Le despertó por la mañana el contestador automático de su mesita de noche. Su madre, amplificada, le gritaba a Eileen acerca de la póliza del seguro del coche: ¡Y necesito el número de tu trabajo para…
—Hola, mamá —dijo él sobre el acople de la máquina antes de desactivarla.
—¿Louis? ¿Dónde estás?
Louis tosió:
—¿Tú qué crees?
—Diantre, sí, qué pregunta más tonta. ¿Cómo…? ¿Cómo estás?
—Bien. Bueno, aparte de que anoche a mi novia le metieron varias balas por la espalda y casi se muere.
Hubo un silencio. Pudo oír trinos pajariles en Argilla Road.
—Tu novia —dijo Melanie.
—Seguramente lo habrás visto en las noticias. Se llama Renée. Renée Seitchek. Tú la conociste, ¿no te acuerdas?
—Ya. De modo que tu novia.
—Fue a abortar y alguien la disparó. ¿Y sabes quién era el padre?
—Louis…
—Era yo.
—Vaya, Louis, qué interesante. Quiero decir, que me cuentes esto. Aunque según he leído en el diario ella no estaba del todo segura…
—Sólo lo dijo para asumir toda la responsabilidad.
—Supongo que así es, Louis, aunque no deberías…
—Lo dijo porque es una persona escrupulosa que se toma la responsabilidad muy en serio.
—Sí, conozco bien la escrupulosidad de Renée.
Louis se incorporó. Pasó los pies vendados al suelo.
—¿Qué quieres decir? ¿Has hablado con ella?
—Pues mira —dijo Melanie—, la vi hace dos semanas, y otra vez la semana pasada. Pero eso ahora no tiene importancia.
—¿Os visteis?
—Lo importante es que se ponga bien. Eso es lo que ha de preocuparte.
—¿Os visteis?
—Sí, pero repito que no tiene importancia.
—Mi novia está en el hospital y casi se muere ¿y tú no quieres decirme lo que pasa?
—Me dio ciertos consejos, Louis.
—Consejos. Consejos. Te dijo que vendieras las acciones.
No hubo más respuesta que unos trinos. Sonaban tan cerca, que se habría podido pensar que Melanie tenía pájaros posados en su hombro.
—Te dijo que las vendieras —dijo Louis—. ¿No?
—Vaya, veo que tu padre te ha explicado claramente el dilema de carácter muy privado al que me enfrentaba. Y es tal como tú dices: Renée me aconsejó que vendiera mis acciones.
Louis renqueó hasta la mesa y tomó asiento.
—¿Te dio ese consejo… o te lo vendió?
—Puedes preguntárselo a ella, Louis. Yo no pienso decírtelo.
—Anoche se pasó cuatro horas en el quirófano. Está… Está hecha polvo. ¿Y me pides que se lo pregunte?
—No acabo de ver qué más te daría a ti. Lo único que pienso decirte es que no recuerdo exactamente a qué acuerdo llegamos ella y yo.
—O sea, que te lo vendió.
Sin respuesta.
—¿Te dijo ella que me conocía?
—Dijo que tú y ella no estabais liados.
—Estrictamente hablando, no, no lo estamos.
—También dijo que tú y ella no lo habíais estado.
—Pues mintió.
—Ya, es lo que yo me temí. Desde el primer momento.
Louis colgó y se presionó la frente, que había empezado a dolerle. El cuarto de baño, después de haberse duchado Eileen y Peter, estaba lleno de vapor y perfume floral. Junto a los cosméticos franceses de Peter («por lui») y la amplia variedad de lápices, brochas y polvos de maquillar que a Louis le había sorprendido descubrir que su hermana usaba, vio la toallita manchada de sangre, la caja vacía de vendas estériles, la papelera llena de kleenex sucios de sangre y Betadine, pruebas del cuarto de hora que él había pasado allí antes de ir a acostarse. Vio el sol por la ventana. Se imaginó el hospital de Somerville a la luz del día, un día festivo —Acción de Gracias, el Día de la Independencia— que hubiera caído entre semana, cuando las actividades corrientes cesan y las horas blancas y vacías avanzan inexorables hacia el obligado pavo de la noche, los fuegos artificiales o, en este caso, la visita de tarde al hospital. Le habían dicho que habría una pequeña posibilidad de ver a Renée unos minutos. Levantó la tapa del inodoro, que, como todas las superficies horizontales del cuarto de baño, estaba salpicada del talco para bebés que Eileen venía usando todas las mañanas de verano desde hacía una docena de años, y estaba empezando a mear cuando el teléfono sonó de nuevo. Volvió a su cuarto.
—Hola, soy Lauren Bowles…
Hizo ademán de coger el auricular, pero sus dedos se doblaron en puño. Se sintió como debía de sentirse un objeto, una silla, con las fibras de sus miembros en tensión, brazos y piernas paralizados por la geometría de fuerzas iguales y opuestas. Ver cómo sus dedos se abrían otra vez y levantaban el auricular fue como ver moverse una silla en un terremoto.
—¿Oiga? —dijo Lauren—. ¡Oiga! Hola. ¿Hay alguien ahí?
—Soy yo, Lauren.
—Dios mío, Louis, parece que estás lejísimos. ¿Estás solo? ¿Podemos hablar un momento?
Ahora eran sus labios el objeto estático.
—¿Sigues ahí? —dijo Lauren—. Pensaba esperar a llamarte como tú me dijiste, pero estaba mirando Good Morning America y la he visto. Qué mal, Louis, qué mal, en serio, porque hace poco estaba pensando que ojalá Renée no existiera. Pero en la tele han dicho que está viva, ¿verdad?
—Sí.
—Figúrate que la han llamado heroína. O sea, la novia de Louis es una persona tan increíblemente buena que sacan su foto en la tele y dicen que es una heroína. Como si fuera una de las mejores personas de todo el país, o algo así. Y yo soy tan buena persona que estaba aquí sentada pensando ojalá estuviera muerta, y de repente la veo en la tele.
—Sí, Lauren —con aspereza—. No deberías hacer caso de lo que dicen. Tuvo ese aborto por pura maldad. Utiliza a los hombres para acostarse con ellos. No tiene tan gran corazón como tú.
Lauren se sintió dolida.
—No te creo —dijo. Era la primera vez que él intentaba herirla. Louis quería que le odiara y se olvidara de él. Pero no era agradable ser odiado, al menos no por Lauren, cuya buena voluntad hacia Louis había sido siempre un misterio que hacía que el mundo pareciese un lugar esperanzador. Él se arrepentiría de vivir sin esa buena voluntad. Louis le preguntó dónde estaba.
—En casa. Quiero decir con Emmett. Pero no le he dejado que me bese.
—Estará encantado de que hayas vuelto con él.
—Sí, tenemos unas conversaciones muy divertidas.
