Plectrude tenía la edad de su madre cuando dio a luz: diecinueve años. Al bebé le pusieron Simon. Era hermoso y se portaba bien.
Al verlo por primera vez, la joven experimentó un fabuloso arrebato amoroso. No sospechaba que pudiera tener semejante instinto maternal y lo lamentó: «Suicidarme no será fácil.»
Sin embargo, estaba decidida a llegar hasta el final: «Ya he aguado mi destino al renunciar a matar al padre de Simon. No me detendré.»
Arrullaba al pequeño mientras le murmuraba:
—Te quiero, Simon, te quiero. Moriré porque tengo que morir. Si pudiera elegir, me quedaría a tu lado. Tengo que morir: es una orden, lo noto.
Una semana más tarde, pensó: «Ahora o nunca. Si continúo viviendo, me encariñaré demasiado con Simon. Cuanto más espere, más difícil será.»
No escribió ninguna carta, por la noble razón de que no le gustaba escribir. De todas formas, su acto le parecía tan explícito que no consideraba necesario explicarlo.
Al no sentirse con ánimos, decidió ponerse sus ropas más hermosas: había observado anteriormente que la elegancia insuflaba valor.
Dos años antes, había encontrado en un mercadillo un vestido de archiduquesa fantasmagórica, de terciopelo azul oscuro, con encajes en oro viejo, tan suntuoso que resultaba imposible de llevar.
«Si no me lo pongo hoy, no me lo pondré nunca», pensó, antes de estallar en una carcajada al darse cuenta de la profunda verdad de aquel pensamiento.
El embarazo la había adelgazado ligeramente y flotaba dentro de su vestido: se resignó a ello. Soltó su magnífica melena, que le llegaba a la altura de las nalgas. Cuando se hubo maquillado a modo de hada trágica, se gustó y decretó que podía suicidarse sin ruborizarse.
Plectrude le dio un beso a Simon. En el momento de salir de casa, se preguntó de qué modo iba a proceder: ¿se lanzaría a la vía del tren, debajo de un coche, al Sena? Ni siquiera se lo había preguntado: «Ya veré», concluyó. «Si uno se preocupa por ese tipo de detalles, acaba no haciendo nada.»
Caminó hasta la estación. No tuvo valor para precipitarse bajo las ruedas del RER. «Puestos a morir, mejor hacerlo en París, y de un modo menos desagradable», pensó, no sin cierto sentido de las conveniencias. Se subió al tren, donde, desde tiempos inmemoriales entre los habitantes de la periferia no se había visto a una pasajera de aspecto tan soberbio, y más teniendo en cuenta que sonreía de oreja a oreja: la perspectiva del suicidio la ponía de muy buen humor.
Se apeó en el centro de la ciudad y caminó junto al Sena, buscando el puente que favoreciera su empresa. Al dudar entre el puente Alexandre III, el Pont des Arts y el Pont-Neuf, tuvo que andar mucho, efectuando interminables idas y venidas para reconsiderar sus respectivas virtudes.
Finalmente, el puente Alexandre III fue descartado por su exagerada magnificencia y el Pont des Arts eliminado por exceso de intimidad. Eligió el Pont-Neuf, ya que le sedujo tanto por su antigüedad como por sus plataformas en forma de media luna, ideales para las reflexiones de última hora.
Hombres y mujeres se daban la vuelta al paso de aquella belleza que ni siquiera se daba cuenta de ello, tan concentrada estaba en su plan. No se había sentido tan eufórica desde la infancia.
Se sentó en el borde del puente, con los pies colgando en el vacío. Muchas personas adoptaban aquella posición, que no llamaba la atención de nadie. Miró a su alrededor. Un cielo gris pesaba sobre Notre-Dame, el agua del Sena ondulaba a causa del viento. De repente, Plectrude sintió el peso de la edad del mundo: ¡qué deprisa serían engullidos sus diecinueve años por los siglos de París!
Sintió vértigo y su exaltación decayó: ¡cuánta grandeza perdurable, cuánta eternidad de la que no formaría parte! Había traído al mundo a un niño que no se acordaría de ella. Excepto eso, nada. La única persona a la que había querido era su madre: matándose, obedecía a la que ya no la amaba. «Es falso: también está Simon. Le quiero. Pero teniendo en cuenta lo nocivo que el amor de madre puede llegar a ser, más vale que se lo ahorre.»
A sus pies, sentía la llamada del inmenso vacío.
