16

La señora Stoorhuys estaba repartiendo máscaras antigás en la cocina. Se había puesto botas de agua e impermeable.

La cocina parecía haber sido saqueada por un ladrón en busca de plata escondida. Sarah iluminaba temblorosa con una linterna el cajón de equipo de urgencias mientras otra de las hijas, que parecía más joven, iluminaba con la suya los platos de motivos florales hechos añicos, los armaritos desmesuradamente abiertos y el vómito escupido por la nevera (una marea sucia de ketchup, cerezas de cóctel y compota de manzana que lamía arrecifes de cristales puntiagudos). Pocos colores soportaban la blancura del haz de las linternas.

—Peter, ayuda a tus hermanas con las mascarillas.

—Ha ido a cortar el gas —le recordó Sarah.

—No necesitamos ayuda de nadie —añadió la otra hermana.

—¿Hace falta todo esto? —dijo Louis.

La señora Stoorhuys le pasó una máscara antigás.

—Aquí dice que hay que usar las máscaras si el terremoto es lo bastante fuerte para hacer saltar los objetos de los armarios de cocina —estaba leyendo una lista de instrucciones escrita a máquina que había en la caja—. En caso de duda, utilice las máscaras… Toma, una linterna para ti. Hay ocho cosas de cada.

La máscara en cuestión era un artilugio de plástico negro con una nariz gruesa que se bamboleaba graciosamente. Las hermanas de Peter se habían puesto ya las suyas y parecían perversos porteros de hockey o secuaces de Satanás. Goya, hacia el final de su vida, había dibujado cabezas muy parecidas.

—Vamos a ver, ¿de qué lado sopla el viento? —dijo la señora Stoorhuys.

—No hace viento —dijo Louis.

—Oh, vaya —consultó un gráfico de las instrucciones—. Noche… Verano… Calma… Sí, aquí está. Dirigirse al norte hasta Haverhill o más allá.

Peter entró con una enorme llave inglesa, cojeando a medida que se abría paso entre utensilios y muebles damnificados. Se había torcido la cadera. Los demás sólo se quejaban de simples arañazos y magulladuras.

—Toma, Peter, aquí tienes tu máscara antigás —dijo su madre.

—¿Máscara antigás?

—Máscara antigás —confirmó Louis.

—Tu padre dejó instrucciones en caso de terremoto.

Peter miró a Louis. Se hicieron señas.

—Bueno, en alguna parte tiene que haber un arma…

—Mamá, ¿tú sabías que había máscaras en esta caja?

—Claro.

—¿Y no se te ocurrió relacionarlo con lo que estaba pasando en Peabody? Quiero decir, que nosotros tuviéramos esto en casa. ¿No te inquietó ni nada?

—Él dijo que sólo era por si ocurría algo muy grave, que no era probable. Ya sabes lo escrupuloso que es en materia de seguridad.

—Yo no pienso ponerme esto —dijo Peter.

—Tómatelo como un artículo de moda —dijo Louis.

—Vaya, no encuentro el arma por ninguna parte —dijo la señora Stoorhuys.

Peter y Louis volvieron a mirarse, se hicieron señas.

—¿Dónde crees que puede estar?

—Mejor que no preguntes, mamá.

—En el fondo de un río, seguro —dijo Louis.

Eileen entró trastabillando por la puerta desgoznada; se había puesto tejanos y unos descansos que Peter le había dado. Respiraba con gran dificultad.

—Hay incendios —dijo—. Huelo el humo.

—Pruébate una de éstas —dijo Louis— y no notarás ningún olor. Bueno, más bien un agradable olor a plástico.

Ella abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Puaj! ¿Para qué?

—Ordenes de la empresa. Póntela.

Eileen cogió la máscara con dos dedos y la sostuvo como si fuera un pez contaminado o un espantoso complemento.

—Se cierra por detrás —le dijo Louis.

—Estaba pensando en mamá —dijo ella—. Creo que deberíamos ir a ver.