Se levantó sobre sus pies dolorido y ampollados. A medida que se prolongaba, el silencio telefónico fue tomando ese sabor grumoso tan peculiar de las tarifas diurnas para llamadas a larga distancia.
—Esto es el fin, ¿verdad, Louis?
—Sí —dijo él.
—¿Habías vuelto con ella?
—No.
—Pero ¿querías o no?
—Sí.
—Joder —dijo Lauren, compungida—. Estoy tan celosa que ni te lo imaginas. Pensarías que soy un monstruo si supieras los celos que le tengo. Pero te juro, Louis, que espero que se ponga bien. ¿Me crees?
—Sí.
Lauren consideró la respuesta.
—Vale —dijo—. Ya nos veremos. Bueno, no, no nos veremos. Supongo que…, supongo que ahora dejaré que Emmett me bese.
—Buena idea.
—¿Estás celoso de él?
—No.
—¿Ni un poquito?
—No.
—Louis —su voz denotaba apremio—. Di que sí, por favor. Di que sí y colgaré, y habremos terminado. Por favor, di que sí.
—No estoy celoso de él, Lauren.
—¿Por qué no? Dímelo —parecía una niña enfadada—. ¿No te parezco guapa? ¿No haría cualquier cosa por ti? ¿Acaso no te quiero? —entre el momento en que un vaso cae irrevocablemente de un estante y el momento en que da contra el suelo, hay un silencio finito y cargado—. ¡Ojalá se muera! —dijo Lauren—. ¡Ojalá se muera ahora mismo, joder!
Louis sabía que, si hubiera estado en la misma habitación con Lauren, se habría ido a vivir con ella; tan seguro como que sabía su propio nombre. Pero estaban hablando por teléfono, ese aparato provisto de una guillotina de plástico para cortarle la cabeza a cualquier conversación. La providencia, fuera eso lo que fuese, le había hecho volver a Boston desde Chicago, le había llevado en primer lugar a Chicago, donde su padre le había dicho: «Deja que te cuente la dura verdad acerca de las mujeres: no se vuelven más guapas cuando envejecen; no se vuelven más sensatas cuando envejecen; y envejecen muy deprisa».
—Mira lo que me haces decir —dijo Lauren.
—Cuelga.
—Está bien. En seguida.
—Yo voy a colgar —dijo él.
Al apartarse el teléfono del oído, la oyó decir: «¡Yo te quería!».
Se sentó en la cama y contempló las sillas inmóviles y las inmóviles paredes hasta que la luz que entraba por la ventana se convirtió en luz de tarde y Louis decidió que había pasado tiempo suficiente para intentar ver a Renée. Habría preferido ver a Lauren. Se vistió, aflojándose los cordones de los zapatos a fin de introducir los pies. Pateó el suelo primero con un pie y luego con el otro, para instalarlos en su respectivo dolor. Se obligó a masticar y luego tragar dos plátanos.
En el hospital había otra mujer a cargo de la recepción. Tenía el cuello largo y la cabeza muy pequeña.
—Aquí no consta ninguna Seitchek —dijo.
—¿Cómo que no consta ninguna Seitchek?
—¿Es esa pobre chica de Harvard? Déjeme ver qué encuentro —volvió a revisar su enorme Rolodex—. Pues no, me temo que no está.
—¿Quiere decir que ha muerto?
—Veamos… —la mujer pidió datos por teléfono. Informó a Louis—: Está en Brigham & Women’s. Acaban de trasladarla.
Brigham & Women’s estaba en la zona boscosa próxima al apartamento de Eileen, justo detrás de Fenway Park en una especie de pequeña ciudad para enfermos y convalecientes, donde bloques hospitalarios de ladrillo y hormigón parecían haber subido como la levadura, sacando un ala por aquí y un ala por allá a la buena de Dios, nutridos por lo que a todas luces era un enorme surtido de gente enferma. No había aparcamiento gratuito. Louis subió en un ascensor, recorrió un interminable pasillo arterial, cruzó un vestíbulo, bajó en otro ascensor. Le dijo a una enfermera del mostrador octogonal de la UCI que quería ver a Renée Seitchek. La enfermera dijo que Renée estaba en el quirófano.
—¿Es usted de la familia, Louis?
—Soy su novio.
La enfermera bajó la vista a una pila de carpetas con etiquetas rojas y rebuscó con gesto nervioso.
—Me temo que sólo se admiten visitas de la familia directa.
—¿Y si le dijera que soy su marido?
—Pero usted no es su marido, Louis. La señora Seitchek está en la sala de personal, si quiere hablar con ella. Es aquí al lado.
En la sala de personal sólo había una mujer muy menuda con pantalones plisados azul marino y una blusa rosa, sirviéndose café en un vaso de plástico. Tenía el pelo corto y sin lustre, peinado con permanente. Llevaba gruesas alhajas de oro de sencillo diseño en sus manos y muñecas bronceadas. Junto a ella, el televisor estaba emitiendo un culebrón.
—¿Señora Seitchek?
Cuando la mujer se dio la vuelta, Louis vio aquella expresión de moderada sorpresa típica de Renée. Estaba mirando a una Renée que hubiera envejecido veinticinco años; que se hubiera dejado requemar por el sol hasta tomar un tono de costra de pan blanco; que se hubiera depilado las cejas y pintado los labios de rosa plateado; que no hubiera dormido bien; y que hubiera nacido muy guapa. Su primer impulso fue enamorarse de ella.
—Soy Louis Holland —dijo.
La señora Seitchek le miró con incertidumbre:
—¿Sí?
—El novio de Renée.
—Ah —dijo ella. Él se fijó en que le miraba la calva incipiente, la camisa blanca, los pantalones negros. Una sombra de aquellas sonrisas lúgubres de Renée animó sus labios—. Ya veo —desvió su atención al carrito del café, y procedió a endulzar su vaso con un sobrecito de color rosa—. ¿Eres de Harvard, Louis?
—No. Oriundo de Chicago, pero quería saber cómo está, y si puedo verla.
—La han llevado otra vez al quirófano, ahora la pierna. Parece que una bala le tocó el hueso —la señora Seitchek dejó caer los hombros, apoyó las manos en el carrito—. Estará un rato con respiración asistida, y muy sedada. Ponte en contacto conmigo dentro de una semana o diez días, cuando la bajen a la planta y sepamos a quién tiene ganas de ver. Puede que entonces le apetezca tu visita.
—¿No podría verla antes?
—Sólo la familia directa, Louis. Lo siento.
—Soy su novio.
—Sí.
—Bueno, pues me gustaría verla lo antes posible.
La señora Seitchek meneó la cabeza, todavía de espaldas a él.
—Louis, no sé si estás al corriente de nuestra relación con Renée. Yo, desde luego, no sé nada sobre ti, ni siquiera conocía tu nombre. De modo que déjame explicarte que Renée no confía en mí. La queremos mucho pero, por los motivos que sea, ella ha decidido mantener las distancias. No sé. A lo mejor tú sabes por qué —se volvió a Louis—. ¿Cuántos novios tiene Renée?
