"La librería de L’Humanité… " (Fotografía J. —A. Boiffard).

El pasado 4 de octubre[102], hacia el final de una de esas tardes absolutamente ociosas y lúgubres, como solo yo sé pasar, me encontraba en la calle Lafayette tras haberme detenido durante algunos minutos ante el escaparate de la librería de L’Humanité y haber adquirido la última obra de Trotsky[103], seguía mi camino, vagando sin rumbo, en dirección a la Ópera. Las oficinas, los talleres comenzaban a quedarse vacíos, de arriba abajo de los edificios todo eran puertas cerrándose, las personas se estrechaban la mano en las aceras que empezaban a estar más concurridas. Sin quererlo, observaba rostros, atavíos ridículos, formas de andar. Quiá, ni de lejos estaría esta gente dispuesta a hacer la Revolución. Acababa de cruzar aquella plaza, cuyo nombre olvido o ignoro, allí, frente a una iglesia. De pronto, cuando aún se encuentra a unos diez pasos de mí, me fijo en una muchacha, muy pobremente vestida, que viene en sentido contrario y que, a su vez, también me ve o me ha visto. A diferencia del resto de los transeúntes, lleva la cabeza erguida. Tan frágil que apenas se posa al andar. Una imperceptible sonrisa atraviesa tal vez su rostro. Curiosamente maquillada como si, habiendo comenzado por los ojos, no hubiera tenido tiempo de acabar, pero con la raya de los ojos tan negra para una rubia. La raya, de ningún modo los párpados (un brillo así se consigue, y sólo se consigue, repasando cuidadosamente el lápiz únicamente bajo el párpado. A este respecto, es interesante precisar que Blanche Derval, en el papel de Solange, incluso observada desde muy cerca, en absoluto parecía maquillada. ¿Será que yo no aprecio lo que resulta muy poco oportuno en la calle y es, en cambio, recomendable para el teatro más que en la medida en que hace caso omiso de lo que está prohibido en un caso, ordenado en el otro? Es posible). Nunca había visto unos ojos como aquellos. Sin vacilar, entablo conversación con la desconocida, admito por lo demás que esperándome lo peor. Ella sonríe, pero muy misteriosamente y diría que como si supiera lo que se hacía, aunque en aquel momento yo no pudiera imaginarlo. Acude, según dice, a una peluquería del bulevar Magenta (digo: según dice, porque al instante me entran las dudas y porque más adelante ella misma había de reconocer que iba sin ningún rumbo preciso). Me habla con cierta insistencia de las dificultades económicas por las que está pasando[104], pero todo esto, me parece, más bien como disculpa y para explicar mejor la indigencia de su atuendo. Hacemos un alto en la terraza de un café cercano a la estación del Norte. La observo mejor. ¿Qué traslucen sus ojos que resulta tan extraordinario? ¿Qué se refleja en ellos, oscuramente, de infelicidad y a la vez, luminosamente, de orgullo? Es el mismo enigma que plantean las primeras confidencias que, sin que quiera saber más de mí, me va haciendo, con una confianza que podría ser inoportuna (o, ¿tal vez podría no serlo?). En Lille, ciudad de donde es originaria y de la que no se fue hasta hace dos o tres años, conoció a un estudiante al que ella tal vez amó y que la amaba Un buen día, ella decidió abandonarlo cuando menos se lo esperaba él, simplemente "por miedo a estorbarle". Vino entonces a París desde donde a veces le ha escrito, a intervalos cada vez más largos y sin darle nunca su dirección. Sin embargo, aproximadamente un año después de aquello se lo encontró por casualidad: ambos se sorprendieron mucho. Él tomándole las manos, no pudo evitar decirle lo cambiada que la encontraba y bajando la mirada hacia sus manos, se extrañó de verlas tan cuidadas (apenas lo están ahora). Entonces, mecánicamente, ella miro a su vez una de las manos que sostenían las suyas sin poder reprimir un grito al observar que los dos últimos dedos estaban inseparablemente unidos. "¡Pero si te has herido!" Fue absolutamente necesario que el joven le mostrara su otra mano, que presentaba la misma malformación. Muy conmovida, insiste en preguntarme al respecto "¿Cómo puede ser posible? ¡Haber vivido tanto tiempo con una persona, haber dispuesto de todas las ocasiones posibles para observarlo, haberse dedicado a descubrir sus menores particularidades físicas o de otro tipo para, al final, llegar a conocerle tan mal, para ni siquiera haberme dado cuenta de eso!¿Cree usted… cree usted que el amor puede hacer cosas así? Y él, tan enfadado, pues claro, lo único que pude hacer es callarme, con esas manos… Entonces dijo algo que no comprendo, hay una palabra que no entiendo, dijo: '¡Panoli!' Me vuelvo a Alsacia-Lorena. Solo allí saben querer las mujeres ¿Por qué: Panoli[105]?. ¿Lo sabe usted?" Como puede suponerse reaccioné enérgicamente: "Qué más da. Pero me parece odiosa esa forma de generalizar sobre Alsacia-Lorena, seguro que este tipo debía ser un perfecto cretino, etc. De manera que se fue, ¿no lo ha vuelto a ver? más vale así." Me dice su nombre, el que ella misma ha adoptado: "Nadja, porque en ruso es el principio de la palabra esperanza y porque no es más que el principio"[106]. Solo ahora se le ocurre preguntarme quien soy yo (en el sentido más restringido de la expresión). Se lo digo. Luego vuelve a referirse otra vez a su pasado, me habla de su padre, de su madre. Se enternece, sobre todo, recordando al primero. "¡Un hombre tan débil! Si usted supiera lo débil que ha sido siempre. Fíjese, cuando era joven, no le negaban casi nada. Sus padres, muy acomodados. Todavía no existían los automóviles pero había un hermoso carruaje, un cochero… Con él todo se esfumo rápidamente, por supuesto. Le quiero tanto. Cada vez que pienso en él, que me acuerdo de lo débil que puede ser… ¡Oh! madre es otra cosa. Es una buena mujer, eso es, como se suele decir, una buena mujer. En absoluto el tipo de mujer que mi padre hubiera necesitado. Naturalmente que en casa todo estaba muy limpio pero él, compréndalo, no estaba hecho para verla en delantal cuando regresaba. Cierto que se encontraba con una mesa puesta, o a punto de ser puesta, pero no encontraba lo que se suele llamar (con una irónica expresión de apetencia y un gesto divertido) una mesa servida. A madre, la quiero mucho, por nada del mundo querría apenarla. De manera que cuando me vine a París, ella sabía que traía una carta de presentación para las monjas de Vaugirard. Naturalmente nunca la utilicé. Pero siempre que le escribo acabo mi carta con estas palabras: 'Espero verte pronto’, y añado: 'Si Dios quiere como dice sor…' y añado cualquier nombre. Y ella ¡lo contenta que debe quedarse! En las cartas que recibo de ella, lo que más me conmueve, lo que significa para mí más que todo lo demás, es la posdata. En efecto, siempre necesita añadir: 'Me pregunto qué puedes estar haciendo en París.' ¡Pobre madre, si ella supiera! Qué es lo que Nadja hace en París, ella misma se lo pregunta. Si, por las tardes hacia las siete, le gusta encontrarse en un vagón de segunda en el metro. La mayoría de los pasajeros son personas que regresan de sus trabajos. Se sienta entre ellos, trata de sorprender en sus caras el motivo de sus preocupaciones. Naturalmente, están pensando en lo que acaban de abandonar hasta mañana, solo hasta mañana, y también en lo que les espera esta noche, lo cual les alegra o les preocupa aún más. Nadja se queda mirando fijamente algo indefinido: "Hay buenas personas." más alterado de lo que quisiera mostrarme, ahora si me enojo: "Pues no. Además tampoco se trata de eso. El hecho de que soporten el trabajo, con o sin las demás miserias, impide que esas personas sean interesantes. Si la rebeldía no es lo más fuerte que sienten, ¿cómo podrían aumentar su dignidad solo con eso? En estos momentos, por lo demás, usted les ve, ellos ni siquiera la ven a usted. Por lo que a mí se refiere, yo odio, con todas mis fuerzas, esa esclavitud que pretenden que considere encomiable Compadezco al hombre por estar condenado a ella, porque por lo general no puede evitarla, pero si me pongo de su parte no es por la dureza de su condena es y no podría ser más que por la energía de su protesta. Yo se que en el horno de la fábrica, o delante de una de esas máquinas inexorables que durante todo el día imponen la repetición del mismo gesto con intervalos de algunos segundos, o en cualquier otro lugar bajo las ordenes más inaceptables, o en una celda, o ante un pelotón de ejecución, todavía puede uno sentirse libre, pero no es el martirio que se padece lo que crea esa libertad. Admito que esa libertad sea un perpetuo liberarse de las cadenas: será preciso, por añadidura, para que ese desencadenarse sea posible, constantemente posible, que las cadenas no nos aplasten, como les ocurre a muchos de esos de los que usted me habla. Pero también es, y quizás mucho más desde el punto de vista humano, la mayor o menor pero, en cualquier caso, la maravillosa sucesión de pasos que le es dado al hombre hacer sin cadenas. Esos pasos, ¿les considera usted capaces de darlos? ¿Tienen tiempo de darlos, al menos? ¿Tienen el valor de darlos? Buenas personas, decía usted, si, tan buenas como las que se dejaron matar en la guerra ¿verdad? Digamos claro lo que son los héroes: un montón de desgraciados y algunos pobres imbéciles. Para mí, debo confesarlo esos pasos lo son todo. Hacia dónde se encaminan, esa es la verdadera pregunta. De algún modo, acabaran trazando un camino y, en este camino, ¿quién sabe si no surgirá la manera de quitar las cadenas o de ayudar a desencadenarse a los que se han quedado en el camino? Solo entonces será conveniente detenerse un poco, sin que ello suponga desandar lo recorrido." (Bastante a las claras se ve lo que puedo decir al respecto, sobre todo a poco que decida tratarlo de manera concreta). Nadja me escucha y no intenta contradecirme. Tal vez lo último que ella haya querido hacer sea la apología del trabajo. Pasa a hablarme de su salud, muy delicada. El médico al que fue a consultar, elegido de manera que pudiera confiar en él a cambio de todo el dinero que le quedaba, le prescribió que partiera inmediatamente al Monte-Dore[107]. Esta idea le encanta, a causa de lo irrealizable que un viaje así le resulta. Pero esta persuadida de que un trabajo manual continuado podría suplir de alguna manera la cura que no puede hacer. Con esta idea, ha buscado empleo en una panadería, incluso en una charcutería, donde, según juzga de forma puramente poética, le parece que su salud tendría más garantías de mejorar que en cualquier otro sitio. En todas partes le han ofrecido salarios irrisorios. También le ha ocurrido que antes de darle una respuesta se la queden mirando insistentemente[108]. El dueño de una panadería que le prometía diecisiete francos diarios, después de habérsela vuelto a mirar, rectificó: diecisiete o dieciocho. Con mucho donaire: "Le dije: diecisiete, sí; dieciocho, no." Hemos llegado, caminando al azar, a la calle Faubourg-Poissonnière. A nuestro alrededor la gente anda más deprisa, es hora de cenar. Como busco despedirme de ella, me pregunta que quién me espera. "Mi mujer.— ¡Casado! ¡Oh! pero entonces…" y, en otro tono de voz muy grave, muy ensimismado: "Qué más da. Pero… ¿y esa gran idea? Había empezado a verla tan claramente hace un momento. Verdaderamente era una estrella, una estrella hacia la cual se encaminaba usted. Y usted no podía dejar de alcanzar esa estrella. Escuchándole hablar, sentía que nada se lo impediría: nada, ni siquiera yo… Nunca podrá ver usted esa estrella como yo la veía. Usted no lo entiende: es como el corazón de una flor sin corazón." Me siento extremadamente conmovido. Para ocuparnos de otra cosa le pregunto dónde suele cenar. Y de repente, con esa ligereza que sólo he conocido en ella, acaso precisamente esa libertad. "¿Dónde? (señalando con el dedo:) pues ahí, o ahí (los dos restaurantes más cercanos), según donde me encuentro, claro. Siempre hago lo mismo. "A punto de irme, quiero hacerle una pregunta que resume todas las demás, una pregunta que sólo yo puedo hacer, sin duda, pero que, al menos por una vez, ha encontrado una respuesta a su nivel: "¿Quién es usted?" Y ella, sin dudarlo: "Yo soy el alma errante." Convenimos en volver a vernos el día siguiente en el bar que hace esquina entre la calle Lafayette y la del Faubourg Poissonnière[109]. Le gustaría leer uno o dos libros míos y se esforzará aún más en hacerlo a causa de mis sinceras dudas acerca de lo que pueden interesarles[110]. La vida no tiene nada que ver con lo que se escribe. Aún me retiene algunos instantes para decirme qué es lo que le interesa de mí. Parece que es, en mi pensamiento, en mi lenguaje, en el conjunto de mi manera de ser, y éste es uno de los halagos que más he agradecido en toda mi vida, mi sencillez.