«¿Por qué he esperado hasta ahora para darme cuenta de lo que me falta? Mi vida tenía sed y hambre, no me ha ocurrido nada que pueda alimentar y saciar mi existencia, tengo el corazón reseco, la cabeza desnutrida, en lugar de alma tengo una carencia, ¿es necesario morir en este estado?»
La nada rugía bajo sus pies. La pregunta la aplastaba, sintió la tentación de huir de ella dejando que sus pies se volvieran más pesados que su cerebro.
En aquel preciso momento, una voz gritó a lo lejos:
—¡Plectrude!
«¿Me llaman desde el mundo de los muertos o de los vivos?», se preguntó.
Se inclinó hacia el agua, como si fuera a ver a alguien allí.
El grito aumentó en intensidad:
—¡Plectrude!
Era una voz de hombre.
Se dio media vuelta hacia el grito.
Aquel día, Mathieu Saladin había sentido la incomprensible necesidad de salir de su distrito XVII natal para dar una vuelta a orillas del Sena.
Estaba disfrutando de aquella jornada apacible y gris cuando, en sentido contrario y sobre la acera, vio acercarse una aparición: una joven de apabullante esplendor, vestida como para un baile de disfraces.
Se había detenido para verla pasar. Ella no lo había visto. No veía a nadie, con sus grandes y alucinados ojos. Fue entonces cuando la reconoció. Sonrió de alegría: «¡La he reencontrado! Al parecer, sigue estando igual de loca. Esta vez no la dejaré escapar.»
Se había entregado a ese placer que consiste en seguir en secreto a alguien que conocemos, a observar su comportamiento, a interpretar sus gestos.
Cuando había empezado a caminar por el Pont-Neuf, él no había tenido miedo: la había visto con un rostro feliz, no parecía desesperada. Se había acodado al borde del Sena e inclinado para observar a su antigua compañera de clase.
Poco a poco, le había parecido que Plectrude tenía una actitud de lo más sospechosa. Incluso su exaltación le pareció rara; cuando tuvo la clara impresión de que iba a lanzarse al río, había gritado su nombre y corrido a su encuentro.
Ella lo reconoció en el acto.
Protagonizaron el preludio amoroso más breve de la historia.
—Estás con alguien? —preguntó Mathieu sin perder un segundo.
—Soltera, con un hijo —respondió ella, también en tono cortante.
—Perfecto. ¿Me quieres?
—Sí.
Agarró las caderas de Plectrude y les dio una vuelta de ciento ochenta grados, para que dejara de tener los pies sobre el vacío. Se morrearon para sellar lo que acababan de decirse.
—¿Por casualidad no estarías suicidándote, verdad?
—No —respondió ella por pudor.
La morreó de nuevo. Ella pensó: «Hace un minuto estaba a punto de lanzarme al vacío, y ahora estoy entre los brazos del hombre de mi vida, al que hacía más de siete años que no veía, y al que creía que nunca volvería a ver. Decido posponer mi muerte a una fecha ulterior.»
Plectrude descubrió algo sorprendente: uno podía ser feliz a la edad adulta.
—Voy a enseñarte dónde vivo —dijo él llevándosela.
—¡Vas muy deprisa!
—He perdido siete años. Ya es suficiente.
Si Mathieu Saladin hubiera llegado a sospechar el número de broncas que aquella confesión iba a costarle, se habría quedado calladito. Cuántas veces Plectrude le gritó:
—¡Y pensar que me hiciste esperar siete años! ¡Y pensar que me dejaste sufrir!
A lo que Mathieu replicaba:
—¡Tú también me dejaste! ¿Por qué no me dijiste que me querías, cuando tenías doce años?
—¡Eso le toca decirlo al chico! —cortaba Plectrude, perentoria.
Un día que Plectrude volvía a la carga con el estribillo ya famoso de «¡Y pensar que me hiciste esperar siete años!», Mathieu la cortó con una revelación:
—Tú no eres la única que estuvo en un hospital. Entre los doce y los dieciocho años, me hospitalizaron seis veces.
—¿El señor ha encontrado una nueva excusa? ¿Y de qué pupas te curaban?
—Para ser más exactos, debes saber que, entre el año y los dieciocho, he sido hospitalizado dieciocho veces.
Ella frunció el ceño.
—Es una larga historia —comenzó a decir él.
Cuando tenía un año, Mathieu Saladin había muerto.
El bebé Mathieu Saladin andaba a gatas por el comedor de sus padres, explorando el apasionante universo de las patas de las butacas y de debajo de la mesa. En un enchufe había un alargador que no estaba conectado a nada. El bebé se interesó por aquella cuerda que terminaba con un semibulbo de lo más atractivo: se lo metió en la boca y salivó. Recibió una descarga que le mató.
