Durante la mayor parte de sus veintinueve años, Bibi Haldar había sufrido una dolencia que desconcertaba a su familia y amigos tanto como a sacerdotes, quirománticos, curanderas solteronas, sanadores que usaban gemas, profetas y locos. En un intento de curarla, los vecinos más comprometidos de nuestra ciudad le trajeron agua milagrosa proveniente de siete ríos sagrados. Cuando oíamos sus gritos y agonías en la noche, cuando tenían que atarle las muñecas con cuerdas y le aplicaban dolorosas cataplasmas, todos musitábamos su nombre en nuestros rezos. Hombres sabios le habían masajeado las sienes con bálsamo de eucaliptus y aplicado vapores de hierbas en el rostro. A sugerencia de un ciego de religión cristiana, Bibi Haldar había sido transportada en tren a visitar las tumbas de santos y mártires. Los amuletos contra el mal de ojo ceñían su cuello y sus brazos. Sus dedos se adornaban con piedras de la buena suerte.
Los tratamientos propuestos por la medicina sólo servían para empeorar las cosas. Alópatas, homeópatas, ayurvédicos… Con el tiempo, no quedo rama de la ciencia médica sin consultar. Los diagnósticos eran infinitos. Después de rayos X, sondas, auscultaciones e inyecciones, unos se contentaban con decirle a Bibi que comiera más y otros le decían que perdiera peso. Si uno le prohibía seguir dormida después del amanecer, otro insistía en que guardara cama hasta el mediodía. Este le aconsejaba que hiciera el pino, aquél que recitara versos védicos a determinadas horas del día. Otros sugerían que la llevaran a un hipnotizador de Calcuta. En el trajín de un especialista a otro, a la muchacha le habían prescrito abstenerse de comer ajo, consumir cantidades masivas de hierbas amargas, practicar la meditación, beber agua de coco verde e ingerir huevos crudos de pata batidos con leche. En pocas palabras, la vida de Bibi se reducía al encuentro constante con un antídoto más ineficaz que el anterior.
La naturaleza de su dolencia, que aparecía sin avisar, reducía su mundo al edificio de cuatro plantas sin pintar donde sus únicos parientes del lugar, un primo mayor y su esposa, tenían un apartamento alquilado en el segundo piso. Susceptible de perder la conciencia y entrar, de modo inopinado, en un delirio absoluto, a Bibi no se la podía dejar cruzar la calle o subir a un tranvía sin ir acompañada. Bibi pasaba los días sentada en el trastero que había en el terrado de nuestro edificio, espacio en el que uno podía sentarse pero no estar de pie con comodidad y en el que había un retrete, una puerta con cortina, una ventana sin rejas y varios estantes confeccionados con la madera de puertas viejas. Allí, sentada con las piernas cruzadas sobre un retal de yute, Bibi llevaba el inventario de la tienda de cosméticos que su primo Haldar poseía en la boca de nuestro callejón. A cambio de sus servicios, Bibi no recibía salario alguno pero sí manutención y alojamiento; además, durante las fiestas de octubre recibía los suficientes metros de algodón para dejar la reposición de su guardarropía en manos de un sastre que no fuera caro. Por las noches dormía en una camilla plegable en el apartamento que su primo tenía más abajo.
Por las mañanas Bibi subía al trastero calzada con unas rajadas zapatillas de plástico y vestida con una bata casera cuyo reborde terminaba varios centímetros por debajo de la rodilla, altura que había pasado de moda cuando teníamos quince años. Tenía los tobillos lampiños y moteados por multitud de pecas translúcidas. Siempre se quejaba de su suerte y maldecía a las estrellas mientras colgábamos la ropa del tendedero o quitábamos las agallas al pescado. Bibi no era guapa. Su labio superior era delgado, y sus dientes demasiado pequeños. Las encías le sobresalían al hablar.
