11

El mapache se despertó hambriento y sin haber descansado. Había apenas un brillo de luz en el agua tranquila, bajo el saliente donde había dormido. Pegadas a las paredes y entre la inmundicia de las estrechas charcas salpicadas de piedras pasaban ratas que, como cada anochecer, migraban desde el ayuntamiento hasta los contenedores de Union Square. El mapache se levantó con un bostezo y se desperezó, la barbilla pegada al suelo como un musulmán en oración.

A veces, cuando bajaba de su saliente, correteaba por el agua sin ton ni son, asustando a las ratas y viceversa; a veces corría durante más de una manzana y luego paraba con los bigotes tiesos y escudriñaba aquella empapada oscuridad negra como la tinta, y entonces, como si la negrura fuese una barrera de hormigón, daba media vuelta.

Esta noche decidió ir cuesta abajo. La luz de la calle se colaba allá arriba por los agujeritos y las rendijas. Pata sobre pata, trepó por la escala de hierro que utilizaba casi siempre. A media ascensión giró y empezó a bajar de cabeza, luego se dio la vuelta una vez más, subió hasta arriba y se asomó a la rendija. Entre parachoques de automóvil pudo ver la oficina de correos. Nunca salía por aquella rendija. Cada noche se acordaba de haber estado allí incontables veces, pero el recuerdo era más débil que el hábito, así que acababa por desandar el camino arriba y abajo de la escala de hierro. Estos y los otros movimientos que repetía cada noche eran como una penitencia.

Las ratas eran como una penitencia. Las había a montones, y él en cambio era uno solo. El mundo se ramificaba, se movilizaba y giraba a su alrededor, gris y hostil como las ratas. El hecho de ser más grande y más inteligente no le servía de nada; ante las ratas se volvía torpe y vulnerable. Aunque ellas procuraban evitarlo en los túneles, eran tantas que se sentían a salvo. Si le sorprendían, él erguía los hombros como un gato enfadado, bufando impotente mientras las pequeñas malvadas se escabullían en la oscuridad. Eran grandes nadadoras.

El mapache era más grande también que ardillas, conejos y zarigüeyas, y más listo y mejor proporcionado, pero para variar ellos eran muchos y él uno solo. El mundo de la ardilla quizá no fuera otra cosa que árboles y bayas, un neurótico ir de acá para allá, pero el hecho de pertenecer a una población numerosa cuyos miembros hacían exactamente las mismas tonterías daba una sensación de familiaridad (una confianza, un abandono). Solitario y omnívoro, el mapache no veía otro motivo para trepar a un árbol que el placer que le proporcionaba obedecer a ese instinto. Las ramas altas, sus preferidas, se doblaban peligrosamente bajo su peso. Y cuando una ardilla caía se retorcía en el aire a velocidad de vértigo, saltaba de rama en rama y salía disparada en cuanto tocaba el suelo; pero el mapache, cuando caía, lo hacía estrepitosamente, dando palos de ciego en su intento de agarrarse a algo y refunfuñando para aterrizar después hecho un guiñapo. Se encontraba a gusto en muchos entornos diferentes, pero en ninguno sentía realmente que estuviera en casa.

Al llegar al fondo del túnel salió por un sumidero sin reja a los terrenos del tren de cercanías. El tráfico circulaba por puentes salvando el silencio que presidía aquella escombrera de la parte baja de Somerville. La brisa marina traía docenas de olores nutricios, pero pocos tenían la agudeza del forraje inmediato. Las señales de vía eran verdes y rojas en ambas direcciones.

Bajo un puente que durante el día tenía mucho tráfico peatonal comió un pedazo rancio de donut de crema y las migas de un paquete de donuts rosa y naranja. Comió un corazón de manzana y varios malvaviscos, una novedad. Se comió una polilla.

Subiendo por Prospect Hill había buenos gusanos, buenas manzanas silvestres y mucha basura orgánica, pero también había perros. A veces, en el momento más inoportuno, una puerta se abría de golpe y un mastín con los dientes al aire y el pelo crespo salía disparado, y el mapache, que seguramente se había comido los restos del pienso del perro, tenía que trepar por la superficie vertical que hubiera más a mano. Había pasado noches enteras paseándose nervioso por el travesaño de un columpio o por el techo de un vehículo deportivo mientras allá abajo un perro mantenía despierto al vecindario. Diversos animales domésticos le habían mordido la cola y las patas traseras. Un gato le había abierto uno de los mofletes (pero lo había pagado con un ojo). Dos schnauzers lo habían acorralado una noche en un abeto aislado de tres metros y medio; se encendieron luces, un hombre gordo salió de la casa seguido de varios niños —a todo esto los schnauzers como locos—, una videocámara guiñó su diodo rojo y el gordo accionó el zoom y uno de los niños levantó a un schnauzer hasta donde podía, de forma que sus justicieros ojos negros alemanes, su lengua color pétalo de rosa y sus dientes puntiagudos quedaron a un palmo del pávido y humillado mapache, careo que fue debidamente registrado en cinta de vídeo.

