Sólo tenía un vestido, uno estampado, sin cinturón, de hacía diez años, que le pareció adecuado para almorzar con Melanie Holland. Los zapatos planos que se puso estaban empapados del día en que tomó el autobús en Highland Avenue para ir a la estación de Lechmere. Una lluvia fina y cargante colmaba el espacio aéreo sobre el Charles. El río iba tan crecido que parecía más alto que las calles adyacentes.
Un taxi se detuvo en Boylston Street, delante del hotel, y de su puerta trasera salieron un par de piernas embutidas en tejanos ceñidos y botas de cowboy, seguidas de un paraguas, una bolsa de Filene’s y, por último, el resto de Melanie en su chaqueta holgada de piel de foca. Cerró de un portazo y casi chocó con Renée, que estaba allí de pie mirándola.
En el restaurante todo el mundo mostraba gran apetito. Los turistas sonreían, y mujeres de cabellos blancos susurraban sobre inversiones, cada pareja con aires de ser la más importante del salón. Melanie parecía cansada. Se había puesto un poco morena, pero su piel estaba arrugada y mate, como un esmalte viejo; el bronceado parecía remiso a adherirse a su piel. El forro de seda de la chaqueta, que había dejado caer de sus hombros sobre el asiento de la banqueta, la abrazaba con la ternura con que el papel de seda envuelve un regalo caro. Melanie escudriñó a Renée.
—Santo cielo —dijo—. ¡Estás calada!
—Sí, un poco.
—Has venido en tren.
—Tren y autobús, sí.
—Tú vives… A ver si lo adivino —formó un librito con las manos y se lo llevó a los labios—. Estás… en una de esas casas viejas de la parte del Square que da a Radcliffe.
Renée negó con la cabeza.
—¿Más hacia Inman Square?
—Vivo en Somerville.
—Oh —Melanie esbozó una sonrisa y desvió la vista—. Somerville —llegó un camarero—. ¿Tomarás un combinado?
—¿Campari con soda? —le dijo Renée al camarero.
—Me parece perfecto —dijo Melanie—. Tan rojo, tan chic.
El camarero asintió. Tan rojo. Tan chic.
—Me alegro de que hayas podido venir con tan poca antelación —dijo Melanie—. La cosa ha llegado a un punto en que tendré que reservar Boston desde Chicago y viceversa. Una semana estoy aquí, y la siguiente allá. Pero así son las cosas a veces. Es la vida. ¿Tú viajas mucho por asuntos de trabajo?
Renée abrió la boca para responder, pero se desanimó. Deslizó lateralmente la cucharilla sobre el mantel.
—No —dijo—. ¿Qué tal si me dice lo que quiere de mí?
—¿Lo que quiero? Quiero que nos relajemos y que disfrutemos y que nos conozcamos un poco. Quiero ser tu amiga.
—Quiere información.
—En parte sí, pero…
—Entonces, ¿por qué no me pregunta lo que desea saber? Porque yo no voy a poder ayudarla, así que lo mejor es que vaya al grano.
Melanie giró la cabeza y entornó los ojos, exactamente igual que su hijo hacía a veces.
—¿Ocurre algo? ¿Has tenido un mal día? ¡Santo Dios! —se inclinó sobre la mesa—. Se te ve muy infeliz. ¿Te ha pasado algo?
Renée devolvió la cucharilla a su posición original.
—No soy infeliz.
—Crees que no tengo un interés personal en ti. Piensas que te he invitado a almorzar para que respondas a mis preguntas. ¿Es eso lo que piensas? Sí o no.
—Sí.
—Eres franca conmigo. Eso te honra. Pero te equivocas. Y quiero saber de qué manera puedo demostrar hasta qué punto estás equivocada. ¿Me lo vas a decir?
—Supongo… —Renée no sabía por dónde empezar—. Supongo que si no me hiciera ninguna pregunta, yo tendría que pensar que quiere otra cosa de mí.
—Pero nunca creerías que quiero ser tu amiga. Vaya. Imagino que no puedo culparte —Melanie metió la mano en su bolso mientras el camarero servía las bebidas. Sacó un estuche de terciopelo y se lo pasó sobre la mesa—. Esto es para ti.
Renée miró el estuche como si hubiera ido a parar justo donde ella tenía posados los ojos mientras reflexionaba sobre otra cosa.
—Vamos, ábrelo.
—Es mejor que no —dijo Renée.
—Oh, vamos, conseguirás que me ponga nerviosa. No tienes por qué rechazar un regalo para demostrarme que eres una persona decente. Eso sólo me resulta insultante. No finjamos que nuestras circunstancias son las mismas. Una mujer mayor a quien le encanta ir de compras le da a una mujer joven una muestra de su respeto y cariño. No veo ningún motivo para ser tan escrupulosa. Así me gusta —sus ojos brillaron cuando Renée agarró de pronto el estuche y, tras dudar un segundo, extrajo un collar de perlas.
—Son preciosas.
—Con tus colores, tu piel, tus cabellos. Perlas, platino, plata, diamantes, lo sé por una experiencia similar. Vamos, póntelo. Así. Por supuesto, hay que admitir que no es el vestido ideal… —le pasó la polvera, con el espejo levantado—. ¿Tendrás tiempo para ir un rato de compras después de comer? No me gustaría que dejaras de llevar el collar porque no tienes nada que le vaya bien.
Renée devolvió las perlas al estuche.
—La verdad es que no sé si son realmente de mi estilo.
—¿De veras? ¿Y cuál es tu estilo?
—No lo sé. Estilo Somerville.
—¡Tú! Tú no eres una mujer tipo Somerville, eso se nota a simple vista. A no ser que Somerville haya cambiado mucho desde que yo era joven, cosa que dudo.
—¿Qué le hace pensar que no soy típica de Somerville?
—Tus modales.
—Son horrendos. No paro de ofenderla.
—Me ofendes a la manera de una joven educada, culta y que se conoce a sí misma. Tú lo sabes.
Aunque era flojo, el campari había teñido en seguida las mejillas de Renée. Era inmune a muchas cosas, pero no al alcohol ni a una expresión como «conocerse a sí mismo», que, aplicada a ella, siempre le provocaba un pequeño estremecimiento corporal, un espasmo de autoestima. Y después del espasmo un calor en el rostro, una flojera de piernas. Rió, mirando las perlas.
—¿Cuánto le ha costado esto?
—Sí, continúa intentándolo. Pero hoy te va a costar mucho hacer que me sienta ofendida.