5 de octubre.— Nadja, que ha llegado la primera, con antelación, parece distinta. Bastante elegante, de negro y rojo, con un sombrero que le sienta muy bien y que, al quitárselo, descubre sus cabellos de avena que han renunciado a su increíble desorden, lleva medias de seda y va perfectamente calzada. Sin embargo, la conversación se ha hecho más difícil y, por su parte, se entabla titubeante. Hasta que se apodera de los libros que he traído (Los Pasos perdidos, Manifiesto del surrealismo). "¿Los Pasos perdidos? Pero si no existen". Hojea la obra con gran curiosidad. Fija su atención sobre un poema de Jarry que cito en ella[111]:

Entre los brezales, pubis de los menhires…

Lejos de desalentarla, este poema, que lee una primera vez bastante deprisa y luego examina con detenimiento, parece conmoverla fuertemente Al final del segundo cuarteto, sus ojos se han humedecido y se colman con la visión de un bosque. Ve cómo el poeta pasa cerca de ese bosque, se diría que puede seguirle a distancia: "No, da vueltas alrededor del bosque. No puede penetrar en él, no entra". Después lo pierde y vuelve al poema, un poco antes de donde lo había dejado, interrogando las palabras que más la sorprenden, dando a cada una el punto de entendimiento, de consentimiento exacto que la palabra exige.

Ahuyenta con su acero la marta y el armiño.

"¿Con su acero? La marta… y el armiño. Sí, entiendo: los lechos cortantes, los fríos ríos. Con su acero." Un poco más abajo:

Comiendo el ruido de los abejorros, C’havann.

(Aterrada, cerrando el libro): "¡Oh! ¡esto, es la muerte!"

El vínculo entre los colores de las cubiertas de los dos volúmenes la sorprende y la seduce. Al parecer, me "sienta bien"[112]. Seguramente yo lo he hecho con toda idea (casi). Luego, me habla de dos amigos que tuvo: uno, cuando llegó a París, al que acostumbra a designar como "Gran amigo", así le llamaba ella y él siempre quiso que ignorase quién era, por el cual demuestra todavía una inmensa veneración, era un hombre de unos setenta y cinco años que durante mucho tiempo había vivido en las colonias, cuando se fue le dijo que regresaba al Senegal, el otro, un Americano, que parece haberle inspirado sentimientos muy diferentes: "Y además, me llamaba Lena[113], en recuerdo de su hija que había muerto. Es muy cariñoso, muy enternecedor ¿verdad? Sin embargo, a veces me resultaba insoportable que me llamara así, como en sueños: Lena, Lena… Entonces yo le pasaba varias veces la mano por delante de sus ojos, muy cerca de sus ojos, así, y le decía: No, Lena, no, Nadja." Salimos. Aún añade "Veo su casa. A su mujer. Morena, naturalmente. Baja. Bonita. ¡Ah!, cerca de ella hay un perro. Quizás también, pero en otro lado, un gato (exacto). Por ahora no veo nada más." Me dispongo a volver a casa, Nadja me acompaña en taxi. Nos quedamos en silencio durante un rato, después me tutea repentinamente. Un juego: di algo. Cierra los ojos y di algo. Cualquier cosa, una cifra, un nombre. Así (ella cierra los ojos): Dos, ¿dos qué? Dos mujeres. ¿Cómo van esas mujeres? De negro. ¿Dónde están? En un parque… ¿Y además, que están haciendo? Venga, si es tan fácil ¿por qué no quieres jugar? Pues bien, así hablo yo conmigo cuando estoy sola, así me cuento yo todo tipo de historietas. Y no sólo cuentos triviales: incluso vivo completamente de este modo"[114]. Nos despedimos delante de mi puerta: "¿Y yo, ahora? ¿Dónde ir? Pero si es tan sencillo bajar lentamente hacia la calle Lafayette, el Faubourg Poissonnière, comenzar por volver al mismo lugar en el que estábamos."

"Hasta’La Nouvelle France’…"

6 de octubre.— Para no tener que deambular demasiado, salgo hacia las cuatro con intención de ir andando hasta "La Nouvelle France", donde debo encontrarme con Nadja a las cinco y media. El tiempo justo de dar un rodeo por los bulevares hasta la Ópera, donde debo hacer un breve recado. Al contrario de lo que acostumbro, tomo la acera de la derecha de la calle Chaussée-d’Antin. Una de las primeras transeúntes con las que vengo a cruzarme es Nadja, con su aspecto del primer día. Avanza como si no quisiera verme. Como el primer día, volvemos sobre mis pasos. Parece bastante incapaz de explicar su presencia en esta calle en la que, para no tener que dar mayores explicaciones, me dice estar buscando caramelos holandeses. Sin darnos cuenta, ya hemos dado media vuelta, entramos en el primer café que encontramos. Nadja se muestra algo distante con respecto a mí, incluso parece recelosa. Por eso le da la vuelta a mi sombrero, sin duda para leer las iniciales de su forro, aunque pretenda que acostumbra a hacerlo para situar la nacionalidad de algunos hombres sin que ellos se den cuenta. Confiesa su intención de no acudir a la cita que habíamos convenido. Al encontrarla, me he dado cuenta de que llevaba en la mano el ejemplar de Los Pasos perdidos que le había prestado. Ahora está encima de la mesa y, fijándome en el canto, observo que sólo algunos pliegos han sido abiertos. Veamos: corresponden al artículo titulado: "El nuevo espíritu"[115], en el que precisamente se relata un encuentro sorprendente, ocurrido un día, con algunos minutos de intervalo, a Louis Aragon, a André Derain y a mí mismo La indecisión que cada uno de nosotros había mostrado en tal circunstancia, la confusión en que nos sumió, unos instantes después, en la misma mesa, la preocupación por comprender aquello con lo que acabábamos de tener que ver, el impulso irresistible que nos condujo, a Aragon y a mí, a regresar a los mismos lugares en los que se nos había aparecido esa auténtica esfinge bajo la apariencia de una encantadora joven que iba de una acera a la otra interrogando a los transeúntes, esa esfinge que nos había evitado, uno tras otro y, en su búsqueda, a correr a lo largo de todas las líneas que, incluso de la manera más caprichosa, pueden unir esos puntos —la ausencia de resultados en esa persecución a la que el tiempo transcurrido hubiera debido privar de toda esperanza, todo eso es lo que a Nadja le había interesado inmediatamente. Se muestra extrañada y decepcionada de que me hubiera parecido que el relato de los breves episodios de ese día no necesitara comentarios. Me insta a que le explique exactamente el sentido preciso que yo le atribuyo tal y como aparece y, puesto que lo publiqué, el grado de objetividad que le concedo. Debo responderle que no lo sé, que en un terreno como éste a lo más que se puede llegar es al derecho a constatar, que la primera víctima de ese abuso de confianza he sido yo mismo, si es que existe tal abuso de confianza, pero me doy cuenta de que no se queda satisfecha con estas explicaciones y leo impaciencia en su mirada, luego, consternación. Quizás se imagina que miento: un gran malestar sigue reinando entre nosotros. Puesto que habla de regresar a su casa, le propongo acompañarla. Da al conductor la dirección del Teatro de las Artes[116] que, según me dice, se encuentra a pocos pasos de la casa donde vive. Por el camino, me mira de hito en hito, detenidamente, en silencio. Luego sus ojos se cierran y se abren rápidamente, como cuando uno se encuentra en presencia de alguien a quien no ha visto durante mucho tiempo, o a quien no esperaba volver a ver y como para dar a entender que no "se les da crédito". También parece como si en su interior se estuviera librando algún combate, pero de repente se confía, cierra por completo los ojos, me ofrece sus labios… Ahora me habla de mi poder sobre ella, de la facultad que tengo para hacerle pensar y actuar como yo quiero, quizás más de lo que yo creo desear. Me suplica que no haga nada que pueda dañarla, con ello. Le parece que, incluso mucho antes de conocerme, nunca ha tenido secretos para mí. Una corta escena dialogada, que se encuentra al final de "Pez soluble" y que, al parecer, es todo lo que ha leído del Manifiesto[117], escena a la cual, por otra parte, nunca he sabido atribuirle un sentido preciso y cuyos personajes también me resultan extraños, con esa excitación suya tan imposible de interpretar, como si hubieran sido traídos y llevados por oleadas arenosas, le da la impresión de haber participado realmente en ella e incluso de haber representado el papel, cuando menos enigmático, de Hélène[118].