¿Podía pasarle algo así a una ardilla? ¿A una rata? ¿A una zarigüeya, una mofeta, un conejo?

El mapache había tenido dos hermanas. A la primera la habían matado unos gatos durante una refriega en la que también su madre salió mal parada. Después la otra hermana dejó de comer y se murió. El mapache veía cada vez menos a su madre. Una vez se cruzaron en un túnel y algo le hizo saltar sobre ella, pero la madre lo ahuyentó. Pasaban ratas a toda prisa por el riachuelo de agua que los separaba, mientras ellos se miraban agazapados, jadeantes, desde lados opuestos del túnel. Luego la madre echó a correr y se volvió con cara de enfado. Él no volvió a verla hasta el invierno siguiente. Las calles estaban blancas de sal y claro de luna cuando la encontró rígida junto a un bordillo, los ojos empañados de cristales de hielo. Hacía tanto frío que tuvo que meter el hocico en el pelaje de su madre hasta que pudo oler algo.

Desde Union Square, en la dirección de los edificios altos, el terreno se estrechaba y se volvía más abrupto y menos rico en cosas comestibles, hasta que al final venían unos túneles enormes donde soplaban vientos de diesel y el suelo temblaba.

Hacia el oeste la fauna era más abundante. En su segundo verano el mapache había viajado varios kilómetros en aquella dirección, atraído por el olor a hembra. Encontró a algunos machos con los que frotó el hocico y trepó a un tejado, pero en general cada uno iba a lo suyo, y la conducta del mapache era tan extraña como la que más. Sufrió repetidos traumatismos en encuentros con automóviles, que en West Cambridge no paraban de pasar y pasar y pasar. Entretanto el olor a hembra menguó. Septiembre lo pilló de nuevo en Union Square.

Las estaciones se sucedían sin interrupción; él nunca hacía lo que a los animales más les gusta hacer. El pelo se le oscureció. Su estómago le daba dolores constantes. Cíclicamente las pulgas lo torturaban. Sólo en un par de ocasiones vio a otro animal como él; y como nunca peleaba, nunca se apareaba, nunca interactuaba con los de su especie, dejó casi de tener una naturaleza propia. Se convirtió en un individuo que vivía en un mundo compuesto únicamente de compulsiones y aflicciones y del placentero ejercicio de sus artes. La única cara real que veía era la suya propia, cuando miraba en aguas oscuras —no cuando lavaba comida, porque entonces aunque estuviera mirando la comida y sus patas atareadas y los arbustos y las piezas de coche que le rodeaban, su compulsión lo volvía ciego—, pero cuando el agua había inundado una zanja junto a las vías y al detenerse para cruzarla veía una máscara peluda descender del cielo urbano con intensa y tierna lentitud para frotar su hocico con el de él, como un sueño de la compañera que nunca había conocido, y el tiempo se replegaba sobre sí mismo, las repetidas pautas de su existencia alineadas al igual que se juntan los múltiples reflejos de un objeto aislado, de forma que en vez de una sucesión de días había un único día que era su vida, de hecho un momento apenas: éste.

Las señales eran rojas y verdes en ambas direcciones. El aire había empezado a vibrar. Haces de luz blanca a su derecha y a su izquierda pintaron sus ojos de amarillo. Atravesó a la carrera dos pares de vías sosteniendo en la boca un trozo de bollo de hamburguesa hinchado de ketchup como un tampón, y trepó a un terraplén oscurecido de grasa. Una locomotora hizo sonar su silbato, meciéndose un poco a medida que avanzaba. El mapache volvió a cruzar los rieles, giró en escorzo con un floreo del rabo, subió por el terraplén y, repentinamente aterrorizado mientras las inmensas máquinas rugientes doblaban su velocidad aparente al cruzarse una con otra, se enterró lo mejor que pudo en una mata de hierba cana y cerró las puertas al mundo.

Renée vio pasar los trenes desde el puente de Dane Street; los coches de pasajeros fluían a sus pies como las cintas opuestas de una pasarela mecánica en un aeropuerto. Sobre el tejado de un edificio sin ventanas, unas letras en plástico rosa de casi diez metros de altura decían RECONST UCCIÓN D MOTO ES. Eran las doce de la noche. Cruzó a paso vivo Somerville Avenue y dejó atrás las viejas casas adosadas de la parte norte de Little Lisbon. En un sobre marrón llevaba las fotos de Caddulo y una copia del escrito que había impreso al volver de Chelsea. En la acera vio un inodoro color azul cielo, con cisterna y todo pero un poco sucio.

