Era la peor pesadilla que podía tener una esposa. Después de nueve años de matrimonio, explicó Laxmi a Miranda, el marido de su prima se había enamorado de otra mujer. La había conocido en un vuelo de Delhi a Montreal y, en vez de seguir el camino hacia su hogar, mujer e hijos, lo que hizo fue bajarse con ella en Heathrow. Después llamó a su mujer para informarla de que había trabado una relación que había cambiado su vida y que necesitaba tiempo para ver las cosas con perspectiva. Desde ese día, la prima de Laxmi guardaba cama.
—Y no la culpo por eso —añadió Laxmi, sirviéndose más galletitas picantes, de las que mascaba todo el día y que a Miranda le recordaban un polvoriento cereal anaranjado—. Puedes imaginar. La chica es inglesa y tiene la mitad de años que él. —Laxmi era apenas unos años mayor que Miranda, pero ya estaba casada y tenía una fotografía de su marido y ella sentados en un banco de piedra blanca ante el Taj Mahal adherida en el tabique de su cubículo, adyacente al de Miranda. Laxmi había pasado más de una hora al teléfono, tratando de consolar a su prima. Nadie se había dado cuenta. Ambas trabajaban en una emisora pública de radio, en el departamento encargado de captar fondos adicionales para la emisora, y estaban rodeadas de empleados que se pasaban el día al teléfono insistiendo en obtener un compromiso de otras personas.
—Yo lo siento por el chico —prosiguió Laxmi—. El pobre lleva días sin salir de casa. Mi prima dice que no tiene fuerzas ni para llevarle a la escuela.
—La cosa suena fatal —comentó Miranda.
En general, las conversaciones al teléfono de Laxmi —habitualmente dedicadas a instruir a su marido sobre qué preparar para la cena— distraían a Miranda mientras tecleaba cartas a los asociados de la emisora, invitándoles a incrementar su cuota anual a cambio de un bolso o un paraguas. A través del tabique que separaba sus escritorios, oía perfectamente a Laxmi, cuyas frases aparecían punteadas en ocasiones por esta o aquella palabra india. Pero esa tarde Miranda no le había prestado demasiada atención. Ella misma había estado hablando por teléfono, con Dev, para decidir dónde se encontrarían esa noche.
—La verdad es que al chico tampoco le pasará nada por quedarse en casa unos días. —Laxmi comió más galletas saladas, antes de devolver el paquete al cajón—. El chico es medio niño prodigio. Con una madre punjabí y un padre bengalí, en la escuela aprende inglés y francés, así que ya habla cuatro idiomas. Si no me equivoco, en la escuela le han puesto dos cursos por delante.
Dev también era bengalí. Al principio Miranda creía que el adjetivo denotaba su religión. Pero entonces él le señaló la región en la India, en un mapa que venía en un número de The Economist. Dev le había traído la revista expresamente al apartamento, pues Miranda carecía de atlas o libros con mapas. Él señaló su ciudad natal y la ciudad natal de su padre. Una de las ciudades estaba en recuadro, a fin de atraer la atención del lector. Cuando Miranda preguntó por el significado del recuadro, él plegó la publicación en un rollo y respondió, acariciando juguetonamente sus cabellos:
—No es nada que te pueda interesar.
Antes de salir, Dev tiró la revista a la basura, junto con las colillas de los tres cigarrillos que siempre fumaba durante sus visitas. Sin embargo, tras ver cómo su coche se perdía Commonwealth Avenue abajo, de vuelta a la casa en las afueras que compartía con su mujer, Miranda recuperó la revista, cuya cubierta limpió de ceniza y cuyo lomo desenrolló en sentido inverso, a fin de aplanarlo. Miranda se metió en la cama, que seguía deshecha después de hacer el amor, y estudió las fronteras de Bengala. En su parte inferior se extendía una bahía; arriba había montañas. El mapa tenía que ver con un artículo dedicado a cierto Banco Gramin. Miranda pasó la página, esperando hallar alguna imagen de la ciudad natal de Dev, pero todo cuanto encontró fueron gráficos y estadísticas. Con todo, siguió mirando los diagramas, sin dejar de pensar en Dev, en cómo, tan sólo quince minutos antes, había encajado los pies de ella sobre sus hombros, de forma que las rodillas se le apretaban sobre los pechos mientras él le decía que no podía vivir sin verla.
Miranda le había conocido una semana antes en Filene’s. Ella había acudido a la hora del almuerzo para comprar unos panties que estaban de rebaja en el sótano. Después subió las escaleras mecánicas hasta la sección de cosmética, donde cremas y jabones aparecían expuestos con empaque de joyería y las sombras de ojos y los polvos de tocador relucían como mariposas alineadas tras su cristal protector. Aunque Miranda jamás había adquirido otra cosa que no fuera lápiz de labios, le gustaba pasear por aquel laberinto estrecho y atestado, que le resultaba familiar de un modo que no lo era el resto de Boston. Disfrutaba sorteando a las mujeres que montaban guardia en cada esquina agitando tarjetas de muestra perfumadas en el aire. A veces, días más tarde, encontraba alguna tarjeta olvidada en el bolsillo de su abrigo; su espesa fragancia, todavía presente, le aportaba cierta calidez mientras esperaba el tranvía en la fría mañana.
Ese día, cuando se detuvo a oler una tarjeta particularmente fragante, Miranda advirtió la presencia de un hombre plantado ante una de las cajas registradoras. El hombre llevaba un papelito anotado con una letra precisa y femenina. Tras echar una mirada al papel, una dependienta comenzó a abrir cajones. La dependienta sacó una oblonga pastilla de jabón envuelta en una caja negra, una máscara hidratante, un frasquito de gotas de regeneración celular y dos tubos de crema facial. El hombre era moreno y de pelo negro, visible en sus nudillos. Vestía una camisa color rosado claro, una americana azul marino y un abrigo de pelo de camello con reluciente botonadura de cuero. Al pagar, se quitó los guantes de piel de cerdo. No llevaba anillo de compromiso.
—¿Quiere alguna cosa, señorita? —preguntó la dependienta a Miranda, escrutando la tez de ésta por encima de sus gafas de carey.
Miranda no sabía lo que quería. Todo cuanto sabía era que no quería que el hombre se alejara de allí. El hombre parecía algo indeciso, como si, en compañía de la dependienta, estuviera aguardando a oír su respuesta. Miranda observó los distintos frascos, unos altos y otros bajos, dispuestos sobre una bandeja ovalada como en un retrato de familia.
—Una crema —respondió por fin.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintidós.
La dependienta asintió con un gesto y abrió un frasco de cristal glaseado.
—Al principio quizá le resulte un tanto excesiva para lo que usted está acostumbrada, pero yo empezaría a usarla ya. Las arrugas se forman hacia los veinticinco años. A partir de esa edad, lo único que sucede es que cada vez son más visibles.
