En el otoño de 1971, un hombre solía venir por nuestra casa con golosinas en los bolsillos y la esperanza de determinar si su familia estaba viva o muerta. Era el señor Pirzada, oriundo de Dacca, la actual capital de Bangladesh, entonces parte de Pakistán. Ese año Pakistán estaba sumido en la guerra civil. La frontera oriental, donde Dacca estaba enclavada, luchaba por su autonomía contra el régimen gobernante en el oeste. En marzo, Dacca fue invadida, incendiada y bombardeada por el ejército pakistaní. A empellones, los maestros fueron sacados a la calle y fusilados. Las mujeres fueron arrastradas a los barracones para ser violadas. A fines de ese verano, se hablaba de trescientos mil muertos. En Dacca, el señor Pirzada tenía una casa de tres pisos, un empleo como profesor de botánica en la universidad, una mujer con quien llevaba veinte años casado y siete hijas de entre seis y dieciséis años cuyos nombres de pila comenzaban por la letra A.
—La idea fue de su madre —explicó un día, mientras sacaba de la cartera la fotografía en blanco y negro de siete niñas en un picnic, las trenzas orladas con lazos, sentadas en hilera con las piernas cruzadas, comiendo pollo con curry en hojas de banano—. ¿Cómo puedo saber cuál es cuál? Ayesha, Amira, Amina, Aziza… La cosa es complicada.
Una vez por semana, el señor Pirzada escribía a su mujer y enviaba tebeos a cada una de sus siete hijas, pero, como casi todo en Dacca, el correo había dejado de funcionar y el señor Pirzada llevaba más de seis meses sin saber de ellas. A todo esto, el señor Pirzada estaba todo el año en América después de que el gobierno de Pakistán le hubiera concedido una beca para estudiar el follaje de Nueva Inglaterra. La primavera y el verano los había pasado recabando datos en Vermont y Maine; en otoño se había trasladado al norte de Boston, a la ciudad universitaria donde residíamos, para escribir un pequeño tratado sobre sus descubrimientos. La beca recibida constituía un gran honor, pero, una vez convertida en dólares, distaba de ser generosa. En consecuencia, el señor Pirzada vivía en una habitación de la residencia para alumnos, sin cocina o televisor propios. Por eso venía a nuestra casa, a cenar y ver el noticiario de la noche.
Al principio yo no tenía idea de su razón para visitarnos. Yo tenía diez años y no me sorprendía que mis padres, nativos de la India y con varios conocidos indios en la universidad, invitaran al señor Pirzada a cenar. La universidad era pequeña, de estrechos caminillos de ladrillo rojo y blancos edificios columnados, y estaba situada en las afueras de una población que parecía aún menor. El supermercado no contaba con aceite de mostaza, los médicos no visitaban a domicilio, los vecinos nunca se acercaban por casa sin ser invitados; eran cosas sobre las que mis padres se quejaban con frecuencia. Ansiosos de dar con paisanos, al comienzo de cada semestre solían repasar con el dedo las columnas del directorio universitario, marcando con un círculo los apellidos oriundos de su parte del mundo. Así fue como descubrieron al señor Pirzada, a quien telefonearon e invitaron a visitarnos.
No me acuerdo bien de su primera visita, ni de la segunda o la tercera, pero a fines de septiembre ya estaba tan acostumbrada a la presencia del señor Pirzada en nuestra sala de estar que, una noche, mientras ponía cubitos de hielo en la jarra del agua, pedí a mi madre que me pasara un cuarto vaso del armario, al que yo todavía no alcanzaba. Ocupada en cocinar una sartén de espinacas fritas con rábanos, mi madre no me oyó, ensordecida por el zumbido del extractor de humos y las poderosas rascadas de su espátula. Me volví hacia mi padre, que estaba apoyado sobre la nevera, comiendo anacardos picantes a puñados.
—¿Qué quieres, Lilia?
—Un vaso para el señor de la India.
—El señor Pirzada no vendrá hoy. Y, otra cosa más importante, no se puede hablar del señor Pirzada como de un indio —anunció mi padre, sacudiéndose la sal de los anacardos que espolvoreaba su barba negra y recortada—. Por lo menos, no desde la Partición. Nuestro país fue dividido en dos en 1947.
Cuando respondí que yo creía que ésa era la fecha en que nuestro país se había independizado de Gran Bretaña, mi padre dijo:
—También lo es. Nada más ganar la libertad, nos vimos partidos en dos —explicó, trazando una X sobre la encimera con su dedo—. Como si fuéramos un pastel. Aquí, los hindúes, allí, los musulmanes. Dacca ya no nos pertenece.
Según me refirió, durante la Partición, hindúes y musulmanes se habían dedicado a quemar las casas del otro. A muchos de ellos les seguía resultando impensable la idea de comer en la misma mesa.
Aquello no tenía sentido para mí. El señor Pirzada hablaba el mismo idioma, se reía con los mismos chistes y tenía el mismo aspecto que mis padres. Como ellos, acompañaba sus comidas con mango picante y cada noche cenaba arroz, que se servía con la mano. Como mis padres, el señor Pirzada se descalzaba al entrar en una habitación, mascaba semillas de hinojo después de comer para favorecer la digestión, se abstenía del alcohol y se contentaba con unos austeros postres de galletas bañadas en el té. Con todo, mi padre insistió en que tenía que comprender las diferencias que nos separaban, para lo que me llevó ante el mapamundi que presidía la pared de su escritorio. Parecía preocuparle la posibilidad de que el señor Pirzada se ofendiera si yo le trataba de indio, y eso que a mí me parecía improbable que el señor Pirzada se ofendiera por cosa alguna.
