Eliot llevaba casi un mes visitando a la señora Sen, desde que el curso escolar empezara en septiembre. El año anterior se había ocupado de él una alumna de la universidad llamada Abby, muchacha delgada y pecosa que tenía por costumbre leer libros sin ilustraciones y se negaba a prepararle platos de carne. Antes de ella, una mujer mayor, la señora Linden, había estado recibiéndole cada tarde al volver de la escuela, bebiendo café de un termo y haciendo crucigramas mientras Eliot jugaba a solas. Abby había acabado licenciándose y marchándose a otra universidad y la señora Linden terminó por ser despedida cuando la madre de Eliot descubrió que su termo contenía más whisky que café. La señora Sen apareció en sus vidas en forma de claro anuncio a bolígrafo dispuesto en una nota adherida junto al supermercado: «Esposa de profesor, responsable y bien dispuesta, se ofrece para cuidar niños en su hogar». Por teléfono, la madre de Eliot informó a la señora Sen de que las anteriores canguros tenían por costumbre ir a casa de Eliot.
—Eliot ya tiene once años; cocina sus propios platos y cuida de sí mismo. Lo único que quiero es que haya un adulto en casa, por si se da alguna emergencia.
Sin embargo, la señora Sen no sabía conducir.
* * *
—Como puede ver, nuestra casa está limpia y es bien segura para un niño —les informó la señora Sen la primera vez que trataron con ella.
La mujer vivía en un apartamento perteneciente a la universidad y enclavado en un extremo del campus. La entrada del edificio estaba embaldosada en un poco atractivo color habano, bajo una fila de buzones marcados con cinta blanca o etiquetas adhesivas. En el apartamento, el recorrido en intersecciones de un aspirador aparecía congelado sobre la superficie de una alfombra de reluciente color pera. Los restos de otras alfombras, que casaban mal entre sí, estaban dispuestos frente al sofá y las sillas, como felpudos individuales colocados allí donde los pies de alguien pudieran tocar el suelo. Las blancas pantallas de lámpara en forma de bidón que flanqueaban el sofá seguían envueltas en el plástico del fabricante. La televisión y el teléfono estaban protegidos por retales de tela amarillenta de reborde festoneado. El té montaba humeante guardia en un cazo gris y alargado, junto a las tazas y una bandejita con galletas de mantequilla. El señor Sen, hombre bajito y robusto de ojos ligeramente protuberantes y gafas de negra montura rectangular, también montaba guardia. Cruzaba las piernas con cierta dificultad y tenía por costumbre sostener su taza con ambas manos muy cerca de la boca, incluso cuando no bebía.
Ni él ni su mujer calzaban zapatos; Eliot advirtió los diversos pares alineados en la pequeña estantería que había junto a la entrada. El matrimonio calzaba sandalias.
—El señor Sen es profesor de matemáticas en la universidad le presentó la señora Sen, como si les uniera un parentesco muy distante.
La señora Sen tenía unos treinta años de edad. Aunque exhibía un pequeño hueco entre los dientes y el rastro de la viruela en su barbilla, tenía los ojos hermosos, con cejas espesas y expresivas y un maquillaje líquido que se extendía más allá de la anchura natural de los párpados. La mujer se tocaba con un resplandeciente sari blanco estampado de tonos anaranjados que parecía más adecuado para una cita nocturna que para aquella tranquila, levemente lluviosa, tarde de agosto. Llevaba los labios pintados en un tono coralino que se había corrido algo más allá de sus límites.
Y sin embargo, Eliot pensó que era su madre, con sus pantalones cortos con pinzas color beige y sus zapatos de suela de cáñamo, quien tenía aspecto extraño. Su pelo bien corto, de un tono similar al de los pantalones, parecía demasiado soso y convencional; a la vez, sus rodillas y sus piernas depiladas, aparecían demasiado expuestas en aquella estancia donde todo estaba perfectamente cubierto. Sin aceptar las galletitas que la señora Sen insistía en ofrecerle, su madre le hizo multitud de preguntas, cuyas respuestas anotó en una libreta. ¿Había otros niños en el apartamento? ¿La señora Sen tenía experiencia en cuidar de un niño? ¿Llevaban mucho tiempo viviendo en el país? Lo que más la preocupaba era que la señora Sen no supiera conducir. La madre de Eliot estaba empleada en una oficina situada a ochenta kilómetros al norte; su padre vivía a tres mil kilómetros al oeste, según lo último que se sabía de él.
—La verdad es que le estoy dando clases de conducción —informó el señor Sen, dejando su taza sobre la mesita. Era la primera vez que abría la boca—. Según mis cálculos, la señora Sen debería conseguir el carnet hacia diciembre próximo.
—¿De veras? —La madre de Eliot anotó la información en su cuaderno.
—Sí, estoy aprendiendo —dijo la señora Sen—. Aunque me cuesta un poco. Es que en mi país tenemos conductor propio…
—¿Quiere decir un chófer?
La señora Sen fijó la mirada en su marido, quien asintió con la cabeza.
La madre de Eliot asintió a su vez, mientras su mirada vagaba por la sala.
—En su país… ¿En la India, quieren decir?
—Sí —respondió la señora Sen. La mera mención del nombre pareció liberar algo en su interior. La mujer se atusó el borde del sari, allí donde se alzaba en diagonal sobre su pecho. Sus ojos también recorrieron la sala, como si detectaran algo que los demás nunca podrían descubrir en las pantallas de lámpara, en la tetera, en las sombras congeladas sobre la alfombra—. En casa tenemos de todo.
* * *
A Eliot no le importó ir a casa de la señora Sen después del colegio. En septiembre ya hacía mucho frío en la casita junto a la playa que compartía con su madre todo el año; cuando iban de una a otra habitación, debían llevar consigo una estufa con ruedas y sellar las ventanas con láminas de plástico y un secador para el pelo. La playa, desolada, era mal sitio para jugar a solas; los únicos vecinos que seguían en el lugar pasado el Día del Trabajo eran una pareja joven y sin hijos, y Eliot ya no se divertía coleccionando rotas cáscaras de mejillón en su cubo o acariciando las algas dejadas sobre la arena como tiras de una lasaña de color esmeralda. El apartamento de la señora Sen era cálido, a veces en exceso; los radiadores no cesaban de silbar como una olla a presión. Eliot aprendió a quitarse el calzado deportivo nada más llegar a la entrada, para dejarlo en la estantería, junto a la colección de zapatillas de la señora Sen, todas de distinto color, de suela plana como el cartón y un anillo de cuero para el dedo gordo del pie.