Renée volvió a ponerse el collar y sostuvo la polvera en alto. El espejo le mostró un salón roto en fragmentos más oscuros y sin profundidad: arañas de luz sorprendidas en el acto de ser, mesas en un piso inclinado, destellos subliminales de sí misma, una garganta blanca. Habló pausadamente:
—Quizá me las quede, después de todo. Si a usted le da igual.
—En realidad, nada me complacería tanto.
—Entonces, perfecto para las dos.
—Estás sonriendo, y tienes razón: ¿qué le importan las joyas a una mujer profesional? —la muñeca enjoyada de Melanie tintineó al levantar su copa. Bebió con un estudiado sesgo del cuerpo y de la mano—. Es que yo soy sólo una estúpida ama de casa. No tengo nobles triunfos en mi historial. Y a mi edad es posible sentirse como si todo lo que una ha hecho en la vida ha sido aportar infelicidad al mundo. Quizá no puedas hacerte una idea hasta que hayas tenido hijos, pero…
—Sí me hago una idea.
—Te creo, Renée. De veras. Y quizá puedas imaginarte también qué se siente cuando te das cuenta de que tus hijos te consideran una persona egoísta, y de que nada de lo que hagas podrá cambiar esa opinión. Pueden equivocarse de medio a medio respecto a ti, sabes. De hecho así sucede. Pero eso no quita para que sigan convencidos de que eres una vieja egoísta, y eso te duele tanto que ni siquiera sabes explicarles por qué están en un error.
Del combinado de Renée sólo quedaba hielo y agua color rosa.
—Usted sabe que conozco a su hijo, ¿verdad?
—¿Cómo…? Oh, sí, naturalmente. Estaba muy enfadada con él ese día. No debió invitar a gente a la casa, estando como estaba, aunque visto con perspectiva creo que fue una suerte —Melanie acarició su vaso, aparentemente más absorta cada vez—. Porque hay cosas que quiero decir, que tengo que contarle a alguien. Y si pudiera quitarme de encima ciertas preocupaciones, si tú pudieras darme un pequeño consejo, un poco de consuelo, y así descartar todo eso, a mí me encantaría pasar ratos contigo. Quiero hacer feliz a alguien. A ti en particular, ni siquiera sé por qué.
—¿Qué consejo?
—De eso no tenemos por qué hablar todavía.
Renée se inclinó al frente con aire conspiratorio, en su rostro una luz nueva, violenta, como si estuviera descubriendo grandes ironías.
—Yo creo que deberíamos hablarlo ahora mismo. Y así acabamos con esto, ¿de acuerdo?
Melanie se disponía a hablar, pero entonces reparó en el vaso vacío de Renée y le hizo señas al camarero. Cuando llegó el repuesto, observó a Renée sorber a conciencia.
—Soy propietaria de una casa —dijo con voz ronca— que no puedo asegurar contra terremotos y de la que no puedo sacar más del ochenta por ciento de lo que valía en enero. ¿Debería venderla ahora e invertir el dinero en otra cosa al diez por ciento? ¿O crees que los precios van a subir otra vez en menos de dos años? Esa es mi primera pregunta. Poseo también, debido a la estupidez y la testarudez de mi padre, trescientas mil acciones de una empresa cuyo activo ha perdido un cuarto de su valor desde el primero de abril, en gran parte por la amenaza de terremotos. Dentro de poco tendré el control de esas acciones y quiero saber una cosa, ¿reduzco las pérdidas, o esto de los terremotos se va a acabar? Bueno, ya ves. Sabes más cosas de mí que ninguna otra persona exceptuando a mi abogado. ¿Está claro? Te he abierto mi corazón, Renée, lo tienes en tus manos. Puedes juzgar por ti misma si estoy sencillamente desesperada o si confío en ti porque noto una afinidad entre ambas.
Con gran brusquedad, sacó del bolso sus gafas de media luna. Miró ceñuda su menú durante exactamente tres segundos y le preguntó a Renée, cuya carta parecía escrita en árabe, qué había pensado tomar. Ella se inclinaba por los salmonetes y la ensalada de la casa. ¿Qué le parecía?
—Necesito leer la carta —dijo Renée.
Melanie dejó la suya a un lado y miró hacia un rincón apartado del salón comedor. Finalmente Renée renunció a entender los platos. Apuró su campari con soda.
—¿Por qué piensa que tengo algún consejo que darle? Usted lee el periódico. Yo leo el periódico.
—Me importa un bledo lo que sale en el periódico —dijo Melanie.
—¿Por qué?
—Porque todo el mundo lo puede leer. Como información para un posible inversor, queda automáticamente descartada. Si los mercados están a la baja es por culpa de la incertidumbre creada por la prensa. Se dice que «seguramente» no habrá más terremotos de importancia. Pero también se dice que podría haberlos.
—Ajá.
—¿No lo entiendes? A mí me perjudica tanta ambigüedad. He de tomar una decisión.
—Ya. Lo comprendo. ¿Por qué no prueba a suponer que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de nuevos terremotos, y vende el cincuenta por ciento de las acciones? O un veinte, si cree que las probabilidades son del veinte por ciento.
—¡No! ¡No! —Melanie dio vehementes saltos sobre la banqueta—. No me estás entendiendo. Lo que digo es que ya he perdido una cuarta parte de lo que tenía hace tres meses, cuando no podía hacer nada al respecto. Lo que digo es que no pienso perder más, de ninguna manera. Si vendo el cincuenta por ciento de esas acciones y vuelven a su nivel de marzo, habré sufrido pérdidas absolutas en ese cincuenta por ciento.
—Pero usted no podía hacer nada —dijo Renée, razonable—. Sería más práctico pensar que lo que heredó es ni más ni menos que lo que le quede cuando tenga el control de esas acciones. Usted empieza con eso, y puede venderlo todo y eso es lo que tiene. Que será mucho, de todos modos, ¿no?
Melanie cerró los ojos.
—Mi abogado no para de decirme eso mismo. Mi marido, otro que tal. Confiaba en que una mujer entendiera por qué me niego, repito, me niego a que se me diga que eso es todo lo que tengo. No se trata de codicia, Renée, se trata de no ser estúpida. Si voy a equivocarme en mi decisión, al menos quiero que sea por recomendación de otra persona. Porque yo, desde luego, no podría vivir culpándome a mí misma.
—Pues culpe a su padre —aventuró Renée.
—Ojalá sirviera de algo… Puedo culparlo a él de la situación en que me encuentro, pero sigo siendo yo la que tiene que aguantarla.
—¿Y Larry Axelrod? Trabaja en el MIT. Puedo ponerle en contacto con él.
Melanie se inclinó al frente, negando con la cabeza y sonriendo ante la inocencia de Renée.
