14

Como recompensa por sacarse el título de empresariales y como consolación por tener que ponerse a trabajar en el Banco de Boston, Eileen había estado de vacaciones con Peter en la costa Azul. Alquilaron un Peugeot en el aeropuerto de Niza y se lo pasaron bomba en Mónaco, se decepcionaron en Cannes, se emborracharon en Saint-Tropez y les robaron la cartera sin mayores consecuencias en varios pueblos por el camino. Al menos una vez al día coincidían con compañeros de clase de Eileen. Subían por una cuesta adoquinada con tiendas que vendían ramos de lavanda seca y bufandas provenzales que restallaban con el mistral y llegaban a unas ruinas romanas rodeadas de cafeterías, y desde las sillas de aluminio cegador un coro de voces femeninas cantaba: «¡Eileen! ¡Eileen!». Peter oprimía los dientes y murmuraba «Joder» y ponía los ojos en blanco, invisibles tras sus Ray-Ban, porque pensaba que en Francia los estadounidenses tenían que ser como camaleones mudos, pero Eileen se acercaba con rapidez a la sombra del parasol de plástico con anuncio de Cinzano o Pernod donde los chicos ponían cara de pocos amigos y dirigían miradas Ray-Ban hacia cipreses lejanos o una cala azul —igual que Peter— y las chicas se morían de ganas de intercambiar datos sobre los compañeros de clase a los que habían encontrado recientemente (Eileen vio o tuvo noticias de hasta treinta y cinco de ellos, hasta tal punto la costa Azul era aquel año una recompensa popular para los egresados de Harvard), mientras que Peter, después de cruzar la plaza, tomaba el sol sobre un bloque de mármol labrado por esclavos romanos.

Peter, a decir verdad, tenía un aspecto muy europeo, y Eileen sabía que dominaba el francés. Pero cuando se sentaban en un café y llegaba el camarero, Peter se hacía el sueco y movía un poco los labios sin decir nada, y el camarero, como no era vidente, miraba a Eileen, que decía: «Uncafei por moi, ei an Pernod por lui» y luego, susurrando a Peter con un deje de exasperación, en cuanto el camarero se alejaba: «¡Tienes que decirle lo que vas a tomar!». Ante lo cual la cara de Peter adoptaba una sonrisa tan violenta, burlona y temerosa, que Eileen acababa teniéndole lástima. Le besaba en la oreja, le alborotaba el pelo, le frotaba la pierna y le decía que le amaba. Seguía luego un silencio, mientras la cara de ella se anublaba.

—¿Tú me quieres?

Peter sonreía con más violencia aún, se inclinaba sobre la mesa y le daba un beso a la francesa no muy bienvenido, y todo ello sin haber abierto la boca para hablar desde que se habían sentado.

Por la tarde iban a la playa. La pregunta de Eileen una vez allí era siempre la misma: ¿Debía o no debía? Era una isla de recato suburbano-estadounidense en un mar de eurocarne: mamas normandas, genitales belgas sombreados por michelines belgas, tetas holandesas que eran pequeñas y juguetonas, penes parisinos no circuncidados que ella estudiaba con astuta e impotente fascinación. Peter se reclinaba sobre los codos y contemplaba las olas color esmeralda más allá de sus bermudas de surfista y sus pies bronceados, mientras ella trataba de decidirse.

—Voy a hacerlo —dijo finalmente.

Peter bostezó.

—Es lo que dijiste ayer.

—Pero hoy va en serio.

Él siguió mirando las olas.

Pasando las dos manos a la espalda, Eileen sujetó el corchete de la parte superior de su bikini. Estuvo así unos cinco segundos.

—¿Tú crees que debo?

—Piénsalo bien —dijo él—. Es una decisión importante.

—No voy a hacerlo —concluyó ella con un puchero.

Él contempló las olas. Ella le tiró arena. Él se sacudió pasándose ligeramente los dedos por la piel, como si fuera un disco que no quisiera rayar. Cuando la miró, Eileen estaba incorporada sobre la toalla, con el mentón dirigido al sol y la parte superior del bikini a su lado en la arena. Apenas se hablaron hasta llegar al hotel, pero una vez allí Peter le manoseó el cuerpo ardientemente, lamiéndole los pechos y montándola, tembloroso como un perro en celo mientras ella sonreía al techo, incapaz de imaginar mayor felicidad.

Por la tarde, al día siguiente, Eileen anunció:

—No voy a hacerlo.

Un resplandor blanco de cromados de coche y cucharillas de cafetería y Ray-Ban ajenas había estado taladrando su cabeza desde el desayuno. En la habitación del hotel hacía mucho calor y la cama despedía antiguos vapores etílicos; además, estaba casi convencida de que tenía una infección de orina.

—Es cosa tuya —dijo Peter, contemplando las olas.

Ella se mordisqueó una uña y pestañeó malhumorada.

—¿Tú crees que debería?