—¿Qué pensáis vosotras? ¿Os parece justo que una chica pase así los mejores años de su vida, sin que nadie le preste atención, listando precios y etiquetas sin ninguna perspectiva de futuro? —Su voz sonaba más alta de lo necesario, como si hablara con un sordo—. ¿Os parece que no tengo derecho a envidiaros, esposas y madres que siempre tenéis algo que hacer? ¿Os parece mal que yo también quiera pintarme los ojos o perfumarme los cabellos? ¿Que yo también quiera educar a un niño y decirle lo que está bien y lo que está mal?
Cada día descargaba sobre nosotras sus infinitas privaciones, hasta que al final se hizo claro y palmario que Bibi quería un hombre. Quería que alguien hablara por ella, la protegiera y le ofreciera un camino en la vida. Como el resto de nosotras, quería servir cenas, abroncar a algún sirviente y guardar dinero en su almari para que le depilaran las cejas cada tres semanas en el salón de belleza chino. Siempre insistía en saber todos los detalles de nuestras bodas: las joyas, las invitaciones, el aroma de los nardos sobre el lecho nupcial. Cuando, por insistencia suya, le mostrábamos nuestros álbumes fotográficos con diseños de mariposa estampados en relieve, Bibi estudiaba con minucia las fotografías de la ceremonia: la mantequilla vertida sobre el fuego, el intercambio de guirnaldas, el pescado tintado de bermellón, las bandejas de conchas y monedas de plata.
—Desde luego, qué cantidad de invitados… —observaba, acariciando con el dedo los rostros medio olvidados que nos habían rodeado en esa ocasión—. Cuando me llegue el turno a mí, todas estaréis invitadas.
El ansia de casarse comenzó a aguijonearla con tal ferocidad que la sola idea de un marido, en la que todas sus esperanzas estaban depositadas, a veces amenazaba con ocasionarle un nuevo ataque. Entre latas de polvos de talco y cajas de pasadores, sentada en el suelo del trastero, desgranaba largas parrafadas:
—Lo que es a mí, nunca me llegará el día de mojar mis pies en leche —gemía—. Como nunca me pintarán el rostro con esencia de sándalo. ¿Y quién me frotará de cúrcuma? Mi nombre jamás aparecerá impreso en tinta escarlata en una tarjeta.
Sus empalagosos soliloquios y sus gimoteantes sentimientos le provocaban un malestar que brotaba de sus poros como la fiebre. En sus momentos de mayor amargura, la envolvíamos en nuestros chales, le lavábamos la cara en el grifo de la cisterna y le traíamos vasos de yogur y agua de rosas. En los momentos en que se mostraba menos desconsolada, la animábamos a venir con nosotras al sastre a reponer sus blusas y enaguas, en parte para que cambiara un poco de aires, en parte porque pensábamos que acaso así le fuera algo más fácil alimentar sus posibles perspectivas matrimoniales.
—Ningún hombre se fija en la mujer que viste como una fregona —le decíamos—. ¿Es que quieres que te coma la naftalina?
Bibi fruncía el ceño, ponía mala cara, protestaba y suspiraba.
—¿Y dónde voy a ir? ¿Para quién voy a vestirme bien? —preguntaba—. ¿Quién me va a llevar al cine o al zoo? ¿Quién me va a comprar pistachos y refresco de lima? Reconoced que tengo razón: ¿qué más da? Total, nunca me voy a curar, nunca me voy a casar…
Pero entonces a Bibi le fue prescrito un nuevo tratamiento, el más sorprendente de todos. Una noche que bajaba a cenar, Bibi se desplomó sobre el rellano del tercer piso, aporreando el suelo con los puños, soltando patadas, sudando a chorros, perdida para este mundo. Mientras sus gemidos resonaban en la escalera, todos salimos de nuestros apartamentos para tratar de calmarla, armados con abanicos de palma, terrones de azúcar y grandes vasos de agua helada para verter sobre su cabeza. Aferrados al pasamanos, nuestros hijos eran testigos de su paroxismo; nuestros sirvientes salieron con el encargo de avisar a su primo. Haldar tardó diez minutos en salir de su tienda, con el gesto impasible pero con el rostro enrojecido. Nos dijo que dejáramos de formar alboroto y, sin esforzarse en ocultar su desdén, metió a Bibi en un rickshaw con destino al policlínico. Fue allí donde, tras efectuar una serie de análisis de sangre, el médico a cargo de Bibi, exasperado, concluyó que lo que la curaría sería el matrimonio.