—No, nos vamos todos a Haverhill —dijo la señora Stoorhuys, cubriendo su cara de plástico negro.

—Iremos por Ipswich —dijo Peter.

—No quiero ser aguafiestas —dijo Louis—, pero ¿no había una especie de central nuclear en esa dirección?

—Ah, Seabrook —dijo Eileen, abrumada.

—Vayamos a Ipswich, y a ver qué dice la radio —propuso Peter.

La señora Stoorhuys distribuyó más pertrechos entre la tropa: cascos, bidones de agua, galletas saladas, latas de pastel de carne, un transistor, un kit de primeros auxilios. En el fondo de la caja había un par de grandes letreros autoadhesivos con la leyenda ¡OJO, SAQUEADORES! y una calavera y dos huesos cruzados. Louis recibió la misión de poner un letrero en la puerta principal.

Pese a los cristales y los cuadros caídos y el pandemónium general, la parte delantera de la casa conservaba un aire de confort. Tal vez fuera debido al generoso alfombrado. Europa, sin embargo, estaba en ruinas, sus palacios peligrosamente inclinados, sus calles desiertas toscamente derrumbadas sobre cojines de sofá.

Un camión enorme pasó por delante. Louis quedó salpicado de escombros, oyó gritos y chillidos tan claros y automáticos que parecían salir de una grabación. Se tambaleó bajo el impacto de un gran pedazo de escayola que aterrizó de lleno sobre el casco que llevaba, pero el suelo estaba recuperando ya su compostura, y pensó que, bueno, era un detalle por parte de David Stoorhuys haberle proporcionado el casco salvador.

Con las prisas, una hora antes, Stoorhuys había dejado también la puerta del garaje abierta. Se había derrumbado sobre el otro coche, una ranchera, abollando el techo pero rompiendo sólo la ventanilla de atrás. Peter pudo sacarlo marcha atrás mientras los demás sostenían en alto la pesada puerta desde un lado. El plástico de sus máscaras debilitaba la comunicación.

A primera vista, la calle de los Stoorhuys parecía una calle cualquiera del extrarradio en mitad de una noche cálida y sin luna, los árboles y arbustos y céspedes y pavimento intactos, y las casas todavía en pie. Tardaron un poco en apercibirse de algunos cambios más sutiles: la leve inclinación de una casa aparentemente paralizada en un súbito acceso de vomitera, el semiimplosionado perfil de un porche que quería caerse pero no podía, los paneles de aluminio alabeados, el brillo de cristales en el mantillo y en los evónimos al pie de las ventanas. El garaje de tres puertas del que manaba en silencio un flujo de agua en dirección a la calle. Los parpadeos de metano en habitaciones donde familias invisibles estaban utilizando linternas. Era como si la tierra todavía estuviera sana pero las casas hubieran muerto repentinamente de alguna enfermedad interna.

Mientras tanto, el olor a tubo de escape que era el olor de la vida en Estados Unidos atestiguaba que lo sucedido no era especialmente grave. Cuatro Stoorhuys aguardaban pacientemente dentro del coche con sus cascos y sus máscaras inexpresivas, mientras Eileen abrazaba a Louis y le decía que tuviera cuidado. Él no había tenido que decirle que pensaba ir al hospital de Boston; Eileen se lo había imaginado.

Cuando los otros se fueron, Louis encendió la radio de su Civic. En la antigua frecuencia de la WRKO no se oía nada; giró el dial hasta que encontró una señal, bastante débil.

—… sus tres primeros turnos al bate y pudo igualar o romper el récord de cuatro home runs en un solo partido, pero tuvo que contentarse con engrosar la lista de lesionados debido a una luxación en la rodilla derecha al coger un lanzamiento durante la cuarta entrada. ¿Se sentía decepcionado? «Hombre, claro, me habría gustado intentar batir el récord, a quién no. Pero lo importante es el equipo, no hemos jugado muy bien en los últimos dos meses. Yo sólo quiero salir al campo y contribuir con mi granito de arena». En la Liga Nacional, los Cubs ganan otra vez, siete a cinco a los Reds en diez entradas, Atlanta derrota a Pittsburgh por tres a dos, Houston barre a los Cards ocho a cero, Dodgers cuatro a dos a los Phillies, Mets seis Giants uno, y en San Diego los Pods y los Expos van ahora mismo por la ¡decimoctava entrada!, empatados a trece. Noticias de la WGN, son las once y veinticinco. Caballero, ¿está usted en esa edad en que tiene miedo de peinarse porque le quedan más pelos en el peine que en la cabeza?

