El terremoto tuvo secuestrada a la región durante todo el lunes y el martes. Gigantescos titulares marchando en filas prietas como tropas fascistas acaparaban las primeras planas, y los que intentaban ver el culebrón de la tarde fueron sometidos a informativos especiales. La liga de béisbol canceló dos noches de partidos, no fuera que a los aficionados se les ocurriera olvidarse por un momento de las noticias. Hasta el mismo vicepresidente tuvo que abreviar su gira por capitales centroamericanas y volar a Boston.
No es agradable que te tengan secuestrado, se mire como se mire. En una sociedad decadente la gente puede derivar, o ser lentamente atraída por la cultura del comercio, hacia un ansia de violencia. Puede que la gente sea profunda y congénitamente consciente de que ninguna civilización es eterna, o puede que sea un rasgo de la naturaleza humana. Pero la guerra puede empezar a parecer un bien ganado espectáculo de pirotecnia, y un asesino múltiple (mientras actúe lejos de tu ciudad) un hombre digno de aclamación. Una sociedad decadente enseña a las personas a disfrutar de anuncios de violencia contra la mujer, cualquier sugerencia relativa a arrancarle el sostén y manosearle los pechos, a violarla, a atarla con cuerdas, a pincharle el vientre, a oírla gritar. Pero luego una mujer real a la que conocen personalmente es raptada y violada y no sólo no disfruta sino que queda traumatizada o marcada de por vida, y de pronto se convierten en rehenes de su experiencia. Se sienten insoportablemente constreñidos, porque todas esas imágenes e insinuaciones eróticas son desde hace tiempo como puentes que les permiten salvar el vacío de sus vidas.
Y ahora la catástrofe que había prometido hacerte sentir como que vivías un momento singular, un momento real, un momento histórico susceptible de constar en los anales, un momentó de sufrimiento y de muerte y de heroísmo, un momento que recordarías con la misma facilidad con que olvidas todos estos años en los que has hecho poco más que buscar sexo y aventura a través del consumo: ahora había acaecido una catástrofe de estas proporciones históricas, y te dabas cuenta de que no era eso tampoco lo que querías. Ni la interminable, incesante repetición de estereotipos televisados y de fruncidos ceños periodísticos, ni las caras de pesadilla de los presentadores supermaquillados que te miraban desde la pantalla hora tras hora. Ni estas imágenes de los mismos, y escasos, cuerpos ensangrentados viajando en camilla. Ni la repugnante proliferación de idénticos artículos con idénticas entrevistas a supervivientes que decían que aquello daba miedo e idénticas declaraciones de científicos que decían que no se había entendido bien. Ni las fotos de unos edificios dañados pero no destrozados. Ni la misma imagen, una vez y otra vez, de la destrucción en un Peabody humeante sobre el que lucía un sol normal y corriente, porque el sol seguía saliendo cada mañana porque el mundo no había cambiado porque tu vida no había cambiado. Habrías preferido la frivolidad más honesta de una World Series, el entretenimiento de un acontecimiento capaz de suscitar meses de expectación y semanas de chismorreo, ayudando a salvar la vaciedad del verano y del otoño y produciendo, en conclusión, todo un juego portátil de cifras que los medios informativos no podían restregarte por la cara durante más de una hora. Porque ahora te dabas cuenta de que el terremoto no era historia ni era entretenimiento. Era un desastre, un follón descomunal. Y aunque el terremoto también podía reducirse a un resultado —heridos mil trescientos, muertos setenta y uno, magnitud 6,1—, tus virtuosos secuestradores creían justificado repetir esos números hasta que te volvías loco y te deshacías en gritos; gritos que ellos, sin embargo, no podían oír detrás de sus micrófonos y de sus monitores.
La foto que aquel lunes salió en primera plana de los vespertinos de todo el mundo mostraba las ruinas de las instalaciones de Sweeting-Aldren en Peabody. Veintitrés de los muertos y ciento diez heridos correspondían a empleados de la empresa que fueron sorprendidos por la explosión inicial de dos cadenas de montaje y la subsiguiente conflagración general. El terremoto había inutilizado varios sistemas antiincendios; bolas de etileno en combustión y láminas de benceno en llamas habían prendido varios tanques de almacenamiento. Una explosión producida, al parecer, por nitrato de amonio arrasó cadenas de montaje que de otro modo quizá no habrían ardido. Nubes blancas descargaron una lluvia de ácido nítrico y ácido clorhídrico y reactivos orgánicos; hidrocarburos y halógenos combinándose en un entorno de temperatura tan alta y pH tan bajo como en la superficie de Venus pero sensiblemente más tóxicos. La nube de vapor, desplazándose a medida que se enfriaba, descendió sobre barrios residenciales y dejó un residuo blancuzco y aceitoso en todo cuanto tocaba.
El lunes por la tarde funcionarios de la EPA con trajes Mylar estaban midiendo niveles de dioxinas en las partes por cien mil al norte de la instalación. En las calles, al pie de los árboles, el suelo estaba sembrado de pájaros como fruta caída, mohosa. Gatos, ardillas y conejos yacían muertos en los jardines o se retorcían y vomitaban bajo los setos. El tiempo era espléndido, la temperatura de veinticuatro grados, la humedad baja. Unidades de la Guardia Nacional con equipo de gases lacrimógenos avanzaban metódicamente hacia el norte, evacuando, por la fuerza si era necesario, a inquilinos recalcitrantes, montando barricadas en las calles con bidones Warning Orange y bloqueando la zona más contaminada, designada como Zona I, con un endeble material plástico color naranja para cercados que al parecer habían ido almacenando para este fin.
El martes al anochecer la Zona I había sido totalmente aislada. Consistía en catorce kilómetros cuadrados de pedregal, calles residenciales en mal estado, tierras pantanosas atiborradas de basura y varias fábricas anticuadas propiedad de empresas de capa caída desde hacía tiempo. Varios residentes de Peabody que se encontraban en sus casas cuando el humo empezó a descender estaban ya en el hospital, quejándose de mareos y de una gran fatiga. Las casas que habían abandonado y que sólo podían visitar patrullas de la Guardia Nacional y equipos de noticias tenían el aspecto de un sofá desechado: las patas rotas, las juntas flojas, la piel desgarrada aquí y allá dejando al descubierto un caos interno de muelles y relleno arrugado. Los daños producidos por el terremoto eran similares en la Zona II, situada más al norte y mucho más grande, pero la contaminación aquí era puntual, y tan poco específica que la Guardia Nacional permitía que residentes adultos regresaran a la luz del día para cerrar sus casas y recoger objetos personales.
En Peabody surgían noticias a cada momento. Los cámaras tenían escaramuzas con la Guardia Nacional, los enviados especiales no sólo portaban micrófono sino también máscara antigás. Algunos estaban tan afectados por lo que habían visto, tan sorprendidos y abrumados por las noticias, que se dejaban de poses falsamente serias y hablaban como los seres humanos inteligentes que uno imaginaba que debían de ser. Preguntaban a los soldados si habían disparado contra algún saqueador. Preguntaban a los de medio ambiente si los que vivían muy cerca de las zonas corrían algún riesgo. Preguntaban a todo el mundo cuál era su «impresión». Pero la pregunta del millón, tanto para la prensa como para la EPA, para los treinta mil residentes traumatizados e indignados de las Zonas I y II, los ciudadanos de Boston y todos los habitantes de Estados Unidos, era: ¿Qué tenía que decir al respecto la dirección de Sweeting-Aldren? Y el mismo lunes por la tarde, cuando la pregunta ya era ineludible, la prensa descubrió que no había literalmente nadie para responderla. Las oficinas centrales de Sweeting-Aldren, ubicadas, qué casualidad, al oeste de la Zona II, habían sido destrozadas por un incendio que, según los bomberos de la localidad que trataron de apagarlo en las horas siguientes al terremoto, podría haber sido provocado. El sistema ignífugo del edificio había sido cerrado manualmente, y varios bomberos encontraron indicios de un «líquido incendiario» junto a los restos del archivo central, en la planta baja. Las esposas del consejero delegado y de sus cuatro vicepresidentes no pudieron ser localizadas, o bien dijeron a la prensa que no habían visto a sus respectivos maridos desde el domingo por la tarde, poco antes de que se produjera el seísmo.
El lunes a las cinco, justo a tiempo para ser entrevistado en directo durante las noticias locales, Canal 4 localizó al portavoz de Sweeting-Aldren, Ridgely Holbine, en un club náutico de Marblehead. Vestía bermudas y una descolorida camiseta HARVARD CREW y estaba verificando si su velero había sufrido algún desperfecto.
PENNY SPANGHORN: ¿Cuál es la respuesta de la compañía a tan horrible tragedia?
HOLBINE: De momento, Penny, no puedo dar ningún comunicado oficial.
SPANGHORN: ¿Puede decirnos cuál fue la causa de la tragedia?
HOLBINE: No he recibido información a este respecto. A título personal, yo diría que el terremoto ha sido un factor determinante.
SPANGHORN: ¿Está usted en contacto con la dirección de la empresa?
HOLBINE: No, Penny.
SPANGHORN: ¿La empresa está dispuesta a asumir responsabilidades por la terrible contaminación que se ha extendido sobre Peabody? ¿Tomarán ustedes la iniciativa en las labores de limpieza?
HOLBINE: No puedo ofrecerle ningún comentario oficial, Penny.
SPANGHORN: ¿Cuál es su opinión personal sobre esta horrible tragedia?
HOLBINE: Lo he sentido mucho por los trabajadores que han resultado muertos o heridos. Y por sus familias.
SPANGHORN: ¿De alguna manera se siente usted personalmente responsable? Quiero decir, ¿de esta horrible tragedia?
HOLBINE: Es la mano de Dios. Eso no puede controlarlo nadie. Pero todos lamentamos que haya habido víctimas mortales.
SPANGHORN: ¿Qué me dice de las treinta mil personas que se calcula que esta noche no podrán dormir en sus casas debido a la tragedia?
HOLBINE: Lo repito, no tengo autoridad para hablar en nombre de la compañía. Pero es lamentable, qué duda cabe.
SPANGHORN: ¿Qué tiene que decirles a estas personas?
HOLBINE: Pues que no coman los alimentos que tengan en casa. Que se duchen a conciencia y procuren buscar otro sitio donde pasar unos días. Que beban agua embotellada. Que hagan mucho reposo. Es lo que estoy haciendo yo.
El martes por la mañana se supo que Sandy Aldren, consejero delegado de Sweeting-Aldren, había estado todo el lunes en Nueva York para liquidar los valores negociables de la empresa y transferir hasta el último dólar en metálico de la compañía a cuentas bancarias en un país extranjero. Luego, la noche del lunes, Aldren se había esfumado. En un principio se pensó que las cuentas debían de ser suizas, pero los registros evidenciaban que de hecho todo el dinero —unos treinta millones de dólares— había ido a parar al First Bank of Basseterre, en Saint Kitts.