"Sra. Sacco, vidente de la calle Usines, núm. 3…"

El lugar, el ambiente, las respectivas actitudes de los actores eran exactamente lo que yo había concebido. Querría enseñarme el lugar’donde todo aquello ocurría": le propongo que cenemos juntos. Una gran confusión ha debido apoderarse de su espíritu puesto que acabamos yendo no a la isla Saint-Louis, como cree ella, sino a la plaza Dauphine donde se sitúa, curiosamente, otro episodio de "Pez soluble": "Se olvida tan pronto un beso"[119]. (Esta plaza Dauphine es uno de los lugares más profundamente apartados que yo conozca, uno de los peores descampados de París. Cada vez que he estado allí, he sentido cómo me abandonaba poco a poco el deseo de ir a otra parte, he debido luchar conmigo mismo para desprenderme de un abrazo muy dulce, demasiado agradablemente insistente y, mirándolo bien, desgarrador. Además, viví durante algún tiempo en un hotel que linda con esta plaza, "City Hotel", en el que las idas y venidas a todas horas, para quien no se conforma con respuestas demasiado sencillas, resultan sospechosas). Declina el día. Para estar a solas, hacemos que el dueño de la taberna nos sirva en el exterior. Por primera vez, Nadja se muestra bastante frívola durante la cena. Un borracho no deja de merodear en torno a nuestra mesa. Pronuncia en voz muy alta palabras incoherentes, en tono de protesta. Entre sus palabras se repiten sin cesar una o dos expresiones obscenas que subraya. Su mujer, que le vigila desde la arboleda, se limita a gritarle de vez en cuando: "Venga, ¿nos vamos?" Intento ahuyentarle una y otra vez, pero es en vano. A los postres, Nadja comienza a mirar a su alrededor. Está segura de que bajo nuestros pies discurre un subterráneo que viene desde el Palacio de Justicia (me señala de qué lugar del Palacio, un poco a la derecha de la escalinata blanca) y que rodea el hotel Henri-IV. Le impresiona la idea de todo lo que ya ha ocurrido en esta plaza y de lo que todavía está por ocurrir. Allí donde en ese momento no desaparecen en la penumbra más que dos o tres parejas, a ella le parece ver una multitud. "¡Y los muertos, los muertos!" El borracho sigue haciendo chanzas lúgubres. Ahora la mirada de Nadja recorre las casas. "¿Ves, ahí, esa ventana? Es negra, como todas las demás. Fíjate bien. Dentro de un minuto se iluminará. Será roja." Pasa el minuto. La ventana se ilumina. En efecto, tiene cortinas rojas. (Lamento, pero nada puedo hacer al respecto, que esto sobrepase quizás los límites de lo plausible. Sin embargo me guardaré de tomar partido: me limito a verificar que esa ventana pasó del negro al rojo, es todo). Confieso que en este punto me invade el miedo, del mismo modo que empieza a invadir a Nadja. "¡Qué horror!

¿Ves lo que está pasando entre los árboles? El azul y el viento, el viento azul.

"Hacemos que el dueño de la taberna nos sirva en el exterior…"
(Fotografía J.-A. Boiffard).

Sólo en otra ocasión vi pasar este viento azul sobre estos mismos árboles[120]. Era desde allí, desde una de las ventanas del hotel Henri-IV[121], y mi amigo, el segundo del que te hablé, se disponía a partir. Había también una voz que decía: Morirás, morirás. Yo no quería morir, pero sentía tal vértigo… De no haberme sujetado, es seguro que hubiera caído." Me parece que ya va siendo hora de que nos vayamos de estos parajes. A lo largo de los muelles la noto muy temblorosa. Es ella la que ha insistido en volver hacia la Conciergerie. Está muy confiada, se siente muy segura de mí. Con todo, busca algo, se empeña en que entremos en un patio, el patio de una comisaría cualquiera, que examina rápidamente. "No es aquí… Pero, dime ¿por qué debes ir a la cárcel? ¿Qué habrás podido hacer? También yo he estado en la cárcel. ¿Quién era yo? Hace siglos. ¿Y tú? ¿Quién eras tú, entonces?" Continuamos de nuevo a lo largo de la verja cuando, de repente, Nadja se niega a seguir adelante. Allí, a la derecha, hay una ventana inclinada hacia abajo que da al foso, y no puede dejar de mirarla. Es ante esa ventana, que parece condenada donde debemos esperar, a toda costa, ella lo sabe. De allí cualquier cosa puede surgir. Allí es donde todo comienza. Se sujeta con ambas manos a la verja para que no la arrastre. Casi no responde ya a mis preguntas. Harto de luchar con ella, termino por esperar a que, por propia iniciativa, continúe su camino. La idea del subterráneo no se le va de la cabeza y no cabe duda de que cree que estamos en una de sus salidas. Se pregunta quién pudo ser ella, entre quienes vivían en el entorno de María Antonieta. Los pasos de los transeúntes hacen que se estremezca interminablemente. Inquieto, soltándole una mano tras otra, consigo por fin obligarla a seguirme. Con todo lo cual, ha transcurrido más de media hora. Una vez atravesado el puente, nos dirigimos hacia el Louvre. Nadja sigue constantemente ausente. Para recuperar su atención, le recito un poema de Baudelaire, pero las inflexiones de mi voz le producen un nuevo espanto, aumentado por el recuerdo que conserva del reciente beso: "un beso que contiene una amenaza". Se para de nuevo, se acoda en el pretil de piedra desde donde su mirada y la mía se hunden en el río, centelleante de luces a estas horas: "Esa mano, esa mano en el Sena, ¿por qué esa mano que arde en el agua? Es cierto que el fuego y el agua son lo mismo. Pero ¿qué quiere decir esa mano? ¿Cómo la interpretas tú? Pero déjame que vea esa mano. ¿Por qué quieres que nos vayamos? ¿De qué tienes miedo? Piensas que estoy muy enferma ¿verdad? Yo no estoy enferma. Pero ¿qué significa para ti todo esto: el fuego en el agua, una mano de fuego en el agua? (Bromeando:). Claro que no se trata de la fortuna: el fuego y el agua son lo mismo; el fuego y el oro algo completamente distinto." Hacia la medianoche nos encontramos en las Tullerías, donde quiere que nos sentemos un rato. Ante nosotros brota un surtidor, cuya curva de caída parece seguir con la mirada. "Son tus pensamientos y los míos. Mira de dónde surgen todos, hasta dónde se elevan y cómo todavía es más bonito cuando caen.

Y luego, en cuanto se deshacen, la misma fuerza vuelve a rehacerlos, y de nuevo ese ascenso quebrado, esa caída… y así interminablemente." Exclamo: "¡Pero, Nadja, qué extraño! ¿De dónde sacas precisamente esa imagen, que está expresada casi de la misma forma en una obra que no puedes conocer y que acabo de leer?" (Y debo explicarle que constituye el motivo de un grabado que encabeza el tercero de los Diálogos entre Hylas y Philonous, de Berkeley, en la edición de 1750, que va acompañado de la leyenda: "Urget aquas vis sursum cadem flectit que deorsum"[122], que toma hacia el final del libro un significado capital desde el punto de vista de la defensa de la actitud idealista). Pero ella no me escucha, con toda su atención concentrada en los manejos de un hombre que pasa ante nosotros repetidas veces y al que cree conocer, pues no es la primera vez que se encuentra a estas horas en este jardín. Este hombre, en caso de que sea él, se ofreció a casarse con ella. Lo cual le hace pensar en su hijita[123], una niña de cuya existencia me ha informado con tantas precauciones y que adora, especialmente porque es tan distinta de los otros niños, "con esa idea que tiene de quitarles siempre los ojos a las muñecas para ver lo que hay detrás de esos ojos". Sabe que ella atrae siempre a los niños: donde quiera que se encuentre, tienden a agruparse a su alrededor, a venir a sonreírle. Habla ahora como consigo misma, no todo lo que dice tiene para mí el mismo interés, tiene la cabeza vuelta hacia el lado contrario al que yo estoy, comienzo a estar cansado. Pero, sin que yo haya dado la más mínima señal de impaciencia: "Punto y final. De pronto he sentido que iba a ponerte triste. (Volviéndose hacia mí:). Se acabó." Al salir del jardín, nuestros pasos nos conducen hacia la calle Saint-Honoré, a un bar que todavía sigue iluminado. Me hace observar que hemos venido de la plaza Dauphine al "Dauphin". (En ese juego que consiste en buscar analogías con la categoría animal, a menudo me han identificado con el delfín[124]). Pero Nadja se alarma al ver una franja de mosaicos que se prolonga por el suelo desde el mostrador y debemos irnos casi inmediatamente. Acordamos no volver a vernos hasta dos días después, por la tarde, en "La Nouvelle France".