Eliot disfrutaba de modo particular contemplando a la señora Sen mientras ésta cortaba las verduras sentada sobre periódicos viejos extendidos en el suelo de la sala de estar. En vez de un cuchillo corriente, la mujer se valía de una navaja curvada como la proa de un barco vikingo que saliera a guerrear en aguas lejanas. La hoja estaba unida en un extremo a un estrecho mango de madera. El acero, más negro que plateado, mostraba un brillo desigual y exhibía un lado en sierra, para rallar si convenía, como explicó la mujer a Eliot. Cada tarde, la señora Sen plegaba la navaja de modo que la hoja describiera cierto ángulo en relación con el mango. Sin jamás tocar el lado afilado de la hoja, la mujer cogía las verduras y las troceaba en pedacitos: coliflor, repollo, calabaza dulce. Cortaba las verduras por la mitad, en cuartos después, rebanando cogollos, dados, lonchas y tiras. A veces se sentaba con las piernas cruzadas, otras lo hacía con las piernas abiertas, siempre rodeada de un despliegue de escurridores y pequeños cuencos de agua en los que sumergía los recién cortados ingredientes.
Mientras trabajaba, tenía un ojo puesto en la televisión y el otro puesto en Eliot, sin que nunca pareciera prestar atención a su navaja. Y sin embargo, nunca permitía que Eliot se acercase mientras cortaba las verduras.
—Siéntate un momento, por favor. Dos minutos y habré terminado —decía, señalando el sofá, que siempre estaba envuelto en la misma tela verdinegra estampada con una procesión de elefantes con palanquines en el lomo. Era un ritual que tenía lugar, cada tarde, por espacio de una hora. A fin de entretener a Eliot, la señora Sen le pasaba las tiras cómicas del periódico o galletas saladas con manteca de maní, a veces un polo helado o una zanahoria esculpida con su navaja. Si la hubieran dejado, la señora Sen habría acordonado su zona de trabajo.
Una vez, sin embargo, quebró su propia norma; necesitada de más verduras y poco dispuesta a sortear la catastrófica barricada vegetal que la rodeaba, pidió a Eliot que le trajera una cosa de la cocina:
—Si no te importa, hay un cuenco de plástico, lo bastante grande para estas espinacas, en el armario junto a la nevera. Pero ve con cuidado, cariño, con mucho cuidado —le advirtió al acercarse él—. Déjalo en la mesita, gracias, ahí ya llego yo.
La señora Sen había traído su navaja de la India, donde —según parecía— todo hogar contaba con una de ellas.
—Cuando hay boda en mi familia —le explicó a Eliot un día—, o alguna gran celebración de otra clase, mi madre corre la voz para que las mujeres del barrio vengan con sus propias navajas, igualitas a ésta. Tendrías que verlas allí sentadas, en un gran círculo en el terrado de nuestro edificio, riendo y contando chismes mientras cortan cincuenta kilos de verduras en una noche. —Su perfil se cernía en ademán protector sobre su obra, un confeti de pepino, berenjena y pieles de cebolla apiladas en montón—. En noches así, no hay quien duerma, por el escándalo que montan. —La mujer hizo una pausa y contempló el pino solitario enmarcado por la ventana de la sala—. En este lugar al que me ha traído el señor Sen, muchas veces el silencio me impide pegar ojo.
Un día se sentó a arrancar la grasa amarilla y granulosa de un pollo, que luego dividió entre muslo y pechuga. Cuando astillaba los huesos con la navaja, los dorados brazaletes le bailaban en la muñeca y los antebrazos le relucían de sudor mientras respiraba pesadamente por la nariz. En un momento dado, hizo una pausa, cogió el pollo con ambas manos y miró a través de la ventana. Tiras de grasa y tendones pendían de sus dedos.
—Eliot, si ahora me pusiera a gritar con todas mis fuerzas, ¿te parece que alguien vendría a ayudarme?
—¡Señora Sen! ¿Hay algún problema?
—No. Pero me gustaría saber si alguien vendría a ayudarme.
Eliot se encogió de hombros.
—Es posible.
—En casa no hay más que hacer eso. No todo el mundo tiene teléfono. Pero basta con alzar la voz un poco, o mostrar alegría o tristeza de cualquier clase, para que el barrio entero y la mitad del barrio vecino se presente en la puerta para compartir la novedad y echar una mano en lo que haga falta.
A estas alturas, Eliot ya sabía que cuando la señora Sen se refería a su casa, quería decir la India y no el apartamento donde se sentaba a cortar verduras. Eliot pensó en su propio hogar, a sólo ocho kilómetros de allí, en la joven pareja de recién casados que de cuando en cuando le saludaban con un gesto mientras hacían jogging en la playa al atardecer. El Día del Trabajo habían organizado una fiesta. Los invitados se agolpaban en el embarcadero, comiendo y bebiendo mientras el eco de sus risas se imponía al fatigado suspiro de las olas. Eliot y su madre no estaban entre los invitados. Aunque era uno de los raros días en que su madre no trabajaba, no fueron a sitio alguno. Su madre hizo la colada y repasó los gastos de su talonario de cheques; después, con ayuda de Eliot, pasó el aspirador por el interior de su coche. Eliot había sugerido ir al túnel de lavado situado a pocos kilómetros de su casa, como hacían de vez en cuando, a fin de sentarse en el interior del coche, bien secos e impolutos, mientras el agua y el jabón se combinaban con las gigantescas cintas de lona para azotar el parabrisas, pero su madre le respondió que estaba demasiado cansada y se contentó con limpiar el auto con la manguera. Cuando, de noche ya, los invitados de la fiesta vecina se pusieron a bailar, su madre buscó el teléfono en el listín y les pidió que no hicieran tanto ruido.
—Aquí es posible que vengan a verte —dijo Eliot por fin a la señora Sen—, pero quizá sea para quejarse del ruido.
Desde donde estaba sentado en el sofá, Eliot detectaba el curioso olor de su cuerpo, mezcla de comino y naftalina, tan bien como veía la raya perfectamente delineada entre las trenzas de su pelo, sombreada con polvo de bermellón, de modo que parecía curiosamente enrojecida. Al principio Eliot se preguntaba si la señora Sen se había hecho un corte en el cuero cabelludo o si algún bicho la habría picado allí, hasta que un día la vio de pie ante el espejo del baño, aplicándose con gesto solemne y una cabeza de tachuela una capa del polvo escarlata que guardaba en un pequeño frasco de mermelada. Unos granos de polvo le cayeron sobre el puente de la nariz cuando se valió de la cabeza de tachuela para estampar un punto entre sus ojos.