—Sólo yo —dijo él—. Salvo…
—¿Salvo?
—Es que tuvimos una pelea.
Otra sombra de sonrisa amarga propia de su hija.
—Y ese joven chino, Howard. ¿Él no es novio de Renée?
—En realidad no.
—En realidad. Ya. ¿Y ese otro joven que estuvo aquí hace un rato? Terry.
—Ese seguro que no.
—Seguro que no. Bien. No es en absoluto la impresión que me dio, pero si tú lo dices…
Louis trató de pensar en alguien que supiera con certeza que él y Renée habían vivido juntos, alguna prueba concluyente de una relación amorosa. Pensó en decir: Su hijo Michael es agente inmobiliario y su hijo Danny es un interno en radiología. Pero se imaginó cuál sería la respuesta: Si eres su amante, ¿dónde estabas ayer por la tarde?
La señora Seitchek tiró un palito de remover café a la papelera.
—Te haces cargo del problema, ¿no? Mi hija ha sido víctima de un crimen, y no sabemos quién puede ser el responsable. No teníamos ni la más pequeña idea de su vida privada hasta que llegamos al hospital. Y debo decir que las cosas no están mucho más claras ahora. Dadas las circunstancias, creo que lo mejor es esperar.
—Pero la próxima vez que hable usted con ella…, tal vez podría decirle que Louis, bueno, que estoy por aquí.
—Ya veremos.
—¿Cuál es el inconveniente?
—He dicho que ya veremos. No quiero molestarla si…
—Soy su novio, señora Seitchek. Me voy a morir de pena si Renée se muere. Yo…
—Y yo también, Louis, Y su padre, y sus hermanos. Todos la queremos, y todos deseamos que viva.
—Entonces dígaselo.
—Lo pensaré.
—Perdone mi estupidez, pero…
—Vete, por favor —la señora Seitchek estaba a punto de llorar—. Por favor.
Louis tuvo ganas de abrazarla. De besarla y de quitarle la ropa, de hacer que fuera Renée, de sepultar su cara en ella. De pronto, al borde también de las lágrimas, salió corriendo de la sala.
Afuera, al pasar frente al mostrador octogonal, vio a un hombre a quien creyó reconocer por la foto de familia que Renée le había enseñado una vez. Tenía la piel roja y el pelo escaso y blanco, peinado hacia atrás, y llevaba unas gafas que daban miedo, gruesos trifocales con lentes supergrandes y abultada montura de plástico. Estaba leyendo la letra pequeña de un frasco de medicamento.
—Disculpe, ¿es usted el señor Seitchek?
Los ojos del hombre fluctuaron hacia la banda central de las trifocales y miraron penetrantes a Louis.
—Sí.
—Soy amigo de su hija. Pensaba si podría darle usted un mensaje, uno de estos días. Si no podría decirle que Louis la ama…
El doctor Seitchek volvió a mirar el frasco. Había sido decano de la Facultad de Medicina de Northwestern, y, aunque Renée se mostraba tan remisa hacia él como hacia cualquier otro miembro de su familia, Louis creía entender que el hombre era un cardiólogo reputado. Su voz sonó grave, limitada, profesional:
—¿Ha hablado con mi mujer?
—Sí.
—¿Le ha explicado ella nuestras dudas?
—Más o menos.
Los ojos agrandados apuñalaron nuevamente a Louis.
—Renée decidió tener un aborto. ¿Estaba usted al corriente?
—Sí. De hecho yo era el, bueno, la otra parte.
—Se llama Louis.
—Louis Holland, sí.
—Le pasaré su mensaje.
—Se lo agradezco mucho —tocó el hombro del doctor Seitchek, pero a juzgar por la reacción de éste, fue como si en vez de su mano hubiera sido una mosca—. ¿Puedo pedirle otra cosa? ¿Quién cree ella que ha podido hacerlo? ¿Se lo han preguntado?
El doctor Seitchek volvió a levantar la vista del frasco de medicamento.
—No creo que tenga la menor idea.
—¿Eso ha dicho Renée?, ¿que no tiene la menor idea?
—Ella no ha dicho nada.
—¿Ha podido hablar?
—Esta mañana estaba consciente y despierta. Pero parece que no recuerda nada de lo sucedido ayer tarde. Tampoco creo que viera nada.
—Pero ¿qué fue lo que dijo?
El doctor Seitchek le miró como si tuviera letra pequeña en la cara.
—¿Cree que ella haya podido decir algo en especial?
—No lo sé.
—¿Hay algo que quiera decirme?
—No.
—Le daré el número del inspector que lleva el caso. Supongo que sabrá que ofrecemos una recompensa.
Bajo el sol del viernes a media mañana, Pleasant Avenue estaba desierta. Louis intentó no mirar la sangre del escalón, pero no pudo evitar verla por su visión periférica al entrar en el edificio. Cogió la llave de repuesto, que Renée solía dejar detrás de un trozo suelto de papel pintado en el hueco de la escalera.
Su apartamento estaba muy limpio, hacía mucho calor. Abrió la ventana de la cocina, dejando que una brisa fresca del norte y el ruido estridente del comercio en Highland Avenue se colaran en aquella sofocante quietud con perfume a café. Fue al dormitorio y se percató de la mesa totalmente despejada ahora, donde había visto la pila de artículos sobre sismicidad inducida y los terremotos de Peabody. Otra vez aquella atmósfera de irreversibilidad, de control, de partida bien organizada, que ya había notado la primera vez. Hubo de hacer un esfuerzo consciente para atravesar los campos de fuerza que ella había colocado y registrar el escritorio y la estantería. Miró en cada carpeta, en cada sobre. Registró los armarios y la cómoda, hurgó entre jerséis y calcetines. No encontró nada relacionado ni remotamente con Sweeting-Aldren, terremotos en Nueva Inglaterra o pozos de inyección.
Se sentó en la cama preguntándose si Renée lo habría tirado todo. En su calendario, la última anotación correspondía al jueves anterior; Renée había escrito NCHA 15-00, y más flojo, a lápiz en una esquina, el número cuarenta y ocho. Había un cuarenta y uno a lápiz en el papel del jueves anterior, un treinta y nueve y las palabras 35 Federal, Salem, 18.00 a tinta en el martes previo, un treinta y cinco a lápiz y una dirección de Washington Street el viernes precedente y el día anterior una letra H también a lápiz. Retrocediendo hasta mayo había veintisiete días donde sólo una L a lápiz enturbiaba el blanco general. Luego había seis casillas seguidas con X a lápiz y otra L. Después seis días totalmente en blanco hasta llegar al último sábado de abril, donde Renée había escrito Fiesta 20.30 a tinta y luego a lápiz una L solitaria.
En total eran dieciocho eles. Louis nunca la había visto escribir esas notas. Él no habría sido capaz de calcular cuántas veces habían hecho el amor; ahora no lo necesitaba.
