Me produce envidia (es una forma de hablar) todo aquel que dispone de tiempo para preparar algo parecido a un libro y que, habiéndolo concluido, sabe cómo interesarse por el destino de ese objeto o por el destino que, después de todo, ese objeto le reserva. ¡Que no me permita creer que, en el trayecto, se le ha presentado al menos una verdadera ocasión de renunciar a él! Hubiera hecho caso omiso y podríamos esperar que nos hiciera el honor de explicarnos la razón. Todo aquello que siento la tentación de comenzar, que requiere un sostenido esfuerzo, hace que me sienta demasiado seguro de que no estoy a la altura de la vida tal como yo la amo y se me ofrece: la vida hasta perder el aliento. Los cortes bruscos de las palabras en una frase incluso impresa, ese subrayado que, mientras se está hablando, se traza debajo de cierto número de frases sin que se trate de sumarlas, la total elisión de los episodios que, de un día a otro o a otro más, trastocan por completo los datos de un problema cuya solución habíamos pensado que cabía esperar, el indeterminable coeficiente afectivo con el que se cargan y se descargan a lo largo del tiempo tanto las ideas más distantes que uno piense expresar como los recuerdos más concretos, hacen que no me sienta con ánimos para examinar más que el intervalo[168] que separa estas últimas líneas de aquellas que, hojeando este libro, parecerían acabar de concluirlo hace un par de páginas[169]. Intervalo muy corto, irrelevante para un lector apresurado e incluso para cualquier lector pero, me es preciso decirlo, desmesurado y de un valor inapreciable para mí. ¿Cómo podría hacerme comprender? Yo no sé lo que salvaría de esta historia si volviera a leerla, con esa mirada paciente y hasta en cierto modo imparcial que estoy seguro que podría tener, para ser fiel a mi actual sentimiento acerca de mí mismo. No quiero saberlo. Prefiero pensar que desde finales de agosto, fecha en que quedó interrumpida, hasta finales de diciembre, cuando esta historia, quedó interrumpida, hasta finales de diciembre, cuando esta historia, encontrándome abrumado por el peso de una emoción que afecta al corazón mucho más que al espíritu en esta ocasión, se libera de mí sin perjuicio de dejarme estremecido, he vivido mal o bien —como uno puede vivir— de las mejores esperanzas que esta obra preservaba, y después, que cada cual me crea o no, de su propia realización, de su entera realización, sí, de la increíble realización de esas esperanzas. Por eso me parece todavía humanamente posible que se alce la voz que en ella se escucha, por eso no repudio algunos extraños acentos que en ella puse. Cuando Nadja, la persona de Nadja está tan lejana… Al igual que algunas otras. Y que traído, y quién sabe si recobrado ya por la Maravilla, esa Maravilla en cuya fe al menos yo me habré mantenido desde la primera hasta la última página de este libro, zumba en mis oídos un nombre que ya no es el suyo[170].

"Me produce envidia (es una forma de hablar) todo aquel que dispone de tiempo para preparar algo parecido a un libro…"
(Fotografía Henri Manuel).

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Comencé por volver a visitar algunos de los lugares por los que conduce este relato; en efecto, quería proporcionar, al igual que de algunas personas y de algunos objetos, una imagen fotográfica suya tomada bajo el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado. Con tal motivo, pude comprobar que, con escasas excepciones, en mayor o menor medida no se prestaban a mi propósito, de manera que la parte ilustrada de Nadja resultó insuficiente para mi gusto. Becque rodeado de siniestras vallas, la dirección del Teatro Moderno sobre aviso, Pourville muerta y decepcionante como ninguna otra ciudad de Francia, la desaparición de casi todo lo referente a El abrazo del pulpo y, sobre todo, algo que era esencial para mí aunque no haya sido tratado detalladamente en este libro, la imposibilidad de conseguir autorización para fotografiar el adorable señuelo que, en el Museo Grévin[171], constituye esa mujer que finge ocultarse en la sombra para abrochar su liguero y que, en su inmutable pose, es la única estatua, que yo sepa, que tiene ojos: los de la propia provocación[172]. En tanto que el bulevar Bonne-Nouvelle, tras haber parecido que respondía a lo que yo esperaba de él, mientras me encontraba por desgracia fuera de París, durante las maravillosas jornadas de pillaje denominadas de "Sacco-Vanzetti"[173], distinguiéndose ciertamente como uno de esos importantes puntos estratégicos que busco en lo tocante al desorden y acerca de los cuales me empeño en creer que, veladamente, me son dadas ciertas orientaciones —a mí y a todos los que prefieren no oponerse a tales instancias, siempre que lo que esté en juego sea el más absoluto sentido del amor o de la revolución, y conlleve la negación de todo lo demás—; en tanto que el bulevar Bonne-Nouvelle, con las fachadas de sus cines repintadas, se ha quedado desde entonces petrificado para mí como si la puerta de Saint-Denis acabara de cerrarse, he sido testigo del renacimiento y luego de la muerte, otra vez, del Teatro de las Dos-Máscaras, que ya tan sólo era el Teatro de la Máscara y que, en la calle Fontaine, se encontraba ya apenas a medio camino de mi casa. Etc. Qué curioso, como decía aquel abominable jardinero[174]. Pero así son las cosas del mundo exterior, ¿verdad? esa patraña. Cosas que hace el tiempo, un tiempo de perros[175].