La noticia se propagó a través de nuestras ventanas enrejadas, junto a los tendederos y los excrementos de paloma que adornaban los parapetos de nuestros terrados. A la mañana siguiente, tres quirománticos distintos le habían leído la mano a Bibi, y coincidieron los tres en que su piel exhibía indicios indudables de una unión inminente. Mientras los espíritus mezquinos hacían comentarios desagradables ante los quioscos de frituras, las abuelas consultaban almanaques a fin de determinar una hora propicia para los esponsales. Durante los días que siguieron, no dejamos de murmurar mientras llevábamos a los niños al colegio, recogíamos la colada o hacíamos cola en la tienda. Según parecía, lo que la pobre chica había necesitado durante tantos años no era sino un poco de actividad. Por primera vez imaginábamos las curvas escondidas bajo su bata casera y tratábamos de evaluar los placeres con que podía regalar a un hombre. Por primera vez advertimos lo claro de su tez, la longitud y languidez de sus pestañas, la armadura indudablemente elegante de sus manos.
—Dicen que es la única esperanza que le queda. Se trata de un caso de sobreexcitación. Según dicen —y aquí hacíamos una pausa, enrojeciendo—, una relación servirá para calmarle la sangre.
No hace falta decir que Bibi estaba encantada con lo diagnosticado; al momento comenzó a prepararse para la vida conyugal. Valiéndose de productos con tara obtenidos en la tienda de Haldar, se pintó las uñas de los pies y cuidó de suavizar la piel áspera de los codos. Descuidando las remesas recién llegadas al trastero, empezó a perseguirnos para que le diéramos la receta del pastel de cabello de ángel o el guiso de papaya, que anotaba con su torcida escritura en las hojas de su libreta de contabilidad. Bibi confeccionó listas de invitados, listas de postres y listas de países adecuados para viajar en luna de miel. Se aplicaba glicerina para suavizarse los labios y se resistía a comer dulces para reducir su silueta. Un día nos pidió a una de nosotras que la acompañáramos al sastre, quien le cosió un nuevo salwar-kameez en el corte estilo paraguas que se llevaba esa temporada. En la calle nos arrastraba al mostrador de toda joyería para escudriñar el interior de las cajitas de cristal, preguntándonos la opinión sobre esta u otra tiara o aquel relicario. En los escaparates de las tiendas donde se vendían saris, señalaba una seda magenta de Benarasi, otra tela turquesa y una tercera del color de la caléndula.
—En la primera parte de la ceremonia vestiré esa tela, luego aquélla y luego la otra.
Pero Haldar y su mujer lo veían de otro modo. Inmunes a sus fantasías, indiferentes a nuestros temores, seguían como siempre, llevando el negocio a medias en aquella tienda de cosméticos poco mayor que un armario en la que tres de sus paredes estaban abarrotadas hasta el techo de hermas, brillantinas para el cabello, piedras pómez y ungüentos para aclarar la piel.
—No tenemos tiempo para ocupamos de indecencias —contestaba Haldar a quienes se interesaban por la salud de Bibi—. Lo que no tiene cura, no tiene remedio. Bibi ya nos ha causado bastantes problemas y nos ha hecho gastar demasiado dinero, por no hablar del modo en que ha mancillado el nombre de la familia.
Sentada a su lado tras el pequeño mostrador de cristal, su mujer asentía mientras se abanicaba la piel veteada que tenía sobre los pechos. Mujer de gran volumen, se acicalaba con unos polvos un poco demasiado claros para su piel que tendían a apelmazarse en los pliegues de su garganta.
—Y además, ¿quién va a casarse con ella? La chica no sabe nada de nada, no hay quien la entienda cuando habla, tiene casi treinta años, no sabe encender un horno de carbón ni hervir el arroz, como no sabe la diferencia que hay entre el hinojo y el comino. ¡Ya pueden imaginársela si tiene que dar de comer a un hombre!