El martes por la tarde, el abogado personal de Aldren en Boston, Alan Porges, dio la cara y reconoció la existencia de una «reserva de dinero en efectivo» para cubrir las «indemnizaciones garantizadas por contrato» de los cinco «empleados de mayor rango» de la compañía. Las indemnizaciones ascendían a poco más de treinta millones de dólares, y Porges afirmó que a su entender los cinco altos empleados habían dimitido oficialmente el lunes por la mañana y, en consecuencia, tenían derecho a sus indemnizaciones en metálico con carácter inmediato. Porges declinó hacer conjeturas sobre el paradero de los implicados.
Una nueva bomba explotó cuando las cadenas no habían tenido ocasión de redifundir fragmentos de la entrevista con Porges más de cinco o seis veces. El sismólogo Larry Axelrod convocó una rueda de prensa en el MIT para anunciar que había visto pruebas que señalarían a Sweeting-Aldren como responsable directo de casi toda la actividad sísmica de los últimos tres meses, incluido el terremoto de la noche del domingo. Dijo que las pruebas le habían sido proporcionadas por una «excelente científica» de Harvard, Renée Seitchek, quien todavía estaba en el hospital recuperándose de unas heridas de bala. Una mujer del Globe preguntó si era posible que los autores del atentado contra Seitchek no fueran extremistas antiaborto sino algún agente de Sweeting-Aldren. Axelrod dijo: «Sí».
Los departamentos de policía de Somerville y Boston confirmaron que, en efecto, habían ampliado el ámbito de su investigación sobre el caso Seitchek a la luz de aquel nuevo móvil, pero añadieron que el terremoto había embarullado, por así decir, todas las pesquisas. El colapso de la estructura de la dirección de Sweeting-Aldren y la pérdida de documentos de la empresa en diversos incendios «podía plantear problemas».
Funcionarios de medio ambiente, federales y estatales, estaban encontrando mayores obstáculos aún en su intento de confirmar la existencia de un pozo de inyección en las instalaciones de Sweeting-Aldren en Peabody. El miércoles por la mañana se extinguía por sí solo el último de los incendios. Resultado: trescientas veinticinco hectáreas de escombros carbonizados y envenenados: un Bronx industrial ausente de toda cartografía, lleno de lóbregas charcas espumosas, construcciones precarias y depósitos con presión interior que se sospechaba podían contener no sólo explosivos y gases inflamables sino algunas de las sustancias más tóxicas y/o cancerígenas y/o teratogénicas conocidas por el hombre. La máxima prioridad de la EPA, según dijo a ABC News la supervisora Susan Carver, era impedir que la contaminación se extendiera al agua subterránea y a los estuarios cercanos.
«Ha quedado en evidencia —dijo Carver— que esta compañía alcanzó su inmensa rentabilidad gracias a unos ínfimos márgenes de seguridad y un fraude sistemático a los organismos encargados de la supervisión. Me temo que existe un peligro claro, real, de que esta tragedia humana y económica se convierta en una verdadera catástrofe ecológica; ahora mismo me preocupa más proteger a la ciudadanía que atribuir responsabilidades en abstracto. Localizar un cabezal de pozo en la zona, suponiendo que tal pozo exista realmente, va a ser como buscar una aguja en un pajar que sabemos lleno de serpientes».
En general la prensa y la opinión pública se tragaron entera la teoría de Axelrod y Seitchek. Los sismólogos, sin embargo, reaccionaron con su habitual cautela. Querían examinar los datos. Necesitaban tiempo para modelar e interpretar. Decían que la sismicidad reincidente observada en abril y mayo podía, sí, haber sido inducida por Sweeting-Aldren, pero que el terremoto de la noche del domingo era harina de otro costal.
Esta sacudida, según quedó demostrado, había sido consecuencia de la ruptura de roca a lo largo de una falla profunda que partía de Peabody hacia el nordeste hasta un punto próximo a los epicentros de abril en Ipswich. Howard Chun, de Harvard, realizó una deconvolución de varios sismogramas digitales de corto periodo y demostró, de forma harto concluyente, que la ruptura se había extendido desde el extremo septentrional de la falla hasta el meridional; en otras palabras, que el temblor había «empezado» cerca de Ipswich. Un pozo de inyección de Sweeting-Aldren no podría, por tanto, haber «causado» el terremoto; a lo sumo podía haber desestabilizado la falla, o procurado una inestabilidad general con un trayecto de menor resistencia. Pero el asunto de la propagación de ruptura era algo que no se entendía en absoluto.
Lo único cierto era que la parte oriental de Estados Unidos había sufrido el mayor terremoto desde que Charleston, en Carolina del Sur, fue destrozada en 1886. La contaminación de Peabody y el escándalo de la culpabilidad de la empresa fueron, lógicamente, los principales focos de atención en un primer momento —cada gran catástrofe estadounidense parece dar lugar a un espectáculo particularmente siniestro— pero a medida que la situación se estabilizaba la atención empezó a centrarse en las graves heridas sufridas por el resto del extrarradio norte de Boston y por la propia ciudad. Un equipo de rescate que excavaba entre los escombros de un hogar infantil en Salem había exhumado ocho pequeños cadáveres. Al menos diez personas habían muerto de sendos ataques al corazón en Hub; Canal 7 entrevistó a vecinos de un residente en West Somerville llamado John Mullins que había salido tambaleándose de su casa para caer muerto en la calle con los brazos extendidos «como si le hubieran pegado un tiro». Seis personas habían sido hospitalizadas a resultas del percloroetileno que salía de varios establecimientos de limpieza en seco. Bibliotecarios de todas las poblaciones, desde Gloucester hasta Cambridge, chapoteaban en arenas movedizas de libros caídos de sus estantes. El ordenador principal del Shawmut Bank había estallado y un incendio arrasó cientos de cintas magnéticas que contenían información financiera; el banco cerró sus puertas durante una semana, y sus clientes, al ver que sus tarjetas de débito tampoco funcionaban en otros bancos, tuvieron que recurrir al trueque y a la mendicidad para conseguir alimentos y agua embotellada. Mucha gente se quejaba de mareos constantes. Después del domingo por la noche sólo se produjeron tres réplicas de escasa importancia, pero cada una de ellas hizo que cientos de personas dejaran lo que estaban haciendo y rompieran a llorar sin poder controlarse. El desastre era completo: casas, fábricas, carreteras. El viernes por la mañana los coordinadores de la operación de socorro calcularon que el coste total del terremoto, incluidos los daños materiales y la interrupción de la actividad económica, pero no la contaminación en las Zonas I y II, sería de unos cuatro o cinco mil millones de dólares. Los editorialistas calificaron esta cifra de pasmosa; era, poco mas o menos, lo que al país le había costado pagar los intereses de la deuda nacional durante el fin de semana del Memorial Day.
La víctima más notoria del terremoto fue probablemente la Iglesia de la Acción en Cristo de Philip Stites. Del mismo modo que ellos escribían necrológicas para los vivos, los medios informativos locales se habían preparado para la destrucción de la iglesia con exultantes editoriales previamente redactados y equipos de reporteros previamente situados. No bien las ondas sísmicas hubieron alcanzado Chelsea, cuatro diferentes furgones recorrieron a máxima velocidad las calles resquebrajadas y sin alumbrado y llegaron a la iglesia a intervalos de un minuto. La devastación, si bien incompleta, parecía ser satisfactoria. El movimiento fuerte había partido el edificio por la mitad, aplastando toda la planta baja por un lado del triforio, reduciendo éste a un amasijo de hierros de armadura con pedazos de hormigón atrapados en ellos, y convirtiendo puertas y ventanas en romboides repulsivos. De la parte trasera del edificio salía un humo furioso, impaciente, y a Philip Stites parecía que le hubieran roto en la cabeza un huevo de yema sanguinolenta. Corrió por la calle gritando: «Ayúdennos. Dejen esas cámaras. Ayúdennos, por favor», porque de hecho los únicos que estaban allí eran los equipos de noticias, y aún pasarían veinte minutos antes de que llegara alguien más.
Días después, Stites afirmó que en aquella oscura y húmeda noche se había producido un verdadero milagro: todos los periodistas, sin excepción, habían abandonado todo, cámaras y grabadoras, y le habían seguido al interior del edificio destrozado. Habían abierto puertas a patadas para liberar a todo un rebaño de mujeres ensangrentadas que proferían gritos. Habían desafiado escombros y nubes de humo negro para sacar de las llamas a miembros de la Iglesia con brazos y piernas fracturados. Habían salvado a hombres y mujeres que saltaban de las ventanas y sacado enseres de sus furgones al objeto de llevarlos rápidamente al hospital. Según Stites habían salvado al menos veinte vidas. Pero que el reverendo hubiera elegido llamar milagro al heroísmo de los periodistas evidenciaba por su parte una acritud insólita. No vio milagro, por ejemplo, en el hecho de que ninguno de sus acólitos hubiera perecido. No dijo que Dios hubiera protegido a sus fieles del terremoto. No se congratuló en absoluto de la misericordia divina, porque cuando el humo hubo despejado y el sol salió de nuevo, Stites descubrió que se había quedado sin Iglesia.
Montó una tienda en el patio del recinto y prometió conseguir más tiendas para los trescientos miembros de su congregación, pero todos menos unos pocos declinaron su ofrecimiento. La mayoría abandonó Boston para regresar a Missouri, Kansas, Georgia. El resto desertó calladamente a un grupo antiaborto rival llamado Amar la Vida, cuya «acción» más típica era fastidiar a las clínicas con grabaciones de recién nacidos aullando a cien decibelios. Uno de aquellos prófugos miró fijamente a una cámara de Canal 4 y dijo: «Después de esta noche de terror, yo ya no creo que Stites esté guiado por la divina providencia. Doy gracias al Señor por haber escapado con vida e intacto. No todos pueden decir lo mismo; tengo una amiga en el hospital, está paralizada con la espalda rota. Creo que Stites es un gran guía moral a quien el orgullo ha llevado por el mal camino; nunca deberíamos haber estado en ese edificio».
Otro de los desertores, la señora de Jack Wittleder, fue más sucinto:
—El reverendo Stites se dejó tentar por una mujer pecaminosa. El precio lo hemos pagado todos.
El periodista de Canal 4 preguntó:
—¿Una mujer? ¿A qué mujer se refiere?
Pero la señora Wittleder declinó dar más datos.
El propio Stites habló para Canal 4:
—¿Lo que yo creo en el fondo de mi corazón? Creo que Dios derribó nuestra sede por algún motivo. Creo que la destrucción fue una prueba de fe y que nosotros le hemos fallado. Yo pensaba (confiaba fervientemente) que teníamos una Iglesia más fuerte que cualquier edificio, y una fe que ningún terremoto podía quebrantar. Y todavía conservo esa fe en el fondo de mi corazón, pero ya no la Iglesia, y me siento profundamente humillado y decepcionado.
Stites se distinguió asimismo por ser el primer acusado en el proceso judicial que desencadenó el terremoto. La familia de la mujer que se había roto la espalda le acusó de fraude y negligencia deliberada por convencerla de que se quedara en un edificio inseguro; reclamaban diez millones de dólares por daños reales y una indemnización ejemplarizante. El abogado de Stites declaró a la prensa que su cliente no tenía otras posesiones terrenales que una tienda de campaña excedente del ejército, un saco de dormir, una Biblia, una maleta de ropa, un coche y una emisora de radio con apuros financieros. Esto no impidió a otros cuatro miembros de la Iglesia heridos también en el terremoto entablar demanda el 11 de julio.
