Encontrar la casa de los Holland en Wesley Avenue siempre había sido muy fácil. Era la de los catorce pinos de Weymouth adolescentes apiñados en el angosto jardín delantero. Bob los había plantado en la primavera de 1970, a raíz de lo cual, y a lo largo de los años, había venido observando con aprobación cómo mataban el estrato basal con sus deyecciones ácidas y envolvían el patio en tinieblas. Los días laborables por la mañana, antes de ir andando al campus, Bob patrullaba el bosquecillo en busca de envoltorios de goma de mascar y envases de Whopper. Los fines de semana limpiaba de desperdicios las copas de los árboles con un rastrillo de mango largo, haciendo que los pinos se mecieran como perros zarrapastrosos sometidos por la fuerza a un cepillado. Se retorcían cuando los regaba a manguerazos para limpiarlos de contaminación sulfúrica.
En el patio trasero, detrás de un cercado alto que protegía los alegres jardines de un ingeniero y de un monitor de atletismo, Bob había permitido que el terreno retrocediese a la pradera illinoisiana que había depredado (como nunca se cansaba de explicar) la llegada de las destructivas y antieconómicas prácticas agrícolas de los europeos. Entre la vegetación, que llegaba casi hasta el pecho, vivían topos, serpientes, ratones, arrendajos y muchos, muchos abejorros. Había también cepos para cortacéspedes en forma de estaquillas metálicas ocultas en la maleza y que sobresalían diez centímetros del suelo. Bob las había colocado en 1983 después de que Melanie, al descubrir ratones en el dormitorio, pagara a un chico de los vecinos para que destruyese la pradera con una azada y un cortacésped. Ahora la pradera estaba aislada de la casa por una cerca baja de cadena, y los animalitos que cruzaban esa frontera eran devorados por Drake y Cromwell, los gatos que los Holland habían comprado al efecto. Periódicamente, Bob se aventuraba entre los abejorros provisto de guantes para arrancar arces jóvenes y otros intrusos de hoja grande.
La casa en sí, de la que sólo el tejado y la buhardilla de la tercera planta sobresalían aún por encima de los pinos, era curiosa por tener un salón semicircular y, justo encima, un dormitorio principal semicircular. Estas habitaciones, más el comedor y el porche delantero, pertenecían a Melanie. Ella las mantenía razonablemente limpias, y la gente que iba a la casa nunca veía la cocina edad del bronce ni el sótano edad de piedra, donde había pilas de ropa cuyos estratos inferiores databan de mediados los años setenta. Bob solía estar casi siempre en su estudio, que era la única habitación del tercer piso. Actualmente, y durante meses seguidos, los cuartos de los niños no recibían otra visita que el polvo llevado por el viento. Las puertas estaban siempre abiertas, no obstante, dejando ver los muebles como si fueran insepultos, sin el descanso eterno.
El viento que azotaba el rostro de Louis mientras subía por Davis Street era seco. Los céspedes pelados y sin regar estaba tan pardos ahora en junio como solían estarlo en agosto. Todas las casas parecían estar desiertas y como sumidas en un silencio de posgraduación, un abandono que el humo de barbacoas que se elevaba del solitario patio trasero de una casa hacía aún más absoluto.
Entre los pinos de su padre hacía más fresco. Rayos de luz amarilla caían sesgados entre una suspensión de polen amarillo, el sol colgando de las ramas como si no se hubiera movido en veinte años. El olor a resina era penetrante e inhibía todo movimiento de insectos. (Melanie decía a menudo que era como vivir en un cementerio). Pegado a la puerta principal había un mensaje escrito por Bob que decía: «Louis, estoy en el Jewel».
Fue directamente a su habitación en el primer piso, dejó la bolsa y se tumbó en la cama, abrumado por el calor y la inanidad del vecindario, y por el hecho de estar en casa. No sabía por qué se había decidido a ir. Cerró los ojos, preguntándose por qué, por qué, por qué, como si las palabras solas pudieran transportarlo al momento en que tomaría el vuelo de regreso cinco días después. Pero pensar en el viaje de vuelta le hizo pensar también en Boston. Se puso boca abajo y se tironeó la cara con las manos. Trató de pensar en algo, cualquier cosa, que le hubiera hecho sentirse feliz alguna vez, pero de los días que había pasado con Lauren no le quedaba ningún recuerdo placentero, y aunque con Renée había llegado a experimentar breves momentos de cierta felicidad ahora no conseguía recordarlos.
Sonaron teléfonos. Se levantó mecánicamente y fue a contestar al dormitorio de sus padres.
—¿Louis? —dijo Lauren. Parecía estar en el cuarto de al lado—. Te echo de menos.
—¿Dónde estás?
—En Atlanta, en el aeropuerto. ¿Has tenido un buen viaje?
—No.
—He estado pensando una cosa, Louis. ¿Sabes eso que dijiste de que no te veías viviendo en este país? Pues he pensado que podríamos irnos a alguna isla. Trabajaríamos los dos y ahorraríamos un poco, y podríamos montar algún negocio, un restaurante o algo así. Solos tú y yo. Podríamos tener hijos, ir a la playa y luego trabajar en el local —hizo una pausa, esperando alguna respuesta—. Suena estúpido cuando lo digo, pero no es ninguna estupidez. Yo creo que podríamos. Haré lo que tú quieras, y por mí cualquier sitio es bueno.