Algo de razón tenían. A Bibi nunca le habían enseñado a ser mujer; su enfermedad la había convertido en persona ingenua para muchas cuestiones practicas. Convencida de que Bibi estaba poseída por el mismo demonio, la mujer de Haldar cuidaba de mantenerla alejada de los fogones. A Bibi nadie le había enseñado a vestir un sari sin prendérselo en cuatro sitios, ni sabía bordar sábanas o chales con un mínimo de talento. A Bibi no la dejaban ver la televisión (Haldar tenía asumido que las propiedades electrónicas del aparato eran suficientes para trastornarla), así que ignoraba casi todo lo que sucedía en el mundo. Sus estudios se habían detenido en el noveno curso de primaria.
Deseosas de ayudar a Bibi, argüíamos a favor de buscarle un marido.
—Es lo que ella siempre ha querido —insistíamos.
Pero era imposible razonar con Haldar y su mujer. El rencor que sentían hacia Bibi era evidente en sus labios, más delgados que el hilo con que enlazaban nuestras compras. Cuando les repetíamos que valía la pena probar el nuevo tratamiento, respondían:
—A Bibi le falta respeto y autocontrol. Le gusta exagerar su dolencia para llamar la atención. Lo mejor es mantenerla ocupada, sin que tenga ocasión de buscar más problemas.
—Entonces, ¿por qué no permiten que se case? Así al menos se quitarán un problema de encima.
—¿Para gastar todos nuestros ahorros en una boda? ¿Para gastarlo todo en un banquete, en comprar camas y brazaletes, en la dote de matrimonio?
Pero Bibi no se rendía así como así. Una mañana, a última hora, vestida por nosotras con un sari de gasa color lavanda con ojetes y zapatillas de espejo prestadas para la ocasión, se presentó con paso inseguro en la tienda de Haldar, insistiendo en que la llevaran al estudio del fotógrafo a fin de que su retrato, como sucedía con el de las demás mujeres en edad de merecer, circulara por los hogares de los solteros de la ciudad. A través de las persianas de nuestros balcones, la veíamos sudar; unas lunas negras habían aparecido ya bajo sus axilas.
—La única vez que me han fotografiado fue cuando me hicieron los rayos X —insistía, quejumbrosa—. Las familias de mis posibles novios querrán saber qué aspecto tengo.
Pero Haldar dijo que no. Según añadió, quien quisiera verla, no tenía más que acercarse por la tienda y contemplarla gimotear mientras espantaba a la clientela. Su presencia era una pesadilla para cualquier negocio, una desgracia absoluta, una pérdida garantizada. Era algo que todos sabían en la ciudad, sin necesidad de foto alguna.
Al día siguiente Bibi dejó de ocuparse en absoluto del inventario y comenzó a regalarnos con indiscreciones relativas a Haldar y su mujer.
—Los domingos Haldar le arranca los pelos de la barbilla con una pinza. Son dos avaros que guardan el dinero bajo siete llaves. —Para disfrute de los terrados vecinos, Bibi chillaba a voz en grito mientras paseaba; a cada nueva proclama, su audiencia se expandía—. En el baño, Haldar le aplica harina de garbanzos en los sobacos, pues ella ha oído que así la piel se le volverá más blanca. Por cierto, que a ella le falta el dedo medio del pie derecho. ¿Y sabéis por qué las siestas les duran tanto rato? ¡Porque ella es insaciable!
A fin de calmarla un poco, Haldar insertó un anuncio de una línea en el periódico de la ciudad, solicitando un novio para Bibi: «CHICA. INESTABLE. ALTURA 1,52. BUSCA MARIDO». La identidad de la novia en ciernes no constituía secreto alguno para los padres de nuestros mozos, y no había familia dispuesta a asumir riesgo tan temerario. ¿Quién podía culparles? Muchos decían que Bibi conversaba a solas en una lengua tan fluida como incomprensible, y que de noche dormía sin soñar. Incluso el viudo solitario de la población, hombre con cuatro dientes en la boca que reparaba nuestros bolsos en el mercado, se negaba a tomar la iniciativa. Sin embargo, a fin de distraer a Bibi, todas la tratábamos como si el noviazgo fuera cosa inminente.