Mientras la dependienta tiznaba el rostro de Miranda con una punta de crema, el hombre seguía contemplándola en silencio. Cuando Miranda se informó sobre el modo de aplicación correcto —en pasadas vigorosas de abajo arriba, comenzando por la base de la garganta—, el hombre pasó la mano por el expositor giratorio. A continuación apretó el pequeño surtidor de crema anticelulítica, que masajeó sobre el dorso de su mano sin guante. Después abrió un frasco, acercó el rostro para oler, con tan mala fortuna que una punta de crema se adhirió a su nariz.
Miranda sonrió, pero su boca se vio oscurecida por la gran brocha con que la dependienta atusó su rostro.
—Una brocha del dos —explicó la mujer—. Para dar un poco de color.
Miranda asintió, observando su reflejo en uno de los espejos dispuestos en ángulo sobre el mostrador. Miranda tenía ojos de plata y una piel tan pálida como el papel; el contraste con su cabello, tan negro y lustroso como un grano de café, llevaba a la gente a describirla como llamativa, si no hermosa. Tenía una cabeza pequeña y ovalada, y puntiaguda en su parte superior. Sus facciones también eran delgadas, de fosas nasales tan estrechas que se dirían alguna vez aprisionadas por una pinza para la ropa. Ahora su rostro relucía, rosado en las mejillas, del color del humo bajo las cejas. Sus labios despedían destellos.
El hombre también se miraba en un espejo, afanándose en limpiar la crema de su nariz. Miranda se preguntó de dónde vendría. Por su aspecto le creyó español o libanés. Cuando abrió un nuevo frasco y dijo, a nadie en particular, «Esta huele a piña», Miranda apenas detectó la sombra de un acento en su pronunciación.
—¿Alguna cosa más? —preguntó la dependienta, aceptando la tarjeta de crédito de Miranda.
—No, gracias.
La mujer envolvió la crema en varias capas de translúcido papel rojo.
—Verá como queda satisfecha con este producto.
La mano de Miranda se mostró insegura al firmar el recibo. El hombre no se había movido.
—Le he puesto una muestra de nuestro nuevo gel de ojos —añadió la dependienta, mientras entregaba a Miranda una pequeña bolsa. La mujer observó la tarjeta de crédito de Miranda antes de devolvérsela sobre el mostrador—. Buenas tardes, Miranda.
Miranda echó a caminar. Al principio caminó con rapidez. De pronto, al ver que se hallaba ante las puerta de salida, aminoró el paso.
—Tiene usted un nombre que es medio indio —dijo el hombre, ajustando su paso al de ella.
Miranda se detuvo, como hizo él, frente a un mostrador circular cubierto de jerseys y adornado con piñas y lazos de terciopelo.
—¿Miranda?
—Mira. Tengo una tía que se llama Mira.
Él se llamaba Dev. Trabajaba en un banco de negocios por allí cerca, explicó, ladeando la cabeza en dirección a la South Station. Miranda decidió que Dev era el primer hombre con bigote que le resultaba guapo.
Caminaron juntos hasta la estación de Park Street, pasando frente a los quioscos donde se vendían cinturones y bolsos baratos. Un rabioso viento de enero deshizo la raya en el pelo de Miranda. Mientras rebuscaba la tarjeta del tranvía en el bolsillo del abrigo, sus ojos se fijaron en la bolsa que él llevaba en la mano.
—¿Lo has comprado para ella?
—¿Para quién?
—Para tu tía Mira.
—Es para mi mujer. —Dev pronunció la frase con lentitud, mientras sostenía la mirada de Miranda—. Se marcha a la India por unas semanas. —Dev arqueó las cejas—. Mi mujer se vuelve loca por estas tonterías.
* * *
De algún modo, la ausencia de su mujer hacía que lo suyo no pareciera demasiado grave. Al principio, Miranda y Dev pasaron todas las noches juntos, casi por entero. Dev le explicó que no podía quedarse toda la noche con ella, pues su mujer le llamaba cada día a las seis de la mañana desde la India, cuando allí eran las cuatro de la tarde. Así, se marchaba del apartamento a las dos, las tres, incluso muchas veces a las cuatro de la madrugada, para regresar en coche a su casa en las afueras. Durante el día la llamaba a cada hora —o eso parecía— desde el trabajo o con el móvil. Cuando conoció bien sus horarios, se acostumbró a dejarle un mensaje en el contestador todas las tardes a las cinco y media, hora en que ella regresaba a casa en tranvía, como dijo, para que Miranda oyera su voz nada más cruzar la puerta.
«Pienso en ti —decía en sus mensajes—. No sabes lo que me cuesta pasar todo este rato sin ti».
Dev aseguraba estar encantado cuando iba de visita a su apartamento, cuya cocina lucía una encimera no mayor que la panera, cuyos suelos rayados se combaban y cuyo timbre de la puerta sonaba de forma un tanto embarazosa cuando llamaba él. Dev decía admirarla por haberse trasladado a Boston, ciudad en que no conocía a nadie, en vez de quedarse en Michigan, donde se había criado y había ido a la universidad. Cuando Miranda le respondió que no había nada admirable en ello, que ésa era la razón precisa por la que se había mudado a Boston, Dev meneó la cabeza con escepticismo.
—Yo sé lo que es estar solo —dijo, repentinamente serio.
En ese momento Miranda sintió que él la comprendía, que comprendía cómo se sentía algunas noches en el tranvía, después de ver una película a solas, acercarse a una librería a leer revistas o tomar una copa con Laxmi, quien siempre tenía que encontrarse con su marido en la estación de Alewife en una o dos horas. En momentos menos serios, Dev decía que le gustaban sus piernas, más largas que su torso, algo en lo que se había fijado la primera vez que la vio desnuda en la habitación.
—Eres la primera —apuntó él, admirándola desde la cama—, primera mujer que he conocido con unas piernas tan largas.
Dev era el primero en decírselo. A diferencia de los chicos con quienes saliera en la universidad, versiones corregidas y aumentadas de los que conociera en el colegio, Dev era siempre el primero en pagar, en abrir una puerta o en tomar su mano sobre la mesa del restaurante para estampar un beso en ella. Él fue el primero que le regaló un ramo de flores tan inmenso que tuvo que dividirlo entre los seis vasos de su vajilla, y el primero en susurrar su nombre una y otra vez cuando hacían el amor. A los pocos días de conocerlo, mientras estaba en el trabajo, Miranda acarició el deseo de contar con una fotografía de ella y Dev pegada al tabique de su cubículo, como la de Laxmi y su marido sentados frente al Taj Mahal. Miranda no dijo nada a Laxmi sobre Dev. No dijo nada a nadie. Pero esos días Laxmi se pasaba la jornada entera charlando por teléfono con su prima, que aún guardaba cama, cuyo marido continuaba en Londres y cuyo hijo seguía sin ir a clase.
—Tienes que comer algo —la urgía Laxmi—. Tienes que cuidar la salud.
Cuando no estaba hablando con su prima, lo hacía con su marido, en conversaciones más breves que siempre terminaban con una discusión sobre si cenar pollo o cordero.
—Perdóname —Miranda le oyó disculparse cierta vez—, es que esta situación me pone de los nervios.
