Encontraron la primera de ellas en el armario de la cocina, junto a una botella sin abrir de vinagre de malta.
—Mira lo que he encontrado.
Twinkle entró en la sala de estar, cubierta de pared a pared de cajas protegidas con cinta de embalar, agitando la botella de vinagre en una mano y la blanca efigie de Cristo de porcelana, de tamaño similar al de la botella de vinagre, en la otra.
Sanjeev alzó la vista. Arrodillado en el suelo, estaba ocupado en marcar, con tiras de post-it, los puntos del zócalo que requerían un repaso de pintura.
—Ya puedes tirarlo.
—¿El qué?
—Las dos cosas.
—Pero el vinagre me puede servir para cocinar. Está sin abrir.
—En tu vida has usado vinagre para cocinar.
—Ya miraré alguna receta. En alguno de los libros de cocina que nos regalaron por la boda.
Sanjeev se volvió hacia el zócalo para reponer un trozo de post-it caído en el suelo.
—Mira bien la fecha de caducidad. Y, por lo menos, tira a la basura esa estúpida estatuilla.
—Pero a lo mejor tiene algún valor. ¿Quién sabe? —Twinkle dio la vuelta a la figura y acarició con el índice los minúsculos pliegues estáticos de su toga—. Es bonita.
—Nosotros no somos cristianos —dijo Sanjeev. En los últimos tiempos se daba cuenta de lo necesario que era repetirle lo obvio a Twinkle. El día anterior había tenido que decirle que no debían arrastrar la cómoda, sino llevarla en volandas; de lo contrario, el parquet se rayaría.
Twinkle se encogió de hombros.
—Es cierto, no somos cristianos. Somos una buena parejita de hindúes.
Twinkle depositó un beso en la cabecita de Cristo, cuya efigie puso sobre la repisa de la chimenea. Sanjeev observó que a ésta tampoco le vendría mal quitarle el polvo.
* * *
A fines de esa semana, la repisa seguía con su misma capa de polvo, pero convertida, eso sí, en expositor de una más que regular colección de parafernalia cristiana. Junto a una estampa tridimensional de san Francisco en cuatro colores, que Twinkle había encontrado pegada con cinta adhesiva en el interior del botiquín, había un llavero con una cruz de madera, que Sanjeev había pisado con sus pies desnudos mientras instalaba unos estantes supletorios en el estudio de Twinkle. También había un dibujo coloreado por números de los Reyes Magos enmarcado sobre un fondo de terciopelo negro, hallado en el armario de las sábanas. Y también había un salvamantel de azulejo en el que se representaba a un Cristo rubio y lampiño pronunciando un sermón en la cima de una montaña, encontrado en uno de los cajones del armarito empotrado del comedor.
—¿Crees que los anteriores propietarios era cristianos renacidos? —preguntó Twinkle al día siguiente, añadiendo a la colección una nevada cúpula de plástico en la que estaba insertada una Natividad diminuta, descubierta tras las cañerías del fregadero de la cocina.
Sanjeev estaba ocupado en ordenar alfabéticamente sus textos de ingeniería del Instituto Tecnológico de Massachusetts, aunque hacía bastantes años que no había tenido necesidad de consultarlos. Tras su graduación, se había mudado de Boston a Connecticut, para trabajar en una empresa situada en las cercanías de Hartford, donde, según había sabido recientemente, su nombre sonaba como próximo vicepresidente. Con treinta y tres años, tenía secretaria personal y supervisaba el trabajo de una docena de empleados, que estaban más que contentos de suministrarle cualquier información que necesitara. Con todo, la presencia de sus libros de texto en la habitación le traía recuerdos de una época de su vida que recordaba con cariño, cuando todas las tardes cruzaba el puente de Massachusetts Avenue para comer pollo mughlai con espinacas en su restaurante indio preferido, al otro lado del río Charles, antes de regresar a su residencia para pasar a limpio cálculos y problemas.
—Quizá se trate de una estrategia para conseguir conversiones —bromeó Twinkle.
—Pues está claro que contigo han tenido éxito.
Sin hacer caso al comentario, Twinkle agitó la pequeña cúpula de plástico de modo que la nieve bailó sobre el pesebre.
Sanjeev estudió los objetos alineados en la repisa. Le sorprendía que todos y cada uno de ellos fueran tan estúpidos. Saltaba a la vista que carecían de cualidad sagrada alguna. Aún le sorprendía más que Twinkle, quien normalmente tenía buen gusto, se extasiara de aquel modo ante ellos. La colección significaba algo para Twinkle, pero nada en absoluto para él.
—Tendríamos que hablar con el agente de la propiedad y decirle que alguien se ha olvidado de coger todas esas tonterías. Decirle que se lo lleve todo de aquí.
—Oh, Sanj —se quejó Twinkle—. Por favor. Me sentaría fatal tirar todas esas cosas. Seguro que eran importantes para quienes vivían aquí antes. Para mí sería, no sé, como un sacrilegio, o algo así.
—Si son cosas tan preciosas, ¿qué hacen ocultas por toda la casa? ¿Por qué no se las llevaron con ellos?
—Seguro que hay más —dijo Twinkle. Sus ojos vagaron por las desnudas paredes blanquecinas de la estancia, como si hubiera otros objetos ocultos bajo el yeso—. ¿Qué más te parece que podemos encontrar?
Sin embargo, cuando desempacaron las cajas y comenzaron a colgar sus ropas de invierno y las pinturas en seda de procesiones de elefantes adquiridas durante su luna de miel en Jaipur, para decepción de Twinkle, no dieron con ninguna otra cosa más. Tuvo que pasar casi una semana entera para que, un sábado por la tarde, dieran con un póster tamaño gigante en el que aparecía un Cristo pintado a la acuarela que lloraba lágrimas translúcidas del tamaño de cacahuetes y lucía una corona de espinos, imagen que hallaron enrollada tras un radiador en el cuarto de los huéspedes. Sanjeev al principio la tomó por una cortina de persiana.