"En el Museo Grévin…" (Fotografía Pablo Volta, 1959).

No seré yo quien medite sobre lo que ocurre con "la forma de una ciudad"[176], incluso de la de la auténtica ciudad separada y abstraída de la que vivo por la fuerza de un elemento que sería a mi pensamiento lo que se entiende que el aire es a la vida. Sin la menor nostalgia, veo cómo actualmente se va convirtiendo en otra e incluso me huye. Se escurre, arde, zozobra en el estremecimiento de las hierbas salvajes de sus barricadas, en el sueño de las cortinas de sus habitaciones en las que un hombre y una mujer continuarán amándose indiferentes a todo. Dejo simplemente esbozado este paisaje mental, cuyos límites me desalientan, a pesar de su sorprendente prolongación hacia Avignon, donde el Palacio de los Papas no ha acusado las noches invernales ni los chaparrones de lluvia, donde un viejo puente ha terminado por ceder bajo el peso de una canción infantil[177], donde una mano maravillosa e imposible de traicionar me ha señalado no hace mucho tiempo un gran cartel indicador azul celeste con estas palabras: los amaneceres[178]. A pesar de esa prolongación y de todas las demás, que me ayudan a plantar una estrella en el propio corazón de lo finito. Yo adivino, y antes de que todo quede bien sentado, ya lo he adivinado. Aún así, si hay que saber esperar, si es preciso querer estar seguro, si hay que tomar precauciones, si hay que renunciar a algo para no perderlo todo, y ni siquiera algo, me niego rotundamente. Que la gran inconsciencia viva y sonora que me inspira mis únicos actos auténticos disponga por entero de mí para siempre. Me privo, porque sí, de cualquier posibilidad de exigirle lo que una vez más, ahora, le entrego. Una vez más sólo quiero aceptarla a ella, sólo con ella quiero contar y recorrer sus inmensas escolleras a mi gusto, mientras miro fijamente un punto brillante que sé que está en mi ojo y que me evita tropezar con sus bultos nocturnos.

"Un gran cartel indicador azul celeste…"
(Fotografía Valentine Hugo).

Me contaron hace mucho tiempo una historia tan tonta, tan oscura, tan conmovedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una habitación. Será la número 35. Al bajar, unos minutos después, y mientras devuelve la llave en recepción: "Perdone, dice, tengo muy mala memoria. Si no tiene inconveniente, cada vez que vuelva yo le diré mi nombre: Señor Delouit[179]. Y usted me repetirá cada vez el número de mi habitación. —Sí, señor." Muy poco después, vuelve, abre a medias la puerta de la recepción: "Señor Delouit. —Es la número 35. — Gracias." Un minuto más tarde, un hombre extraordinariamente agitado, con la ropa cubierta de barro, ensangrentado y casi sin aspecto humano, se dirige al conserje: "Señor Delouit. —¿Cómo que señor Delouit? Basta de bromas. El señor Delouit acaba de subir. —Perdone, soy yo… Acabo de caerme por la ventana. ¿Cuál es el número de mi habitación, por favor?"

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Esta es la historia que, yo también, cedí al deseo de contarte a ti, cuando apenas te conocía, a ti que ya no puedes acordarte, pero que habiendo conocido el comienzo de este libro, como por azar, has influido en mí tan oportuna, tan violenta y tan eficazmente, sin duda para recordarme que lo deseaba "abierto como una puerta batiente"[180] y que por esa puerta nunca vería, sin duda, entrar a nadie más que a ti. Entrar y salir más que a ti. A ti que, de todo lo que llevo dicho en esta obra, no habrás recibido más que un poco de lluvia en tu mano levantada hacia "los amaneceres". A ti, que tanto me haces lamentar que haya escrito esa absurda e irrevocable frase sobre el amor, "tal y como sólo puede ser a toda prueba". A ti que, para todos los que me escuchan, no debes ser una entidad sino una mujer, a ti que sobre todas las cosas eres una mujer, a pesar de todo lo que me ha influido y lo que me influye en ti para que te considere la Quimera. A ti que haces admirablemente todo lo que haces y cuyas espléndidas razones, que yo no considero en los confines de la locura, relampaguean y caen mortalmente como el rayo. A ti, la criatura más viva, que no pareces haber sido puesta en mi camino sino para que experimente en todo su rigor la fuerza de lo que conservas intacto en ti. A ti que sólo de oídas conoces el mal. A ti, claro está, idealmente bella. A ti, que todo conduce al alba y que, por eso mismo, quizás ya no vuelva a ver nunca más…

¿Sin ti[181], que haría yo con este amor que siempre he sentido en mí hacia lo genial, en cuyo nombre lo menos que he podido hacer es intentar algunas exploraciones, por aquí o por allá? El genio, yo presumo de saberlo encontrar,
casi de saber en qué consiste, y lo consideraba capaz de armonizar todas las otras grandes pasiones. Creo ciegamente en tu genialidad. Si esta palabra te extraña, la retiro pero no sin tristeza. Pero en ese caso quiero desterrarla por completo. El genio… ¡qué podría esperar de algunos posibles mediadores que se me han aparecido bajo este signo y que a tu lado se han esfumado!