—Mira, todos los inversores de Boston acuden a él o a otros como él. Ya han tenido su impacto en el mercado de valores. Yo no saco nada aceptando su consejo, es más, no me los creo. No creo que puedan decirme la verdad, porque ellos saben que todos los mercados están a la escucha. Es por eso por lo que dicen cincuenta por ciento tal, cincuenta por ciento cual.
—Entonces, según usted, como yo no sé nada sobre los terremotos de Nueva Inglaterra soy la persona idónea para consultar.
—Sí.
—Muy inteligente.
—Me alegro de que te lo parezca. Verás, entre otras cosas he notado que de todas las instituciones académicas de esta zona, Harvard es la única que no dice nada sobre los terremotos. Y como es lógico me ha extrañado.
—Nadie está haciendo estudios locales, hoy por hoy. Hacemos sobre todo teoría, y también estudios globales e investigación con redes mundiales.
—Y tú, como sismóloga inteligente, ¿no puedes analizar el trabajo que se está haciendo a nivel local y sacar alguna conclusión independiente?
—Claro que puedo sacar una conclusión. Pero no veo por qué la mía habría de parecerle más válida que la de Larry Axelrod.
—Renée, me he pasado media vida entre universitarios, he visto a tipos como Axelrod en la televisión. Sé distinguir un cerebro especial a primera vista. No insistas en decir que no me fíe de ti, porque haré caso omiso. Pienso confiar en ti, y tú me vas a decir cómo puedo recompensarte. Porque mi intención es ésa.
Melanie, que se había puesto el bolso sobre el regazo, apoyó una mano en el cierre. Renée lo estaba esperando.
—Quiere saber si vende la casa y si vende las acciones. Dos simples respuestas.
—Así es.
—¿Y si me equivoco?
—Bien, que sepas que si aciertas te estaré muy agradecida. Y si yo te estoy agradecida, tú te vas a alegrar, y mucho, de ser amiga mía.
—Se refiere a dinero.
Melanie bajó la vista al bolso como si lamentara tenerlo sobre la falda.
—Más bien no. En fin, lo haremos a tu estilo. No quisiera darte nada que no encuentres útil.
—Repito: ¿y si me equivoco?
—No cuento con que te equivoques, pero, si así fuera, sabré que tú hiciste todo lo posible por acertar. Sabré que yo hice todo lo posible por tomar la decisión correcta, que consulté a una persona en quien confiaba y que tuvimos mala suerte, nada más. Como te he dicho, no soy codiciosa. Es que tanta responsabilidad me supera.
—Estamos hablando de Sweeting-Aldren, ¿no?
—Exacto —Melanie rió nerviosa—. Espero que no lo hayas sabido por Louis. Él se empeña en ser indiscreto.
—Me parece que puedo ayudarla —dijo Renée.
—No has vuelto a verle, ¿verdad?
—¿Cómo dice?
—Has dicho que le conocías. Te refieres al día del terremoto. No le has vuelto a ver después de eso, ¿verdad?
—No. Bueno, en realidad, sí. Louis me invitó a una fiesta en casa de su hija de usted.
—Ah —Melanie, palideciendo, se tocó la boca—. Ya veo. ¿Y fuiste a esa fiesta?
—Sí.
—No me lo habías dicho.
—Intenté hacerlo.
—No me lo habías dicho —se movió hacia un lado, tocándose con los dedos todos los puntos de la cara, como si dudara de tenerla en su sitio—. Y eso… Eso es lo que deberías haberme dicho de entrada —asintió para sí misma—. Lo primero.
—Intenté decírselo.
De pronto, se encaró a Renée.
—¿Es que estás saliendo con mi hijo?
—¡No!
—¿Has tenido algo que ver con él?
—No. ¡No! Fui a una fiesta con él. Y hace unas semanas fui a cenar a casa de su hermana, digo de su hija, de Eileen. Parece ser que Louis necesitaba salir. Fue muy atento conmigo.
—¿Hablasteis de mí?
—En absoluto.
—¿Cómo es que te tiemblan las manos?
—Porque usted me asusta.
—¿Le dijiste que yo te había llamado?
—Se lo mencioné, sí.
—¿Cuántas horas?
—¿Perdón?
—Digo que cuántas horas pasaste con él.
—No sé. Diez. Ocho. Algo así.
Melanie se inclinó sobre la mesa y escrutó el rostro de Renée, rozándolo con su mirada igual que había estado tocándose la cara con los dedos, con el miedo calando en su cuerpo, en la brecha abierta entre la dulzura de la cara y la posibilidad latente de que Renée estuviera mintiendo. Era patéticamente obvio lo mucho que anhelaba confiar en ella. Pero no conseguía obtener una respuesta clara del rostro de Renée, y había puesto en ella tantas esperanzas que no pudo soportar seguir mirándola, no fuese que algo confirmara sus sospechas.
—Dios —volvió a agitarse en el asiento—. Dios. No sé qué hacer.
—¿Por qué no llama a Louis y se lo pregunta? Si tan importante es para usted.
—Hace diez minutos tratabas de convencerme de que no confiara en ti. Ahora haces lo contrario. Es porque he hablado de dinero. Atrévete a negarlo, Renée.
—Lo que pasa es que usted parece creer que tengo motivos para mentirle.
—No eres la misma persona con la que hablé hace dos meses. Ahora entiendo por qué. Sí, ahora lo entiendo. ¿Cómo no se me había ocurrido? Oh, ¿por qué no me lo habías dicho?
—¿Saben ya lo que van a pedir? —con un floreo, el camarero sacó un bolígrafo para anotar.
Tras establecer un duro contacto visual con él, Melanie se puso las gafas y pidió. Luego, mientras Renée hacía otro tanto, se quitó las gafas, las apretó hasta hacer crujir el plástico y miró con impotencia a su alrededor. Renée le puso la mano sobre el puño cerrado. Estaba pensando con tal intensidad que sus labios balbucieron apenas:
—He dicho que puedo ayudarla. Sé lo que debería hacer con esas acciones, y se va a alegrar de haberme consultado a mí. Voy a ayudarla.
Melanie volvió la cabeza y tragó saliva.
—Le diré lo que tiene que hacer —prosiguió Renée—. Y estoy tan segura de acertar, que pienso apostar todo mi dinero.
Su cara había adquirido una luz nueva, un brillo de delirante implacabilidad. Acarició la mano de Melanie. De repente, unas uñas se clavaron en su muñeca. Una cara se adelantó sobre la mesa; olía a aliento, a perfume, a insinuante crema facial.
—¿Estás liada con mi hijo?
—¡No!
—Y quieres sacarme dinero.