—No pongas ese ceño o no irás a ninguna parte. Los hombres quieren que les acaricien con la expresión.
Como práctica para dar con un posible pretendiente, la animábamos a charlar con todo hombre que se pusiera a tiro. Cuando el aguador se presentaba, al final de su ronda, para llenar el recipiente que Bibi tenía en el trastero, le urgíamos a saludarle con educación. Cuando el carbonero descargaba sus cestos en el terrado, le aconsejábamos que sonriera y efectuara algún comentario trivial sobre el tiempo. Teniendo en cuenta nuestra propia experiencia, la preparábamos para una entrevista.
—Lo más probable es que el novio se presente con uno de sus padres, uno de sus abuelos y un tío o una tía. Te mirarán y te harán muchas preguntas. Querrán examinar las plantas de tus pies y lo gruesa que es tu trenza. Te pedirán que les digas el nombre del primer ministro, que recites poesía y que les expliques cómo alimentarías a una docena de personas hambrientas con sólo media docena de huevos.
Después de que pasaran dos meses sin respuesta alguna al anuncio, Haldar y su esposa se sintieron justificados en su actitud.
—¿Os dais cuenta de una vez de que Bibi no está hecha para el matrimonio? ¿Os dais cuenta de que ningún hombre en su sano juicio querría casarse con ella?
Las cosas no le habían ido tan mal a Bibi antes de la muerte de su padre (la madre no había sobrevivido al parto). En sus últimos años, el anciano, profesor de matemáticas en las escuelas de primaria de nuestra ciudad, no había dejado de estudiar la enfermedad de Bibi, a fin de dar con una explicación lógica de su dolencia.
—Todo problema tiene su solución —respondía cuando le preguntábamos por sus avances.
El hombre era un báculo para Bibi. Durante un tiempo, también lo fue para todas nosotras. El padre de Bibi escribía a médicos de Inglaterra, pasaba las tardes leyendo libros de medicina en la biblioteca, dejó de comer carne los viernes a fin de aplacar al dios de su hogar. Con el tiempo dejó su trabajo como maestro y se dedicó a dar clases particulares en su habitación, donde podía controlar a Bibi en todo momento. Sin embargo, aunque en su juventud había sido premiado por su capacidad para deducir raíces cuadradas de memoria, le resultaba imposible descifrar el misterio oculto tras la dolencia de su hija. A pesar de todos sus esfuerzos, las únicas conclusiones a que llegó fueron que los ataques de Bibi eran más frecuentes en verano que en invierno, y que el número total de ataques rondaba los veinticinco. El hombre elaboró un gráfico de sus síntomas, con las instrucciones precisas para tranquilizarla, gráfico que distribuyó por el barrio y cuyas copias terminaron por perderse, fueron transformadas por nuestros niños en barcos de papel, o acabaron exhibiendo listados de la compra en su reverso en blanco.
Aparte de ofrecerle compañía, aparte de aliviar sus preocupaciones, aparte de no perderla demasiado de vista, no había mucho que pudiéramos hacer por mejorar su situación. Ninguna de nosotras estaba capacitada para comprender el nivel de semejante desolación. Algunos días, después de la siesta, le peinábamos el cabello, cuidando de tarde en tarde de variar el emplazamiento de su raya en el cuero cabelludo, a fin de que ésta no se ensanchara en demasía. A petición suya, le aplicábamos polvos en los labios y la garganta, le repasábamos las cejas a lápiz y la acompañábamos al estanque de los peces, donde nuestros niños jugaban al cricket por las tardes. Bibi seguía decidida a ganarse a un hombre.
—Dejando aparte mi enfermedad, estoy perfectamente sana —insistía, sentándose en un banco junto al sendero donde los novios paseaban cogidos de la mano—. Nunca he estado resfriada ni he pillado la gripe, nunca he tenido ictericia. Jamás he tenido un cólico o una indigestión.
A veces le comprábamos una mazorca de maíz ahumado impregnada en zumo de limón o un par de caramelos de los que se vendían a paisa cada uno. Tratábamos de consolarla; cuando estaba convencida de que un hombre la miraba con buenos ojos, nos mostrábamos igual de seguras que ella. Sin embargo, no éramos responsables de ella, cosa que agradecíamos cuando estábamos a solas.