Louis escuchó su propia respiración saliendo de la nariz a intervalos regulares.
—Te parece una estupidez, ¿verdad? —dijo Lauren.
—No, no. Suena bien.
—No querías que te llamara.
—Tranquila.
—No, voy a colgar ahora mismo y no te volveré a llamar. Lo siento. Haz como si no hubiera sonado el teléfono. ¿Me prometes que harás como si no hubiera llamado?
—En serio, no pasa nada.
—La otra cosa que quería decir —Lauren bajó la voz— es que quiero hacer el amor contigo. Tengo muchas, muchas ganas. Quería decirte que siento que no lo hiciéramos cuando tuvimos la oportunidad. En cuanto subí al avión me puse a llorar porque no lo habíamos hecho. Y ahora —su voz empezaba a temblar—, ahora no sé si alguna vez podremos. Lo he estropeado todo, ¿verdad, Louis? Cuando estoy contigo soy muy feliz, procuro que todo sea perfecto. Pero luego cuando estoy sola…, cuando estoy sola quiero que todo sea como tú lo quieres.
La pausa que siguió fue muy larga, con sonidos respiratorios a ambos extremos de la línea.
—Sé fuerte —dijo Louis.
—Vale. Adiós.
Él quería colgar de una vez, pero no le gustó el tono de su «adiós». La palabra le acusaba de no amarla. Si la quería, ¿no le habría dicho que no se despidiera aún?
—Adiós —dijo Louis.
—Bueno —dijo Lauren, y colgó. Su tarjeta de crédito acababa de registrar otro pago.
Al oír el modesto pero penetrante ruidito de una bicicleta a contrapedal en el camino de entrada, Louis bajó a la cocina y encontró a su padre descargándose una mochila de la espalda.
—Hola, papá.
—Hola, Lou, bienvenido.
No había ningún indicio de los veintidós millones en la cocina. El linóleum seguía estando rasgado delante del fregadero y la puerta de atrás, el frutero contenía, como siempre, un plátano moribundo y una obesa y carnosa manzana, seguía habiendo el mismo lavaplatos arcaico con las letras borradas de sus botones y restos secos de detergente bajo la puerta que cerraba mal, las mismas ventanas sucias con la mosquitera puesta, telarañas y agujas de pino en los rincones, el mismo viejo desagüe con sus llagas herrumbrosas, el mismo frasco de lavavajillas genérico de los baratos con su costra rosada en la boca, y el mismo y viejo padre, parloteando a su estilo levemente divertido sobre la sequía local y sus probables causas globales. Bob iba vestido como un empleado de empresa de jardinería: pantalones azules con raya y vueltas, zapatos de Sears y una camiseta de Greenpeace oscura de sudor. Louis observó con irritación rayana en el desprecio mientras Bob se agachaba como una mujer delante de la nevera y traspasaba hortalizas de la mochila al cajón correspondiente. Las cervezas del estante superior seguían siendo Old Style. Louis cogió una, pasando la mano sobre el pelo que ya siempre sería más espeso que el suyo propio, oliendo aquellas axilas que desconocían el uso del desodorante.
—Te has dejado el clip en el tobillo —dijo.
Bob se tocó la pernera del pantalón, notando que el clip seguía allí, pero no se lo quitó. Una vez vaciada la mochila, la alisó y la dobló en dos.
Louis miró en derredor como si la cocina fuera testigo de algo a lo que hubiera de resignarse.
—Bueno, pues aquí estoy —dijo—. ¿Puedo saber por qué me mandaste el billete?
—Para que pudieras colgarme el teléfono —dijo Bob.
—Un sistema bastante caro de hacerlo. ¿O es que ahora el dinero no es problema?
—Si te preocupa eso, podrías pintarme el garaje. Y primero lo rascas bien. Pero no, si hemos de atenernos a la lógica, no hay ningún motivo para que estés aquí. No hay motivo para que yo me preocupe por saber si eres feliz o infeliz, ningún motivo para que tú y tu madre no podáis seguir amargándoos la vida mutuamente y desuniendo al resto de la familia.
Louis miró al cielo invisible, poniendo de nuevo a la cocina por testigo.
—Deduzco que ella está en Boston.
—Se marchó el jueves.
—Es curioso cómo se lo monta para que yo me entere de que está allí.
—Sí, ya sé que no te llama. Pero el hecho es que ahora tú tampoco querrías verla.
—Ya —Louis asintió—. Es todo un detalle por su parte. Como sabe que yo no querré verla, me ahorra la molestia de rechazar una invitación. Es de un tacto que te cagas.
—Lou, es por esto por lo que quería verte.
—¿Esto? Esto ¿qué? ¿Tengo una conducta reprobable? ¿Soy poco simpático con mamá? —tragó un poco de cerveza, hizo una mueca—. ¿Cómo puedes beber esta bazofia? Es pura vesícula con burbujas.
—Pensé que quizá tendrías ganas de venir —dijo Bob, decidido a no dejarse provocar—. Es evidente que estás enfadado, yo pensé que si entendías mejor por qué tu madre, por ejemplo, se comporta como lo hace…
—Entonces comprendería, la aceptaría y la perdonaría. ¿Es eso? —Louis le desafió a contradecirlo—. Me dirías lo dura que es la vida para mamá, lo dura que es la vida para Eileen y que yo, en cambio, llevo una vida relativamente regalada, y como resulta que a mí me van tan bien las cosas yo diría, Caray, mamá, lo siento de veras, haz lo que te dé la gana, lo entiendo perfectamente.