—Sí.
—Quieres hacer un trato, ¿verdad?
—Sí.
Melanie se recostó de nuevo.
—Está bien —pasó un minuto entero mientras ella se mordía los labios. Era evidente que sus temores no se habían mitigado. Al final Renée le preguntó si quería vino.
—Yo no, gracias. Pero pide un vaso para ti.
—¿Podría ser una botella?
—Como tú quieras.
—Oiga, ¿por qué no nos relajamos y tratamos de pasarlo bien?
Melanie meneó la cabeza:
—Habría sido mejor no hablar de dinero. Habría sido mejor esperar. Búrlate de mí si quieres, pero te aseguro que confiaba en que este almuerzo iría por otros derroteros.
—Voy a darle un buen consejo. No lo lamentará.
—Ya lo estoy lamentando. Lamento haberte metido en esto. Lamento estar yo misma metida en esto.
—Entonces acabemos de una vez. Hagamos una última cosa, y luego podremos relajarnos.
Melanie se tensó a la mención de la «última cosa». Dudaba y dudaba, pero al cabo sacó una caja de cerillas del bolso, escribió una cifra en la solapa y se la pasó a Renée.
Renée leyó, cogió el bolígrafo y añadió un cero con toda calma.
—Si acierto —dijo—, puede que quiera más. Necesitaré unos días. Pero desde luego no voy a aceptar menos de eso, a no ser que… —pensó un poco—. ¿Y si saco todo el dinero que tengo ahora en el banco y lo pongo como garantía? Así tendríamos…, ¿cómo podríamos llamarlo?, una escala móvil. Cuanto menos acierte, menos dinero me da usted. Y si me equivoco, usted se queda el dinero de garantía.
—No pienso discutir esto contigo. Nos veremos el martes.
—Mire si encuentra algo mejor, mientras tanto.
—Puede que lo haga.
—Bien. Vaya a hablar con Larry Axelrod.
—Tal vez.
Renée comió un carpaccio anegado de aceite. Vaciaba a cada momento su copa de vino hasta que se puso roja como un tomate, su timidez transmutada en volubilidad mientras ejecutaba el número de Por Qué Odio Boston, el número de California Es Aún Peor. Fue como si Melanie hubiera estado escuchando a una hija que le gustaba de verdad y con la que tenía razones de sobra para pasarlo bien, pero viendo únicamente en ella recordatorios de su propia pesadumbre. De su relativa proximidad a la muerte, de su incapacidad para relajarse y disfrutar de la comida, de su extrañamiento de las cosas que interesan a los jóvenes. Esto es algo que les ocurre a los padres que no son felices, incluso a aquellos que aman a sus hijos.
Su lengua se enroscó mientras sumaba las cifras de la cuenta. Renée resplandecía como si hubiera atravesado una ventisca. De vuelta al planeta del perpetuo tráfico rodado, delante del hotel, pidió dinero para un taxi. Melanie abrió el bolso y extrajo un billete de veinte.
—Pensarás que es una estupidez que te lo siga preguntando. Quizá no tiene la menor importancia, pero…
Renée cerró los dedos en torno al billete:
—Pero qué.
—Bueno, sólo si es que entre tú y Louis hay algo.
Renée cogió a Melanie de los hombros.
—¿Usted qué piensa?
—Continúo inclinándome a pensar que sí.
—Vaya —atrajo a Melanie hacia sí y le dio un beso en la boca, como besaría cualquier mujer a la persona que la hubiera cortejado con perlas y vino.
Melanie se zafó, sacudiéndose la ropa.
—Tendré que reconsiderar todo esto, Renée. Supondremos que has bebido un poco más de la cuenta. Pero de todos modos, tendré que reconsiderarlo.
—Escala móvil. Garantía. Con efecto inmediato.
—Te llamaré el martes por la mañana.
—De acuerdo.
La lluvia había dado paso a una bruma fina y cálida, agradable a la piel. Tan pronto como estuvo dentro del taxi, Renée se estiró en el asiento.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el taxista haitiano.
—Sí —dijo ella en voz alta.
El agua salpicaba la ventanilla, en cada gotita un aspecto retorcido de la ciudad. Las fachadas chorreantes boca abajo, el tendido eléctrico combándose y dividiéndose. Le pareció que tenía fiebre. Las tres de la tarde, borracha como una cuba y tumbada en un taxi. Alucina fantasías. Fantasías. Las tres de la tarde, la lluvia cálida, volviendo a casa después de verse a sí misma. Todavía nota su calor dentro de ella y en su piel. Puede oler su propia nariz, saborear su propia boca.
—Serán doce dólares con sesenta.
—Tuerza por Walnut y siga hasta arriba.
Con el estómago revuelto por el carpaccio y el vino, se tumbó en la cama hasta que las ventanas dejaron de oscurecerse y se volvieron un poco más claras y la lluvia se convirtió en vapor y silencio. Era como si una tienda de campaña hubiera descendido sobre la calle, sus faldones de lona posándose húmedos detrás de las casas; como si la calle fuera un plato de película recién regado para una toma nocturna, con un mundo ruidoso y ajetreado más allá de las casas. Algún vecino estaba preparando gofres. Chicas y chicos en el porche de la acera de enfrente pusieron un himno heavy metal. Podría haber estado sonando en el cuarto de al lado, no en la calle. Conectó el teléfono y marcó un número.
—Howard Chun, por favor.
—No está —le respondieron.
Se cambió de ropa y bajó a la calle. Una de las chicas del porche —la obesa; había también dos flacas— subió el volumen. Quizá pensaban que Renée se iba a quejar. Subió la escalinata.
—¿Alguien me puede vender un canuto?
Bajaron el volumen y ella repitió la pregunta, mirando alternativamente aquellos rostros escépticos. El chico más joven tendría diez o doce años.
—¿Eres judía? —dijo con toda naturalidad.
—No.
—¿Cuál es tu apellido?
—Smith —respondió Renée, sonriendo.
—Bernstein —replicó el chaval.
—Greenstein —dijo una de las chicas.
—¡Shalom!
Renée aguardó.
—¿Cuánto hace que vives aquí? —preguntó la gorda.
—Cinco años —dijo—. ¿Y vosotros?
—¿Dónde está tu amigo el chino?
—Ahora tiene uno calvo.
—Eh. No te pases. ¿Te sobra una cerveza?
Renée cruzó los brazos.
—¿Cuántos años tenéis?
El mayor de los chicos, callado hasta entonces, se levantó agarrotado de una tumbona medio rota. Sus botas de baloncesto estaban cuidadosamente desabrochadas.
—Tendrás que invitarnos a cerveza —dijo.