Ya en su casa, un dóberman gemía lastimeramente detrás de una puerta. En el piso de arriba el bebé estaba llorando y sus padres se gritaban entre sí, como tantas veces habían hecho antes de que llegara el bebé. Ambos tenían título universitario y reñían, por ejemplo, por si tenía el mismo valor el trabajo de tener la nevera llena y el de mantener el coche en funcionamiento. Renée había oído gritar al marido: «¿Quieres cambiar? ¿Quieres cambiar? ¿Quieres que yo me ocupe de la compra y tú del coche?». Tenían treinta y tantos años.

Sobre la mesa de la cocina había un paquete abierto de pan integral. En el fregadero una sartén con restos de huevo y una pila de platos y vasos. Botellas de vino y mondaduras de fruta sobre la encimera. Ropa en el pasillo, ropa amontonada en las dos habitaciones principales, un cerco marrón y salpicaduras de vómito en el retrete, toallas por el suelo junto al lavabo. Zapatos y periódicos y bolas de polvo por todas partes. Restos de espagueti resecos cerca de los fogones.

Cogió entre los dedos la casete que decía DANCE y la dobló hasta que el plástico reventó con un ruido de alta frecuencia cuyas vibraciones le escocieron la piel. Hizo lo mismo con su otra cinta, en la que tenía grabada una sola canción. De repente se produjo un silencio nuevo en la habitación, como si hasta entonces la música hubiera sonado durante tanto tiempo que ella ya no era consciente de que sonaba, y la hubiera oído tan sólo al cesar.

Se quitó la ropa y se tumbó boca abajo en el piso de la cocina, que estaba pegajoso y caliente al tacto. Fragmentos de casete se le clavaron en los codos y las costillas. Lloró largo y tendido.

De nuevo con tejanos, barrió todo el apartamento y lavó y secó los platos y los guardó. Todas las cosas que había comprado la semana anterior, incluida la cazadora de cuero, las guardó en bolsas que bajó luego a la calle. Siguió esforzándose por no llorar, pero al final consiguió dejar el piso tan limpio y despejado como estaba la primera noche que se acostó con Louis Holland.

Abrió el sobre marrón y examinó su escrito, preguntándose por qué lo había redactado. ¿Sólo para ganar algún dinero? Se sentó en la cama recién hecha y leyó el «CONVENIO, establecido en este 12 de junio» entre Melanie Rose Holland, de Evanston (Illinois) y Renée Seitchek, de Somerville (Massachusetts). El convenio estaba impreso en papel de hilo. Lo rompió en tiras pequeñas. Luego rompió las tiras en cuadrados que sostuvo en la mano durante un minuto, como si hubiera vomitado en sus manos y no encontrara un receptáculo adecuado. Fue en el inodoro donde finalmente los tiró.

Volvió a leer el escrito, tratando de calibrar lo que significaba ahora para ella. Sus ojos siguieron las palabras, pero mentalmente sólo le parecía leer ¿No estará flipando? ¿No estará flipando? Al cabo de un rato se dio cuenta de que había guardado el escrito dentro del sobre y que sostenía éste contra su pecho. Lo abrazó, meciéndose, afligida. Tiritó y no supo qué hacer. Se puso de pie y fue a su escritorio, todavía con el sobre acunado en sus brazos. Metió dentro todas las fotocopias relacionadas con el escrito y empezó a envolver el grueso paquete con cinta adhesiva de embalar. Fue desenrollando más y más cinta hasta que el paquete quedó totalmente cubierto y ya no se veía el sobre. Luego lo metió en el fondo del cajón inferior de su mesa. Se quedó mirando el cajón una vez cerrado y se abrazó, afligida.

Más tarde tomó una ducha y fue en coche hasta Kendall Square. Su médico de Harvard le había dado las señas de una clínica llamada New Cambridge Health Associates, que ocupaba parte de una vieja fábrica de ladrillo rojo recientemente convertida en oficinas, muchas de ellas sucursales del MIT. Había pasado por delante en muchas ocasiones, camino de seminarios en el MIT, sin percatarse de que era una clínica.

Un restaurante japonés, muy concurrido a la hora del almuerzo, expulsaba a la calle su aliento a caldo y cebolleta. En una plaza de aparcar que había justo enfrente de la clínica, detrás de la cinta policial amarilla tendida entre dos señales de aparcamiento, cinco mujeres de la Iglesia de la Acción en Cristo enarbolaban las fotografías de rigor al fuerte sol del mediodía. Bebe Wittleder miró a Renée. Renée miró a Bebe. Bebe se quedó boquiabierta cuando Renée empujó la puerta metálica.

Una asesora cincuentona pero atractiva, con pelo rubio canoso recogido en una trenza, cogió el sobre que su médico le había dado.