—No, Louis.
—Pero lo que no comprendo es de dónde sacáis todos la idea de que para mí todo es tan fácil. Tú vives con ella en esta casa, la ves cada día, pero no le puedes decir, Caramba, Melanie, ¿no crees que te estás portando mal con Louis? En vez de eso me haces venir en avión para que sea yo, y no ella, el comprensivo.
—Lou, ella se hace cargo, pero no lo puede evitar.
—Ya, pues yo tampoco. Y por eso no quiero saber nada más de ella. Mamá no puede evitarlo. Yo no puedo evitarlo. Punto.
—Tú sí que puedes evitarlo.
—¿Cómo? ¿Qué? —preguntó a la cocina en general—. ¿Porque a los diez años fui elegido Míster Comprensión? ¿Porque a los hombres todo se les pone fácil?
—En parte, así es.
—¿A mí me resultan fáciles las cosas? ¿No a mamá, que puede hacer lo que le dé la real gana y luego decir que no lo puede evitar? ¿No a Eileen, que como tú sabes se pone a llorar siempre que no puede tener lo que quiere? ¿Lo dices en serio? Qué arrogancia, por Dios. Yo sólo digo que no soy mejor que ellas. ¿Qué hay de malo en eso?
—¿Qué problema tienes exactamente con ella?
—Mira, no pienso ponerme a hablar de todo esto.
—¿Por qué?
—Porque no tengo ganas.
—Porque te avergüenzas. Porque sabes que es indigno de ti.
—Ah, ya. Cuéntame algo más sobre ese problema que tengo.
Bob siempre estaba dispuesto a aceptar una invitación al sermoneo. Cogió el plátano medio negro y, sosteniéndolo ante sus ojos, empezó a pelarlo.
—Puede que sea la vieja idea romántica de la izquierda —dijo en su tono pedagógico-profesional—. Yo os veo a ti y a Eileen como los dos términos de la ecuación nacional. Eileen es la clase de persona que cree necesitar riqueza y lujos, mientras que tú eres la clase de persona que…
—Que dice al cuerno, yo con alubias y arroz me apaño.
—Sí, ríete de mí, pero es lo que parecía —Bob empezó a comerse el plátano; nadie más en la familia habría tocado uno que estuviera tan negro—. Yo pensaba que compartíamos ciertas opiniones. Y antes solía creer que en este país había muchísimas personas que sólo querían un empleo decente, una vivienda decente, una sanidad decente y satisfacciones no materiales de primera clase. Porque parecía que la gente tenía que ser así. Pero luego en los ochenta esto resulta ser tan utópico como todas mis otras ideas. Resulta que la gente honesta y trabajadora de este país tiene la misma codicia consumista que la burguesía, y hasta el último bicho viviente sueña con disfrutar de los mismos lujos que Donald Trump y mataría a su vecino para conseguirlos, si eso ayudara.
—Ah. O sea que soy codicioso —dijo Louis—. Soy un Donald Trump como cualquier hijo de vecino. Ése es mi problema con mamá: quiero una casita monísima como la de Eileen, y quiero tener mi vídeo y mi BMW y estoy cabreado con mamá porque ella se niega a dármelo. ¿Ésa es la conclusión a que has llegado?
—Estás de morros porque le ha prestado dinero a tu hermana.
—Pues mira, aunque fuera ése el problema, cosa con la que no estoy de acuerdo, se trata de una cuestión de justicia, de sinceridad. Mira, a tu clase obrera le importarían un comino los BMW si no tuviera que ver a todos esos ricos imbéciles paseándose al volante y hablando por sus teléfonos privados. Y antes de que me cortes: no he dicho que Eileen sea una rica imbécil. Y tampoco que yo tenga necesariamente un problema con ella.
—Sí, entiendo —dijo Bob, terminándose tranquilamente el plátano—. Simplemente ves una oportunidad de torturar a tu madre sin dejar de tener la razón.
—¿Yo? ¿Estás de broma? ¡Pero si procuro no verla ni en pintura! ¡Estoy tratando de borrarla de mi cerebro! Por cierto, eso es ni más ni menos lo que ella me pidió. Hagamos como que no ha pasado nada, me dijo, ¿y qué te crees que he intentado hacer? A mi manera estúpida y confiada, claro. No sé de dónde sacas eso de que la estoy torturando. Fui a hablar con ella una vez, sólo una, cuando descubrí que a nadie más se le pedía que fingiera que todo esto no había pasado; a Eileen no, quiero decir. Me concedió cinco minutos, nada más. Y ahora vienes tú diciendo que ojalá yo no hubiera sido tan «materialista» como Eileen. Pues… ¡quizá no lo era! Quizá era el chico perfecto y desinteresado que siempre quisiste que fuera. Pero a mí nadie me da las gracias, y luego vas tú y me machacas con lo «decepcionado» que estás, lo inocente que eras, me comparas con la clase obrera que nunca parece actuar como los marxistas quieren que lo haga. Mira, no me extraña que los currantes acabemos queriendo ser como Donald Trump. Usted perdone si le hemos decepcionado. ¿Tú crees que tengo ganas de decepcionarte, cuando la única justificación posible que tengo para vivir esta puta mierda de vida que llevo es que a lo mejor mi padre piensa que no es tan mierda al fin y al cabo? Pero naturalmente tú no lo ves, porque no tienes la menor idea de cómo soy en realidad, porque durante veintitrés años has estado demasiado colocado para enterarte. Hablas de inocentes, hablas de tontos, pues mírame bien.