WGN era Chicago. Chicago, país de suelo estable. Louis puso el coche en marcha y empezó a bajar por la calle desierta, moviendo constantemente la cabeza para compensar su limitada visión periférica.

Estamos apunto de informar en directo sobre el terremoto tan pronto como establezcamos conexión con una de nuestras filiales. El seísmo se sintió en todo el nordeste, todavía no hay datos sobre daños materiales o heridos. El epicentro parece estar localizado cerca de Boston, y gran parte del este de Massachusetts está actualmente sin luz ni teléfono, pero estamos en comunicación con nuestra filial en Boston y tendremos noticias de primera mano dentro de unos instantes. Primero, un mensaje de Schaumburg Honda.

El dial recogía emisoras lejanas, Buffalo, Saint Louis, Miami, Lincoln. Aparecían como las estrellas cuando las luces de la ciudad se apagan y el universo puede ejercer su autoridad. En Quebec se hablaba de le tremblement de terre, que naturalmente se había dejado sentir allí. Había estucos agrietados en Hartford, tableros de control encendidos en Manhattan, un informe no confirmado de heridos en Worcester. La WEEI de Boston, que emitía por debajo de su potencia normal, dijo que los daños eran relativamente pequeños en el centro de la ciudad. Se había declarado un incendio en South Boston y un enviado especial dijo que había al menos una docena de heridos, pero Dorchester, Roxbury y otras zonas de más al sur aún tenían electricidad y teléfono. En los suburbios más al norte de Boston predominaba un silencio siniestro. Una joven radioaficionada dijo en Salem que en su barrio se habían derrumbado varios edificios de ladrillo, y que la presión del agua era muy baja. Podía ver el resplandor de un incendio aparentemente de grandes dimensiones hacia el noroeste, en Peabody o Danvers. Al mismo tiempo, todas las casas de su calle seguían en pie y ninguna parecía haber sufrido desperfectos de importancia. El Centro Nacional de Información sobre Terremotos había emitido un cálculo provisional de magnitud de un 6,0, con un epicentro al este del condado de Essex. El piloto de un reactor privado había divisado un gran incendio en la orilla occidental del río Danvers y otros menores en el centro de Beverly. Según un informe no confirmado de Portsmouth (New Hampshire), el cierre de emergencia de la central nuclear procedía con normalidad, cosa que el locutor de la WEEI dijo que no podía ser cierta puesto que Seabrook estaba cerrada desde mediados de mayo por mejoras en el sistema de seguridad…

Louis apagó la radio. Los jardines y bosques a ambos lados de la calzada estaban oscuros, muy oscuros. Una ambulancia apareció en su retrovisor lanzando destellos y se agrandó, arrojándole al pasar por su lado una lluvia de agua arenosa. Tuvo que subir la ventanilla, y, durante un instante, en el repentino silencio, no pudo recordar la hora ni la estación; quizá otoño, a media tarde. ¿Una ambulancia adelantándolo por una carretera helada y brillante de lluvia? Parecía otoño, y en su cabeza nada podía persuadirle de lo contrario. Si al menos la calzada no estuviera tan oscura, o no fuera tan recta, o si pudiera ver un poco mejor…

Sweeting-Aldren había fabricado el pigmento Warning Orange de los conos que bloqueaban los accesos a la Route 128 y de las chaquetas de los policías que patrullaban en el paso elevado, una de cuyas bases parecía haberse hundido un poco. Las luces color caramelo de un camión del Departamento de Autopistas vibraban en el aire húmedo. «Qué desastre», dijo Louis al torcer por una calle lóbrega que corría paralela a la autopista. La máscara empezaba a producirle picores en la cara.