—Está bien. ¿Cuántas?
Las chicas conferenciaron mientras el mayor de ellos procuraba hacer como que la cosa no iba con él.
—Diez, pero que sean XL —anunció categóricamente la chica obesa.
—¿Cómo?
—XL.
—¿Y eso qué es? —Renée sonrió sin entender.
—Pues qué va a ser: ¡latas gigantes!
—¡De medio litro!
—¡Megalatas, tía!
—Mucho coco pero no capta.
—¿Sabes lo que es un sesenta y nueve?
—Cállate, Steven, tonto del culo.
—Mucho coco pero no capta.
El mayor de los chicos, en un aparte, puso los ojos en blanco. Renée bajó los peldaños a los gritos de ¡Shalom! Un olor a infraestructura salía de los arbustos, y pudo oír el teléfono sonando en su apartamento: otra llamada de algún enemigo del aborto.
Cuando volvió de Highland Avenue, el chico mayor la llevó a la habitación grande del apartamento del primer piso y sacó dos latas de uno de los packs de seis que ella había comprado, devolviéndolos a la bolsa de papel. Enseñó los porros a Renée.
—Son muy recientes —dijo con gesto serio—. Steven, cierra la maldita puerta —la puerta se cerró—. ¿Cuál quieres? Coge el grande. Me llamo Doug.
—¿Cuántos años tienes?
—Casi dieciséis. Pronto tendré permiso de conducir. ¿Querrás venir conmigo algún día?
—No creo.
Una vez en la cocina Renée puso el porro, una caja de cerillas y un plato encima de la mesa. Colocó una silla delante de estos objetos y dejó encendida una sola luz. Tenía una casete con la etiqueta DANCE que no funcionaba desde hacía cinco años. Enfocándola con la luz de su escritorio, abrió la casete y reparó el trozo de cinta arrugado con Scotch Magic y unas tijeras de uñas.
La mierda le supo a mes de abril en la facultad, como la música de la cinta. Se puso a bailar con «London’s Burning» y «Spinning Top» y «I Found That Essence Rare», convirtiendo en neblina con brazos y piernas las últimas nubecillas de humo. Creyó que estaba llorando cuando sonó «Beast of Burden», pero al abrir los ojos no notó lágrimas y le pareció que habrían sido imaginaciones suyas.
Se tumbó sobre la pendiente mojada en el exterior de la ventana de la cocina. Las tejas eran de pizarra auténtica.
A la mañana siguiente localizó a un profesor de mineralogía que le había tirado los tejos y prestado uno de sus coches en varias ocasiones. Luego se apropió de una cámara del departamento provista de un teleobjetivo con zoom. El sol abrasaba la Route 128. Metódicamente, recorrió todas las carreteras y calles de Danvers, el oeste de Peabody, el norte de Lynn y el sur de Lynnfield, deteniéndose a menudo para marcar su itinerario con lápiz rojo en un mapa. No había un solo coche en el aparcamiento de la sede central de Sweeting-Aldren, un edificio blanco inspirado en Monticello y situado en plena ladera verde. Desde un puente de la línea férrea Boston & Maine, desde la parte posterior de un bloque de oficinas inacabado y desde el rincón más alejado de un cementerio, inspeccionó las instalaciones de la compañía: regimientos de tanques horizontales como tabletas gigantes, torres con enredaderas metálicas con zarcillos metálicos que subían en espiral. El revestimiento ondulado de los edificios principales era de un azul cielo indeterminado que no creía haber visto nunca; en una carta de colores, los tonos vecinos eran probablemente agradables, pero este azul en especial no lo era. Las emanaciones de acetona parecían connaturales al lugar.
Llegado el lunes el calor había alcanzado su apogeo. Renée se puso unos tejanos cortados, unas sandalias y un top que sólo había utilizado para dormir. En la planta baja del ayuntamiento de Peabody, frente a la oficina de contribuciones, encontró listados de ocho parcelas pequeñas, no contiguas, propiedad de Sweeting-Aldren. Las seis que pudo inspeccionar desde el coche no tenían nada interesante salvo unos caballos; no intentó llegar a las otras dos. Pisaba el acelerador hasta donde le permitía su temeridad, y pese a ello eran casi las cuatro cuando llegó al aeropuerto Beverly.
En el bar, una chica estaba levantando una cesta metálica de patatas fritas de la freidora. Le dijo a Renée que fuese a hablar con un tal Kevin en el hangar.
—¿Entro como si tal cosa?
—Sí, allí lo encontrarás.
No bien hubo cruzado la puerta del hangar, alguien la detuvo con un silbato, pero al principio Renée no vio más que un cuadrado cegador de cielo blanco al fondo del cobertizo. Cerca de donde estaba había un Cherokee y un turbohélice de ocho asientos que parecía un saltamontes gigante, ambos sin la cubierta del motor. Dos parejas de operarios, negros de grasa y con mono azul, estaban trabajando en sus brillantes entrañas con diversas herramientas. Preguntados sobre el paradero de Kevin, señalaron a un tipo joven que estaba subido a una escalera junto a un mini reactor, rociando con un aerosol limpiador el parabrisas del aparato.
—¿Tú eres Kevin?
—El mismo —tendría poco más de veinte años, ojos azul cielo, cabello corto y la postura tiesa como una flecha. Al otro lado del pasillo estaban aspirando por dentro otro mini reactor, de cuya puerta salía música country y colgaba el cable de un alargador.
—Me han dicho que hable contigo para ver si me llevas de paseo.
—¿Adónde?
—Por esta zona.
Kevin bajó rápidamente de la escalera, y Renée pensó que iban a despegar en cuestión de minutos, pero a la postre tuvo que estar tragando humo de combustible y de tubo de escape durante casi una hora. Le dio dinero y rellenó y firmó una exoneración. Kevin estuvo un rato ausente y volvió sin el mono de faena, se tiró diez minutos para decidir que el primer avión que había probado tenía un aspecto que no le gustaba, tocó y retocó un aparato normal, un Cessna, y finalmente lo estacionó a la salida del hangar. Se había puesto gafas oscuras.
—¿Adónde vamos?
—Quiero sobrevolar Peabody un par de veces. Me gustaría echar un vistazo a algunas cosas.
Kevin se acercó el micro a los labios y murmuró por las ranuras de plástico. En un bolsillo bajo el panel de instrumentos había un pequeño bloc de espiral. Pasó las páginas plastificadas una por una, levantando y bajando alerones, cebando el motor hasta que las hélices desaparecieron de la vista, mascullando de nuevo por el micro, toqueteando interruptores. La temperatura de la cabina subió unos doce o quince grados. El ruido del motor alcanzó cotas insoportables cuando empezaron a botar por asfalto reblandecido y hormigón firme y torcieron hacia la pista de despegue, a caballo de la franja central. El aire vibrante y los escamosos remates de las hierbas eran lo único que se movía en aquel vasto entorno de vacío.