Bob había abierto mucho los ojos, como si de repente alguien le hubiera acuchillado por la espalda. Louis, tragando aire a bocanadas, bajó la vista al suelo.
—Y estás dolido, papá, lo sé y lo siento. He exagerado la nota.
—No, tienes razón —dijo Bob, volviéndose hacia la puerta—. Has dado en el clavo.
—Sí, claro, ahora salte por la tangente. Hazme sentir que soy el invulnerable de la familia, ¿no? La única persona que no está abrumada de culpa y de angustia.
—No tengo nada más que decir.
—Te escapas. Mamá se escapa. Eileen se escapa. ¿Qué quieres que piense sino que soy yo el único que tiene el problema? Que siempre tengo la jodida razón, ¿es eso? —estaba hablando a un umbral vacío—. No sé qué es lo que estoy haciendo mal. ¿Qué estoy haciendo mal?
Pudo oír el crujido de unos escalones de madera.
—¿NO TE ALEGRAS DE QUE HAYA VENIDO A CASA?
Bob Holland era oriundo de una pequeña población al norte de Eugene (Oregón). En la costa Este, en Harvard, había escrito su tesis doctoral sobre los orígenes de la especulación de la tierra en el Massachusetts del siglo XVII y había conocido a Melanie, a quien empezó a acechar implacablemente pero no logró capturar hasta que regresó a Boston tras dos años de posdoctorado en la Universidad de Sheffield, Inglaterra. El joven matrimonio Holland llegó a Evanston con los primeros años sesenta y concibió a Eileen el mismo mes en que a Bob le ofrecieron la permanencia. Durante unos años fue la estrella del Departamento de Historia, sus clases sobre la América colonial y la industrialización eran muy concurridas, ponía exámenes con preguntas como «Describa lo que podría haber pasado» o «¿Fue eso una mejora?», concediendo sobresalientes y notables a porrillo. Cultivaba marihuana en el tejado, convirtió su jardín en una jungla, iba en autobús a Washington. El sótano de su casa acogía reuniones de activistas. Conoció los efectos del gas lacrimógeno y pasó una noche en la cárcel, una sola.
Sin embargo, como todo el mundo sabe, el espíritu de aquellos días pronto degeneró en violencia, libertinaje, excesos, apropiación comercial y desesperación. Cada nuevo contingente de estudiantes incluía más acicalados y menos alegres sujetos que el año anterior. Bob consiguió cultivar la militancia en algunos de ellos, pero la historia y las cifras iban contra él y su mente estaba demasiado revuelta por la frustración y los alucinógenos para permitirle abrirse paso en un entorno cada vez más hostil. Ya en 1980, tanto los estudiantes como el profesorado lo tenían en la lista de viejos marxistas pelmazos.
Los Pelmazos eran exclusivamente varones. Tenían su propio rincón en las reuniones del profesorado, lejos de los ahora envalentonados conservadores de pajarita, de la recién contratada minoría con sus impactantes trajes étnicos, y de todos los críos, izquierdistas o no, con sus minifaldas ceñidas y sus americanas de pata de gallo. Los Pelmazos iban despeinados y tenían la cara colorada. Llevaban camisas de franela y chalecos. Intercambiaban entre ellos las conspicuas sonrisas de quienes se exhiben en estado de ebriedad y eso les parece gracioso. Veían fascismo por todas partes —en la administración, en los bares, en la librería— y así lo hacían constar en voz alta. Proponían a Jerry García y Oliver North como oradores en la entrega de diplomas. Levantaban la mano durante los debates sobre planes de estudios e intentaban colar comentarios divertidos sobre drogas psicodélicas para que constaran en acta. Respecto a las drogas psicodélicas eran todos de lo más nostálgico.
A falta de apoyo público para un asalto contra la sociedad en general, los Pelmazos se sublevaban contra la única autoridad que conocían, o sea la universidad. Jamás faltaban a una fiesta o una recepción. Se agrupaban en torno a los canapés o las copas que la universidad hubiera costeado, y entonces, con caras largas pero guiñando el ojo de vez en cuando como los conspiradores que creían ser, consumían por valor de muchos dólares. Se deleitaban en abusar de sus privilegios, en llevarse montones de libros de la biblioteca para no devolverlos nunca, en machacar las fotocopiadoras del departamento y en insistir en su derecho a traer conferenciantes invitados —algún ex yippie, algún oscuro funcionario llegado de Rumania o de Angola—, a cuyas charlas sólo acudían los propios Pelmazos, ávidos de merienda. Enfrentados a sus iguales, solían recurrir a un viejo silogismo: La sociedad está corrupta, esta universidad es producto de la sociedad, luego esta universidad está corrupta.
En el departamento de Bob había Pelmazos que no habían visto un trabajo publicado desde tiempo inmemorial. Cuando salía a colación el tema de las publicaciones, estos individuos consideraban sus carreras truncadas con el gesto orgulloso y resignado de aquel a quien le han amputado un miembro. Los Pelmazos enseñaban Geología a los tíos cachas, daban seminarios sobre cultura popular y cursos de Historia de Rusia cuyo programa no había cambiado en tres decenios.