En Estados Unidos Peter era un comprador ávido y experto, más seguro que Eileen de qué consecuencias tenía una mezcla de 70/30 poliéster y algodón, y más paciente que ella a la hora de ir de tienda en tienda hasta dar con la camisa o los zapatos adecuados. En Europa, sin embargo, salir de compras le parecía simplemente la peor de las muchas maneras de ponerse en evidencia. Cuando Eileen entraba en una tienda, él esperaba un minuto entero antes de seguirla y luego hincaba la rodilla cerca de la puerta para atarse y volverse a atar los zapatos como si sólo hubiera entrado porque tenía flojos los cordones. Hojeaba las ediciones en francés de las guías turísticas. (Así creía tener aspecto de francés). Si Eileen le hacía una pregunta, su respuesta era una mirada Ray-Ban de no saber de qué le estaba hablando. Dirigía la vista hacia la puerta de la tienda como si los pensamientos de cualquier francés que hubiera podido entrar allí estuvieran centrados en salir cuanto antes. (Pero muchas veces las tiendas estaban repletas de franceses que asociaban souvenirs horteras a batallas históricas o a la antropología de la Provenza, y que gastaban a manos llenas).

—No está mal —murmuraba, sobre una idea para un regalo, con la vista fija en la puerta.

—¡Si ni siquiera lo has mirado!

—Confío en tu buen gusto —los labios inmóviles, la vista fija en la puerta.

El regalo de Louis fue el que más quebraderos de cabeza dio a Eileen. El día que él y su amiga habían ido a cenar a su casa, se le había olvidado mencionar que Peter y ella estaban a punto de marcharse a Francia. De hecho, normalmente evitaba informar a Louis de los planes y de las adquisiciones que hacía; siempre esperaba que él no llegara a enterarse, claro que también sabía que, al final, Louis se enteraba de todo. Descubriría que mientras él estaba buscando trabajo y pasando calor en Somerville con una novia que Eileen consideraba terriblemente vieja para él, su hermana había estado regalándose cenas de cinco platos en el sur de Francia. Se sentía por tanto obligada a llevarle algo bonito. Al mismo tiempo, se imaginaba ya a Louis haciéndola sentir como una estúpida fuera lo que fuese que decidiera comprar, porque, no en vano, él sí había vivido en Francia.

—Coñac —sugirió Peter.

—Ha de ser algo de Provenza.

—Pues vino —dijo Peter.

—Tengo que pensarlo. Tengo que pensarlo bien.

Pero los días transcurrían muy rápido, el tiempo volaba como sólo lo hace el tiempo, y Eileen no parecía capaz de dar con el regalo adecuado. Por fin, camino del aeropuerto de Niza, entró precipitadamente en una tienda y le compró a Louis un cuchillo grande.

En Back Bay había un mensaje de él en el contestador, diciéndole que le llamara a su antiguo número. La persona antipática que contestó en su antiguo apartamento le dio otro número de teléfono, y cuando Eileen lo marcó resultó ser el de Beryl Slidowsky, la amiga de Louis, en cuyo sofá, según explicó él, había dormido las últimas noches.

—¿Qué ha pasado con Renée? —preguntó Eileen, con más inocencia que malicia, aunque de hecho no lamentaba que él y ella ya no vivieran juntos.

—Es algo que estoy investigando —dijo Louis.

—Ah. Tratas de volver con ella.

—Trato de recuperarla.

—Oh, vaya. Pues que tengas suerte.

Louis dijo que en casa de Beryl estaba de más. Preguntó si podía pasar unas cuantas noches en Back Bay. En cualquier caso, aseguró, no sería por mucho tiempo.

—Hum —dijo Eileen—. Supongo que sí. Pero si no te llevas bien con Peter, va a ser un palo.

—Confía en mí —dijo Louis.

Se presentó tarde el día en que ella se había estrenado en el banco. Esperando a Peter, que no había vuelto aún del trabajo, Eileen se había bebido media botella de Pouilly-Fumé. Cuando fue a abrir a Louis retrocedió al instante, como si el suelo hubiera experimentado una fuerte y repentina inclinación. Era increíble lo que había cambiado su hermano en tres semanas. Vestía sus tejanos negros y camisa blanca de rigor, pero se le veía más alto y más mayor y más ancho de hombros. Se había hecho cortar el pelo de tal manera que lo poco que le quedaba era oscuro y aterciopelado, y por algún motivo no llevaba gafas. Estaba chupado de cara, las mejillas con barba de casi una semana, los ojos hundidos y brillantes en ausencia de lentes, y debajo de ellos unos satinados semicírculos grises de fatiga.

—Me he puesto así de morena en Francia —dijo Eileen en voz demasiado alta. Fue lo primero que se le ocurrió.

—Sí, ya me he enterado de que estuviste allá —dijo Louis sin interés.

—¿Y tus gafas?

—Alguien me las pisó.