Miranda y Dev no discutían. Iban a ver una película al cine Nickelodeon, donde no dejaban de besarse por un segundo. Comían tiras de cerdo con salsa de barbacoa en Davis Square, no sin que Dev se insertara una servilleta de papel, como un fular, en el cuello de la camisa. Bebían sangría en la barra de un restaurante español bajo una sonriente cabeza de cerdo que presidía sus conversaciones. Visitaban el museo, donde escogieron un poster de lirios acuáticos para decorar la habitación de Miranda. Un sábado por la tarde, después de asistir a un concierto en el Symphony Hall, Dev le mostró su rincón favorito en toda la ciudad, el Mapparium, en el edificio de la Ciencia Cristiana, donde se encontraron en el interior de una estancia limitada por paneles de vidrio tintado, conformada como el interior de un globo a pesar de presentar el aspecto exterior de ese mismo globo. En mitad de la sala había un puente transparente, de modo que en ese momento se sintieron en el mismo centro del mundo. Dev señaló la India, que aparecía en rojo y con mucho más detalle que en el mapa de The Economist. Le explicó que numerosos países, como es el caso de Siam o la Somalia italiana, ya no existían en la misma configuración; hoy sus nombres eran otros. El océano, tan azul como el pecho de un pavo real, exhibía dos tonos distintos, de acuerdo con la profundidad de las aguas. Le mostró la fosa más profunda del mundo, a diez mil metros de profundidad, justo encima de las islas Marianas. Asomando la cabeza por el puente descubrieron el archipiélago Antártico a sus pies, alzaron el cuello y se sorprendieron al ver una enorme estrella plateada sobre sus cabezas. La voz de Dev retumbaba extrañamente en el vidrio, a veces muy sonora, otras en tono quedo, a veces dando la impresión de posarse en el pecho de Miranda, otras pareciendo eludirla por completo. Cuando un grupo de turistas se acercó al puente, Miranda oyó sus carraspeos como si éstos fueran recogidos por micrófonos. Dev le aclaró que era cuestión de la acústica del lugar.
Miranda dio con Londres, donde se hallaba el marido de la prima de Laxmi, en compañía de la muchacha conocida en un avión. Se preguntó de qué ciudad india sería originaria la mujer de Dev. Miranda no había ido más allá de las Bahamas, que una vez visitó de niña. Aunque buscó, no fue capaz de dar con ellas en el panel de vidrio. Cuando los turistas se marcharon y volvió a estar a solas con Dev, éste le pidió que se situara en un lado del puente. Según aclaró, aunque estuvieran a casi seis metros de distancia, podían oír sus mutuos susurros.
—No te creo —respondió Miranda. Era lo primero que decía desde que habían entrado. Sentía como si tuviera altavoces en los oídos.
—Pruébalo —urgió él, caminando hacia su propio extremo del puente. Su voz descendió a un susurro.
—Di algo.
Miranda contempló sus labios al formar las palabras. A la vez, éstas le llegaron con tal claridad que las sintió bajo su piel, bajo su abrigo de invierno, tan próximas y cálidas que algo ardió en su interior.
—Hola —musitó ella, sin saber qué más decir.
—Eres muy sexy —musitó él por respuesta.
* * *
La semana siguiente, Laxmi confesó a Miranda en el trabajo que no era la primera vez que el marido de su prima tenía una aventura.
—Mi prima ha decidido darle ocasión de entrar en razón —explicó Laxmi una tarde, cuando se disponían a abandonar la oficina—. Dice que lo hace por el chico. Está dispuesta a perdonarle por el chico. —Miranda contempló cómo Laxmi desconectaba su ordenador—. Verás como él acaba volviendo de rodillas; es lo que ella espera. —Laxmi meneó la cabeza—. No es mi caso. Si mi esposo se atreviera a mirar a otra mujer, lo primero que haría sería cambiar la cerradura de casa. —Laxmi estudió la fotografía que decoraba su cubículo. Su marido le pasaba el brazo por los hombros, con las rodillas apuntando en su dirección junto a la piedra del banco. Laxmi se volvió hacia Miranda—. ¿Tú no harías igual?
Miranda asintió con un gesto. La mujer de Dev volvía de la India al día siguiente. Dev había llamado a Miranda esa misma tarde para decirle que debía ir a recogerla al aeropuerto. Prometió llamarla en cuanto pudiera.
—¿Qué te pareció el Taj Mahal? —preguntó a Laxmi.
—Es el lugar más romántico del planeta —el rostro de Laxmi se iluminó ante el recuerdo—. Un monumento al amor eterno.
* * *
Mientras Dev estaba en el aeropuerto, Miranda fue al sótano de Filene’s, a comprarse lo que creía adecuado para una amante. Encontró unos zapatos de tacón alto con hebillas más pequeñas que los dientes de un bebé. También encontró una combinación de satén con bordes festoneados y una bata de seda que llegaba hasta la rodilla. Como alternativa a los pantys que vestía en la oficina, dio con unas finas medias con costura. Miranda revolvió los montones de ropa y recorrió los pasillos, revisando percha tras percha hasta encontrar un vestido de noche confeccionado en un género plateado que se ajustaba a sus curvas y hacía juego con sus ojos. El vestido tenía cadenitas como tirantes para los hombros. Mientras revisaba las prendas, pensaba en Dev, y en lo que éste le dijera en el Mapparium. Era la primera vez que alguien le dedicaba la palabra sexy, y cuando cerraba los ojos, todavía sentía el susurro de su voz en torno a su cuerpo, bajo la piel. En el probador, que no era más que una gran habitación con espejos en las paredes, se encontró junto a una mujer de más edad, rostro reluciente y pelo áspero y escarchado. Descalza y en ropa interior, la mujer tenía un body negro de malla entre los dedos.
—Mejor asegurarse de que no hayan enganchones —observó la mujer.
Miranda sacó la combinación de satén con bordes festoneados y la sostuvo contra su pecho.
La mujer asintió en gesto de aprobación.
—Es estupendo.
—¿Y esto?
Miranda acercó el plateado vestido de noche a su cuerpo.
—Es perfecto —dijo la mujer—. Tu hombre se va a volver loco cuando lo vea.
Miranda se imaginó a ambos en cierto restaurante del South End que habían visitado, donde Dev pidió foie-gras y una sopa preparada a base de champán y frambuesas. Se imaginó con el vestido de noche mientras Dev lucía uno de sus trajes y besaba su mano por encima de la mesa. Sin embargo, la próxima vez que acudió a visitarle, un domingo por la tarde bastantes días después de su último encuentro, Dev vestía ropa de gimnasio. Desde el retorno de su mujer, ésa era su excusa: los domingos iba en coche a Boston para hacer un poco de jogging junto al río Charles. El primer domingo, Miranda le abrió la puerta ataviada con la bata que se detenía en la rodilla, pero Dev ni se fijó; la llevó en volandas a la cama, vestido con pantalón de chándal y zapatillas deportivas, y la penetró sin decir palabra. Después, cuando ella salió en bata del dormitorio para traerle un platillo a emplear como cenicero, Dev se quejó de que la bata no le dejaba admirar sus largas piernas, y le pidió que se la quitara. En consecuencia, el siguiente domingo Miranda se olvidó del asunto y le recibió vestida con vaqueros. Su flamante lencería quedó arrinconada en el fondo de un cajón, escondida tras los calcetines y la ropa interior de diario. El plateado vestido de noche colgaba de una percha en el armario, con la etiqueta aún pegada a una costura. Con frecuencia, por las mañanas el vestido yacía arrugado en la base del armario; las cadenitas de los hombros tendían a soltarse de la percha de alambre.