Bob, paradójicamente, era un buen profesor. Incluso en lo peor de la era Reagan, cuando se ponía ciego cinco tardes a la semana, se enfrascó en el estudio de fuentes primarias y secundarias y descubrió muchos y muy maravillosos hechos históricos, revelaciones que, privadas de su halo cannabidiólico por el sobrio resplandor del PC, todavía conservaron el suficiente brío como para servir de base a un libro titulado Poblar la Tierra: Dios, la selva y la Massachusetts Bay Company y para dos artículos sobre wampum[24], pieles de castor y espirales inflacionarias, todo ello escrito en una prosa fluida y publicado en medios muy respetables.
Era fundamentalmente Melanie quien mantenía a Bob a raya. Pese a que él disfrutaba provocándola y tomándole el pelo, temía que ella le perdiera el respeto. Melanie no habría pisado el campus más de una docena de veces en veinticinco años, de modo que Bob podía ponerse en evidencia siempre que quisiera, pero fuera del campus se cuidaba de mantener la dignidad. Por Melanie se peinaba con brillantina y se ponía uno de sus prehistóricos trajes y la acompañaba a conciertos o a la ópera y sesteaba en su butaca hasta que terminaba la obra. Soportaba innumerables cenas con los amigos de facultad de Melanie, cuyos maridos al parecer habían sido (o eran) miembros de la Bolsa y sin embargo no conseguían de él más que una carcajada cuando se ponían a hablar de política. Durante meses seguidos, cuando Melanie tenía ensayos o actuaba en la Theatrical Society, Bob se encargaba de preparar la cena para Louis y Eileen. Melanie le gritaba y gritaba a los niños; él se tapaba los oídos y sonreía como si ella estuviera en escena y actuando muy bien; ella gritaba aún más y él se iba arriba y ella le seguía, sin dejar de gritar; pero cuando volvía a presentarse ante los niños estaba acalorada y a veces colorada. Los niños nunca comprendieron lo que era obvio, que el hombre de la casa estaba locamente enamorado de la mujer y que la mujer no era del todo inmune al hombre, pero sin duda captaban la idea general. Eileen sentía compasión y cariño por su padre. Louis sentía una vergüenza enfermiza.
Atardecía ya el lunes cuando Louis regresó a Wesley Avenue de una larga excursión a Lake Forest. Había encontrado la amplia e insulsa casa donde se había criado Renée. Había comido dos grandes raciones de patatas fritas por el camino. Ahora el viento y la luz habían expirado y Wesley Avenue estaba tan desierta —el barrio entero tan desprovisto de seres humanos en vigilia— que daba la impresión de que el día no hubiera tenido lugar o que, como mucho, hubiera dejado constancia en los anales con un simple asterisco. Sobre Dewey School, alma máter de los hermanos Holland, vio desvanecerse la estela naranja de una botella convertida en cohete y luego un resplandor blanco. La humedad atenuó el estallido.
Louis entró en la casa mal ventilada y se bebió dos vasos de té con hielo. Se quitó la camiseta, la estrujó y se puso una nueva. Cada paso que daba escaleras arriba la temperatura parecía subir un grado, y el olor a madera vieja y yeso tibio aumentaba. Del cuarto de Bob salía luz suficiente para iluminar la amarillenta cita pegada a la puerta, ahora entornada:
Pues yo pregunto: ¿En cuánto estimaría un hombre diez mil o cien mil hectáreas de excelente tierra bien cultivada, y bien surtida de cabezas de ganado, en mitad de las regiones interiores de América, donde no tuviera esperanza de comerciar con otras partes del mundo para obtener Dinero mediante la venta de sus productos agrícolas? No valdría ni el coste de cercarla, y sin duda veríamos a ese hombre entregar de nuevo al salvaje Común de la Naturaleza todo aquello que no sirviera para cubrir las primeras necesidades de él y de su familia.
JOHN LOCKE
No olía a humo reciente, y Louis llamó primero con los nudillos antes de empujar la puerta. Su padre estaba sentado frente a la ventana, frotándole la cabeza a Drake y contemplando las aspas del ventilador que despedía aire hacia él. La mitad del suelo desnudo estaba cubierto de precarios montones de fotocopias de los que sobresalían post-its a modo de banderitas. En la pared, detrás del Macintosh, había una foto en blanco y negro de Eileen; tenía unos cuatro años, el pelo corto, carita de duende y los ojos enormes, y llevaba una diadema de margaritas en el pelo.
—Mira —dijo Louis—, no hace falta que digas nada. Sólo quiero que sepas que hago lo que puedo. No necesito que me digan lo desastre que soy. Ahora mismo no es que me ayude mucho. Yo ya me siento como el mayor gilipollas de todo el planeta, sabes.
Drake le miró con hartazgo teñido de celos. Bob habló hacia el ventilador:
—Nunca he dicho que seas un desastre. Yo, precisamente, no tengo ningún derecho a decir tal cosa. No te imaginas hasta qué punto tengo un gran concepto de ti.
Louis dio un respingo.
—Eso tampoco tienes que decirlo. Mira, es mejor que lo dejemos ahora que aún estamos a tiempo.