"Ante nosotros brota un surtidor, cuya curva de caída parece seguir con la mirada…"
(Fotografía J.-A. Boiffard).

7 de octubre.— He padecido un violento dolor de cabeza que, con razón o sin ella, atribuyo a las emociones de la noche pasada y también al esfuerzo de atención, de adaptación, que he debido realizar. Sin embargo, durante toda la mañana he estado echando en falta a Nadja, me he reprochado el no habernos citado en el día de hoy. No estoy contento conmigo mismo. Tengo la impresión de que la observo demasiado ¿pero como no hacerlo? ¿Cómo me ve, cómo me juzga ella? Es imperdonable que continué viéndola si no la amo ¿Es cierto que no la amo? Cuando estoy cerca de ella, estoy mucho más cerca de las cosas que están cerca de ella. En el estado en que se encuentra, forzosamente va a tener necesidad de mí, de una forma o de otra, y de improviso. Me pida lo que me pida, negárselo sería odioso de tan pura como es, tan libre de toda atadura terrenal, de tan poco apego, aunque sea maravilloso, como le tiene a la vida. Ayer estaba temblando, tal vez de frío. Tan livianamente vestida. También resultaría imperdonable si yo no le tranquilizara acerca de la clase de interés que me inspira, si no la convenciera de que no es para mí un objeto de curiosidad, como podría pensarlo ella, de capricho. ¿Qué hacer? Y resignarme a esperar hasta mañana por la noche imposible. ¿Qué hacer esta tarde, si no la veo? ¿Y si nunca más la viera? Ya nunca sabría. Me habría merecido no saber nunca más. Y jamás volvería a presentarse la ocasión. Existen esas falsas anunciaciones, esas gracias de un único día, verdaderos precipicios para el espíritu, abismos, abismos en los que se ha arrojado el espléndidamente triste pájaro de la adivinación. ¿Qué puedo hacer, mas que acercarme sobre las seis al bar en el que ya nos hemos encontrado otras veces? Naturalmente, no existe ninguna posibilidad de encontrarla allí, a menos que… Pero, "a menos que" ¿no reside en esa formula la gran posibilidad de intervención de Nadja, muy por encima de la suerte? Salgo hacia las tres con mi mujer y una amiga; en el taxi continuamos hablando de ella, como habíamos hecho durante la comida. De repente, cuando menos atención presto a los transeúntes, no sé qué fugaz mancha, allí, en la acera de la izquierda, a la entrada de la calle Saint Georges, me hace golpear el cristal casi mecánicamente. Es como si Nadja acabara de pasar. Corro, al azar, en una de las tres direcciones que ha podido tomar. En efecto, es ella, que ahora se ha detenido, hablando con un hombre que, creo la acompañaba hace un momento. Le deja, bastante apresuradamente, para reunirse conmigo. En el café, la conversación se entabla con dificultad. Ya van dos días consecutivos que la encuentro: está claro que se encuentra a mi merced.

"Un grabado que encabeza el tercero de los Diálogos entre Hylas y Philonous…"

Dicho esto, se muestra muy reticente. Su situación material es absolutamente desesperada puesto que, para tener una posibilidad de mejorarla, no debería haberme conocido. Me hace tocar su vestido para que vea lo resistente que es, "pero en detrimento de cualquier otra cualidad". Ya no puede seguir acumulando deudas y está expuesta a las amenazas del encargado de su hotel y a sus horribles sugerencias[125]. No me oculta el medio que emplearía, en el caso de que yo no existiese, para conseguir dinero, aunque ni siquiera tenga la cantidad necesaria para que le arreglen el peinado y llegarse hasta el Claridge, donde, fatalmente… "Que quieres, me dice riendo, el dinero huye de mí. Además, ahora, todo está perdido ya. Sólo en una ocasión dispuse de veinticinco mil francos, que mi amigo me había prestado. Me aseguraron que me resultaría muy sencillo triplicar dicha suma en unos días, si me iba a La Haya a cambiarla por cocaína. Me confiaron otros treinta y cinco mil francos más destinados a lo mismo. Todo había ido sin problemas. Dos días más tarde volvía con casi dos kilos de droga en mi bolso. El viaje transcurría de la mejor de las maneras. Pero, al apearme del tren, escucho algo así como una voz que me dice: no conseguirás pasar. Apenas estoy en el andén cuando un señor, completamente desconocido, viene a mi encuentro. 'Perdón, me dice, ¿tengo el honor de hablar con la señorita D…? —Sí, pero disculpe, no sé… —No importa, mire mi carnet’, y me conduce a la comisaría de policía. Allí me preguntan qué llevo en mi bolso. Lo digo, con toda naturalidad, mientras lo abro. Y eso es todo. Me soltaron el mismo día, por intervención de un amigo, abogado o juez, llamado G… No me preguntaron nada más y, como estaba tan confusa, yo misma me olvidé de decirles que no estaba todo en mi bolso, que debían buscar también bajo la cinta de mi sombrero. Pero lo que hubieran encontrado allí no merecía la pena. Lo guardé para mí. Te juro que hace mucho tiempo que eso se acabó." Ahora estruja en su mano una carta que me quiere enseñar. Es de un hombre que conoció un domingo a la salida del Théâtre-Français. Sin duda, dice, un empleado "puesto que ha tardado varios días en escribirme, que no lo ha hecho hasta principios de mes". Podría telefonearle en este mismo momento, a él o a cualquier otro, pero no se decide a hacerlo. Demasiado claro está que el dinero huye de ella. ¿Qué suma le haría falta inmediatamente? Quinientos francos. Como no los llevo encima, apenas me ofrezco a dárselos al día siguiente cuando, en ese mismo instante, toda su inquietud se disipa. Una vez más, disfruto con esa adorable mezcla de ligereza y fervor. Beso sus bellísimos dientes con respeto y entonces, lentamente, gravemente, y la segunda vez en un tono más alto que la primera: "La comunión se toma en silencio… la comunión se toma en silencio." Es porque, según me explica, el beso la ha dejado con la impresión de algo sagrado y de que sus dientes "hacían las veces de hostia".

La Profanación de la Hostia (detalle).

8 de octubre.— Nada más despertarme, abro una carta de Aragon que me llega de Italia junto con la reproducción fotográfica del detalle central de un cuadro de Ucello que no conocía. El cuadro se titula: La Profanación de la Hostia[126]. Hacia el final de la jornada, que ha transcurrido sin ningún otro incidente, acudo al bar acostumbrado ("À La Nouvelle France"), en el que en vano espero a Nadja. Temo, más que nunca, su desaparición. El único recurso que me queda es intentar descubrir dónde vive, no lejos del Teatro de las Artes. Lo consigo sin dificultad: en el tercer hotel en el que me informo, el hotel del Teatro, calle de Chéroy. Como no está en él, le dejo una carta en la que le pido que me indique cómo hacerle llegar lo prometido.

9 de octubre— Nadja ha telefoneado mientras me encontraba ausente. A la persona que ha contestado la llamada, y que le preguntaba de mi parte cómo llegar hasta ella, le ha contestado: ''No se me alcanza"[127]. Poco después, no obstante, me invita por medio del correo neumático a pasarme por el bar a las cinco y media. Allí está, en efecto. Su ausencia de la víspera se debió a un malentendido: por excepción habíamos concertado la cita en "La Regence" y yo lo había olvidado. Le entrego el dinero[128]. Llora. Estamos solos, cuando entra un viejo mendigo, presentándose como nunca antes había visto otro igual en ninguna parte. Vende unas míseras estampas relativas a la historia de Francia. La que me tiende, insistiendo para que me quede con ella, se refiere a ciertos episodios de los reinados de Louis VI y Louis VII (precisamente ahora acabo de ocuparme de esa época, en relación con las "Cortes de Amor", para hacerme una idea diligente de lo que, entonces podía ser la concepción de la vida). El viejo comenta de manera muy confusa cada ilustración, no alcanzo a comprender lo que está diciendo sobre Suger[129]. Por los dos francos que le doy, más otros dos, después, para que se vaya, se empeña en que nos quedemos con todas sus estampas, además de con una decena de lustrosas y coloreadas tarjetas que reproducen figuras femeninas. Imposible disuadirle. Se despide andando hacia atrás: "Dios la bendiga, señorita. Dios le bendiga, señor." Nadja me hace leer ahora unas cartas que ha recibido recientemente y que a mí no me hacen ninguna gracia. Las hay llorosas, declamatorias, ridículas, firmadas por ese G… ya mencionado. ¿G…? Pero si así se llama aquel presidente de una sala de lo criminal que, hace unos días, durante el proceso de la señora Sierri, acusada de haber envenenado a su amante, se permitió unas frases innobles, imprecando a la acusada por no haber tenido siquiera "el agradecimiento de las entrañas (risas)". Precisamente Paul Éluard había pedido que encontráramos ese nombre, que él había olvidado, y habíamos dejado en blanco en el manuscrito de la "revista de prensa", destinada a La Révolution surréaliste[130]. Observo con desagrado que al dorso de los sobres que estoy mirando aparece impresa una balanza.