La dirección de Salem era sin duda la de Henry Rudman, pero la de Washington Street no le sonaba de nada. La anotó en el bloc del Sheraton Baltimore que ella tenía junto a la lamparita de noche. Guardó el calendario en su cajón y alisó las sábanas.
Eran casi las cuatro cuando Howard Chun, luciendo dos ojos morados y armado de una raqueta de squash, llegó al trabajo en los Laboratorios Hoffman. Louis estaba esperando en el pasillo cerca de su despacho. Preguntó si Renée había mencionado que los temblores de Peabody podían haber sido inducidos por Sweeting-Aldren.
Howard abrió la puerta del despacho y entró.
—Demasiada profundidad —dijo—. Los pozos de inyección son poco profundos.
—Renée encontró documentos de los que se deducía que en 1970 pudieron perforar un pozo muy profundo.
—Cuesta demasiado bombear. Hace falta mucha presión.
—No sé, ésa era su teoría. Lo estaba investigando el mes pasado, y necesito saber si estaba investigando la semana pasada. Porque me temo que Sweeting-Aldren pueda ser el autor del atentado.
—¿Has hablado con la policía?
—Mientras no sepa si ella estaba investigando la semana pasada, prefiero no hacerlo.
Howard abrió los archivadores y la mesa de Renée, y Louis, sin que eso le sorprendiera, no encontró nada. Fue a las salas de sistema, donde Howard había comenzado sesión en varios terminales.
—¿Puedo mirar en su ordenador?
—Ella nunca dice nada —dijo Howard.
—Lo sé, pero estaba trabajando en ello.
Howard hizo un log on en otra terminal utilizando el nombre y la contraseña de Renée.
—¿La has visto ya?
—No.
—Ella te quiere.
—¿Sí?
Howard asintió con la cabeza.
—Amor amor amor amor —dijo distraídamente, mientras empleaba una herramienta llamada XFILES—. Son archivos de texto que ella ha creado o modificado desde el último backup, el 4 de junio. ¿Hasta ahí está bien?
Había sólo seis archivos, tres cartas breves a otros científicos y tres de sus escritos sobre Tonga. Louis los leyó de cabo a rabo.
—¿Estás seguro de que no hay más?
—Aquí no.
—¿Otra persona podría tener acceso a sus cuentas?
—Desde luego. Adivinar su clave de acceso era pan comido.
—Perdona por los puñetazos. Estaba celoso de ti.
—Amor amor amor… —dijo Howard.
Un frío de crepúsculo se colaba en el vestíbulo del edificio al que la misteriosa dirección de Washington Street le había conducido. En el listín constaba una oficina de la EPA, pero el guardia nocturno le dijo que volviera el lunes, porque ya no había nadie.
—Tengo que verla —dijo Louis por teléfono.
—Quizá el lunes —dijo la señora Seitchek, desde su hotel.
—He de verla. Cuando vaya usted por la mañana, pregúntele si cree que alguien de Sweeting-Aldren podría haber sido el…, el autor.
—¿Sweet qué más?
—Sweeting-Aldren. La empresa química.
—Louis, creo que deberías hablar con la policía.
—Dígale a Renée que creo que pueden haber sido ellos. ¿Me hará ese favor? Ella decidirá si quiere que la policía lo sepa o no. No soy yo quien debe tomar esa decisión.
—Aquí está pasando algo, y me parece que tengo derecho a saber qué.
—Le voy a dar mi teléfono, y quiero que le diga a ella lo que acabo de decirle.
Estuvo todo el sábado en la biblioteca de Ciencias de la Tierra, encima del Peabody Museum, para localizar y fotocopiar los escritos en los que Renée había trabajado hacía seis semanas. Pero estaban todos; eran todos reales. Releyó el de A. F. Krasner, tratando de olfatear el mamífero hembra que lo había redactado, pero la prosa, incluso el tipo de letra, era antigua y marchita.
La cinta del contestador de Marlborough Street decía: «Louis, aquí Liz Seitchek. Podemos quedar mañana a las diez de la mañana en la UCI».
Penny Spanghorn de Canal 4 dijo que Renée Seitchek permanecía en Brigham & Women’s en estado grave pero estable. Se habían recibido notas de apoyo e indignación por parte de NOW, Paternidad Responsable, el alcalde de Boston y el rector de Harvard. Todas las fuerzas policiales del área metropolitana estaban buscando al agresor. El coche que conducía había sido robado el jueves por la mañana de un aparcamiento Hertz en el aeropuerto Logan. No había más pistas.
Mientras tanto los Red Sox, que iban líderes, empezaban una serie de siete partidos en casa, en el Fenway Park.
Eileen salió del dormitorio grande y miró a Louis con gesto afligido. Detrás de ella, la cama supergrande aparecía cubierta por libros de consulta y por Peter en posición supina. Louis dejó el zumo de naranja que estaba tomando y rodeó a su hermana con los brazos. Ella le apretó tanto que le hizo daño. Luego le dio una tarjeta de plástico y le dijo que fuera a alquilar dos pelis.
—Respire hondo —dijo la enfermera.
Renée lo hizo. Macilenta y muy desencajada, su cara mostraba las arrugas que el dolor de existir en general y respirar en concreto le causaba. Tenía el pelo apelmazado y lleno de caspa. Estaba conectada a tubos de gota a gota pero respiraba por sus propios medios. Sus orejas estaban desnudas.
—¿Un poco más?
Renée se esforzó.
—A ver cómo tose.
Tosió.
—Ya puede tumbarse.
La enfermera comprobó la bolsa de orina que colgaba de la cama y la dejó a solas con Louis. Inmediatamente, él se puso de rodillas y se llevó a los ojos la mano libre de Renée, la que no tenía tubito. Pero ella fue directamente al grano con voz débil pero precisa.
—Mamá dice que crees que han podido ser ellos.
Louis le soltó la mano y arrimó una silla.
—¿Cómo estás? —dijo.
—Me duele todo —Renée frunció el entrecejo como si la distracción la molestara—. ¿Por qué crees que fueron ellos?
—Porque no encontré uno solo de nuestros documentos en tu piso ni en tu despacho.
—Estuviste en mi apartamento.
—Bueno, sí.
Ella no deshizo el ceño.
—Está todo en un sobre grande —dijo—. Uno marrón. En el cajón grande de mi mesa.
—No. Allí no hay nada.
Renée se concentró brevemente sólo en respirar. Hatos de sobres por abrir se acumulaban en la mesita, junto a las almohadas.
—Estaba —dijo—. Yo sé que estaba.
—¿Sabían ellos que estabas investigando algo?
—Fue una estupidez por mi parte… Ni siquiera me preocupé.
—¿Se lo dijiste a alguien más?
—No. Pero en el ordenador del trabajo… Tiene que haber una carta y un escrito.
—Me temo que no. Howard y yo lo hemos comprobado.