* * *
En noviembre supimos que la mujer de Haldar estaba embarazada. Esa mañana, Bibi se echó a llorar en el trastero.
—Ella me ha dicho que lo mío es contagioso como la viruela, que acabaré enfermando a su niño. —Bibi respiraba pesadamente, con las pupilas fijas en un desconchón de pintura en la pared—. ¿Qué va a ser de mí? —Todavía no había respuesta al anuncio publicado en el diario—. ¿Es que no es suficiente castigo sobrellevar esta maldición a solas? ¿Me tienen que culpar, además, de infectar a otros?
En casa de los Haldar, la desavenencia era cada vez mayor. Convencida de que la presencia de Bibi podía infectar al niño todavía no nacido, la mujer se acostumbró a embutir su vientre hinchado en gruesos chales de lana. En el baño, Bibi debía lavarse con sus propias toallas y jabón. Según la fregona, sus platos eran lavados aparte.
Y de pronto, una tarde, sin aviso de ninguna clase, volvió a suceder. Junto al estanque de los peces, Bibi se desplomó en el suelo. Temblando. Estremeciéndose. Mordiéndose los labios. Un corrillo rodeó a la muchacha presa de convulsiones, tratando de ayudarla de alguna manera. El abridor de botellas de refresco sujetó sus extremidades enloquecidas. El vendedor de pepino en rodajas trató de estirarle los dedos. Una de nosotras le echó al rostro agua del estanque. Otra le pasó un pañuelo perfumado por los labios. El vendedor de jackfruits sujetaba la cabeza de Bibi, que luchaba por ir de un lado a otro. El operador de la prensa de caña de azúcar enarbolaba su abanico de palma, habitualmente usado para espantar a las moscas, agitando el aire en su dirección desde cualquier ángulo concebible.
—¿Hay algún médico por aquí?
—Ojo, que no se muerda la lengua.
—¿Alguien ha ido a avisar a Haldar?
—¡La piel le quema como el carbón!
A pesar de nuestros esfuerzos, el tumulto no menguaba. En lucha contra su adversario, atormentada por la angustia, rechinaba los dientes mientras las rodillas se le estremecían. Habían pasado más de dos minutos. Preocupadas, no dejábamos de mirarla. No sabíamos qué hacer.
—¡Cuero! —exclamó alguien—. Lo que necesita es oler algo de cuero.
Entonces nos acordamos. La última vez que había sucedido, una sandalia de cuero puesta bajo sus fosas nasales había servido para liberar a Bibi de su tormento.
—Bibi, ¿qué ha pasado? Dinos qué ha pasado le preguntamos cuando abrió los ojos.
—Sentí como un calor en mi cuerpo, cada vez más ardiente.
Vi humo frente a mis ojos. El mundo se volvió negro. ¿No lo visteis vosotras?
Varios de nuestros maridos la acompañaron a casa. La oscuridad se cernió, se echó mano a las conchas, el aire se tornó denso por obra del incienso de los rezos. Cabizbaja, Bibi apenas musitaba cosa alguna. Sus mejillas exhibían rasguños aquí y allí. Su pelo estaba apelmazado, sus codos cubiertos de suciedad; a uno de sus dientes le faltaba un pequeño fragmento. Caminábamos detrás de ella, a la que considerábamos una distancia segura, llevando a nuestros niños de la mano.
Bibi necesitaba una manta, una compresa, una píldora sedante. Necesitaba que alguien cuidara de ella. Pero cuando nos presentamos en su patio, Haldar y su mujer se negaron a dejarla entrar en el apartamento.
—El riesgo médico es excesivo; una mujer embarazada no puede estar en contacto con una mujer histérica —repetía él.
Esa noche, Bibi durmió en el trastero.