—Oh, tenemos que colgar esta imagen. Es espectacular de veras. —Twinkle prendió un cigarrillo y se puso a fumar con avidez, moviendo el pitillo en torno a la cabeza de Sanjeev en ademán de director de orquesta, a tono con la Quinta Sinfonía de Mahler, que resonaba a toda potencia en el equipo de sonido del piso inferior.
—A ver un momento. Por ahora pienso tolerar tu pequeña colección bíblica en la sala de estar, pero por aquí no paso —declaró él, señalando una de las lágrimas-cacahuete del póster—. No quiero ver esto en nuestra casa.
Twinkle fijó la mirada en él, exhalando con placidez un humo que ascendía en dos delgados hilos azules desde sus fosas nasales. Luego enrolló el póster con cuidado, asegurándolo con una de las gomas elásticas que siempre llevaba en la muñeca para sujetar sus cabellos espesos y rebeldes, sombreados con henna aquí y allí.
—Lo colgaré en mi estudio —informó—. Así no tendrás que mirarlo.
—¿Y qué haremos en la fiesta de inauguración? Querrán ver todas las habitaciones. Y he invitado a gente del trabajo.
Twinkle puso los ojos en blanco. Sanjeev advirtió que la sinfonía, en su tercer movimiento, alcanzaba un crescendo marcado por el estruendo de los platillos.
—Lo colgaré detrás de mi puerta —ofreció ella—. Así, cuando asomen la cabeza, no verán nada de nada. ¿Contento?
Sanjeev la miró salir de la habitación con el póster y el cigarrillo; algo de ceniza manchaba el suelo allí donde había estado. Sanjeev se agachó, pellizcó la ceniza entre los dedos y la depositó en la abierta palma de su mano. Comenzaba el tierno cuarto movimiento, el adagietto. Durante el desayuno, Sanjeev había leído en las notas del disco que Mahler se había declarado a su mujer enviándole el manuscrito de este fragmento de la composición. Según añadían las notas, la Quinta Sinfonía incluía elementos trágicos y difíciles, pero era básicamente una pieza inspirada por el amor y la felicidad.
Sanjeev oyó el sonido de la cadena del retrete.
—Por cierto —gritó Twinkle—, si quieres causar buena impresión entre los invitados, te recomiendo que pongas otra música. Lo que es a mí, me está dando sueño.
Sanjeev fue al baño para arrojar las cenizas. La colilla del cigarrillo seguía flotando en el retrete, pero la cisterna aún se estaba llenando, así que tuvo que esperar un momento para tirar de la cadena. En el espejo del botiquín, observó sus largas pestañas. Como de chica, le embromaba Twinkle con frecuencia. Aunque era de complexión media, sus carrillos eran un tanto carnosos. Según temía, en combinación con las cejas, los mofletes acaso desentonaran un tanto en su perfil, que él gustaba de considerar como distinguido. Sanjeev era asimismo de estatura media, aunque siempre, desde el día que dejó de crecer, deseó haber sido apenas tres centímetros más alto. Por esta misma razón, le irritaba que Twinkle insistiera en calzar tacón alto, como había hecho la noche pasada, cuando fueron a cenar a Manhattan. La salida había tenido lugar el primer fin de semana después del traslado. A esas alturas, la repisa de la chimenea ya estaba considerablemente llena, lo que motivó una continua discusión en el coche durante el trayecto de ida. Pero después Twinkle se bebió cuatro whiskys en un anónimo bar de Alphabet City, cosa que la llevó a olvidar toda desavenencia. Después le arrastró a una pequeña librería de Saint Mark’s Place, donde pasó casi una hora curioseando y, al salir, insistió en que bailara un tango con ella en la acera, delante de todo el mundo.
Después, Twinkle se tambaleó cogida de su brazo, ligeramente por encima de sus ojos, caminando con dificultad sobre un par de zapatos de ante imitación leopardo de ocho centímetros de altura. De esta guisa anduvieron las innumerables manzanas necesarias para llegar al aparcamiento situado en Washington Square, pues Sanjeev había oído demasiadas historias sobre lo peligroso que era dejar el coche aparcado en las calles de Manhattan.
—Pero ¿qué quieres que haga? Si me paso el día sentada al escritorio… —se quejó ella de camino a casa, después de que él aventurase que sus zapatos parecían incómodos y que acaso fuera mejor dejar de calzarlos—. ¿Cuándo quieres que me los ponga, entonces? No voy a llevarlos puestos para sentarme delante del ordenador.
Aunque Sanjeev prefirió no insistir, sabía positivamente que Twinkle no pasaba el día sentada frente al ordenador. Esa misma tarde, cuando volvió a casa después de correr un poco, la había encontrado inexplicablemente tumbada en la cama, leyendo. Cuando le preguntó qué hacía en la cama en pleno día, ella le respondió que se aburría. En ese momento Sanjeev tuvo ganas de decirle: «Podrías abrir algunas cajas. Podrías barrer el desván. Podrías darle un retoque a la pintura de la repisa del baño, y después podrías avisarme de no dejar allí mi reloj». Eran detalles, flecos pendientes, que a ella no la preocupaban en absoluto. Twinkle parecía satisfecha con ponerse las primeras ropas que encontraba al abrir el armario, con hojear la primera revista que hubiera sobre la mesa, con escuchar cualquier canción en la radio. Satisfecha y, a la vez, curiosa. Y ahora, toda su curiosidad se centraba en descubrir cuál sería el próximo tesoro oculto.