Giraron a derecha e izquierda y saltaron en el aire como un jeep subiendo por una pista forestal.
—Al sudeste de aquí hay un espacio de control —gritó Kevin—. Viraré al norte de Danvers, si no te importa.
—Adelante.
No había ningún ruido que destacara especialmente, pero oír requería esfuerzo. Kevin dio un beso al micro y lo colgó.
—Puedes mover esa palanca de ahí, para que entre un poco de aire.
Era un feo día para volar, los ríos estaban de un horrible amarillo túrbido, la luz deslumbraba. La niebla atmosférica se extendía más arriba de la altitud a la que estaban volando, y todo lo que había en tierra se disolvía en azul a menos que uno mirara directamente hacia abajo. Lagos y ríos como salpicaduras de plomo en la tierra negroazulada, extendiéndose hacia un horizonte pardoazulado. Cada vez que sobrevolaban agua el avión caía a plomo como un yoyó. Y cada descenso era seguido de un rebote ascendente que no por esperado dejaba de pillarte desprevenido. Kevin dejó una bolsa de papel sobre las rodillas desnudas de Renée.
—Eres un encanto —gritó ella a modo de prueba.
—Tú también. Pero no tanto como mi mujer.
Renée asintió con gesto prudente.
—¿A qué te dedicas? —dijo.
—Vuelo para una empresa de maquinaria de Lynn. Tienen un reactor y un par de aviones. Yo soy el número dos, no suelo pilotar el reactor. Muchas veces llevo al presidente a Maine. Tiene su segunda vivienda allí. A sus invitados también. ¿A qué te dedicas tú?
—Soy fotógrafa.
—¿Trabajas para el… —señaló la etiqueta de la cámara— Departamento de Geofísica de Harvard?
—Sí.
—¿Te interesan los terremotos?
—No —gritó ella—. Formas de relieve.
—Pensaba que quizá estabas buscando fallas o cosas de ésas. Por aquí vienen muchos sismólogos. Un tipo que conozco llevó a uno a recorrer toda la costa el mes pasado.
—¿Puedo enseñarte adónde quiero ir?
Renée desplegó un mapa en el que había marcado en rojo el recinto principal de Sweeting-Aldren y las dos parcelas pequeñas que no había visto todavía. Kevin se lo puso en la falda, lo examinó unos instantes, miró al frente por el parabrisas. El Cessna empezó a botar en otra corriente térmica. El sonido del motor cambió y se quedó así.
—¿Pasa algo? —gritó Renée.
Kevin tardó en responder.
—¿Para qué quieres ir a mirar a Sweeting-Aldren?
Ella alargó el cuello, haciendo como que miraba el mapa.
—Ah, ¿eso de ahí es Sweeting-Aldren?
—¿Tienes algún motivo en concreto?
—Estoy mirando formas de relieve.
—No puedo bajar a más de tres mil pies.
—¿A qué altitud estamos ahora?
—Tres mil pies.
—¿Y por qué no?
—Pues porque no les gusta. Son una compañía. Tienen secretos que guardar.
—¿Y si veo algo que me interesa?
—Casi la mitad de Beverly es Sweeting-Aldren. Tienen seis reactores allí. ¿Sabes lo que quiero decir?
—No.
—Quiero decir que ahí es donde yo trabajo.
—¿Trabajas para Sweeting-Aldren?
—Para Barnett Die, pero estoy en el aeropuerto. ¿Entiendes?
Le señaló las dos pequeñas propiedades, un par de campos divididos por pistas de tierra. Más turbulencias. El motor expectoró mientras se ladeaban, con el sol derramándose alocado sobre el regazo de Renée para salir por la otra ventanilla. Una ladera vomitó coches siniestrados y amasijos de desechos herrumbrosos. Orgullosas mansiones desplegaban sus verdes faldas de terciopelo sobre terrenos anclados entre los viejos falos de ladrillo industrial y las plantas nuevas (rectángulos chatos con grava en el tejado y remolques que parecían comer de pesebres en la parte de atrás). La más transparente de las membranas separaba un club de campo de hectáreas de escoria color hueso con franjas de un amarillo azufre como meadas de un perro monumental. Bloques bajos de apartamentos con flamantes estacionamientos y sucursales BayBank descansaban sobre cráteres de hundimiento llenos de algas y materia indestructible. Por todas partes, la riqueza se daba la mano con la inmundicia. Antes de llegar a la propiedad de Sweeting-Aldren el paisaje parecía vacilar, las urbanizaciones daban paso a escuálidos vecindarios de casas pequeñas y chatas, caravanas, tabernas solitarias y calles sin pavimentar que bordeaban bosques e iban a morir frente a un par de casas arrinconadas a medio terminar, con desperdicios cayendo en cascada por terraplenes. En el lado del bosque que daba a la empresa, tuberías y rieles sobre pilares bajos cruzaban en línea recta terrenos encharcadizos, pasando por suburbios industriales de idénticos receptáculos circulares y enmarañadas carreteras de tuberías, bajando hacia el centro de la población y siguiendo vías radiales hacia urbanizaciones satélite. Unos vehículos se arrastraban entre las hileras formadas por diez mil barriles clasificados por colores; finas chimeneas plateadas dejaban escapar vapor. La impresión general era de orden y buena administración. El océano brillaba negro un poco más allá.
Kevin ladeó un ala para que Renée pudiera sacar algunas fotos.
—¿Has visto suficiente?
—No —gritó ella—. Tienes que bajar un poco más.
—Estás un poco pálida.
—Baja un poco más.
—Haré una pasada a mil quinientos pies, y luego volvemos.
—Dos pasadas a mil pies.
Kevin meneó la cabeza. El aparato se elevó como un globo de helio.
—¿Qué puedo darte? —Renée se esforzó por regalar una bonita sonrisa. El avión se desplomó de tal forma que los dientes le castañetearon.
—No te quieres enterar —dijo Kevin—. Son muy, pero que muy quisquillosos.
—Te pagaré más.
Él negó con la cabeza.
—Una pasada a mil quinientos. Y quiero ver tu permiso de conducir, tu carnet de estudiante o algo. Cualquier cosa que lleve una foto.
Le cogió el permiso de conducir, verificó su nombre y su imagen mientras giraban en sentido contrario a las agujas del reloj.
—Tienes treinta años —dijo.