—Tengo que ponerme este polvo todos los días —respondió ella a la curiosidad de Eliot—, durante todo el tiempo que siga casada con mi marido.
—O sea, ¿cómo si fuera un anillo de boda?
—Exacto, Eliot. Como un anillo de boda. Y sin el riesgo de perderlo mientras lavas los platos.
* * *
Cuando la madre de Eliot llegaba a las seis y veinte, la señora Sen ya había tenido buen cuidado de ocultar los últimos vestigios del rato pasado cortando verduras. Limpiada, enjuagada y puesta a secar, la navaja llevaba rato doblada y almacenada en lo más alto de un armario, allí donde sólo se accedía subiendo a una escalera de peldaños. Con la ayuda de Eliot, la señora Sen hacía una bola con los periódicos, en cuyo interior quedaban las semillas y peladuras. Los cuencos y escurridores se alineaban en la encimera mientras pastas y especias, medidas con meticulosidad, sazonaban los guisos que bullían al calor de los fogones. No es que se celebrara alguna cosa ni se esperara visita. Simplemente se trataba de la cena que la señora Sen preparaba para ella y su marido, como lo denotaban los dos platos y dos vasos que disponía, sin servilletas ni cubiertos, sobre la cuadrada mesa de formica situada en el extremo de la sala de estar.
Mientras hundía los periódicos en el cubo de la basura, Eliot tenía la impresión de que tanto él como la señora Sen estaban quebrando alguna norma no explicitada. Quizá el hecho se debiera a la urgencia con que la señora Sen hacía cada cosa, ya fuera medir la sal y el azúcar entre las yemas de los dedos, poner las lentejas en remojo, pasar la bayeta por todas las superficies imaginables o cerrar las puertas de los armarios con una serie de clics sucesivos. A Eliot le sobresaltaba ligeramente el encuentro con su madre, vestida con las medias transparentes y las americanas con hombreras que se ponía para el trabajo, siempre observando cada rincón del apartamento de la señora Sen. Su madre tenía por costumbre quedarse en la entrada mientras urgía a Eliot a calzarse las deportivas y coger sus cosas de una vez; sin embargo, la señora Sen no permitía que las cosas quedaran así. Cada tarde insistía en que su madre se sentara en el sofá, donde siempre le servía algún refrigerio: un vaso de reluciente yogur rosado con sirope de rosas, picadillo de carne rebozado con pasas, un cuenco de cremosa sémola de halvah.
—Es usted de lo que no hay, señora Sen. Yo siempre como muy tarde al mediodía. No tendría que molestarse.
—No es ninguna molestia. Y lo mismo vale para Eliot. Ninguna molestia en absoluto.
Su madre probaba lo servido por la señora Sen con la mirada fija en el techo, tratando de decidir la opinión que le merecía el plato. Siempre se sentaba con las rodillas muy juntas, con los zapatos de tacón que nunca se quitaba prietos sobre la alfombra color pera.
—Delicioso —concluía, dejando el plato a un lado después de un mordisco o dos. Eliot sabía que no le gustaban los sabores; ella misma se lo había dicho cierta vez en el coche. También sabía que no almorzaba nada en absoluto, pues lo primero que hacía al llegar a la casa de la playa era servirse un vaso de vino y comer pan con queso, a veces en tal cantidad que luego no tenía hambre cuando llegaba la pizza que solían pedir para cenar. Su madre se sentaba en la mesa mientras él comía, bebiendo más vino y preguntándole por las cosas que había hecho ese día, aunque al final salía al embarcadero, a fumar un cigarrillo, de modo que a Eliot le tocaba guardar las sobras de la cena en la nevera.
* * *
Cada tarde, la señora Sen aguardaba en un bosquecillo de pinos junto a la carretera principal, donde el autobús escolar dejaba a Eliot junto a dos o tres niños más que vivían en las cercanías. Eliot siempre tenía la impresión de que la señora Sen llevaba cierto tiempo esperando, como si fuera a reencontrarse con alguien a quien no había visto en años. La brisa revolvía el cabello en sus sienes, la columna de bermellón recién aplicada en la raya de su pelo. Su sari, que cambiaba cada día, se agitaba bajo el reborde de su abrigo de entretiempo a cuadros. Bellotas y orugas sembraban el cinturón de asfalto que envolvía el complejo de una docena de edificios de ladrillos, todos idénticos, situados sobre un césped común cercado por una valla de estacas. Mientras caminaban desde la parada del autobús, la señora Sen sacaba una bolsa de su bolsillo y ofrecía a Eliot los gajos pelados de una naranja o cacahuetes un punto salados, descascarillados por ella misma.
Se dirigían directamente al coche, a cuyo volante la señora Sen se ejercitaba durante los siguientes veinte minutos. El auto era un sedán de color café con leche y asientos de vinilo. Tenía una radio de onda media con botonadura cromada y, en la repisa situada a espaldas del asiento trasero, una caja de Kleenex y un rastrillo para el hielo. La señora Sen le decía a Eliot que no quería dejarle a solas en el apartamento, pero éste sabía que le quería a su lado porque el coche le daba miedo. La aterraba el rugido de la ignición, y se llevaba las manos a las orejas para no oírlo, mientras su pie enzapatillado daba más gas al motor.
—El señor Sen dice que todo irá mejor cuando me den el carnet de conducir. ¿Qué piensas tú, Eliot? ¿Te parece que todo irá mejor?
—Así podrás ir de viaje —sugirió Eliot—. Podrás ir a donde quieras.
—¿Hasta Calcuta, piensas? ¿Cuánto tiempo me llevaría ese viaje, Eliot? ¿Quince mil kilómetros, a ochenta por hora?
A Eliot no le salían las cifras. Su mirada contempló a la señora Sen acoplar el asiento del conductor, el retrovisor, las gafas de sol en su frente. La mujer ajustó el dial de la radio hasta dar con una emisora de música clásica.
—¿Es de Beethoven, esto? —preguntó en un momento dado, pronunciando la primera sílaba del nombre como «bi».