"Precisamente acabo de ocuparme de esa época…"

10 de octubre.— Cenamos en el muelle Malaquais, en el restaurante Delaborde. El camarero se distingue por una enorme torpeza: parece fascinado por Nadja.
Se afana inútilmente en nuestra mesa, sacudiendo del mantel imaginarias migajas, cambiando de lugar el bolso sin ninguna necesidad, mostrándose absolutamente incapaz de recordar el pedido. Nadja ríe disimuladamente y me advierte que esto no ha hecho más que empezar. En efecto, mientras que es capaz de servir correctamente las mesas vecinas, derrama el vino al lado de nuestras copas y, aunque pone todo tipo de precauciones para colocar ante uno de nosotros un plato, empuja otro que cae y se rompe. Desde el principio al final de la cena (nos situamos de nuevo en lo increíble) cuento once platos rotos Es cierto que cada vez que vuelve de la cocina se encuentra frente a nosotros, que levanta entonces los ojos hacia Nadja y parece presa del vértigo. Resulta burlesco y penoso a la vez. Termina por no acercarse más a nuestra mesa, y nos resulta difícil acabar de cenar. Nadja no se sorprende en absoluto. Conoce bien ese poder que tiene sobre ciertos hombres, los de raza negra por ejemplo, que, esté donde esté, se sienten obligados a acercársele para hablar con ella. Me cuenta que a las tres, en la taquilla de la estación de metro "Le Peletier", le han devuelto una moneda nueva de dos francos, que ha conservado apretada entre sus manos mientras bajaba toda la escalera. Al encargado de perforar los billetes le ha preguntado: "¿Cara o cruz?" Le ha contestado cruz. Ha acertado. "Señorita, usted quería saber si dentro de un rato va a verse con su amigo. Le verá." Hemos llegado a la altura del Instituto[131] por los muelles. Vuelve a hablarme de ese hombre que ella llama "Gran amigo", y me dice que a él le debe ser quien es. "Si no fuera por él, yo sería ahora la peor de las zorras." Me cuenta que la adormecía cada noche, tras cenar. Pasaron varios meses antes de que ella lo notara. Hacía que le contara con todo detalle lo que había hecho durante el día, aprobaba lo que juzgaba correcto, censuraba lo demás. Y después de eso, en cada ocasión, una molestia física localizada en la cabeza le impedía volver a hacer lo que él había debido prohibirle[132]. Este hombre, perdido en su barba blanca, que quiso que ella lo ignorase todo acerca de él, le produce el efecto de un rey. En todos los lugares en los que entraron juntos, tuvo la sensación de que se producían movimientos de una consideración muy respetuosa a su paso. Sin embargo, tiempo después, volvió a verle una noche, en el banco de una estación de metro, y le encontró muy cansado, muy desaliñado, muy avejentado. Torcemos por la calle de Seine, pues Nadja se resiste a continuar en línea recta. Vuelve a estar muy distraída y me dice que está siguiendo en el cielo un relámpago trazado lentamente por una mano. "La misma mano siempre." Me la muestra realmente en un cartel, un poco más allá de la librería Dorbon. Es cierto que hay allí, muy por encima de nuestras cabezas, una mano roja con el índice que señala algo, anunciando no sé qué. Quiere a toda costa tocar esa mano, intenta alcanzarla dando saltos hasta que al fin consigue plantarle encima la suya. "La mano de fuego, es por ti, ya sabes, eres tú." Se queda en silencio un tiempo, creo que a punto de echarse a llorar. Luego, de pronto, situándose delante de mí, deteniéndome casi, con esa forma suya tan extraordinaria de llamarme, como se llamaría a alguien, de sala en sala, por un castillo vacío: "¿André? ¿André?… Escribirás una novela sobre mí. Te lo aseguro. No digas que no. Ten cuidado: todo se desvanece, todo desaparece. Algo nuestro debe perdurar. Pero no importa: tú adoptaras otro nombre: qué nombre, quieres que te lo diga, eso es muy importante. Debe ser en cierto modo el nombre del fuego, pues cuando se trata de ti siempre tiene algo que ver el fuego. La mano también, pero no es tan esencial como el fuego. Lo que veo es una llama que sale de la muñeca, así (con el movimiento que se usa para hacer desaparecer un naipe) y que hace que inmediatamente la mano arda, y que desaparezca en un abrir y cerrar de ojos. Encontrarás un seudónimo, latino o árabe[133]. Promételo. Es preciso." Utiliza una nueva imagen para que yo pueda comprender cómo vive: es como cuando se baña por la mañana y su cuerpo se aleja mientras fija su mirada en la superficie del agua. "Soy el pensamiento en el agua del baño en la habitación sin espejos." Había olvidado contarme la extraña aventura que le ocurrió anoche, hacia las ocho, cuando, creyéndose sola, se paseaba por una galería del Palacio Real, cantando a media voz y esbozando unos pasos de baile. Apareció una anciana en el umbral de una puerta cerrada y ella creyó que aquella mujer le iba a pedir una limosna. Pero lo único que andaba buscando era un lápiz. Cuando Nadja le prestó el suyo, le pareció que garabateaba algunas palabras en una tarjeta de visita que luego deslizó por debajo de la puerta. Al mismo tiempo le entregó a Nadja una tarjeta similar, mientras le explicaba que había venido a ver a "Madame Camée" pero que, desgraciadamente, ésta no se encontraba allí. Todo lo cual ocurría ante el establecimiento en cuyo frontal pueden leerse las palabras: camafeos tallados[134]. Para Nadja, esta mujer no podía ser más que una bruja. Examino la tarjetita que me tiende y que insiste en que me quede: "Madame Aubry-Abrivard, escritora, calle de Varenne, núm. 20, piso 3º derecha". (Convendría aclarar esta historia). Nadja, con uno de los faldones de su capa echado sobre su hombro, consigue, con una facilidad asombrosa, crearse el aspecto del Diablo tal y como lo representan los grabados románticos. Está muy oscuro y hace mucho frío. Al acercarme a ella, me asusto al comprobar que está temblando, en el sentido más literal, "como una hoja".

11 de octubre.— Paul Éluard se personó en la dirección de la tarjeta: nadie. En la puerta indicada, sujeto con una aguja, pero del revés, un sobre con estas palabras: "Hoy 11 de octubre, Madame Aubry-Abrivard volverá muy tarde, pero seguro que volverá." Me siento de mal humor por culpa de una conversación, por la tarde, que se ha prolongado inútilmente. Además, Nadja se retrasa y no espero de ella nada excepcional. Deambulamos por las calles uno al lado del otro, pero muy distanciados. Repite en varias ocasiones, separando cada vez más las sílabas: "El tiempo es un guasón. El tiempo es un guasón porque es preciso que cada cosa ocurra en su momento." Es desesperante verla leer los menús a la puerta de los restaurantes y cómo hace juegos de palabras con los nombres de algunos platos. Me aburro. Pasamos ante el "Hotel Esfinge"[135], en el bulevar Magenta. Me enseña el rótulo luminoso que contiene esas palabras, las que la decidieron a alojarse allí, la noche en que llegó a París. En él se quedó varios meses, sin recibir más visitas que la de su "Gran Amigo" que se hacía pasar por su tío.

"CAMAFEOS TALLADOS…" (Fotografía J.-A. Boiffard).

12 de octubre— ¿Aceptaría Marx Ernst, a quien le he hablado de ella, hacer el retrato de Nadja? Me dice que Madame Sacco ha visto en su camino a una Nadia o Natacha que no le caería nada bien y que —aproximadamente en estos términos— causaría un daño físico a la mujer que ama: esta indicación contraria nos parece suficiente. Poco después de las cuatro, en un café del bulevar de Batignolles, debo fingir interés, una vez más, por el contenido de las cartas de G…, cargadas de súplicas y acompañadas con poemas estúpidos, plagiados de Musset. Luego Nadja me muestra un dibujo, el primero suyo que veo, y que realizó el otro día en el "Régence" mientras me esperaba. Acepta explicarme los distintos elementos de ese dibujo, con excepción de la máscara rectangular acerca de la cual nada puede decir, si no es que la ve así. El punto negro que figura en el centro de la frente corresponde al clavo que lo sujeta; lo primero que aparece en la línea de puntos es un gancho; en la parte superior, la estrella negra representa la idea. Pero según Nadja, lo más interesante de la página, sin que consiga que me diga la razón, es la forma caligráfica de las L[136]. - Después de cenar, en los alrededores del jardín del Palacio Real, su sueño ha tomado un carácter mitológico desconocido hasta ese instante para mí.

"Pasamos ante el’Hotel Esfinge’, en el bulevar Magenta. (Fotografía J.-A. Boiffard).

Durante un rato, adopta el personaje de Melusina con gran talento, consiguiendo crear una ilusión muy especial. De sopetón me pregunta, también: "¿Quién mató a la Gorgona?, dímelo, di"[137]. Me resulta cada vez más difícil seguir su soliloquio, que sus largos silencios comienzan a hacerme intraducible. Como maniobra de diversión, propongo que nos vayamos de París. Estación de Saint-Lazare: dirección Saint-Germain, pero el tren se nos escapa ante nuestras narices. Durante casi una hora, no nos queda más remedio que quedarnos dando vueltas por el hall. Al igual que pasó el otro día, un borracho comienza enseguida a merodear a nuestro alrededor. Se queja de que no encuentra su camino y me pide que le conduzca hasta la calle. Nadja se muestra al fin menos ausente. Tal como ella me hace observar, es cierto que todos, incluso los más apresurados, se giran hacia nosotros, y que no la miran a ella, sino a nosotros. "No pueden creerlo, te das cuenta, no salen de su asombro al vernos juntos. Es tan extraño ese fuego que llevas en los ojos, que yo también llevo." Ya en el compartimento, en el que estamos solos, me dispensa de nuevo toda su confianza, toda su atención, toda su esperanza. ¿Y si nos apeáramos en Vésinet? Sugiere que paseemos un rato por el bosque. ¿Y por qué no? Pero repentinamente, mientras la beso, lanza un grito. "Hay alguien ahí (me indica la parte superior acristalada de la portezuela). Acabo de ver con toda claridad una cabeza invertida." La tranquilizo mal que bien. Cinco minutos después, otra vez lo mismo: "Te digo que está ahí, lleva una gorra. No, no es una alucinación."

