muerte rozándome la espalda.
—Un buscador de oro —sugirió mi compañero de viaje.
Yo también lo pensé hasta que encontré, protegidos por un tronco, trozos empapados de tela que podrían haber sido un vestido oscuro y respetable. Y envuelto entre ellos había algo empapado que quizá hubiese sido tiempo atrás una fotografía.
El hombre que venía conmigo era joven, pero había oído la historia de la niña cautiva. De hecho, me había estado hablando de ello. En los años que habían pasado, el relato había adquirido algunos detalles que me sorprendieron. En la leyenda que él había oído la tía Bessie se había convertido de nuevo en una belleza de pelo claro, pero absolutamente triste y silenciosa. Bueno, triste y silenciosa sí que era.
Intenté volver a meter los empapados trozos de tela bajo el tronco, pero él fue demasiado rápido para mí.
—¡Eso no es una camisa, es un vestido! —anunció—. No era un buscador de oro… ¡Era una mujer! —se detuvo y luego anunció asombrado—. ¡Seguro que era su tía india!
Fruncí el ceño y dije:
—Tonterías. Podría ser cualquiera.
Él se fue alterando.
—Si fuese mi tía —declaró—, la enterraría en el cementerio familiar.
—No —dije, sacudiendo la cabeza.
Dejamos los huesos allí en el cañón, donde habían estado los últimos cuarenta y pico años si es que eran los de la tía Bessie. Y creo que lo eran. Pero no pensaba volver a convertirla en cautiva. Está en el álbum familiar. No le hace falta estar en el cementerio familiar.
Si mi suposición sobre por qué nos dejó es equivocada, nadie puede demostrarlo. Nunca tuvo la intención de esconderse junto a su hijo. Se fue en dirección opuesta para alejar a los perseguidores.
Lo que le ocurrió en el cañón no me incumbe a mí ni a nadie. Mi tía Bessie consiguió lo que se había propuesto. No era su vida la que importaba, sino la de él. Le consiguió un año más.