—Renée Seitchek —dijo—. Sé quién es usted.

—Ya. La gente de ahí afuera también.

—Dios mío. Qué desafortunada coincidencia para usted.

—Y que lo diga. Pero yo creo que no es coincidencia.

La asesora apoyó la espalda contra un gráfico de la reproducción, su rostro exageradamente compasivo enmarcado por ovarios y trompas de Falopio.

—¿Quiere que le pregunte lo que ha querido decir con eso?

—Bueno, estaba pensando… —Renée frunció la frente. Tenía la piel tirante de dormir poco—. Me pregunto si estos últimos meses le han parecido extraños.

—¿Qué meses?

—Los dos o tres últimos. Con los terremotos, y lo que está haciendo Stites. Para mí han sido muy extraños, en conjunto. Pero pienso que no todo el mundo opina lo que yo.

La asesora, sin lugar a dudas, no opinaba lo que Renée.

—Ha sido todo muy… interesante —dijo con una sonrisa inexpresiva.

—Ya. En fin. Yo me he vuelto irritable. Y cuando una se vuelve irritable también se vuelve descuidada. Mire, los hombres pueden ser descuidados y a ellos no les pasa nada, ya me entiende. Y luego supongo que tuve mala suerte. Quiero decir, en el contexto de mi descuido general. En el contexto de pensar que la suerte no tiene nada que ver en esto.

—Está hablando de contracepción.

—Sí. De mi diafragma.

Vio que la asesora rellenaba un espacio en su formulario con la palabra «diafragma». Renée procuró seguir siendo educada y humilde mientras la asesora le hablaba de su uso correcto y le decía en dónde había fallado. Ella sabía muy bien dónde había fallado.

—Antes de seguir adelante —dijo la asesora—, quiero que sepa que podemos indicarle una clínica donde no haya piquetes. Comprendemos el riesgo que corre su intimidad si sigue con nosotros.

—Si mi presencia les supone un mal trago, puedo ir a donde me digan.

—No, por nosotros no hay problema. ¿Y por usted?

—Me da lo mismo.

—Entonces necesito que rellene esto —le pasó una carta de consentimiento—. Y tendrá usted que pagar por adelantado. Supongo que ya sabe que no aceptamos cheques.

Renée sacó trescientos dólares del bolsillo. Un sanitario le sacó sangre del brazo. La asesora fue con ella hasta el sótano para mostrarle otra puerta por donde salir.

Durante todo el miércoles pensó y escribió sobre la sismicidad en Tonga. Cuando volvió a casa por la noche encontró un sobre de Louis Holland en el buzón. Llevaba matasellos de Boston y no había remite. Ni abrió el sobre ni lo tiró.

El partido de béisbol que estuvo escuchando después de cenar se prolongó más de la cuenta. Al final los Red Sox perdieron por un error en un lanzamiento a la segunda base.

—Howard —dijo—. ¿Podemos hablar un momento?

Afuera hacía bochorno. Incluso a la sombra de los grandes robles, en el césped del Peabody Museum, el calor había ahuyentado a casi todos los insectos voladores. Las ardillas estaban muy apáticas. Howard metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de marino y se balanceó sobre las puntas de los pies.

—¿Qué?

—Hoy he de ir a abortar. Quiero que pases a recogerme después.

—De acuerdo.

Le dijo dónde. Él asintió, escuchándola apenas. Renée le volvió a decir dónde. Y que era muy importante que estuviera allí.

—Vale.

—Quedamos en que nos veremos entre las cuatro y media y las cinco y media.

—Vale.

—¿No te importa hacerlo?

Él frunció los labios y negó con la cabeza.

—Seguro que vas a estar —dijo ella.

—Sí.

—A las cuatro y media.

—Vale.

—De acuerdo entonces —las ondas de choque de un helicóptero que estaba pasando hicieron vibrar los pulmones de Renée—. Gracias.

Puso la radio al llegar a su despacho. Mientras sintonizaba brevemente la WSNE, oyó un anuncio de Sunnyvale Farms seguido de fragmentos del Evangelio según San Juan. Sacó del bolso la carta de Louis Holland, la sostuvo a la luz y la volvió a guardar. Afuera, turistas decepcionados meneaban la cabeza estoicamente. No quiso dejar el laboratorio hasta la una y media.

Cuando salió de la estación de metro en Kendall Square, oyó las inequívocas voces chatas, confusas, de unos policías hablando por sus radios. Reflectores azules resaltaban en la blancura de la tarde.

Le habían dado la llave del sótano de la clínica, pero Renée no había pensado utilizarla y no lo hizo. Se cruzó en la acera con cuatro policías de Cambridge y vio lo que estaban esperando. Cincuenta miembros de la Iglesia de Stites estaban delante de la clínica, apretujados en su plaza de aparcamiento asignada como vacas en un vagón de ganado. Los polis estaban esperando a que cruzaran la cinta amarilla.