—E imagino que ese gran concepto que tengo de ti ha dado pie a expectativas poco razonables. Yo esperaba que aunque estuvieras enojado con tu madre serías capaz de entender lo que le está pasando. No puedes culparme por intentar explicarte la situación. Yo no puedo quedarme al margen mientras esa locura de tu abuelo destruye a la familia. Tengo que hacer algo.
—Ajá. Como qué.
—Como decirte que te queremos.
Louis pudo no haberle oído. Se volvió hacia un estante de la biblioteca y rozó los lomos de los libros. Luego cerró la mano y dio puñetazos a los lomos. Con los dedos doblados se tironeó de los brazos y del pecho como si estuviera cubierto de corrupción.
—¡No digas eso! —su voz fue un chillido ahogado, totalmente insólito para él—. ¡No vuelvas a decirlo!
Su padre hizo girar la butaca. Drake saltó de su regazo y salió en tromba de la habitación.
—Lou…
—Al cuerno el amor. Que se joda —Louis descargó la cabeza contra el marco de la puerta. Salió como un rayo y se dejó caer en el descansillo, agarrándose la cabeza y sintiéndose escindido entre lo que sentía y lo que conocía como su capacidad, aún facultativa, de dominarse. Abrió los ojos y experimentó un instante de claro vacío, una simultánea puesta a cero de todas las ondas cerebrales. Entonces su padre se arrodilló junto a él y le rodeó con sus brazos, y los ojos le ardieron y terribles aguijonazos de dolor brotaron de su pecho. Estaba llorando, y ya no había forma de recuperar el orgullo y el respeto hacia sí mismo que había sentido antes de romper a llorar. Lloraba porque la idea de dejar de hacerlo y ver que aquel yo que tanto le había gustado estaba llorando en brazos de su padre era insoportable. Parecía como si en su cerebro hubiera un órgano específico que bajo estímulos extremos producía una sensación de amor, una sensación más intensa que cualquier orgasmo pero también más peligrosa, porque era menos discriminada todavía. Uno podía acabar amando a sus enemigos, a pedigüeños sin techo y a padres ridículos, personas con las que le había sido fácil mantener las distancias y respecto a las cuales, si en un momento de debilidad se permitía amarlas, adquiría entonces una responsabilidad eterna.
Sin venir a cuento, Bob retiró los brazos. Sus ojos tenían una expresión funesta. Bajó a la cocina, rompió el sello metálico de una botella de Johnnie Walker y empinó el codo. Hubo de practicar una felación, metiéndose el cuello de la botella hasta la campanilla para que el pitorro de plástico dejara de mancharle la barbilla de whisky. Los gatos intentaron trepar piernas arriba, suspirando por la botella. Bob les llenó el plato del agua. Oía a su hijo sollozar dos plantas más arriba.
Lo encontró extrañamente apoyado en el poste de la escalera con las gafas quitadas, los ojos rojos y menudos, el cuello de la camiseta maltratado. Louis miró a su padre, que estaba a contraluz, torciendo estúpidamente la vista.
—¿Te sientes un poquito mejor? —Bob le dio una patada en son de broma, primero con un pie y después con el otro.
—¿Para qué me das patadas? No hagas eso.
—Perdona.
Louis suspiró. Se sentía aliviado, como si le hubieran liberado de una gran tensión o de un veneno. No le importaba gran cosa que su pensamiento estuviera en estado ruinoso.
—Hay algo que quería decirte.
—Lo que quieras.
—Vale. Gracias —Louis reintegró a su organismo un buen volumen de moco—. Es sobre la empresa de mamá, Sweeting-Aldren. Sólo quería decir que ellos están causando los terremotos.
—¿A qué te refieres?
—Pues exactamente a eso: a que son la causa de los terremotos que ha habido en Boston. Esta chica con la que estaba viviendo… Esta chica con la que vivía… Esta mujer a la que acabo de hacer una putada… —Louis miró al frente, de nuevo a punto de llorar—. Es sismóloga, sabes. Es una persona maravillosa, y yo acabo de hacerle una trastada, básicamente acabo de perderla. Ni siquiera sé por qué ha pasado. Bueno, sí sé por qué, y es porque ella es mucho mayor que yo…, es porque yo la quería mucho. Papá. Porque la quería muchísimo. Y hay otra persona que sí es de mi misma edad… Resulta que vino de Houston.
Miró desconsolado a su padre. Luego apretó los ojos con fuerza, su cara un cuadro de arrugas.
Bob se acuclilló delante de él.
—Llámala.
Louis negó con la cabeza.
—La cosa es complicada. No se pone al teléfono, y tampoco sé si quiero hablar con ella. No creo que pudiera —se apartó un poco, temeroso de que Bob volviera a tocarle—. Prefiero no hablar de esto. Sólo tenía una cosa que decir, y era que esa empresa es la causante de los seísmos, y que procuraré que se la carguen, y sé que mamá tiene muchas acciones, y no pensaba decírtelo pero ya lo he hecho, y por mí puedes decírselo. Eso es todo.
—Has dicho que son los causantes.
—Sí.
—¿Está segura esa mujer?
—Sí.