Ahora sonrió con dolor, enseñando todos los dientes:
—Lo que faltaba.
—Tendrás que contárselo a la policía.
—Lo que faltaba, y encima la policía.
—¿Hiciste una copia del escrito?
Renée asintió.
—Está en una cinta. Una cinta pequeña, de cinco pulgadas, en el cajón de la sala refrigerada. En la mesa gris.
—¿Lleva alguna marca?
—Es una cinta que uso yo. Pone «No Borrar». Di a Howard que te lo imprima, y luego lo envías a la prensa. A Larry Axelrod.
Hubo un silencio. Renée respiraba tan someramente que la sábana apenas se movía.
—Te echo mucho de menos —dijo Louis—. Te quiero mucho.
Ella tenía la vista fija en el techo; todavía no le había mirado a la cara. Louis le tocó el pelo, y el tacto y la tibieza de su cuero cabelludo le llevaron a inclinarse sobre ella sin poder evitarlo y darle un beso en la boca. Unos labios hinchados, que no se movieron. Despedían un fuerte olor a medicamento, un olor antiRenée a la vez acre y empalagoso, que recordaba al formol: el olor de la posibilidad, súbitamente real, de que ella tal vez no le perdonaría nunca.
El Matador blanco arribó al aparcamiento de Hoffman a la una y expulsó a Howard por la puerta del conductor. Tenía el pelo mojado y estaba sin duda de muy mal humor. Louis le había despertado al telefonearle a eso del mediodía.
—Su escrito está en una cinta —dijo Louis—. Tienes que ayudarme a imprimirlo.
Howard le acompañó al interior del edificio resoplando como un toro.
—Qué cinta.
—Una que pone «No Borrar».
Howard fue a la sala de sistema y cogió una cinta de la mesa donde estaban las consolas.
—¿Esta cinta?
La etiqueta decía «No Borrar» con la letra de Renée. Howard resopló y puso la cinta en la unidad correspondiente —el frío allí era glacial— y dio instrucciones desde una consola. Resopló un poco más.
—No es ésta —dijo—. Es de Terry.
Registraron las dos salas en busca de otra cinta de cinco pulgadas que pusiera «No Borrar». Terry Snall entró y les preguntó qué estaban buscando.
—¿«No Borrar»? —la alarma se reflejó fugazmente en su rostro, pero en seguida disimuló—: Ah, sí. La he usado yo.
—Renée tenía una cosa suya dentro —dijo Louis.
—Pues ya no está —contestó Terry con una risita.
—¿Quieres decir que lo has borrado?
—Y no pienso sentirme culpable.
—¿Has borrado la cinta?
—No pienso sentirme culpable —repitió Terry—. No estaba protegida contra escritura, no llevaba nombre, sí, ya sé que todo el mundo está muy apenado por lo de Renée, y que ha sido terrible, pero si ella se dedica a eliminar archivos de otros sin avisar, no creo que pueda quejarse de que yo haya usado una cinta sin referencia.
—¿Que has borrado la cinta? ¿Y luego vas al hospital y haces como si fueras su amigo íntimo?
—No esperes que me sienta culpable —dijo Terry—, porque no.
La supercama de Eileen y Peter tenía ya, a aquellas alturas del fin de semana, el aspecto de una casa flotante. Además de los libros y libretas de Eileen, había Esquives y GQ para Peter, el control remoto del televisor, un walkman y varias casetes, ropa arrugada, galletas, una botella grande de Coca-Cola Light y un envase de yogur con trocitos de zanahoria flotando dentro. Louis declinó la invitación de Eileen de subir a bordo y prefirió sentarse junto a la puerta, cerca de la jaula de Milton Friedman, mientras les contaba la historia.
Al principio, aunque Eileen le escuchaba extasiada, Peter siguió dedicando gran parte de su atención al torneo de Wimbledon en la pantalla que tenía delante. Pero al poco rato los ojos de Eileen se nublaron de confusión y exceso de datos, y fue Peter quien empezó a mostrar gran interés. Bajó el volumen del tenis e hizo preguntas a Louis con voz que dejaba traslucir impaciencia. Luego apagó del todo el televisor y se quedó mirando los visillos de la ventana. Se había puesto lívido.
—¿Qué pasa? —preguntó Eileen.
Peter se volvió a Louis:
—Todos esos millones de litros. Cuando vinisteis aquella noche a casa y ella me preguntó sobre eso. ¿Ya sabíais lo del pozo?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijisteis?
—Bueno, en realidad fue idea mía. Supongo que no queríamos que tu padre se enterara.
—¿Mi padre, dices? —Peter se mesó los cabellos—. Vaya, qué bien. Es sencillamente cojonudo.
—En ese momento parecía lo más adecuado —dijo Louis.
—No me lo puedo creer. Sólo tenías que decírmelo y nada de esto habría ocurrido. ¿Te acuerdas —le dijo a Eileen— en enero, cuando Rita me telefoneó? —miró a Louis—. Hacía casi un año que no la veía.
—Rita tenía problemas con la bebida —dijo Eileen.
—Bueno, el caso es que quería verme. Me dijo que estaba asustada. Así que fui, y lo primero que veo es que tiene dos ventanas rotas en la fachada. Y luego me enseña un agujero de bala en el techo.
Eileen se quedó boquiabierta:
—¿Qué?
Peter asintió, eludiendo mirarla a los ojos.
—Naturalmente, había tomado dos copas de más. Se agarraba a los muebles para sostenerse. Pero lo que quería decirme era que si algo le pasaba, yo debía decir a la policía que era cosa de Sweeting-Aldren. Luego me metió un rollo de que no estaba contenta con su plan de pensiones, que iba mal de dinero, que había intentado convencer a la empresa para que le mejoraran las condiciones. O sea, chantaje. Porque resulta que ella sabía lo que estaban haciendo con todos esos residuos tóxicos. Y entonces me dice: «No los incineran, Peter. Dicen que sí, pero no es verdad. Más de un millón de litros al año, y no los queman». Entonces le pregunto qué es lo que hacen con los residuos, pero ella no me lo quiere decir. «Si te lo cuento y él lo descubre, me matará», dice. Con estas mismas palabras. Y yo le digo: «¿A quién te refieres?». Y ella me dice que a mi padre.
Eileen formó con los labios la pregunta «¿Qué?», pero sin sonido.
—Mi propio padre. Me está diciendo que fue mi puñetero padre el que reventó a tiros las ventanas del salón. Y yo ni siquiera sé si creerla. Bueno, no es que no me crea cualquier cosa que puedan contar de mi padre. Pero, que yo supiera, Rita y yo éramos enemigos acérrimos desde que anuncié que no quería trabajar más para ella. Entonces le dije, mira, mi padre podrá ser un cerdo fascista, pero de tonto no tiene un pelo. No es posible que fuera él quien disparó. Pero ella dice: «Thérèse vio el coche. Era el de tu padre». Y yo, bueno, no me lo acabo de creer, así que le aconsejo que llame a la policía. Y ella dice: «Es capaz de matarme si voy a la policía». Con estas palabras. Y luego dice que no quiere morir, porque el viejo Jack le había explicado en qué se reencarnaría ella después de muerta. Le había dicho que sería un cactus. Y Rita no quería ser ningún cactus y por eso no quería morir. No veas, a todo esto estaba llorando y casi no se tenía en pie. ¿Qué podía hacer yo? Pues largarme de allí. Ya sabes, archivar el caso y a otra cosa mariposa.