Unos días más tarde, al volver de la oficina, Sanjeev encontró a Twinkle sentada al teléfono, fumando y charlando con una de sus amigas de California, a pesar de que aún no eran las cinco de la tarde y las llamadas de larga distancia se pagaban más caras.
—Una gente de lo más religiosa —declaró, haciendo una pausa para soltar el humo—. Cada día se encuentra una con un nuevo tesoro. En serio. No me creerás, pero los marcos de los interruptores, en los dormitorios, estaban decorados con escenas bíblicas. Ya sabes, el Arca de Noé y todo eso. Sí, tenemos tres dormitorios, pero uno lo utilizo como estudio. Sanjeev fue a la ferretería y cambió todos los marcos de los interruptores. Sí, como lo oyes, todos y cada uno de ellos.
Ahora le tocaba hablar a su amiga. Twinkle asentía con la cabeza, sentada en el suelo con la espalda apoyada sobre la nevera, vestida con negros pantalones de torero y un jersey amarillo de felpilla, buscando el mechero a tientas. Sanjeev olió un aroma perfumado que venía de los fogones. Moviéndose con cuidado sobre el cable del teléfono, enredado sobre las baldosas de terracota mexicana, abrió la tapa de una olla en la que una salsa rojiza hervía con furia, derramándose por los costados.
—Es un guiso de pescado. Le he puesto un poco del vinagre que encontramos —le dijo ella, cruzando los dedos mientras interrumpía la conversación con su amiga—. Perdona, ¿qué me decías?
Twinkle era así, entusiasta y feliz por cualquier minucia, siempre cruzando los dedos en cualquier ocasión de futuro remotamente incierto, ya se tratase de probar un helado de nuevo sabor o de echar una carta en el buzón. Era una cualidad que Sanjeev no comprendía. A él le hacía sentirse estúpido, como si el mundo encerrara maravillas invisibles o impensadas por él. Sanjeev examinó su rostro, todavía anclado en la adolescencia, según se le ocurrió en ese momento, los ojos sin malicia, los rasgos agradables pero no del todo conformados, como si aún buscaran una expresión permanente. Twinkle debía su nombre a una nana infantil y todavía tenía que liberarse de muchos de los mimos de la niñez. Ahora, en su segundo mes de matrimonio, eran varios los rasgos de su persona que irritaban a Sanjeev: las salivillas que a veces escupía al hablar, el modo en que de noche dejaba su ropa interior tirada al pie de la cama en vez de ponerla en el cesto de la ropa sucia.
Sólo hacía cuatro meses que se conocían. Los padres de Twinkle, que vivían en California, y los suyos, que aún seguían en Calcuta, eran viejos amigos y, de un continente a otro, habían encontrado el modo de conseguir que Twinkle y Sanjeev se conocieran, con ocasión del decimosexto cumpleaños de la hija de unos conocidos, aniversario coincidente con una visita de negocios que Sanjeev efectuó a Palo Alto. En el restaurante, les tocó sentarse juntos en una mesa redonda presidida por una fuente giratoria de costillas, rollos de primavera y alas de pollo cuyo sabor todos coincidieron en definir como insípido. En la mesa descubrieron que compartían similar querencia adolescente, y a la vez persistente, por las novelas de Wodehouse, así como idéntico desagrado por la música de sitar; más tarde, Twinkle le confesó haberse sentido encantada por la caballerosidad con que Sanjeev no había dejado de servirle té durante toda la conversación.
Después llegaron las llamadas de teléfono, cada vez más prolongadas, seguidas de las visitas, primero la de él a Stanford, luego la de Twinkle a Connecticut, tras la cual Sanjeev guardó en el balcón el cenicero con las colillas de cigarrillo que ella fumara durante su estancia. Esto es, las guardó hasta la próxima visita, en cuyo honor pasó el aspirador por el apartamento, lavó las sábanas y hasta pasó el plumero por las plantas. Twinkle tenía veintisiete años y recientemente había sido abandonada, según comprendía ahora, por un americano fracasado en su pretensión de establecerse como actor; Sanjeev era hombre solitario, con un sueldo demasiado elevado para gastarlo en sí mismo, y nunca había estado enamorado. A instancias de sus casamenteros, la boda se celebró en la India, entre cientos de invitados a quienes él apenas recordaba de su niñez, sometidos a las incesantes lluvias de agosto, bajo una tienda roja y anaranjada decorada con iluminación de árbol navideño plantada en Mandeville Road.
* * *
—¿Has barrido el desván? —preguntó Sanjeev a Twinkle más tarde, mientras ella se ocupaba en doblar las servilletas de papel y colocarlas junto a los platos. El desván era la única parte de la casa que no habían limpiado a fondo desde el principio.
—Todavía no. Ya lo haré, no te preocupes. Espero que esto esté bueno —declaró, situando la humeante olla sobre el salvamantel con la imagen de Cristo. Una barra de pan italiano descansaba en una cestita, junto a los vasos de vino, la lechuga iceberg y la zanahoria rallada sazonada con salsa embotellada y picatostes. Twinkle no era lo que se dice muy ambiciosa en la cocina. Tenía por costumbre comprar pollo precocinado en el supermercado, que servía con la ensalada de patatas preparada quién sabe cuándo que se vendía en pequeños cubos de plástico. La comida india era un rollo, según decía. Twinkle detestaba trocear dientes de ajo y pelar jengibres; como tampoco sabía manejarse con el robot de cocina; era Sanjeev quien, los fines de semana, se encargaba de mezclar el aceite de mostaza, los palos de canela y los clavos a fin de preparar un curry como era debido.