—El señor Pirzada es bengalí, pero también es musulmán —me informó mi padre—. Por eso viene del Pakistán Oriental, y no de la India. —Su dedo cruzó el Atlántico y recorrió Europa, el Mediterráneo y Oriente Medio hasta llegar al enorme diamante anaranjado que mi madre una vez me describiera como una mujer vestida con un sari y con el brazo extendido. Algunas ciudades aparecían marcadas con un círculo y conectadas por una línea, denotando los viajes de mis padres y el lugar de su nacimiento; Calcuta, señalada con una pequeña estrella de plata. Yo sólo había estado allí una vez, y no tenía recuerdo del viaje.
—Ya lo ves, Lilia, es un país diferente, de otro color —dijo mi padre.
Pakistán aparecía en amarillo, no en naranja. Observé que estaba dividido en dos partes, una de ellas mucho mayor que la otra, separadas por una gran extensión de territorio indio; como si California y Connecticut formasen una nación diferenciada de Estados Unidos.
Los nudillos de mi padre repiquetearon levemente sobre mi cabeza.
—Por supuesto, habrás oído cómo está la situación hoy día. Sabrás que Pakistán Oriental está luchando por su soberanía…
Dije que sí con la cabeza, sin tener idea de dicha situación.
Volvimos a la cocina, donde mi madre se ocupaba en colar el arroz hervido. Mi padre abrió una lata que había sobre la encimera y fijó la mirada en mí sobre la montura de sus gafas, sin dejar de servirse más anacardos.
—¿Qué es lo que aprendes ahora en la escuela? ¿Historia? ¿Geografía?
—Lilia tiene mucho que aprender en la escuela —apuntó mi madre—. Ahora vivimos aquí; ella ha nacido aquí.
Mi madre parecía de veras orgullosa de eso, como si la cosa formara parte de mi carácter. Según pensaba, y a mí no se me escapaba, yo podía contar con una existencia segura, una vida fácil, una buena educación, todo tipo de oportunidades en la vida. Nunca tendría que alimentarme bajo racionamiento, sufrir un toque de queda, contemplar unos disturbios desde mi tejado o esconder a un vecino en el depósito del agua para salvarle del fusilamiento, como ella y mi padre habían tenido que hacer.
—Con lo que nos ha costado encontrarle una escuela decente. La pobre tiene que estudiar hasta cuando hay apagón, a la luz de un quinqué. La pobre no para, con tanto examen y tanto tutor. —Mi madre pasó la mano por sus cabellos, recogidos en un moño adecuado a su trabajo a tiempo parcial como cajera en un banco—. ¿Cómo quieres que sepa alguna cosa sobre la Partición? Y deja de comer anacardos de una vez.
—Pero ¿qué es lo que les enseñan sobre el mundo? —Mi padre agitó la lata de anacardos en su mano. ¿Qué es lo que aprende en la escuela?
Aprendíamos la historia de Estados Unidos, por supuesto, así como la geografía de Estados Unidos. Ese año, y todos los años, por lo que parecía, empezábamos por estudiar la guerra de Independencia. Los autobuses escolares nos llevaban de excursión a la roca de Plymouth, el sendero de la Libertad y el monumento situado en la cima de Bunker Hill. Con papel recortable de colores, hacíamos dioramas en los que mostrábamos a George Washington en el momento de cruzar las revueltas aguas del río Delaware y hacíamos muñecos en los que se representaba al rey Jorge con medias blancas y un lazo negro en el pelo. En los exámenes nos daban mapas en blanco de las trece colonias, que debíamos completar con nombres, fechas, capitales. Era algo que yo sabía hacer con los ojos cerrados.
* * *
La noche siguiente, el señor Pirzada llegó a las seis en punto, como de costumbre. Aunque ya no eran extraños, desde la primera vez que se conocieran, mi padre y él tenían por costumbre saludarse con un formal apretón de manos.
—Pase usted, amigo mío. Lilia, el abrigo del señor Pirzada, por favor.
El señor Pirzada entró en el recibidor, impecablemente vestido con su traje y bufanda, con una corbata de seda anudada al cuello. Cada noche se presentaba ataviado en similares tonos marrón chocolate, aceituna o ciruela. Hombre robusto, aunque tenía los pies planos y la barriga algo prominente, siempre se las arreglaba para mantener el porte erguido, como si cargara a perpetuidad con una maleta de peso similar en cada mano. De sus orejas brotaban sendas matas de pelo gris que parecían protegerle del desagradable tráfico de la vida, Tenía ojos de espesas pestañas sombreados por un trazo de alcanfor, unos generosos mostachos juguetonamente erectos en las puntas y una verruga similar a una pasa aplastada en el centro justo de la mejilla izquierda. En la cabeza vestía un fez negro confeccionado con lana de cordero persa y asegurado con horquillas, del que jamás le vi descubierto. Aunque mi padre siempre se ofrecía a recogerle en coche, el señor Pirzada prefería venir caminando desde su residencia, a unos veinte minutos de nuestro barrio, estudiando los árboles y arbustos por el camino; cuando por fin llegaba a casa, tenía los nudillos sonrosados por obra del frío aire del otoño.
