13

La región, según los primeros colonos ingleses que la vieron, más parecía un amplísimo parque verde que una tierra virgen. Desde las playas rocosas hasta donde un hombre podía llegar en una semana, se extendía un bosque donde abundaban ciervos, alces, osos y zorros; codornices, urogallos y pavos salvajes tan inocentes y tan abundantes que uno podía prescindir del mosquete y cazarlos a mano. Había majestuosos pinos, nogales, castaños y robles que alcanzaban alturas inconcebibles para los europeos, y tan espaciados (como observaron algunos viajeros) que un ejército habría podido desfilar entre ellos sin dificultad. Al pie de los árboles y en los intervalos uno no encontraba zarzas ni maleza de monte, sino una mullida alfombra de hierbas baja y aromática que hacía las delicias de ciervos y alces.

En los albores del siglo XVII de nuestra era las tierras de Masathulets Bay habían sido privadas de sus árboles por indios necesitados de leña. Prados exuberantes y colinas arbustivas se extendían hacia el oeste desde la boca del río Charles hasta donde alcanzaba la vista. Podía caer la noche en pleno día cuando un millón de palomas salvajes poblaban el cielo, y en la época del desove las aguas de los arroyos se tornaban de plata, con eperlanos, esturiones, róbalos y sábalos nadando aguas arriba en tales multitudes que era como vadear por un puente. Las ostras de la bahía tenían conchas de un palmo de largo y no te las podías comer de un solo bocado. El suelo en muchos lugares era negro y sustancioso como el caviar.

Aunque los primeros ingleses que se establecieron en este parque murieron casi de inanición, se sabe sin embargo que los indios vivían como auténticos reyes, trabajando poco pues poco necesitaban, dedicados a cazar y pescar a su conveniencia. Eran los indios quienes, una o dos veces al año, provocaban incendios que se extendían rápidamente y sin peligro por enormes trechos de bosque, consumiendo zarzales y mucho monte improductivo, matando pulgas y ratones y permitiendo el crecimiento de un generoso pasto. Cuando Dios creó el Sol, la Luna y los planetas, hacía tres mil años que estos indios consideraban suya esta tierra; y otros seis mil años después era aún más parecida a un jardín que el día en que el primer ser humano puso el pie en ella.

En primavera y verano las indias se afanaban en plantar maíz en montículos, y cuidaban de él así como de calabacines, calabazas, melones, tabaco y las judías que trepaban a los tallos. Los hombres se hacían a la mar en troncos vaciados para perseguir focas y morsas y pescar el bacalao, o arponear ballenas y marsopas. Si sus troncos se hundían, como era probable que sucediera, nadaban dos horas seguidas hasta alcanzar la costa. Por todas partes donde miraban la tierra estaba llena de arándanos, fresas, grosellas espinosas, frambuesas, arándanos agrios y grosellas negras. Mujeres y niños se ocupaban de recoger los frutos y de capturar los pájaros que acudían a alimentarse. Atrapaban liebres y puercoespines y otros animales pequeños. La mayor parte del maíz y las judías que cultivaban se reservaba para el invierno, mientras que el resto lo comían junto con castañas, bellotas, cacahuetes, veneras, almejas, cangrejos, mejillones y calabazas, en fiestas que podían durar semanas enteras. Luego, cuando los ciervos y los osos estaban más gordos, los hombres se adentraban en el bosque en partidas de caza. Las mujeres llevaban las piezas a los campamentos, hacían prendas de vestir con las pieles y elaboraban la carne. Si los hombres habían tenido suerte comían hasta diez veces al día, durmiendo entre una y otra. En caso contrario, pasaban hambre sólo por el momento, pues el siguiente verano siempre traía abundancia.

Las guerras y la abstinencia de relaciones carnales mantenían un equilibrio entre la población y los productos que daba la tierra. Cuando un campo no podía producir más, los indios cultivaban en otra parte. Cuando las pulgas se hacían insufribles, los indios trasladaban sus poblados. Consideraban inútil toda posesión que no pudiera ser fácilmente transportada, o fácilmente abandonada. Y, en la medida en que vivían en un mundo donde o bien había mucha comida, o bien muy poca, y como por lo demás tenían suficiente ropa, leña, tabaco y mujeres para satisfacer todas sus necesidades, los indios jamás tenían prisa. Lo que podía esperar a mañana, esperaba. No había ratas en su mundo, tampoco cucarachas ni ortigas ni cerdos ni vacas; ni armas de fuego, ni sarampión, ni viruela, ni varicela, ni gripe, ni peste, ni sífilis, ni tifus, ni malaria; ni fiebre amarilla; ni estreñimiento.

En el apartado desventajas —como el propio Bob no dejaba de admitir— los indios no tenían esas maravillosas aceitunas negras griegas. No tenían queso azul ni cardamomos ni vinos de Burdeos ni violines. No sabían lo que era la mantequilla. Su imaginación no estaba enriquecida por la porcelana china, los manuscritos iluminados persas o la idea de un paseo en trineo a medianoche en el invierno ruso. ¿Valía la pena pagar el precio de la peste negra para saber que Júpiter tenía lunas? ¿Cambiaría alguien la Ilíada y la Odisea por la satisfacción general y estar libre de la gripe? ¿Prescindiría alguien de los utensilios metálicos de cocina y, con ellos, de la historia del mundo?

También se podría preguntar si una persona, de estar ello en su mano, elegiría no haber nacido nunca; y si, ya puestos, la hermana mayor de Norteamérica —Europa— no podría haber seguido en la oscuridad fetal de la Edad de Piedra.

Así pues, el mundo de los indios había estado dormitando (como un feto) hasta que llegaron los europeos, y los pocos misioneros y colonos lo bastante sensibles como para preguntarse por qué aquella cultura tenía que sufrir el mal trago de despertar a la conciencia —y por qué ellos, los europeos, tenían que ser instrumento de dicho despertar— debieron responder con convicción: porque así lo quiere Dios. Para estos europeos de la conciencia, dicha convicción debió ser reconfortante.

Para los demás fue pura conveniencia. «Poblad la tierra y sometedla», había ordenado Dios en el Génesis. Sus ingleses arribaron a Massachusetts y, al ver que los nativos habían desobedecido la orden —había árboles por todas partes y ni una sola cerca, ¡ni una sola iglesia!, ¡ni un solo granero!— se creyeron en el derecho de engañarlos, sobornarlos y exterminarlos. Cerdos de Inglaterra se comieron sus mejillones y la cosecha de sus campos sin vallar; armas de Inglaterra acabaron con las aves de corral y los venados. Varicela inglesa, viruela inglesa, tifus inglés aniquilaron poblados enteros dejando los cuerpos de los indios tirados en el suelo frente a sus viviendas. Caían las ramas en el bosque, esos hombres de setenta años, mujeres de treinta y niñas de tres, sin nadie que lo oyera. En el espacio de una sola generación, más del ochenta por ciento de los indios de Nueva Inglaterra murió de enfermedades europeas. Vermont quedó básicamente despoblado.

«Dios —dijo John Winthrop[25]— ha dado así el visto bueno a nuestros derechos sobre esta tierra».

Como los sombreros de fieltro y las prendas de pieles animales estaban de moda en el Viejo Mundo, los indios que sobrevivieron a las epidemias pudieron cambiar pieles de castor por cosas como teteras de cobre y anzuelos de hierro que les hacían la vida más fácil. Sin embargo, al poco tiempo iban tan sobrados de teteras y anzuelos que empezaron a hacer joyas batiendo las vasijas. Y cuando las joyas de cobre perdieron su prestigio al convertirse en algo muy corriente, los ingleses conquistaron a la tribu pequot de Connecticut, exigieron un tributo de wampum e inundaron el mercado de las pieles con esta moneda. Dado que el wampum, como el oro, era escaso, transportable y decorativo, al principio todo indio que lo atesorara se ganaba un prestigio ilimitado. Pero como cada vez había menos indios y más wampum en circulación, la inflación fue inevitable. Al poco tiempo no quedaba un solo castor en Massachusetts, Connecticut y Rhode Island, y hasta el indio menos importante llevaba collares de wampum antaño pensados para los jefes, y los traficantes de pieles cobraban en libras esterlinas la mercancía que enviaban a ultramar. Todo mercado tiene su perdedor y su ganador; por desgracia para los indios, la libra resultó ser una inversión más interesante que el wampum; y en el proceso de otorgar precios abstractos en libras esterlinas a parcelas abstractas de propiedad, los más listos entre los ingleses aprendieron a vivir de la tierra con menos esfuerzo aún que los primeros pobladores indios: comprando barato y vendiendo caro.

—Uno de los interrogantes del siglo XVII —dijo Bob— es si la economía estaba orientada hacia la subsistencia o si existía ya una mentalidad capitalista, y, si había capitalismo, hasta qué punto era complejo. La especulación inmobiliaria es un buen indicador de complejidad, y en Ipswich había un material misterioso al respecto. A tu madre le hizo muy poca gracia que yo estuviera en casa de Jack, pero pensé que era paranoia por su parte. En aquella época yo todavía era un jovencito imbécil. Incluso ahora no pongo la menor objeción a beber whisky de malta a expensas de un funcionario de la empresa. No son prestidigitadores, sabes, el whisky escocés no brota de un manantial. Políticamente, claro está, Jack y yo no podíamos ser más opuestos…

—¿Esto era en…?

—Noviembre de 1969. Yo estaba de año sabático. Sweeting-Aldren mandaba mensualmente a Vietnam unos veinte millones de dólares en agentes defoliantes, en mercancías para entrega inmediata y napalm. Como consecuencia de esto, su consejero delegado y director general adjunto había podido comprar un pedazo de historia de la Era Revolucionaria en Argilla Road por valor de un millón de pavos. Durante una semana yo me iba andando cada mañana hasta Ipswich, una población que obtuvo su carta municipal en 1630 de manos de una Corona inglesa imperialista y expansionista, una población cuyo activo más importante es su propia historia y que se enorgullece de haber sido uno de los primeros templos de la libertad de conciencia y de la revolución fiscal de los ochenta, quiero decir de 1680. Aquí, en cambio, mis alumnos expresaban libremente sus conciencias protestando contra una guerra imperialista en el sudeste asiático, descaro por el cual dudo mucho que recibieran un apoyo multitudinario en Ipswich, al menos en Argilla Road. Como tampoco en los juzgados de Salem. Diariamente durante otros cinco días me iba a Ipswich para leer expedientes de un millar de escrituras. Escrituras: ¡qué palabra![26] El hecho de que las hazañas de nuestros antepasados estén archivadas como la compra de tal o cual pasto triangular para tres bueyes primales, y la venta de dicho pasto nueve meses más tarde por doce libras y seis chelines. Esas fueron sus heroicas proezas.

—Bueno, pero ¿Krasner estaba viviendo con él?

—No, no, no. Mudarse a aquella casa habría significado el fin para ella. La habría convertido en parte de la familia.

—¿Cómo era Krasner?

Bob se sirvió escocés en un vaso pequeño. Inclinó de nuevo la botella y escanció un chorrito más, y luego otro más pequeño, como respetando un determinado límite. Luego inspiró hondo, volvió la cabeza y miró hacia la mosquitera, como el querellante cuando recuerda a su agresor.