—¿Has cenado?

—Si no te importa —dijo él—, creo que prefiero estar a solas un rato. Saldré más tarde.

A las once todavía no había salido. Eileen dejó a Peter en la cama con las noticias y llamó a la puerta del segundo dormitorio. Louis, sin camisa, estaba encorvado sobre la mesa que había en el cuarto, escribiendo en una libreta. Eileen pudo leer el encabezamiento: Querida Renée. Él no hizo intentos de taparlo.

—Te traje una cosita de Francia —dijo Eileen. El jet lag, el alcohol y los terrores del primer día en su nuevo empleo habían conspirado para dejarle unos ojos saltones y una piel de un brillo enrojecido. Le pasó a Louis el estuche.

Él frunció el ceño:

—Es un cuchillo muy bonito. ¿Lo compraste para mí?

—Para tu cocina. Tienes que darme un centavo a cambio. Es lo que dice la superstición. Si no lo pagas, trae mala suerte.

Obediente, sin prisas, sacó un centavo del bolsillo y se lo tendió a Eileen. Pero ella se había ido hacia el sofá cama futón. Estaba mirando la bolsa de nailon de Louis, que ahora parecía ser del tamaño justo para albergar todas las posesiones que le importaban.

—Estás deshecho por lo de Renée, ¿verdad?

—Sí —dijo Louis.

—¿Quieres explicarme lo que pasó?

—Creo que no.

—¿Quieres que haga algo? Podría intentar hablar con ella, si tú quisieras.

—No pasa nada.

Ella asintió; pero fue más bien como si su cabeza se hubiera vencido hacia el frente. Se quedó mirando al suelo y habló con voz temblorosa y grave:

—Sabes, Louis, eres superguapo. Hay cantidad de chicas que te considerarían guapísimo. Además eres listo, independiente, fuerte, interesante, y harás todo lo que te propongas. Montones de chicas querrán salir contigo, ya verás. Volverás a ir a Europa y serás un tío seguro de sí mismo. Tu vida va a ser un éxito, ¿lo sabías? —le miró con aire acusador—. Yo antes te tenía lástima. Pero ya no. Sé que estás deshecho, pero ya no siento lástima. Así que procura estar bien. Quiero decir, ojalá puedas volver con ella, pero si no es así tampoco se acaba el mundo.

Louis la miró con la tristeza sumisa de un perro que sabe que ha roto algo pero no quería hacerlo. Eileen apoyó la mano en el tirador, sin girarlo, sólo asiéndolo como quien da la mano a su madre.

—No sé por qué me haces sentir tan mal.

—Yo no estoy haciendo nada —dijo Louis.

—Me haces sentir fatal —insistió ella—. Me haces sentir que soy una mierda. Toda la vida has hecho lo mismo, toda la vida —había roto a llorar—, y yo no quiero sentirme mal. Prefiero que no te quedes. Quiero que te busques otro sitio. Ahora he de ir a trabajar cada día. He de ir a ese asco de banco espantoso todos los días, sin vacaciones durante diez meses, y si quiero un ascenso he de trabajar de noche y los sábados. Y es que no quiero que me hagas sentir tan mal. Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras, pero sólo quería que lo supieras.

—Me iré ahora mismo —dijo él con calma.

—No. Tienes que quedarte. Me sentiré culpable si te vas. Pero no quiero verte aquí. No sé lo que quiero —descargó un pie contra el suelo—. ¿Por qué de repente soy tan desdichada? ¿Por qué me haces esto?

—Me marcho.

Ella giró en redondo y, con la cara encendida, cárdena, se inclinó hacia él y le gritó:

—¡Tú te quedas aquí, entiendes, te quedas aquí y no vas a ninguna parte! No te puedes ir. No tienes donde caerte muerto. Te quedas porque eres mi hermano y porque no quiero que te vayas. Si te vas, no te lo voy a perdonar nunca, jamás.

Sonó un portazo y Louis se quedó solo en el cuarto, apretando el centavo que no le había dado a Eileen.

Procuraron evitarse durante tres días. Ella se marchaba antes de que Louis se hubiera despertado y él volvía de buscar trabajo, o así lo creía ella, a las ocho o las nueve de la noche y se iba directo a su cuarto. El jueves por la tarde Eileen se sintió otra vez atractiva y llena de remordimientos. Llegó a casa con su flamante cesta francesa llena de comida y le sorprendió encontrarse a Louis en la sala de estar. ¿Era posible que se hubiera pasado el día mirando la tele y no buscando trabajo? Llevaba otra vez las gafas y estaba sentado en el sofá con la cabeza gacha y las manos juntas frente al equipo de vídeo, que no emitía ningún sonido.

—Espero que no hayas cenado —dijo ella.

Louis no dio señales de haberla oído. Miraba la pantalla color pizarra y frotaba los pulgares entre sí.

—¿Ocurre algo? —dijo ella, que empezaba a irritarse.