En la acera de enfrente, a la sombra de otros veinte miembros provistos de pancartas, dos fotógrafos de prensa estaban disparando sus cámaras, y una periodista descarada estaba ajustando su aparato de grabación.

BASTA DE MATANZAS. EL ABORTO ES UN ASESINATO. GRACIAS MAMÁ YOLA VIDA.

Stites en persona se había situado junto a la cinta amarilla con un megáfono en la mano. Debió de ver a Renée antes que ella a él, pues mientras Renée dejaba atrás a los agentes, él ya estaba levantando la cinta. Doce mujeres pasaron por debajo de la misma. En dos hileras de seis procedieron a sentarse cogidas del brazo frente a la puerta de la clínica.

—Estamos aquí para rescatar a los nonatos —dijo el megáfono—. Estamos aquí para salvar vidas inocentes.

El tráfico empezaba a atascarse. Stites miró a Renée.

—Todos los aquí presentes fuimos primero un óvulo fertilizado —dijo su megáfono—. Estamos aquí por la gracia del Señor y el amor de nuestros padres.

Parejas de uniforme azul estaban levantando abuelas y supervisoras por los sobacos y arrastrándolas hacia los coches celulares. La profe de gimnasia clavó los talones en los resquicios de la acera con gran destreza.

—Renée —dijo Stites, bajando el megáfono.

Ella levantó los ojos al cielo. Nunca lo había visto tan blanco y tan vacío.

—Tómese un segundo para pensar —dijo él—. Usted sólo era un grupito de células. Todo cuanto es ahora, todo lo que ha sentido a lo largo de su vida, proviene de aquella partícula. Y usted es solamente usted, no es un accidente ni una cosa fortuita. Y esa partícula que lleva ahora dentro, sea él o sea ella, es única y singular y sólo está esperando nacer y vivir la vida que Dios quiere que tenga.

Renée miró al suelo. No había imaginado que su mente pudiera sentirse jamás tan cerrada.

—Te amamos, Renée —dijo Stites—. Amamos a la persona que eres y la que puedes llegar a ser. Piensa en lo que estás haciendo.

Stites se inclinó implorante sobre la cinta amarilla, pero el plano en que habitaba no encontró intersección con el de ella. Pertenecía a una especie que no era la de Renée, y el verbo que tanto empleaba —amar— era sólo una función propia de su especie. «Te amamos» quería decir tan poco para ella en aquellos momentos como una ballena que dijese: «Alteras el plancton con tu barba de ballena, igual que yo», o una tortuga que dijese: «Tú y yo hemos compartido la experiencia de poner huevos en un hoyo de arena». Era repugnante.

El camino para entrar en la clínica estaba despejado. El Grupo de Doce, en dos furgones policiales, iba cantando «Amazing Grace» en distintas tonalidades y compases.

—Renée —dijo Stites—. Escúchame, por favor.

—Esto es imperdonable —dijo ella, constatando lo que era evidente. Entró.

—Dios mío —exclamó la asesora rubia—. ¿Ha perdido la llave?

Renée se la entregó.

—¿Cuánto rato llevan ahí afuera?

—Desde esta mañana.

—Creo que ahora se marcharán.

La clínica tenía un ambiente glacial con el aire acondicionado y la iluminación azulada. En un cuartito blanco y pulcro, Renée se quitó la ropa y la colgó de una percha. Los tejanos, del revés, sin alisar, con una cadera salida y las rodillas ligeramente dobladas, eran la viva imagen de su dueña.

—No quiero tranquilizantes —le dijo a la enfermera.

En la habitación contigua habían preparado la mesa, con otra mesita al lado para la doctora Wang: el instrumental básico de acero inoxidable brillaba sobre un tapete de papel. Ni cuchillo de pescado ni cuchara de sopa: era una comida de un solo plato.

El sujeto se tumbó con su bata azul cielo. Su cara, en la parte baja de una pendiente acolchada, tenía un tono morado intenso. El espéculum fue introducido; decía: «Esto puede pellizcar un poco». El tenáculum fue aplicado, hidrocloruro de cloroprocaína administrado mediante aguja hipodérmica. Con sus ágiles y esbeltos dedos la doctora Wang rasgó el envoltorio de papel esterilizado de una cánula de seis milímetros.

Lubricante K-Y Jelly aplicado. Aspirador activado, manguera ajustada. La cánula entró y salió. Entró y salió, arriba y abajo. Lo inesperado fue el ruido que aquello producía. No era un sonido que pudiera esperarse de un cuerpo sino el sonido de un objeto inanimado, una pala de juguete rascando el interior de un cubo de plástico, las últimas gotas de un batido al ser aspiradas de un vaso de papel encerado. La cánula entraba y salía. Y el útero decía: rof, rof.