En todo caso, Sanjeev debía admitir que, fuese lo que fuese, lo que hoy había cocinado era inusualmente sabroso, atractivo a la vista incluso, con sus blancos dados de pescado, sus briznas de perejil y sus tomates reluciendo sobre la salsa color rojo oscuro.
—¿De dónde has sacado este plato?
—Me lo inventé.
—¿Cómo lo has preparado?
—Poniendo de todo en la olla y añadiendo un poco de vinagre de malta al final de todo.
—¿Cuánto vinagre?
Twinkle se encogió de hombros mientras rompía un pedazo de pan y rebañaba su plato.
—¿Cómo que no lo sabes? Harías mejor en anotarlo. ¿Qué harás ahora, si quieres volver a cocinarlo alguna vez, si vienen invitados, por ejemplo?
—Ya me acordaré —dijo ella. Twinkle cubrió la cesta del pan con un trapo de cocina, Sanjeev lo advirtió de repente, que tenía los diez mandamientos impresos en su tela. Twinkle le dedicó una rápida sonrisa, apretando brevemente su rodilla bajo la mesa—. Está claro. Esta casa está bendecida.
* * *
La fiesta de inauguración estaba prevista para el último sábado de octubre; habían invitado a unas treinta personas. Todos eran conocidos de Sanjeev, gente de su trabajo y algunos matrimonios indios de la región de Connecticut, a quienes en gran parte apenas conocía, pero que muchos sábados le habían invitado a cenar en sus días de soltero. Sanjeev solía preguntarse por qué le incluían entre su círculo de amigos. Aunque tenía poco en común con ellos, siempre asistía a sus cenas, para comer garbanzos especiados y croquetas de gamba mientras se intercambiaban chismes y se discutía de política. Hasta la fecha, ninguno había conocido aún a Twinkle. Desde que comenzaran a salir juntos, Sanjeev no había querido malgastar los preciosos fines de semana que pasaban en compañía con personas a quienes seguía asociando a la soltería. Ademas de Sanjeev y de cierto ex novio a quien creía empleado en un taller de cerámica en Brookfield, Twinkle no conocía a nadie en el estado de Connecticut. Estaba terminando la tesis de su máster en la Universidad de Stanford, centrada en un poeta irlandés de quien Sanjeev nunca había oído hablar.
Sanjeev había encontrado la casa por su cuenta, antes de salir de viaje para casarse, a buen precio y en un vecindario con buenas escuelas. Le impresionó la elegante curva de su escalera, con su balaustrada de hierro forjado, el oscuro entablado de madera, la solana erguida sobre las matas de rododendro, y el sólido 22 en bronce —casualmente, los números indicaban su fecha de nacimiento— clavado de forma impresionante en la fachada de estilo vagamente Tudor. Había dos chimeneas en funcionamiento, garaje para dos automóviles y un desván susceptible de transformarse en dormitorio adicional si la cosa fuera necesaria, como indicó el agente de la propiedad. A esas alturas, Sanjeev ya se había decidido y tenía claro que Twinkle y él merecían habitar la casa en mutua y eterna compañía, de modo que no se molestó en inspeccionar los marcos de interruptor decorados con dibujos bíblicos ni la invertida calcomanía que representaba a la Virgen en su media concha —la expresión era de Twinkle—, adherida a la ventana del dormitorio principal. Cuando, después de mudarse, trató de rasparla, sólo consiguió rayar el cristal.
* * *
El fin de semana previo a la fiesta estaban ocupados en rastrillar el jardín cuando Sanjeev oyó a Twinkle gritar. Sanjeev corrió hacia ella, rastrillo en mano, temeroso de que hubiera encontrado un animal muerto o una serpiente. La fresca brisa de octubre le quemaba en las orejas mientras sus zapatillas aplastaban las hojas marrones y amarillentas. Cuando llegó a su lado, Twinkle estaba tumbada sobre la hierba, riendo en un silencio convulso. Tras un gran arbusto de forsitia, se veía una Virgen María de yeso, tan alta como sus cinturas, con una caperuza pintada de azul sobre la cabeza, al estilo de una novia de la India. Twinkle empuñó el borde de su camiseta y comenzó a limpiar la suciedad que afeaba el ceño de la estatua.
—Supongo que ahora querrás ponerla al pie de la cama —comentó Sanjeev.
Twinkle le miró con rostro atónito. Su vientre estaba al descubierto; Sanjeev advirtió que tenía la carne de gallina en torno al ombligo.
—¿Pero qué te crees? Por supuesto que no podemos ponerla en el dormitorio.
—¿Ah, no?
—No seas tontito, Sanj. Hay que ponerla fuera. En el césped.
—Dios, no. No, Twinkle, no.
—Pero tenemos que hacerlo. Si no, trae mala suerte.
—Todos los vecinos la verán. Pensarán que estamos mal de la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por tener una estatua de la Virgen María en el jardín? En este barrio, la mitad de los vecinos tienen una estatua de la Virgen en el jardín, así que caeremos de pie.
—Pero si ni siquiera somos cristianos…
—Ya me lo has dicho antes. —Twinkle escupió en la punta de su dedo y frotó con fuerza sobre una mancha particularmente correosa en la barbilla de la Virgen—. ¿Qué te parece? ¿Puede ser algún tipo de hongo, o sólo es suciedad?
Sanjeev no iba a ninguna parte razonando con ella, con esta mujer a la que sólo conocía desde hacía cuatro meses y que ahora era su esposa, esta mujer con quien ahora compartía la existencia. Sanjeev pensó, con una punzada de arrepentimiento, en las fotografías que su madre le enviara de Calcuta de muchachas casaderas que sabían cantar y coser y sazonar las lentejas sin necesidad de consultar un libro de cocina. Había pensado en la posibilidad de casarse con esas mujeres, incluso las había considerado por orden de preferencia, pero entonces fue cuando conoció a Twinkle.