—Grosera, vulgar, hermosa —dijo—. Tenía una gran boca de eslava, un sesgo eslavo en la mirada, melena castaño rojiza, un ligerísimo acento eslavo (al menos se comía los artículos determinados). La mujer ideal para los planes de Jack. Tenía tan mal gusto y tan malos modales que se le espatarraba sobre el regazo y se le colgaba del cuello, para que nadie pudiera llevarse a engaño respecto a su relación. Luego chasqueaba los dedos delante de las narices de Jack para que yo viera que era una mujer enérgica. Como un caballo a medio domar o cualquiera de los estereotipos por los que se pirran cierto tipo de hombres. Tenía una de esas voces que inmediatamente te hacen pensar que la mujer tiene un cuerpo con una tremenda resonancia bajo circunstancias idóneas, una voz de violonchelo. Y un cuerpo de violonchelo también, en el buen sentido: un cuerpo para el deseo. Era la clase de mujer que podía fumarse un puro con una sonrisa en la cara. Un objeto cuyo placer consistía en ser objeto. Así y todo, había algo extraño entre ellos, algo especialmente alejado del cariño, y yo pude verlo con mis propios ojos. Ella se sentaba a la mesa, le miraba fijamente y decía: «Bueno, ¿cuándo vas a nombrarme vicepresidenta?». Y él contestaba: «Cuando tú quieras», y ella decía: «Pues mañana». Entonces él se encogía de hombros y decía: «Mañana, descuida», pero ella seguía mirándolo a los ojos con su sonrisa de fumadora de habanos, como cincuenta dientes asomando en dos hileras perfectamente torneadas, y Anna decía: «¿Mañana? ¡Estupendo! Mañana me haces vicepresidenta. Mañana, nada más levantarte. Lo has dicho, ¿verdad? ¿O eres un embustero? Espero que no seas un embustero. Bob, tú eres testigo. Ha dicho que mañana me va a hacer vicepresidenta».

—Pero ¿era química o no?

Bob sostuvo el vasito a la luz. Parecía ajeno a la presencia de Louis.

—Cada dos o tres años me toca un alumno como ella. Está claro que no entienden las explicaciones, pero confían tanto en sí mismos, están tan llenos de energía animal, tan convencidos de que la historia es una jungla en la que están seguros de sobrevivir porque son lo suficientemente temerarios, seductores e importantes, que efectivamente sobreviven. Un artículo dudoso sobre el petróleo es precisamente la clase de trabajo que Anna habría conseguido que le publicaran. El trabajo puede que sea malo, pero el autor tiene tal vitalidad que resulta difícil rechazarlo.

De la oscuridad, más allá de la mosquitera, llegaban sonidos de rasgadura acompañados del tenue maullar de un gato metido en faena. Un animal más pequeño estaba siendo desmembrado.

Hacia finales del siglo XVIII alguien que recorriera los trescientos ochenta y cinco kilómetros entre Boston y Nueva York no atravesaba más de treinta kilómetros de zona arbolada. La gente llegada de Europa comentaba el hecho de que en América los árboles fueran tan escasos y tan raquíticos. Pensaban que el suelo no era fértil. Se asombraban de que los americanos desperdiciaran monte en bien de unos beneficios a corto plazo o de ciertas comodidades. En los aserraderos sólo convertían en madera los ejemplares más altos y mejor formados; todos los árboles menos perfectos eran condenados al fuego o a pudrirse solos. Las familias compraban casas grandes y mal aisladas, ya fuesen de madera o de ladrillo cocido a leña (casas, dijo Bob, como las que aún hoy hacían las delicias de los turistas), y de octubre a abril tenían lumbres encendidas en todas las habitaciones.

Un estadounidense blanco compraba tierras a los indios, y en seguida trataba de sacarles provecho: cortaba los árboles para tener madera o los quemaba para ceniza si había mucha demanda de ceniza en la zona. También podía ahorrarse trabajo matando sencillamente a los árboles y dejando que la pudrición los abatiera. Los cultivos en tierras antaño boscosas prosperaban durante unos años, pero sin árboles que capturaran nutrientes, y teniendo en cuenta que el granjero restringía sus esfuerzos a inmutables límites de propiedad, el suelo pronto se tornó infecundo. Era un mito, decía Bob, que los indios hubieran fertilizado tierras ya agotadas con pescado. La manera de que un vergel dure diez mil años es rotar los cultivos de campo en campo. Fueron los blancos quienes sembraron sábalos con sus semillas, y cuyos campos hedían de tal manera que los viajeros vomitaban en las cunetas.

Privado de libertad de movimientos, el ganado agotaba el verde como no lo habían hecho los animales salvajes. Pisoteaba el terreno privándolo de oxígeno, disminuyendo la retención de agua. En Cape Cod no había dunas de arena cuando llegaron los europeos. Las dunas se formaron a partir de que las vacas mataran el pasto original y la capa de suelo superficial se quemara.

Las tierras bajas, que los árboles al evaporar la lluvia a través de sus hojas habían mantenido secas durante milenios, se convirtieron en barrizales tan pronto se procedió a su desmonte; empezó a haber mosquitos, malaria y espinos. En terreno más elevado, sin la sombra de los árboles, el manto de nieve se fundía rápidamente y la tierra se helaba a mayor profundidad, reteniendo así menos agua cuando llegaban las lluvias en primavera. Las inundaciones estaban a la orden del día. Sin raíces y hojas caídas que estorbaran, la lluvia dejó la tierra desprovista de nutrientes. Impetuosos arroyos arrastraban la capa superficial de suelo hacia bahías y puertos. Los peces que estaban desovando se encontraban con diques y agua cuajada de barro. Pero en verano y en otoño, sin bosques que regularan el flujo de agua, todos los arroyos se convertían en torrentes secos y la tierra desnuda se cocía al sol.

Y así, aquella región cuya abundancia había mantenido a los indios y asombrado a los europeos se convirtió en menos de ciento cincuenta años en una tierra de pantanos malolientes, de vientos racheados, de granjas improductivas y panoramas sin árboles, con veranos sofocantes e inviernos crudísimos, llanuras erosionadas y puertos atascados. Una película de Nueva Inglaterra en tiempo continuo habría mostrado cómo desaparecía la riqueza de la tierra, la progresiva reducción de los bosques, la expansión del suelo estéril, todo el tejido de la vida en putrefacción, y se habría podido pensar que toda aquella riqueza se había desvanecido sin más, convertida en humo, en aguas residuales o transportada por mar hacia otros parajes.

Pero si uno se hubiera fijado bien habría visto que la riqueza simplemente se había transformado y concentrado. Todos los castores del condado de Franklin (Massachusetts) se habían transmutado en un servicio de té de plata maciza ahora en un salón de Myrtle Street, Boston. Los inmensos pinos blancos de veinticinco mil kilómetros cuadrados de Commonwealth habían formado entre todos una sola manzana de casas de ladrillo en Beacon Hill, con ventanales y una auténtica flota de carruajes, candelabros llegados de París y sofás tapizados con sedas chinas, todo ello en menos de media hectárea de terreno. Una parcela que antaño había dado sustento a cinco indios se condensaba ahora en un anillo de oro en el dedo de Isaiah Dennis, el tío abuelo del abuelo de Melanie Holland.

Y cuando Nueva Inglaterra estuvo totalmente desecada —cuando su abundancia original hubo quedado reducida a un puñado de barrios tan compactos que un dios podría haberlos ocultado a la vista con las yemas de sus dedos—, entonces los granjeros ingleses pobres que se habían convertido en granjeros estadounidenses pobres se mudaron a las ciudades para convertirse en trabajadores pobres de las fundiciones y las hilanderías que los poseedores de riqueza concentrada estaban construyendo para aumentar sus ingresos. Ahora una película en tiempo continuo habría mostrado una multiplicación de ladrillo rojo, la canalización de nuevos arroyos, la evisceración de una tierra árida en busca de arcilla y mineral de hierro, la contaminación del aire, la acumulación de cargueros procedentes de Charleston transportando algodón, la propagación de viviendas obreras, la propagación del hierro, las mareas de excrementos y orina, el exterminio de las últimas aves salvajes que cualquiera habría soñado comer, el humo de trenes que traían carne desde Chicago para alimentar a los obreros, la escarda de la tierra cultivable, la muerte definitiva de graneros y granjas a manos del recién abierto Medio Oeste, pero sobre todo: un aumento general de la riqueza. Samuel Dennis, el bisabuelo de Melanie, y sus cómplices industriales y bancarios habían aprendido a quemar no sólo los árboles de su propia era sino también los del carbonífero, disponibles ahora en forma de carbón. Habían aprendido a explotar no sólo la riqueza del suelo de su propia región sino también la de los algodonales de Mississippi y los maizales de Illinois.

—Porque en definitiva —dijo Bob—, toda la riqueza que una persona obtiene más allá de lo que puede producir por su propio trabajo nace sin duda a expensas de la naturaleza o de otras personas. Echa un vistazo. Echa un vistazo a la casa, al coche, a la cuenta bancaria, a la ropa que vestimos, a nuestros hábitos alimenticios, a nuestros electrodomésticos. ¿Podría haber producido todo esto el trabajo físico de una sola familia y de sus inmediatos antepasados y esa mil millonésima parte de los recursos renovables que les correspondía? Hace falta mucho tiempo para construir una casa de la nada; hacen falta muchas calorías para transportarse uno mismo de Filadelfia a Pittsburgh. Aunque no seas muy rico, vives en descubierto. Estás en deuda con trabajadores textiles de Malasia y con montadores de circuitos impresos coreanos y con cortadores de caña de Haití que viven seis en una sola habitación. En deuda con un banco, en deuda con la tierra de la que has extraído petróleo, carbón y gas natural que nadie le podrá devolver. En deuda con los cien metros cuadrados de vertedero que soportaran la carga de tus desperdicios personales durante diez mil años. En deuda con el aire y el agua, en deuda por poderes con inversores japoneses y alemanes. En deuda con los biznietos que pagarán tus comodidades cuando tú ya estés muerto: que vivirán seis en una sola habitación, contemplando sus cánceres de piel y sabiendo, cosa que tú no, lo mucho que se tarda en ir de Filadelfia a Pittsburgh cuando vives en números rojos.

El abuelo de Melanie, Samuel Dennis III, tenía una casa particular en Marlborough Street, una casa de veraneo al este de Ipswich, un Dusenberg Roadster y algunas deudas corrientes, y capitaneaba una familia de seis hijas —de las cuales una sola casada— cuando una etapa de lo más complicada le empujó a instalar un indicador automático de cotizaciones en su oficina de Liberty Square.

Durante décadas la oficina había sido poca cosa más que un sitio donde fumar cigarros y extender cheques a los sobrinos y sobrinas cuyos fideicomisos ejecutaba Dennis. Era el término de diversos ríos de dinero originados en las poblaciones fabriles al norte de Boston —ríos que en 1920 mostraban una tendencia a obstruirse y secarse— y era la estación de dólares muy, pero que muy viejos: dólares manchados de sangre de castor (y de visón y de bacalao), dólares que olían a pimienta negra y ron jamaicano, dólares con aroma a pino de las tierras claramente definidas del abuelo Dennis, dólares oxidados de cuando la guerra, dólares húmedos y agrios por el sudor de innumerables tejedoras, extraños dólares de procedencia oscura que en un momento dado habían decidido subirse al tren, todos esos dólares encostrados de interés compuesto y ni uno solo, por muy mohoso que estuviera, menos dólar que todos los demás. Ciertamente, el mercado de valores de un país democrático no hacía distingos entre riqueza vieja y riqueza nueva.

Conforme a la historia oral de la familia, dijo Bob, Dennis tardó mucho en percatarse de que sus especulaciones lo habían arruinado. Durante varias semanas, un invierno a finales de los años veinte, llegó a su casa en Marlborough Street con el semblante cada vez más perplejo. Y de pronto, una noche, falleció.

Su cuerpo había alcanzado apenas la temperatura ambiente cuando la familia descubrió que estaban en bancarrota. Había incluso un embargo preventivo, o así lo afirmaron después, sobre la porcelana y la ropa de cama. Hijas y viuda por igual se enfrentaban a la perspectiva de convertirse en pupilas de tíos y tías moralizadores, y sin embargo (o así lo afirmaron después) no era por ellas por lo que lo sentían, sino por la casa de Marlborough Street y por la de Ipswich. ¿Quién cuidaría y mimaría esas casas como lo habían hecho los Dennis?