Sin tú quererlo, has tomado el lugar de las formas que me eran más familiares[182], así como el de algunas figuras de mis presentimientos. Nadja pertenecía a estas últimas, y es perfecto que me la hayas ocultado.

Todo lo que sé es que esta sustitución de personajes se detiene en ti, porque nada te puede sustituir, y que estaba escrito que era ante ti donde terminaría para mi esta sucesión de enigmas.

Tú no eres un enigma para mí.

Digo que tú me desvías del enigma para siempre.

Puesto que existes, como tu sola sabes existir, quizás no era muy necesaria la existencia de este libro. He creído que podía decidir lo contrario, en recuerdo de la conclusión que yo quería darle antes de conocerte y que desde mi punto de vista, tu irrupción en mi vida no ha invalidado. Incluso sólo es a través de ti como esta conclusión cobra su auténtico sentido y toda su fuerza.

Ella me sonríe como a veces me has sonreído, por detrás de grandes espesuras de lágrimas. "Es el amor, otra vez, decías y, más injustamente también llegaste a decir. Todo o nada."

No pienso oponerme nunca a esta fórmula, con la que la pasión se ha armado definitivamente, lanzándose a proteger el mundo contra si mismo. A lo sumo se me ocurriría interrogarla acerca de la naturaleza de ese todo, si no fuera preciso, a este respecto, por tratarse de la pasión, que no estuviera en condiciones de escucharme. Sus diversos movimientos, incluso en la medida en que soy víctima de ellos, —y en que alguna vez pueda ella o no despojarme de la palabra, negarme el derecho a existir—, ¿cómo podrían arrebatarme por entero al orgullo de conocerla, a la humildad absoluta que ante ella y únicamente ante ella me impongo? No apelaré contra sus sentencias por muy duras o misteriosas que sean. Seria tanto como querer detener el curso del mundo, en virtud de no sé qué ilusorio poder que ella da sobre él. Tanto como negar que "cada cual quiere y cree ser mejor que ese mundo que es el suyo, pero (que) lo único que hace el mejor es expresar mejor que otros ese mismo mundo"[183].

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De todo ello se deduce necesariamente una determinada actitud con respecto a la belleza, la cual demasiado claro está que únicamente con fines pasionales ha sido tratada aquí. En ningún caso estática, es decir encerrada en
su sueño de piedra[184], inalcanzable para el hombre en las sombras de esas
Odaliscas, en lo profundo de esas tragedias que pretenden limitarse a una única jornada, apenas menos dinámica que ellas, es decir, sometida a ese galope desenfrenado tras el cual solo puede comenzar desenfrenadamente otro galope,

a saber, más aturdida que un copo de nieve en mitad de la nevada, es decir decidida a rechazar para siempre cualquier abrazo por miedo a que no se la sepa abrazar: ni dinámica ni estática veo la belleza tal y como te he visto. Como he visto lo que a la hora indicada y por un tiempo marcado, que espero y creo con toda mi alma que se prestará a repetirse, te armonizaba conmigo[185]. Es como un tren que no deja de brincar en la estación de Lyon y del que estoy seguro que nunca saldrá, que nunca se ha ido[186]. Se compone de espasmos, muchos de los cuales apenas tienen importancia, pero que nosotros sabemos que están destinados a producir un Espasmo[187], que sí la tiene. Que tiene toda la importancia que yo no quisiera arrogarme. Un poco en cualquier dominio, el entendimiento se atribuye derechos que no posee. La belleza, ni dinámica ni estática. El corazón humano, hermoso como un sismógrafo. Majestad del silencio… Un periódico matutino me bastará siempre para darme noticias mías:

"X…, 26 de diciembre— El operador encargado de la estación de telegrafía sin hilos situada en La Isla de Sable[188], captó un fragmento de mensaje que podría haber sido emitido el domingo por la noche a tal hora por el… El mensaje decía en particular: 'Algo falla’, pero no indicaba la posición del avión en ese momento y, debido a las pésimas condiciones atmosféricas y a las interferencias que se producían, el operador no pudo comprender ninguna otra frase, ni entrar de nuevo en contacto.

"El mensaje había sido emitido en una longitud de onda de 625 metros; por otra parte, dada la intensidad de recepción, el operador creyó que podía localizar el avión en un radio de 80 kilómetros alrededor de la isla de Sable".

La belleza será convulsiva o no será[189].