—Twinkle, no puede ser que la gente con quien trabajo vea esta estatua en mi jardín.
—No te van a despedir porque tengas creencias religiosas. Sería un caso de discriminación.
—Ésa no es la cuestión.
—¿Por qué te importa tanto la opinión de los demás?
—Twinkle, por favor.
Sanjeev estaba cansado. Apoyándose en el rastrillo, la contempló arrastrar la estatua hacia el ovalado lecho de hierba que había junto al farol, a un lado del caminillo.
—Fíjate, Sanj. Qué bonita es.
Sanjeev volvió a ocuparse del montón de hojas, que comenzó a depositar a puñados en una bolsa de basura. Sobre su cabeza, el cielo azul no encerraba nube alguna. Un árbol del jardín todavía estaba cubierto de hojas, rojas y anaranjadas, del color de la tienda en donde se había casado con Twinkle.
Él no estaba seguro de amarla. Sin embargo, le había hecho profesión de amor la primera vez que ella se lo preguntó, una tarde en Palo Alto, sentados en la oscuridad de un cine medio vacío. Antes de que comenzara la película, una de las preferidas de Twinkle, cierta obra en versión original alemana que él encontró deprimente en extremo, ella apretó la punta de su nariz contra la suya, de modo que Sanjeev sintió el aletear de sus pestañas maquilladas. Esa tarde él le respondió que sí, que la amaba; encantada, Twinkle le premió llevando a su boca una palomita de maíz, dejando que su dedo quedara aprisionado un momento entre los labios de él, como recompensa por haber expresado la respuesta ansiada.
Aunque ella no había dicho cosa alguna en esa ocasión, Sanjeev asumió que ella también le amaba; sin embargo, ahora ya no estaba tan seguro. En realidad, Sanjeev no sabía lo que era el amor; sólo sabía lo que no era. No era, había decidido, volver por las noches a un solitario apartamento enmoquetado, o valerse siempre del mismo tenedor situado encima de los demás en el cajón de los cubiertos, o volver el rostro con discreción en las cenas cuando los demás hombres terminaban pasando el brazo por la cintura de sus esposas o amigas, inclinándose de vez en cuando para besarles el hombro o el cuello. No era la compra por correo de discos compactos de música clásica, ajustándose con método al listado de grandes compositores especificado por el catálogo, siempre pagando con puntualidad. En los meses anteriores a trabar conocimiento con Twinkle, Sanjeev había comenzado a darse cuenta de todo eso.
—Tienes suficiente dinero en el banco para mantener a tres familias —le recordaba su madre cuando hablaban por teléfono a principios de cada mes—. Necesitas una esposa a quien cuidar, una persona a quien amar.
Ahora tenía una esposa, guapa, perteneciente como era debido a una casta superior, que muy pronto gozaría de un máster universitario. ¿Cómo podía no amarla?
* * *
Esa noche, Sanjeev se sirvió una ginebra con tónica, que bebió seguida de otra más casi al completo, mientras veía una parte de las noticias. Entonces fue junto a Twinkle, que estaba dándose un baño de espuma, según decía, le dolían las extremidades después de rastrillar el jardín, cosa que había hecho por primera vez en la vida. Sanjeev no llamó a la puerta. Twinkle se había aplicado una mascarilla azul brillante en el rostro y fumaba un cigarrillo acompañado de bourbon con hielo mientras hojeaba un grueso libro de bolsillo cuyas páginas se habían combado y tornado de color gris por efecto del vapor. Sanjeev echó un vistazo a la cubierta; lo único que leyó fue la palabra «Sonetos» impresa en color rojo oscuro. Tomó aliento e informó a Twinkle, con mucha calma, de que, una vez terminara de tomarse su copa, pensaba calzarse los zapatos y salir al jardín para quitar de la entrada esa estatua de la Virgen.
—¿Y dónde la vas a poner? —preguntó ella en tono soñador, con los ojos cerrados. Una de sus piernas emergía graciosamente, combada sobre la capa de espuma. Twinkle flexionó y estiró los dedos de sus pies.
—De momento la pondré en el garaje. Y mañana por la mañana, cuando vaya a trabajar, aprovecharé para llevarla al vertedero.
—Ni te atrevas. —Twinkle se puso en pie, dejando que el libro resbalara sobre el agua, mientras las burbujas se deslizaban muslos abajo—. Te odio —le informó, estrechando los ojos al pronunciar la palabra «odio». Echó mano a su albornoz, que anudó con fuerza en torno a su cintura y, sin decir más palabras, se dirigió con decisión a la curvada escalera, dejando húmedas pisadas sobre el suelo de parquet.
Cuando llegó al vestíbulo, Sanjeev preguntó:
—¿Es que piensas irte de casa de esta manera?
Sanjeev sentía una palpitación en las sienes; su voz soltó un extraño bufido al hablar.
—¿Qué importa eso? ¿Qué importa cómo me vaya de casa?
—¿Dónde piensas ir a estas horas?
—Ni se te ocurra tirar esa estatua. No pienso permitirlo. —Su mascarilla, reseca, mostraba una cualidad cenicienta; el agua de su pelo se deslizaba por el pastoso contorno de sus facciones.
—Pues voy a hacerlo, para que lo sepas.