La señora Sen bajó la ventanilla de su lado y pidió a Eliot que hiciera lo mismo con la suya. Por fin, mientras su pie pisaba el freno, tras manipular el cambio de marchas automático como si fuera un gigantesco bolígrafo que perdiera tinta, salió centímetro a centímetro del lugar donde estaba aparcada. La mujer dio una vuelta completa al complejo de apartamentos, seguida de otra más.
—¿Qué tal lo hago, Eliot? ¿Te parece que me aprobarán?
La señora Sen se distraía continuamente. De pronto frenaba el coche sin avisar para escuchar alguna cosa en la radio, o para observar mejor a alguien o alguna cosa por el camino. Cuando se cruzaba con una persona, la saludaba con la mano. Si veía un pájaro plantado en el asfalto a seis metros del coche, hacía sonar el claxon con el dedo índice y aguardaba a que el pájaro saliera volando. En la India, comentó, el asiento del conductor estaba a la derecha, y no a la izquierda. A poca velocidad, pasaron junto a los columpios, la caseta de lavandería, los cubos de basura color verde oscuro, las filas de coches aparcados. Cada vez que se acercaban al bosquecillo de pinos que delimitaba la intersección entre el camino de asfalto y la carretera, la señora Sen inclinaba el cuerpo hacia adelante, echando todo su peso sobre el freno mientras los coches cruzaban a toda velocidad frente al parabrisas. La carretera era estrecha, dividida por una raya continua de color amarillo, con un carril en cada dirección.
—Es imposible, Eliot. ¿Cómo voy a pasar?
—Tiene que esperar hasta que no venga ningún coche.
—Pero a nadie se le ocurre reducir la velocidad…
—Ahora mismo no viene nadie.
—¿Cómo que no viene nadie? ¿Y ese coche a la derecha? Y, mira, hay un camión detrás. Además, el señor Sen no me deja pasar a la carretera principal si él no está conmigo.
—Tiene que girar y acelerar al momento —explicó Eliot. Así lo hacía su madre, sin pensar. Parecía tan fácil cuando estaba sentado junto a su madre, deslizándose en la tarde, de regreso a la casita en la playa. A su lado, la carretera no era más que una carretera, y los coches simplemente formaban parte del paisaje. Sin embargo, sentado junto a la señora Sen, bajo un sol de otoño que relucía sin calidez entre los árboles, advertía que la misma procesión de coches provocaba que sus nudillos empalidecieran, que le temblaran las muñecas y que su inglés se tornara inseguro.
—Todo el mundo, estas gentes, es que van como locos.
* * *
Eliot aprendió que había dos cosas que alegraban a la señora Sen. La primera era la llegada de una carta de su familia.
La mujer tenía por costumbre revisar el buzón después de sus prácticas de conducción. Abría el buzón para después pedirle a Eliot que mirara en su interior, diciéndole lo que tenía que buscar, momento en que cerraba los ojos, cubriéndolos entre sus manos, mientras Eliot rebuscaba entre los recibos y publicaciones dirigidos al señor Sen. Al principio, a Eliot le resultaba incomprensible la ansiedad de la señora Sen; su madre tenía un apartado de correos en la ciudad, que visitaba de modo tan infrecuente que una vez les cortaron la electricidad durante tres días. Tuvo que pasar varias semanas en compañía de la señora Sen antes de que Eliot por fin diera con un aerograma de textura granulada y rebosante de sellos en los que aparecía un hombre calvo ante una rueca, ennegrecido por un sinfín de estampillados.
—¿Es esto lo que buscaba, señora Sen?
Por primera vez, la mujer le abrazó, estrechando su cabeza contra el sari, envolviéndole con su aroma a comino y naftalina. A continuación, le arrancó la carta de las manos.
Nada más entrar en el apartamento, la mujer se descalzó de cualquier modo, se quitó un pasador del pelo y rasgó la parte superior y los lados del aerograma con tres rápidos giros de la muñeca. Sus ojos iban de aquí para allí mientras leía. Nada más terminar, apartó la tela que cubría el teléfono, marcó un número y preguntó:
—Sí, ¿está el señor Sen, por favor? De parte de la señora Sen. Es importante.
A continuación la mujer habló en su propio idioma, fulgurante y absurdo a oídos de Eliot; estaba claro que leía el texto de la carta línea por línea. Al leer, su voz parecía más alta y ligeramente desafinada. Aunque la tenía a pocos centímetros de él, Eliot intuyó que la señora Sen ya no se encontraba en aquella estancia cubierta por la alfombra color de pera.
Después, y de forma imprevista, el apartamento se tornó demasiado pequeño para permanecer encerrada entre cuatro paredes. Tras cruzar la carretera principal, caminaron la escasa distancia que les separaba del cuadrángulo de la universidad, donde las campanas del torreón de piedra resonaban a cada hora. Entraron en la cafetería de la asociación de alumnos, donde cogieron dos bandejas frente al mostrador, y comieron patatas fritas servidas en sendos barquichuelos de cartón entre los alumnos que charlaban en las mesas circulares. Eliot bebía un refresco en un vaso de papel mientras la señora Sen maceraba una bolsita de té en azúcar y crema de leche. Después de comer, exploraron el Departamento de Bellas Artes, mirando las esculturas y pantallas de seda alineadas en unos pasillos más bien fríos que olían intensamente a pintura y arcilla frescas. Luego pasaron junto al Departamento de Matemáticas, donde el señor Sen daba clase.
Terminaron por llegar a la ruidosa ala impregnada de olor a cloro del gimnasio, donde, a través de un gran ventanal ubicado en el cuarto piso, contemplaron a los nadadores que recorrían las calles de unas destelleantes piscinas color turquesa. La señora Sen sacó de su bolso el aerograma de la India y estudió el anverso y el reverso del sobre. Desplegó el sobre y volvió a leer para sí, emitiendo algún suspiro ocasional. Cuando terminó, su mirada se fijó en los nadadores durante un rato.
—Mi hermana ha tenido una niña. Cuando la vea por primera vez, y eso depende de si el señor Sen se convierte en profesor titular, la pequeña tendrá ya tres años. Su propia tía le parecerá una extraña. Si nos encontráramos en el asiento de un tren, no sería capaz de reconocer mi cara. —La mujer devolvió la carta a un bolsillo y puso su mano en la cabeza del niño—. Eliot, ¿echas en falta a tu madre estas tardes que pasas conmigo?