Él abrió la boca, pero sólo le salió silencio.

—Bueno, voy a preparar una cena estupenda —dijo Eileen—, conque espero que estés dispuesto a comer.

Justo cuando entraba en la cocina Eileen oyó abrirse y cerrarse la puerta principal. Encendió el televisor de la cocina y metió un pollo en el horno (en Francia había aprendido que podías poner carne caliente en las ensaladas: poulet, canard, etcétera), y durante varios minutos, al oír la noticia en Canal 4, olvidó qué estaba haciendo y en dónde se encontraba.

fue abatida a tiros en lo que la policía califica del peor estallido de violencia antiabortista hasta el momento. Penny Spanghorn se encuentra ahora, en vivo, en la escena de este trágico atentado. ¿Penny?

Sí, Jerry, esta tarde Renée Seitchek acudió a la clínica New Cambridge Health Associates en Cambridge, frente a cuya puerta la llamada Iglesia de la Acción en Cristo había situado el último de sus piquetes ilegales. La policía detuvo a doce manifestantes por acosar a Seitchek. Hacia las cinco la doctora Seitchek salió de la clínica y habló a los periodistas en lo que según parece fue un enfrentamiento muy emotivo. Declaró que se le acababa de practicar un…, bueno, que había puesto fin a su embarazo. Por lo que parece, ha pagado un trágico precio por estas palabras. Sobre las cinco y media Seitchek regresó a su casa aquí en Pleasant Avenue, Somerville, donde fue recibida por una salva de disparos. El agresor, que no ha sido identificado, estaba dentro de un coche aparcado al otro lado de la calle. Poco después de las seis Canal 4 recibió una llamada anónima de un grupo extremista que reivindicaba el trágico atentado, y cito: «Ojo por ojo, diente por diente». La policía de Somerville dice que recibió una llamada similar aproximadamente a la misma hora

Eileen miró pasmada a Penny Spanghorn en la pantalla. Estaba llorando sobre el centrifugador donde tenía la rúcula y el radicchio —llorando no sólo por Renée y por Louis sino también por sí misma— cuando Peter llegó del trabajo. Le contó que Renée se encontraba en estado crítico con heridas graves en el pecho y el abdomen.

—Mierda —dijo él, palideciendo—. Es horrible, ¿no?

—Es espantoso. Todo es tan espantoso…

—Es realmente horrible, la verdad.

La Iglesia de la Acción en Cristo, dijo Philip Stites, condena el cobarde atentado perpetrado contra Renée Seitchek esta tarde. Nosotros deploramos cualquier tipo de violencia humana, ya sea contra un feto o contra cualquier ciudadano de la Commonwealth. Renée Seitchek es una mujer concienciada y una criatura de Dios. Sus heridas nos duelen, y hacemos extensiva nuestra más profunda condolencia a su familia y amigos y nos sumamos a ellos en nuestros rezos.

Era más de medianoche cuando Eileen y Peter, mirando sin escuchar a Arsenio Hall en su habitación refrigerada, oyeron entrar a Louis. Eileen fue a verle. Se había puesto su camisón favorito, un jersey extragrande de algodón, marca Bennington.

Louis estaba sentado en el suelo de su habitación, aplicando un kleenex doblado a las ampollas abiertas que le cubrían ambos pies. Su camisa empapada de sudor estaba salpicada de sangre y se le pegaba al pecho. Sus zapatos negros, llenos de polvo y medio destrozados, yacían cerca de él. Aparentemente, no se había puesto calcetines.

—¿Estás herido? —dijo Eileen.

—Han disparado a Renée —respondió él con un hilo de voz.

—Ya lo sé. No puedo dejar de llorar.

—Han disparado a Renée.

—Pero se encuentra bien. Han dicho que estaba bien —aunque esto no era del todo exacto. Canal 4 sólo había dicho que aún seguía con vida.

Louis se tocó la carne viva de los pies, arrancándose la piel con los dedos. Eileen, que le miraba, sintió como si se hubiera caído y nadie fuera a ayudarla. Aunque Louis y Renée estaban sufriendo mucho más que ella, le parecía que se hubieran compinchado para privarla de una herencia. Sintió un acceso de celos y de ira a la luz del cual vio que había un criterio establecido de bondad en el mundo, un ideal que ella estaba muy lejos de alcanzar. Louis continuó apretando con las uñas de sus pulgares sus llagas color caramelo sin otro objeto que el dolor que aquello le proporcionaba. Ella sabía que debía quedarse a su lado y consolarle, pero no podía soportar verle haciéndose eso en los pies, de modo que lo dejó a solas, se fue a acostar con Peter y dejó que la culpa y la oscuridad se la tragaran.