Las Dennis de la familia estaban al borde de la desesperación cuando su abogado les informó de que Sam Dennis, un mes antes de morir, había transferido secretamente la escritura de la casa de Marlborough Street a su hija casada, Edith (o, mejor dicho, a John Kernaghan, el esposo de Edith). Aunque desprovista de su mobiliario, la querida casa se pudo salvar.

En años posteriores nadie fue capaz de desentrañar cómo había adquirido Kernaghan la casa en cuestión. Podía ser que él mismo hubiera advertido al patriarca sobre la inminencia del desastre y le hubiera echado una mano. Pero por más «afecto» que las Dennis tuvieran por el joven, se mostraban reacias a atribuirle ese mérito. Desde que Edith se había casado con John, decía la historia oral de la familia, las chicas Dennis habían estado riendo y meneando la cabeza a expensas de aquel abogado oscuro, taciturno y más bien menudo, aquel joven salido de la oscuridad de los bosques de Maine que sólo acompañaba a Edith a su casa los días festivos, de miedo que le daban los distinguidos Dennis, e incluso entonces para apenas abrir la boca. Pero de alguna manera ese mismo Jack Kernaghan —cariñosamente asesorado, claro está, por el patriarca de la familia— había rescatado el búnquer de la grandeur familiar, y por si fuera poco se encargó de mantener a su suegra y a sus cinco cuñadas durante el nadir de la Gran Depresión. Era un bicho raro, decía la historia oral. Su adicción al trabajo era tan grande que no se tomó ni una semana de vacaciones hasta haber matriculado a la última de sus cinco cuñadas en una escuela privada. Sabedor de lo importante que era una casa de veraneo para la salud mental de los Dennis, les alquilaba un chalet en Newport cada verano durante seis semanas, pero como a él no le interesaba mucho el agua se quedaba en Boston, trabajando. Podía permitirse el lujo de contratar un ama de llaves para su suegra, pero él (sin duda porque procedía de los bosques de Maine) era tan amante del aire libre que cada día caminaba un kilómetro y medio para ir al trabajo. Todo el mundo sabía que Jack poseía exactamente tres trajes, uno andrajoso, uno para diario y uno bueno. En conjunto era un hombre muy extraño, decía la historia oral familiar, pero había hecho a los Dennis un magnífico servicio, y le estaban muy agradecidos, sí: agradecidos.

—Y él estaba ofendidísimo con ellas —dijo Louis.

—No. Al menos no cuando yo le conocí. Creo que las despreciaba demasiado para sentir algo parecido. Simplemente se mostraba frío como un témpano. Con tu madre, con tu tía Heidi, con tu abuela, con toda la familia, en realidad, excepto conmigo. La primera vez que nos vimos fue justo antes de que Edith se divorciara de él. Me preguntó a qué me dedicaba. Yo le dije que era estudiante. Me preguntó qué pensaba hacer una vez licenciado, y cuando le dije que pensaba dar clases soltó una carcajada y salió de la habitación partiéndose de risa. Yo pensé que ahí acababa todo. Pero unos años más tarde se presentó a nuestra boda, sin estar invitado, con Rita del brazo. Llegó riendo como si no hubiera dejado de hacerlo desde aquella ocasión, y tu madre me dijo que era la primera vez que la besaba en casi veinte años. Para mí fue una situación incómoda, porque la mitad de los invitados le lanzaba miradas asesinas, y él no se privó de mostrar que el motivo de su presencia en la fiesta era que yo le caía bien: yo personalmente. Me trató con condescendencia, me preguntó por las clases y se rió de mis respuestas, pero yo notaba que en el fondo había algo auténtico. Era como si estuviera ebrio, casi como si se hubiera encaprichado de mí y supiera que no debía pero no pudiera evitarlo.

»Empezamos a recibir postales por Navidad. Una caja de Dom Pérignon cada 22 de diciembre. Vino a Chicago por asuntos de negocios y me llevó a comer y luego a tomar copas y a pasear por Lincoln Park. Me preguntó si cuidaba bien de su chiquilla. (Melanie no era una chiquilla y tampoco era “suya”; de ahí las risas de Jack. Ella le tenía pánico y me previno sobre él y se negó a hablarme porque yo era demasiado bonachón y demasiado sinvergüenza para devolverle el champán y declinar sus invitaciones). ¿Me habían dado ya la permanencia? ¿Sí? Caramba, eso era estupendo, así podría predicar la revolución ocho días a la semana y no temer por la inseguridad económica hasta que llegara realmente la revolución, y para entonces ya me habrían nombrado comisario de Historia marxista. Y lo decía en serio: le parecía estupendo. Es muy raro, Lou, estar con un tipo a quien le importas de verdad aunque sea de un modo realmente misterioso; a quien vuelves casi tonto de emociones en conflicto. Me hizo prometer que cuidaría de su chiquilla, y que hiciera el favor de ir a visitarlos. Y así lo hicimos, porque tu madre no pudo impedírmelo. No te acordarás, pero tú estuviste en Ipswich el verano de 1969, con Eileen y hasta tu madre a ratitos, ella se pasó el tiempo viendo a antiguos amigos en Boston…

—¿Había caballos?

—¿Caballos? Quizá, al otro lado de la calle. En fin, cuando volví en noviembre me tenían preparada la alfombra roja. Un tipo de Sweeting-Aldren me esperaba en un coche de la empresa cuando llegué en avión, y hubo almuerzo para Jack y para mí en Argilla Road: ostras, langosta y champán. Yo quería ponerme a trabajar por la tarde, pero él me dijo: “Tienes tu permanencia, ¿para qué necesitas trabajar?”. No es que se burlara, más bien me estaba sugiriendo otra manera de pensar sin estar seguro de si yo era lo bastante listo para adoptarla. Me enseñó su nueva bodega de vinos, su nuevo coche, su nuevo televisor instalado dentro de una consola de madera noble. Me llevó en coche a la playa, que parecía propiedad suya ya que estaba desierta en ambas direcciones, y se sentó en el capó de su Jaguar y se puso a fumar despidiendo el humo hacia el océano mientras las olas rompían obedientemente a sus pies. Luego me llevó al club náutico y me enseñó su nuevo barco de vela, que había bautizado Siempre Dispuesta. ¡Bien visible en la proa! ¡Siempre Dispuesta! Me llevó hasta una casa en la colina, una prolija mansión victoriana cerca de Cape Ann. Paró en la entrada del camino particular, se apeó del coche y me dio la espalda, y comprendí que estaba meando en la gravilla. Bien, pues mea como media botella de Dom Pérignon, un riachuelo turbio y gris que corre entre sus pies. Da un saltito para meterse la cosa en los calzoncillos y me dice que ésa era la casa que él quería pero que los actuales propietarios se negaban a venderla. Se queda allí de pie, mirando colina arriba. Dice que seguramente Melanie me habrá contado lo de que su abuelo salió muy mal parado de la crisis de 1929. Yo le digo que sí, que eso me había contado. Muy bien, dice él, sólo que fue en la primavera de 1928. Todos los mercados en alza, todo el mundo cada vez más rico, nadie perdía dinero. Hacía falta ser un tipo raro, dice, para quedar en bancarrota precisamente la primavera de 1928. Dice que un amigo fue a verle a su oficina en el invierno de 1927 o 1928 y mencionó que Sam Dennis había solicitado créditos para cubrir sus pérdidas en Bolsa, avalándolos con sus casas. “Ni siquiera entonces, Bob —me dice—, veía lo que se le estaba viniendo encima. Tuve que gritarle a aquel capullo desde las tres de la tarde hasta las diez de la noche para convencerlo de que me vendiera la casa. Había ya un embargo preventivo, y tuve que empeñar mi propia casa y pedir prestado todo el dinero posible a gente que se fiaba de mi palabra. Tres semanas después el viejo estiraba la pata. Y esa familia seguía creyendo que el dinero crecía como el musgo en cámaras acorazadas. De no ser por mí, Bob, se habrían quedado en la puta calle mirando pasar los coches como un hatajo de animales del zoo. Eran tontos declarados, no te lo puedes ni imaginar, y ni siquiera se enteraron de nada, gracias a mí. Créeme: yo fui el caballero de la brillante armadura para esa familia”.

»Yo le pregunto: “¿Por qué?”. Él sube al coche otra vez y dice: “Porque tenía miedo de Dios”.

»“Sí, claro”.

»“Tenía miedo de Dios, Bob. En serio. Me daba miedo ese viejo de la túnica blanca”.

»Estábamos en la Route 133 y vimos una chica haciendo autoestop, melena larga, cazadora de cuero con flecos, guitarra. Jack reduce la marcha y frena a su altura. Cuando la chica está recogiendo la guitarra, él pisa el acelerador y se aleja. Yo pensé que era pura mala leche, eso de engañar a una pobre autoestopista, pero Jack estaba meneando la cabeza. “Plana”, dice, y yo: “¿Qué?”. “No tenía nada debajo de la camisa”, responde. Seguimos adelante y al cabo de un rato me dice: “No hay una sola que no quiera subirse al coche”. Y llegamos a Argilla Road donde nos espera caviar beluga, faisán y trufas, todo lo más caro del mercado. Anna llega de Peabody después del trabajo, él me ha dicho que quiere presentarme a una persona…

—Perdona la interrupción —dijo Louis—. Pero no entiendo cómo pudiste aguantar más de cinco minutos con ese tipo.

—¿Que cómo es que no le odiaba? Naturalmente que le odiaba. Por la noche me ponía a pensar si no acabaría asesinándolo por el bien de la humanidad. Pero estar con él era otra historia. Había un magnetismo. Jack vestía al estilo terrateniente inglés; recuerdo en particular un esmoquin de terciopelo granate. Tenía sesenta y nueve años, pero conservaba la piel tersa y sin manchas. Era tan duro, lustroso y elegante como la muerte, y me temo que no hay nadie con vida que no pueda encontrar ahí cierto atractivo, en el asesino ilustre cuando descuella entre los cadáveres que se amontonan en el sudeste asiático. Toda esa carnicería puede ser tan erótica a distancia como repugnante de cerca. Y cuando estabas con Jack Kernaghan percibías que la distancia estaba ahí, permanente. En aquel castillo encumbrado se vivía una constante mascarada de la muerte roja. Jack era mi prueba de que en efecto había algo —en las salas de juntas, en el complejo industrial militar— que indudablemente merecía nuestro aborrecimiento. Ya sabes con qué facilidad nos dejamos llevar por el idealismo: lo fácil que es pensar que la honradez intelectual exige que uno perdone a esos tipos y que los vea como simples seres humanos, como peones en manos de la historia. Jack era una clara prueba de lo contrario. Obraba con premeditación. Le divertía ser un capullo. Y yo le provocaba a propósito, sabes, porque era un joven sinvergüenza igual que tú, y Jack no podía hacerme daño. O eso pensé entonces.

Jack decía que su padre era maestro de escuela, «un vejete ridículo», lo que en principio quería decir un tipo recto y desinteresado que enseñaba a sus niños lo que estaba bien y lo que estaba mal. Supongamos que el joven Jack se lo tragó. Supongamos que veneraba y temía la rectitud de su padre. Supongamos que cuando se marchó de casa a los dieciséis para iniciar sus estudios superiores creía firmemente que llevando una vida honesta se ganaría el pasaje al cielo, y que viviendo una vida deshonesta se iría directo a las piscinas de azufre. Supongamos que comulgaba los domingos y creía que la hostia era el cuerpo del Salvador, y que amaba a Dios como lo amaba su padre.