Entonces Bob quiso saberlo todo. Atareado como el mánager de un boxeador, le proporcionó a Louis papel higiénico para que se sonara, se lo llevó a la cocina y le hizo sentar y le dio agua helada y Johnnie Walker… y lo abrumó a preguntas. Tratando de explicarse sin la ayuda de Renée, Louis pensó que la hipótesis hacía aguas, pero Bob se reía mientras cortaba hortalizas y carne y lo sofreía todo, subrayando cada nuevo paso lógico con un «¡Estupendo!» o un «¡Excelente!». Su manera de encajar toda la información fue tan metódica como admirable su manera de hacerla suya. Una vez en la mesa, con cada bocado que levantaba sirviéndose de unos palillos (Louis usó el tenedor) encajaba un nuevo dato sobre la situación.
—Nadie sospecha de la empresa —dijo, hincando el diente a un trozo de zanahoria— porque los terremotos son a gran profundidad.
—Correcto.
—Y los temblores que hubo en Ipswich no están relacionados —una tira de carne—. Son la coartada.
—Correcto.
—Igual que en Nueva Jersey, cuando el viento sopla hacia la costa todas las empresas doblan sus emisiones porque nadie puede pillarlos. Los terremotos de Ipswich son el viento soplando de componente oeste.
—Correcto.
—¡Magnífico! ¡Cojonudo! —una vaina de guisante—. ¿Y cómo demuestra ella que hay un pozo de esa profundidad?
Louis deseó que su padre no insistiera tanto en que la idea era de ella.
—Ha estado, hemos estado buscando fotos o algo. Pero en concreto sólo hay esos dos artículos.
De su plato manchado de tamari, Bob cogió una cabezuela de brécol y la sostuvo a la altura de los ojos, dándole vueltas como a una idea y frunciendo el ceño.
—Hay un problema —dijo—. Supón que ella no puede demostrar que se perforó ese pozo.
—Estamos en ello.
—No, no, no. Hay un problema —Bob se volvió para mirar hacia la puerta del sótano. Luego se puso de pie y bajó. Al cabo de un rato volvió con un Atlantic Monthly.
—Come, come —dijo, tomando asiento. Sacudió el polvo de la revista y le mostró la cubierta a Louis: EL ORIGEN DEL PETRÓLEO, febrero de 1986—. Tu madre está suscrita —dijo—. Y yo la leo.
Louis miró la revista con inquietud. El artículo principal hablaba del científico que Renée había mencionado, un tal Gold, según el cual el petróleo se originaba muy en el interior del planeta. Que le diera miedo abrir la revista (miedo a ver refutada la teoría de Renée) decía bien poco en favor de su amor a la verdad. Si Renée se equivocaba, Louis prefería no saberlo.
Bob cogió la revista y hojeó el artículo de portada, recorriendo las columnas con el dedo. Cuando llegó al final, meneó la cabeza.
—De Sweeting-Aldren, nada. Y créeme, si hubiera habido algo me habría dado cuenta cuando lo leí. Pero, en serio, no quiero que pienses que no estoy convencido, porque lo estoy, porque conozco a esta gente y me cuadra con lo que dices. Pero leyendo este artículo te das cuenta de que uno no perfora un pozo así como así. Tiene que haber unas condiciones geológicas especiales para recoger el petróleo que sube a la superficie. Estoy seguro de que la empresa perforó un pozo donde poder bombear sus residuos, pero no creo que perforaran seis mil metros si con ciento cincuenta tiraban. Y lamentablemente la teoría de tu amiga cae por su propio peso a menos que el agujero sea muy profundo. Si la Geología no miente en Massachusetts occidental, cualquier agujero en esa región tendría que ser muy hondo. Pero si está en Peabody, sólo puede ser bastante superficial.
Louis estaba seguro de que Renée habría tenido una respuesta.
—Supongo que pensaron que a lo mejor sacaban petróleo.
—Vamos, Lou —Bob se inclinó desafiante—. Ha de tener lógica hasta en los detalles. Si tú me enviaras esto como un trabajo a revisar, te suspendería ahora mismo. El petróleo es barato en 1969. Los pozos profundos son tremendamente caros. Para verter residuos basta un agujero no muy hondo. La teoría de tu amiga implica un agujero muy profundo. Esta revista (de acuerdo, no es la Biblia, pero bueno) me dice que la teoría del petróleo a gran profundidad no se desarrolló hasta finales de los setenta. Está basada en sondas espaciales de los primeros años de esa década. Aunque alguien tuviera una teoría en 1969 (cuando nadie se preocupaba por el petróleo y cuando, por cierto, Sweeting-Aldren tenía unas ganancias anuales de más de cuatro dólares por acción), debió fundamentarse en falsos indicios.
—Eso es lo que dijo Renée. Era un mal trabajo, pero de alguna manera anticipaba una teoría posterior.
—Pero un mal trabajo es un mal trabajo. ¿Cómo va a saber la empresa que esa teoría tiene futuro?
Louis se encogió como un alumno pillado en falta.
—No lo sé. Pero todo lo demás tiene sentido.
—¿Recuerdas el nombre del autor? No sería Gold, ¿verdad?
—Vamos, hombre —Louis apartó el plato—. Sé perfectamente quién es Gold. No, éste se llamaba Krasner. Un tipo que, bueno, dejó de publicar y no tenemos ni idea de qué hizo después —miró a su padre—. ¿Qué ocurre?
Bob se había levantado de la silla. Estaba mirando el armarito de las bebidas, gravitando hacia él. Se había puesto repentinamente pálido.
—¿Qué pasa, papá?