Era algo en lo que Eliot no había pensado jamás.
—Seguro que la echas de menos. Cuando pienso en ti, un chico separado de su madre durante tan gran parte del día, me da vergüenza.
—Pero si la veo por las noches…
—Cuando yo tenía tu edad, nunca se me ocurrió pensar que algún día estaría tan lejos. A tus años, tú lo tienes más claro, Eliot. Ya sabes cómo pueden ser las cosas en el futuro.
* * *
La otra cosa que hacía feliz a la señora Sen era el pescado fresco. Siempre quería un pescado entero, nada de marisco o filetes como los que su madre hiciera a la parrilla cierta vez que invitó a cenar a un compañero de oficina, un hombre que pasó la noche en el dormitorio de su madre, pero a quien Eliot no volvió a ver jamás. Una tarde, cuando la madre de Eliot se presentó a recogerle, la señora Sen le sirvió una croqueta de atún, no sin explicar que en realidad debía prepararse a base de un pescado llamado bhetki.
—Es bastante frustrante —se disculpó la señora Sen, haciendo énfasis en la segunda sílaba de la palabra— que vivamos tan cerca del mar y que haya tan poco pescado.
En verano, añadió, le gustaba acercarse a un mercado que había junto a la playa. Aunque explicó que el pescado de por aquí era bastante más insípido que el de la India, por lo menos era fresco. Ahora que llegaba el frío, los barcos ya no salían con regularidad, y a veces no se podía comprar pescado durante semanas enteras.
—¿Por qué no va al supermercado? —preguntó su madre.
La señora Sen denegó con la cabeza.
—En el supermercado todo está en lata, ¡montones de latas!, buenas para dar de comer al gato, pero yo lo que quiero es pescado fresco por piezas, y de eso nunca hay.
La señora Sen explicó que de niña comía pescado dos veces al día. Como apuntó, en Calcuta, la gente comía pescado para desayunar y cenar. Con un poco de suerte, también comían un poco de pescado para merendar después de la escuela. Se comían la cola, las huevas, la cabeza incluso. Uno podía comprar pescado en cualquier mercado, a cualquier hora del día, del amanecer a la medianoche.
—Todo lo que hay que hacer es salir de casa y caminar un poco; uno encuentra pescado al momento.
Cada pocos días, la mujer abría las páginas amarillas, marcaba un número apuntado en un margen de la página y preguntaba si había llegado algo de pescado fresco. Si era así, pedía que se lo reservasen.
—Sí, Sen, S como en Sam, N como en Nueva York. El señor Sen pasará a recogerlo.
A continuación, llamaba al señor Sen a la universidad. El señor Sen llegaba pocos minutos después, momento en que acariciaba la cabeza de Eliot pero no besaba a su esposa. Leía su correo en la mesa de formica y bebía una taza de té antes de volver a salir. Volvía media hora más tarde, armado con una bolsa de papel en la que había dibujada la efigie de una langosta sonriente, y entregaba la bolsa a la señora Sen antes de salir otra vez para la universidad, a dar su clase vespertina. Un día, el señor Sen entregó la bolsa a su mujer y anunció:
—Se acabó el pescado por un tiempo. Mejor que vayas cocinando el pollo del frigorífico. Tendré que pasar más horas en la facultad.
Durante los días siguientes, en vez de llamar al pescadero, la señora Sen se dedicó a descongelar patas de pollo en el fregadero, que después troceaba con la navaja. Sin embargo, a la semana siguiente, el pescadero telefoneó a la señora Sen. Según le dijo, imaginaba que ella querría algo de pescado y prometía reservárselo hasta el final del día. La señora Sen se puso muy contenta.
—Qué señor más amable, Eliot. Dice que ha mirado mi número en la guía de teléfonos y que sólo hay un apellido Sen. ¿Tú sabes cuántos Sen hay en el listín de Calcuta?
La mujer dijo a Eliot que se pusiera las deportivas y la cazadora, y llamó al señor Sen a la universidad. Eliot se anudó los cordones de las deportivas junto a la estantería de la entrada y aguardó a que la señora Sen viniera a escoger alguno de sus pares de zapatillas. Al cabo de unos minutos, Eliot la llamó por su nombre. Como la mujer no respondiera, Eliot se desanudó las deportivas y volvió a la sala de estar, donde la encontró tendida en el sofá, llorando. Se apretaba el rostro con las manos; las lágrimas se le escurrían entre los dedos. Con la voz quebrada por el llanto, murmuró que el señor Sen estaba de reunión. Lentamente, se puso en pie y volvió a disponer la tela sobre el teléfono. Eliot la siguió, pisando por primera vez la alfombra color de pera con sus zapatillas. La mujer fijó su mirada en él. Sus párpados inferiores estaban hinchados como delgadas crestas rosadas.
—Dime, Eliot. ¿Es tanto lo que pido?
Antes de que él pudiera responder, la mujer tomó su mano y le llevó al dormitorio, cuya puerta normalmente mantenía cerrada. Además de la cama, que no tenía cabecera, en la habitación no había más que una mesita de noche con un teléfono, una tabla de planchar y una cómoda. La mujer abrió los cajones de la cómoda y la puerta del armario empotrado, atestado de saris de cada color y textura imaginables, brocados en hilo de oro y plata. Algunos eran transparentes, tan delgados como el papel de seda, otros eran recios como cortinas, con borlas en sus extremos. En el armario, colgaban de las perchas; en la cómoda, estaban doblados con cuidado o arrollados como espesos pergaminos. La señora Sen abría y cerraba los cajones, de forma que los saris asomaban al exterior.
—¿Cuándo me he puesto éste? ¿Y éste? ¿Y éste?
La mujer arrojó por los aires un sari tras otro, antes de ensañarse con los guardados en las perchas. De modo indefectible, todos acababan arrugados como sábanas sobre la cama. El dormitorio estaba impregnado de un intenso olor a naftalina.
—Que mande fotos, me escriben. Que mande fotos de mi nueva vida. ¿Qué fotos quieren que les mande. —Exhausta, la mujer se sentó en el borde de la cama, donde los saris apenas dejaban espacio para ello—. Eliot, ellos piensan que aquí vivo como una reina. —Su mirada vagó por las vacías paredes de la habitación—. Piensan que aprieto un botón y la casa se limpia sola. Piensan que vivo en un palacio.