—No —dijo Twinkle con una repentina vocecilla—. La casa es de los dos. Tan mía como tuya. Y la estatua forma parte de la casa. —Ella había comenzado a temblar. Un pequeño charco de agua jabonosa se extendía junto a sus tobillos. Sanjeev fue a cerrar una ventana, temeroso de que pillara un resfriado. En ese momento advirtió que el agua que se deslizaba por su azul rostro petrificado estaba mezclada con lágrimas.
—Dios mío, Twinkle. No te lo tomes así. —Sanjeev nunca la había visto llorar antes, jamás había visto semejante tristeza en su mirada. Twinkle no volvió el rostro ni intentó refrenar las lágrimas; en vez de eso, mostraba un aspecto insospechadamente calmoso. Sus párpados se cerraron por un segundo, pálidos y desprotegidos en comparación con el azul que empastaba sus demás facciones. Sanjeev se sintió enfermo, como si hubiera comido demasiado o demasiado poco.
Twinkle se acercó a él y le rodeó el cuello con sus brazos de toalla húmeda, sollozando contra su pecho, empapándole la camiseta. La mascarilla comenzó a desmenuzarse sobre sus hombros.
Al final llegaron a un compromiso: colocarían la estatua en la parte lateral del jardín, de modo que no se pudiera ver desde la calle pero sí por quienes vinieran de visita.
El menú de la fiesta no tenía mucha complicación: habría una caja de champán y samosas encargadas en un restaurante indio de Hartford para acompañar las grandes bandejas de arroz con pollo, almendras y peladuras de naranja que Sanjeev llevaba casi todo el día preparando. Él nunca había organizado una fiesta con tantos invitados, e inquieto ante la posibilidad de que no hubiera suficiente bebida, terminó por salir a por otra caja de champán, por si las moscas. Sin embargo, el recado le costó que se quemara una de las bandejas de arroz, lo que le obligó a prepararla otra vez desde el principio. Twinkle se encargó de barrer los suelos y se ofreció para recoger las samosas; tenía cita con la manicura y el pedicuro no lejos del restaurante indio. Sanjeev tenía previsto hablarle de la posibilidad de retirar la colección que adornaba la repisa de la chimenea, siquiera por la ocasión, pero Twinkle se marchó justo cuando él estaba en la ducha. No volvió hasta pasadas tres horas, así que a Sanjeev le tocó ocuparse del resto de la limpieza. A las cinco y media, la casa estaba resplandeciente; velas aromáticas, seleccionadas por Twinkle en Hartford, iluminaban los objetos de la repisa mientras delgados palos de incienso humeaban clavados en la tierra de las macetas. Sanjeev daba un respingo cada vez que pasaba ante la repisa, anticipando el gesto incrédulo de los invitados al fijarse en los iluminados santos de cerámica, el salero y el pimentero con las efigies de la Virgen y José. Con todo, esperaba que se fijasen más en las hermosas ventanas en saliente, los relucientes suelos de parquet, la impresionante escalera curvada y los revestimientos de madera mientras bebían su champán y mojaban sus samosas en salsa chutney.
Douglas, uno de los nuevos asesores contratados por la empresa, fue el primero en llegar, acompañado de Nora, su mujer. Los dos eran altos y rubios, lucían similares gafas de montura metálica y parecidos abrigos negros y largos. Nora vestía un sombrero negro cubierto de afiladas plumas de ave que hacían juego con la conformación angulosa de su rostro. Su mano izquierda apretaba la de Douglas. En la mano derecha llevaba una botella de coñac con una cinta roja en el cuello, botella que entregó a Twinkle.
—Un jardín muy bonito, Sanjeev —observó Douglas—. Al nuestro tampoco le iría mal una pasada con el rastrillo, ¿no te parece, querida? Y tú debes ser…
—Mi mujer, Tanima.
—Pero podéis llamarme Twinkle.
—Qué nombre más curioso —comentó Nora.
Twinkle se encogió de hombros.
—Los hay peores. En Bombay vive una actriz que se llama Dimple Kapadia. Y su hermana se llama Simple.
Douglas y Nora alzaron las cejas de modo simultáneo, asintiendo con lentitud, como ajustándose a lo absurdo de los nombres[1].
—Encantados de conocerte, Twinkle.
—Por favor, tomad un poco de champán. Tenemos botellas por todas partes.
—Espero no ser demasiado indiscreto —terció Douglas—, pero es que me he fijado en la estatua del jardín. ¿Es que sois de religión cristiana? Yo creía que erais indios…
—Bien, en la India también hay cristianos —explicó Sanjeev—, pero nosotros no lo somos.
—Me encanta tu vestido —dijo Nora a Twinkle.
—Tu sombrero sí que es una monada. ¿Queréis que os enseñe la casa?
El timbre sonó una y otra vez. En lo que parecieron unos minutos, la casa se llenó de cuerpos, conversaciones y fragancias desconocidas. Las mujeres lucían tacón alto y medias, y vestidos negros de falda corta, de crepé o gasa. Todas entregaron sus regalos y abrigos a Sanjeev, quien se encargó de colgar las prendas con cuidado en las perchas del espacioso armario, por mucho que Twinkle dijera a todo el mundo que dejaran los abrigos tirados sobre los sillones de la solana. Algunas de las mujeres indias vestían saris de excelente calidad, trenzados con filigrana dorada plisada con elegancia sobre los hombros. Los hombres llevaban traje y corbata, así como after-shaves que olían a lima. Mientras la gente pasaba de una habitación a otra, los regalos se apilaban en la larga mesa de cerezo que iba de un extremo al otro del pasillo de la planta baja.