Habría recorrido como medio kilómetro de calle, dejando atrás cavidades de negrura que supuso eran jardines particulares, cuando sus faros captaron un destello de algo extraño en las matas que había a su izquierda: la carne blanca de unos árboles con ramas recién partidas, y una forma que recordaba a un coche en una posición impropia de un coche. Redujo la marcha y dio media vuelta, dirigiendo las luces largas hacia la escena.

La cosa era efectivamente un coche. Sus neumáticos apuntaban al cielo y el compartimiento del acompañante estaba achatado y sepultado en barro, matojos y hojarasca al pie de la pendiente de la Route 128. Pequeños arces destrozados y tierra reventada señalaban la trayectoria que el coche había tomado al salir despedido de la autopista. Louis dejó el motor en marcha y avanzó entre ramas y hierba hasta el lugar del accidente. Sólo las partes del coche que sus faros iluminaban, el metal arrugado y el chasis hecho un acordeón, tenían algún sentido; vio a sus pies una oscura y elocuente confusión, en medio de la cual acertó a ver la figura de un hombre. El cuerpo estaba intacto pero medio salido por la ventanilla del lado del conductor, las manos por delante, manos dobladas al extremo de los brazos, brazos doblados ante la cercanía de la cabeza y el torso. Era como un bailarín en escorzo cuando se lleva las manos laxas y torcidas a la cara y se abraza por los codos juntándolos contra el pecho y dobla la cabeza para evocar ternura, aflicción o sumisión. El hombre tenía un cuello muy grueso y llevaba una camisa barata de color rosa; posiblemente no había sido nunca tan expresivo con su cuerpo mientras vivió, ni su postura tan elocuente de algo como ahora de la muerte; porque era evidente que aquel hombre estaba muerto.

No había circulación arriba en la autopista. Louis trastabilló hasta el otro lado del coche, gimiendo de autocompasión, y se aseguró de que no hubiera pasajeros. Ahora que no podía ver al hombre, no acababa de creerse que estuviera muerto. Volvió y se agachó para tocarle el cuello. La piel estaba fresca. Lo empujó ligeramente y la cabeza venció hacia delante. Retiró la mano. Entonces oyó voces, de hombre y de mujer, al otro lado de la calzada y corrió a decir lo que tenía que decir, esto es, que había un hombre muerto.

Las hermanas de Peter se quejaron de sus máscaras antigás. Decían que se sentían estúpidas con ellas. Adujeron que nadie más, ninguno de los policías ni de los transeúntes que habían visto en Lynnfield Center y Middleton, llevaba máscara.

—No os las quitéis —dijo Peter al volante—. El hígado os lo agradecerá.

Eileen había reposado la cabeza, que le pesaba como el plomo, en la ventanilla del asiento trasero y dejaba que sus ojos se abrieran y se cerraran sobre la borrosa zona residencial que estaban atravesando. Podría haberse dormido de no ser por los continuos frenazos de Peter ante peligros reales o supuestos (cables del tendido eléctrico que habían caído, pequeños charcos en la calzada, curvas que a primera vista parecían declives de una falla). Dejó que su cuerpo se balanceara a placer, dejó que su cara, máscara por delante, se pegara al cristal a merced de los bandazos del coche. Siempre le había gustado ir en coche, viajar y viajar sin detenerse, y ahora le resultaba placentero ser mecida suave y largamente, que lo hiciera el coche y no el suelo. Observó los bosques, las poblaciones y los campos. Había un penacho de vapor en el horizonte meridional, parecía surgir de un punto a muchos kilómetros. Eileen lo vio y luego dejó de verlo durante un buen trecho, pero entonces se abrió un nuevo panorama hacia el sur y volvió a ver el humo, un puño de gas grisáceo incrustándose en la barriga negra del cielo, sus nudillos hinchados de un fulgor naranja. Evolucionaba como una nube normal en un cielo normal, aparentemente estática si ella miraba pero cambiando de lugar si no. Primero era un signo de exclamación rollizo escorado a la izquierda y luego, después de que más árboles le taparan la vista, había engordado para formar un signo de interrogación. El vaivén le hacía cerrar los ojos. Reconoció los sonidos dentro del coche, eran las voces de Peter y familia y del locutor de la radio, pero hasta el mínimo esfuerzo necesario para entender lo que decían la superaba. El penacho conservó su tamaño, fue creciendo a medida que la carretera los alejaba de él. No dijo nada. Estaba ya casi dormida, y tenía miedo de que el humo dejara de ser algo que tenía en la cabeza y se volviera real si los demás lo veían.