En verano trabajaba en Orono para un bufete de abogados. Consiguió ingresar en la Facultad de Derecho de Harvard y, gracias a sus sobresalientes resultados, entró a formar parte de una sociedad y continuó tomando la hostia los domingos. Con semejante haber, tanto en su balance terrenal como en el celestial, debió de sorprenderle la vehemencia con la que la familia de su novia lo rechazó. El señor Dennis, con cinco hijas de las que librarse todavía, fue poco entusiasta en su oposición pero la señora Dennis lo compensó encontrando inapropiados todos y cada uno de los rasgos de Kernaghan; no sólo que fuese católico, no sólo que su familia pobre procediera de «los bosques de Maine», no sólo que los hubiera engañado a todos cortejando a Edith a las puertas de su propia casa, sino que encima tuviera el pelo oscuro y fuera bajo de estatura. La señora Dennis confesó a Edith que había tenido que aguantarse la risa la primera vez que la había visto con Kernaghan. ¡Parecían una pareja de circo! ¡Era inconcebible! ¡La giganta y el enano! ¡La duquesa y su sastre! (En realidad, la diferencia de estatura era de tres centímetros y medio). Expresó su firme intención de boicotear la boda, e inmediatamente cortó relaciones con la familia en cuya casa se habían conocido los tortolitos.

Que al final se casaran, sabiendo que eso entorpecería las ambiciones sociales que hubieran podido albergar, parecía indicar que entre ellos había un amor verdadero. ¿Podría Kernaghan haber llegado a odiar tan apasionadamente a Edith sin la certeza de haberla amado en una ocasión? El hombre odia en su esposa esos rasgos que más odia en la familia de ella; odia la evidencia de hasta qué punto están arraigados esos rasgos, hasta qué punto son una herencia ineludible. Viviendo durante cuatro años prácticamente extrañado de la familia Dennis, y por tanto sin tener casi nunca a la madre o a las hermanas cerca para compararlas con Edith, Kernaghan sólo percibía su singularidad, su hermosura, la pasión que sentía por él. Es más, debió de formarse una imagen igualmente esperanzadora del resto de la familia.

¿Cómo explicar si no el increíble favor que les hizo a los Dennis? ¿Cómo explicar por qué casi se arruina para comprarles la casa, y encima se empeña en mantener a las mismas mujeres que se habían escaqueado de su boda por considerarle una basura? Si hubiera querido vengarse en 1928, lo más fácil del mundo habría sido quedarse sentado y reírse de ellas y de sus apuros. Cualquier persona con cierto sentido de la ética habría considerado que Kernaghan estaba en su derecho.

Sería que aún trataba de conquistar el amor de aquella familia. Las había visto tan poco en los últimos cuatro años, que estaba realmente convencido de que si las salvaba se ganaría su amor, o cuando menos su respeto. (Porque estamos en las mismas: él no habría podido odiarlas después con tanta intensidad si no le hubieran importado algo en una ocasión).

En su nueva vida, las Dennis se mostraron forzosamente corteses con su benefactor. Cuatro años antes Kernaghan se habría contentado con la cortesía. Pero ahora —habida cuenta de los riesgos que había corrido para salvarlas, el importante desembolso de la generosidad— les exigía más. Había llegado la hora de que le quisieran. Una persona mejor que él no habría esperado menos.

Pero, naturalmente, las Dennis no podían amarle. Aunque él no las hubiera visto en su momento más bajo, aunque no hubiera tenido la temeridad de rescatarlas, estaban demasiado enamoradas de sus pretenciosos egos y se sentían demasiado seguras en su pura cantidad femenina para necesitar de él otra cosa que no fuese dinero. A través de Edith, Kernaghan empezó a recibir peticiones de escolarización, de ropa, de vacaciones estivales, de ajuares. Edith intentó al principio mediar entre su familia y el comandante de su domicilio ocupado, pero, como era inevitable, ahora que vivían todos juntos se pasó al bando de las Dennis. Ellas eran muchas, él uno solo. Las mujeres disponían de todo el día para contagiar a Edith con sus pretensiones, sus prejuicios, sus necesidades artificiales. Los hijos de Kernaghan tenían siete madres y un solo padre; el padre era el hombrecillo que trabajaba sesenta horas semanales para sacar adelante la casa.

Aun así, llevaba una vida honrada. Melanie recordaba una época en que cada noche al volver del trabajo les leía cuentos a ella y a su hermano Frank (Frank era el único varón aparte de su padre en una casa de nueve hembras), bebía brandy y fumaba cigarrillos en su estudio, se lustraba él mismo los zapatos y se cepillaba el abrigo antes de meterse en la cama. Se acordaba también de cuando volvía de su iglesia los domingos, más tarde que el resto de la familia, de modo que incluso el domingo era como un barco de placer que siempre se le escapaba por llegar demasiado tarde. Caminaba junto al barco por la orilla, ocupado en sus cosas a no ser que una niña saltara a tierra y le molestara en su lectura de los periódicos que había acumulado desde el domingo anterior. Ella afirmaba recordar cierta calidez, al menos de pequeña. Tal vez Jack odiaba ya a su mujer y sus cuñadas, pero algo lo mantenía a su servicio, y seguramente fue su miedo al infierno. Él casi lo reconocía: había estado intentando, en 1928 y los diez años siguientes, ganarse el favor no sólo de las Dennis sino también de Dios, y, aunque con ellas no lo estaba consiguiendo, todavía confiaba en tener éxito con el ser supremo.

Y entonces Dios mató a Frank.

Sucedió durante uno de los agostos en que la familia se dedicaba a su ritual de baño por la mañana y té por la tarde cerca de Newport y Kernaghan redactaba testamentos y convenios en Boston, y cuando una meningitis bacterial podía acabar en cuatro días con un muchacho sin suerte. Melanie recordaba el estado en que se encontraba Jack cuando volvió a Newport. No manifestó pena, solamente rabia. Rabia contra su esposa y su suegra, contra su hija y la menor de sus cuñadas por no tomarse en serio la fiebre de Frank, por no llamarle (a Jack) antes, por seguir las órdenes del médico, por dejar a Frank al cuidado del rústico hospital de Newport, por dejar que Frank se muriera, por matar a Frank, por asesinar a Frank a golpes de estupidez, por ser Dennis, por convertir su vida en un infierno. A Melanie, de seis años, se la llevaron de la casa como si la rabia de su padre significara un peligro físico para ella. Fue una conmoción de la que no se recobró nadie, un shock que dejó a Jack en permanente estado de alerta, como si un planeta hubiera sido alcanzado por un meteoro y continuara vibrando treinta años después. De tal manera que podía decirte, mientras degustaba foiegras en su casa de Ipswich:

—Esa familia me demostró cómo sería este país si sólo lo dirigieran mujeres. Muy sencillo: basta con gastar el dinero que otros ganan. Podríamos invertir cien mil millones en los pobres, invertir cien mil millones en los negros. Todos esos sentimientos están muy bien, pero ¿de dónde va a salir todo ese dinero? La industria es lo que pone el pan en su mesa, y tendrás suerte si te consideran como un mal necesario. Te miran a ti, miran a la industria como si fueras una basura, con puro desdén, se ríen de ti a escondidas. Aunque todo su futuro estuviera en peligro, no se enterarían hasta que la hoja de la guillotina les rozara el pescuezo.

Nunca mencionó el nombre de Frank en presencia de Bob, pero le encantaba hablar de lo que les hizo a las Dennis el año en que «volvió en sí». La cocina empezó a oler como un vertedero desde que despidió al ama de llaves, y mientras los días se hacían semanas, las mujeres esperaban que alguien que no fuera ellas viniera a lavar los platos y a sacar la basura. Encontraron una muchacha negra dispuesta a trabajar a cambio de la comida y algo para llevarse a casa, pero entonces Jack redujo el presupuesto de la compra a la mitad (mientras él se permitía almuerzos pantagruélicos y le llevaba a su chiquilla, a Melanie, nutritivas y sofisticadas chucherías) y sobornó a la chica negra con chocolatinas y whisky y cigarrillos para tirársela en la despensa. Dejó que dos de las cuñadas iniciaran nuevo curso en Smith y luego envió una carta, informando al centro de que no tenía intención de pagar los estudios. Luego le hizo lo mismo a su suegra, bloqueando el crédito que tenía en Jordán Marsh y Stearns, organizando escenas donde el personal la humillaba. Canceló la boda de otra cuñada sin previo aviso, comunicándole que su prometido era un cobarde. Y, por su parte, en el espacio de un año, se compró veinte trajes, un centenar de camisas, gemelos de diamantes, zapatos italianos. Se veía con mujeres de la vida, una nueva cada semana, en el Ritz-Carlton y el Stader y otros establecimientos donde estaba garantizada la presencia de amigos de las Dennis. Le encantaba relatar con detalle su desquite.

El mismo año en que murió Frank, un empresario bigotudo de nombre Alfred Sweeting estaba comprando tierras en Peabody para edificar la primera planta de nitratos a escala comercial en Nueva Inglaterra. En un proceso desarrollado por los alemanes, el nitrógeno, el oxígeno y el hidrógeno del aire y el agua limpios eran transformados en nitrato amónico para fabricar alto explosivo. La producción se inició en 1938, y cuatro años después Sweeting se fundió con J. R. Aldren Pigments, su vecino industrial en Peabody, un fabricante de tintes y pinturas que estaba buscando mejorar sus contactos con los militares. Durante tres años y medio, barcos de guerra pintados con grises Aldren y B-17 camuflados con marrones y verdes aceituna Aldren machacaron a los fascistas con incesantes cargas de nitratos Sweeting.

La fusión Sweeting-Aldren había sido gestionada por Troob, Smith, Kernaghan & Lee; y Kernaghan, un especialista en derecho de sociedades, se convirtió en asesor de la empresa en el sentido más amplio de la palabra. Supervisó la adquisición de las patentes y las pequeñas empresas que permitieron a Sweeting-Aldren, una vez terminada la guerra, comprar maquinaria nueva y diversificar. A su muerte en 1982 el elogio fúnebre resaltó su actuación para que la empresa se expandiera rápida y vigorosamente hacia el campo de los pesticidas, decisión que, dada la manía imperante en los años cincuenta por manzanas y tomates de aspecto impecable y por suprimir toda plaga de bichos y malas hierbas que pudiera recordar, siquiera vagamente, a los comunistas, fue la más provechosa de toda la historia de la empresa. Hacia 1949 Kernaghan y cuatro miembros de la firma Troob, Smith estaban trabajando exclusivamente en patentes, responsabilidad civil y derecho contractual para Sweeting-Aldren, y Kernaghan estaba comprando acciones ordinarias descontadas a un ritmo que propició su elección para la junta directiva en 1953. Más tarde le diría a Bob que en 1956, el último año de su matrimonio y el último de práctica privada, disfrutó de treinta y una mujeres distintas en más de doscientas veinte ocasiones y que personalmente cobró de Sweeting-Aldren ciento ochenta y cuatro mil dólares netos en honorarios. Un anuncio publicado en Fortune en 1957 aseguraba que el año anterior, según cálculos científicos fiables, la gama de productos Green Garden y Saf-tee-tox (marcas registradas de Sweeting-Aldren) había matado veintiún mil millones de orugas, veintiséis mil millones y medio de cucarachas, treinta y siete mil millones de mosquitos, cuarenta y seis mil millones de áfidos y sesenta mil millones de otras plagas caseras e industriales solamente en Estados Unidos. Poniendo un bichito detrás de otro, las plagas aniquiladas por la gama de productos Green Garden y Saf-tee-tox darían veinticuatro veces la vuelta a la Tierra por el Ecuador.