—Me temo que soy un nuevo refugiado en territorio indio.
—Se habla de nueve millones de ellos, según el último recuento —comentó mi padre.
El señor Pirzada me pasó su abrigo, pues a mí me incumbía colgarlo de la percha que había al pie de la escalera. El abrigo estaba confeccionado en lana gris y azul de excelente calidad, tenía el forro rayado y botones de cuerno, así como un leve aroma a lima en su tejido. No exhibía marca alguna en su interior, a excepción de una etiqueta cosida a mano que proclamaba «Z. Sayed, Sastrería», en una cursiva bordada en lustroso hilo negro. Algunos días, una hoja de arce o abedul aparecía encajada en un bolsillo. El señor Pirzada se desató los zapatos y los puso junto al zócalo. Una pasta dorada aparecía fijada a las punteras y tacones como resultado de caminar a través de nuestro jardín húmedo y sembrado de hojas. Tras librarse de toda la parafernalia, el señor Pirzada acarició mi garganta con sus dedos cortos e inquietos, como quien tantea la solidez de una pared antes de clavar un clavo. A continuación siguió a mi padre hasta la sala de estar, donde la televisión desgranaba las noticias locales. Nada más sentarse ambos, mi madre salió de la cocina con un platillo de kebabs de carne especiada acompañados con salsa chutney con cilantro. El señor Pirzada se llevo uno a la boca.
—Me gustaría pensar —añadió, cogiendo un segundo kebab— que los refugiados de Dacca reciben tan magnífica alimentación. Por cierto, ahora que me acuerdo… —El señor Pirzada rebuscó en el bolsillo de su americana y me entregó un pequeño huevo de plástico lleno de corazones de canela—. Para la señora de la casa —declaró, con una casi imperceptible reverencia sobre sus pies planos.
—Es usted un caso, señor Pirzada —protestó mi madre—. Cada noche, lo mismo. La mima usted demasiado.
—Me gusta mimar a quien, como ella, nunca será una niña mimada.
Era un momento curioso para mí, un momento para el que siempre me preparaba con una mezcla de aprensión y deleite. Aunque me encantaba estar frente a la voluminosa elegancia del señor Pirzada y me halagaba la leve teatralidad de sus atenciones, me desazonaba la extraordinaria soltura de sus gestos, que, por un instante, me llevaban a pensar en mí como en una extraña en mi propio hogar. La cosa se había convertido en un ritual entre nosotros, y, durante bastantes semanas, antes que estuviéramos más acostumbrados el uno al otro, era la única ocasión en que se dirigía a mí directamente. Yo no tenía respuesta, no ofrecía comentario ni dejaba escapar reacción visible a la continua sucesión de caramelos rellenos de miel, trufas de frambuesa y rollos de pastillas para la tos. Ni siquiera podía darle las gracias; la única vez que lo hice, con ocasión de un espectacular chupa-chups de menta envuelto en retorcido celofán púrpura, su respuesta fue:
¿A qué vienen tantos agradecimientos? La cajera del banco me da las gracias, el encargado de la tienda me da las gracias, la bibliotecaria me da las gracias cuando le devuelvo un libro con retraso, la operadora de internacional me da las gracias cuando intento hablar con Dacca y no consigue conexión. Si me llegan a enterrar en este país, no dudo que me darán las gracias en mi propio funeral.
No me parecía adecuado consumir de cualquier manera las golosinas que me regalaba el señor Pirzada. Acariciaba el tesoro de todas las noches como lo haría con una joya, o una moneda de algún reino olvidado, disponiéndolo en una cajita trabajada en madera de sándalo junto a mi cama, la misma que, mucho tiempo atrás, en la India, la madre de mi madre empleaba para guardar las nueces de areca molidas que consumía después del baño matinal. Era el único recuerdo que tenía de una abuela a quien nunca conocí, y hasta que el señor Pirzada apareció en nuestras vidas, nunca había sabido qué poner en su interior. De vez en cuando, antes de cepillarme los dientes y preparar mi uniforme escolar para el día siguiente, abría la tapa de la cajita y comía alguno de sus caramelos.
Esa noche, como todas las noches, no cenamos en la gran mesa del comedor, pues desde allí no se podía ver bien la televisión. En vez de eso, nos agrupamos en torno a la mesita de café, sin conversar, con los platos encajados sobre las rodillas. Mi madre trajo de la cocina la sucesión de manjares: lentejas con cebolla frita, judías verdes con coco, pescado cocinado con pasas acompañado de salsa de yogur. Yo venía detrás con los vasos de agua, el plato con las rodajas de limón y los pimientos picantes, comprados durante la excursión mensual al barrio chino y almacenados por kilos en el congelador, los que todos gustaban de abrir y machacar con el tenedor sobre sus platos.
Antes de comer, el señor Pirzada siempre hacía algo curioso. Del bolsillo de la pechera extraía un sencillo reloj de plata, sin correa, que acercaba por un momento a una de sus orejas peludas y le daba cuerda con tres rápidos giros de su índice y pulgar. A diferencia de su reloj de pulsera, me explicó, este reloj de bolsillo estaba ajustado a la hora local de Dacca, once horas de adelanto. Durante toda la cena, el reloj descansaba en su doblada servilleta de papel sobre la mesita. El señor Pirzada nunca parecía consultarlo.