Una familia se había congregado en torno a un pickup, escuchando la radio a la luz de un farol Coleman puesto sobre el capó. Eran dos parejas jóvenes, una mayor y un niño pequeño. La mujer mayor vio a Louis acercarse con su máscara y se quedó de una pieza. Él dijo que había una persona muerta al otro lado de la calle.

Ahora le miraban todos boquiabiertos.

—¿Es que… ocurre algo malo?

—Bueno, sí —dijo Louis—. Creo que podría haber problemas con la planta química de Peabody.

Sabía que tenía que decirlo, pero no estaba seguro de que no fuese un error. La familia empezó a hacerle preguntas a gritos, dos y tres a la vez. Louis trató de llevar la conversación al tema del muerto, pero casi sin darse cuenta se encontró allí plantado, a solas, mientras los demás se desperdigaban en todas direcciones, unos metiéndose en la casa, otros corriendo para contárselo a los vecinos.

La radio dijo:

Se habla ya de al menos dieciocho personas muertas, la mayoría en el condado de Essex. Es seguro que la cifra aumentará, y se calcula que puede haber centenares de heridos en lo que sin duda es la peor tragedia natural en la historia de la región de Boston.

—¿Necesita que le lleven? —preguntó a Louis la mujer mayor. Ella y su marido estaban cargando bolsas de Star Market con comida y botellas de agua en la trasera de la camioneta.

—No… —Louis hizo un gesto vago—. Pero gracias.

—Será mejor marcharse, ¿eh?

—Sí, pero es que… —señaló con la cabeza hacia la calle.

—Olvídese del muerto.

Bajó por el camino particular, se metió entre zarzas y zumaque y se quedó junto al coche volcado, mirando aquella víctima sin rostro que se había convertido en suya. Rumores de posibles filtraciones químicas se estaban filtrando arriba y abajo de la calle. Se oían motores arrancando, y la tierra había empezado a temblar otra vez.

Eileen despertó cuando el coche se detuvo en el camino de grava frente a la casa de su madre. Se quitó la máscara y siguió a Peter, que ya renqueaba hacia la puerta principal. Una luz de emergencia, instalada en el salón para burlar a posibles cacos, iluminaba los restos de un importante destrozo: los muebles fuera de sitio, las paredes con cráteres. El cielo había tomado una negrura cerosa, como si la noche se hubiera cansado de ser noche y se lo estuviera pensando mejor. Peter llamó a la puerta. Eileen oyó una radio en alguna parte y rodeó la casa.

Su madre estaba sentada en una tumbona en mitad del amplio césped que partía cuesta abajo del ala este de la casa. A su lado en la hierba había un cubo con hielo y un radiocasete que emitía noticias. Ella estaba bebiendo champán en una copa acanalada.

—¿Cómo te encuentras, mamá? —dijo Eileen.

—Eileen —Melanie giró la cabeza despacio—. Veo que estás bien. Sabía que estabas bien. Todo marcha bien.

—… fuera de control en estos momentos en sus instalaciones de Peabody. No hay versión oficial todavía, pero los residentes que no hayan abandonado aún las poblaciones vecinas deberían pensar en quedarse en sus casas con las ventanas bien cerradas y el aire acondicionado apagado.