Kernaghan tenía cincuenta y seis años cuando entró en Sweeting-Aldren como director general adjunto. Era la época dorada del patriarcado, cuando todos los directivos de Estados Unidos llevaban pantalones con cremallera delante y hasta el último de ellos tenía una secretaria que vestía falda con cremallera al costado y que, aunque a menudo más inteligente, era físicamente más débil que su jefe (ella tenía sus delicadas muñecas dobladas sobre el teclado IBM), y que ocupaba una silla pequeña pensada para revelar la máxima cantidad posible de su cuerpo desde el mayor número de ángulos, y que lucía maquillaje y sonrisa alegre de esposa y obedecía las órdenes de su hombre y hablaba en susurros, la época en que tantos y tantos millones de apareamientos heterosexuales bendecidos por la industria convirtieron a Estados Unidos, al paso de unos pocos años, en la mayor potencia económica de la historia del mundo. La secretaria de Kernaghan en Sweeting-Aldren era Rita Damiano, una veterana dos veces divorciada y veinte años más joven que él. Ni alta ni joven ni guapa, Rita estaba lejos de ser lo que la escasa y unidireccional imaginación de Kernaghan consideraba la mujer perfecta. No obstante, Rita fue su acompañante habitual durante más de tres años e incluso acabó casándose con él, de modo que debía de haberlo calado muy bien. Tuvo que saber que un católico frustrado como él necesitaba sexo sucio. Tuvo que saber hacer las cosas con calma, pillarlo siempre desprevenido, hacer que se comprometiera, permitirle libertades con cuentagotas, mostrarse fríamente asqueada por el sexo anal el día de Pascua, implorarle más de lo mismo unas semanas después y a la mañana siguiente ser pudibunda y ultraefíciente sirviendo café a Aldren padre y a Sweeting, los cuales trazaron con la mirada líneas de duda entre ella y Kernaghan, como diciendo: «¿Y eso te interesa?», a lo que Kernaghan negaría lacónicamente con la cabeza. Rita hizo un papel extraño, transparente, no se privó de decirle que era un viejo verde y que si ella toleraba sus familiaridades era sólo por dinero. Porque con un hombre como él más valía no fingir. Lo más sensato era ser puta, dejarse esclavizar sólo por la promesa de su dinero. Fue a la boda de Bob y Melanie y trató con arrogancia a los ex parientes políticos de Kernaghan antes de que la trataran de la misma forma. Iba de copas con él. Se burlaba del matrimonio, se mofaba del placer, y poco a poco Kernaghan le fue tomando cariño, empezó a engañarla con las mismas putillas cuya hipocresía habían escarnecido juntos y finalmente la transfirió a otro directivo, y ahí se terminó Rita. Al menos por el momento.

Entretanto, y gracias nuevamente a las intuiciones estratégicas de Kernaghan, la inversión en nuevas tecnologías estaba dando muy buenos resultados a la empresa. La M Line de Sweeting-Aldren, un proceso continuo de transformación capaz de producir cien toneladas diarias de una serie de hidrocarburos clorados y que los analistas habían tildado de aventura de alto riesgo, estaba operando a pleno rendimiento después de que las fuerzas armadas del país hubieran descubierto en el sudeste asiático cientos de miles de kilómetros cuadrados de jungla necesitados de urgente defoliación. El resto de la industria tardó cuatro años en ponerse al día, y en el ínterin Sweeting-Aldren obtuvo beneficios siempre por encima de un treinta y cinco por ciento anual. Su nueva G Line, que producía fibra sintética para una nación cuyo apetito por trajes de baño reveladores, sostenes ultraligeros y otros artículos adherentes se había vuelto insaciable, estaba siendo asimismo todo un éxito. Era Kernaghan quien había persuadido a Aldren padre de que doblara el rendimiento de la G Line en 1956, cuando aún estaba en proyecto, Kernaghan cuyos elegantes dedos probaron las virtudes elásticas de innumerables artículos de indumentaria femenina entre 1958 y 1969, decenio durante el cual la producción extra de G Line supuso para la empresa un mínimo de treinta millones de dólares, impuestos descontados, y todo gracias a él. Añádase a esto las fuertes ventas de alto explosivo y pintura bélica, el floreciente mercado para los nuevos pigmentos Warning Orange de Sweeting-Aldren y unos rendimientos uniformes sobre todos sus productos más mundanos, y casi parecía un milagro que Kernaghan hubiera terminado la década de los sesenta con sólo seis o siete millones de dólares de patrimonio.

Pero la dirección se guiaba por preceptos conservadores: pensar en el futuro, no acumular deudas, canalizar grandes sumas para investigación y desarrollo. La joven Anna Krasner, licenciada en Química Física, fue una de las beneficiadas por su atolondrado sistema de contratación. Kernaghan dijo después que él ya le había echado el ojo en el aparcamiento para empleados el día en que Anna acudió por primera vez al trabajo. Pero no les gustaba hablar de esos tiempos, a ninguno de los dos; se volvían callados y ponían mala cara cuando el tema salía a relucir; y Bob lo encontraba curioso, al menos en el caso de Kernaghan, porque un macho triunfador suele disfrutar recordándole a su amante que ella al principio no quería ni verle. Tal vez aquel rechazo inicial estaba todavía demasiado fresco en la memoria de Jack, o tal vez él no estaba muy seguro de su victoria, o tal vez le inquietaba el precio que había tenido que pagar para que ella se bajara del burro.

En cualquier caso, Rita tuvo que verlo todo. Debió de enterarse, directamente o vía cotilleo, de que Kernaghan estaba colado por la nueva química del Departamento de Investigación, y que Anna estaba frenando ostentosamente todas sus iniciativas, metiendo las rosas de tallo largo en matraces cónicos con ácido sulfúrico para reactivos, dando los bombones suizos a ratas albinas. Un día, enviada a un recado por su nuevo jefe, Rita entra en el despacho de Kernaghan y le dice: «¿Sabes una cosa? Llega una edad en la que un hombre como tú sólo causa repugnancia a una mujer como ella; en que ella te mira y sólo piensa en una cosa: problemas de próstata».

A sus anchas en un laboratorio propio y con un presupuesto importante, Anna le toma la palabra a la compañía cuando dice que vale la pena investigar cualquier idea, por absurda que parezca. Lee ciertos informes fantasiosos sobre el origen del sistema solar, calienta agua, amoniaco y carbono en estado libre en un horno de alta presión… y obtiene petróleo. Resulta ser la clase de persona que se enfrentaría a leones hambrientos en un coliseo antes de reconocer que ha metido la pata. Cree firmemente que hay millones de litros de petróleo y millones de metros cúbicos de gas natural en el interior de la Tierra, a partir de unos seis mil metros de profundidad, y ningún químico investigador vejete y cabeza dura con el pelo a cepillo y un aliento fétido le va a decir lo contrario. Va directa al vicepresidente que tiene más a mano, el joven señor Tabscott, y le dice:

—¡Hay que buscar petróleo en las Berkshire!

El señor Tabscott, más susceptible a las curvas que el químico investigador vejete y cabeza dura, responde:

—Lo someteremos a deliberación, Anna, pero entretanto tal vez debería usted invertir sus energías en otros proyectos, tomarse un merecido descanso después de este trabajo tan interesante y tan intelectual.

Tabscott todavía está aguantándose la risa cuando Anna, más terca que una mula, empieza a escribir el artículo que finalmente publicará el Bulletin of the Geological Society of America, y Jack Kernaghan se entera de sus dificultades. Un día va a verla a su laboratorio, contempla las atrocidades ortográficas que Anna está cometiendo en su libreta y dice:

—Es usted bastante estúpida si piensa que vamos a perforar un pozo de seis kilómetros en granito, y sólo por su cara bonita.

Ella no levantó la vista.

—Lo harán.

—Ni lo sueñe, encanto.

—¿Ah, no? —ella aparta la vista de su libreta y la dirige a la carta periódica que tiene delante. Ensancha las ventanas de la nariz—. Entonces será porque usted se lo impide. Pero si acaban perforando, será porque yo les gusto más que usted.

Él examina las probetas con las rosas marchitas y sus tallos reventados.

—Tabscott le estaba tomando el pelo —dice—. Se olvidará del asunto en seguida. Cuando eso ocurra, vaya usted a verle y pregúntele si yo he tenido algo que ver. Y después, antes de hacer ninguna barbaridad, venga a verme a mí.

Anna se pasa de hombro a hombro la hermosa cabellera y continúa escribiendo. Pero todo sucede como Kernaghan había pronosticado. Varios científicos serios son consultados al respecto y convienen en que hay un noventa y nueve coma nueve por ciento de probabilidades de que la teoría de Krasner sea un bodrio. Tabscott le dice que la empresa no piensa invertir cinco millones en una hipótesis tan peregrina, y Anna le espeta:

—¡Entonces dimito! Mi teoría es buena.

—Nos gustaría que se quedara con nosotros, Anna, pero, bueno, si insiste…

Kernaghan va a verla al laboratorio y se la encuentra vaciando la mesa con cara de enfado.

—Las revistas especializadas aceptan mi trabajo —dice—, ¡y ustedes no quieren perforar!

—Los árboles no dan cheques de cinco millones de dólares.

—Vaya por Dios, ¿qué importa eso? Mis perlas no son dignas de usted.

—Sea razonable —dice Kernaghan—. Su historial académico es mínimo, y jamás trabajará en otra compañía tan próspera como ésta. Vaya a donde vaya le harán estudiar caucho vulcanizado. Quédese aquí, juegue bien sus cartas. A lo mejor se sale con la suya y le hacemos caso.

Ella suelta un bufido:

—Es usted un cerdo.

Él se ríe sin amargura, sale del despacho, va a conferenciar con Aldren padre y con Tabscott.

—Claro, Jack —le dicen—, vamos a gastar cinco kilos para que tú puedas meterle mano a la Krasner.

—Caballeros —sonriendo—, esta imputación me ofende. La verdad es que la hipótesis me parece interesante. Y otra cosa, si ella tiene razón sobre lo del gas y el petróleo en las Berkshire, entonces tenemos gas y petróleo aquí debajo, en Peabody. De todos modos, lo más importante es que tengo un presentimiento, y yo pregunto: ¿me he equivocado hasta ahora en mis presentimientos? ¿Y hasta tal punto que cinco millones parece una bagatela? Auguro problemas con nuestros residuos para dentro de, pongamos, tres o cuatro años. Un problema nuevo, un problema de reglamentación. Concretamente pienso en la M Line, en las dioxinas. No me sorprendería que los costes de eliminación de residuos en la M Line se tripliquen antes de cinco años.

—Es tu opinión, Jack.

—Vamos a perforar ese pozo. Yo no descarto encontrar cantidades comerciales de gas y de petróleo, incluso a profundidades normales. En caso contrario, y si hemos perforado aquí, ¿sabéis cuál es el premio de consolación? Un pozo de inyección, y tan por debajo de la capa freática que podremos verter nuestros residuos desde ahora hasta el día del juicio sin que nadie nos busque las cosquillas.

—¿Y la legalidad?

—No conozco ninguna normativa —dice tranquilamente— que pueda interferir.

De modo que encargan un estudio de viabilidad. Cuanto más lo analiza la junta directiva, más gusta el plan de Kernaghan. Algunos obreros de la M Line están desarrollando cloracné, un proceso irreversible de putrefacción de la piel causado por la exposición a dioxinas, y de Vietnam llegan informes inquietantes sobre soldados que utilizan herbicidas Sweeting-Aldren y empiezan a tener problemas de hígado y sarcomas intestinales y otros horrores más nefandos. Los conejillos de Indias de un camión de reparto que un insensato había aparcado durante una hora frente al tanque de evaporación de la M Line presentan convulsiones o se mueren sin más. Dado que la única manera de reducir el nivel de dioxinas en el flujo de residuos es doblar la temperatura de reacción, el gasto en electricidad para bombear los residuos al subsuelo empieza a parecer razonable. Y cuando la dirección examina las aguas residuales de sus otras cadenas de montaje y presiente cambios en la normativa y en la opinión pública, la decisión es ya irrevocable.