Fue una temporada de litigios. Los juicios aplacaron los nervios crispados de millones de supervivientes y mantenían las esperanzas de los desposeídos. Facilitaron la transición a la normalidad cuando la televisión y la prensa liberaron a sus rehenes; proporcionaron materia prima para informes complementarios. Devolvieron todo el pánico y todo el vacío al inconsciente colectivo, que era donde debían estar. Hacia finales de julio la Commonwealth de Massachusetts había sido mencionada en once pleitos diferentes, acusada de agravios tan creativos como no haber implantado los oportunos planes de evacuación para el caso de una dispersión de sustancias tóxicas; lentitud en dar refugio a familias de las Zonas I y II; y engaño premeditado en su valoración del riesgo sísmico. A su vez, la Commonwealth había demandado al Gobierno federal y a los constructores de varias autopistas y edificios públicos. Asimismo, como casi todo el mundo en Boston, había entablado demanda contra Sweeting-Aldren. A 1 de agosto las reclamaciones contra la compañía ascendían a más de diez mil millones de dólares y aumentaban a diario. Para pagar dichas reclamaciones la empresa disponía de escaso activo flotante no contaminado, una deuda a largo plazo de cincuenta millones de dólares y escasas perspectivas de vender nada nunca más. Se daba por sentado que el Gobierno federal acabaría sufragando la cuenta.
El 27 de julio Renée Seitchek fue dada de alta del hospital Brigham & Women’s. Las noticias de la noche emitieron un clip de diez segundos en el que se la veía salir del hospital en silla de ruedas para meterse en un Honda Civic abollado, pero para entonces la prensa le había dado la espalda porque Renée no se dejaba entrevistar. La investigación sobre el atentado quedó en punto muerto («una causa perdida, seguramente», reconocieron en privado los inspectores), pero las autoridades todavía confiaban en hacer volver a los directivos de Sweeting-Aldren para que afrontaran otras y variadas acusaciones. El FBI había localizado a los cinco hombres —Aldren, Tabscott, Stoorhuys, el abogado de la empresa y el director de finanzas— en una pequeña isla al sur de Saint Kitts, donde la corporación mantenía desde hacía años tres casas en la playa para reuniones informales y vacaciones de los directivos. La esposa de Aldren, Kim, de veintitrés años, y la novia de Tabscott, Sondra, de veintiséis, se habían unido al grupo unos días después del temblor, la familia del abogado de la empresa había ido de visita el Día de la Independencia, y unos paparazzi vestidos de marinero habían podido sacar fotos de una merienda playera que parecía un anuncio de cerveza en todos sus pormenores. (El Globe publicó una de estas fotos en primera plana junto con una instantánea de hombre con traje Mylar arrojando paletadas de pájaros y mamíferos a un incinerador). Por desgracia el Gobierno de Saint Kitts y Nevis no tenía la menor intención de entregar a los directivos a la justicia, y la Casa Blanca, acordándose tal vez del leal apoyo financiero de Aldren y Tabscott al Partido Republicano, dijo que poca cosa podía hacer Estados Unidos al respecto.
Por el contrario, grandes empresas químicas como Dow, Monsanto y Du Pont parecían relamerse con la oportunidad de censurar las fechorías de otra empresa del ramo. Inmediatamente aumentaron su producción de los textiles, pigmentos y pesticidas que habían sido buque insignia de Sweeting-Aldren —productos cuya demanda no hacía sino aumentar en Estados Unidos— y se cebaron en demonizar a la dirección de Sweeting-Aldren. Du Pont denominó la tragedia de Peabody «obra de diablos». (Los directivos de Du Pont eran padres de familia, no diablos; les pareció muy bien la inteligente normativa de la EPA). Monsanto juró solemnemente que jamás había utilizado ni utilizaría pozos de inyección. Dow se enorgulleció de haber tenido la prevención de ubicar su sede central en uno de los lugares geológicamente más estables del mundo. En agosto, las ventas y las acciones de las tres compañías se habían disparado.
En el imaginario colectivo, Sweeting-Aldren fue a engrosar las filas de Sadam Hussein, Manuel Noriega y los cárteles de Medellín. Eran los tipos con sombreros tan negros como los titulares sensacionalistas que pregonaban su villanía, los hombres que hacían malo el mundo bueno. Estados Unidos era el responsable de aplicar el castigo, y, si no era posible castigarlos, Estados Unidos era el responsable de limpiar lo que ellos habían ensuciado; y si la limpieza resultaba terriblemente cara, siempre se podía argumentar que Estados Unidos era el primer responsable de haberles permitido convertirse en villanos. Pero los estadounidenses propiamente dichos no se sentían responsables en ningún sentido.
A medida que transcurrían las semanas, algunos forasteros de visita en la ciudad empezaron a aventurarse al norte de Boston para ver la Zona I. Habían visto las vallas protectoras un sinfín de veces por televisión, pero les seguía chocando que Peabody estuviese a media hora en coche; que esto formara parte del planeta Tierra como sus propios lugares de origen; que el clima y la luz no cambiaran a medida que se iban aproximando a las vallas. Las fotos que sacaron, una vez reveladas en Los Angeles o Kansas City, mostraban una escena que seguía pareciéndoles irreal.
Los bostonianos, entretanto, tenían cosas más importantes en que pensar. La economía local empezaba a recuperarse gracias a créditos federales de interés bajo. Las ventanas de los edificios del centro volvían a tener cristales verdosos. Fenway Park había pasado las inspecciones de seguridad. Y los Red Sox continuaban siendo líderes del campeonato.
En Harvard Square la estación empezó cuando el sol dejó de tener el ángulo necesario para alcanzar las calles estrechas antes del mediodía, y el frío repentino y su olor a invierno inminente persistían en los callejones meados y las mesas de ajedrez de cemento moldeado frente al Au Bon Pain. A lo largo del río y en el Yard la gran ensuciadora andaba otra vez a la brega, descartando hojas en los senderos. Los edificios dañados volvían a abrir, los andamios eran retirados. Estudiantes impecablemente acicalados dejaban un perfumado rastro de champú y desodorante en el aire canadiense. Eran jóvenes y ricos seres sexuales que recibían educación. Parecidos a los coches sin mácula que se agrupaban al salir del Square, con las ventanillas cerradas ahora que el verano había terminado, funcionales sistemas de control de emisión despidiendo gases que olían bien. Era literalmente incomprensible que en la Zona I, a veinticinco kilómetros escasos, brigadas de niveladoras todavía estuvieran destruyendo bungalós en cuyo interior sillas y lámparas estaban exactamente donde el movimiento fuerte las había volcado en la noche del 24 de junio.
Louis había ido al Square a hacer unos recados. Aunque no era amante del Square, últimamente acudía a menudo, se ocupaba con eficiencia de sus asuntos y volvía a casa sintiéndose anónimo y no involucrado. Aquella mañana, empero, estaba cruzando la calle al salir de Wordsworth cuando un Mercedes color gris plata frenó con brusquedad en el zócalo adoquinado de una isla de tráfico y alguien de aspecto familiar asomó la cabeza a la ventanilla del lado del acompañante y le hizo señas. Era Alec Bressler.
—¿Cómo va eso, Alec?
Alec cabeceó, como siempre, categóricamente:
—No me quejo.
De quien estaba al volante, Louis sólo pudo ver unas piernas de mujer con medias y zapatillas de tenis. Alec estaba chupando una pastilla de nicotina como si eso le divirtiera especialmente. Llevaba gafas nuevas y un blazer supérelegante.
—¿Y tú? —dijo—. ¿Has encontrado un buen empleo?
—No. Es que… No.
Alec puso cara de extrañeza:
—¿Nada de nada?
—Estos dos últimos meses he estado cuidando a mi novia. Seguramente habrás oído hablar de ella. Renée Seitchek.
La conductora del coche se inclinó sobre el regazo de Alec y mostró su cara a Louis. Era una atractiva mujer de cincuenta y pocos años, con una nariz fuerte, cabellos grises como alambres y cejas negras.
—¿Conoce a Renée Seitchek? —dijo.
Louis había oído muchas veces las mismas palabras en las últimas semanas.
—Sí.
La mujer le estrechó la mano.
—Soy Joyce Edelstein. Estoy muy interesada en Renée, desde hace tiempo. ¿Puede decirme cómo se encuentra?
—Pues… Bien, se encuentra bien.
—Oiga, ¿por qué no viene a mi oficina a tomar un café con nosotros? Si tiene un rato libre. Está a dos pasos de aquí. ¿Le apetece?
Louis miró a Alec, dudando. Alec se limitó a levantar las cejas y seguir chupando su pastilla.
—Suba —dijo Joyce, liberando el seguro de la puerta de atrás.
Louis obedeció. Su vaguedad ya no era un recurso que utilizara para frustrar a los demás; era algo que le definía. Últimamente, cuando iba por la calle caminaba con la vista fija en el suelo. Siempre se sentía cansado y a menudo le faltaba el resuello. Llevaba ropa que había sido de Peter Stoorhuys, una sudadera roja y unos tejanos grises que se ponía a diario y que, objetivamente hablando, le sentaban mal. Cuando veía, o pensaba, en su uniforme negro y blanco de antes, cerraba los ojos con todas sus fuerzas.
La oficina en cuestión ocupaba la tercera planta de un edificio de ripias en Brattle Street que debió de ser una residencia particular un centenar de años atrás. La placa de latón de la puerta decía Fundación Joyce Edelstein. Una recepcionista y un ayudante dijeron «Buenos días, señora Edelstein». Joyce dejó a sus acompañantes en un despacho privado que estaba decorado en armonía con el voluminoso paisaje de Monet colgado de una de las paredes. Alec Bressler se acomodó con tranquilidad en un sofá blanco de piel. Su tez ya no era gris como Louis la recordaba; incluso el pelo parecía más sano que antes. Había dejado de fumar.
—Joyce es una filántropa —dijo, como si eso fuera una curiosidad de la naturaleza.
—Ajá.
—Renée es casi una heroína para mí —dijo desapasionadamente Joyce al regresar con una bandeja de café, nata y azúcar—. Me dedico a subvencionar algunas organizaciones, y si se puede hablar de un elemento unificador en mis objetivos, éste sería los derechos de reproducción y el medio ambiente. A mi entender, el terremoto y lo que le pasó a Renée aunaron ambas cosas. De hecho le escribí una carta, no sé si llegó a recibirla; tampoco es que yo esperara una respuesta.
Louis no dijo: Mucha gente le ha escrito cartas.
—Bueno, y ¿cómo está Renée? —dijo Joyce.
—Muy bien. Tiene una infección en la pierna, le empezó después de salir del hospital. Todavía está convaleciente.
—¿Cuánto tiempo hace que pasó?
—Tres meses.
—Es mucho. Y usted… ¿Usted es…?
—Vivo con ella.
—En…
—En Somerville.
—Perdone, pero ¿se encuentra mal? Si le disgusta hablar de esto…
—No. Es que acabo de donar sangre, nada más.
—¿Donar sangre? Santo cielo, ¿por qué no lo ha dicho? Venga, siéntese. Por favor.