Había bajado las escaleras y salido corriendo a Marlborough Street. Las líneas gemelas de casas adosadas que se extendían hacia el oeste enmarcaban un sol amarillo cuyo plasma se había condensado en gotas sobre arbustos verdes empapados por la tormenta, en cuentas humeantes sobre los capós de los coches, en brillantes láminas sobre el asfalto. Desde un sótano, un superradiocasete vibraba con el estrépito y la disonancia de los Sonic Youth. Corriendo, vio las botas de baloncesto rojas y los monopatines negros de estudiantes urbanos, los pies de conejillo blanco de mujeres con calzado de oficinista, los tacones altos y los mocasines de agentes inmobiliarios, las patas de perro, las botas sin cordones y apenas suela de hombres sin domicilio fijo. Tintinearon llaves y se cerraron puertas de coche. Un hombre (tuvo que ser un hombre porque casi ninguna mujer sabía hacerlo) silbó.

Subió corriendo por Mass Avenue y cruzó el río, que probablemente acababa de pasar muy crecido, llevándose todos los barcos de alquiler y la basura empapada de un McDonald’s hacia el sumidero del puerto de Boston y dejando a su paso un olor acre a agua dulce terrosa. Se abrió paso entre la multitud indolente vomitada por el metro de Central Square, dejó atrás el batallón de volvos y subarus que pronto se llevarían pollos de granja y pepinillos del Bread & Circus de Prospect Street, y siguió corriendo entre la densidad de población que rodeaba Inman Square, donde inmigrantes portugueses y obesos nativos de Cambridge casaban tan poco con estudiantes de Literatura Comparada de Harvard como el aceite de oliva Pastene Brand con agua mineral Poland Spring, y los silenciadores goteaban o rascaban la calzada y había sospechosos sedimentos negruzcos en cada charco, y un joven rubio con barba y gran pañuelo color lavanda al cuello iba por el centro de la acera cantando «Sugar Magnolia» a voz en grito.

Cuando atravesó Union Square el sol ya había bajado hasta unas nubes, dejando un crepúsculo húmedo que olía a tubo de escape y a fruta estropeada. Subió renqueando por Walnut Street, estirando el cuello, los pies apenas levantados sobre las juntas de la acera, el corazón trabajando al límite de su potencia, fútilmente, como si con el calor la sangre se hubiera vuelto demasiado tenue para bombear. Casi en lo alto de la loma empezó a cruzarse con coches que habían aminorado la marcha para sortear o mirar boquiabiertos los furgones de Canal 4 y Canal 7 aparcados casi en la esquina de Pleasant Avenue. Un coche patrulla bloqueaba el acceso a la calle. Un segundo coche patrulla y el menos conspicuo sedán del jefe de policía de Somerville estaban del otro lado de la cerca de cadena del número siete y su carga de madreselva y cinta policial. En la otra acera un agente estaba sacando fotos de la zanja, en la cual, como se explicaban unos a otros los mirones, habían aparecido algunos casquillos de bala. Un inspector estaba pasando a una tablilla con formulario incorporado las serias declaraciones de dos chicos, uno flaco y otro gordo, que Louis reconoció como el contingente varón de los que se pasaban veinticuatro horas haraganeando en el porche de la casa de enfrente.

—Uno-setenta-y-seis D V N, verde y blanco —estaba diciendo el más obeso—. Lo he podido anotar, mire, uno-setenta-y-seis D V N. Aquí lo tengo. Uno-setenta-y-seis D V N.

Todo Pleasant Avenue se había congregado frente a la escena del crimen. Había endo y ectomórficas adolescentes que hacían globos de goma de mascar grandes como cabezas de bebé, silenciosos trabajadores con quemaduras de sol color whisky y labios fruncidos de resignación. Había madres cultas con Jessicas y Alexes en brazos, cabezas de familia talla 18 cuya dura visión del mundo acababa de ser confirmada por el dramático suceso, un par de mormones albinos gemelos con sus carteras y un cuarteto de africanos larguiruchos en pantalón corto brillante y medias hasta la rodilla, el más pequeño de los cuales sujetaba una pelota de fútbol. Tan pronto como pudo recuperar un poco el resuello y calmar el temblor de sus rodillas, Louis se abrió paso hasta la cinta policial. Por la puerta entreabierta del número siete vio la sangre en el piso de cemento, diluida y manchada por la lluvia como una acuarela roja. Vio sangre que oscurecía los bordes de los charcos triangulares formados en las esquinas de los cuadrados de la acera. Vio una franja de sangre moteada y tenue en el escalón de hormigón inferior. Un poli que estaba hablando con la sombría Penny Spanghorn y su compañero de la cámara gesticulaba teatralmente con los brazos, apuntando con el dedo como si fuera un arma.

—¿Adónde la han llevado? —preguntó Louis.

—Al hospital de Somerville —replicaron varios policías a la vez.