Kernaghan hace otra visita a Anna, que ha estado cocinando más petróleo sintético en su horno, con el consiguiente hedor; parece una asistenta suiza con su delantal blanco de química. Él le muestra el contrato de alquiler de material para perforar un pozo de ocho mil metros, así como las órdenes de trabajo y las autorizaciones para uso de energía.

—¿Cómo es que ha tardado tanto? —dice ella encogiéndose de hombros.

—Usted está al mando de la perforación. Hemos añadido diez mil a su sueldo.

—Vaya, vaya.

—Tiene derechos exclusivos de publicación. Derechos exclusivos de las muestras del pozo más profundo en todo el este de Norteamérica.

—Por supuesto. Gracias, señor Kernaghan. De veras. ¿Alguna cosa más?

El sonríe, no le sorprende.

—No creo que comprenda que he invertido el equivalente a veinticinco años de poder de maniobra para conseguirle este papelito. Veinticinco años de servicios continuados a la empresa.

—Qué aburrimiento.

—¿Aburrimiento? —Jack agarra el contrato de alquiler y empieza a rasgarlo por la mitad. Ella no puede evitar arrebatárselo de la mano.

—Piensa que puede comprarme, ¿no? —dice ella.

—Digamos que le estoy demostrando mi amor.

—¿Y rompe un contrato para demostrarlo?

—Si no me da esperanzas…

Ella coge el contrato y lo lee detenidamente.

—Las Berkshire. ¿Qué ha pasado con mis Berkshire?

—Hice todo lo que pude.

Krasner tiene un vaso de precipitados con crudo sintético sobre la mesa. Introduce en él una varilla de pírex, vierte la negra materia viscosa gota a gota. Se deja caer hacia atrás y su silla la recoge, rodando hacia una pared con el impacto.

—¿Quiere taladrar mi hoyo? ¡Estupendo! ¿Quiere tocarme? ¡Vale! Usted puede tocarme. Pero no me tocará nunca.

—Eso ya lo veremos.

Ella se levanta y camina en círculo alrededor de él con la boca exageradamente abierta, mientras dice «Vaya, vaya, vaya». Se ríe. Él la agarra, le separa las piernas con una rodilla, pone en marcha la urgencia que tan bien le ha funcionado otras veces.

—Conque esas tenemos —se aparta de Jack—, el tío mierda sabe cómo hacerlo con la rodilla.

Él se incorpora jadeando, cabreado.

—No creas que no soy capaz de matarte.

—Vaya, vaya —meneando la lengua—. ¡No conseguirá tocarme jamás!

Así estaban las cosas llegado el otoño de 1969. Naturalmente Bob Holland no alcanzaba a entender por qué Anna tenía dos únicas caras para Kernaghan —la altiva y la de vampiresa— y por qué Kernaghan aguantaba que Anna no le hiciera el menor caso aunque fuese un minuto mientras ella hacía extasiadas preguntas a Bob sobre su trabajo. Los «amantes» intercambiaban breves frases afiladas y luego competían por ganarse la atención de Bob, partida en la que Anna siempre salía vencedora mientras Kernaghan se retiraba a su rincón y se la quedaba mirando con ojos llameantes de odio, rato y rato, mientras Bob hablaba de la historia del país y Anna hablaba sobre su historia personal, de niña en París y de adolescente en Nueva York Estado, que no ciudad. Solía apartar la cara del cigarrillo que sostenía verticalmente a la altura de la boca, entornando los ojos y crispando los labios al despedir el humo hacia lo alto. Le decía a Bob que eran iguales en su amor por el saber, que la mentalidad empresarial le parecía grotesca y carente de alma, que el día que no la dejaran investigar con total libertad dejaría su empleo. Dijo que los jóvenes tenían vida, tenían energía e ideales. Los viejos se habían quedado sin savia y amaban el dinero más que la belleza, más que cualquier cosa. Y Kernaghan fue lo bastante astuto e hipócrita como para que, al levantarse bruscamente de la mesa como indignado por los coqueteos de Anna (como impotente para pararle los pies), Bob se sintiera un mal invitado y corriera tras su padre político, no queriendo ser el instrumento con que ella le torturaba. Cuando se dio la vuelta, Anna llevaba puesto el zorro y tenía las llaves del coche en la mano.

Una hora después, cuando Bob estaba en su cuarto pasando unas notas a máquina, oyó los gritos de Anna, lo bastante fuertes para haberle despertado si le hubieran pillado durmiendo. No había oído el coche.

Por la mañana se los encontró en el ala este haciendo manitas como si estuvieran a partir un piñón, fumando cigarrillos posdesayuno. Le miraron como si fuera el diablo del que hubieran estado hablando.

Como era sábado y todos los archivos estaban cerrados, se lo llevaron a dar un paseo en coche. Guardias armados les franquearon el paso en la entrada al edificio principal de Sweeting-Aldren, y Kernaghan condujo a gran velocidad serpenteando entre las diversas líneas de producción.

—Me está entrando jaqueca —dijo Anna.

—Sólo le enseño a Bob de qué va todo esto.

Después de ponerse los cascos de rigor, recorrieron la estructura de producción de la flamante AB Line, por las fauces de la cual entraban etileno y cloro y del ano de la cual salían glóbulos blancos de cloruro de polivinilo. La estructura era una orgía de formas metálicas, módulos del tamaño de veinte casas de campo acaballados y machihembrados y abrazados unos a otros con fuerza, cada cual con su propia voz de éxtasis termodinámico y todos ellos con sus gruesos apéndices metidos hasta el fondo en orificios con manguitos de acero; pero una orgía agarrotada, llena de potencia y de determinación, sin pausas. En estas plantas, un equipo de químicos inventaba léxico a mansalva. Había braceadores de veinte mil litros de capacidad, mezcladoras de paletas con aspas trituradoras de acero al carbono, un reactor de pared triple fornido como Charles Atlas [27], un enfriador bifásico de ochenta toneladas, un turbulizador continuo con camisa exterior, un transportador sin fin para macropartículas, espesadores de ventosa, evaporadores de triple efecto, multiplicadores hidráulicos, una secadora de cono de quince metros cúbicos, un granulador cilíndrico de hormigón, un intercambiador de calor con tubos inoxidables y revestimiento de acero al carbono, un condensador vertical de quinientos setenta y cinco metros cuadrados, un clasificador bicónico y una docena de compresores centrífugos. Lo que asustaba era oler tantos olores que no recordaban a nada en absoluto. Eran como ideas extraterrestres que afectaban directamente a tu conciencia, sin la mediación de un aroma. Esa sería la sensación cuando los invasores del espacio vinieran a adueñarse de tu cerebro, una cosa insidiosa, ni espíritu ni carne, que invadiría tus senos nasales y enturbiaría tus ojos…

Bob advirtió que estaba solo. Un telón de lluvia caía sobre Peabody tapando las vistas entre las diferentes estructuras de producción, poniendo toda la planta en cuarentena. Kernaghan y Anna estaban apoyados en el parachoques delantero del coche. Intercambiaron miradas. Finalmente, Anna dijo:

—Jack y yo estábamos pensando si tendrías algo de hierba.

—¿Hierba?

—Marihuana.

Bob rió. Resultaba que sí tenía, en Argilla Road. Por entonces, unos gramos le duraban meses.

Bordeando la costa hacia el norte, con la mano de Anna descansando en su hombro y todavía fresco en su cerebro el impacto de aquellas acetonas y aquellos esteres, vio los muretes de piedra que serpenteaban por el monte enmarañado y cubierto de maleza y hubo de hacer un esfuerzo para no imaginarse a los primeros pobladores en un paisaje muy similar. Sabía que hasta bien entrado el siglo XVIII la erosión y el impacto del arado no habían empezado a llenar los campos de rocas glaciáricas, y que los agricultores, al quedarse sin madera, habían recurrido a la piedra para levantar sus cercas. Y sabía que hasta que el canal del Erie y el ferrocarril no destriparon la zona vital de Nueva Inglaterra, la agricultura no fue finalmente abandonada y sus campos reclamados por troncos y espinos. Las aguas estériles y aquellos bosques monótonos de árboles canijos y sin copa eran más una imagen del siglo XVII que del XX; tan extraños como los esteres en su olfato, como la mano de ella en su hombro, las uñas de ella en su cuello, las yemas de los dedos en el lóbulo de su oreja.

Él también era un chico de bosque, del que todavía era virgen en el oeste de Oregón. Hacía sólo un año, poco antes de su última visita a su madre, Weyerhaeuser había hecho el clareo de la colina que había detrás de la casa (a cambio de sacar provecho una vez y no más), dejando que la tierra fuera desmoronándose hacia el río como un lobo muerto y rasurado. Su siguiente visita fue después de la «reforestación»: el bosque híbrido y brumoso de pícea, cicuta, cedro y secoya suplantado por maleza y llamazar y abetos de Douglas idénticos que brotaban a intervalos geométricos de la tierra suelta y nivelada. El mismo elemental afán de lucro que había barrido Cape Ann en 1630 avanzaba ahora hacia la costa del Pacífico, arrasando con la última virginidad del continente.

Anna manejaba un porro como si fuera un cigarrillo corriente, quitando la ceniza con una larga uña roja, expulsando el humo por la nariz, sentada en el borde del sofá con una rodilla encima de la otra. Kernaghan no podía mantener la cara seria. Parecía más interesado en tener simplemente un porro entre los dedos, en disfrutar lo ilegal y simbólico del gesto, que en dar caladas. A medida que se llenaba de humo, la sala de estar se iba convirtiendo en una especie de cine barato donde estuviera terminando un rollo de película, fotogramas, acciones enteras desprendiéndose, voces y rostros ora sincronizados ora no, puntos brillantes y garabatos oscuros, la sala saltando para iluminarse después con los tonos anaranjados de la nueva bombilla del proyector; Bob vio que hasta entonces el mundo en la pantalla esférica que le rodeaba había sido proyectado por una luz con demasiado azul. La luz gris de las ventanas le pareció la del sol. Las tres personas emporradas se agruparon frente a la nevera y sacaron trozos de papel de aluminio, viendo qué había dejado la cocinera. En el vestíbulo, Anna pegó su barriga a la de Bob, le dio un beso, le desabrochó la camisa y retrocedió unos pasos inclinándose con un gesto de sus manos abiertas como si él fuera un animal doméstico que ella animara a saltar a sus brazos.

En Beverly, en una calle insulsa, Bob la siguió a su casita vulgar. Los rizos de polvo sobre los muebles rellenados con exceso, las fotos de familia con sus baratos marcos dorados, la cursilería general, el mal gusto, le hicieron volverse loco por ella y tan seguro de la victoria como de la esponjosidad de su butaca La-Z-Boy cuando se hundía en sus brazos. Anna estaba eligiendo elepés de un soporte metálico que recordaba a un escurreplatos. Kernaghan, al que habían dejado en el coche, se reía como un tonto entre las matas, espiando por la ventana mientras la lluvia resbalaba por el barniz de su calva.