Ahora que sabía que el señor Pirzada no era indio, me puse a estudiarlo con mayor atención, tratando de descubrir qué cosas eran las que le hacían diferente. Según concluí, el reloj de bolsillo era una de ellas. Esa noche, cuando le vi darle cuerda y disponerlo sobre la mesa, me sentí poseída por cierta inquietud; la vida, me daba cuenta, tenía lugar en Dacca antes que en cualquier otro sitio. Me imaginé a las hijas del señor Pirzada levantándose por la mañana, prendiéndose lazos en el pelo, con ganas de desayunar, preparándose para la escuela. Nuestras comidas, nuestros actos, no eran sino una sombra de lo que allí ya había sucedido, un rezagado remedo del lugar al que el señor Pirzada de veras pertenecía.
A las seis y media, hora en que comenzaba el noticiario nacional, mi padre subió el volumen y ajustó las antenas. Yo normalmente prefería distraerme con un libro, pero esa noche mi padre insistió en que prestara atención. En la pantalla se veían unos tanques que cruzaban por calles polvorientas, así como edificios en ruinas y bosques de árboles desconocidos para mí donde se escondían los refugiados de Pakistán Oriental, ansiosos de hallar cobijo al otro lado de la frontera india. Vi barcos de vela en forma de abanico que navegaban sobre anchos ríos color café con leche, una universidad protegida por las barricadas, la sede de un periódico que había ardido hasta los cimientos. Me volví para mirar al señor Pirzada; las imágenes relucían en miniatura sobre sus ojos. Mientras contemplaba la televisión, exhibía una expresión inmóvil en el rostro, como si alguien le estuviera proporcionando las indicaciones precisas para llegar a un destino desconocido.
Durante los anuncios, mi madre fue a la cocina, a por más arroz, y mi padre y el señor Pirzada se lamentaron acerca de la política de cierto general Yahyah Khan. Hablaron de intrigas desconocidas para mí, de una catástrofe cuyo alcance se me escapaba.
—Fíjate, los niños de tu edad, lo que tienen que hacer para sobrevivir —apuntó mi padre, sirviéndome un nuevo trozo de pescado. Pero yo ya no podía dar bocado. Lo único que podía hacer era mirar de reojo al señor Pirzada, sentado a mi lado con su chaqueta verde oliva, calmosamente ocupado en trazar un pozo en su arroz donde insertar una segunda ración de lentejas. Su conducta no respondía a lo que yo esperaba de un hombre preocupado por tan graves cuestiones. Me pregunté si la razón por la que siempre iba tan bien vestido respondía a la necesidad de atender con dignidad cualquier evento inesperado, quizá incluso la de presentarse en un funeral en el momento menos pensado. También me pregunté qué sucedería si de pronto sus siete hijas aparecieran en televisión sonriendo, saludando y enviando besos a su padre desde un balcón. Imaginé lo aliviado que se sentiría. Pero eso nunca sucedió.
Esa noche, cuando puse el huevo de plástico lleno de corazones de canela en la cajita que tenía junto a la cama, no sentí la ceremoniosa satisfacción de otras ocasiones. Yo intentaba no pensar en la posible conexión existente entre el señor Pirzada, el del abrigo que olía a lima, y el mundo caótico y asfixiante que habíamos visto pocas horas antes en nuestra bien iluminada sala de estar cubierta de alfombras. Y, sin embargo, durante largo rato fui incapaz de pensar en otra cosa. Mi estómago se contrajo cuando me pregunté si su mujer y sus siete hijas formarían parte de la multitud vociferante y sin rumbo mostrada a intervalos en la pantalla. Tratando de ahuyentar el pensamiento, volví la mirada en torno a mi cuarto, a la cama amarilla con baldaquín y cortinas a juego con volantes, a las fotografías escolares enmarcadas, clavadas en las paredes empapeladas en blanco y violeta, a las inscripciones a lápiz junto a la puerta del armario, allí donde mi padre señalaba mi altura a cada nuevo cumpleaños. Sin embargo, cuanto más trataba de abstraerme, más me convencía de la probabilidad de que la familia del señor Pirzada estuviera muerta. Al cabo de un rato seleccioné una pastilla de chocolate blanco de la cajita, le quité el papel y, al fin, hice algo que nunca había hecho hasta entonces. Me llevé el chocolate a la boca, aguanté hasta que se fundió por completo y, finalmente, mientras lo mascaba con lentitud, recé porque la familia del señor Pirzada estuviera bien y a salvo de todo mal. Nunca antes había rezado por cosa alguna, nunca me habían enseñado o animado a hacerlo, pero en ese momento, dadas las circunstancias, me pareció algo a realizar. Esa noche, cuando fui al baño me contenté con fingir que me cepillaba los dientes, por miedo a que si me los cepillaba de veras, mi rezo de algún modo se perdiera en el enjuague. Mojé el cepillo y moví el tubo de pasta de dientes para que mis padres no me vinieran con preguntas, y me dormí con el azúcar en la lengua.