—Ay —dijo el sujeto, de nuevo con obviedad, cuando empezaron las contracciones.

Trató de resistirse a las aguas revueltas. Los músculos de sus pies se tensaron en los estribos de la picota, que ahora tenía ruedas y había sido sacada a la acera para que todos los científicos y secretarias y adolescentes y miembros de iglesias varias que pasaran por allí pudieran, de un solo vistazo, ver entre sus desnudas piernas separadas, espéculum arriba, hasta el núcleo colorado de su yo. La enfermera le acarició la frente. Alguien apagó el aspirador.

—Todo parece muy normal —dijo la doctora Wang.

En la sala de recuperación le dieron zumo de naranja, una tableta de Ergotrate y un donut de azúcar que era lo primero que comía desde las siete de la mañana. Los calambres no eran fuertes, pero le dieron sobres con Darvon y más Ergotrate. Luego le dieron instrucciones y le hicieron advertencias. Preguntaron si alguien la acompañaría a casa.

A las cinco en punto la dejaron vestirse.

—Permita que la acompañe hasta la salida de atrás —dijo la asesora.

Renée negó con la cabeza.

—Procure descansar hasta mañana.

—No se preocupe.

Le sorprendió encontrar el cielo oscuro. Un viento cargado de truenos alborotaba los cabellos de los últimos manifestantes, que permanecían en la plaza de aparcamiento tal como ella los había visto antes de entrar, como si ese espacio asignado fuera la totalidad de su planeta y tuviesen los cabellos de punta debido al mero orbitar en el aire. Miraron sombríamente a Renée, sin odio. Stites estaba charlando en la otra acera con la periodista descarada, haciéndola reír. Risueño, se dio la vuelta y miró hacia donde se encontraba Renée. Sonó un trueno discreto. Ella esperó a que pasaran un Hyundai azul y un Infiniti negro. Después cruzó la calle.

—Hola, Renée. Te presento a Lindsay, del Herald.

—¡Qué tal! ¡Cómo está! —dijo la periodista.

Los fieles en su plaza de aparcamiento habían girado ciento ochenta grados y estaban mirando a su pastor. Antes de que éste pudiera reaccionar, Renée le cogió el megáfono de la mano y rodeó rápidamente el poste de una farola. Se dirigió a la congregación, a los transeúntes, a los polis que esperaban, a los fotógrafos, a la periodista y al pastor.

—Hola —dijo, pulsando con fuerza el botón que decía Hablar—. HOLA. ME LLAMO RENÉE SEITCHEK. VOY A ENTREVISTARME.

Stites se puso delante, tratando de recuperar el megáfono.

—Esto no te pertenece, Renée.

Ella lo esquivó, retrocediendo unos pasos por la acera sin perderle de vista.

HABLO YO —dijo—. YA QUE TIENEN TODOS TANTO INTERÉS, DECLARO LO SIGUIENTE: ACABO DE TENER UN ABORTO.

Se bajó del bordillo.

PRIMERA PREGUNTA: ¿QUÉ MAS…? —un coche hizo sonar la bocina—. ¿QUÉ MÁS PUEDO DECIRLES?

»RESPUESTA: VIVO EN EL NÚMERO 7 DE PLEASANT AVENUE, EN SOMERVILLE. MI NÚMERO DE TELÉFONO ES EL 360-9671. MI GRUPO SANGUÍNEO ES 0. MI SEGUNDO NOMBRE ES ANN. EL AÑO PASADO MIS INGRESOS FUERON DE DOCE MIL DÓLARES. ROBO ARTÍCULOS DE OFICINA EN EL TRABAJO. ME GUSTA MASTURBARME. MI NÚMERO DE LA SEGURIDAD SOCIAL ES 351-40-1137. TOMABA DROGAS CUANDO IBA A LA FACULTAD. LA SEMANA PASADA ME FUMÉ UN PORRO.

Una avalancha de trabajadores recién salidos de sus oficinas había engrosado la muchedumbre. Muchos coches empezaron a detenerse en las inmediaciones. Lindsay, la del Herald, sostenía su grabadora con el brazo extendido mientras que Stites meneaba la cabeza. Renée le apuntó con el megáfono.

PREGUNTA: ¿CUÁNTO TIEMPO TENÍA EL FETO QUE ACABO DE ABORTAR?

»RESPUESTA: APROXIMADAMENTE CINCO SEMANAS. NO ESTOY SEGURA PORQUE SIEMPRE HE TENIDO UNA MENSTRUACIÓN MUY IRREGULAR.

»PREGUNTA: ¿QUIÉN ERA EL PADRE?