No volvieron a verlo, pero debía de estar en el asiento de atrás cuando regresaron a Argilla Road, debió de seguirlos al interior de la casa, riendo como un duende, y puede incluso que estuviera mirando todo el tiempo en la sala de estar, quizá en el mismo rincón donde veinte años después Rita se abriría la cabeza. Mirando cómo Anna ponía varios álbumes de Frank Sinatra en el tocadiscos, cómo se quitaba la blusa de cuadros escoceses y el sujetador de silcra, cómo la carne blanca de su barriga formaba pliegues cuando ella se dobló hacia delante para quitarse las botas de tacón alto y su falda amarilla y bragas blancas de fibra sintética. Viendo el vaivén de músculos en los hombros de Bob, el tensarse de sus jóvenes nalgas, el movimiento de sus caderas. Oyendo el golpeteo de los gruesos pechos de ella contra el pecho plano de él, viendo secarse la saliva en la boca de Anna por la respiración agitada, oyéndole a él gritar, oyéndole a ella decir: «¡Jack sólo puede hacerlo después de varias botellas de Dom Pérignon!». Viendo a Bob levantarle las caderas de la alfombra y arar de nuevo la húmeda y temblorosa tierra. Observando el entrar y salir, viendo moverse sus torsos y buscarse sus bocas mutuamente como dos nadadores medio ahogados tratando de reanimarse el uno al otro, viendo el zangoloteo de la carne de ella, el balanceo de la de él, viendo a Bob espatarrarse sobre aquellas piernas en huso, viéndole tragar aire sofocado y ajeno a todo, hasta que consideró que había visto suficiente y cruzó la sala tambaleante y tocó a Bob en el hombro.

—¡Bob, Bob, Bob! —dijo, los ojos medio cerrados de hilaridad. Bob vio su pene, hinchado y perpendicular, un instrumento entre negro y rosado.

—¡Dios mío! —gritó Anna con una carcajada—. ¡Dios mío!

Bob pudo oírla reírse, chillar, rugir mientras él se ponía el abrigo y las botas. Salió a la lluvia, cruzó el césped hacia el bosque estéril y cambiado. Percibió olor a humo de leña y hojas mojadas, oyó el viento al ser peinado por un millar de escuchimizados troncos de árbol, el agua de las ramas que salpicaba sobre las relucientes hojas del suelo. Faltaba poco para Acción de Gracias. La oscuridad, los olores y sonidos húmedos eran los mismos que antaño le habían hecho estremecerse cuando salía de su casa a por leña y quería regresar cuanto antes a donde hacía calor y así olvidarse del viento ceñudo que entonaba su canto fúnebre por el pasado de aquella tierra, que se arrastraba por los tejados duros, celoso de la vida que cobijaban. Tan adentro de aquel bosque diezmado que la mole oscura de la casa de Kernaghan podría haber pasado por la noche en el horizonte, cayó de rodillas en el follaje y no se movió hasta que la lluvia hubo cesado y notó la cabeza despejada y el cielo se pobló de cristales relucientes en forma de Orion y Perseo. Hasta que oyó arrancar el coche de Anna.

¿Le has comprado un piso?

La ayudé con un préstamo, nada más.

Oh, Melanie.

Bob, era una ocasión estupenda para que ella lo comprara.

Te admira. Te toma como ejemplo. No deberías darle todo lo que quiere, sabes. En vez de eso podrías aconsejarla bien.

El dinero es mío y hago lo que me dala gana.

Si te extraña que Lou se enfadara tanto contigo, yo creo que no es tan difícil de entender. Piensa en lo que significa para él, quieres. Piénsalo un poco.

No soy tan torpe como crees. Tengo la intención de ser justa con él, pero no ahora. Si le oyeras cómo me machaca con lo del dinero… Es imposible tener una conversación racional con él Es igual que tú. Por no decir peor. Ya te lo he explicado, destrozó un sofá. Mandó una fuente Wateford a la chimenea de un puntapié.

Buen chico.

No tiene ni idea de lo que estoy pasando.

Lo que ve es que Eileen te saca todo lo que quiere, y a él no le toca nada.

No puedes compararlos, Bob.

Lou debe de opinar lo contrario.

No lo entiendo. Desde que empezó todo esto, está insoportable. Yo no me esperaba eso de él. Louis ha ido acumulando rencor.

Deberías llamarle y disculparte.

Oh, vaya, encima. ¿Disculparme de qué? ¡Soy yo la que tiene el problema! ¡Soy yo la que está entre la espada y la pared!

Deberías llamarle y disculparte. Es lo que tendrías que hacer, y si no eres capaz, entonces no te lamentes tampoco. Y no te lamentes si yo tomo cartas en el asunto.

Bueno, adelante. Tú siempre sabes cómo hay que hacer las cosas. Tú jamás te has visto ante una situación en la que no supieras qué hacer. Para ti todo está muy claro. Todo es sencillo y agradable. Me querías y te casaste conmigo. Vives una vida políticamente correcta y me dejas a mí todo lo demás, que es por lo que te casaste conmigo.

Me casé contigo porque te quería.

Eso ya lo sé, Bob, ya lo sé. No me digas

Y todavía te amo.

NO ME DIGAS ESO.

Un largo silencio.

Regálalo, dijo Bob al fin.

El qué.

El dinero.

Sí. Regalaré… mucho. Regalaré… ¡la mitad! Pero primero he de tenerlo.

Dalo todo y serás feliz. Aparta un poco para los chicos y otro poco para ti. Aparta un millón y regala el resto. Serás más feliz.

No puedo, Bob. No puedo.

Mientras tanto, en Peabody están perforando la tierra a un coste en trabajo, material y energía de unos cinco mil dólares diarios. Anna pone etiquetas a las muestras de corteza a medida que aparecen y las guarda en un edificio refrigerado para retardar su oxidación. Tiene su propio candado del edificio. No sabría distinguir esquisto de feldespato si su vida dependiera de ello, pero será la única persona que analice y explote esas muestras, y lo único que piensa es «más hondo, más hondo, más hondo». Todavía cree que allá abajo hay petróleo, o al menos metano. Pero a medida que la perforación se acerca a la marca del kilómetro y medio, las demoras y las costosas interrupciones están a la orden del día. Competidores con nuevas plantas están mermando las ganancias que la guerra ha reportado a Sweeting-Aldren. Con el agujero mucho más abajo ya de la capa freática, de sobra para eliminar residuos, la dirección decide que es el momento de cortar la financiación. Sin embargo, Kernaghan sabe que Anna abandonará la empresa si la perforación se interrumpe tan pronto. Amenaza, engatusa y engaña a Aldren padre para que siga financiando las obras al menos hasta finales de 1970.

Rita no acaba de entenderlo. ¿Una tía tan caliente y tan orgullosa como Anna, con un macho impotente? Sin duda, Kernaghan ha encontrado la manera de sobornarla. Pero los meses pasan y Anna no obtiene el ascenso, no se mueve de su fortín allá en Beverly, conduce el mismo Ford viejo. Ciertas alhajas huelen a chamusquina, pero Rita cree que la chica es demasiado astuta para haberse vendido por unos pendientes y un broche de diamantes.

—Ella le odia —responden los compañeros de Anna cuando Rita pregunta.

—Pero se acuesta con él.

—Porque tiene poder sobre ella —dicen con aire de misterio, o sea, no tienen la menor idea.

Rita va a verla en persona.

—Le amo apasionadamente —dice Anna, riéndosele en las narices; Kernaghan le ha contado lo de Rita—. Y él está loco por mí.

—Entonces, ¿por qué no te casas?

—¿Qué me importa el matrimonio? Él quiere una mujer que desprecie el dinero.

Hablar con Anna aviva en Rita las brasas de los celos, convierte el resplandor en una llama blanca y lacerante. Empieza a preguntar por la torre de perforación llamada F2 Line, que la compañía ha rodeado con una valla alta y opaca y que Anna visita a diario. Rita empieza a fisgar, a escuchar conversaciones telefónicas, a abrir cajones prohibidos, a buscar llaves de archivadores desatendidos. Cuanto más sabe, más fácil le es leer documentos entre líneas y descifrar los guiños de su jefe y descodificar los comentarios que se hacen en los pasillos. Va encajando los pormenores de la «investigación» de Anna.

Mediado el invierno, el agujero alcanza ya cinco mil cuatrocientos metros de profundidad, y Rita se presenta en el despacho de Anna con dos copias de un memorándum confidencial. Le entrega una:

—¿Reconoces esto?

Anna, aburrida:

—¿Y qué si lo reconozco?

Rita le pasa la otra, que es idéntica a la primera —copias para enviar a y ser destruidas por diversos ejecutivos y Anna Krasner, Científica Investigadora— sólo que las palabras «pozo de exploración» en la copia que recibió Anna son reemplazadas por «pozo de vertido de residuos».

Anna se encoge de hombros:

—¿Y…?

—Bueno, querida, no parece que tu Romeo haya taladrado tu hoyo por amor, sino para verter la mierda dentro. Yo diría que te ha conseguido a un precio de ganga, ¿no te parece? Te ha comprado con dinero de otros. Por lo que a él respecta, tu sueño es un sumidero gigante.

Anna repite el gesto de los hombros. Pero una semana después no se presenta al trabajo, y un celador descubre que su mesa está vacía. Simplemente se esfuma en ese mundo más grande que rodea a Boston y cuya existencia la ciudad suele olvidar. Y Kernaghan no sabe muy bien a qué atenerse. Puede sospechar de Rita, pero cuando va a verla, ella, que está lejos de haber culminado su venganza, procura no regodearse en la victoria.

La compañía no tarda en desmontar la torre de perforación e instalar una estación de bombeo. En la estela del Día de la Tierra, el Congreso y Nixon parecen a punto de alcanzar un acuerdo sobre la creación de un organismo de protección medioambiental y la promulgación de leyes anticontaminación del aire y del agua. Kernaghan sugiere mantener en secreto el programa de bombeo, dado que a) han estado perforando sin autorización y b), teniendo en cuenta la histeria ecologista, la opinión pública podría alarmarse si supiera que están bombeando al subsuelo sustancias altamente tóxicas, por muy seguro que pueda ser el proceso. Rompen cuidadosamente la cadena de mando que culmina en el bombeo propiamente dicho, de modo que sólo los más altos ejecutivos están al corriente, y todos menos uno tienen coartadas para negar su conexión. A los capataces y obreros implicados en el flujo de residuos se les dice que las sustancias bombeadas en F2 se almacenan provisionalmente en un tanque subterráneo, o que los fluidos son inofensivos.

La víspera de que Kernaghan cumpla setenta y dos años, el día de su jubilación, cuando el programa de eliminación de residuos para el futuro está atado y bien atado, Rita va a verle. Ha seguido la pista de la conspiración, ha documentado todas sus fases. Es la secretaria de uno de los directivos implicados, puede que incluso Aldren padre. Quiere chantajear a Kernaghan.

—Imposible —dijo Louis—. No le haces chantaje a alguien para que se case contigo. Nadie quiere casarse con un tipo que sabes que te odia.

—¿Quién habla de matrimonio? Ella trata de chantajearle, y punto. Quiere todo el dinero que él no le pagó por sus favores. Le muestra una lista de los documentos que obran en su poder y le dice: Dame equis cantidad de dinero o vais todos a la cárcel. Recuerda que estamos hablando de una mujer que después estafó a su propio banco. Y cuando Jack ve que va muy en serio, se pone a llorar, a llorar de verdad, porque está cansado, porque ha perdido a Anna, porque tiene miedo. Y le dice, Rita, por Dios, soy un viejo, los mejores días de mi vida los pasé contigo: seamos amigos.

—Pero ella no se fía.

—Claro que no se fía. Pero es difícil ver con claridad cuando uno tiene todos los ases. Él se arrodilla para rogarle que sea su esposa. Ríe, llora, ha perdido el juicio. Está totalmente en manos de ella, y Rita es una mujer. No acaba de atreverse a darle la puntilla.

—Sí, pero espera un momento, no puedes decirme que para él lo más importante era el aspecto de la mujer, y su edad, y luego decir, Bueno, es que con Rita hizo una excepción. Si lo que ella quiere es dinero, y no boda, ¿por qué no la soborna él?