"Con excepción de la máscara rectangular acerca de la cual nada puede decir…"

Me asomo al exterior: nada a lo largo del estribo, ni en los peldaños del vagón de al lado. A pesar de todo, Nadja afirma que no ha podido equivocarse. Vigila obstinadamente la parte superior acristalada de la ventanilla y sigue muy nerviosa. Para mayor tranquilidad, me asomo al exterior por segunda vez. Justo a tiempo para ver, con toda nitidez, como se retira la cabeza de un hombre tendido de bruces sobre el techo del vagón, encima de nosotros, y que, efectivamente, lleva una gorra de uniforme. Un empleado del ferrocarril sin duda, al que no le ha debido resultar difícil llegar hasta allí desde la imperial del vagón vecino. En la estación siguiente, mientras Nadja se encuentra en la portezuela y yo observo, a través del cristal, la silueta de los viajeros, un hombre que está solo, antes de salir de la estación, le envía un beso. Luego un segundo hace lo mismo, y un tercero. Ella recibe complacida esta clase de homenajes que agradece. Nunca le faltan y parece apreciarlos mucho. En Vésinet, con todas sus luces apagadas, imposible conseguir que se nos abra alguna puerta. Vagabundear por el bosque tampoco resulta muy apetecible. No nos queda otra solución que esperar el próximo tren, que nos dejara en Saint-Germain sobre la una[138]. Al pasar ante el castillo, Nadja se ha visto a sí misma como Mme. de Chevreuse; ¡con que encanto ocultaba su cara tras la inexistente y pesada pluma de su sombrero[139]!.

***

¿Será posible que termine aquí esta extraviada persecución? Persecución en busca de qué, no lo sé, pero persecución, para utilizar de este modo todos los artificios de la seducción mental. Nada —ni el brillo de algunos metales poco comunes, como el sodio, cuando son cortados— ni la fosforescencia de las canteras, en algunas regiones —ni el esplendor de la admirable lámpara de araña colgante que asciende de los pozos— ni el crujido de la madera de un reloj de pared que echo al fuego para que muera dando la hora —ni la fascinación añadida que ejerce El embarque para Citerea[140] cuando se comprueba que, en actitudes distintas, tan sólo figura una única pareja— ni la majestuosidad de los paisajes de los depósitos de agua —ni el encanto de los lienzos de muros, con sus florecillas y sus sombras de chimeneas, de los edificios en demolición: nada de todo esto, nada de cuanto constituye para mí mi luz propia, ha sido olvidado. ¿Quiénes éramos nosotros ante la realidad, esa realidad que yo conozco ahora postrada a los pies de Nadja, como un perro
retozón? ¿En qué latitud podíamos encontrarnos, entregados de ese modo a la
furia de los símbolos, presas del demonio de la analogía[141], sintiéndonos objeto de solicitaciones extremas, de atenciones singulares, especiales? ¿Cuál es la razón de que, expulsados juntos, para siempre, tan lejos de la tierra hayamos podido intercambiar ciertas visiones increíblemente concordantes en aquellos cortos intervalos que nuestro maravilloso estupor nos dejaba, por encima de los humeantes escombros del viejo pensamiento y de la sempiterna vida?

"Sus ojos de helecho…"

Desde el primero hasta el último día, tuve a Nadja por un genio libre, algo así como uno de esos espíritus etéreos a los que determinadas prácticas de magia permiten atraerse momentáneamente, pero que de ninguna manera podrían ser sometidos. En cuanto a ella, yo sé que ella llegó a tomarme por un dios, con toda la fuerza del término, a creer que yo era el sol. Recuerdo también —y en aquel momento nada podía ser más bello y más trágico a la vez— recuerdo habérmele aparecido negro y frío como un hombre fulminado a los pies de la Esfinge. He visto sus ojos de helecho abrirse por la mañana ante un mundo en el que el aleteo de la inmensa esperanza casi no se distingue de esos otros ruidos que son los del terror y, en ese mundo, yo no había visto hasta entonces más que ojos que se cerraban. Yo sé que ese marcharse de un espacio al que ya es tan raro, tan temerario, que se quiera llegar, Nadja lo llevaba a cabo con absoluto desdén hacia todo cuanto es conveniente invocar en el momento en el que uno se hunde, voluntariamente y muy lejos de la última tabla de salvación[142], a expensas de todo lo que constituye las falsas, pero casi irresistibles, compensaciones de la vida. Allí, en lo más alto del castillo, en la torre de la derecha, hay una estancia, que seguramente a nadie se le ocurriría que visitáramos, que quizás visitaríamos incorrectamente —apenas hay motivos para intentarlo— pero que por ejemplo, según Nadja, es todo lo que deberíamos conocer en Saint-Germain[143].

"Allí, en lo más alto del castillo, en la torre de la derecha…"

Tengo en gran estima a esos hombres que se quedan encerrados de noche en un museo para poder contemplar a su gusto a horas prohibidas, un retrato de mujer que iluminan con ayuda de una linterna. Después de hacerlo, ¿cómo no van a saber acerca de esa mujer mucho más de lo que nosotros sabemos? Es posible que la vida exija ser descifrada como un criptograma. Escaleras secretas, marcos cuyos lienzos se deslizan rápidamente y desaparecen para dejar paso a un arcángel que esgrime su espada, o para ceder su sitio a quienes siempre deben ir hacia adelante, interruptores que, pulsados indirectamente, hacen que toda una sala se desplace en altura, en longitud, y que cambie la decoración con la mayor rapidez: es licito concebir la mayor aventura del espíritu como un viaje de esta clase al paraíso de las celadas. ¿Cuál es la auténtica Nadja, la que me asegura haber errado durante toda una noche, en compañía de un arqueólogo, por el bosque de Fontainebleau, a la búsqueda de no sé qué vestigios de piedra que, no faltara quien lo diga, hubieran sido más fáciles de descubrir de día —¿pero si la pasión de aquel hombre era esa!— quiero decir aquella criatura siempre inspirada e inspiradora, que solo gustaba de estar en la calle, único campo experimental válido para ella, en la calle, a merced de los interrogantes de cualquier ser humano en pos de una gran quimera, o bien (¿por qué no reconocerlo?) aquella que, a veces, caía, en fin de cuentas porque otros se habían permitido dirigirle la palabra, sin haber sabido ver en ella más que a la más pobre de todas las mujeres y entre todas ellas, a la más indefensa? Me ha ocurrido que reaccionara con una violencia horrible ante el relato, excesivamente detallado, que ella me hacía de algunos episodios de su vida pasada y acerca de los cuales yo juzgaba, sin duda muy superficialmente que su dignidad no podía haber salido bien librada. Una historia sobre un puñetazo en plena cara que la había hecho sangrar un día, en una de las salas de la cervecería Zimmer, de un puñetazo propinado por un hombre a quien ella se daba el malévolo placer de rechazar, sencillamente porque era de baja estatura —y había pedido socorro reiteradamente, pero no sin tomarse su tiempo para manchar de sangre las ropas del hombre antes de alejarse— estuvo a punto incluso, puesto que me la relataba sin venir a cuento, de alejarme para siempre de ella al comienzo de la tarde del 13 de octubre[144]. Yo no sé qué sentimiento de absoluta fatalidad me hizo sentir el relato burlón de esa horrible aventura pero cuando lo hube escuchado, lloré largo rato, como ya no me creía capaz de llorar. Lloraba de pensar que no debía volver a ver más a Nadja no, ya no lo podría. Desde luego que no le reprochaba el que no me hubiera ocultado lo que ahora me apenaba, muy al contrario se lo agradecía, pero no me sentía con fuerzas para afrontar que ella hubiera podido estar allí aquel día, que en su horizonte, quien sabe pudieran todavía amanecer días parecidos para ella. ¡Estaba tan conmovedora en aquel momento sin intentar nada para hacerme abandonar la decisión que yo había tomado, muy al contrario, sacando fuerzas de sus lágrimas para animarme a respetar esa decisión! Diciéndome adiós en París no pudo evitar, sin embargo, el añadir, en voz muy baja, que era imposible pero nada hizo entonces para que resultara más imposible. Si lo fue en definitiva, tan solo de mí dependió.

Muchas veces he vuelto a ver a Nadja, su pensamiento se me ha hecho aún más inteligible, y su expresión ganó en agilidad, en originalidad, en profundidad. Es muy posible que al mismo tiempo el desastre irreparable que arrastraba consigo una parte de ella misma, la más humanamente precisa, ese desastre que advertí aquel día, me haya alejado paulatinamente de ella. Maravillado como yo continuaba estando por esta manera suya de conducirse sin más apoyos que la más pura intuición y que siempre resultaba prodigiosa, también me sentía cada vez más alarmado notando que, cuando la dejaba, volvía a ser presa del torbellino de aquella vida que continuaba en su exterior y que se ensañaba con ella para conseguir entre otras concesiones, que comiera o que durmiera. Durante algún tiempo intenté procurarle los medios para ello, puesto que además ella tan solo podía esperarlos de mí. Pero como algunos días parecía que vivía con mi sola presencia, sin hacer el menor caso de lo que le decía ni tampoco darse cuenta en absoluto cuando ella me contaba cosas intrascendentes o se callaba, de mi aburrimiento, dudo mucho de la influencia que he podido ejercer sobre ella para ayudarla a resolver normalmente esta clase de dificultades. En vano multiplicaría yo ahora todos los ejemplos de hechos insólitos que, aparentemente, tan sólo podían concernirnos a nosotros y que me predisponen en favor de cierta clase de finalismo[145] que permitiría explicar la particularidad de cada acontecimiento del mismo modo que algunos han pretendido, irrisoriamente, explicar la particularidad de cada cosa[146], de hechos, insisto, de los que Nadja y yo hayamos sido testigos simultáneamente o de los que uno solo de los dos haya sido testigo. Sólo quiero recordar, al hilo de los días, algunas frases pronunciadas ante mi o escritas de un tirón ante mis ojos por ella, frases en las que mejor vuelvo a encontrar el tono de su voz y cuya resonancia se mantiene tan fuerte en mi interior:

"Con el final de mi aliento que es el comienzo del suyo"[147].

"Si usted lo quisiera, por usted yo no sería nada, o solo una huella."

"La zarpa del león oprime el seno de la viña"[148].

"El rosa es mejor que el negro, pero ambos se armonizan."

"Ante el misterio. Hombre de piedra, compréndeme."