»RESPUESTA —inspiró muy hondo. Aquí tuvo que mentir—. RESPUESTA: NO ESTOY DEL TODO SEGURA. EN ESTOS DOS ÚLTIMOS MESES HE COPULADO CON MÁS DE UN HOMBRE.

»PREGUNTA: ¿POR QUÉ?

»RESPUESTA: PORQUE ME SENTÍA SOLA Y DESDICHADA Y QUERÍA ESTAR BIEN. ADEMÁS, ESTABA ENAMORADA DE UNO DE ELLOS Y QUERÍA CASARME CON ÉL Y TENER HIJOS.

»PREGUNTA: ¿CÓMO SE LLAMAN ESOS HOMBRES?

»RESPUESTA: ASUNTO PRIVADO. ELLOS SON HOMBRES. POR TANTO, TIENEN DERECHO A CONSERVAR SU INTIMIDAD.

Oyó a un par de mujeres que la vitoreaban. Al no poder ubicar la dirección de donde habían sonado las voces, siguió apuntando a Stites con el megáfono. El reverendo se había quitado las gafas y se masajeaba los lagrimales.

PREGUNTA: ¿QUÉ MÉTODO ANTICONCEPTIVO UTILIZO?

»RESPUESTA: UN DIAFRAGMA. LA RESPONSABILIDAD FUE SÓLO MÍA. SI EL DIAFRAGMA FALLÓ, ME FALLÓ A .

»PREGUNTA: ¿CÓMO ME SIENTO AHORA?

»RESPUESTA; ME SIENTO MUY TRISTE, MUCHO. TRISTE POR Mí MISMA Y TRISTE POR TODAS LAS MUJERES, PORQUE UN HOMBRE JAMÁS TENDRÁ QUE VENIR A UN SITIO COMO ÉSTE. PERO ACLARO QUE ESTA TRISTEZA ME PERTENECE A MÍ. NINGÚN HOMBRE PUEDE EXPERIMENTARLA, Y YO ME ALEGRO DE SER MUJER.

Más truenos. Una oleada de papeles barrió la calzada. Renée, sonrojada y doblándose al sentir un calambre, dejó el megáfono en el bordillo y caminó lo más rápido que pudo con el viento de cara. No tenía ni idea —tampoco le interesaba saberlo— de cuántas personas habían llegado a escucharla, aparte de Stites y Lindsay.

El enorme coche blanco de Howard estaba esperando en el cruce de Hampshire y Broadway, el morro mirando hacia Harvard. En una barriada donde el asfalto y el hormigón habían ganado la batalla al verde, el cielo cubierto parecía de pleno invierno. Renée esperó a que pasaran un Cressida azul, un Accord gris, un Infiniti negro y un Camry gris plata. Tan pronto hubo cruzado la calle y montado en el coche, Howard pisó el acelerador. Ella se dejó resbalar en el asiento hasta que su vista quedó a ras de la ventana. A puntapiés apartó latas de Coca-Cola y un frisbee tamaño competición, frotándose el abdomen con el puño.

—¿Te encuentras bien? —dijo Howard.

—Podría estar peor.

—¿Te importa si paso por el laboratorio?

—Podrías llevarme a casa primero.

—Sólo será un segundo. Tengo que ir a Somerville Lumber y necesito una cuerda.

—¿Qué vas a buscar allí?

—Un armario.

Renée soltó una risa vacía.

—¿Vas a pedirme que te ayude a cargarlo?

El ronroneo del motor del coche era como el ruido de un ventilador en plena canícula, la aliviaba aunque fuese simbólicamente. Cuando Howard lo apagó, una vez en el aparcamiento reservado enfrente de la sala de informática, Renée se sintió débil y enferma y se escurrió todavía más en el asiento.

Una racha de viento cálido atravesó el coche de ventanilla a ventanilla. Chirrido de neumáticos. Un Cressida gris se detuvo detrás del coche de Howard, cerrándole el paso. Una joven asiática en traje de chaqueta y zapatillas de deporte se apeó y corrió a aporrear la entrada de la sala de informática. Era la presunta novia de Howard, Sally Go. Alguien le abrió la puerta.

Más allá del seto verde y del pequeño terraplén de mantillo había movimiento en Oxford Street, ajetreo dentro de tres diferentes marcos de referencia: techos de automóvil que pasaban con un silbido apresurado, ciclistas con la cabeza y los hombros separados del suelo y sus máquinas oscurecidas por el seto, y peatones de andares decididos, estudiantes y trabajadores que volvían a casa con manifiesta prisa porque los árboles mostraban ahora el envés blanco de sus hojas y las ramas de los más altos empezaban a agitarse con cierta violencia. El viento traía fragmentos de sonidos distantes. Los truenos arreciaban, retumbando como un terremoto en Nueva Inglaterra. Renée estaba entre sentada y tumbada con la mano encima del abdomen, atrayendo hacia las yemas de sus dedos una parte del dolor. Ya no sabía cuánto rato llevaba esperando en el coche.