Ella asintió, agachando la cabeza entre las rodillas. Pudo abrir la bolsa justo antes de que una oleada le subiera por la espalda y la hiciera estremecer. La bolsa se tensó con el peso que ahora llevaba dentro. Kevin le pasó una nueva.
—Tira eso al asiento de atrás. Iremos por el lado oeste, cruzaremos hacia el este y para casa. Lo tendrás todo por tu ventanilla. Con el sol detrás. ¿Crees que vas a resistir?
Lo único que la mantuvo derecha fue apoyarse sobre la cámara con el objetivo pegado a la ventana. Lo fotografió todo utilizando el zoom. Acababan de rebasar las instalaciones centrales cuando se dio cuenta de que no estaba viendo nada, de que debería haberse limitado a mirar.
Tuvieron que volar en círculo sobre Wenham mientras un reactor aterrizaba antes que ellos y otro más despegaba. Renée mantuvo los ojos cerrados y la cara pegada al agujero de respiración. Cada sacudida, hasta la más pequeña, agravaba su sufrimiento. La agobió que Kevin continuara dándole información. Los datos le apetecían tan poco como un sándwich de atún con ensalada.
—Es la hora punta. Acaban de autorizar un reactor entrante de Sweeting-Aldren y ya viene otro detrás. Deberían tener su propia flotilla.
El Cessna subía y bajaba. El motor ronroneaba.
—Tres minutos y estás en tierra. Un día así acaba con cualquiera, o casi.
Renée echó un rápido vistazo, por un solo ojo, a la pista que se extendía delante de ellos. No se atrevió a abrir los ojos otra vez hasta que se detuvieron del todo.
—Fíjate en eso —dijo Kevin, señalando hacia el hangar. Dos hombres de traje, uno de ellos con casco, aguardaban junto a la entrada—. No me creías, ¿eh?
—Espera, espera —Renée estaba rebobinando la cámara.
—No quiero verlo. Me marcho tranquilamente por la puerta.
La cabeza gacha, Renée puso otro carrete y disparó veinte veces a la nada. Los hombres estaban ahora en la pista. Cuando ella se apeó del aparato, uno de ellos miró al interior y el otro la condujo hacia el hangar.
—Tendrá que dejar que se siente —dijo Kevin—. Está muy mareada.
Renée se recostó en una pared mientras, a su espalda, alguien le registraba el bolso. Una vez en el bar la dejaron sentarse a una mesa que tenía una mancha larga y delgada de ketchup. El hombre del casco sostenía su bolso sobre el regazo; tenía el rostro colorado, tumefacto y sorprendido, un cuello de útero con ojos como dos gotas brillantes. Permaneció en silencio durante la entrevista, la vista incansable sobre los pechos y los hombros de Renée.
El otro hombre tenía una tonsura, vello espeso y lacio color plomo de lápiz asomando al cuello de la camisa, y ceño como de águila. Examinó el carnet de Renée.
—Renée Seitchek, Pleasant Avenue 7, Somerville, Universidad de Harvard —la fulminó con la mirada—. Me dicen que ha fotografiado algunas instalaciones. Nos morimos de ganas por saber qué la ha movido a fotografiar esas instalaciones en concreto.
—¿Puedo beber un poco de agua?
—¿Tiene la tripa revuelta? Para eso mejor un poco de Sprite. ¿Bruce? —hizo una señal hacia el mostrador—. Pero continúe.
—Soy fotógrafa.
—No me diga. ¿Qué clase de cosas le gusta fotografiar, Renée?
—Pues cosas interesantes y hermosas.
—Ah. Fotografía artística. Eso es fascinante —su interrogador la miró con gesto de admiración—. Verá, no puedo resistirme a preguntárselo, ¿qué hay de hermoso en una planta industrial? ¿Por qué no trata de explicármelo? Ya que eso va en detrimento de nuestros derechos, por así decir.
—¿Quién es usted? —dijo ella.
—Rod Logan, director de seguridad, Industrias Sweeting-Aldren. Mi ayudante es Bruce Feschting. Hemos hecho una pequeña excursión para venir a conocerla, Renée. Ah, fíjese en esto. Bruce se ha superado a sí mismo: Sprite, agua y una servilleta. A propósito, Renée, no estaría mal que se limpiara un poquitín la barbilla.
Un grupo de hombres con zapatos de suela dura desfiló por la cafetería, intercambiando saludos con Logan y Feschting. Vaivén de maletines mientras se dirigían hacia la puerta del lado del aparcamiento.
—Pero, dígame —prosiguió Logan—, esto de la fotografía artística, ¿cómo está el mercado? ¿Tiene un jefe rico? Hay muchas empresas importantes que compran arte.
—Son para mí.
—¡Para usted! No le importa si pregunto qué le ha traído a ver estas instalaciones en particular, ¿verdad?
—Las he visto desde la carretera.
—Ya, pasaba por allí, ¿eh? ¿Hubo algo que le pareciera especialmente interesante y hermoso en nuestras instalaciones?
—No. Simplemente el conjunto. Su aspecto exterior.
—Caray, la vida te echa un cable de vez en cuando, ¿no es cierto? —Logan meneó la cabeza—. Hay que ver. Mire, estoy seguro de que en alguna parte existe un planeta llamado Tierra en el que una chica de Harvard va realmente al aeropuerto más próximo a nosotros y vuela a plena luz del día en un avión perfectamente conspicuo y quiere realmente sacar unas fotos por el mero placer que eso le proporciona. Universo infinito, infinidad de mundos. Pero, verá usted, ¿yo en qué mundo estoy? ¿En este, o más bien en este otro? —cortó el aire con sus manos, sugiriendo galaxias en movimiento—. Oiga, Renée. Soy un hombre razonable. Y con la ley en la mano no puedo impedir que usted se dedique a disparar carretes y carretes para darse el gusto. ¿Era usted consciente de eso? ¿De que legalmente no se lo puedo impedir? Pero verá, ahora tengo su cámara sobre las piernas y Bruce tiene el otro carrete, el que estaba en su bolso…
—Está sin exponer.
—¿Es así, Bruce? Sí, parece que está sin exponer. Entonces no le importará vendernos ese carrete por diez dólares. Y en cuanto al que está dentro de la cámara, seamos prácticos, quisiera ofrecerle gratis el revelado y las copias, que le enviaremos a su dirección en Somerville. La verdad, no se me ocurre un acuerdo más amistoso. Porque le diré una cosa, Renée, los secretos de empresa nos los tomamos muy en serio, tenemos guardias armados en la propiedad y una reserva de un millón de dólares específicamente destinada a hacer sentir todo el peso de la ley sobre los espías industriales. Resumiendo, ¿por qué no deja que me encargue yo de las copias y se las envíe? Los gastos corren de nuestra cuenta. A ti no te parece lo más razonable, ¿Bruce?