Bob giró en redondo como en respuesta al sonido de su voz, no al contenido. Le miró sin expresión alguna:
—Krasner.
—Venga ya. No me digas que conoces a ese tío.
—Tía.
—¿Una mujer? —una semilla de temor brotó en el estómago de Louis.
—Anna Krasner. Fue novia de tu abuelo.
—¿Tú cómo lo sabes?
Bob contestó despacio, hablando para sí:
—Porque el viejo Jack hizo para que yo lo supiera. Siempre quiso asegurarse de que estuviera al corriente de todas sus posesiones.
—¿De qué año estamos hablando?
—Del sesenta y nueve.
—¿Estaba casado entonces? Con Rita, quiero decir.
Bob negó con la cabeza.
—Todavía no. Faltaban tres años —leía mensajes en la pared que Louis no podía ver, mensajes preocupantes, amargos. Luego, bruscamente, recobró la compostura y se sentó.
—¿Te encuentras bien? —dijo.
—Sí, muy bien, borracho —dijo Louis.
—Creo que podría dar con ella, si quieres.
—Sería genial.
—Tú no recuerdas bien a Jack, ¿verdad?
—Para nada.
—No era una persona muy…, no era un ser común y corriente. Por ejemplo, Anna Krasner era una mujer guapísima, tenía cuarenta y cinco años menos que él. Cuando descubrimos que el abuelo se había vuelto a casar, yo creí que era con ella. Pero no, fue con Rita, una mujer que nadie encontraba especialmente atractiva. A mí, francamente, me parecía un adefesio. La habíamos conocido en la fase de ligue, cuando era la secretaria de Jack, pero de eso hacía varios años. Yo había supuesto que Rita ya no contaba. Y de muchos hombres no te habría sorprendido esa elección, pero de Jack sí. Lo primero que miraba, aparte de que fuesen guapas, era la edad que tenían.
—Entiendo.
Una polilla impactó en la mosquitera de la puerta de atrás, incapaz de seguir el olor a pradera que se filtraba dentro. Un animalito hizo crujir la hierba alta. Los gatos cruzaron la cocina en fila india y pegaron sus bigotes a la mosquitera. Bob preguntó qué planes tenían, Louis y Renée.
—Procurar que la empresa pague —dijo Louis—. Pero discrepamos sobre el momento de actuar.
—Habrá que decírselo a tu madre antes de hacer nada.
—Está bien.
—¿Habías pensado en eso?
—Procuraba no hacerlo.
Bob asintió con la cabeza.
—Ésa es otra de las excentricidades de Jack: por qué puso todo su dinero en acciones de Sweeting-Aldren. No es que lo hubiera ganado todo en acciones y luego no hubiera sabido darle juego. Los documentos muestran que tenía una cartera de valores bien equilibrada hasta los primeros años setenta, cuando redactó su nuevo testamento, imagino que después de casarse con Rita. Luego se jubiló de Sweeting-Aldren y fue comprando acciones sistemáticamente hasta que sólo quedó eso. Una locura que a tu madre ya le ha costado un montón de dinero.
—Mira cómo lloro.
—Lo que no acabamos de entender es por qué lo hizo. Jack era un hombre de la empresa, su fortuna se gestó allí, y no te imaginas las veces que me dijo que era la compañía mejor administrada de todo el país. Tantas como las veces que yo le vi. Una docena. Pero si le encantaba el dinero también le encantaban las mujeres guapas, y Jack no era ningún estúpido. No le veo dejándose llevar por los sentimientos para tomar una decisión así. Tuvo que haber algo de codicia en todo eso. Por ejemplo, el canadiense que era dueño de una cadena de almacenes, un tal Campeau. Metió todo su dinero en su propia compañía, y el dinero de sus hijos también, estoy hablando de unos quinientos millones. Y de la noche a la mañana las acciones habían perdido casi todo su valor. Si eres codicioso y crees en ti mismo, supongo que piensas ¿para qué invertir dinero en cosas que no den el máximo beneficio?
—Y por qué no.
—Te lo voy a decir. Porque compró acciones a cualquier precio y a cualquier porcentaje. Cada vez que algo suyo vencía, lo cambiaba por acciones ordinarias de Sweeting-Aldren, sin importar el precio. Y esto fue después de haberse jubilado. ¿No te parece una conducta poco racional?
—Sí, supongo, si yo entendiera algo de acciones.
Bob se inclinó al frente, los codos apoyados en las rodillas, y fijó en Louis sus ojos entusiastas y enrojecidos.
—La amiga de Jack —dijo— trabaja de química en la empresa. La empresa perfora un pozo de residuos tres o cuatro veces más profundo de lo necesario. La mujer desaparece. Jack se casa con un adefesio. Convierte todo su capital a acciones de la empresa, al coste que sea. Cuando muere lo lega todo al adefesio en un fondo fiduciario. ¿No te das cuenta?
Si otra persona le hubiera hecho la misma pregunta, o si se la hubieran hecho en cualquier otro momento de los últimos diez años, a Louis sólo le habría puesto de mal humor, en el sentido de que si alguien tenía algo que decir, que lo dijera y basta. Ahora, no obstante, sentía vergüenza y desconcierto por no entender lo que su padre insinuaba. Le dio vergüenza tener que negar con la cabeza.
—No —dijo—. Tendrás que explicármelo.