Louis lo hizo en la silla indicada e inclinó la cabeza hacia la taza de café. Joyce le miró entre compasiva y preocupada. También se miró el reloj. Alec estaba a la expectativa, dando sorbos en el sofá.
—¿Y cuida usted solo de Renée? —dijo Joyce.
—Pues sí.
—Eso debe de ser agotador. Más de lo que usted puede llegar a imaginarse, Louis. Perdone la pregunta, pero ¿Renée tiene algún seguro que lo cubra todo? Estaba pensando que, bueno, si lo que ella necesita es una enfermera, quizá usted podría…
—No es para tanto —replicó Louis—. Sólo he de ir a la compra, cocinar un poco y hacer recados.
—Sí, pero psicológicamente…
Louis se puso en pie y cruzó la habitación.
—Lo llevo bien. Quiero decir, no se preocupe. Agradezco su interés pero no es para tanto.
—Estoy convencida de que lo lleva bien —dijo Joyce, amablemente—. Sólo quiero…
—Joyce necesita ayudar a la gente —comentó Alec—. Es algo innato en ella.
Con un ligero estremecimiento, Joyce hizo caso omiso de esta descripción.
—Sólo quiero que sepa que si realmente necesita ayuda hay personas en el mundo que pueden dársela. Si mi vida tiene algún objeto, ése es hacer que la gente sepa que no tiene que sufrir en solitario. Para cada persona que necesita algo hay otra, en alguna parte, dispuesta a hacerse cargo de esa necesidad.
Louis cerró los ojos y pensó: Cállate ya, por favor.
Joyce miró impotente a Alec. Estaba claro que era una mujer perspicaz. No había duda de que ver sufrir a Louis le causaba auténtico dolor, así como saber que las calles de Cambridge y de Boston estaban llenas de gente como él, que bastaba con lanzar una red al azar para recoger sufrimientos. Y saber que ella, por su parte, no sufría.
—Mire —dijo—, confío en que le dirá a Renée que hay muchísimas personas en esta ciudad que se interesan por ella y que quieren ayudarla como sea. Por lo pronto, aquí estoy yo, y si hay algo que ella necesite…
Louis cerró los ojos y pensó: Sufrir es necesario.
—Otra cosa, Louis, sé que me meto donde no me llaman, pero si se para usted a pensarlo se dará cuenta de que tal vez no debería donar sangre, si es que lo hace muy a menudo. Necesita fuerzas para concentrarse en una cosa cada vez.
Sufrir es necesario. Sufrir es necesario.
—Gracias por el café —dijo Louis.
Joyce suspiró, meneó la cabeza.
—De nada.
Alec salió con él de la oficina y le detuvo al llegar a la escalera.
—Una cosa. Para un momento. Una cosa sólo. La semana pasada hablé con Libby. Libby Queen. Quiere que le dé tu número.
—¿Para qué?
—Si necesitas trabajo, llámala.
—¿A qué viene ese cambio?
—Stites se marcha. Creo que al Medio Oeste. ¿Me has oído?
—Y tú le has dicho a Libby que me llame.
—De acuerdo, se lo dije yo. Pero ella no tiene tu número. Necesita un ingeniero. Yo le dije, salario mínimo, y a Louis le encanta la radio.
—Salario mínimo. Vaya, gracias.
—Puedes llegar a un acuerdo. Piénsalo, ¿vale?
—Ahora no puedo.
—Pero si te encanta la radio. Eso me consta.
—Antes sí.
—Bueno, pues llámame cuando quieras trabajar. Tienes que llamarme. Y tienes que darme tu número.
Louis cogió el bolígrafo que Alec le ofrecía.
—Perdona que no haya sido más simpático con tu amiga.
—Está acostumbrada. Vete a casa.
—Dile que lo siento.
—Ya, bueno. No tiene importancia.
Alec trazó un palito a la europea en el siete del número que Louis había anotado. Luego volvió al despacho de Joyce sin decir palabra.
El único momento en que Louis se sentía a salvo de la tortura, el único momento en que se gustaba como persona, era cuando estaba a solas con Renée en Pleasant Avenue. Mientras estuviera en su apartamento, sabía lo que estaba haciendo porque todo se deducía lógicamente del supuesto de que amaba a Renée. Era su cocinero, su comediante, su solaz, su criada. Sólo tres meses atrás, no habría imaginado ni por un momento que podía consolar a una persona enferma que se lamentaba amargamente de su lenta recuperación: que las palabras necesarias podían surgir con el mismo automatismo que los ademanes del sexo. Seguramente se habría burlado de quien dijera que el amor podía enseñarle las técnicas específicas que conforman la paciencia y la armonía, y, desde luego, de alguien que dijera que el amor era un anillo de oro que una vez en tu poder te elevaba con una fuerza sólo comparable a las fuerzas de la naturaleza. Pero eso era exactamente lo que opinaba ahora, y la única pregunta era por qué, cuando estaba a solas o fuera del apartamento, su vida con Renée seguía teniendo aquel aire de pesadumbre.
En las semanas que siguieron al terremoto había ido cada tarde al hospital, suscribiendo un acuerdo tácito por el cual desaparecía hasta las tres de la tarde y la señora Seitchek hacía lo propio a partir de esa hora. No es que existiera una hostilidad especial entre la madre y el novio: Louis continuaba mostrándose decididamente educado con la señora Seitchek, quien por su parte le reconocía ahora como pretendiente oficial de Renée, hasta el punto de compartir con él sus opiniones sobre el «increíblemente inmaduro» Howard Chun y las cosas «increíblemente peligrosas» que su hija había estado haciendo. El problema era que la única ocasión en que habían coincidido visitando a Renée, ésta se había sentido muy mal, declinando hablar con ninguno de los dos… hasta que su padre entró en la habitación. Entonces contestó a las preguntas de todos con una humildad que para Louis era del todo desconocida. Se preguntó si había alguien en el mundo que no le tuviera miedo al doctor Seitchek y a sus trifocales.
Durante todo el día, por muchas visitas que tuviera, Renée parecía no olvidar en ningún momento que por la noche estaría sola. Le dijo a Louis que cada vez que se despertaba, fuera de día o de noche, sentía como si estuviera despertando en la UCI, donde a falta de ventanas siempre era de noche. Podía abrir los ojos y ver la cara de Louis y seguir creyendo que, hacía tan sólo un momento, se encontraba en aquel otro lugar.
Renée le dejó leer su correspondencia mientras ella dormitaba. Había unos dos mil seiscientos sobres encima de la mesita junto a la cabecera de su cama. Dentro había cheques y regalos en metálico por un total de diecinueve mil dólares, y cartas de diversa longitud.
Querida Renée:
Mi marido y yo rezamos por su pronta recuperación. Nuestros corazones están con usted. Le ruego que utilice el cheque adjunto para lo que más necesite.
Atentamente,
Sandy & Roy Hurwitz
Querida Renée:
¿Se acuerda de mí? Supe que estaba hospitalizada y me acordé de la conversación que tuvimos. Espero que ya se encuentre mejor. Perdí a dos amigos y todo cuanto tenía por culpa del terremoto. Ahora vivo en casa de mi hija y no puedo volver a casa. Parece que tiene usted razón respecto a Sweeting-Aldren. Espero que venga a verme cuando se encuentre mejor.
«Atentamente»,
Jurene Caddulo
Renée…
Usted no me conoce, pero le aseguro que ha causado en mí una impresión indeleble. No creo que los de la tele entendieran lo que usted dijo, y tampoco mis padres, pero creo que yo sí. Nadie me entiende porque odio ser una chica pero no quiero ser un chico. Tengo diecisiete años y jamás he conocido a un chico al que pueda respetar. Tuve una pelea con mis padres a propósito de usted. Creo que ellos la admiraban, pero cuando les dije que yo también la admiraba cambiaron de parecer. Dentro de dos meses me marcho a la universidad. Mi mente está en continua confusión y no conozco a nadie como yo. Pero creo que podría llegar a ser como usted si tengo la suficiente valentía. Es la primera vez que escribo una carta como ésta. Seguramente pensará que es una estupidez, pero yo, por la noche, imagino que me pegan un tiro por ser como soy. Probablemente no llegaremos a conocernos nunca, pero quisiera decirle que la quiero y desearle lo mejor del mundo. ÁNIMO Y PÓNGASE BIEN.
La saluda atentamente,
Alexandra Adams
Louis estaba celoso de toda la gente que le había escrito, gente que no debía nada a Renée y cuyo interés estaba, por tanto, fuera de toda sospecha. Estaba celoso de los hombres a quienes tenía que ceder la habitación cuando iban a visitarla —Howard Chun, varios profesores y colegas, incluso Terry Snall (aunque Terry fue una sola vez y dejó a Renée lívida y furiosa cuando trató de «bromear» sobre lo mucho que se hablaba de ella). Estaba especialmente celoso de Peter Stoorhuys. Cuando la primera oleada de visitas y muestras de simpatía empezó a menguar, Peter fue la única persona aparte de Louis y la señora Seitchek que siguió yendo al hospital casi a diario. Lo peor de las visitas de Peter era que Louis podía ver que no había un motivo escondido, Peter admiraba a Renée y lamentaba lo que le había pasado y que su padre fuera el responsable directo. Era totalmente ajeno a los celos de Louis, no se imaginaba nada. Le llevaba a Renée recortes de periódicos y revistas, le llevaba cintas para el walkman, llevaba a su propia madre. A veces se presentaba con Eileen, aunque ésta seguía mostrándose ridículamente tímida delante de Renée. Louis se paseaba por los pasillos, subía y bajaba en ascensor, leía Glamour y Good Housekeeping con los dientes apretados, volvía a la habitación 833 y encontraba a Renée y a Peter conversando todavía en voz baja. Ella raramente parecía más relajada o segura de sí misma como después de que Peter hubiera ido a verla.
A ojos de Peter, Louis había dejado de ser el hermano pequeño de Eileen para convertirse en el novio de Renée, su socio en el ataque contra Sweeting-Aldren, y el hombre que había contribuido a desenmascarar a David Stoorhuys como el farsante que su hijo siempre había sabido que era. Peter le regaló ropa, incluidas algunas prendas que todavía le gustaban, y por sí solo consiguió hacer el descubrimiento de que Louis jamás sabría vender espacio publicitario ni ninguna otra cosa. Eileen preparaba la cena para los tres cuando Louis volvía a casa del hospital. Y cuando le veía abatido, que era con frecuencia, Eileen le preguntaba qué ocurría y procuraba hacer lo posible para animarle.
Lo que ocurría era que Louis estaba en un mar de confusiones. Ahora que Eileen se mostraba simpatiquísima y que Peter ya no le trataba con paternalismo, no le quedaba otra opción que ser sincero con ellos. Pero la sinceridad entrañaba creer más o menos en algo, esa fe que Peter y Eileen tenían de vivir en Estados Unidos y procurar ser felices, o la fe que Renée tenía en el poder de las mujeres. Louis seguía pensando que el país era un asco y abrigaba dudas sobre la bondad de ser varón. Si alguna vez había sabido cómo creer en algo, hacía tiempo que lo había olvidado.