* * *
En la escuela, nadie hacía mención a la guerra tan atentamente seguida en mi sala de estar. Seguimos con el estudio de la guerra de Independencia y aprendimos lo injusto que era un sistema de impuestos cuando no se admitía la representación política, amén de memorizar pasajes enteros de la Declaración de Independencia. A la hora del recreo, los chicos formaban dos bandos y se perseguían con salvajismo entre columpios y balancines, los casacas rojas contra las colonias. En clase, nuestra profesora, la señora Kenyon, señalaba con frecuencia al mapa que emergía como una pantalla de cine sobre la pizarra, describiéndonos la ruta del Mayflower o mostrándonos el emplazamiento de la Campana de la Libertad. Cada semana, dos alumnos de la clase preparaban una rendición sobre un aspecto concreto de la revolución americana, así que un día me tocó visitar la biblioteca de la escuela en compañía de mi amiga Dora para documentarnos sobre la rendición de Yorktown. La señora Kenyon nos entregó un papelito con los títulos de tres libros a buscar en el índice de fichas. Tras dar con ellos en un abrir y cerrar de ojos, nos sentamos a una mesa baja y redonda para leer y tomar notas. Sin embargo, yo no podía concentrarme. Volví a los estantes de madera clara y me acerqué a una sección que, me había fijado, estaba rotulada con el nombre de «Asia». Vi libros sobre China, la India, Indonesia, Corea. Por fin di con un libro llamado Pakistán: un pueblo, una nación. Me senté en un taburete y abrí el libro. La laminada sobrecubierta crujía entre mis manos. Comencé a pasar las páginas, repletas de fotos de ríos, arrozales y hombres con uniforme militar. Había un capítulo sobre Dacca; empecé a leer sobre su pluviosidad y producción de yute. Estaba estudiando un gráfico de demografía cuando Dora apareció en el pasillo.
—¿Qué haces aquí? La señora Kenyon está en la biblioteca. Ha venido a ver qué hacemos.
Cerré el libro de golpe, con demasiada fuerza. La señora Kenyon apareció de repente; el olor de su perfume impregno el estrecho pasillo cuando cogió el libro por el extremo del lomo, como si se tratara de un cabello pegado a mi jersey. La señora Kenyon examinó la cubierta y fijó la mirada en mí.
—¿Estás leyendo este libro para preparar tu redacción, Lilia?
—No, señora Kenyon.
—Entonces, no veo que te sirva de nada —declaró, reponiéndolo en su estrecho hueco en la estantería—. ¿No te parece?
* * *
A medida que pasaban las semanas, cada vez se hacía más raro ver imágenes de Dacca en las noticias. Las noticias sobre dicha ciudad ahora aparecían tras la primera tanda de anuncios, a veces tras la segunda. La información que de allí llegaba estaba censurada, bloqueada, restringida, dirigida. Algunos días, muchos días, sólo se mencionaba la cifra de muertos, después de unas frases rutinarias sobre la situación general. Otro poeta más había sido ejecutado, nuevas aldeas habían sido incendiadas. A pesar de todo eso, noche tras noche, mis padres disfrutaban de su cena larga y pausada en compañía del señor Pirzada. Después de apagar la televisión y lavar y secar los platos, contaban chistes y anécdotas y mojaban las galletas en el té. Cuando se cansaban de hablar de política, hablaban de la marcha del libro del señor Pirzada sobre los árboles caducifolios de Nueva Inglaterra, de la oferta hecha a mi padre para convertirse en profesor titular o de las curiosas costumbres alimenticias que mi madre había observado entre sus compañeros americanos del banco. Aunque siempre terminaban enviándome arriba, a hacer los deberes, seguía escuchándoles a través de la alfombra mientras bebían más té y oían casetes de Kishore Kumar, mientras jugaban al Scrabble en la mesita, entre risas y discusiones que se prolongaban hasta bien entrada la noche acerca de la ortografía de las palabras inglesas. Yo quería estar con ellos, más que nada para consolar de algún modo al señor Pirzada. Pero, aparte de consumir alguna golosina en honor a su familia y rezar por su bien, yo nada podía hacer. Abajo seguían jugando al Scrabble hasta las noticias de las once y, por fin, en torno a la medianoche, el señor Pirzada se encaminaba de regreso a la residencia. Así, nunca llegué a verle marchar; con todo, cada noche, mientras me hundía en el sueño, seguía oyéndoles, anticipando el nacimiento de una nación en la otra punta del mundo.
* * *
Un día de octubre, el señor Pirzada preguntó, nada más llegar:
—¿Qué son esos grandes frutos anaranjados que hay en todas las puertas? Parecen algún tipo de cidra.
—Son calabazas —respondió mi madre—. Lilia, recuérdame que compre una en el supermercado.
—¿Y por qué las ponen en las puertas? ¿Para qué sirven?
—Para ahuecarlas y hacer una lámpara —expliqué, con una mueca feroz—. Así. Para dar miedo a la gente.
—Ya veo —dijo el señor Pirzada, con una sonrisa maliciosa—. Parecen muy útiles.
Al día siguiente, mi madre compró una calabaza de cinco kilos, gorda y redonda, que situó sobre la mesa del comedor. Antes de la cena, mientras mi padre y el señor Pirzada miraban las noticias locales, me invitó a decorarla con mis rotuladores, pero yo lo que quería era tallarla a cuchillo, al estilo de otras calabazas que había visto en el barrio.