Se hizo el silencio sobre la cama en calma. Peter meneó la cabeza, los labios ligeramente separados. La cara de Eileen se había ensombrecido.
—Nunca me lo habías contado, Peter —dijo con una vocecita siniestra—. Dijiste que Rita quería que la ayudaras en su nuevo libro.
—Ya lo sé. ¿Qué querías que hiciera? Por lo pronto, yo no la creí. Y segundo, me dijo que él la mataría si se lo contaba a alguien. Me asusté, sabes.
—Pero luego se lo dijiste a Renée —insistió Eileen, la vista fija en la colcha.
—Porque Rita ya había muerto. Todo eso era agua pasada. Y sabes una cosa, todavía no estaba seguro de creerla. Tenía enemigos en Ipswich, por culpa de la pirámide. Que yo supiese, Rita se había inventado lo de mi padre.
—Pero no era así —intervino Louis.
—Correcto. Y en vez de matarla a ella, lo intentan con Renée. Y te digo una cosa, no fue cualquiera el que apretó el gatillo. Seguro que fue mi puto padre.
—Basta de tacos, por favor —dijo Eileen.
Peter había pasado las piernas sobre la borda de la cama y se estaba calzando las Nike.
—No sé vosotros —dijo—, pero yo me voy allí. Ahora mismo.
—Quizá deberíamos dejar que la policía…
—Yo esto no me lo pierdo —dijo Peter—. He estado esperando media vida.
Eileen dirigió una sonrisa nerviosa a su hermano.
—Supongo que tendremos que ir.
—Sí. Supongo.
Mientras Peter se arreglaba en el baño, Eileen llenó de agua la botellita de Milton Friedman. El jerbo estaba trepando por los barrotes de su jaula, temblando de ingles y hombros mientras sacaba su cabeza en forma de pene hacia la libertad del exterior.
—Tengo tanto miedo —dijo ella—. Peter y su padre se llevan a matar.
—Por lo visto, no le falta razón.
—¿Cuidarás de él?
—Por supuesto. Es tu novio.
Ella insistió en usar el coche de Louis, para que no condujera Peter, que estaba muy exaltado. Louis no recordaba haber llevado en coche a Eileen. Quizá no lo había hecho nunca. Peter se pasó el rato murmurando y maldiciendo en el asiento de atrás mientras iban por la autovía del Nordeste entre el tráfico poco denso del domingo, pero los Holland viajaron en silencio. Eileen parecía mayor tras una semana de trabajo en el mundo real, parecía más dura, más grave, y físicamente más grande, aunque en realidad había perdido peso. Las manos que descansaban en su regazo ya apenas tenían suavidad, eran manos para agarrarse al colchón durante un polvo, manos para dar de comer a un bebé, manos para firmar contratos y manejar cheques de crédito.
Saliendo de la Route 128 en Lynnfield dejaron el día atrás y penetraron en un crepúsculo suburbano de árboles en penumbra, de quietos y azulados jardines y campos y aire no perturbado por otro sonido más violento que el de los neumáticos sobre el asfalto. Aquí en el extrarradio la naturaleza aparentaba una benignidad hierática. Se la oía susurrar como cálido oleaje entre el mar de negros fondos y la tierra apergaminada: entre el bosque calcinado y luctuoso y la ciudad donde una nueva naturaleza había ocupado el lugar de la naturaleza. La hierba de los parterres despedía su característico olor, yacía cómodamente desnuda bajo un cielo del que te podías fiar. Cada casa era como una madre, silenciosa, apartada de las calles con ventanas encendidas, como un objeto siempre acogedor y protector, pero como un sujeto que siempre se conciencia de que los niños dejan de ser niños, de que se irán y de que un recinto que acoge y protege sufrirá en su ausencia, habrá sufrido todo el tiempo porque es un objeto.
Eileen guió a Louis hacia una calle de sólo seis casas, la mayor de las cuales pertenecía a la familia Stoorhuys. Peter les hizo entrar por la puerta principal. La sala de estar era una habitación alargada, de techo bajo y muy clásica cuyas paredes originales estaban disimuladas tras gruesos cortinajes florales y casi una veintena de óleos de mala calidad en marcos dorados. Eran todas pinturas de ciudades europeas: adoquines brillantes de lluvia, hoteles con las persianas cerradas y escabrosos palacios con los colores apagados de la ropa vieja, todos los rojos granates, todos los amarillos ocres, todos los blancos rayados y costrosos como el guano; en aquella Europa no había habitantes.
Estampados de flores dominaban la cocina de los Stoorhuys. Pequeños ramilletes crecían como mildiu en los cojines de las sillas y el papel de las paredes, las fundas acolchadas de la batidora y de la licuadora, los platos y cuencos de loza, las tapas esmaltadas de los fogones y los potes de la harina, el café y el azúcar. Una de las hermanas de Peter, una rubia delgada, sencilla y tímida, estaba haciendo palomitas de maíz en el microondas. En el salón contiguo, los Stoorhuys padres estaban sentados frente al resplandor y los chillidos de Se ha escrito un crimen.
Eileen presentó a Louis a la tímida Sarah y luego a la madre de Peter, que se había levantado para recibirlos. Era una mujer alta y afable con la cara descaradamente hecha una ruina y el pelo demasiado largo. Louis le estrechó la mano rápidamente antes de ir con Peter al salón familiar. Cuando Peter apagó la televisión y se volvió para mirar a su padre, Louis tocó también el botón de la tele y se volvió, como si fuera el ayudante de Peter.
El señor Stoorhuys estaba arrellanado en el sofá de piel. Llevaba una camisa blanca Ferdinand Marcos con solapas enormes.
—¿Quieres encenderla otra vez, Pete? —dijo.
—Peter, estábamos mirando la serie —terció la señora Stoorhuys desde el umbral.
—Creo que papá tiene algo que decirnos —dijo Peter—. ¿Verdad, papá?
Stoorhuys le miró a la defensiva, tratando de desentrañar la conexión entre su hijo y Louis.
—Que yo sepa, no —dijo.
—¿Sobre Renée Seitchek, tal vez?
—Ay, sí, pobre chica —dijo la señora Stoorhuys.
—Es la novia de Louis —dijo Eileen. Se había sentado en una mecedora y estaba pasando distraídamente las páginas de un libro de gran formato titulado Colourful Saint Kitts.