Estaba celoso de las personas con motivaciones puras que procuraban placeres a Renée, placeres que ella compartía con él porque siempre le tenía a mano, que eran pequeños y discretos y más fáciles de apreciar que cualquiera de los que le proporcionaba el hombre que hacía cosas tales como mirarla dormir, ayudarla a caminar por el pasillo o decirle que lo sentía mucho. También estaba celoso de las personas con motivaciones impuras a las que ella complacía con una sonrisa porque dolía menos estar alegre que colérica. En esa última categoría no entraban los periodistas (a éstos, Renée se negaba a verlos sin más) pero sí en cambio los cazatalentos de Hollywood que querían comprar su historia en exclusiva para una serie en prime-time; la militante abortista que preguntaba si Renée podría dirigir la palabra por teléfono en una manifestación; y, poco después de ser dada de alta, la propia señora Seitchek, que un día a las tres de la tarde encontró a Louis delante de la 833 y le pidió ayuda para convencer a Renée de que volviera a Newport Beach y completara allí su recuperación. El padre de Renée había regresado ya, y la madre señaló que cuando Renée dejara el hospital seguiría necesitando cuidados. El problema, le dijo a Louis la señora Seitchek, era que ante la idea de volver a California su hija se limitó a sonreír meneando la cabeza. Tenía diecinueve mil dólares e insistía en que iba a contratar a una enfermera. Cosa que le parecía muy fría, muy desacertada, muy…
—En esto no puedo ayudarla, señora Seitchek —dijo Louis.
La dejó en el pasillo y entró en la habitación 833. Renée dijo:
—¿Sabes por qué quiere tenerme allí con ella?
—Querrá cuidar de ti.
—Por supuesto —admitió Renée—. Pero su esperanza es que si me quedo en California acabaré cogiéndole gusto al golf, y a las faldas verde botella. Y que conozca a uno de esos jóvenes médicos de los que no para de hablar y me case con él.
—No me lo creo.
—Tú no la conoces bien.
Louis esperó unos instantes.
—No irás a contratar a una enfermera, ¿eh?
—Ya lo verás.
—Pero si puedo hacerlo yo…
—No quiero que lo hagas.
—Deja que lo haga yo, por favor.
—No quiero.
—Tienes que dejarme.
—Sí —ella cerró los ojos—, eso ya lo sé.
Celos, sobre todo, de que ella estuviera enferma. Como si la enfermedad fuera un bebé que le perteneciera en parte pero que viviera únicamente en el cuerpo de ella. Escucharlo y aprender sus secretos absorbía diariamente casi toda su atención. Cuando creía comprenderlo —cuando pensaba que a Renée ya no le dolía reír, o que todavía lo necesitaba a él para que le alcanzara una cosa de la mesa—, ella se daba la vuelta y le corregía. Él tenía suposiciones; ella certezas. Suponía que ella quizá le quería realmente, todavía, pero que aun así no disponía de tiempo para él. Su distancia, la tibieza de sus sentimientos hacia él le recordaban sueños que había tenido donde ella se mostraba fría: donde ya no había amor, donde había otro hombre del que Renée no quería hablar.
Pero el bebé también era de él. El dolor que ella sentía, el dolor en los músculos de su espalda desgarrada por la bala, en el diafragma perforado, la costilla y el fémur astillados, las incisiones quirúrgicas, todo ello conseguía extenderse por su propio cuerpo, haciéndole difícil respirar. Recordaba cuando Renée era autosuficiente e irrompible, cuando podía tenderse encima de ella sobre un suelo duro y ella se reía, cuando podían beber Rolling Rock y escuchar a los Stones, cuando podían hacerse maldades uno al otro y no importaba. Lo que le dolía era su sensación de responsabilidad. Ojalá, pensaba, pudiera estar trabajando en la WSNE, conducir por la Route 2 en la aurora azul vernal, estar todavía en el coche con Renée antes de besarla. Ojalá la hubiera dejado entregar sus papeles sobre Sweeting-Aldren a Larry Axelrod y a la EPA. Ojalá hubiera prestado atención a las nueve entradas del partido de los Red Sox que habían visto en las localidades de Henry Rudman, ojalá pudiera recordar quién había ganado y por cuánto, ojalá pudiera asimilar algo tan limpio, permanente y trivial como un marcador. No lograba comprender cómo había permitido que una parte de sí mismo —¿su codicia?, ¿su quebranto?, ¿su indignación?— le hiciera responsable del dolor y la desolación que se abatían sobre él, sobre ella, sobre gran parte de Boston. Pero él era el responsable, estaba convencido.
Había un Town Car con matrícula personalizada —PROLIFE 7— aparcado frente a la casa cuando Louis regresó a Pleasant Avenue. Entró y subió despacio las escaleras, afectado todavía por un leve mareo de Cruz Roja.
Philip Stites estaba en mitad del cuarto de Renée, junto a la silla que había retirado del escritorio y en la que sin duda se había sentado. Renée estaba en su butaca envuelta en un suéter grueso y un pantalón de chándal, con las gafas que ahora necesitaba constantemente. Aquella mañana se había pesado: cuarenta y seis kilos, casi medio mas que el viernes anterior pero todavía tres kilos menos de lo que pesaba en junio. La rigidez febril de su rostro velaba todas sus expresiones. Cuando miró a Louis, el único apunte fue un destello de sol en los cristales de sus gafas. Louis se apresuró hacia la otra habitación grande, que era donde dormía, y dejó en el suelo los libros que había comprado.
—Louis —llamó Renée.
—Qué —dijo él, volviendo al pasillo.
—Philip ya se marchaba.
—Ah. Hasta la vista.
Con una sonrisa inescrutable, Stites hizo adiós con la mano. Renée estaba mirando fijamente a Louis.
—No había caído en que vosotros ya os conocíais —dijo.
—Se me debió pasar por alto.
—Aquéllas fueron circunstancias muy desgraciadas —dijo Stites—. Estas son mucho más felices.
Renée siguió mirando mal a Louis mientras Stites le estrechaba a ella la mano y le deseaba lo mejor. Louis abrió la puerta y dijo:
—Bueno, Philip. Gracias por venir. Estoy seguro de que para ella ha significado mucho.
Stites empezó a bajar, indicó a Louis con gesto confiado que le siguiera y se detuvo en el rellano del segundo piso, el de los perros. Louis se volvió un momento, miró a Renée, cuya expresión no había cambiado, y bajó las escaleras.
—¿A qué viene esa actitud hostil? —preguntó Stites a un haz de brillantes partículas de polvo.
—Me he enterado de que se va de la ciudad —dijo Louis.
—Mañana por la mañana. ¿Ha estado alguna vez en Omaha? Prácticamente no tiene otra cosa en común con Boston que un cielo inmenso.
—Le parece que aquí ya ha hecho suficiente daño.
Stites no supo reaccionar a este estímulo. Sacó de su envoltorio un chicle sin azúcar y se lo llevó primorosamente a la boca.
—Hostilidad, sí, hostilidad —dijo—. He venido a disculparme ante Renée por el dolor que puedo haberle causado. Y le diré una cosa, Louis, me ha hecho muy feliz saber todo lo que está haciendo usted por ella.
—Me alegro de haberle hecho feliz, Philip.
—Bien. Diga lo que tenga que decir. No volveremos a vernos. Pero sabe perfectamente que lo que está haciendo es una gran obra.
—Correcto —dijo Louis—. Soy un tío cojonudo. ¿Ve esta tirita? He estado dando sangre. Es mi penitencia, ¿vale? Porque yo pequé, ¿no? —miró fijamente a Stites, temblando de pies a cabeza—. Me reí de Cristo y fui infiel a mi novia y dejé que ella matara a nuestro hijo, pero ahora lo tengo todo muy claro. Estoy cuidando de ella y tratando de vivir una vida cristiana. Nos casaremos y tendremos hijos y saldremos por la tele cantando himnos religiosos. Lo que pasa es que soy tan buen cristiano que, cuando alguien intenta decir que estoy haciendo lo correcto, yo lo niego porque, si no, eso sería orgullo, y el orgullo es un pecado, ¿verdad? Y la fe es algo que uno lleva dentro. O sea que no sólo soy un tío cojonudo, sino profundo y sincero, ¿sí?
Stites masticaba su chicle con lentos y fluidos movimientos.
—Nada de lo que dice hará que yo deje de amar a Dios.
—Pues siga su camino, hombre.
—Confío en que encuentre usted la felicidad.
—Lo mismo digo. Que se divierta en Omaha.
Stites le miró con la complicidad y el regocijo de quien acaba de escuchar un chiste. Al reír, dejó ver una bolita de chicle. No fue una carcajada forzada ni cruel, sino la de alguien que se había divertido como lo esperaba. Dirigió a Louis una última mirada cómplice y bajó trotando las escaleras. Por la roñosa ventana del rellano, Louis le vio eludir el abrazo de la madreselva y subir al coche. Sintió dentro de sí un vacío grande pero extrañamente indoloro, como cuando le colaban un farol en una partida de póquer.
Una vez arriba, hizo como si nada hubiera pasado.
—¿Te preparo algo de comer?
Renée le miró desde su sillón. La butaca ocupaba una sombra de parquet entre trechos de sol. Su silencio fue sumamente amenazador.
—¿Preparo algo de comer? —repitió Louis.
—Te ha sido bastante fácil recuperarme, ¿verdad?
Louis sopesó las consecuencias de fingir que no la había oído. Se recostó en la jamba de la puerta.
—¿Qué quieres decir?
—Que un día vivo sola y odiándote por todo el daño que me has hecho, y al siguiente me despierto y estamos viviendo juntos otra vez y actuando como si nada hubiera sucedido.
—Hace tiempo que te despertaste.
—No, te equivocas. Fíjate bien en lo que digo. Digo que acabo de despertar.
—De acuerdo. Acabas de despertar.
—¿Y qué piensas hacer al respecto?
—Al respecto de qué.
—Del hecho de que vivimos juntos y actuamos como si nada hubiera pasado.
—Bueno, iba a prepararte el almuerzo.
—Repito: te ha sido bastante fácil recuperarme.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Seguir alejado de ti, mientras tú estabas en el hospital? Oye, ¿cuántas veces te dije que lo sentía? Y tú me pediste que dejara de decírtelo…
—Es que me sentía como una mierda.
—Lo único que puedo hacer es demostrarte lo mucho que lo siento y lo mucho que te quiero.
Ella dio un respingo como si la mención del amor hubiera sido un dardo.
—Yo no he tenido oportunidad de pensar en lo que deseaba. Todo me vino dado. Y me siento muy insegura.
—No estás segura de si quieres que viva contigo.
—Entre otras cosas.
—Ni siquiera lo estás de querer verme.
—Ésa era la otra cosa. Mira, claro que quiero verte. Pero todo está muy bien atado, no queda espacio para pensar. No sé, quiero conocerte mejor. No quiero que estemos juntos sólo porque lo estamos y ya está. Quiero empezar de cero.
—Y para empezar, yo me abro.
—No lo sé, no lo sé.
—Quieres que me vaya de aquí. Tratas de decírmelo con suavidad.
Renée cerró los ojos y se mordió el labio. A Louis le resultaba extraña aquella mujer ahora tan flaca, de rostro febril, pelo demasiado largo y gafas de montura metálica. Una astuta transformación se había producido, sin que ello implicara fraude: la mujer era realmente quien parecía ser. Pero ya no era el fantasma hecho de recuerdos y de expectativas que él había visto durante el desayuno. Renée abrió los ojos y miró al frente.