"Eres mi dueño. No soy más que un átomo que respira en la comisura de tus labios o que expira. Quiero palpar la serenidad con un dedo húmedo de lágrimas."

"¿por qué esa balanza que oscilaba en la oscuridad de un agujero lleno de bolas de carbón?"

"No entorpecer sus pensamientos con el peso de sus zapatos."

"Lo sabía todo tanto he intentado leer en mis arroyos de lágrimas"[149].

Nadja invento para mí una flor maravillosa: La Flor de los amantes. Tuvo la visión de esa flor en el transcurso de una comida campestre y vi cómo se esforzaba por reproducirla muy torpemente. más adelante volvió a intentarlo vanas veces para mejorar su trazo y dar a las dos miradas una expresión diferente. En sustancia, bajo este signo debe ser enfocado el tiempo que pasamos juntos y sigue siendo el símbolo gráfico que le dio a Nadja la clave de todos los demás. Varias veces intentó retratarme con los cabellos erizados, como aspirados por un viento sobre mi cabeza, semejantes a largas llamas. Estas llamas conformaban también el vientre de un águila cuyas pesadas alas caían a ambos lados de mi cabeza. Como consecuencia de una observación inoportuna que le había hecho acerca de uno de sus últimos dibujos, y sin duda el mejor, lamentablemente, recortó toda la parte inferior, que era con mucho la más insólita. El dibujo, fechado el 18 de noviembre de 1926, consta de un retrato simbólico suyo y mío: la sirena, bajo cuya forma se veía a sí misma siempre de espaldas y bajo este ángulo, guarda en la mano un papel enrollado; el monstruo de ojos fulgurantes surge de una especie de vasija con cabeza de águila, rellena de plumas que representan las ideas. "El sueño del gato", que muestra al animal erguido, intentando escapar sin darse cuenta de que está sujeto al suelo por un peso y suspendido por una cuerda que es, al mismo tiempo, la mecha desmesuradamente gruesa de una lámpara invertida, sigue siendo para mí el más oscuro: fue recortado apresuradamente tras una visión. También es un recorte el conjunto formado por una cara de mujer y una mano, pero en dos partes, de manera que la inclinación de la cabeza puede variar[150]. "El saludo del diablo", al igual que "el sueño del gato", da cuenta de una aparición. El dibujo en forma de casco así como otro dibujo titulado: "Un personaje nebuloso", que resultaría difícil de reproducir, son de una inspiración diferente: responden a esa afición a buscar en los rameados de un tejido, en los nudos de las maderas, en las grietas de los viejos muros, siluetas que resultan bastante fáciles de ver.

La Flor de los amantes.

En este último se distingue sin dificultad el rostro del Diablo, una cabeza de mujer cuyos labios viene a picotear un pájaro, el cabello, el torso y la cola de una sirena vista de espaldas, una cabeza de elefante, un león marino, el rostro de otra mujer, una serpiente, varias serpientes más, un corazón, una especie de cabeza de buey o de búfalo, las ramas del árbol del bien y del mal y otros veinte elementos más que la reproducción deja un tanto aparte pero que hacen del conjunto un verdadero escudo de Aquiles[151]. Hay razones para insistir acerca de la presencia de dos cuernos de animal, hacia el borde superior derecho, presencia que ni siquiera la propia Nadja se explicaba, pues siempre se le aparecían de esta manera, y como si aquello con lo que tuvieran que ver fuera de índole a ocultar obstinadamente el rostro de la sirena (resulta especialmente evidente en el dibujo realizado al dorso de la tarjeta postal). Pues en efecto, algunos días después, Nadja, que había venido a mi casa, reconoció que esos cuernos eran los de una enorme máscara de Guinea, que había pertenecido antaño a Henri Matisse y que siempre he amado y he temido debido a su monumental cimera que recuerda una señal de ferrocarril, pero que ella no podía ver como la veía si no era desde el interior de la biblioteca. En la misma ocasión reconoció en un cuadro de Braque (El Guitarrista) el clavo y la cuerda exteriores al personaje que siempre me han intrigado[152], y en el cuadro triangular de Chirico (El Viaje Angustioso o el Enigma de la Fatalidad) la famosa mano de fuego. Una máscara cónica hecha de médula de saúco roja y caña, de la Nueva-Bretaña, le hizo exclamar: "¡Mira, Jimena!"[153], una estatuilla de cacique sentado le pareció más amenazadora que las otras; me interpretó profusamente el sentido especialmente difícil de un cuadro de Max Ernst (Pero nada de ello han de saber los hombres), y lo hizo coincidiendo exactamente con el texto detallado que figura en el dorso del lienzo[154]; otro fetiche del que me he desecho le pareció el dios de la murmuración; otro, de la isla de Pascua, que fue el primer objeto salvaje que he tenido, le decía: "Te amo, te amo."

"Un retrato simbólico suyo y mío…"

Nadja también se ha representado repetidamente con la apariencia de Melusina que, de entre todas las personalidades míticas, parece que era la que más próxima le era[155]. Incluso la vi esforzándose por trasladar lo mejor posible ese parecido a la vida real, consiguiendo a toda costa que su peluquero distribuyera sus cabellos en cinco mechones bien distintos, de manera que se formara una estrella en lo alto de su frente. Además debían estar echados hacia delante para acabar en forma de cuernos de carnero delante de las orejas, siendo así que el enroscamiento de esos cuernos era también uno de los motivos que más a menudo utilizaba. Le gustaba representarse como una mariposa cuyo cuerpo estaría formado por una lámpara "Mazda" (Nadja) hacia el que se erguiría una serpiente encantada (y desde entonces no ha dejado de trastornarme ese parpadeo del anuncio luminoso de "Mazda" en los grandes bulevares, que ocupa casi toda la fachada del antiguo teatro del "Vaudeville", precisamente donde dos carneros móviles se enfrentan entre sí, en una luz de arco-iris[156]). Pero los últimos dibujos, inacabados entonces, que Nadja me mostró en nuestro último encuentro, y que debieron desaparecer con la tormenta que la arrastró, demuestran ya un arte distinto. (Antes de conocerme nunca había dibujado). Allí, ante un libro abierto sobre una mesa, con un cigarrillo posado en un cenicero, que deja escapar insidiosamente una serpiente de humo, un mapamundi seccionado para poder contener unos lirios, entre las manos de una bellísima mujer, todo estaba verdaderamente dispuesto para facilitar el descenso de lo que ella llamaba el reflector humano[157], que unas garras impedían alcanzar, y del que ella decía que era "lo mejor de todo".

"El sueño del gato"

"De manera que la inclinación de la cabeza puede variar…"

Dibujos de Nadja

"Un verdadero escudo de Aquiles…"

"Al dorso de la tarjeta postal…"

"El clavo y la cuerda exteriores al personaje que siempre me han intrigado…"

El Viaje Angustioso o El enigma de la Fatalidad

"¡Mira Jimena!…"

Pero nada de ello han de saber los hombres

"Te amo, te amo."

"Del anuncio luminoso de’Mazda' en los grandes bulevares…"

………

Hacía mucho tiempo que yo había dejado de entenderme con Nadja. Lo cierto es que quizás nunca nos hemos entendido, al menos acerca de la manera de afrontar las cosas sencillas de la existencia. Definitivamente, ella había escogido no tomarlas en consideración en absoluto, despreocuparse de la hora, no hacer ninguna diferencia entre los comentarios intrascendentes que a veces expresaba y los otros que tan importantes me eran, no preocuparse lo más mínimo por mis fluctuantes estados de ánimo y por la mayor o menor dificultad con que toleraba sus peores distracciones. No le importaba, ya lo he contado, narrarme las peripecias más lamentables de su vida sin ahorrarme ningún detalle, abandonarse aquí y allá a ciertos coqueteos fuera de lugar, hacerme esperar, con el ceño muy fruncido, hasta que le apeteciera cambiar a otras prácticas, porque desde luego no cabía esperar que se volviera natural. ¡Cuántas veces, sin poder aguantar más, desesperando de poder orientarla de nuevo hacia una concepción real de su valía, casi huí de ella, a riesgo de volverla a ver al día siguiente como sabía ser cuando ella misma no estaba desesperada, reprochándome mi dureza y pidiéndole perdón! Acerca de todo esto, tan deplorable, debo confesar sin embargo que cada vez me trataba con menos miramientos, que a menudo todo terminaba en violentas discusiones que ella agravaba al atribuirles motivos mezquinos que no existían. Todo eso que hace que podamos vivir de la vida de un ser, sin que deseemos obtener de él nada más que lo que nos da, que nos baste hasta el exceso con verlo moverse o estar quieto, hablar o callar, velar o dormir, tampoco existía por mi parte en absoluto, nunca había existido: demasiado seguro estaba de ello. Casi no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta cuál era el mundo de Nadja, y en el que todo tomaba tan rápidamente la apariencia del ascenso y de la caída. Pero lo juzgo a posteriori y me aventuro diciendo que no podía ser de otra manera. Aunque haya podido desearlo, aunque quizás también haya podido ilusionarme con ello, quizás no estuve a la altura de lo que ella me proponía. Pero ¿qué me proponía? Poco importa. Sólo el amor en el sentido en que yo lo entiendo —pero, en ese caso, el misterioso, el improbable, el único, el que todo lo une[158] y el indudable amor— tal y como a fin de cuentas sólo puede ser a toda prueba, hubiera podido en este caso obrar el milagro.

"Como aquel profesor Claude de Sainte-Anne…"
(Fotografía Henri Manuel).