A Sanjeev le dejaba atónito que todo aquello fuera para él, para su casa y su mujer, que todos se preocuparan tanto por ellos. La única vez en su vida que había experimentado algo similar fue el día de su boda, pero esta ocasión no era exactamente igual, pues los invitados no eran parte de su familia, sino personas que le conocían a distancia y que, en cierto modo, no le debían cosa alguna. Todos le felicitaban. Lester, otro de los empleados de su empresa, le predijo un rápido ascenso a vicepresidente en menos de dos meses. Los invitados devoraban las samosas, sin dejar de hacer los oportunos comentarios favorables sobre los techos y paredes recién pintados, las plantas colgantes, las ventanas en saliente, las pinturas en seda de Jaipur. Pero quien se llevaba el grueso de los elogios era Twinkle y su salwar-kameez brocado, del color de los caquis y abierto en la espalda, así como la hilera de blancos pétalos de rosa que ornaba su cabello, y la gargantilla de perlas con un zafiro en el centro que resplandecía en su cuello. Al sonido de la febril música de jazz escogida por ella misma, los invitados se agrupaban en torno a Twinkle para reír ante sus anécdotas y observaciones mientras Sanjeev reponía las samosas, que conservaba calientes en el horno, traía cubitos de hielo para mezclar en las bebidas, abría nuevas botellas de champán —no sin cierta dificultad— y explicaba por enésima vez que no, no era cristiano. A todo eso, Twinkle se encargaba de guiarles en pequeños grupos escalera arriba y escalera abajo, a admirar el patio trasero o a aventurarse brevemente por los escalones de la bodega.
—A tus amigos les encanta el póster que tengo en el estudio —le comentó en tono triunfal, acariciándole brevemente la espina dorsal un momento que se cruzaron.
Sanjeev fue a la cocina, que estaba vacía, y aprovechó para comer un trozo de pollo con los dedos. Convencido de que nadie le miraba, comió un segundo trozo, que regó con un trago de ginebra bebido directamente de la botella.
—Una casa magnífica. Y un arroz de primera. —Sunil, de profesión anestesista, apareció en la cocina, comiendo a cucharadas del plato de papel que tenía entre manos—. ¿No tendrás más champán?
—Tu mujer está guau —añadió Prabal, entrando después de Sunil. Prabal era soltero y profesor de física en Yale. Por un momento, Sanjeev se quedó mirándolo un momento, antes de enrojecer; cierta vez, en una cena, Prabal había dicho que Sofía Loren estaba guau, como lo estaba Audrey Hepburn—. ¿No tendrá una hermana, por casualidad?
Sunil pellizcó una pasa de la bandeja de arroz.
—Y esa hermana, ¿no se llamará Little Star?
Los dos invitados se echaron a reír[2], antes de seguir rastrillando la bandeja de arroz con sus cucharas de plástico. Sanjeev bajó a la bodega, a por más botellas. Durante unos minutos hizo una pausa en los escalones, estrechando la segunda caja de champán contra su pecho, rodeado de un silencio húmedo y frío mientras el ruido de la fiesta se filtraba vigas abajo. A continuación depositó la provisión de refuerzo en la mesa del comedor.
—Sí, lo hemos encontrado todo en casa, en los sitios más inverosímiles —oyó que explicaba Twinkle en la sala de estar—. De hecho, cada día nos encontramos con otra sorpresa nueva.
—¡No!
—¡Pues sí! Aquí todos los días andamos a la caza del tesoro. Es super divertido. Dios sabe lo que acabaremos por encontrar, si me permitís un chiste malo.
Ahí empezó todo. Como en un acuerdo tácito, la fiesta entera corrió a peinar todas y cada una de las habitaciones, abriendo armarios sin pedir permiso, escudriñando bajo sillas y cojines, palpando las cortinas, quitando libros de sus estantes. La búsqueda se efectuaba por grupos que reían al cruzarse en las escaleras.
—Sanjeev y yo todavía no hemos mirado en el desván —anunció Twinkle de repente. Todos la siguieron.
—¿Cómo se sube hasta ahí?
—Hay una escalera en algún rincón del pasillo del último piso.
Resignándose, Sanjeev siguió a los invitados para señalarles el emplazamiento de la escalera, pero Twinkle ya la había encontrado por su cuenta.
—¡Eureka! —exclamó al hacerlo.
Douglas tiró de la cadena que liberaba los peldaños de la escalera. Con el rostro enrojecido, lucía el sombrero de Nora en la cabeza. Uno a uno, los invitados desaparecieron. Los hombres ayudaban a las mujeres a encajar sus frágiles tacones en los estrechos peldaños de la escalera, las mujeres indias enrollándose el extremo libre de sus saris en torno a la muñeca. Los hombres siguieron detrás, desapareciendo con rapidez, hasta que Sanjeev fue el único en quedar al pie de la escalera. Las pisadas resonaban sobre su cabeza. Él no tenía ganas de unirse a ellos. Se preguntó si el techo cedería, imaginando una avalancha de cuerpos ebrios y perfumados estrellándose sobre su cabeza. De pronto oyó un chillido, seguido de un coro creciente de risas en tono discordante. Algo cayó, algo más se estremeció. Les oyó hacer mención de un baúl. Parecían luchar por abrirlo, aporreando con fuerza su tapa.
Sanjeev pensó que quizá Twinkle recabaría su ayuda, pero eso no sucedió. Su mirada vagó por el pasillo y el rellano, por las copas de champán y las samosas medio comidas, por las servilletas cubiertas de carmín caídas en cada rincón y en cada superficie. De repente advirtió que, con las prisas, Twinkle había dejado los zapatos al pie de la escalera, sus pantuflas de cuero negro y tacón como soportes para pelotas de golf, los mismos que dejaban los dedos al descubierto y exhibían etiquetas de seda levemente gastadas allí donde descansaba el talón. Dejó los zapatos en el umbral del dormitorio principal, para que nadie los pisara accidentalmente al bajar.