El teléfono sonó. La señora Sen dejó que sonara varias veces antes de echar mano al supletorio que había junto a la cama. Durante la conversación que siguió, no hizo más que responder con monosílabos mientras se secaba el rostro con la punta de un sari. Cuando colgó el aparato, devolvió los saris a sus cajones, sin doblarlos. A continuación, Eliot y ella se calzaron y caminaron hasta el coche, donde aguardaron la llegada del señor Sen.
—¿Cómo es que hoy no conduces? —preguntó el señor Sen cuando apareció, repiqueteando con los nudillos sobre la capota del vehículo. Cuando Eliot estaba presente, el señor y la señora Sen siempre conversaban en inglés.
—Hoy no. Otro día.
—¿Cómo quieres sacarte el carnet si te niegas a conducir por la carretera, donde van los demás coches?
—Es que Eliot ha venido hoy.
—Como todos los días. Es por tu propio bien. Eliot, dile a la señora Sen que es por su propio bien.
Ella se negó en redondo a conducir.
Avanzaron en silencio, por las mismas carreteras que Eliot y su madre tomaban cada tarde de camino a la casita de la playa. Sin embargo, desde el asiento trasero del auto del señor y la señora Sen, el viaje resultaba poco familiar y más lento que de costumbre. Las gaviotas, cuyos gritos tediosos le despertaban cada mañana, ahora le resultaban fascinantes cuando aleteaban y se lanzaban en picado desde el cielo. Pasaron por una playa tras otra, y por los puestecillos, ahora cerrados, que en verano vendían limonada helada y grandes almejas del tipo quahogs. Tan sólo un puesto estaba abierto. Era la pescadería.
La señora Sen abrió su portezuela y volvió el rostro hacia su marido, que aún no se había desabrochado el cinturón de seguridad.
—¿No sales?
El señor Sen le pasó unos billetes de su cartera.
—Tengo reunión en veinte minutos —declaró, fijando la mirada en la guantera—. Date prisa, por favor.
Eliot acompañó a la mujer al interior del húmedo puestecillo, cuyas paredes aparecían ornadas de redes, boyas y estrellas de mar. Un grupo de turistas cámara en ristre se agrupaban junto al mostrador, algunos ocupados en probar las almejas rellenas, otros señalando un gran cartel en la pared donde se describían cincuenta especies distintas de pescado existentes en el Atlántico Norte. La señora Sen tomó un número de la máquina expendedora que había junto al mostrador y aguardó su turno. Eliot se acercó a las langostas, que se agitaban las unas sobre las otras en su tanque de agua viscosa, con las pinzas prendidas por amarillentas gomas elásticas. Cuando a la señora Sen le llegó el turno, la vio bromear con un hombre de reluciente rostro enrojecido, ataviado con un delantal negro de caucho. El hombre tenía una caballa cogida de la cola en cada mano.
—¿Está seguro de que son bien frescas?
—Más frescas, y se ponen a hablar.
La aguja de la balanza se estremeció hasta señalar su veredicto.
—¿Quiere que se las limpie, señora Sen?
La mujer asintió con la cabeza.
—Y guárdeme las cabezas, por favor.
—¿Es que tiene gatos en casa?
—No tengo gatos. Sólo tengo a mi marido.
Después, en el apartamento, la señora Sen sacó la navaja del armario, extendió unos periódicos en el suelo e inspeccionó el botín recién obtenido. Uno a uno, la mujer sacó los pescados de su envoltorio de papel, arrugado y salpicado de sangre. Acarició las colas, tanteó los vientres y abrió levemente la carne destripada. Con un par de tijeras, recortó las colas. Después puso un dedo bajo las branquias, cuyo intenso color rojo tornaba en pálido su bermellón. La señora Sen cogió el cuerpo, surcado a cada extremo por vetas negras como la tinta, que marcó a intervalos con su navaja.
—¿Para qué hace eso? —preguntó Eliot.
—Para ver cuántos trozos debo cortar. Unos buenos cortes, y de este pescado me salen tres comidas.
* * *
En noviembre, durante varios días, la señora Sen no quiso practicar con el coche. La navaja no salió del armario, los periódicos dejaron de cubrir el suelo. No llamó a la pescadería ni descongeló más pollo. Sin decir palabra, ahora preparaba galletas saladas con mantequilla para Eliot y se sentaba a leer los viejos aerogramas que guardaba en una caja de zapatos. Cuando llegaba el momento de que Eliot se marchara, le daba sus cosas sin invitar a su madre a comer algo en el sofá. Cuando, con el tiempo, su madre le preguntó si había advertido algún cambio en la actitud de la señora Sen en los últimos tiempos, Eliot le dijo que no. No le dijo que la señora Sen se paseaba por el apartamento fijando la mirada en las pantallas de lámpara envueltas en plástico como si las viera por primera vez. No le dijo que conectaba el televisor pero nunca lo miraba ni que se preparaba un té que después se enfriaba sobre la mesita. Un día, la señora Sen puso una cinta de algo que llamó una raga; sonaba como si alguien tocara las cuerdas de un violín a altibajos muy rápidos o muy lentos. Según le explicó la mujer, se trataba de una música que debía ser oída a última hora de la tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse. Mientras sonaba la música, durante casi una hora, la señora Sen permaneció sentada en el sofá con los ojos cerrados. Después dijo:
—Esta música es aún más triste que vuestro Beethoven, ¿a que sí?
Otro día puso una cinta en la que se oía a gente hablando en su lengua, un recuerdo de su familia, según explicó a Eliot. Cada vez que una nueva voz reía y decía algo, la señora Sen identificaba al hablante: «Mi tío más joven», «Mi prima», «Mi padre», «Mi abuelo».
Uno de ellos cantaba una canción. Otro recitaba un poema. La última voz del casete correspondía a la madre de la señora Sen. Era una voz más tranquila y de tono más serio que las demás. A cada nueva frase hacía una pausa, momento en que la señora Sen traducía para Eliot:
—El precio de la carne de cabra ha subido dos rupias. Los mangos del mercado no salen muy dulces este año. Hemos tenido inundaciones en College Street. —La mujer paró la cinta—. Son cosas que me dijeron el mismo día que me marché de la India.
Al día siguiente, la señora Sen volvió a poner el mismo casete. Esta vez, sin embargo, paró la cinta cuando ésta llegó a la voz de su abuelo. La mujer le explicó a Eliot que ese fin de semana había recibido carta de la India. Su abuelo había muerto.