—Eso mismo. Vamos a tallarla —aprobó el señor Pirzada, levantándose del sofá—. Esta noche, las noticias pueden esperar —sin hacer pregunta alguna, el señor Pirzada entró en la cocina, abrió un cajón y volvió a la sala armado con un largo cuchillo de sierra. Su mirada buscó la mía en señal de aprobación—. ¿Me dejas?
Asentí con la cabeza. Por primera vez, nos reunimos en torno a la gran mesa del comedor, mi madre, mi padre, el señor Pirzada y yo. Mientras las imágenes seguían sucediéndose en el televisor sin que nadie les prestara atención, cubrimos la mesa con periódicos. El señor Pirzada plegó su americana sobre la silla que tenía a sus espaldas, se quitó un par de gemelos con un ópalo inscrito y se subió las almidonadas mangas de su camisa.
—Lo mejor es comenzar por arriba, así —expliqué, señalando con mi dedo índice.
El señor Pirzada efectuó una primera incisión e hizo girar el cuchillo. Cuando el círculo se cerró, alzó la tapa por el rabo. La tapa salió sin dificultad; el señor Pirzada acercó su rostro a la calabaza para inspeccionar e inhalar su contenido. Mi madre le pasó una larga cuchara metálica con la que destripó el interior hasta que los últimos restos de fibra y semillas hubieron desaparecido. A todo esto, mi padre separaba las semillas de la pulpa y las ponía a secar en un mantelillo de papel, a fin de tostarlas después. Dibujé dos triángulos sobre la superficie acaballonada, señalando así los ojos que el señor Pirzada se apresuró a trabajar, seguidos de medialunas para las cejas y un nuevo triángulo para la nariz. Ya sólo quedaba la boca, pero los dientes eran lo más difícil. Vacilé un instante.
—¿Sonrisa o enfado? —pregunté.
—Tú decides —dijo el señor Pirzada.
A modo de solución de compromiso, dibujé una especie de mueca, ni lastimera ni amistosa, de lado a lado de la calabaza. El señor Pirzada empezó a tallar con toda naturalidad, como si llevara toda la vida tallando lámparas de calabaza. Casi había terminado, cuando empezó el noticiario nacional. Un reportero mencionó el nombre de Dacca, y todos volvimos el rostro, a la escucha. Un dirigente indio declaró que si el mundo no contribuía a aliviar la suerte de los refugiados de Pakistán Oriental, la India se vería obligada a entrar en guerra con el estado pakistaní. Al apuntar la información, el reportero tenía el rostro empapado en sudor. En vez de vestir americana o corbata, su aspecto más bien era el de quien está presto a sumarse a la batalla. Mientras gritaba instrucciones a su cámara, el periodista se protegía con la mano el rostro requemado por el sol. El cuchillo se le fue de la mano al señor Pirzada, rajando la calabaza hasta su base.
—Les ruego que me disculpen. —El señor Pirzada acercó la mano a un lado de su cara, como si alguien le hubiera abofeteado—. Yo… Lo siento mucho. Les compraré otra. Mejor será intentarlo otra vez.
—No se preocupe, no se preocupe —dijo mi padre, tomando el cuchillo de su mano y tallando en torno a la raja hasta obtener una línea regular, descartando los dientes dibujados por mí. Lo que resultó fue un agujero desproporcionadamente grande, del tamaño de un limón, que confería a nuestra lámpara cierta expresión de plácido asombro, sin que las cejas resultaran ya feroces, desvaídas en helada sorpresa sobre una mirada geométrica y vacía.
* * *
Por Halloween, me disfracé de bruja. Dora, mi compañera de reparto, también iba de bruja. Vestíamos capas negras confeccionadas con fundas de almohada teñidas de ese color y sombreros cónicos con anchas bandas de cartón. Nos coloreamos el rostro de verde con una rota pieza de sombra de ojos donada por la madre de Dora; mi madre nos dio dos sacos de arpillera que antaño contuvieran arroz basmati a fin de guardar las golosinas que nos regalaran. Nuestro plan consistía en caminar de mi casa a la de Dora, desde donde telefonearía para avisar de que había llegado sana y salva antes de que la madre de Dora me devolviera en coche a casa. Mi padre nos equipó con sendas linternas y me instó a ponerme mi reloj, que sincronicé con el suyo. No debíamos volver más tarde de las nueve.
Al presentarse esa tarde, el señor Pirzada me obsequió con una cajita de pastillas de menta recubiertas de chocolate.
—Póngala aquí —conminé, abriendo el saco de arpillera—. ¡Un caramelo o le doy un susto!
—Me parece que mi contribución está de más esta noche —declaró, metiendo la cajita en el saco. El señor Pirzada contempló mi rostro pintado de verde y el sombrero sujeto a mi barbilla con un hilo. Con cuidado, levantó el borde de mi capa, bajo la que vestía jersey y chaquetilla de lana con cremallera—. ¿Ya vas bien abrigada?
Asentí con la cabeza; el sombrero se me ladeó.
El señor Pirzada lo devolvió a su posición original, comentando:
—Así está mejor.