Sanjeev sintió que algo crujía lentamente al abrirse. Las voces estridentes se habían convertido en un murmullo regular. Se dio cuenta de que tenía toda la casa a su disposición. La música había dejado de sonar; si ponía concentración, podía oír el zumbido del frigorífico, el susurro de las últimas hojas que poblaban los árboles del jardín, la caricia de las ramas contra el cristal de las ventanas. Con sus manos, podía plegar la escalera sobre su muelle en el techo, de forma que no pudieran bajar del desván hasta que a él no se le ocurriera tirar otra vez de la cadena de sujeción. Pensó en todas las cosas que podía hacer sin que nadie se lo impidiera. Podía tirar todas las figuritas de Twinkle a la basura y llevarlas en coche al vertedero, hacer trizas el póster del Cristo de las lágrimas y, ya puestos, hasta darle con un martillo a la Virgen María. Después podía volver a la casa desierta, tomarse una horita para limpiarla de platos y vasos, servirse una ginebra con tónica y comer un plato de arroz recalentado mientras escuchaba su nuevo disco compacto de Bach, a la vez que estudiaba las notas que permitían una mejor comprensión de la música. Sanjeev tironeó levemente de la escalera, pero ésta estaba asentada con fuerza en el suelo. Si quería plegarla, tendría que hacer un poco de fuerza.
—Por Dios, qué ganas tengo de fumar un cigarrillo —exclamó Twinkle en el piso superior.
Sanjeev sintió que se le formaba un nudo en la parte posterior del cuello. Se encontraba algo mareado. Necesitaba tumbarse un poco. Se dirigió al dormitorio, ante cuya puerta se detuvo al ver los zapatos de Twinkle. Se imaginó a su mujer calzándoselos. Pero en vez de irritarle —como le irritaba todo desde que se habían mudado a la casa—, la imagen le produjo una grata punzada de anticipación al pensar en ella tambaleándose sobre los tacones escalinata abajo, rayando levemente el parquet al caminar. La punzada se intensificó al imaginársela corriendo al baño a retocarse el lápiz de labios, corriendo luego a devolver sus abrigos a los invitados y corriendo por último a la mesa de cerezo, después que todos se hubieran ido, ansiosa de abrir los regalos allí dejados. Era la misma punzada que acostumbrara a sentir antes de casarse, después de colgar el teléfono tras haber conversado con ella o después de haberla acompañado al aeropuerto, cuando se preguntaba qué avión de los que surcaban los cielos sería el suyo.
—Sanj, no te lo vas a creer.
Twinkle apareció de repente, dándole la espalda, con las manos sobre la cabeza, con los omoplatos desnudos y empapados en sudor, sosteniendo algo que él todavía no podía ver.
—¿Ya lo tienes, Twinkle? —preguntó alguien.
—Sí. Suéltalo ya.
Sanjeev advirtió lo que sus manos sostenían: un busto de plata maciza de Cristo, de cabeza tres veces mayor que la de un ser humano. El busto exhibía nariz de patricio, magnífico cabello rizado sobre un cuello poderoso y una amplia frente que reflejaba en miniatura las puertas, paredes y pantallas de lámpara que les rodeaban. Su expresión era confiada, como si tuviera plena confianza en sus seguidores, sus rígidos labios aparecían llenos y sensuales. El busto lucía el sombrero de Nora. Al bajar Twinkle, Sanjeev puso sus manos en torno a su cintura para ayudarla en el descenso, tomando el busto de sus manos cuando puso el pie en el suelo. El busto debía de pesar casi quince kilos. Uno tras otro, los invitados comenzaron a bajar, fatigados por la cacería. Algunos se marcharon al piso de abajo, en busca de algo que beber.
Twinkle respiró con fuerza, alzó las cejas y cruzó los dedos.
—¿Te sabría muy mal que pusiéramos el busto en la repisa? ¿Sólo por esta noche? Ya sé que lo odias.
Sanjeev lo odiaba. Lo odiaba con todas sus fuerzas, su lustrosa superficie pulimentada tanto como su indudable valor. Odiaba que el busto estuviera en su casa, tanto como odiaba ser su propietario. A diferencia de las demás cosas que habían encontrado, ésta poseía dignidad, solemnidad, belleza incluso. Sin embargo, y para su sorpresa, estas cualidades no hacían sino acentuar su odio. Por encima de todas las cosas, lo odiaba porque sabía que Twinkle lo amaba.
—Mañana mismo me lo llevo al estudio —añadió ella. Te lo prometo.
Nunca lo llevaría a su estudio, lo sabía. Durante todo el tiempo que siguieran juntos, lo mantendría en el centro de la repisa, flanqueado por las demás figurillas. Cada vez que vinieran invitados, Twinkle les explicaría cómo lo había encontrado mientras ellos lo contemplarían con admiración, a la vez pendientes de sus palabras. Sanjeev contempló los pétalos de rosa aplastados sobre su pelo, la gargantilla de perlas con su zafiro en el centro, las uñas de sus dedos pintadas de un escarlata reluciente. Decidió que ésas eran algunas de las razones que habían llevado a Prabal a decidir que su mujer estaba guau. La cabeza le dolía por culpa de la ginebra, como le dolían los brazos por el peso de la estatua.
—He puesto tus zapatos en el dormitorio —declaró.
—Gracias. Pero tengo los pies hechos polvo. —Twinkle le apretó el codo brevemente y salió hacia la sala de estar.
Sanjeev apretó el enorme rostro de plata contra sus costillas, cuidando de que el sombrero de plumas no resbalara, y echó a caminar tras ella.