* * *
Una semana después, la señora Sen volvió a cocinar. Un día que estaba sentada cortando repollos en la sala de estar, el señor Sen llamó para invitarles a ir a la playa. Dada la ocasión, la señora Sen se puso un sari rojo a juego con su lápiz de labios. Después, se aplicó una nueva capa de bermellón en la raya del pelo y se volvió a hacer las trenzas. Se anudó una bufanda bajo la barbilla y metió una pequeña cámara fotográfica en el bolso. Cuando el señor Sen se sentó en el coche, puso su brazo sobre el asiento delantero, como si quisiera rodear a la señora Sen por los hombros.
—Me parece que ya hace demasiado frío para ese abrigo que llevas —le comentó—. Haremos bien en comprarte uno más grueso.
En la pescadería compraron caballa, butterfish y lubina. Esta vez, el señor Sen entró en la pescadería con ellos y se ocupó de preguntar si el pescado era fresco y de decir que lo cortaran de esta o aquella manera. Compraron tanto pescado que Eliot tuvo que cargar con una de las bolsas. Tras dejar las bolsas en el maletero, el señor Sen dijo que tenía hambre. La señora Sen dijo que ella también, así que cruzaron la calle y se acercaron a un restaurante que todavía tenía abierta la ventanilla de los platos para llevar. Sentados en una mesa de picnic, dieron buena cuenta de sendas cestas de fritura de almeja. La señora Sen sazonó la suya con abundante tabasco y pimienta negra.
—Parecen pakoras, ¿a que sí?
Ella tenía el rostro enrojecido, el lápiz de labios corrido, y reía a cada nueva frase del señor Sen.
Había una pequeña playa junto al restaurante, así que después de comer pasearon un rato junto a la orilla. El viento era tan fuerte que casi obligaba a caminar de espaldas. La señora Sen señaló al agua y dijo que había momentos en que las olas parecían saris puestos a secar en la cuerda de tender.
—¡Imposible! —exclamó entre risas, volviendo el rostro—. No puedo andar.
En vez de seguir caminando, la mujer aprovechó para fotografiar a Eliot y al señor Sen sobre la arena.
—Ahora, haznos tú una foto —pidió al señor Sen, entregándole la cámara y estrechando a Eliot contra su abrigo de cuadros. Por fin, la cámara pasó a manos de Eliot.
—No te muevas al hacer la foto —advirtió el señor Sen.
Eliot escudriñó por el diminuto visor, a la espera de que el señor y la señora Sen se acercaran más el uno al otro, cosa que no hicieron. Tampoco se cogieron de la mano o pasaron el brazo por la cintura del otro. Ambos sonreían con la boca cerrada, guiñando sus ojos al viento, el sari rojo de la señora Sen flameando al viento bajo su abrigo.
En el coche, cálidos al fin y exhaustos por el viento y la fritura de almejas, admiraron las dunas de la playa, los barcos que se veían a lo lejos, la silueta del faro, el cielo de un púrpura tono melocotón. Al cabo de un rato, el señor Sen redujo la marcha y detuvo el auto en la cuneta.
—¿Qué sucede? —preguntó la señora Sen.
—Hoy nos vas a conducir a casa.
—Hoy no.
—Hoy sí. —El señor Sen salió del coche y abrió la portezuela del lado de su mujer. Un viento feroz irrumpió en el interior del vehículo, acompañado por el rugir de las olas en la orilla. Por fin, ella se pasó al asiento del conductor, donde empleó largo rato en ajustarse el sari y las gafas de sol. Eliot volvió el rostro y miró por la luna trasera. La carretera estaba desierta. La señora Sen conectó la radio; una música de violín inundó el interior del vehículo.
—No hace falta —dijo el señor Sen, desconectando la radio.
—Me ayuda a concentrarme —respondió la señora Sen, volviendo a conectarla.
—Pon el intermitente —ordenó el señor Sen.
—Ya sé lo que tengo que hacer.
Durante kilómetro y medio, la mujer condujo sin problema, aunque bastante más pausadamente que los coches que la adelantaban. Sin embargo, al acercarse a la ciudad, cuando aparecieron los primeros semáforos, todavía redujo más la marcha.
—Cambia de carril —indicó el señor Sen—. En la rotonda tendrás que girar a la izquierda.
La señora Sen no cambió de carril.
—Te digo que cambies de carril. —El señor Sen apagó la radio—. ¿Me escuchas, o no?
Un coche hizo sonar el claxon, luego otro más. La señora Sen respondió con otro bocinazo desafiante, frenó y, sin avisar, se desvió a la cuneta.
—Ya está bien —dijo, apoyando la frente sobre el volante—. Lo odio. Odio conducir. No puedo seguir.
* * *
Después de ese día, la señora Sen ya no volvió a conducir. La siguiente vez que la telefonearon de la pescadería, no llamó al señor Sen a su despacho. Tenía pensado probar otra cosa. Había un autobús municipal que cada hora efectuaba el trayecto de la universidad a la playa. Una vez dejada atrás la universidad, el autobús hacía dos paradas, primero en un asilo de ancianos y después en una plaza comercial sin nombre en la que había una librería, una tienda de zapatos, una farmacia, una tienda de animales domésticos y una tienda de discos. En los bancos del pórtico, las ancianas del asilo se sentaban por parejas a comer dulces, ataviadas con abrigos de gran botonadura que les llegaban por las rodillas.
—Eliot —preguntó la señora Sen mientras iban en el autobús—, cuando tu madre sea mayor, ¿la meterás en un asilo?
—Es posible —respondió él—. Pero iré a visitarla todos los días.
—Eso dices ahora, pero ya verás, cuando seas mayor, la vida te parecerá muy distinta. —La mujer contó con los dedos—. Entonces tendrás mujer e hijos, y querrán que les lleves a este sitio y a aquel otro. Por muy buenos que sean, llegará el día en que se quejarán de visitar a tu madre, y tú mismo te cansarás de eso. Un día dejarás de ir, y al siguiente también, y al final la pobre tendrá que arrastrarse en autobús para comprar una simple bolsa de caramelos.
En la pescadería, las bandejas de hielo estaban casi vacías, igual que el tanque de las langostas, donde las manchas de óxido resultaban visibles a través del agua. Un cartel indicaba que la pescadería cerraría todo el invierno a partir de fin de mes. Tan sólo había una persona tras el mostrador, un muchacho que no reconoció a la señora Sen cuando le entregó una bolsa reservada a su nombre.