* * *
El bebé, una niña, nació a fines de junio y fue extraído con fórceps. Por entonces Bibi volvía a dormir abajo, aunque le habían puesto el camastro en el pasillo y tenía prohibido tocar a la niña. Cada mañana la enviaban al terrado, para que siguiera con el inventario hasta la hora del almuerzo, hora en que Haldar se presentaba con los recibos de las ventas matutinas y un cuenco de guisantes amarillos por todo almuerzo. Por las noches, Bibi cenaba pan con leche a solas en la escalera. Sufrió otro ataque, y otro más, sin que Haldar hiciera nada.
Cuando le expresamos nuestra preocupación, Haldar replicó que no era asunto nuestro y se negó en redondo a discutir la cuestión. Como medio de expresar nuestra indignación, comenzamos a comprar en otros comercios, única venganza que nos quedaba. Con el paso de las semanas, los productos alineados en los estantes de Haldar empezaron a acumular polvo. Las etiquetas se desvaían y las colonias comenzaban a agriarse. Por la noche, cuando pasábamos delante de Haldar, le veíamos sentado en solitario, ocupado en aplastar polillas con la suela de su zapatilla. A la mujer apenas la veíamos. Según decía la fregona, todavía guardaba cama; al parecer, el parto no había sido fácil.
El otoño llegó, con su promesa de las fiestas de octubre, y la ciudad se animó de compras y preparativos. Las canciones de las películas resonaban en los altavoces colgados entre árbol y árbol. Mercados y mercadillos estaban abiertos a toda hora. Comprábamos globos y cintas de colores para nuestros niños, adquiríamos caramelos por kilos, cogíamos taxis para visitar a familiares a quienes no habíamos visto en todo el año. Los días eran más cortos, y las noches más frías. Ya tocaba abotonarse los jerseys y calzarse los calcetines. De pronto se presentó una ola de frío que se metía en la garganta. Hicimos que nuestros niños realizaran gárgaras calientes de agua salada y se protegieran el cuello con bufanda. Con todo, un bebé enfermó: la niña de los Haldar.
Un médico tuvo que venir en mitad de la noche, llamado para que le bajara la fiebre.
—¡Cúrele, doctor! —rogaba la mujer. Su angustia estridente nos había despertado a todas—. Le daremos lo que sea, pero tiene que curar a mi niña.
El médico prescribió un compuesto de glucosa y aspirinas machacadas, instruyéndoles para que cubrieran bien a la niña con mantas.
Cinco días más tarde, la fiebre seguía sin remitir.
—Es cosa de Bibi —gemía la mujer—. Suya es la culpa, ha infectado a nuestra niña. Nunca tendríamos que haberle permitido volver aquí abajo.
De nuevo Bibi se vio confinada a pasar las noches en el trastero. Por insistencia de su esposa, Haldar incluso subió allí su camastro, junto con un baúl de hojalata con todas sus pertenencias. Sus comidas pasaron a ser dejadas en el último piso, cubiertas con un escurridor puesto boca abajo.
—A mí no me importa —nos decía Bibi—. Prefiero vivir por mi cuenta, lejos de ellos. —Bibi abrió su baúl (algunas batas de estar por casa, un retrato enmarcado de su padre, útiles para coser y unas pocas telas), y dispuso sus pertenencias en unos pocos estantes vacíos. Al final de esa semana, la niñita se recuperó, pero Bibi no fue llamada a vivir en el apartamento—. No os preocupéis, que aquí no me siento prisionera —decía para tranquilizarnos—. El mundo comienza al pie de las escaleras. Ahora tengo libertad para descubrir la vida a mi manera.
Pero la verdad es que Bibi dejó de salir de casa. Cuando la invitábamos a acompañarnos al estanque de los peces o a ver las nuevas ornamentaciones de los templos, se negaba, alegando que estaba ocupada en coser una nueva cortina con que decorar la entrada del trastero. Su piel tenía un matiz ceniciento. Necesitaba aire fresco.
—¿Y cómo quieres encontrar un marido? —insistíamos—. ¿Cómo piensas conquistar a un hombre sin salir de ahí en todo el día?
No había nada que la convenciera.