Llegaban faros de los coches que se dirigían al este por Highland Avenue, pares de puntos de un blanco puro que parecían surgir del cielo de sangre sobre la lejana Davis Square. Más allá de las oscuras travesías y de los árboles oscuros con ramas que se movían lánguidamente y de farolas en la fase inicial de encendido, el hospital se proyectaba desde la ladera de la loma central de Somerville como un petrolero en el crepúsculo, las ventanas iluminadas y erizado de antenas en su torre como de puente mandando señales de vida y vigilancia sobre el profundo océano oscuro. Delante de Urgencias, en el aparcamiento, el sistema hidráulico de un furgón de Canal 5 ronroneaba al replegar su antena parabólica.

El pequeño vestíbulo del hospital estaba amueblado con rectángulos de espuma tapizados de azul eléctrico. Howard Chun estaba repantigado en uno de ellos. Tenía sangre en las rodilleras de su pantalón de marino y manchas brillantes en los muslos, donde, como un carnicero, debía de haberse limpiado las manos.

—¿Dónde está Renée? —dijo Louis.

Howard señaló con la cabeza hacia el interior del hospital. «Quirófano», dijo. Se levantó y empezó a pasearse por la zona de espera, arrancando una hoja de una planta, haciendo flexiones verticales apoyado en las ventanas, parando para hincar sus rodillas sucias de sangre en la espuma de varios rectángulos y contándole a Louis lo que había visto. No parecía alguien que amara o conociera a Renée ni que estuviera pensando especialmente en ella. Era como un adolescente que no hubiera visto más violencia que la del cine, y se sintiera impulsado a repetir aquella cosa horrible que acababa de ver, a transmitir el impacto a Louis, a impresionar o torturar o perjudicar a alguien que no había estado presente y que, sin duda, sí la amaba y podía imaginarse todos los detalles que se ahorraba contar.

Renée yacía sobre el costado al pie de los escalones del número siete. Tenía las piernas encogidas y las muñecas cruzadas sobre el pecho y la sangre empapaba sus tejanos a la altura de una rodilla y había más sangre sobre el antebrazo que ella se había llevado al estómago. Los chicos del otro lado de la calle habían llamado ya al 911 y estaban detrás de Howard, dándole consejos contradictorios y especiosos. Renée emitía gemidos solitarios, agudos y sentidos, como una niña realmente enferma. Su cara era del color de la grasa fría de beicon en una habitación húmeda. Dijo «Howard» y «Llama a alguien» y luego «Me duele, me duele». Después dejó de hablar, respirando ruidosamente por el esternón, y los sanitarios sacaron a Howard de allí; sus anchas espaldas varoniles embutidas en sendas camisas blancas empequeñecieron el pequeño fardo de menguante vida femenina mientras intentaban comprobar su estado. Le dieron oxígeno por la nariz y la enchufaron a un monitor portátil. Intercambiaron datos verbalmente, presión sanguínea 80/50, pulso 120, respiraciones 36. Un lóbulo de sangre se extendía cual marea por el cemento, dotado de una especie de hervor producido por la lluvia. Preguntas: ¿Podía respirar? ¿Tenía sensibilidad en las piernas? ¿Dónde le dolía? Ella pestañeó y respingó al recibir las gotas en sus ojos. Con voz tímida, como si osara molestarlos sólo porque parecía importante, les preguntó si se iba a morir. Un camisa blanca le dijo: «Se pondrá bien». Dijo: «¿Tienes el Ringer’s[28]?». Mientras la policía recogía nombre y dirección de Howard, Renée fue subida a la ambulancia con un gota a gota de diámetro grande en cada brazo. Le habían cortado la camiseta, el sujetador y una pernera del pantalón; una gasa cuadrada bajo su seno derecho iba empapándose de su sangre. Howard se quedó sentado con las rodillas casi en la cara y la mano sobre la frente mojada y gélida de Renée mientras la sirena empezaba a sonar, subiendo esperanzada de tono y de volumen. Los tubos de plástico transparente se meneaban debido a las irregularidades y ondulaciones de Highland Avenue. Un camisa blanca dijo: «Lo estás haciendo muy bien, Renée». Pero no obtuvo más respuesta de ella que un castañeteo de dientes.

—¿Y sabes lo que hacen? —dijo Howard. Rebotó en un rectángulo azul y observó a Louis esperando una reacción—. Pues agarran un tubo, uno con la punta afilada, y se lo clavan entre las costillas. Ella está despierta pero se lo meten igual. Entonces empiezan a succionar. Yo la oí cuando se lo hacían. La policía estaba allí, lo oímos.

Miró de nuevo a Louis, cuya cara ya no estaba colorada de la carrera, pero sudaba más que nunca. Jadeó y siguió temerosamente a Howard con la mirada como si éste le hubiera estado sometiendo a tortura física.

—¿La odias? —dijo.

—Luego se la llevan al quirófano —dijo Howard.

—Pregunto si la odias…

Howard torció el gesto:

—¿Tú qué crees?

Louis no soportaba su presencia, no soportaba oír una más de sus lacónicas frases con acento coreano.