—¡Porque él también ama el dinero! Analiza los pros y los contras y decide casarse con ella. Haciéndolo, le tapa la boca y encima no le cuesta un centavo. Conserva el dinero y puede seguir tratando de ligar todo lo que quiera. Además, casándose con Rita garantiza su silencio a largo plazo. Es lo mejor que puede hacer. Inmediatamente después de la boda, empieza a cambiar toda su cartera de valores por acciones de Sweeting-Aldren, para asegurarse de que Rita no pueda echarse atrás. Cuando muere, su testamento pone la pensión que Rita recibe a merced de los dividendos de la empresa: si ataca a Sweeting-Aldren, su pensión mermará. Seguramente Kernaghan hace algo para que al menos Aldren lo sepa. Así que Rita ha caído en la trampa. En cierto modo hereda toda la fortuna de su marido (evidentemente insistió en firmar un convenio prenupcial a ese efecto) pero él le niega el control. De ahí esa cláusula, todo un desatino por cierto, de que los depositarios «deben dejar todo el capital invertido en Sweeting-Aldren». No es porque él sea un hombre por completo identificado con la empresa, es demasiado listo para eso. Es porque así se venga de Rita.

—Y mamá es la que paga el pato.

—A la postre siempre suelen ser las mujeres las que pagan el pato.

En 1982 Kernaghan sufrió un ataque al corazón mientras dormía. Había gozado de buena salud durante ochenta años, había fumado cigarrillos durante sesenta, y su muerte no le supuso dolor ni terror. En cuanto Rita descubrió la mala pasada que le había jugado con el testamento, convirtió al espíritu del difunto en su esclavo. Le hacía dar golpes en las mesas, transmitir mensajes optimistas acerca del más allá mediante un vasito que se deslizaba boca abajo y, lo más degradante de todo, habitar cuerpos de animales. Rita podía estar mirando al perro del vecino y tratarlo como si fuera el tonto de su marido. Una semana después Jack era un arrendajo que aleteaba frente a las ventanas de la cocina. «Siempre con sus truquitos», decía Rita, indulgente. La criada haitiana, sin ir más lejos, creía que Rita había caído de aquel taburete porque el espíritu de Jack ya no pudo aguantar más insultos.

Una mujer menos fantasiosa que Rita, que no hubiera necesitado una pirámide gigante en el tejado ni una momia egipcia auténtica en el sótano, podría haber vivido holgadamente con los dividendos de sus acciones de Sweeting-Aldren. La industria química sufrió algunos reveses en los setenta y primeros ochenta, pero Sweeting-Aldren lo encajó mejor que los demás. No sólo se ahorró decenas de millones en control de contaminación y reciclaje de residuos, sino que eso le permitió beneficiar indirectamente a su clientela y así vender bastante más barato que sus competidores de la costa Este. El bombeo en F2 funcionaba tan bien que la vieja generación de directivos se olvidó del asunto y la nueva no llegó a enterarse nunca. Era como la economía nacional, que empezó a rugir de nuevo mediados los años ochenta. El país pidió un préstamo de tres billones de dólares para comprar armas y financiar un gigantesco salto adelante en calidad de vida para los más ricos. Cuando la economía creciera, sostenían, las rentas públicas aumentarían y la deuda quedaría saldada. Pero año tras año la deuda nacional continuaba creciendo.

La naturaleza dio su primer aviso en 1987. Debajo de Peabody, en el propio patio trasero de Sweeting-Aldren, la tierra empieza a temblar. No es ningún accidente. Siempre fue algo que se venía venir. El señor X, único directivo oficialmente responsable de eliminación de residuos, único directivo que no recibió patente de corso para negar su implicación cuando se montó el tinglado en 1972, recuerda vagamente aquella idea de la sismicidad inducida. Los temblores se suceden. Un preocupado señor X acude a su jefe, Aldren Junior, y dice que hay que parar el bombeo.

Aldren Junior, frío como el acero, dice:

—¿Qué bombeo?

—Pero, Sandy, el bombeo de F2. Nuestro principal flujo de residuos…

—No sé de qué me estás hablando —dice Aldren Junior—. Es bien sabido que esta compañía incinera y recicla todos sus residuos.

—Déjate de bromas, Sandy, no me jodas. Estamos provocando una serie de terremotos a tres kilómetros de aquí.

Con exquisita sincronización, la oficina tiembla y se oye un estruendo a lo lejos, como una descarga de artillería.

—He confiado en ti, X —dice Aldren Junior—. Siempre has sido el mejor de la clase. ¿Y ahora me vienes con que nuestros costes de eliminación de residuos se van a triplicar? No podré seguir siendo el presidente si eso sucede. Y tengo motivos personales para no abandonar la presidencia. Es un cargo muy importante para mí, por lo de la autoestima.

—Yo sólo digo que tenemos un problemilla con el flujo de residuos. Un pequeño obstáculo de índole temporal. Lo más aconsejable sería invertir a corto plazo en una mejora de los sistemas de incineración y reciclaje. O eso, o plantearse la construcción de un tanque de almacenamiento de gran envergadura.

Aldren Junior menea la cabeza muy despacio:

—Estoy oyendo cifras del orden de decenas de millones. Estoy oyendo recortes en nuestras inversiones de capital a largo plazo. Cuando ya noto el aliento de los españoles en el cogote. ¡Huelo su maldito aliento a ajo! ¿Sabes lo que hacen los españoles con sus residuos, X? Mearlos directamente al mar en la costa de Cádiz. Sus petroleros navegan con las tripas llenas hasta medio Atlántico y los expulsan por el culo. Lo más problemático, eso lo meten en bidones de plástico y lo mandan por barco a Gabón y al jodido Camerún. Con eso es con lo que tengo que competir. Si se le puede llamar así. Más bien es una pelea con uñas y dientes. ¿Me explico? A mí déjame el viejo sistema defecativo, tú quédate con el paro, las multas millonarias y unos meses de cárcel en Allenwood.

El señor X se da por aludido. Pone fin al bombeo. Con el minúsculo presupuesto de que dispone para procesamiento de residuos, construye un grupo de enormes y frágiles tanques en terrenos de la compañía cerca de Lynnfield y almacena allí lo más peligroso de sus aguas residuales. El resto lo va expulsando poco a poco al aire y al mar, confiando en que la EPA siga haciendo la vista gorda. Durante varios años, como un país que trata de ser más o menos responsable, se mantiene firme sobre el bombeo de residuos; y durante varios años, como la deuda nacional, el volumen de aguas residuales crece y crece. Pero, finalmente, se produce una erupción natural de terremotos en la vecina Ipswich y la prudencia del señor X cede ante su miedo: da orden de reanudar el bombeo. Sólo cinco años más sin catástrofe sísmica, y podrá retirarse con una pensión del cien por cien, veranos en Nantucket, inviernos en Boca Ratón, jugar dieciocho hoyos por la mañana y tomarse el primer manhattan a las cinco en punto de la tarde. ¡Sólo cinco años de nada! No habrá vuelta atrás. Va a cruzar los dedos, cerrar los ojos y rezar: Señor, que sea otro el que cargue con esto.

En la luz blanca de la mañana, o más bien de primera hora de la tarde, Bob metió la botella vacía de whisky en el compartimiento para Cristal Transparente, entre Plástico Blando y Aluminio, y se sirvió zumo de naranja en un bol lleno de Cheerios. Unas abejas polinizaban cardos frente a la ventana. Los gatos tomaban el fresco en el sótano. En el piso de arriba se abrió una puerta y Louis apareció al poco rato, deslumbrado por la claridad. Tenía marcas rojas de almohada en la cara: los exasperantes glifos de dormir, que cada mañana significaban lo mismo, nada, de un modo diferente.

—¿La has llamado?

Bob no respondió. Cabizbajo, siguió comiendo Cheerios mientras Louis registraba la nevera, se bebía una gaseosa sin gas con sabor a cereza y se quedaba de plantón, cruzado de brazos, como un padre al que se le acaba la paciencia.

—¿Quieres que la llame yo? —dijo.

—¿Me dejas que termine de desayunar?

Louis se quedó como estaba un rato más. Salió de la habitación en un silencio inexorable.

Bob apartó el bol de cereales. Empezó a llamar a todos los Krasner de Albany, confiando en la bondad de la guía telefónica. Al cuarto intento obtuvo una voz grave de mujer con acento ruso, y supo que se trataba de la madre de Anna antes incluso de preguntar.

—No —dijo ella—. No está. Está en el extranjero.

—¿Tiene algún número de teléfono?

—¿Qué es lo que quiere? Dígame.

Bob le dio una versión reducida de la verdad.

—Ella no sabe nada sobre Sweeting-Aldren —dijo madame Krasner—. Nada en absoluto. No pienso darle su teléfono.

—¿Podría darle el mío, entonces?

—Quién es usted. Dígame. Quién. Qué es lo que quiere en realidad.

—Ella y yo éramos buenos amigos.

—Ya. Anna tiene muchos y muy buenos amigos. Vive en Londres. Tiene un marido estupendo. Tres hijos. ¿Qué es lo que quiere, que ella no tenga? No. No. Me niego a darle su número de teléfono. Pruebe en otro lado.

—¿No quiere darle el mío?

—Vive en Londres. Su teléfono no sale en el listín. Lo siento mucho.

Bob se tiró del pelo. Entonces madame Krasner le dio el número de Anna.

—Sale muy caro llamar —dijo—. No es como llamar aquí. Muy caro. Mire, ella tiene dinero. Vaya si tiene dinero. ¿Qué puede ofrecerle, que ella no tenga?

Era hora de cenar en Londres. Por las ventanas del comedor, Bob vio a Louis entre los pinos, con el sol convirtiendo en sombras los ojos detrás de sus gafas. Melanie había dejado un rastro de pintalabios en los agujeritos del auricular del teléfono. Marcó el número de Anna y al tercer tono ella misma contestó. Bob se identificó.

—¿Quién? —dijo ella.

—Bob Holland.

—… Ah, sí, Bob, ¿cómo estás?

—Escucha, Anna, estoy tratando de averiguar si Sweeting-Aldren perforó un pozo muy profundo en Peabody en 1970. ¿Tú recuerdas algo?

El silencio sibilante de la línea telefónica duró tanto que Bob empezó a pensar que al otro extremo no había nadie. Espectrales secuencias de tono parloteaban por debajo del siseo. En uno u otro continente un teléfono sonó una vez, dos veces. Entonces oyó carcajadas, de hombre y de mujer, un tumulto muy próximo a donde Anna se encontraba.

—Lo siento, Bob —dijo ella—. ¿Qué es lo que querías saber?

Bob repitió la pregunta. Se produjo un nuevo silencio, y luego más risas.

—Yo… En realidad, no lo sé, Bob. No puedo… responderte a eso —dijo Anna.

—¿Cómo que no puedes responder? ¿Tú crees que pudo haber habido un pozo?

—Bob, tenemos invitados. Lo siento de veras.

—He visto tu escrito —dijo él—. Sabes que existió ese pozo. Han estado bombeando residuos y eso ha provocado temblores de tierra. Tienes que decirme lo que sepas al respecto. No utilizaré tu nombre, pero necesito que me lo digas.

—Mira, Bob, lo siento pero he de colgar.

—Sólo di sí o no. ¿Había un pozo?

—Lo siento.

—¿Por qué no respondes? ¿Prefieres hablar con la prensa, o con la policía?

El siseo había cesado; Bob estaba hablando con nadie. Marcó otra vez.

—Anna…

—Bob, estoy ocupada y no quiero hablar contigo —su voz sonó firme, serena, enojada—. Es mejor que no llames más.

—Un sí o un no. Por favor.

—Lo siento, Bob. He de dejarte.

—Anna…

—Adiós, Bob.