Con todo, Miranda seguía aguardando con impaciencia la llegada del domingo. Por las mañanas se acercaba a una delicatessen donde compraba una baguette y raciones de platos por los que Dev sentía capricho: arenques marinados, ensalada de patata, o cocas de pesto y queso mascarpone. Comían en la cama, tomando los arenques con los dedos y rasgando la baguette con las manos. Dev le contaba historias de su niñez, cuando bebía zumo de mango servido en bandeja al llegar a casa de la escuela y jugaba a cricket junto a un lago, enteramente vestido de blanco. Le contó cómo, a los dieciocho años, le enviaron a una universidad situada en el estado de Nueva York, durante cierto período denominado de Emergencia, y cómo le había llevado años acostumbrarse a la pronunciación americana en las películas, y eso a pesar de haber sido escolarizado en lengua inglesa. Mientras hablaba, fumaba tres cigarrillos que aplastaba en un platillo junto a la cama. A veces preguntaba a Miranda cuántos amantes había tenido (tres) y a qué edad fue su primera vez (a los diecinueve años). Después de comer, hacían el amor sobre las sábanas llenas de migas de pan; después, él disfrutaba de una siesta de doce minutos. Miranda nunca había conocido a un adulto que durmiera la siesta, pero Dev le explicó que era costumbre habitual en la India, donde hacía tanto calor que la gente no podía salir de casa hasta el crepúsculo.
—Además, así podemos dormir juntos —murmuró en tono malévolo, enroscando su brazo como un gran brazalete en torno a su cuerpo.
Sin embargo, Miranda nunca dormía. En vez de eso, contemplaba el despertador en la mesita de noche, o apretaba su rostro contra los dedos de Dev, cada uno de ellos dotado de media docena de pelos en el nudillo. Pasados seis minutos, Miranda volvía su rostro hacia él, suspirando y agitándose en la cama, para comprobar si de veras estaba dormido. Siempre lo estaba. Las costillas se le marcaban en la piel al respirar, pero ya comenzaba a tener barriga. Aunque se quejaba de los pelos en sus hombros, Miranda lo encontraba perfecto y se negaba a imaginarle de otro modo.
Pasados los doce minutos, él abría los ojos como si llevara todo el tiempo despierto, dedicándole una sonrisa cuya intensa satisfacción era la envidia de Miranda.
«Los mejores doce minutos de la semana», suspiraba él, pasando la mano por sus pantorrillas. A continuación saltaba de la cama, ajustándose los pantalones del chándal y abrochándose las zapatillas. Después iba al baño y se cepillaba los dientes con el dedo índice —técnica bien conocida por los indios, según le explicó—, a fin de quitarse el sabor a tabaco de la boca. Cuando le daba el beso de despedida, a veces Miranda advertía su propio olor en los cabellos de él. Sin embargo, sabía que la excusa de haberse pasado la tarde haciendo jogging le permitía ducharse nada más llegar a casa.
* * *
Además de Laxmi y Dev, los únicos indios que Miranda había conocido en su vida eran los Dixit, familia residente en el vecindario donde había crecido. Para diversión de todos los niños del barrio, y entre éstos se incluía a Miranda pero no a los propios hijos del matrimonio Dixit, el señor Dixit tenía por costumbre practicar el jogging cada tarde en las llanas calles barridas por el viento de la barriada ataviado con camisa y pantalón de vestir, con un par de baratas zapatillas Keds como única concesión a la parafernalia deportiva. Cada fin de semana, la familia entera —el padre, la madre, los dos chicos y la chica— montaban en su coche y se marchaban, nadie sabía adónde. Los padres de las demás familias se quejaban de que el señor Dixit no fertilizaba su césped adecuadamente, no rastrillaba las hojas muertas cuando convenía, conviniendo además en que la casa de los Dixit, la única con revestimientos de vinilo, era una lacra para el encanto del barrio. Las madres nunca invitaban a la señora Dixit a las reuniones que tenían lugar junto a la piscina de los Armstrong. Mientras esperaban el autobús escolar junto a los pequeños Dixit, los demás niños solían mascullar imprecaciones del tipo «Los Dixit comen mierda», imprecaciones que se celebraban entre grandes risotadas.
Un año, todos los niños del vecindario fueron invitados a la fiesta de cumpleaños de la hija de los Dixit. Miranda se acordaba de que en la casa reinaba un intenso aroma a incienso y cebollas, y que junto a la puerta se apilaba un montón de zapatos. Pero sobre todo se acordaba de un pedazo de tela, del tamaño de una funda de almohada, que pendía de un espiga de madera al pie de las escaleras. Se trataba del retrato de una mujer desnuda y de rostro enrojecido con forma de escudo medieval. La mujer tenía unos enormes ojos blancos inclinados hacia las sienes cuyas pupilas no eran sino dos meros puntos. Dos círculos, con idénticos puntos en el centro, representaban sus pechos. En una de sus manos esgrimía una daga. Uno de sus pies aplastaba a un hombre que se debatía en el suelo. En torno a su cuerpo pendía un collar confeccionado con cabezas sangrantes, unidas como en una hilera de palomitas. La mujer sacaba la lengua a Miranda.
—Es la diosa Kali —explicó la señora Dixit en tono afable, moviendo ligeramente la espiga de madera para ajustar la imagen. La señora Dixit tenía un intrincado laberinto de estrellas y zigzags pintado con henna en las manos—. Ven conmigo, anda, que vamos a sacar el pastel.
A Miranda, que entonces contaba nueve años de edad, el miedo le impidió probar el pastel. Durante los meses siguientes, tuvo miedo hasta de caminar por el mismo lado de la calle en que vivían los Dixit, cosa que debía hacer dos veces al día, para ir a la parada del autobús y otra vez para volver a casa. Durante un tiempo contenía el aliento hasta que la casa quedaba atrás, lo mismo que hacía cuando el autobús escolar pasaba frente a un cementerio.