—¿Está limpio? ¿Le han quitado las escamas? —preguntó la señora Sen.
El muchacho se encogió de hombros.
—El jefe se ha marchado hace rato. Sólo me dijo que le entregara esta bolsa.
En el aparcamiento, la señora Sen consultó el horario de autobuses. Les quedaban cuarenta y cinco minutos de espera, así que cruzaron la calle y compraron fritura de almejas en el mismo establecimiento de la otra vez. Sin embargo, ya no había sitio donde sentarse. Sobre las mesas de picnic, las banquetas aparecían ligadas con cadenas.
De regreso a casa, una anciana sentada en el autobús no dejó de observarles. Sus ojos iban de la señora Sen a Eliot, a la bolsa manchada de sangre que tenían entre los pies. La anciana vestía un abrigo negro; sus manos arrugadas e incoloras apretaban una reluciente bolsa de farmacia sobre su regazo. Los otros dos únicos pasajeros eran una pareja de alumnos de la universidad, chico y chica, que vestían jerseys deportivos a juego y tenían los dedos entrelazados en el asiento trasero, donde se sentaban con descuido. Sin decir palabra, Eliot y la señora Sen comieron los restos de fritura que quedaban en la bolsa. Ella se había olvidado de coger servilletas; restos de fritura puntuaban las comisuras de sus labios. Cuando llegaron al asilo, la mujer del abrigo negro se levantó, dijo alguna cosa al conductor y bajó del autobús.
El conductor volvió el rostro y examinó a la señora Sen.
—¿Qué es lo que lleva en la bolsa?
La señora Sen alzó la mirada con sorpresa.
—¿Habla usted inglés?
El autobús se puso en marcha otra vez. El conductor ahora les miraba por el gran espejo retrovisor.
—Sí que lo hablo.
—¿Pues qué lleva en esa bolsa?
—Pescado —contestó la señora Sen.
—Me temo que el olor molesta a los demás pasajeros. Chico, ¿por qué no abres un poco la ventana, o lo que sea?
* * *
Una tarde, varios días después, el teléfono sonó. Los barcos habían traído un fletán de lo más sabroso. ¿La señora Sen querría probarlo? La mujer llamó a su marido, pero no lo encontró en el despacho. Volvió a llamarle una segunda vez, y una tercera. Por fin fue a la cocina y volvió a la sala de estar con la navaja, una berenjena y varios periódicos. Sin que ella tuviera que decirle nada, Eliot ocupó su lugar en el sofá y la contempló rebanar la berenjena, que troceó en tiras largas y delgadas, después en dados cada vez menores hasta ser del tamaño de terrones de azúcar.
—Voy a hacer un guiso estupendo con dados de berenjena, pescado y plátano verde —anunció ella—. Aunque me temo que no tenemos plátano verde.
—¿Vamos a ir a por el pescado?
—Vamos a ir a por el pescado.
—¿Nos llevará el señor Sen?
—Ponte los zapatos.
Salieron del apartamento sin haber limpiado el comedor. En la calle hacía tanto frío que Eliot lo sentía en la misma raíz de los dientes. Subieron al coche y la señora Sen dio varias vueltas por el caminillo de la urbanización. Cada vez se detenía junto al bosquecillo de pinos para observar el tráfico de la carretera principal. Eliot pensaba que simplemente hacía prácticas, a la espera de que llegase el señor Sen. Pero entonces puso el intermitente y salió a la carretera.
El accidente tuvo lugar poco después. Cosa de un kilómetro y medio más allá, la señora Sen giró a la izquierda antes de lo indicado, y aunque el coche que venía de frente se las arregló para esquivarla, el sonido del claxon la sobresaltó de tal modo que perdió el control del volante y se estrelló contra un poste de teléfonos en la acera opuesta. Cuando llegó un policía y le pidió el carnet, la señora Sen no tenía ninguno que mostrarle.
—El señor Sen es profesor de matemáticas en la universidad —fue toda su explicación.
Los daños fueron leves. La señora Sen se cortó el labio. Eliot se quejó durante poco tiempo de un dolor en las costillas, y el parachoques del auto tuvo que ser nivelado. El policía creyó que la mujer también se había hecho un corte en el cuero cabelludo, pero sólo se trataba del bermellón. Cuando el señor Sen hizo acto de presencia, en el coche de un colega de la universidad, habló largamente con el policía mientras rellenaba un impreso. Sin embargo, luego no dijo nada a su mujer cuando volvieron en coche a casa. Al salir del auto, el señor Sen acarició la cabeza de Eliot.
—El policía dijo que tuviste mucha suerte. Mucha suerte de salir sin un rasguño.
Tras quitarse las zapatillas y ponerlas en la estantería, la señora Sen devolvió a su lugar la navaja que seguía en el piso de la sala de estar y tiró a la basura los restos de berenjena y los periódicos viejos. Preparó un plato de galletas saladas con manteca de maní, lo dejó sobre la mesita y conectó la televisión para Eliot.
—Si luego tiene más hambre, dale un polo de los que hay en una caja en el frigorífico —instruyó al señor Sen, que estaba sentado a la mesa de formica, revisando el correo.
Dicho esto, la señora Sen se metió en el dormitorio y cerró la puerta. Cuando la madre de Eliot se presentó a las seis menos cuarto, el señor Sen le contó el accidente con detalle y le ofreció un talón en el que le devolvía el pago acordado para el mes de noviembre. Mientras firmaba el talón, le pidió disculpas en nombre de su mujer. Según dijo, ella estaba descansando, pero Eliot la había oído llorar cuando fue al baño poco antes. Su madre se dio por satisfecha con la compensación, y, en cierta forma, según confesó a Eliot de camino a casa, se sintió aliviada. Aquella fue la última tarde que Eliot pasó con la señora Sen, o con cualquier otra canguro. A partir de ese día su madre le dio una llave, que llevaba prendida de un cordel en torno al cuello, con instrucciones de volver a la casita de la playa al salir de clase y llamar a los vecinos en caso de emergencia. El primer día, justo cuando se estaba quitando el chaquetón, el teléfono sonó. Era su madre, que le llamaba de la oficina.
—Ahora ya eres un chico mayor, Eliot —le saludó—. ¿Estás bien?
Eliot miró por la ventana de la cocina, las olas grisáceas que se alejaban de la orilla, y respondió que estaba bien.