—Ojalá no existieras —dijo.

—Han empezado a las seis y media —dijo Howard.

Louis metió los dedos tras los cristales de sus gafas y se frotó los ojos. Un campo repulsivo lo propulsó hacia las puertas automáticas, pero al pasar junto a Howard se dio la vuelta y le descargó los dos puños en las costillas, propinándole un empujón con el que pretendía hacerle caer al suelo. Pero Howard tenía mucha inercia. Se tambaleó por momentos y evitó caer justo cuando Louis se abalanzaba sobre él y recibía, inesperadamente, un fuerte bofetón en la mejilla izquierda y luego otro en la derecha. «¡Ay!», dijo buscando puntos de referencia, como un ciego, al salir volando sus gafas. Howard le aventajaba en estatura. Eso le permitía dar empujones a Louis en la cabeza, clavículas y hombros, rechazarlo cada vez que el otro le embestía, buscar refugio detrás de unos rectángulos. «Para de una vez», dijo en un tono gruñón y pedante. Louis le agarró de la camisa y consiguió alcanzarle un par de veces en la barriga. Howard le zurró las mejillas con las manos abiertas, pero aquí intervino la mayor tolerancia al dolor de Louis, que aguantó los bofetones cada vez más importantes y consiguió tumbar a Howard sobre uno de los rectángulos y luego de espaldas para finalmente, gruñendo del esfuerzo, inmovilizarle los brazos con sus rodillas y machacarle las mejillas, la nariz, las orejas y los ojos, pero no prestó suficiente atención a los brazos de Howard, uno de los cuales consiguió escapar de la llave y le propinó un tremendo golpe en la sien, que fue seguido por una espantosa e insoportable pérdida de la respiración cuando un tercer elemento, al grito de «¿Qué puñetas está haciendo?», medio lo estranguló para separarlo de Howard, poniéndolo de pie y amenazándolo con izarlo todavía más hasta que el otro quedó colgando como un saco.

—¿Qué puñetas está haciendo? —repitió—. Aquí hay enfermos, aquí hay heridos. Mire lo que le ha hecho a este pobre hombre. Debería caérsele la cara de vergüenza, a quién se le ocurre una cosa así.

La nariz de Howard era como una jarra, modosita cuando estaba tendido de espaldas pero derramando un chorro de sangre a la moqueta en cuanto se incorporaba.

—¿Todavía no se le ha pasado? ¿O se va a calmar un poquito?

—Estoy bien —boqueó Louis, en su papel de saco.

—Maldit… —dijo el hombre, soltándolo. Se arrodilló junto a Howard, abrió un pañuelo de una sacudida y se lo aplicó a la nariz—. Apriete, apriete.

Louis enderezó la montura de sus gafas, que eran nuevas y le habían costado la mayor parte del dinero que su padre le había dado cuando se fue de Evanston. Al ponerse las gafas pudo confirmar que el hombre que le había medio estrangulado era Philip Stites. Gotas de sangre howardiana manchaban los pantalones caqui del reverendo, el cual miró a Louis con reproche y luego hizo una segunda toma: la expresión ahora más dulce mientras se esforzaba por ubicarlo con su mirada de gafas de concha.

Noticias con Intríngulis… —dijo Louis.

—Ah. El Anticristo. ¿Ha encontrado otro trabajo?

—Qué va.

—Vaya, lo lamento de veras —dijo Stites con sospechosa facilidad, perdiendo el interés. Se puso de pie y peinó hacia atrás sus satinados cabellos color barba de maíz—. ¿Por casualidad alguno de los dos ha venido a ver cómo se encontraba Renée Seitchek?

Ni Louis ni Howard respondieron. Howard estaba reclinado en un rectángulo y se estrujaba la nariz como si la salita apestara. Levantó unos ojillos enrojecidos y miró hacia Louis con esa intimidad que sólo comparten los amantes y demás personas que se revuelcan por el suelo.

—¿A usted qué le importa? —dijo Louis a Stites.

—¿Debo tomarlo como una respuesta afirmativa?

—Como le dé la gana —dijo Louis—. ¿A usted qué le importa?

—Mire. Creo que la pregunta es bastante oportuna. Puedo decirle que vi a Renée hace un par de noches y que la he visto hoy, y creo que lo que ha pasado es horrible. Quiero rezar por ella. Y quiero saber si vive.

—Pregunte en información.

—Ahora caigo —como el matón que ha olfateado a un ser débil, Stites tomó conciencia plena de la presencia de Louis. Se le aproximó con la misma provocadora, decidida y posiblemente miope inclinación de cabeza que el propio Louis adoptaba cuando creía tener cierta superioridad moral sobre otro—. Usted debe de ser el novio.

—Ya puede hablar, que yo no tengo por qué escucharle —dijo Louis.

—Debe de ser el novio que Renée me mencionó el lunes, y del que estuvo hablando hoy ante los periodistas.