El recuerdo ahora le daba vergüenza. Ahora, cuando hacía el amor con Dev, Miranda cerraba los ojos y veía desiertos y elefantes, y pabellones de mármol que flotaban sobre lagos iluminados por la luna llena. Un sábado que no tenía nada mejor que hacer, hizo el camino entero hasta Central Square, donde entró en un restaurante indio y pidió un plato de pollo tandoori. Mientras comía, se esforzó en memorizar las frases impresas en la parte inferior del menú, expresiones como «delicioso», «agua» o «la cuenta, por favor». Como terminó por olvidarse de ellas, con el tiempo se acostumbró a visitar la sección de idiomas extranjeros de una librería de Kenmore Square, donde estudiaba el alfabeto bengalí en una gramática de la colección Teach Yourself. Una vez llegó hasta el punto de intentar transcribir la parte india de su nombre, «Mira», en una página de su agenda, esbozando letras con las que no estaba familiarizada, deteniéndose, haciendo un giro y alzando el bolígrafo en el momento más inesperado. Siguiendo las flechas impresas en la gramática, trazó una línea de izquierda a derecha de la que debían pender las letras; una de ellas se asemejaba más a un número que a una verdadera letra, otra parecía un triángulo ladeado. Le llevó varios intentos conseguir que las letras de su nombre se asemejaran a las letras de la gramática, y al final no estuvo segura de haber escrito Mira o Mara. Para ella no se trataba más que de un garabato sin sentido, aunque, no sin algo de sorpresa, entendía que en algún lugar del mundo, aquél contaba con un significado propio.
* * *
Durante la semana las cosas seguían como siempre. El trabajo la mantenía ocupada, y almorzaba con Laxmi en el nuevo restaurante indio de la esquina, donde Laxmi la mantenía al corriente de la marcha del matrimonio de su prima. A veces Miranda intentaba cambiar de tema; eso la hacía sentirse como cuando, en sus años de la universidad, su novio y ella una vez se marcharon sin pagar de una crepería atestada de parroquianos, por el puro deseo de largarse sin abonar la cuenta. Pero Laxmi no hablaba de otra cosa.
—Lo que es yo, si fuera mi prima, cogía el primer avión a Londres y les pegaba un tiro a cada uno —anunció cierto día, untando la mitad de un papadom en salsa chutney—. La verdad, no entiendo cómo aguanta semejante espera.
Miranda sí sabía esperar. Por las noches se sentaba a la mesa del comedor y se repasaba las uñas con esmalte incoloro mientras comía ensalada de su fuente, mirando la televisión, a la espera del domingo. Los sábados eran el peor día; a esas alturas parecía como si el domingo no fuera a llegar jamás. Un sábado que Dev la llamó bien entrada la noche, oyó risas y conversaciones a su alrededor, tan estridentes que Miranda le preguntó si estaba en un concierto. Pero no, simplemente la llamaba desde su casa en las afueras.
—No te oigo muy bien —dijo él—. Tenemos invitados. ¿Me echas de menos?
Miranda contempló la pantalla del televisor, el capítulo de un serial cuyo sonido había apagado con el mando a distancia nada más sonar el teléfono. Se imaginó a Dev hablando entre susurros por el móvil, en alguna habitación del piso de arriba, con una mano en el pomo de la puerta, mientras los invitados se agolpaban en el pasillo.
—Miranda, ¿me echas de menos? —preguntó otra vez.
Miranda le dijo que sí.
Al día siguiente, cuando Dev se presentó de visita, Miranda le preguntó qué aspecto tenía su mujer. No le era fácil preguntárselo, y no lo hizo hasta que él se fumó el último de sus cigarrillos, que aplastó sobre el platillo con un enérgico giro de muñeca. A Miranda le picaba la curiosidad saber si discutían. Pero Dev no se mostró sorprendido por la pregunta. Según le dijo, untando un poco de pescado blanco ahumado en su galleta salada, su mujer se parecía a una actriz de Bombay llamada Madhuri Dixit.
El corazón le dio un vuelco a Miranda. Pero no, la hija de los Dixit tenía otro nombre, un nombre que comenzaba por P. Con todo, se preguntó si la actriz tendría algún parentesco con ella. La hija de los Dixit era de aspecto corriente, con el cabello recogido en dos trenzas durante todos sus años de escuela.
Unos días más tarde, Miranda se acercó a un pequeño supermercado indio de Central Square en el que también alquilaban cintas de vídeo. La puerta del establecimiento se abrió con un complicado tintinear de campanillas. Era la hora de la cena y Miranda era la única cliente. Un vídeo estaba en marcha en el televisor que presidía una esquina del local: una hilera de muchachas ataviadas con bombachos meneaban las caderas acompasadamente sobre una playa.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó el hombre que estaba de pie frente a la caja registradora. El hombre comía una samosa que mojaba en una salsa marrón oscuro, en un plato de papel. En el pequeño escaparate que tenía frente a su cintura se alineaban más tentadoras samosas y lo que parecían pálidos caramelos de dulce de leche en forma de diamante, envueltos en papel de plata, y unos pasteles anaranjados y relucientes que flotaban en un mar de sirope—. ¿Busca usted algún vídeo?
Miranda abrió su agenda, donde había anotado «Mottery Dixit». Su mirada se paseó por los vídeos alineados tras el mostrador. Vio mujeres vestidas con faldas ceñidas en los muslos y camisetas que se anudaban como pañuelos entre sus pechos. Algunas aparecían apoyadas en un muro de piedra o un árbol. Eran mujeres hermosas, tanto como las que había visto bailando en la playa, con los ojos maquillados con kohl y largos cabellos negros. En ese momento supo que Madhuri Dixit también era hermosa.
—Tenemos vídeos en versión subtitulada, señorita —añadió el hombre, limpiándose los dedos sobre la camisa con rapidez, antes de escoger tres títulos.
—No —respondió Miranda—. No, gracias.
Miranda vagó por el establecimiento, estudiando los estantes en que se apilaban latas y envoltorios sin etiqueta. El congelador estaba atestado de bolsas de pan pita y verduras desconocidas para ella. Lo único que le resultó familiar fue un estante cubierto de bolsas y bolsas de los mismos aperitivos picantes que Laxmi consumía a todas horas. Se le ocurrió comprar algunas para Laxmi, pero vaciló al pensar que tendría que justificar su presencia en un supermercado indio.
—Muy picantes —comentó el hombre, negando con la cabeza mientras sus ojos recorrían el cuerpo de Miranda—. Demasiado picantes para usted.
* * *
Llego febrero y el marido de la prima de Laxmi seguía sin entrar en razón. Tras presentarse en Montreal, el marido había discutido incesantemente con su mujer durante dos semanas, antes de empacar dos maletas y volar de regreso a Londres El marido quería el divorcio.
Sentada en su cubículo, Miranda oía a Laxmi repetir a su prima que en el mundo había hombres mucho mejores y que el tiempo lo curaba todo. Al día siguiente, la prima le dijo que se marchaba con su hijo a la casa de sus padres en California, a intentar recuperarse un poco. Laxmi la convenció para pasar un fin de semana en Boston antes de partir hacia California.
—Un cambio de aires te vendrá bien —insistió Laxmi en tono gentil—. Además, hace años que no te veo.
Miranda fijó la vista en su propio teléfono, ansiosa por oír a Dev. Hacía cuatro días que no hablaban. Oyó a Laxmi llamar a información y preguntar por el número de un salón de belleza.