—¿Te encuentras bien? —dijo Eileen.

Melanie apuró su copa y la sostuvo en alto.

—¡Estoy radiante! —dijo—. ¡Radiante!

—… daños estructurales, y las principales vías están colapsadas. Por lo que se ve desde aquí, parece que los bomberos no están haciendo ningún intento de entrar en los locales. El aire está lleno de un humo… asfixiante, acre, estoy seguro de que al jefe de bomberos le preocupa la seguridad de sus hombres.

—¿Cómo está? —dijo Peter, también sin máscara.

Eileen puso los ojos en blanco, se dio la vuelta:

—Radiante.

—Hola, señora Holland.

—Hola, Peter —Melanie se sirvió las últimas gotas de champán y devolvió la botella al cubo, boca abajo—. Dime, ¿cómo está tu familia? ¿Están todos bien?

Eileen oyó un sonoro hipo mientras se alejaba cuesta arriba. No recordaba haber echado nunca de menos a Louis, pero ahora le añoraba.

—Eileen, cariño, hay más champán en el frigorífico, ofréceles una copa a la familia de Peter. Peter, baja unas sillas. También hay cosas de picar, Eileen. Ya las verás.

La señora Stoorhuys no se había quitado aún la máscara. Se paró junto a Eileen en la hierba reluciente de rocío.

—¿Cómo está tu madre?

—Oh, estupendamente —dijo Eileen.

—Una mujer encantadora. Y una casa encantadora —Janet bajó la cuesta de puntillas y tocó a Melanie en el hombro—. ¿Melanie…?

Melanie levantó la vista y gritó. La radio bramaba acerca de un incendio en Peabody. Eileen se tumbó en la hierba y se quedó dormida.

Cuánto se tardaba para ir de Filadelfia a Pittsburgh cuando vivías sin deudas. Cuánto se tardaba incluso para ir de Lynnfield a los Boston Fens cuando las autopistas estaban cerradas y no había electricidad. Louis calculaba que él y su Civic debían de ir a la velocidad media de un caballo a medio galope mientras pasaban Wakefield, Stoneham y Melrose siempre hacia el sur. Paró a consultar el mapa, paró ante puentes con desperfectos y tuvo que dar un rodeo. Paró para ayudar a un camboyano a sacar su oxidado Gremlin de una zanja y volver a la carretera de Peabody, donde su mujer y sus hijos le esperaban. Al despedirse le dio al camboyano la máscara antigás.

Las calles, con sus bordillos y aceras y alcantarillas, no estaban ancladas al suelo. Diez bomberos de Melrose se alejaban de un incendio extinguido con el paso airoso de quien sale de una iglesia, de espaldas a los negros maderos que se erguían victoriosos de la tierra. El edificio de una biblioteca había sufrido incontinencia de ladrillos, y la proximidad del movimiento fuerte, el carácter radiante, persistentemente azaroso de todo ello, hacía que la quietud de los escombros pasara de ser una cualidad elemental a una suerte de dolor, una inmanencia.

El siglo XVIII acechaba las insondables travesías, tan latente en aquella oscuridad que Louis casi esperó oír el ruido sordo de cascos de caballo en el fango. Supo cuan negras debieron de ser las calles doscientos años atrás, en el centro de una población, antes de que hubiera luz de gas y mucho antes de que el insomnio de la época actual hubiera extendido tiras de alucinaciones insómnicas alrededor de sus ciudades y convertido la intemperie en interior: la manera en que los propios edificios debieron de descansar, tan ciegos y aparentemente muertos como la gente que dormía dentro de ellos. Lo hermosas y temibles que debieron de ser esas noches. De cómo gracias a ellas el reposo verdadero y la verdadera soledad fueron una posibilidad real.