Louis se puso un poco blanco, pero no dio su brazo a torcer.

—Hoy —dijo—. Ya. Se refiere a cuando los suyos la llamaban asesina.

—El lunes —Stites levantó la voz—, cuando me explicó que no deseaba seguir viviendo por culpa de un hombre que le había hecho mucho daño. Y hoy, cuando dijo que estaba enamorada de un hombre y que quería casarse con él y tener hijos, y no vi que hubiera ningún hombre a su lado. Y me figuro que usted es el hombre en cuestión. ¿O no?

Louis escrutó las gafas de concha del reverendo, bañadas en luz.

—No me hará sentir más culpable de lo que ya me siento —dijo.

—Eso es asunto suyo, señor Anticristo. Yo sólo he dicho por qué estoy aquí.

El supuesto hombre de quien Renée había estado enamorada y con quien había querido tener hijos se alejó de Stites. Consciente de un impulso por redimirse a ojos del ministro de Dios, fue a agacharse junto a Howard.

—Perdona —dijo.

Howard le dedicó otra mirada enrojecida e íntima, y no dijo nada.

Stites se había alejado por el pasillo. Louis lo encontró sentado en un sofá en una diminuta sala de espera de la UCI con un televisor montado en el techo.

—¿Qué dijo de mí? —preguntó desde la entrada.

Stites no desvió la vista del televisor.

—Ya se lo he dicho.

—¿Dónde fue donde la vio?

—En Chelsea.

—Renée quería que le quitara de encima a sus partidarios.

—Sí, para eso vino. Pero no fue ésa la razón de que se quedara.

—¿Cómo?

Stites sonrió al televisor:

—¿A usted qué más le da?

Louis miró al suelo. No era la primera vez que sentía que amar a Renée estaba fuera de su alcance.

—Joddy bateando a trescientos cincuenta y cinco en los últimos ocho juegos —dijo el televisor—. Tiene cuatro base hits en su último turno de bateo.

—Se quedó y estuvimos hablando —dijo Stites—. Después se marchó. ¿Usted dónde estaba?

—La dejé. Le hice daño.

—Y ahora está gravísima y usted decide que le parece que lo siente.

—Eso no es verdad.

—¿Cómo se llama?

—Louis.

—Louis —Stites apoyó los brazos en la parte superior del sofá y los pies sobre una mesita baja—. No soy su rival. Le seré franco, he pensado mucho en ella. Pero yo no le interesé como hombre. Renée le era totalmente fiel. No sé qué habría pasado si usted no existiera. Pero sí existe, de modo que…

—Si yo no existiera usted tendría que explicarle por qué uno de sus forofos la cosió a tiros por haber tenido un aborto.

—Ese individuo no era de los nuestros —dijo categóricamente Stites hacia la pantalla, donde el bateador de los Red Sox trataba de responder con un golpe muy liviano.

—¿Y eso de «ojo por ojo»?

—No me lo creo —dijo Stites—. Para nada. No es así como trabajamos, ni siquiera los peores del grupo. Francamente, antes pensaría que lo hizo usted.

—Hombre, gracias.

—Aquí la pregunta es: ¿quién más sería capaz de una cosa así? ¿Se le ocurre alguna idea?

Louis no respondió. En la pantalla del televisor un Volvo se estrellaba contra un muro de bloque de cenizas, y un matrimonio de plástico y sus calvos hijos de plástico, vivos y sin rasguños, volvían a acomodarse tan tranquilos en sus asientos.

—¿Cómo es ella? —le preguntó Stites—. Me refiero en la vida diaria.

—No lo sé. Neurótica, ensimismada, insegura. Un poco mala. No tiene demasiado sentido del humor —frunció el entrecejo—. Es una gran profesional. Buena cocinera. No hace nada sin antes pensarlo bien. Y también es muy sexy, a su manera.

—Buena cocinera, ¿eh? ¿Qué cosas suele preparar?

—Verdura, pasta, pescado. No le gusta comer carne de vertebrados grandes.

En el Sahara, dos chicos medio muertos de sed eran rescatados por una furgoneta de Budweiser dentro de la cual viajaban hermosas muchachas en bañador, tejanos cortados y ceñidos y camisetas de tirantes. Todo el mundo bebía el producto. Las chicas tenían los pechos firmes y redondos y el vientre plano y duro y la cintura estrecha dentro del maillot de licra. Sus extremidades despedían humedad como frescas y embriagadoras latas de cerveza. Los jóvenes inundaban vertiginosos escotes con una manguera de incendios, zurraban traseros con el chorro blanco de la manguera. Aquel tentador producto bebestible estaba perdiendo inhibiciones. A diez metros de distancia, en la mesa de OR número uno, un urólogo que respondía por doctor Ishimura estaba cosiendo la parte donde Renée había tenido el riñón derecho, y un cirujano de nombre doctor Das estaba aspirándole la sangre.