El padre de Mathieu no pudo aceptar aquella sentencia eléctrica. En la hora que siguió, llevó el bebé al mejor médico del planeta. Nadie sabe lo que ocurrió, pero le devolvió la vida al cuerpecito.
Sólo le faltaba devolverle una boca: a Mathieu Saladin ya no le quedaba nada digno de este nombre: ni labios, ni paladar. El médico le mandó al mejor cirujano del universo, que le quitó un poco de cartílago por aquí, un poco de piel por allá, y que, al término de un minucioso patchwork, reconstruyó, si no una boca, sí por lo menos su estructura.
—Es todo lo que puedo hacer este año —concluyó—. Vuelva el año que viene.
Cada año volvía a operar a Mathieu Saladin y añadía algo más. Luego, concluía con aquellas dos frases, ya convertidas en ritual. Fueron motivo de bromas durante la infancia y la adolescencia de aquel joven milagrosamente curado.
—Y si te portas bien, el año que viene te haremos una campanilla (unas fauces, una membrana velar, una bóveda del paladar, una gingivoplastia, etcétera).
Plectrude le escuchó, en la cima del éxtasis.
—¡Es por eso por lo que tienes esa sublime cicatriz a la altura del bigote!
—¿Sublime?
—¡No existe nada más hermoso!
Estaban realmente hechos el uno para el otro, aquellos dos seres que, cada uno de un modo distinto, en el transcurso del primer año de su existencia habían estado excesivamente cerca de la muerte.
Las hadas, decididamente demasiado numerosas, que habían abrumado a la joven con pruebas a la altura de las virtudes que le habían concedido, le mandaron entonces la peor de las plagas de Egipto: una plaga procedente de Bélgica.
Habían transcurrido unos años. Vivir el amor perfecto con Mathieu Saladin, de profesión músico, le había proporcionado a Plectrude el valor para convertirse en cantante, con un seudónimo que era el nombre de un diccionario y que, de ese modo, respondía a la dimensión enciclopédica de los sufrimientos que había conocido: Robert.
Es habitual que las mayores desgracias tomen primero el rostro de la amistad: Plectrude conoció a Amélie Nothomb y creyó ver en ella a la amiga, a la hermana que tanto necesitaba.
Plectrude le contó su vida. Amélie escuchó con pavor aquel destino de atridas. Le preguntó si tantos intentos de muerte sobre su persona no le habían insuflado el deseo de matar, en virtud de esa ley que convierte a las víctimas en los mejores verdugos.
—Tu padre fue asesinado por tu madre cuando ella estaba embarazada de ti, en el octavo mes de embarazo. Existe la certeza de que estabas despierta, ya que tenias hipo. ¡Así que eres testigo!
—¡Pero si no vi nada!
—Tuviste que percibir algo a la fuerza. Eres una clase muy especial de testigo: un testigo in utero. Al parecer, en el vientre de su madre, los bebés escuchan la música y saben si sus padres hacen el amor. Tu madre vació el cargador sobre tu padre, en un estado de extrema violencia: de un modo o de otro, tuviste que notarlo.
—¿Dónde quieres ir a parar?
—Estás impregnada de aquel crimen. No hablemos ya de los intentos de asesinato metafórico que has padecido y que te impusiste a ti misma más tarde. ¿Cómo no ibas a convertirte en una asesina?
Plectrude, que nunca se lo había planteado, no pudo dejar de pensar en ello a partir de entonces. Y como existe una forma de justicia, sació su deseo de asesinato con aquella que se lo había sugerido. Cogió el fusil que siempre tenía a mano y que tan útil le resultaba cuando se reunía con sus productores y disparó en la sien de Amélie.
«No se me ha ocurrido nada más para impedir que continuase elucubrando», le contó a su marido, comprensivo.
Plectrude y Mathieu, que tenían en común haber cruzado el río del Infierno en más de una ocasión, miraron al fiambre con una lágrima en la comisura de los ojos. Aquello reforzó todavía más la connivencia de aquella pareja tan conmovedora.
A partir de entonces, su vida se convirtió, casi literalmente, en una obra de Ionesco: Amélie o cómo quitársela de encima. Era un cadáver la mar de molesto.
El asesinato es comparable con el acto sexual en que a menudo le sucede la misma pregunta: ¿qué hacer con el cuerpo? En el caso del acto sexual, uno puede limitarse a marcharse. El asesinato no permite esta ventaja. Ésa es la razón por la cual constituye un vínculo mucho más fuerte entre los seres.
A estas alturas, Plectrude y Mathieu siguen sin haber encontrado la solución.