Hace unos meses vinieron a comunicarme que Nadja estaba loca. Al parecer, como consecuencia de una serie de excentricidades que había protagonizado en el pasillo de su hotel, habían debido internarla en el asilo de Vaucluse[159]. Otros, y no yo, epilogarán bien inútilmente acerca de este hecho que, a buen seguro, les parecerá el fatal desenlace de cuanto precede. Los más avisados se apresurarán a investigar, en lo que he relatado de Nadja, hasta qué punto deben ser tenidas en cuenta unas ideas que ya entonces eran delirantes y tal vez atribuyan a mi intervención en su vida, una intervención favorable en la práctica al desarrollo de esas ideas, un valor terriblemente determinante. Por lo que respecta a los de los "¡Pues claro!", de los "Se veía venir", de los "Ya lo decía yo", de los "En esas condiciones", de todos esos cretinos de baja estofa, ni qué decir tiene que prefiero dejarles en paz. Lo esencial es que no creo que para Nadja pudiera existir una gran diferencia entre el interior y el exterior de un manicomio. Debe ¡ay! haber alguna diferencia a pesar de todo, la causada por el irritante ruido de una llave que alguien gira en la cerradura, por la miserable vista del jardín, por el aplomo de las personas que te interrogan cuando uno no las aceptaría ni para limpiarle los zapatos, como aquel profesor Claude de Sainte-Anne, con su frente de ignorante y ese aspecto terco que le caracterizan ("Le quieren hacer daño, ¿verdad? —No, señor. —Miente, la semana pasada me dijo que le querían hacer daño", o también: "Usted escucha voces, está bien, ¿son voces como la mía? —No, señor. —Bueno, tiene alucinaciones auditivas", etc.)[160], por el uniforme ni más ni menos abyecto que cualquier uniforme, por el esfuerzo necesario hasta para adaptarse a un medio semejante, pues a fin de cuentas es un medio y, como tal, en cierto modo exige adaptarse a él. Es preciso no haber entrado nunca en un manicomio para ignorar que allí fabrican locos del mismo modo que en los correccionales fabrican delincuentes[161]. ¿Hay algo más odioso que esos llamados instrumentos de protección social que, por un pequeño desliz, una primera falta aparente contra el decoro o el sentido común, arrojan a cualquier sujeto entre otros sujetos cuyo contacto cotidiano habrá de serle necesariamente nefasto y, sobre todo, le privan sistemáticamente del contacto con todos aquellos cuyo sentido moral o práctico es más sólido que el suyo? Sabemos por la prensa que en el último congreso internacional de psiquiatría[162], desde la primera sesión todos los delegados asistentes se pusieron de acuerdo en condenar la persistente opinión general según la cual todavía en la actualidad es tan difícil salir de un manicomio como antaño de un convento, o que allí permanecen encerradas de por vida personas que nunca debieron ir a parar allí, o que ya no deberían estar allí, o que la segundad publica no esta tan en juego en general como se nos hace creer. Y cada alienista clama al cielo y esgrime en su favor uno o dos casos de puesta en libertad, pero dando ejemplos sobre todo, con gran estrépito, de catástrofes causadas por un prematuro o mal entendido regreso a la libertad de algunos enfermos graves. Estando en juego, en mayor o menor grado, su responsabilidad en semejante aventura, daban a entender que, ante la duda, preferían abstenerse. Sin embargo me parece que la pregunta no está bien planteada en estos términos. La atmósfera de los manicomios es tal que, forzosamente, no puede sino ejercer la más debilitante, la más perniciosa influencia sobre los asilados y eso en la misma pendiente de la enfermedad inicial que les condujo allí. Lo cual, complicado además por el hecho de que cualquier reclamación, cualquier queja, cualquier reacción en contra solo puede desembocar en que se os tache de insociables (pues, por paradójico que resulte, en semejante espacio se sigue exigiendo la sociabilidad), únicamente sirve para que aparezca un nuevo síntoma en contra vuestra y es tal que no solo impide vuestra curación, si es que esta debía llegar, sino que ni siquiera permite que vuestro estado se mantenga estacionario y no se agrave rápidamente. De ahí esas evoluciones tan trágicamente abruptas que pueden verse en los manicomios y que, tan a menudo, no pueden derivarse exclusivamente de una única enfermedad. En lo tocante a enfermedades mentales, hay razones para denunciar el proceso que hace pasar, casi inevitablemente, de lo agudo a lo crónico. Teniendo en cuenta la extraordinaria y tardía infancia de la psiquiatría, en ningún caso debiera hablarse de curación llevada a cabo en esas condiciones. Por lo demás, pienso que ni a los alienistas más concienzudos les preocupa lo más mínimo. De acuerdo, ya no existe internamiento arbitrario tal y como estamos acostumbrados a entenderlo puesto que un acto anormal que se presta a una constatación objetiva y que toma carácter de delito desde el momento en que se comete en la vía pública es causa de esas detenciones mil veces más horribles que las otras. Pero, en mi opinión, todos los internamientos son arbitrarios. Continúo sin comprender por qué podría privarse de libertad a un ser humano. Encerraron a Sade, encerraron a Nietzsche encerraron a Baudelaire[163]. Esa técnica que consiste en venir a sorprenderos de noche, en colocaros la camisa de fuerza o dominaros por cualquier otro método, equivale a la de la policía que consiste en deslizar un revólver en vuestro bolsillo. Yo sé que si estuviera loco, tras llevar internado algunos días, aprovecharía alguna mejoría de mi delirio para asesinar a sangre fría al primero que se pusiera a mi alcance, el médico a poder ser. Así, al menos, conseguiría que me instalaran en una celda de aislamiento, como los peligrosos. Quizás así me dejarían en paz.

El alma del trigo (dibujo de Nadja).

Es tal el desprecio que, en general, siento por la psiquiatría, por sus pompas y sus obras, que todavía no me he atrevido a indagar qué ha podido ser de Nadja. Ya he explicado por qué era tan pesimista acerca de su suerte, igual que acerca de la de otros seres como ella. Tratada en un sanatorio privado con todas las atenciones a los que los ricos son acreedores, sin tener que sufrir ninguna promiscuidad que pudiera serle perjudicial, sino al contrario, reconfortada por presencias amigas en el momento oportuno, satisfecha en sus gustos en la medida de lo posible, conducida insensiblemente hacia un sentido aceptable de la realidad, para lo cual hubiera sido necesario no contrariarla en nada y que se tomasen la molestia de hacerla retroceder hasta el origen de su trastorno, quizás es demasiado suponer, pero todo me hace pensar que ella hubiera podido salir de ese mal trance. Pero Nadja era pobre, lo que en los tiempos que corren es suficiente como para firmar su sentencia, a poco que se le ocurra no estar completamente en regla con el código imbécil del sentido común y de las buenas costumbres. Además, estaba sola: "Hay momentos en que es terrible estar tan sola. Ustedes son los únicos amigos que tengo", le decía por teléfono a mi mujer, la última vez. En último término era diestra, siendo débil hasta lo imposible, en aquel pensamiento tan suyo siempre, pero en el que yo no había hecho más que alentarla con exceso, en el que demasiado la había ayudado yo a imponerlo sobre cualquier otro: el de que la libertad, adquirida en este mundo a costa de mil y una renuncias de entre las más difíciles, exige que disfrutemos de ella sin restricciones durante el tiempo que podamos conservarla, al margen de cualquier consideración pragmática, y ello porque la emancipación humana, entendida desde el punto de vista revolucionario más elemental a fin de cuentas, que no por ello deja de ser la emancipación humana en todos sus aspectos, no nos confundamos, según los medios de cada cual, sigue siendo la única causa digna de ser servida. Nadja estaba hecha para servirla, aunque sólo fuera dándonos pruebas de que debe fomentarse un complot muy especial alrededor de cada ser, que no existe únicamente en su imaginación, que convendría tener en cuenta aunque sólo fuera desde el punto de vista del conocimiento, y también, pero mucho más peligrosamente, pasando la cabeza, y luego un brazo, por entre los barrotes de la lógica, que es la más odiosa de las prisiones, abiertos de este modo. Es posible que yo hubiera debido retenerla en la senda de esta última empresa, pero me hubiera sido preciso previamente ser consciente del peligro que ella corría. Ahora bien, nunca supuse que ella pudiera llegar a perder, o que ya la hubiera perdido, la gracia de ese instinto de conservación[164] —al que ya me he referido antes— que hace que después de todo mis amigos y yo, por ejemplo, nos comportemos correctamente —contentándonos con mirar a otro lado— al paso de una bandera, que no siempre la tomemos con quien nos venga en gana, que no nos permitamos la alegría incomparable de cometer algún hermoso "sacrilegio", etc. Aunque esto no diga nada bueno sobre mi capacidad de discernimiento, he de confesar que no me parecía exorbitante, entre otras muchas cosas, que a Nadja se le ocurriera mostrarme un papel con la firma de "Henri Becque"[165], en el que éste le daba consejos. Si esos consejos eran desfavorables para mi persona, me limitaba a responder: "Es imposible que Becque, que era un hombre inteligente, te haya podido decir eso." Pero entendía perfectamente, puesto que ella se sentía atraída por el busto de Becque, en la plaza Villiers, y puesto que le gustaba la expresión de su rostro, que ella quisiera y consiguiera conocer su opinión sobre algunos asuntos. Todo esto no es más irracional, cuando menos, que preguntarle a un santo o a cualquier divinidad lo que uno debe hacer. Las cartas de Nadja, que yo leía con el mismo espíritu con el que leo toda clase de textos poéticos, tampoco podían constituir para mí ningún motivo de alarma. Sólo añadiré unas pocas palabras en mi defensa. La reconocida ausencia de frontera entre la no-locura y la locura no me permite atribuir un valor diferente a las percepciones y a las ideas que son el fruto de la una o de la otra[166]. Hay sofismas infinitamente más significativos y de mayor alcance que las verdades más indiscutibles: rechazarlos por ser sofismas carece a la vez de grandeza y de interés. Por muy sofismas que fueran, a ellos les debo al menos el haber podido lanzarme a mí mismo, a aquél que desde lo más lejano viene a mi encuentro, el grito, siempre patético, de "¿Quién vive?" ¿Quién vive? ¿Es usted, Nadja? ¿Es cierto que el más allá, todo el más allá se encuentra en esta vida[167]?. No la oigo. ¿Quién vive? ¿Soy yo solo? ¿Soy yo mismo?

"El busto de Becque, en la plaza Villiers…"
(Fotografía André Bouin, 1962).