—Sí, quiero que te vayas.
Louis cogió un sobre sin abrir de encima de la mesa que había en el pasillo y lo llevó a la habitación.
—¿Es esto el problema?
Ella ni siquiera miró el sobre.
—A ti qué te parece.
—Responde a la pregunta.
—Sí, está bien. Es parte del problema. Me molesta que te haya escrito una carta aquí. Me molesta que yo lo haya descubierto porque estabas fuera y otra persona me subiera el correo. Porque, según parece, recibes cartas como ésta todos los días.
—No es verdad.
—Y yo ni enterarme. Eso es parte del problema. Pero no…
—Tú crees que ella me manda cartas y yo no te lo digo. Crees que estoy llevando una doble vida…
—Calla. No estoy diciendo eso. Lo que digo es que me parece muy poco oportuno por su parte que te escriba a esta dirección, y es asunto tuyo decírselo, porque es evidente que ella no lo ve igual.
El pronombre personal —ella— fue pronunciado con un odio que para él era nuevo. Lauren no odiaba a Renée de aquella manera.
—Se lo explicaré —dijo Louis.
—No puedo vivir contigo.
—Ya te dije que ni siquiera pensaba en ella. Que lo único que quiero es una oportunidad para hacer las paces contigo. Sé que me porté como un cerdo. Pero ni siquiera me he acostado con ella, y no la tengo en mi pensamiento.
—Pues sí que fuiste tonto. Porque a mí no me importa en lo más mínimo si te acostaste con ella. No tiene la menor importancia.
—No es porque no quisiera, pero ella se negó.
Renée miró al techo, asqueada e incrédula.
—Es repugnante, absolutamente repugnante. Se presenta en tu apartamento pero no quiere acostarse contigo. A santo de qué, ya me lo imagino. Porque es mejor persona que yo, porque ella te quiere de verdad y no piensa follarte hasta que os caséis. Eso sí que me hace sentir bien.
—Me dio lástima —dijo Louis. Dejó la carta de Lauren sobre el escritorio.
—Pues aquí tienes a alguien que también puede dártela. Hago lo que puedo con mi autocompasión, pero no me pidas más. Soy una persona que tiene fiebre cada día, una persona a quien todavía le duele la espalda y que tiene el pecho lleno de cicatrices y que ya no ve bien y que ha de vivir siendo fea y saber que es fea cada momento del día, si es que necesitas sentir lástima de alguien.
—Tú nunca me has dado lástima —dijo él—. Me duelen tus sufrimientos, pero te admiro y te quiero. Y eres muy hermosa.
Ella no intentó contener las lágrimas.
—No puedo vivir contigo. No puedo vivir contigo y no puedo librarme de ti.
—Es fácil librarse de mí.
—Entonces hazlo. Vete. Porque así es como yo soy en realidad, como soy por dentro. Soy una pobre arpía, fea, celosa e insegura. Y eso es lo que voy a ser, y tú puedes seguir viviendo conmigo porque te sientes culpable y puedes soportar que haga de tu vida un infierno, o puedes irte a vivir con ella ahora mismo porque yo, desde luego, no tengo deseos de vivir contigo si vamos a discutir así, o bien puedes ser bueno conmigo…
—¿Ser bueno?
—Más de lo que ya has sido. Ser bueno conmigo ahora mismo. Puedes decirme que no piensas en ella todo el rato. Que quizá yo no sea tan joven como ella y que estoy hecha unos zorros, pero que, bueno, no estoy tan mal. Tienes que decirme eso constantemente, ¿entiendes? Tienes que decirme que no le escribes cartas y que no la llamas y que me aprecias. Tienes que coger todas las cosas que has dicho y repetirlas cien y doscientas veces más. Porque yo estoy tratando de tener energía, trato de volver a ser una persona, pero no lo consigo con la suficiente rapidez.
Por un momento, Louis la vio estremecerse y llorar en la butaca. Luego se inclinó, la tomó por las axilas y la hizo ponerse de pie. Era muy liviana. Las lentes de sus gafas tenían cada una una lágrima que bajaba por la mitad. Besó aquellos labios inertes sin la discreción ni la bondad consciente de los besos de cama y de saludo o despedida. La besó porque estaba hambriento de ella.
—No sigas.
—Por qué no.
—Sólo lo haces porque…, ay. ¡Ay!
Louis la apretaba con fuerza, una mano justo sobre la herida cerrada de su espalda, la otra en su trasero bajo el chándal y las bragas, mientras le presionaba la ingle con el muslo. Ella le tomó la oreja con su boca y dijo:
—No aprietes.
Tembló mientras él la desnudaba en la cama. Se cubrió con una manta mientras él procedía también a quitarse la ropa.
—No vuelvas a ponerte esa sudadera —dijo ella.
Louis se arrodilló a su lado y retiró la manta. Apoyó la mejilla en su vientre blanco y el canto de la mano en el hueco de su pelvis. Quería llenar de semen aquel hueco. El calor rápidamente menguante del esperma le haría cosquillas a ella, haría convulsionarse su vientre como una ladera en vísperas de una catástrofe natural. Lo sabía porque ya lo había visto, aquel día de mayo.
Renée se incorporó, tratando de atraerlo sobre sí.
—Necesito mirarte —dijo él.
—Pues date prisa, si no te importa.
Su coño le pareció una cosa de insoportable belleza. Su rojez, su sutileza, su manto de pelo negro. Libre de tejido adiposo, cada músculo de sus brazos y de sus piernas era visible en toda su pequeña gloria carnal. Su cicatriz retroperitoneal era un círculo grande de herida sanada que se extendía desde un punto bajo el esternón, pasando por debajo de las costillas, hasta el centro de la espalda. Para bien o para mal, su pene alcanzó su máxima dureza cuando la hizo girar sobre la cama y siguió el irregular avance de la cicatriz, sus runas moradas y rojas, por los sitios donde era un montoncito de piel y por otros más tiernos donde más bien se estiraba. No pudo dejar de pensar en la fotografía aérea de la falla de San Andrés que había visto en uno de los libros de Renée, cómo la larga costura atravesaba la piel lisa del desierto californiano, cómo el surco estrecho que recorría todo el centro de la costura era interrumpido por puntos como de sutura. Sintió alegría de estar vivo y en aquella cama. Ahora ya nada le hacía dudar de que lo que estaba mirando era Renée Seitchek. El foco de su amor se había desplazado de su imaginación al cuerpo de ella y se había llevado consigo la imaginación, la ineludible ensambladura de aquellas piernas encarnando ahora una necesaria convergencia de sus propias emociones, la calidez de aquella piel idéntica a la que sus propios ojos sentían cuando los párpados bajaban para cerrarlos. Lamió la cicatriz de su toracostomía. Besó la estrella mellada del orificio de salida, bajo su seno derecho. Una bala había atravesado este punto arrastrando consigo esquirlas de hueso y tejido pulmonar, pero ahora Renée respiraba sin dolor. Ella jugueteó con su falo, juntando y separando el índice y el pulgar, estirando filamentos del jugo transparente que secretaba. Se inclinó de lado y lo chupó brevemente.
Louis aplicó un grumo de nonoxynol en el centro del diafragma, lubricó los bordes, lo dobló por la mitad y lo introdujo en la vagina hasta que el diafragma se desdobló, una vez en su sitio. Curiosamente, el procedimiento tenía bastantes puntos de contacto con condimentar un pollo antes de asarlo.
Renée pareció asustada cuando él se situó encima de ella. Louis luchaba contra la idea de que fuera «importante» que estuviesen haciendo el amor, pero por desgracia sí le parecía más o menos importante. Ella tenía los ojos muy abiertos y pestañeaba sin parar, como si hubiera sido la Muerte y no Louis quien se apoyara en su pecho y deslizara una parte muy firme de su carne en la estrecha abertura de ella, y en general invadiera la ciudadela donde ella había guardado su yo, su alma, durante los meses en que estaba más sola de lo que estaba ahora. Louis pasó la pierna izquierda sobre la cadera de ella para no apoyarse en el fémur osteomielítico. Era una postura incómoda, y ella yacía tan quieta, privada de iniciativa, que él tuvo la sensación de estar agarrado a una roca resbaladiza con muy pocos puntos de apoyo.
—Avísame cuando te haga daño.
—Pues ahora me duele un poco por todas partes.
—Quiero decir cuando te duela demasiado.
Con los ojos cerrados, ella le hizo penetrarla hasta donde no podía llegar más. Respiraba con la pesadez y el descuido que hacían sentir a un hombre como un rey y convertían su eyaculación en un acontecimiento de enorme dulzura. Louis se estiró a su lado y acarició el extremo delantero de sus labios menores con la palma de la mano hasta que ella se corrió. Cogió entonces la verga y depositó semen en el hueco pélvico que tan loco le volvía. Ella se revolvió un poco y se frotó el hueco rato y rato hasta que las cosquillas remitieron. Hicieron afirmaciones triviales y sensibleras sobre la respiración, el estado actual de sus genitales y el amor. Repitieron el acto principal, esforzándose y sudando hasta que ella empezó a ponerse nerviosa y le dijo que se encontraba realmente mal. Él se levantó de inmediato y la tapó con la manta.
—Deja que te traiga algo de comer.
Ella negó con la cabeza. Tenía la cara desencajada.
—Unas tostadas, una taza de té.
—Esta noche no voy a poder salir. Tendrás que telefonearla.
—Puedes dormir toda la tarde. Después ya veremos.
—Estoy cansada de estar cansada.
—Come algo. Duerme un poco.
Después, cuando supo que Renée estaba durmiendo, Louis se sentó a la mesa de la cocina y abrió la carta de Lauren. La letra era, como siempre, bonita y desgarbada.
20 de septiembre
Querido Louis:
He de escribirte hoy por narices. Pienso en cómo habrían sido las cosas si te hubiera escrito el otoño pasado. He de escribirte por mí, no por ti, de modo que espero que no te importe. No tienes por qué contestarme.
Bueno, ahí va la noticia: ¡estoy embarazada! Me gusta, porque ya tengo un poquito de tripa. La gente me pregunta que para cuándo será y yo digo que en abril y nadie me cree. Piensan que les diré diciembre. Me paso la mitad del día en una nube. No sé si me reconocerías, de lo cambiada que estoy. Creo que he encontrado mi verdadero yo. Quiero a mi futuro hijo no sabes cuánto, le hablo todo el tiempo. Bien, ésa era la gran noticia.
Louis, a veces te añoro tanto que me pongo a llorar. Echo de menos lo divertido y lo considerado que eras. Pero ahora sé que Dios no quería que estuviéramos juntos. Dios ha querido que yo esté con Emmett. Doy gracias de vivir como vivo y de tener un buen marido y (PRONTO) un bebé al que amar. Todavía te quiero (¡bueno, ya lo he dicho!) pero de una manera distinta. Pero no te imaginas lo que deseo a veces. Desearía ver a Renée, ella y yo a solas. Darle un beso en la mejilla porque ella te tiene a ti, que eres un encanto. Espero que ya esté buena. De veras te lo digo, Louis.