La oscuridad se agolpaba a su espalda como un eclipse, en un trozo de cielo que ella no vio por falta de fuerzas para girarse. Los árboles estaban en constante movimiento, todos los sonidos de Oxford Street terminaban desgajados muy al norte, pero el suelo estaba seco todavía y la gente que había en la acera tenía la ropa seca, y el aire era cálido e iba cargado de pétalos y de hojas verdes. Le pareció que nunca había respirado un aire más hermoso. Notó que el malestar empezaba a abandonarla. La estación, que era cosa de la naturaleza, había tomado los espacios verdes y los espacios pavimentados entre un edificio y otro. El aire olía a verano, a atardecer, a trueno y a amor, y la temperatura del aire era tan idéntica a la de su piel que estar allí era como estar en la nada, o no hallar obstáculo entre su yo y el mundo. Pudo oír interferencias de relámpagos en la radio de los coches que pasaban. Sentía la intensidad de los coches, del asfalto caliente, de los edificios de ladrillo, de las transmisiones de radio, todas las cosas que habían hecho los seres humanos, a medida que la perturbación descargaba sobre ellas. Cuan profundamente inmersas estaban en el mundo, igual que ella misma. La vida, no en la piel del mundo sino muy adentro, en el mar de la atmósfera y los árboles agitados, con un gran techo abovedado de nubes negras encima mientras los electrones subían y bajaban por escaleras blancas. Quiso abrazar todo aquello mediante la respiración, pero comprendió que nunca podría aspirar el aire con fuerza suficiente, del mismo modo que a veces pensaba que nunca sería capaz de estar lo bastante cerca físicamente de una persona amada.

Y se preguntó: ¿qué era exactamente lo que le gustaba de esto? El trueno resonaba y las hojas seguían caminos en espiral hacia el cielo verde oscuro. Observando su propia mente desde una distancia irónica y segura, formó este pensamiento: Gracias por hacerme vivir y estar ahora aquí. Le sonó falso, pero no del todo. Lo intentó de nuevo: Gracias por este mundo.

Medio en serio y medio no, lo probó repetidas veces. Todavía estaba en ello cuando vio que la puerta de la sala de informática se abría y Sally Go salía corriendo. Sally pegó su cara arrasada en lágrimas a la ventanilla de Renée.

—¡Te he visto! —dijo—. Trabajo allí al lado y te he visto. Mis amigos también, ¡te hemos visto! —tenía una de esas inquebrantables voces urbanas—. Odio esta mierda que te traes entre manos. Él tenía que casarse conmigo. Estás loca. ¡Te odio! ¡Ojalá te mueras! No sabes cuánto te odio.

Renée quiso decir algo, pero la chica ya estaba en su coche. Dio marcha atrás y se alejó derrapando.

Howard volvió a los pocos segundos con un rollo de cuerda de nailon.

—¿Esa era tu novia?

Él se encogió de hombros y puso el motor en marcha. El viento había ahuyentado de las calles a la mayoría de coches y de personas. Un telón negro pendía al final de Kirkland Street, un crepúsculo de noviembre.

—Se te va a mojar el armario —dijo Renée.

—Tengo una funda de plástico —dijo Howard.

Ella se acordó de la carta de Louis y, sin pensarlo dos veces, metió la mano bajo la solapa de su bolso de piel e intentó abrirlo de tapadillo, pero Howard la miró. Ella sacó la mano despacio. Bajo el puente de Dane Street el viento obligaba a inclinarse a las espadañas. Las primeras gotas de lluvia alcanzaron el parabrisas. Renée volvía a Somerville, en tejanos y zapatillas de deporte, con el útero vacío. La casa de tablas marrones, amarillas, blancas y azules jamás había estado tan bonita como a la luz verdosa de la tormenta. Renée anticipó ya el ambiente recalentado de su apartamento, pudo oler la lluvia sobre la pizarra en el alféizar de la cocina, oír el agua en el tejado. Estaba tan impaciente por llegar a casa que cuando Howard paró en Pleasant Avenue ella apenas le dio las gracias. Se apeó del coche y cerró de un portazo.

Grandes goterones caían sobre la madreselva. Howard arrancó, pero no había recorrido más que diez metros cuando, justo enfrente del bloque donde vivía Renée, la ventanilla del lado del conductor de un Infiniti negro descendió eléctricamente y un brazo asomó por ella e hizo fuego con un pequeño revólver sobre la espalda de Renée, vomitando cuatro balas más mientras ella se desplomaba sobre los escalones ruinosos. Howard frenó en seco. Por el retrovisor vio que el Infiniti se alejaba culeando por Walnut Street y se perdía de vista.