Al pie de la escalera había una hilera de diminutas cestas con caramelos. Al descalzarse, el señor Pirzada no dejó los zapatos allí, como normalmente hacía, sino que los metió en el armario. Cuando empezó a desabotonarse el abrigo, automáticamente me apresté a ayudarle, pero Dora me llamó desde el baño para pedirme que la ayudara a dibujar una verruga en su mentón. Cuando por fin estuvimos listas, mi madre nos hizo una fotografía frente al hogar, tras lo cual abrí la puerta para marcharnos. El señor Pirzada y mi padre, que no habían puesto pie en la sala de estar, se mantenían a un lado en el recibidor. Fuera ya era oscuro. El aire olía a hojas húmedas y nuestra lámpara parpadeaba de modo impresionante sobre los arbustos cercanos a la puerta. De la distancia llegaba el sonido de pies que correteaban y los aullidos de los muchachos mayores, que se contentaban con lucir una simple máscara de goma, así como el frufrú del ropaje que vestían los no tan mayores; algunos niños eran tan pequeños que sus padres les tenían que llevar personalmente de puerta en puerta.
—No llaméis a las casas de gente que no conozcáis —nos advirtió mi padre.
El señor Pirzada frunció el ceño.
—¿Hay algún peligro?
—No, nada de eso —le aseguró mi madre—. Todos los niños salen a la calle. Es la tradición.
—¿No sería mejor que yo les acompañara? —sugirió el señor Pirzada. De pronto había adoptado un aspecto fatigado y frágil, plantado junto a la puerta sobre sus pies planos y descalzos; sus ojos encerraban una nota de pánico que yo nunca había advertido antes. A pesar del frío, empecé a sudar bajo mi funda de almohada.
—Es usted de lo que no hay, señor Pirzada —dijo mi madre. Lilia está completamente segura en compañía de su amiga.
—Pero ¿y si llueve? ¿Y si se pierden por el camino?
—No se preocupe —dije yo. Era la primera vez que dirigía esas palabras al señor Pirzada, tres sencillas palabras que llevaba semanas queriendo decirle sin atreverme a ello. Tan solo las había dicho en mis rezos. En ese momento me avergoncé de decírselas en relación con mi propia persona.
El señor Pirzada puso uno de sus cuadrados dedos en mi mejilla. A continuación, pasó el dedo por el dorso de su mano, dejando una leve imprimación verdosa.
—Como diga la señora —concedió, con una pequeña reverencia.
Salimos, tambaleándonos ligeramente sobre nuestros puntiagudos zapatos negros adquiridos en alguna tienda de beneficencia; al llegar a la entrada del jardín, nos volvimos para despedirnos con la mano. De pie frente a la puerta, empequeñecido entre mis padres, el señor Pirzada nos devolvió el saludo.
—¿Cómo es que ese señor quería venir con nosotras? —preguntó Dora.
—Es que sus hijas están desaparecidas. —Nada más decirlo, me arrepentí de haberlo hecho. Sentí como si mis palabras trocaran aquello en realidad, como si las hijas del señor Pirzada de veras hubieran desaparecido para que él nunca volviera a verlas.
—¿Quieres decir que las han secuestrado? —continuó Dora—. ¿En un parque, o algún lugar así?
—No quería decir que estaban desaparecidas, sino que las echa mucho de menos. Sus hijas viven en otro país y lleva mucho tiempo sin verlas, eso es todo.
Fuimos de casa en casa, adentrándonos en jardines y llamando a un timbre tras otro. Algunos vecinos habían apagado todas las luces, para procurar mayor efectismo; otros habían prendido murciélagos de goma de sus ventanas. Los McIntyre habían puesto un ataúd frente a su puerta, del que el señor McIntyre se levantó en silencio, con el rostro cubierto de tiza, para depositar un puñado de dulces de maíz en nuestro saco.
Varios vecinos me comentaron que nunca antes se habían encontrado con una bruja venida de la India. Otros hicieron entrega de sus golosinas sin hacer comentario alguno. Mientras caminábamos tras los haces paralelos de nuestras linternas, vimos huevos estrellados en mitad de la calle, automóviles cubiertos con espuma de afeitar y ristras de papel higiénico colgadas de las ramas de los árboles. Cuando por fin llegamos a casa de Dora, teníamos las manos agrietadas por el peso de nuestros repletos sacos de arpillera, y los pies hinchados y doloridos. Su madre nos dio tiritas para las ampollas y nos sirvió zumo caliente de manzana y palomitas dulces de maíz. La madre de Dora me recordó que telefoneara a mis padres para decirles que había llegado sin contratiempo, y cuando lo hice, me llegó el distante sonido del televisor. Mi madre no me pareció particularmente contenta de escucharme. Al colgar el teléfono, me fijé en que los padres de Dora no tenían la televisión en marcha. Su padre estaba tumbado en el sofá, leyendo una revista, con una copa de vino sobre la mesita mientras una música de saxofón sonaba en el equipo de sonido.
Después de que Dora y yo nos repartiéramos el botín, contando, recontando y negociando hasta estar plenamente satisfechas, su madre me llevó en coche a casa. Después de darle las gracias por el viaje, la madre de Dora esperó al volante hasta que llegué a la puerta. A la luz de los faros del automóvil, descubrí que nuestra calabaza estaba destrozada, diseminada en gruesos pedazos sobre la hierba. Sentí el aguijón de las lágrimas en mis ojos y un repentino dolor en la garganta, como si alguien me hubiera hecho tragar un puñado de la punzante gravilla que crujía a cada nuevo paso de mis pies doloridos. Abrí la puerta, esperando encontrarme con el desconsuelo general ante el destrozo sufrido por nuestra calabaza, pero no había nadie. En la sala de estar, el señor Pirzada, mi padre y mi madre estaban sentados muy juntos en el sofá. La televisión estaba apagada y el señor Pirzada tenía la cabeza hundida entre las manos.