—Quisiera una sesión relajante —indicó Laxmi.
Tras concertar masajes, limpiezas de cutis, manicuras y pedicuras, reservó mesa para almorzar en el restaurante Four Seasons. Determinada a animar a su prima, Laxmi se había olvidado del chaval. Sus nudillos repiquetearon sobre el tabique.
—¿Tienes algún plan para el sábado?
* * *
El chico era delgado. Llevaba una pequeña mochila amarilla cruzada en bandolera sobre la espalda, pantalones grises en tejido de espiguilla, un jersey rojo de cuello en pico y zapatos negros de cuero. Tenía el pelo cortado en un espeso flequillo sobre los ojos, ornados con profundos círculos oscuros. Los ojos fueron lo primero en que se fijó Miranda. Le daban un aspecto consumido, como si fumara en exceso y durmiera muy poco, y eso a pesar de sus siete años de edad. En la mano llevaba un gran cuaderno de gusanillo. El muchacho se llamaba Rohin.
—Pregúntame una capital —pidió, fijando sus ojos en Miranda.
Miranda le devolvió la mirada. Eran las ocho y media de un sábado por la mañana. Bebió un sorbo de su café.
—¿Una qué? —preguntó.
—Es un juego que practica últimamente —explicó la prima de Laxmi. Tan delgada como su hijo, tenía el rostro alargado y los mismos círculos oscuros bajo los ojos. El abrigo de color óxido caía con pesadez sobre sus hombros. Tenía el pelo negro, veteado de gris en las sienes y recogido en moño como el de una bailarina de ballet—. Le preguntas por un país del mundo y él te responde con el nombre de su capital.
—Tendrías que haberle oído en el coche —terció Laxmi—. Se sabe toda Europa de memoria.
—No es ningún juego —dijo Rohin—. Voy a participar en un concurso con un chico de la escuela. A ver quién sabe más capitales de memoria. Y le voy a ganar.
Miranda asintió con la cabeza.
—Muy bien. ¿Cuál es la capital de la India?
—Ésa es muy fácil. —El niño se alejó de su lado, moviendo los brazos como un soldadito de plomo. Acercándose a la prima de Laxmi, tironeó del bolsillo de su abrigo—. Pregúntame una difícil.
—¿Senegal? —dijo ella.
—¡Dakar! —exclamó Rohin con acento triunfal, echando a correr en círculos cada vez mayores. Por fin, sus carreras le llevaron a la cocina. Miranda le oyó abrir y cerrar la nevera.
—Rohin, no toques nada sin pedir permiso antes —advirtió la prima de Laxmi en tono fatigado. La mujer se las arregló para dedicar una sonrisa a Miranda—. No te preocupes, en unas horas ya estará durmiendo. Y gracias por hacer de canguro.
—Volvemos a las tres —prometió Laxmi, saliendo al rellano en compañía de su prima—. Nos vamos, que hemos aparcado en doble fila.
Miranda ajustó la cadena de la puerta. Fue a la cocina en busca de Rohin, pero le encontró en la sala de estar, junto a la mesa, de rodillas sobre una de las sillas de director. El niño abrió la cremallera de su pequeña mochila, echó a un lado la cestita de manicura de Miranda y puso sus lápices de colores sobre la mesa. Observándole por encima del hombro, Miranda le vio esgrimir un lápiz azul y dibujar la silueta de un avión.
—Qué bonito —elogió. Como el niño no respondiera, fue a la cocina a servirse más café.
—Yo también quiero un poco, por favor —dijo Rohin.
Miranda regresó a la sala de estar.
—¿Qué quieres qué?
—Un poco de café. Hay mucho en la cafetera, ya lo he visto.
Miranda caminó hasta la mesa y se sentó frente a él. A cada poco, el pequeño erguía su cuerpo para coger un nuevo lápiz. Su peso apenas abultaba el fondo de la silla de director.
—Eres demasiado pequeño para tomar café.
Rohin se inclinó sobre el cuaderno, de modo que sus diminutos hombros y pecho casi tocaban el papel, con la cabeza ladeada.
—La azafata me dejó tomar café —dijo—. Me hizo un café con leche y mucho azúcar. —Al erguirse en la silla, descubrió un rostro de mujer junto al avión, de cabello largo y ondulado y ojos como asteriscos—. La azafata tenía el cabello más brillante —decidió, no sin añadir—: Mi padre también conoció a una mujer muy guapa en un avión. —Rohin observó a Miranda. Su rostro se oscureció al verle beber de la taza—. ¿No puedo tomar un poco de café? Por favor…
Miranda se preguntó si, a pesar de su expresión aplicada y reconcentrada, Rohin sería de los niños que tienen ataques de furia. Se lo imaginó pateándola con sus zapatos de cuero, chillando que quería café, chillando y gritando sin parar hasta que Laxmi y su madre vinieran a llevárselo. Miranda fue a la cocina y le preparó el café que pedía, cuidando de escoger una taza vieja por si el pequeño la rompía.
—Gracias —dijo él cuando Miranda la puso en la mesa. Rohin bebió dando sorbitos, cogiendo la taza con ambas manos para que no se cayera.
Ella siguió sentada a su lado mientras dibujaba, pero cuando comenzó a aplicarse esmalte en las uñas, Rohin protestó. El niño sacó de su mochila un pequeño atlas en edición de bolsillo y pidió a Miranda que le hiciera preguntas. Los países estaban dispuestos por continentes, a razón de seis por página, con el nombre de la capital en negrita seguido por algunos datos sobre población, gobierno y demás estadísticas. Miranda escogió una página del capítulo dedicado a África y siguió el listado de países.
—¿Mali? —preguntó al pequeño.
—Bamako —respondió él al momento.
—¿Malawi?
—Lilongwe.
Miranda recordó haber examinado el continente africano en el Mapparium. Como rememoró, la mayor parte de África aparecía en verde.
—Sigue —dijo Rohin.
—Mauritania.
—Nouakchott.
—Isla Mauricio.
Rohin hizo una pausa y cerró los ojos, antes de abrirlos otra vez en admisión de su derrota.
—No me acuerdo.
—Port Louis —le informó ella.
—Port Louis. —El niño repitió el topónimo en voz baja, como una letanía.
Cuando llegaron a los últimos países de África, Rohin le pidió mirar los dibujos animados con ella. Cuando los dibujos animados se terminaron, el niño la acompañó a la cocina y se quedó a su lado mientras hacía más café. Rohin no la siguió al baño, unos minutos más tarde, pero cuando Miranda salió de allí, dio un respingo al encontrarle plantado frente a la puerta.
—¿Quieres ir al baño?
El pequeño negó con la cabeza pero entró en el baño. Tras cerrar la tapa del retrete, se subió a ella y escudriñó la estrecha repisa de cristal que había junto al lavamanos, allí donde Miranda tenía el cepillo de dientes y el maquillaje.
—¿Qué es esto? —preguntó, examinando la muestra de gel para los ojos con que Miranda fue obsequiada el día en que conoció a Dev.