Bueno, éstas son las noticias en Texas. No le diré a MaryAnn que estoy embarazada hasta que sepa que la cosa va bien. Ahora soy amiga de la mamá de Emmett. Me llevó a su iglesia. Había gente rarísima, pero también he hecho amigos. Ya ves.
Louis, tú siempre serás mi amigo aunque nunca volvamos a vernos. «El rey ha muerto, Dios salve al rey». Es lo que dicen los ingleses cuando se les muere el rey.
¿Captas?
Tu amiga,
Lauren
Dejó la carta encima de la mesa para que Renée pudiera leerla si lo deseaba. Se sentía vagamente podrido o comprometido, y pensó si no se habría equivocado respecto a Lauren desde un principio. Ahora mismo, al menos, no era comparable a la mujer con la que acababa de copular.
Terminado el almuerzo, se enfrentaba entonces al problema de la tarde. Por la mañana iba a comprar, hacía ajustes en el coche, se ocupaba de la limpieza y llevaba a Renée a la clínica, hasta hacía unos pocos días, para su inyección de antibiótico; por la noche cenaban e iban al cine o miraban la tele. Pero la tarde era sinónimo de desespero, y eso le venía sucediendo desde que había perdido su empleo en la WSNE. Lo único que se le ocurría hacer mientras Renée descansaba era leer libros. Había consumido las novelas de Thomas Hardy una tras otra, sin disfrutarlas del todo pero sin parar hasta que se hubo zampado Jude the Obscure. Después había pasado a Henry James, de quien su disposición a la paciencia y su imparcialidad le hacían un lector ideal. Le gustó sobre todo Las bostonianas, porque el Boston de los años 1870 visto por James estaba habitado por las mismas feministas eternas con las que Louis había participado en la gran manifestación proaborto del mes de julio, los mismos chiflados ilusos que habían financiado a Rita Kernaghan y acudido a su funeral, los mismos periodistas escurridizos que seguían intentando colarse en casa de Renée por vía telefónica. Empezó a perdonarle a la ciudad aquel terrible frío del norte. Pensó en la sangre intelectualoide que corría por sus propias venas. Vio que él mismo hallaba consuelo en la literatura y la historia, y, observando lo mucho que había cambiado en un año, se preguntó qué clase de persona acabaría siendo. Pero bajo la piel de sus tardes acechaba todavía aquel desespero, aquella pesadumbre.
Despertó a Renée a las cinco y media. Su temperatura había bajado lo suficiente como para pensar en hacer una salida, y hacia las seis iban ya camino de Ipswich. Los coches que circulaban por la I-93 reflejaban en sus cristales los árboles bruñidos por la estación y por la hora. A través de las escasas ventanillas que no estaban ahumadas por mor de la intimidad, se veía a empleados solitarios agresivamente encorvados sobre el volante o hablando por teléfono de sus vidas.
—Quiere darme un beso en la mejilla —dijo Renée.
—Oh, veo que lo has leído.
—Esta especie sureña es que no la acabo de entender.
—Es una buena persona. Pero muy contradictoria.
—Si quieres seguir hablando del tema, allá tú. Conste que prefería oírte decir que es una gilipollas integral. Ella y su poquito de tripa…
—¿Qué quieres que diga? Estoy avergonzado.
Llegaron a Ipswich cuando ya era de noche. El armazón de la pirámide remataba aún la casa de Argilla Road, silueteada contra el cielo blanqueado por la luna, pero los paneles de aluminio habían sido retirados en su mayor parte. Ahora yacían retorcidos y apilados junto al camino particular. Un par de lonas sujetas por escaleras extensibles cubrían herramientas y pilas de madera cerca de la puerta principal.
Aquella mujer enjuta y complicada, de estirpe intelectual, que era la madre de Louis, los condujo a la sala de estar y les sirvió sendas copas. Había vuelto a gastarse un montón de dinero para reparar la casa, para demostrar que la riqueza era más fuerte que cualquier terremoto. Su vestido azul marino tenía botones azul marino y hombreras y se ceñía a sus caderas, muslos y rodillas. Melanie había ido una sola vez al hospital a ver a Renée, y desde entonces no la había visto más. Quién lo hubiera dicho. Fue Louis quien tuvo que acomodar a Renée en el sofá.
—Antes de que el cerebro se nos nuble demasiado —dijo Melanie—, hablemos de negocios —cogió un sobre que había sobre la repisa de la chimenea—. Esto es para ti, Renée. Creo que convendrás en que todo está correcto.
Renée mostró a Louis en silencio el contenido del sobre. Había un cheque nominativo a nombre de ella por la suma de seiscientos mil dólares y pico, y un recibo por la misma cantidad a nombre de Melanie Holland.
—Verás que está fechado el día treinta —dijo Melanie—. Recordarás que ése es el plazo que fijamos. Louis, ¿eres testigo de que el cheque está en sus manos?
—Sí, mamá.
—Entonces, Renée, si eres tan amable de firmar —Melanie le tendió una pluma que la otra miró impertérrita—. ¿O hay algo que no es correcto?
Renée cogió la pluma sin decir nada y firmó el recibo. Melanie lo dobló por la mitad, se lo guardó en el bolsillo delantero y se permitió un tremendo suspiro.
—Bueno. Un asunto concluido. Ya podemos relajarnos un poco. ¿Cómo te encuentras, Renée?
Renée alzó la barbilla. Sujetaba el cheque sobre el regazo como un pañuelo que acabara de usar.
—No demasiado mal —dijo.
—Maravilloso. La última vez que te vi no parecías tú. Supongo que Louis te está cuidando bien…
Renée se volvió hacia él como si se hubiera olvidado de su presencia hasta oír que mencionaban su nombre. Pareció que iba a decir algo pero se contuvo.
—Louis, eso me recuerda la otra cosa que quería comentaros. Y prometo que esta noche no hablaré más de negocios —Melanie soltó una risita falsa—. Supongo que ya sabes que no he podido vender esta casa. Entiendo que no se trata simplemente de una especial mala suerte por mi parte el que nadie de aquí a Nueva Jersey quiera comprar una casa que se vende a precios del año pasado. Estoy dispuesta a aceptar la depresión del mercado en el nordeste y las pérdidas que eso pueda suponerme. Desgraciadamente, el martes pasado tuvimos otro pequeño temblor. No os extrañe que eso me sorprenda. Sé que no soy la única que pensaba que ya no habría más terremotos. Pero sí, lo ha habido. Bien. Puede que haya más. Bien. Pero mientras tanto…
—Me alegra que te hayas calmado un poco a este respecto, mamá.
—Mientras tanto, Louis, me preguntaba si a ti, y bueno, a Renée también, si ella quiere, si os interesaría pasar un tiempo en esta casa. No tendríais que pagar alquiler y es muy confortable. Si vives aquí, Renée, y todavía quieres seguir trabajando en Harvard, entiendo que sería un trayecto muy largo para hacerlo cada día. Pero las ventajas, me parece a mí, son obvias. Yo puedo pagar a alguien que se ocupe del mantenimiento, y más si estáis dispuestos a enseñar la casa a posibles compradores. La verdad, continúo pensando que os vendría bien salir de Somerville. Y luego están las rentas, claro, y lo que ahorrarías en alquiler, Louis, teniendo en cuenta que estás en el paro y no sabes muy bien por dónde tirar…
Louis echó un vistazo alrededor. A pesar suyo, había esperado sentir la presencia de fantasmas (un espíritu llamado Rita, un espectro llamado Jack; los espíritus de Anna Krasner y de su padre). Todos ellos habían vagado por aquel salón mientras él se encontraba lejos, especialmente estando en Evanston. Pero cuando miró las paredes recién enyesadas y el impasible mobiliario supo que por mucho que pudiera esperar, solamente vería el presente vacío.
—No tienes que decidirlo ahora —dijo Melanie.
—¿Qué? —la miró como si ella sí hubiera sido un fantasma—. Creo que no. Pero gracias.
—Bien, piénsalo con calma —Melanie se disculpó y fue a la cocina.
El salón sin fantasmas quedó sumido en el silencio.
—Estoy sorprendido —dijo Louis—. Pensaba que tendría otra actitud.
Renée tiró de los extremos del cheque. El papel crepitó.
—Yo no —dijo.
Sobre la rinconera había un cenicero con una caja de cerillas del hotel Four Seasons. Renée encendió una y la sostuvo ante los ojos hasta que la llama alcanzó sus dedos. La apagó y encendió otra. La sostuvo encima del cenicero y arrimó una esquina del cheque a la llama en el momento en que Melanie volvía de la cocina. Al ver lo que Renée estaba haciendo sintió el impulso de precipitarse, instintivamente, hacia ella para impedírselo. Pero en un abrir y cerrar de ojos logró contenerse. Se cruzó de brazos y observó con expresión divertida e impersonal cómo el papel prendía y empezaba a encogerse hasta quedar convertido en ceniza negra.
—Bueno —dijo, con un arquear de cejas—. Supongo que eso es toda una declaración.
—Vamos a dejarlo.
—Vale —dijo Louis—. ¿Qué hay para cenar?
El último día de la temporada normal de béisbol los Red Sox se aseguraron el título y el ortopeda le dijo a Renée que la veía tan bien como para que hiciera lo que tuviese ganas de hacer. Renée tenía que empezar a trabajar el 1 de octubre como investigadora en la Universidad de Columbia en Nueva York, y Louis la había animado a ir, siempre que considerara la posibilidad de llevárselo consigo, pero Renée se encontraba todavía tan incapacitada a mediados de agosto, cuando debía dar una respuesta definitiva, que decidió pedir a Harvard si podía quedarse un año más. Harvard, que confiaba en convencerla para que no se marchara, le ofreció un puesto de posdoctorado sin límite de vigencia. No era que los sentimientos de Renée hacia Boston hubieran cambiado, pero el hecho de haber sido acribillada en sus calles, de haber sufrido sus terremotos y pasado un mes en uno de sus hospitales la había hecho sentirse más o menos comprometida con la ciudad, una sensación de pertenencia que no había experimentado en seis años de vida normal. Le disgustaba la idea de abandonar Boston con muletas. Admitía, por otra parte, que podía acabar odiando tanto o más cualquier sitio al que pudiera ir.
De modo que estaban todavía en Somerville cuando los Red Sox fueron apabullados en las eliminatorias de la American League. Después del primer partido Renée fue incapaz de ver aquella carnicería, pero Louis no perdió la esperanza hasta la última bola.