Lo que oyeron esa noche, y siguieron oyendo muchas noches más, era que la India y Pakistán cada vez estaban más cerca de la guerra. Las tropas de ambos países se vigilaban desde sus fronteras, al tiempo que Dacca insistía en acceder a la independencia total. La guerra tendría lugar en suelo de Pakistán Oriental. Los Estados Unidos se alineaban con Pakistán, la Unión Soviética con la India y lo que pronto sería Bangladesh. La declaración oficial de guerra tuvo lugar el 4 de diciembre; doce días más tarde, el ejército pakistaní se rendía en Dacca, víctima del combate a casi cinco mil kilómetros de sus líneas de suministro. Estos son los hechos que ahora conozco, a los que puedo acceder en cualquier libro de historia, en cualquier biblioteca. Pero en ese momento, hablando en términos generales, aquello constituía para mí un misterio remoto y plagado de circunstancias caprichosas. Lo que recuerdo de esa guerra de doce días es que mi padre ya no me decía que viera el noticiario con ellos, que el señor Pirzada dejó de traerme caramelos y que mi madre se negó a preparar otra cena que no fueran huevos duros con arroz. Recuerdo que algunas noches ayudé a mi madre a disponer las sábanas y las mantas sobre el sofá para que el señor Pirzada pudiera quedarse a dormir; también recuerdo las altas voces angustiadas en mitad de la noche, cuando mis padres llamaban a nuestros familiares de Calcuta para reunir más detalles sobre la situación. Sobre todo, recuerdo que, durante esos días, los tres se movían como si fueran una misma persona que comiera la misma comida, compartiera el mismo cuerpo, el mismo silencio y el mismo miedo.
En enero, el señor Pirzada voló hasta su casa de tres pisos en Dacca para averiguar qué era lo que quedaba de ella. No supimos demasiado de él en esas últimas semanas del año; estaba muy ocupado en terminar su manuscrito y nosotros nos marchamos a Filadelfia, a pasar la Navidad con unos amigos de mis padres. Igual que no recuerdo con exactitud la primera visita del señor Pirzada, tampoco recuerdo la última. Mi padre le llevó al aeropuerto una tarde que yo estaba en la escuela. Durante mucho tiempo no supimos nada de él. Por la noche hacíamos como de costumbre, cenar frente a las noticias del televisor. La única diferencia era que el señor Pirzada y su reloj supletorio ya no estaban allí para acompañarnos. Según las noticias, Dacca volvía lentamente a la normalidad bajo un nuevo gobierno parlamentario. El nuevo presidente, Sheikh Mujib Rahman, recién salido de la cárcel, pidió al mundo la donación de los materiales de construcción necesarios para reconstruir el más de un millón de casas destruidas en la guerra. Un número incontable de refugiados volvía de la India para encontrarse, según se nos informó, con el desempleo y la amenaza del hambre. De vez en cuando yo echaba una mirada al mapa que había sobre el escritorio de mi padre y me imaginaba al señor Pirzada en aquel pequeño parche de color amarillo, sudando a chorros, suponía, en alguno de sus trajes, a la busca de su familia. Por supuesto, a esas alturas, el mapa había quedado anticuado.
Por fin, bastantes meses después recibimos una postal del señor Pirzada, conmemorativa del Año Nuevo musulmán y acompañada de una breve carta. Según refería, volvía a estar con su mujer y sus hijas. Todas se encontraban bien, después de haber pasado el dificultoso año anterior ocultas en una casa de campo que los abuelos de su mujer tenían en las montañas de Shillong. Sus siete hijas eran ahora un poco más altas, añadía, pero por lo demás seguían igual que siempre: continuaba teniendo los mismos problemas para recordar el nombre de cada una de ellas. Al final de su carta, nos daba las gracias por nuestra hospitalidad, añadiendo que aunque ahora entendía el significado de la palabra «gracias», ésta distaba de adecuarse a su gratitud hacia nosotros. Para celebrar las buenas noticias, mi madre esa noche preparó una cena especial; cuando nos sentamos a la mesita del café, brindamos con nuestros vasos de agua, pero yo no me sentía con humor para celebrar nada. Aunque llevaba meses sin verle, fue entonces cuando de veras noté la ausencia del señor Pirzada. Sólo entonces, al alzar mi vaso de agua en su honor, me di cuenta de lo que significaba echar de menos a alguien que estaba a tantas horas y kilómetros de distancia, como él había echado de menos a su esposa y sus hijas durante tantos meses. El señor Pirzada no tenía motivo para volver junto a nosotros; mis padres pronosticaron —con acierto— que nunca más volveríamos a verle. Desde enero, cada noche antes de acostarme, había seguido comiendo, en atención a la familia del señor Pirzada, alguna de las golosinas cosechadas en Halloween. Esa noche ya no tuve que hacerlo. Con el tiempo, las tiré todas.