—¿Es tu novia? —la señora Stoorhuys estaba anonadada—. ¡Qué tragedia!
—Sí, una tragedia —dijo Peter mientras Louis trataba sin éxito de fulminar a Stoorhuys con la mirada—. ¿Eh, papá? Alguien le dispara por la espalda y después le echa las culpas a otro. Qué pena que Renée no haya muerto, ¿verdad? Así nadie se enteraba de que todos sus papeles habían desaparecido.
Las palomitas en el microondas sonaban a un tiroteo amortiguado. Stoorhuys padre había abierto un Architectural Digest sobre el sofá y se acariciaba el flequillo poblado, intentando domeñarlo.
—No entiendo nada, Pete.
—Sus papeles —dijo Peter—. Donde se demuestra quién tiene la culpa de los terremotos. Se lo ha contado a la policía, papá. Imagino que llegarán a Peabody de un momento a otro.
—Peter, ¿se puede saber de qué estás hablando? —dijo la madre.
—Fue un accidente, ¿verdad, papá? Tú sólo querías asustarla. Dispararle unas cuantas veces pero sin tocarla. Pero luego, qué diablos. Ahí está. Claro, ¿por qué no matarla ahí mismo, y asunto concluido?
Peter temblaba de tal manera que su codo chocó con el de Louis. Stoorhuys pasó una página de la revista, la quijada tiesa mientras fingía leer.
—No sé de qué me estás hablando.
—¿Ah no? Mírale, mamá. Quiere ir a hacer una llamada. Mírale bien. Te garantizo que irá a llamar por teléfono. O tendrá que ausentarse un rato. Esperará a que tú no mires, o se levantará por la noche. Irá a Peabody, o pondrá pies en polvorosa.
Stoorhuys meneó la cabeza, como de profunda tristeza, y no dijo nada. Pero su cara estaba bañada en sudor y las manos le temblaban.
—David —dijo la señora Stoorhuys—. ¿De qué está hablando?
—No lo sé —dijo—. Más de lo mismo. Él es bueno y yo soy malo, para variar. Él es listo, yo soy tonto.
—Tienes toda la razón —dijo Peter—. ¿O soy yo el que está bombeando residuos tóxicos bajo tierra? ¿Y provocando terremotos?
—Eso es mentira.
—¿Mentira? Su novia está hospitalizada —Peter señaló con la cabeza a Louis, que seguía mirando implacablemente a Stoorhuys—, y ella no pensaba que fuera mentira. Y cuanto tenía para demostrarlo fue robado el día que le dispararon. ¿Me dirás que eso es mentira?
Stoorhuys empezó a pasar página en sentido contrario, parándose a mirar las fotos.
—No sé nada de todo esto.
—Vigílale, mamá. Verás como va a llamar por teléfono.
La señora Stoorhuys no atendía. Estaba dándose un masaje en la clavícula, y por su aspecto se habría dicho que el ficus que tenía al lado estaba a punto de hacerla llorar.
—Si alguien se ha propuesto difamarnos —dijo Stoorhuys—, debo ponerlo en conocimiento de la compañía. Pero eso…
—Eso, la compañía, la compañía. Es lo único que cuenta, ¿no, papá? ¿A quién le importa mamá? Es sólo una persona. Es la compañía…
—¡Gracias a la cual tuviste unos estudios! —Stoorhuys saltó del sofá y avanzó sobre su hijo—. ¡Gracias a la cual te enderezamos los dientes! ¡Gracias a la cual tuviste un plato en la mesa y ropa que ponerte durante veinte años!
—¿Enderezarme los dientes? Santo Dios, ni que estuviéramos viviendo en Charlestown. Ni que ganaras treinta mil dólares al año.
Stoorhuys se enfrió con la misma rapidez con que se había calentado. Soltó un suspiro y, por alguna razón, decidió encararse a Louis.
—¿Ves lo que me dan en casa? —dijo—. ¿Ves el agradecimiento que recibo?
Louis puso una cara de absoluta seriedad y no respondió. El hombre cogió una chaqueta de algodón a rayas que había sobre el respaldo del sofá, se palpó las llaves en los bolsillos e introdujo sus huesudos brazos en las mangas.
—Janet, he de ir un momento al despacho. Estoy seguro de que todo esto tiene una explicación muy sencilla.
Aunque la señora Stoorhuys asintió, hubo de pasar un rato para que levantara la vista del ficus; y entonces miró a su esposo como si no le hubiera oído.
—David —dijo—, yo nunca me he metido en tus asuntos de trabajo. Nunca te he… presionado. Nunca te he hecho preguntas que…, bueno, que podría haberte hecho. Pero quiero que me lo digas ahora. ¿De verdad no has tenido nada que ver con…, con lo de esa chica? Es lo único que quiero saber. Tienes que decírmelo.
La fragilidad de su pose, el temblor en su voz, hicieron que hasta Louis se afectara. Stoorhuys, por su parte, cerró los puños y buscó con la mirada algún objeto inanimado con el que desahogarse. Sus ojos se posaron en Peter. Sonrió amargamente.
—¿Ves lo que has hecho, Pete? ¿Estás contento, ahora que la tienes de tu parte?
—Te he preguntado una cosa —dijo la señora Stoorhuys—. Quiero que me respondas. Nunca te he preguntado nada, pero creo tener derecho a saber qué pasa…
—Oh, claro, por supuesto —dijo Stoorhuys, despidiendo furia—. Pues creo que llegas un poquito tarde. Unos veinte años demasiado tarde —se volvió a Louis otra vez—. Hace veinte años conseguí un aumento que casi dobló nuestros ingresos de un día para otro. Y cuando se lo conté a ella, ¿sabes lo que me preguntó?
—Tengo derecho a preguntar ahora —dijo ella.
—¿Sabes lo que me preguntó? —dio unos pasos hacia Louis, sonriendo ligeramente, preparando la frase clave—. Me preguntó si compraríamos una casa donde los chicos pudieran tener una habitación propia. Y nada más. Ahí terminó su curiosidad.
—¿Por qué era yo la que tenía que preguntar? ¡Podrías habérmelo dicho tú!
Stoorhuys hizo caso omiso y siguió hablando sólo para Louis:
—Yo habría dejado el trabajo si ella me hubiera hecho una sola pregunta en ese momento. Estaba dispuesto a dejarlo. Habría bastado una sola pregunta. Pero ya ves, yo no le importaba nada. Ni siquiera entonces. Mientras los chicos pudieran tener cada cual su habitación…
—Peter. ¿He sido una buena madre? ¿He sido buena madre para ti?
—Veinte años —dijo Stoorhuys—. Veinte años y se le ocurre preguntármelo ahora. Podía haberlo hecho hace una semana, un mes, un año. Pero durante veinte años, ¡un día detrás de otro!… No tiene derecho a hacerme preguntas ahora. Y Peter no tiene ningún derecho a culparme de todo esto. No es neutral. Tienes que entender lo que es vivir con ella. La oigo que habla por teléfono con Peter, la oigo preguntarle por su trabajo y darle consejos, decirle lo que tiene que hacer. Pero de mi trabajo, nunca, jamás, ni una sola palabra. Mi trabajo, que le ha dado a ella todo cuanto tiene.