Para todos los habitantes de Boston, la vida real empezó a la mañana siguiente. Renée empezó a pasar muchas horas otra vez en el laboratorio, y Louis, aburrido y arruinado, entró a trabajar en una copistería de Harvard Square. Cada noche volvía del trabajo con los ojos resecos por el calor de la xerografía. Soñaba con cambiar su vida. Agradecía a Renée que no le hiciera comentarios sobre sus actividades. Era feliz viviendo con ella, feliz de verla recobrar las energías y disfrutar con los discos de música argelina, keniata y americana que él le ponía, feliz de aprender más cosas sobre su trabajo, de salir con ella, con Peter y Eileen y Beryl Slidowsky y los diversos espíritus deteriorados que trabajaban con él en la copistería. Era tan feliz, de hecho, que cuanto menos le gustaba su trabajo más necesario le parecía conservarlo. Era su manera de agarrarse a aquel terrón de pesadumbre que llevaba dentro, ahora que había dejado de creer en su propia virtud. De momento, aquella pesadumbre era la única cosa que podía inducirle a pensar que el mundo era algo más que la mezquindad, la estupidez y la injusticia que estaban ampliando su hegemonía a diario. Por mucho que quisiera a Renée, sabía que era mortal; que su vida no podía depender sólo de ella, que incluso no se podía confiar en que siguiera siendo bueno con ella sin otra cosa a la que asirse. Ignoraba qué forma podía tomar este asidero cuando fuera mayor de los veinticuatro años que acababa de cumplir; ignoraba si otras personas necesitaban asideros; sospechaba que Renée, en su aceptación de que era mujer, ya había encontrado el suyo. Sólo sabía que, por su parte, necesitaba ir a trabajar y servir con eficiencia y templanza a profesores arrogantes, artistas analcompulsivos y folletistas psicóticos, mirarlos a la cara y agradecerles que le trataran con paternalismo, escribir la fecha y el nombre de cada cliente en recibos de cuarenta y cinco centavos, y amar al mundo en su materialidad cada una de las mil veces al día que pulsaba el botón «start» de la Xerox 1075. Veía que, en tanto que cosa material, se parecía a las rocas. Las olas del mar, la lluvia que erosionaba montañas, la arena que formaría las rocas de la próxima época, todo eso le sobreviviría, y amando esta naturaleza no estaba haciendo otra cosa que amar a su propia especie fundamental, expresar una preferencia patriótica por la existencia sobre la no existencia. Pensaba que, cuando menos, siempre podría asirse a las rocas del mundo. Pero como consuelo no era una gran cosa. Confiaba en que su pesadumbre pudiera conducirlo a algo más grande. Así, cuando se percató de que en vez de indisponerse con sus colegas de trabajo se había convertido en amigo y confidente de la mayoría de ellos, y de que Renée se estaba convirtiendo en una persona que a veces lloraba de felicidad, miró rápidamente dentro de sí mismo y encontró su núcleo de pesadumbre y se aferró a él con todas sus fuerzas.
Eileen y Peter se casaron cuatro días después de Navidad. Poco antes de la boda, Louis se enteró de que sus padres ya no vivían juntos. Esta circunstancia había salido a la luz una noche, cuando Eileen llamó a Melanie a las once y media y le contestó un desconocido. Melanie había alquilado la casa de Argilla Road y se había mudado a un piso en Back Bay, un apartamento no precisamente barato con vistas a los jardines públicos. Le explicó a Eileen que el desconocido era un amigo suyo del instituto, y no se extendió en detalles. Las subsiguientes pesquisas de Eileen dieron sus frutos: el nombre del individuo (Albert Anderson), a qué se dedicaba (oncólogo) y su estado civil (viudo).
Melanie no había puesto reparos cuando Eileen y Peter decidieron celebrar la Navidad en su apartamento de Marlborough Street. Bob llegó en avión de Evanston y se hospedó en la habitación libre, y Melanie, Louis y Renée llegaron la mañana de Navidad, Melanie con regalos de ropa para todos por valor de miles de dólares. Ella y Bob habían llegado sin duda a algún tipo de pacto que les permitió ser corteses el uno con el otro en público.
Fuera cual fuese ese pacto, se rompió tres días después en la boda. Louis estaba con Eileen en la iglesia cuando divisó a Melanie.
—Me lo había prometido —dijo Eileen, completamente lívida—. Me había prometido que no se pondría eso.
El ofensivo conjunto consistía en un vestido de cóctel de terciopelo negro sin espalda, de esos que suelen dejar boquiabiertos a los hombres, unas sandalias verdes de piel de lagarto y un collar de platino y esmeraldas pensado para lucirlo únicamente en visitas a la cámara acorazada de un banco. Melanie sonrió deliciosamente a Eileen y le dio un pequeño achuchón. Eileen se echó a llorar mientras dos de sus damas de honor le iban pasando kleenex para que no se le estropeara el maquillaje. Todos los invitados pudieron oír la pelea que sus padres tuvieron en el guardarropa, o al menos la parte femenina:
—¡No, señor! ¡No pienso hacerlo!
—¿Y quién crees que ha pagado esta boda?
—Te seré franca, Bob, ¡me importa un comino lo que pienses!
El consejo, ya trillado, de Louis a Eileen fue: «Mándala a tomar por el culo. La boda es tuya». Eileen pareció entenderlo; al menos, dejó de llorar el tiempo suficiente como para intercambiar los votos con Peter. Su mejor amiga de la facultad y las cuatro hermanas de Peter llevaban vestidos de dama de honor, en tafetán verde lima, mientras que Louis, de frac y ligeramente perplejo, hizo de padrino de Peter con eficiencia y templanza. Renée se sentó con la parte materna y continuó acaparando la atención de Bob Holland. Louis y ella habían tomado lecciones de bailes de salón con vistas a la fiesta, que se celebró en un salón del Copley Plaza. Melanie fascinó a todos los presentes, brilló más que ninguna otra mujer y bailó más que nadie, y muy pocos repararon en el padre de la novia, sentado al fondo del salón con uno de sus trajes años cincuenta, atiborrándose de whisky e impartiendo filosofía a Louis y Renée. Les explicó que había vuelto a llamar a Anna Krasner para decirle que ahora era la única persona en todo el mundo que podía confirmar que Sweeting-Aldren había perforado un pozo de inyección. Le había dicho que todos los archivos de la empresa y todas las pruebas reunidas por Renée habían sido destruidas. Y que el terremoto de junio se había saldado con setenta y un muertos. Anna había reaccionado así: «Te dije que no volvieras a llamarme».
Bob bebió más whisky y dijo que aún creía que su mujer volvería a su lado, con el tiempo y una caña.
El padre de Peter, naturalmente, estuvo ausente de las nupcias. El Gobierno de Saint Kitts y Nevis continuaba resistiéndose a la presión de Estados Unidos para extraditar a los cinco directivos de Sweeting-Aldren, y ahora parecía que no se les podría juzgar nunca a menos que cometieran la estupidez de volver a entrar en el país por su cuenta y riesgo. Stoorhuys se había enterado del compromiso de su hijo (posiblemente a través de The New York Times, que publicó el anuncio, pero más probablemente por su mujer). El día de Nochebuena el cartero entregó a Peter y Eileen un sobre con matasellos caribeño y un mensaje escrito a mano en la solapa: Abrir el día de vuestra boda y leerlo en voz alta. Peter lo tiró a la basura.
En primavera hubo dos bodas más. La primera —de Howard Chun con Sally Go— tuvo lugar en Nueva York, y el contingente de Pleasant Avenue no fue invitado. Renée se enteró a posteriori en la sala de ordenadores, gracias a Terry Snall, segundo ayudante del novio. Terry le dijo que habían celebrado un banquete chino para más de doscientas personas. Y que había sido una interesante experiencia cultural para él.
La segunda boda, a finales de abril, se redujo a una breve recepción en el hotel Charles. Alec Bressler y Joyce Edelstein se habían prometido una semana antes en el juzgado de Middlesex County. Buena parte de la élite liberal bostoniana asistió a la fiesta, más algunos ex disc-jockeys de Alec (que dieron cuenta de casi todo el alcohol) y Louis y Renée. Joyce Edelstein se apartó en dos ocasiones de los invitados de su clase para abrazar a Renée y decirle que hacía tiempo que deseaba conocerla personalmente y charlar largo y tendido con ella; pero el caso es que la conversación no llegó a tener lugar.
Alec, no obstante, tenía noticias para Louis.
—Una emisora nueva —dijo, llevándoselo a un aparte—. Es un regalo de boda que me hace la novia. FM 92.2. Ella accede a que no se hable de política, y yo a mostrar ganancias después del cuarto trimestre. Es un acuerdo tácito que tenemos. Ganancias significa que durante el día pongo música. No sé de música, a mí todo me suena igual. Pero me queda la noche para programas de calidad. Bueno, qué, ¿estás dispuesto a trabajar?
—¿Yo?
—De entrada un programa de música, y también noticias o anuncios de la casa. Tú eliges. Sólo programación diurna. No está mal, ¿eh?
—Salario mínimo y sin beneficios, ¿no?
—Vale, sí, pero sólo hasta el cuarto trimestre. Luego ya veremos.
—Es muy amable de tu parte, Alec…
—De amable nada. ¡Puro egoísmo!
—Pero tendré que pensarlo.
—Hazlo pronto —dijo Alec—. Salimos en antena el 1 de junio.
La orquesta estaba iniciando su tercer pase cuando Louis y Renée salieron del hotel. Hacía un día tan bonito que habían ido andando hasta el Square vestidos de gala. El sol estaba poniéndose, pero su calor se adhería aún a los árboles de Cambridge junto con restos de cometas y de globos aluminizados, bolsas de plástico enmarañadas a más no poder, zapatos unidos por los cordones, camisetas desgarradas y tiras de cinta magnética, y con las propias hojas de los árboles. En la campiña al norte y sur de Boston los bosques estaban todavía grises, pero en la parte más alejada del extrarradio se iniciaba ya un amarilleo que fue derivando en verde pálido a medida que la naturaleza, para bien o para mal, aprendía a confiar en la civilización, hasta que finalmente, en los suburbios más próximos al centro y en la ciudad misma, el follaje brotó con toda su fuerza y casi era verano.
—Dime por qué tienes que pensártelo tanto —dijo Renée.
—Porque sí.
—¿No crees que ya llevas suficiente tiempo haciendo fotocopias? ¿Crees que Alec lo hace sólo por ser amable contigo?
—Significa que tendrás que pasar al menos otro año con Snall y Chun.
—Mientras no sea para siempre, me da igual.
—Ya, pero tengo que pensarlo.
—¿Por qué no te permites ser feliz?
—¿Qué te hace pensar que no lo soy?
—¿Cómo vamos a vivir, si tú no eres feliz? ¿Cómo podemos pensar en, qué sé yo, en tener un hijo o…?
—¿Un hijo?
—Era sólo un ejemplo.
Louis se detuvo y la miró. Estaban en la acera del puente de Dane Street.
—¿Harías planes de tener un hijo conmigo?
—Tal vez —dijo Renée.
—Tú y yo. Hacemos lo que hay que hacer, te quedas preñada y tenemos un crío.
—¿Tú nunca lo piensas? Yo lo vería claro si los dos fuéramos felices.
—Pues… ¡Caray!
—¿Nunca piensas en tener un hijo conmigo? ¿No piensas en que a estas alturas podríamos tener una niña? ¿Cuántos años tendría ya? ¿A quién se parecería? ¿Nunca lo lamentas, ni siquiera un poquito?
Louis se alejó de ella, echó a andar por el puente hacia el otro extremo. Estaba hurgando en aquel sitio interior tan familiar, pero la sensación que encontró no era ya de pesadumbre. Se preguntó si habría sido eso, pesadumbre, alguna vez.
—Oh, ¿qué pasa, qué ocurre? —dijo Renée.
—No pasa nada. Te lo juro. Es que necesito andar. Ven conmigo, anda. Hemos de seguir andando.