—Para la hinchazón.
—¿Hinchazón?
—Aquí —explicó ella, señalándose los ojos.
—¿Después de llorar?
—Puede ser.
Rohin abrió el tubo y olió su contenido. Soltó una gota de gel sobre su dedo, con el que se frotó la mano.
—Quema un poco.
Rohin inspeccionó el dorso de su mano con suma atención, como si esperase verlo cambiar de color en cualquier momento.
—Mi madre tiene hinchazón. Ella dice que es un resfriado, pero es porque ha llorado, a veces durante horas seguidas. A veces en mitad de la cena. Aveces llora tanto que los ojos se le hinchan como los de una rana.
Miranda se preguntó si convendría darle algo de comer. En la cocina descubrió una bolsa de pastelillos de arroz y algo de lechuga. Cuando se ofreció a salir a por algo a la tienda de platos preparados, Rohin le respondió que no tenía mucha hambre y aceptó uno de los pastelillos de arroz.
—Cómete uno conmigo —la invitó. Se sentaron a la mesa, con los pastelillos de arroz entre ambos. Rohin abrió una página en blanco de su cuaderno—. Haz un dibujo.
Miranda escogió un lápiz azul.
—¿Qué quieres que dibuje?
Rohin lo pensó por un momento.
—Ya lo tengo —anunció. El niño le pidió que dibujara las cosas de la sala de estar: el sofá, las sillas de director, la televisión, el teléfono—. Así me acordaré.
—¿Te acordarás de qué?
—De nuestro día juntos. —Rohin se sirvió otro pastelillo de arroz.
—¿Y para qué quieres acordarte?
—Porque nunca más volveremos a vernos.
La precisión de la frase la dejó atónita. Miranda contempló al pequeño, sintiéndose ligeramente deprimida. Rohin no parecía estar deprimido. El niño llevó su dedo a la hoja en blanco.
—Tienes que dibujar.
Miranda dibujó lo mejor que pudo el sofá, las sillas de director, la televisión, el teléfono. El pequeño se apretaba a su lado, tanto que a veces le impedía ver lo que estaba haciendo. Rohin puso su manita morena sobre la suya.
—Ahora yo.
Miranda le pasó el lápiz.
El niño negó con la cabeza.
—No, que me dibujes a mí.
—No sé hacerlo —dijo ella—. No te sacaré parecido.
El gesto serio y reconcentrado volvió a adueñarse del rostro de Rohin, como cuando ella se negara a servirle café.
—Por favor…
Miranda dibujó su cara, esbozando su cabeza y el espeso mechón de cabello. Rohin estaba sentado completamente inmóvil, con expresión formal y melancólica y la mirada concentrada en un lado. Miranda deseó ser capaz de extraer un buen parecido. Su mano se movía en conjunción con sus ojos, de forma novedosa para ella, como lo había hecho aquel día en la librería, cuando transcribió su propio nombre al alfabeto bengalí. El dibujo no se parecía en nada al niño. Cuando estaba ocupaba en esbozar su nariz, Rohin se apartó de la mesa.
—Me aburro —anunció, echando a caminar hacia el dormitorio. Miranda le oyó abrir la puerta y abrir y cerrar los cajones de su tocador.
Cuando fue a su lado, Rohin estaba metido en el armario. El niño emergió al cabo de un momento con el pelo revuelto y el plateado vestido de noche en una mano.
—Estaba en el suelo.
—Se habrá caído de la percha.
Rohin examinó el vestido y el cuerpo de Miranda.
—Póntelo.
—¿Perdón?
—Póntelo.
No había razón para ponérselo. Miranda no se lo había puesto más que en el probador de Filene’s y sabía que no se lo pondría en todo el tiempo que siguiera junto a Dev. Sabía que nunca irían a un restaurante donde él tomara su mano para besársela sobre la mesa. Se encontrarían en su apartamento, los domingos, él envuelto en sus pantalones de chándal, ella en sus vaqueros. Miranda tomó el vestido de manos de Rohin y lo agitó en el aire; el sensual género jamás se arrugaba. Acercándose al armario, buscó una percha suelta.
—Por favor, póntelo —pidió Rohin, repentinamente aparecido a su lado. El niño apretó su rostro contra ella, agarrándola de la cintura con ambas manos—. Por favor…
—Está bien —dijo ella, sorprendida de la fuerza encerrada en sus manos.
Rohin sonrió con satisfacción y se sentó en el borde de la cama.
—Pero tienes que esperar ahí —indicó ella, señalando la puerta—. Ya saldré cuando me haya puesto el vestido.
—Pero mi madre siempre se quita la ropa delante de mí…
—¿De verdad?
Rohin asintió con la cabeza.
—Mi madre ni siquiera recoge la ropa después. Siempre la deja tirada en el suelo, junto a la cama. Una vez mi madre durmió en mi cuarto —continuó el pequeño—. Me dijo que mi cama era más agradable que la suya, ahora que mi padre se ha marchado.
—Muy bien. Pero yo no soy tu madre —dijo Miranda, cogiéndole por los sobacos para sacarle de la cama. Como el muchacho se negaba a ponerse en pie, Miranda lo levantó en vilo. Rohin resultó pesar más de lo esperado y se aferró a ella con fuerza, envolviendo las piernas en torno a sus caderas y descansando la cabeza contra su pecho. Miranda le dejó en el pasillo y cerró la puerta. Para más seguridad, echó el pestillo. A continuación se puso el vestido de noche, observando su aspecto en el espejo de cuerpo entero clavado a la puerta. Sus calcetines largos tenían un aspecto penoso, así que abrió un cajón hasta dar con las medias. Tras rebuscar en el fondo del armario, se puso los zapatos de tacón alto y hebillas en miniatura. Los tirantes en cadenita del vestido se notaban tan livianos como clips de oficina sobre su clavícula. El vestido le venía un pelín grande, y no pudo abrocharlo por sí misma.
Rohin comenzó a golpear en la puerta.
—¿Ya puedo entrar?
Miranda abrió la puerta. Con el atlas de bolsillo en las manos, Rohin musitaba algo entre dientes. Sus ojos se abrieron como platos al verla delante de él.
—Ayúdame con la cremallera —pidió ella, sentándose en el borde de la cama.
Rohin subió la cremallera hasta arriba. Miranda se puso en pie y giró sobre sí misma. Rohin dejó su atlas a un lado.
—Eres muy sexy —declaró.
—¿Cómo has dicho?
—Eres muy sexy.
Miranda volvió a sentarse. Aunque sabía que el pequeño no lo decía con segundas, el corazón le dio un vuelco. A Rohin probablemente le parecía que toda mujer era sexy. Lo más seguro es que hubiera oído el adjetivo en la televisión o que lo hubiera visto en la portada de alguna revista. Miranda se acordó de la visita al Mapparium, de pie frente a Dev en el otro extremo del puente. En ese momento la palabra le había parecido plena de sentido. En ese momento la había encontrado adecuada.