—Era mejor no…
Stoorhuys giró en redondo:
—¡Ni una sola palabra! —ella levantó las manos y las dejó flotando a poca distancia de sus orejas—. ¡Ni una palabra! Tú elegiste, elegiste tener hijos, y ¿ahora crees que tienes derecho a hacer preguntas? ¿A echarme la culpa a mí? ¿Quién crees que ha recogido los frutos de estos veinte años? ¿Yo? ¿No crees que yo también he hecho unos cuantos sacrificios? Janet (y, Peter, escucha tú también), Janet, he sido mejor esposo de lo que tú puedes pensar. Nunca sabrás hasta qué punto.
Louis se dio cuenta entonces, si aquel hombre hubiera tenido un arma en la mano y una mujer delante de él, habría sido capaz de matarla. Saltaba a la vista. La señora Stoorhuys sepultó la cara entre sus manos. Cuando Peter fue a consolarla, ella se zafó con brusquedad y salió corriendo del salón.
Peter corrió detrás de ella.
—Ma…
La oyeron tropezar en la escalera y a Peter que gritaba: «¡Mamá!».
Louis y Eileen vieron que Stoorhuys sacaba del bolsillo las llaves del coche.
—Entonces fue usted quien disparó —dijo Louis como si tal cosa.
Stoorhuys le miró, sorprendido. Era como si no hubiera registrado la cara de Louis hasta aquel preciso momento.
—Yo a usted ni le conozco —dijo, y salió de la habitación.
Se hizo el silencio. Eileen siguió meciéndose y pasó una página de Colourful Saint Kitts.
—Uf —dijo Louis.
—Es horrible, ¿no?
—Todos los que han tenido algo que ver con esa empresa están más o menos jodidos, yo inclusive.
—No te preocupes, yo cuidaré de ti.
—Ya. No sé qué decir a eso.
Peter volvió a la cocina fumando un cigarrillo. Sirvió dos dedos de whisky en un vaso y sostuvo en alto la botella de litro y medio para que Eileen y Louis pudieran verla desde el salón familiar.
—Sí, por favor —dijeron ambos.
Se sentaron a beber y a sudar junto a la piscina, en la terraza, donde flotaban aún los humos del tubo de escape del Porsche paterno. El ventilador del aire acondicionado central de los Stoorhuys se tomó un respiro y Eileen se quitó los zapatos y sumergió las pantorrillas en el agua.
—¿Qué va a pasar ahora? —dijo.
Louis escuchó las cigarras y el bip bip de un murciélago.
—Una investigación —dijo—. Saldrá toda la mierda en la prensa. Puede que haya juicios. Si tenemos suerte, al final podremos olvidarlo.
Peter habló desde el extremo del trampolín donde se había sentado:
—Prácticamente ha confesado que apretó el gatillo. ¿Y qué se supone que he de hacer? ¿Llamar a la poli? ¿Atarlo y amordazarlo?
Las luces del piso de arriba se extinguieron una por una. El aire acondicionado se puso otra vez en marcha. Se apagaba, se encendía, y Louis pensó si podría morirse allí mismo la próxima vez que cesara aquel ruido blanco. Eileen hacía largos en la piscina, lentos, a espalda, en bragas y sujetador. Peter parecía un cadáver, tendido en el trampolín. Louis se concentró en el sonido del aire acondicionado, intentando anticiparse al silencio, intentando recibir aquella pequeña muerte con los ojos abiertos. Lo que oyó en cambio, prolongadamente, fue una falsa mañana. No un par de pájaros despertando, sino centenares de ellos, y los ladridos del perro de un vecino.
Se levantó precipitadamente de la silla, sin saber qué hacer.
—Va a haber otro —dijo.
Eileen dejó hundirse sus piernas hasta el fondo de la piscina, en la parte menos honda, y se sacudió el agua de un oído:
—¿Qué?
Fue una cosa tan paulatina, tan como sentirse suavemente mecido en unas manos inmensas e invisibles, que no habría sabido decir dónde estaba la separación entre el no-movimiento y aquella sensación de algo que brota y se propaga cada vez más intenso a tu alrededor. Durante un momento fue casi como correrse, como lo mejor que uno podía llegar a sentir.
Entonces ocurrió algo extraordinariamente grave, algo sólo comparable en la experiencia de Louis a un choque a gran velocidad que había presenciado en Lake Forest Road durante una de sus expediciones juveniles en busca de material radiofónico, cuando el monótono ir y venir del tráfico de la tarde en la periferia saltó la frontera de lo ordinario y Louis pudo notar en sus huesos el impacto, incluso a más de cuatrocientos metros, el ruido de muerte instantánea rasgando el cielo como un relámpago, los chillidos, los chirridos, las subsidiarias colisiones cada vez más serias que una simple abolladura, y cuantas personas estaban por allí echaron a correr, aterrorizadas, en todas direcciones: era con el mismo tipo de impacto, la misma horrible sensación de que el mundo descarrila, la misma atronadora y estridente protesta de los materiales rígidos al deformarse, que ahora la tierra se estremecía y reventaba y las ventanas explotaban y las macetas salían volando por los aires.
Peter fue lanzado al agua como un gato, extrañamente desmadejado. Un viento que Louis no podía sentir azotaba los árboles. Cayó al suelo y dos muebles de terraza lo despeinaron, le pisaron los dedos con sus pies metálicos, le machacaron las costillas con sus codos metálicos. Se oyó a sí mismo gritar: «Oh, vamos, ESTÚPIDO, más que ESTÚPIDO» y oyó gritar a Eileen como víctima de un naufragio allá a lo lejos, entre el violento oleaje al pie de un acantilado. El jardín de atrás parecía hundirse en la adiposa capa de humus y el aluvión glaciárico de la tierra, las copas de los árboles circundantes se inclinaban unas hacia otras a medida que la piel del campo se rizaba sobre sí misma. El aire estaba lleno de pájaros que pirueteaban frenéticamente, aumentando el caos. Las luces se apagaron y las estrellas se volvieron borrosas. El suelo golpeaba a Louis como el piso duro de un camión sin frenos por una carretera llena de baches y cuesta abajo. Tenía miedo, pero más que nada estaba cabreado con la tierra, con su maldad. Quería que aquello parara, y, cuando así ocurrió, se puso de pie y pateó el suelo con furia.
Eileen y Peter estaban en la parte poco honda de la piscina, con la boca bien abierta para facilitar una rápida ingestión de aire. Le miraron como si apenas pudieran reconocerle. Louis dio otro pisotón, contempló la casa a oscuras y el jardín transformado y murmuró:
—Qué desastre.