Pero esa época era sólo un eco que se extinguía si uno trataba de acercarse demasiado, y cada vez que se cruzaba con gente —no estaban en los barrios ni en las galerías comerciales sino en los barrios residenciales— la veía soldada a un automóvil con las luces, la radio y el motor en marcha, y no podía negar que aquellos pequeños cuadros, innumerables veces repetidos a medida que progresaba hacia el sur, eran las únicas cosas que le parecían auténticas de cuanto veía. Los faros estáticos taladraban con haces de realidad el supuesto hecho del terremoto e iluminaban tramos de hojas reales y de casas reales que sobrevivían indiferentes a la oscuridad. La radio, aunque él tenía la suya apagada, era la voz de su propia época, la única voz comprensible en aquella noche. Las ventanas rotas, los cables que colgaban, las ambulancias, los rostros lastimados que surgían en la noche carecían todos de sentido. Porque, en efecto, él podía mirarlos y de alguna manera no sentir deseo alguno de venganza. Ni siquiera cerca de la autopista allá en Lynnfield, ante el primer muerto que veía en su vida, había habido un hueco para la ira en su corazón. No pudo relacionar aquella víctima del terremoto con ninguna acción dentro de un contexto del bien y del mal, no se decidió a pensar: la compañía es responsable y tendrá que pagar por esto. Sin embargo, ¿cómo podías creer en la responsabilidad si la responsabilidad tenía límites? ¿Cómo podía un terremoto causado por la codicia y la deslealtad de individuos reales convertirse no obstante en pura fuerza mayor, con la inhumana y pomposa vacuidad de todo hecho de fuerza mayor? Al recordar los brazos doblados y la cabeza gacha del muerto, no fue capaz de sentir horror. El cuerpo le parecía ahora como los picaros que tironeaban bolsos en Chicago, o como el tipo andrajoso que había visto una vez con los pantalones por los tobillos haciéndose una paja oculto en los arbustos de Hermann Park en Houston, imagen tan irreal como todo lo de este terremoto, tan irreal como una crónica de guerra o la cobertura de un homicidio en televisión, excepto que la palabra irreal no definía exactamente lo que él había sentido, allí de pie entre zumaques en el último decenio del siglo XX, rodeado por las secuelas y preguntándose por qué estaba vivo y de qué materia estaba hecho un mundo que contenía la muerte. La palabra era misterio.

Conducía por una carretera principal en Everett o Medford (no estaba seguro de cuál) cuando vio que las luces se encendieron y quedó de manifiesto que la ciudad y los barrios circundantes no habían sufrido grandes daños: varias casas un poco hundidas, alguna pared desmoronada, pero incluso las calles en peor estado tenían mejor aspecto que un barrio negro normal. Jóvenes irlandeses se apiñaban sobre el banquillo de un campo de béisbol, bebiendo cerveza. Unos niños jugaban bajo la luz eléctrica recuperada como los hijos del desierto juegan en plena tormenta. Se tranquilizó un poco y, a renglón seguido, como solía pasarle cuando trasnochaba, el cansancio y un abyecto arrepentimiento le hicieron sentirse enfermo.

El cielo estaba rosa y amarillo cuando llegó a Back Bay. La irrealidad se adhería aún a los diversos elementos de los que había emanado la destrucción: la acera alabeada, el húmedo socavón que cruzaba Marlborough Street, los ladrillos rotos y los florones de cemento y los pedazos de mampostería caídos sobre la hierba o el pavimento con una inmovilidad enfática, falaz, como si quisieran pasar por fragmentos de un templo romano o rocas al pie de un risco, cosas que no se hubieran movido en varios siglos. El edificio donde vivían Peter y Eileen, sin embargo, estaba en pie tal como Louis lo había dejado.

En Brigham & Women’s algunos rezagados, la mayoría viejos, aguardaban sin moverse frente a la sala de urgencias, tratando de ser solamente objetos hasta que un médico pudiera convertirlos de nuevo en personas con testimonio, con historia. Botellas rotas y azulejos caídos habían formado pequeños montones al paso de la escoba, y las enfermeras se mostraban activas y sin pánico. Una que ya le conocía le envió a la cama donde Renée, según pudo ver, estaba dormida.