Miranda cruzó los brazos sobre su pecho y miró a Rohin a los ojos.
—Dime una cosa.
El niño guardaba silencio.
—¿Qué significa?
—¿El qué?
—Esa palabra. Sexy. ¿Qué significa?
El pequeño bajó la vista, repentinamente tímido.
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—Es un secreto. —Rohin apretó los labios, con tal fuerza que parte de ellos se tornó blanquecina.
—Dime ese secreto. Me gustaría saberlo.
Rohin se sentó en la cama junto a Miranda y comenzó a golpear el borde del colchón con el talón de sus zapatos. El niño rió con nerviosismo; su flaco cuerpo se estremeció como si le hicieran cosquillas.
—Dímelo —demandó Miranda. Acercándose a él, le cogió por los tobillos para que dejase de patear el colchón.
Rohin la miró; sus ojos se habían convertido en dos rajas. El pequeño luchó por golpear otra vez el colchón, pero Miranda le tenía bien sujeto. El muchacho se dejó caer sobre la cama, con la espalda recta como un tablón. Ahuecando las manos en torno a su boca, musitó:
—Significa que quieres a alguien a quien no conoces.
Miranda notó que las palabras de Rohin le atravesaban la piel, lo mismo que sintiera al oír las de Dev. Sin embargo, en vez de percibir la calidez de entonces, esta vez se encontraba aturdida. Aquello le recordó lo que sintió en el supermercado indio, cuando supo, sin molestarse en ver su imagen, que Madhuri Dixit, la actriz a quien se parecía la esposa de Dev, era una mujer hermosa.
—Eso le pasó a mi padre —añadió Rohin—. Se sentó al lado de una chica que no conocía, una chica sexy, y ahora la quiere a ella, en vez de a mi madre.
El niño se quitó los zapatos, que puso en el suelo, a su lado. A continuación alzó el edredón y se metió en la cama de Miranda con el atlas de bolsillo en la mano. Un minuto después, el atlas se le cayó de las manos mientras sus ojos se cerraban. Miranda le contempló mientras dormía; el edredón subía y bajaba al ritmo de su respiración. Rohin no se despertó a los doce minutos, como hacía Dev, ni tampoco a los veinte. Rohin no abrió los ojos cuando Miranda se quitó el plateado vestido de noche para embutirse los vaqueros, ni cuando devolvió los zapatos de tacón al fondo del armario o enrolló las medias y las depositó en el cajón.
Una vez hubo dispuesto todas las prendas, se sentó en la cama. Su rostro se acercó al del pequeño, lo bastante para observar el polvillo blanco dejado en sus comisuras por los pastelillos de arroz. Tomó el atlas de bolsillo. Mientras pasaba sus páginas se imaginó las discusiones que Rohin habría oído en su casa de Montreal.
«¿Es guapa? —le habría preguntado su madre a su padre, vestida con la misma bata que llevaría semanas sin quitarse, sus propias hermosas facciones contraídas de modo perverso—. ¿Es sexy? —Su padre lo negaría todo al principio, trataría de evadir la conversación—. Dímelo —chillaría ella—. Dime que es muy sexy. —Al final su padre admitiría que lo era y su madre se pondría a llorar y llorar en una cama junto a la que se apilaban las ropas tiradas de cualquier manera, hasta que los ojos se le hincharían como los de una rana—. ¿Cómo puedes…? —preguntaría entre sollozos—. ¿Cómo puedes querer a una mujer a quien no conoces?»
Al imaginarse la escena, la propia Miranda no pudo refrenar unas pocas lágrimas. Aquel día en el Mapparium, los países del mundo habían parecido muy cercanos al tacto mientras la voz de Dev adoptaba giros inesperados bajo el cristal. Al otro lado del puente, a seis metros de distancia, sus palabras le habían llegado tan próximas y plenas de calidez que durante días las sintió bajo la piel. Miranda lloró sin contenerse. Pero Rohin seguía dormido. Le supuso acostumbrado a oír lloros de mujer.
* * *
El domingo, Dev telefoneó para anunciar a Miranda que salía hacia su casa.
—Ahora mismo salgo. Estaré ahí a las dos.
Miranda contemplaba un programa de cocina en la televisión. Una mujer señalaba una serie de manzanas puestas en fila, indicando qué variedades eran mejor para la repostería.
—Mejor que no vengas hoy.
—¿Por qué no?
—Estoy resfriada —mintió. Tampoco estaba tan lejos de la verdad: las lágrimas le habían dejado el rostro congestionado—. Llevo toda la mañana en cama.
—Sí que suenas un poco tocada. —Se hizo una pausa—. ¿Necesitas alguna cosa?
—Tengo de todo.
—Bebe mucho líquido.
—¿Dev?
—¿Sí, Miranda?
—¿Te acuerdas del día que fuimos al Mapparium?
—Claro que sí.
—¿Te acuerdas de las cosas que nos dijimos?
—Claro que me acuerdo —musitó Dev en tono juguetón—. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?
Se hizo una pausa.
—«Vamos a tu casa». —Dev soltó una risa tranquila—. ¿El próximo domingo, entonces?
El día anterior, mientras lloraba, Miranda había pensado que nunca olvidaría nada, ni el aspecto que tenía su nombre escrito en alfabeto bengalí. Se había quedado dormida junto a Rohin y, cuando despertó, el pequeño estaba dibujando un avión en la copia de The Economist que guardaba oculta bajo la cama.
—¿Quién es Devajit Mitra? —le preguntó el pequeño, examinado la dirección escrita en la etiqueta adhesiva.
Miranda se imaginó a Dev, con su pantalón de chándal y sus zapatillas, riendo junto al teléfono. En un momento se presentaría ante su mujer en el piso de abajo para comunicarle que hoy no saldría a hacer jogging. Había sufrido un tirón muscular mientras hacía calentamientos, se justificaría mientras se sentaba a leer el diario. En contra de su voluntad, Miranda deseó tenerle a su lado. Decidió verle un domingo más, quizá dos. Entonces le diría lo que siempre había sabido: que la situación no era justa en relación con ella misma y su esposa, que ambas merecían un trato mejor, que no tenía sentido arrastrar las cosas así.
Pero el domingo siguiente nevó mucho, de tal forma que Dev no pudo decirle a su esposa que se iba a correr por la vera del Charles. El domingo siguiente, la nieve se había fundido, pero Miranda tenía previsto ir al cine con Laxmi, y cuando se lo dijo a Dev por teléfono, éste no le pidió que cancelara la cita. Al tercer domingo, Miranda se levantó temprano y salió de paseo. El día era frío pero soleado, así que caminó hasta la Commonwealth Avenue, pasando frente a los restaurantes donde Dev la besara una vez, hasta llegar al edificio de la Ciencia Cristiana. El Mapparium estaba cerrado; Miranda pidió una taza de café en un puesto callejero y se sentó en uno de los bancos que había en la plaza situada frente a la iglesia, contemplando sus gigantescos pilares y la formidable cúpula, y el límpido cielo azul que reinaba sobre la ciudad.