* * *
A mediados de diciembre, Haldar metió en cajas todos los productos sin vender que se agolpaban en los estantes de su perfumería y los subió al trastero. Nuestra insistencia había servido para arruinarle el negocio, más o menos. Antes de fin de año, la familia se marchó, dejando bajo la puerta de Bibi un sobre con trescientas rupias. Nunca volvimos a saber de ellos.
Una de nosotras tenía la dirección de un pariente de Bibi en Hyderabad, a quien escribió relatándole la situación. La carta fue devuelta sin abrir; el pariente se había trasladado a dirección desconocida. Antes de que se presentasen las semanas más frías, hicimos que reparasen las persianas del trastero y se ajustara una lámina de hojalata al umbral, para que Bibi al menos disfrutara de cierta intimidad. Alguien donó un quinqué de petróleo; otro le entregó una vieja mosquitera de red y un par de calcetines desgastados en el talón. No perdíamos ocasión de recordarle que estábamos con ella, que podía acudir a nuestro lado si necesitaba consejo o ayuda de cualquier tipo. Durante un tiempo enviamos a nuestros hijos a jugar en el terrado por las tardes, para que nos alertaran si se producía un nuevo ataque. Sin embargo, por la noche la dejábamos a solas.
Pasaron varios meses. Bibi se había refugiado en un silencio profundo y prolongado. Nosotras nos turnábamos a la hora de dejarle platos de arroz y vasos de té. Ella apenas bebía, comía menos, y comenzaba a asumir una expresión que no casaba con su edad. A la hora del crepúsculo, daba uno o dos paseos en torno al parapeto, pero jamás abandonaba el terrado. Después de que oscureciera, se ocultaba tras la puerta de hojalata, sin salir para nada en absoluto. Nosotras no la molestábamos. Algunas comenzamos a preguntarnos si no se estaría muriendo. Otras concluyeron que había perdido la cabeza.
Una mañana de abril, cuando ya hacía suficiente calor para poner a secar las tortas de lenteja en el terrado, nos dimos cuenta de que alguien había vomitado junto al grifo de la cisterna. Cuando observamos un segundo vómito otra mañana, llamamos a la puerta de Bibi. Cuando nadie respondió, abrimos nosotras mismas, pues no había pestillo ni cerradura.
La encontramos tumbada sobre el lecho. Estaba embarazada de unos cuatro meses.
Según nos dijo, no podía recordar lo sucedido. Se negó a decirnos quién había sido. Le preparamos sémola con leche caliente y pasas; con todo, siguió sin revelar la identidad del padre. En vano buscamos huellas de que hubiera sido forzada, algún signo de intrusión, pero su habitación aparecía barrida y en orden. En el suelo, junto al camastro, el libro rayado, abierto en una nueva página, exhibía una lista de nombres.
El embarazo siguió sin novedad reseñable; una noche de septiembre la ayudamos a dar a luz. Le enseñamos el modo de alimentar al bebé, y cómo conseguir que se durmiera. Le compramos un hule y la ayudamos a coser ropas y sábanas con las telas que había guardado durante años. Al cabo de un mes, Bibi ya estaba recuperada del embarazo y, con el dinero dejado por Haldar, hizo que encalaran el trastero y pusieran cerraduras en la puerta y la ventana. Después limpió de polvo los estantes y puso en orden pociones y lociones, y comenzó a vender los viejos productos de Haldar a mitad de precio. Cuando nos pidió que corriéramos la voz sobre sus ofertas, así lo hicimos. Bibi pasó a vendernos el jabón y el kohl, los peines y los polvos. Cuando vendió el último de sus perfumes, Bibi cogió un taxi y se dirigió al mercado al por mayor, donde se valió de sus ganancias para reaprovisionar los estantes. Así pudo criar a su hijo, llevando un pequeño negocio en el trastero, empresa en la que le ayudamos como pudimos. Durante los años que siguieron, no dejamos de preguntarnos qué hombre en nuestra ciudad había mancillado su honor. Varios de nuestros sirvientes fueron cuestionados; en los quioscos de té y paradas de autobús, se debatieron nombres de posibles sospechosos sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Pero tampoco tenía sentido embarcarse en investigación alguna. Por cuanto podíamos decir, Bibi estaba curada.