—Son fotos privadas —dijo Renée.
—Oh, sí, privadas. Pero vamos a ser prácticos, considerando quién tiene ahora la cámara en su poder, yo creo que sólo le queda una alternativa: dejar que yo la abra y exponga toda la película a la luz.
Renée se sujetó miserablemente la cabeza.
—Está bien. Pero déjeme en paz.
—¿Está segura? —dijo Logan, abriendo ya la cámara.
Un nuevo contingente de ejecutivos había entrado en la cafetería. Feschting se levantó a toda prisa del banco.
—Señor Tabscott —dijo—. Señor Stoorhuys.
—Hola, Dave. Dick —Logan saludó con la cabeza a los recién llegados. Tenía en sus manos la película expuesta.
—Rod, Bruce, ¿de dónde venís?
—De ninguna parte. Ha habido un pequeño incidente.
Tabscott salió del bar, pero Stoorhuys se detuvo y se apoyó en la mesa; por las mangas de su americana aparecieron doce centímetros de puño de camisa. Bajó la cabeza, pero estaba mirando a Renée, de reojo. Descubrió los dientes.
—Te presento a Renée Seitchek —dijo Logan—. Nuestra última piloto acrobática. Fotógrafa artística. Estudia geofísica en Harvard. La mala cara se debe a un tremendo mareo en vuelo.
Con los labios separados, Stoorhuys la estudió detenidamente.
—¿El señor Logan le ha explicado nuestro punto de vista?
—Sí.
—Nos ocuparemos de que le reembolsen el valor de la película.
Ella asintió, la mirada baja.
—A la chica le encanta fotografiar cosas hermosas e interesantes —apostilló Logan.
—Ella lo es, hermosa e interesante —observó Stoorhuys con patente falta de sinceridad. Parecía haber perdido interés. Sus dedos larguiruchos apretaron el hombro de Logan—. Tú no te alteres.
—Tranquilo, Dave.
Momentos después la dejaban a solas en la mesa. Se bebió el agua, agachó la cabeza, inspiró hondo. Cerca de su oreja yacía un billete de veinte dólares. De pronto, una bolsa de papel aterrizó en la mesa. Renée dio un salto.
—Toma, tu producción estomacal —dijo Kevin.
Renée cogió un puñado de servilletas al salir de la cafetería. Condujo durante veinte minutos y finalmente se detuvo en un aparcamiento de Shawmut Bank. Agazapada como un mapache detrás de un container, abrió la bolsa y rescató el carrete, alojado en el fondo de su vomitona. Las luces de la autopista sacaron destellos a sus ojos cuando miró furtiva a su espalda.
Estaba claro que no podría ver las fotos antes de reunirse con Melanie. En cualquier caso, dudaba de que se viera gran cosa. Si Sweeting-Aldren tenía en funcionamiento una estación de bombeo cerca de la planta central, estaría sin duda oculta bajo algún tipo de cobertizo. Regresó a Cambridge, devolvió el coche y estuvo en la biblioteca Widener hasta que sonó el timbre de cerrar.
A la mañana siguiente el desayuno no quiso quedarse en su sitio. Se fumó el resto del canuto y tomó un segundo desayuno en Au Bon Pain antes de volver a las máquinas de microfilm en la biblioteca. A la una y cuarto hizo una copia de una foto aparecida en el Globe el 9 de marzo de 1970. Se veía un edificio de cuatro plantas, banco y oficinas, inaugurado en Andover Street, Peabody; apenas visible entre los árboles pelados del fondo se veía la parte superior de una estructura que recordaba mucho a una torre de perforación.
Fue a su banco con un bono de serie E, regalo de una abuela ya fallecida. En el servicio de atención al cliente le dijeron que vencía al cabo de dos años.
—¿Y qué precio tiene ahora?
Llevaba ochenta billetes de cien dólares en el bolsillo delantero derecho de sus tejanos cuando se bajó del tren en Salem con la primera oleada de empleados que volvían a casa. La dirección que le habían dado la llevó al Palacio de Justicia del condado. En la acera de enfrente, en una casa blanca recientemente restaurada que según la placa databa de 1753, estaban las oficinas de Arger, Kummer & Rudman.
—Señorita Seitchek —dijo cálidamente Henry Rudman, apoyando la manaza en la parte baja de su espalda. La hizo sentar en una silla frente a su mesa y se quedó allí de pie, ofreciendo algo de beber.
—Agua fría, por favor.
Detrás del escritorio, en un rincón de la oficina entre un ordenador y un ronroneante aparato de aire acondicionado, Melanie estaba sentada con la cabeza ladeada y las manos juntas sobre el regazo. Miró una sola vez a Renée, cariacontecida, como una mujer en un juzgado que no espera de su marido más que una parte de su capital y una renta de por vida. El amor había muerto. Sólo quedaba esto.
Renée se cruzó de brazos y se echó el pelo hacia atrás con gesto indiferente. Sobre la mesa de Rudman había pequeñas fotografías de su mujer y de tres niñas, pero en el aspecto decorativo la oficina estaba dominada por tres ampliaciones en blanco y negro, todas ellas autografiadas; Ted Williams en un crucero con el brazo sobre la espalda de un joven Rudman; Rudman y Yastrzemski sentados mejilla con mejilla en un banquete; Rudman y Jim Rice, palos de golf en mano, en un campo con palmeras de fondo. Renée rió. Tenía los ojos inflamados, el mentón salpicado de granos nuevos. Se había dejado crecer el pelo durante meses, y de repente le llegaba casi hasta los hombros: sin lavar, una maraña de ondas tiesas. Olía como a cuero cabelludo y sudor de intemperie. En conjunto relucía de aceite corporal, reluciente y sucia, animal y caliente. Lanzó una mirada a Melanie, que tuvo que bajar los ojos otra vez.
Rudman trajo un vaso de agua y se aposentó delante de su escritorio.
—Bien, señoras, ¿todo listo? —no esperó respuesta—. Señorita Seitchek, aquí la señora Holland me dice que le propuso usted una apuesta sobre la actuación de ciertos bienes raíces y las acciones de cierta empresa. Bienes raíces que son la propiedad que posee en Ipswich, y acciones que son las de Sweeting-Aldren. ¿Correcto?
—No —dijo Renée—. Yo no le propuse nada. Fue ella la que decidió ponerse en contacto conmigo. Ah, y no tengo nada que decir respecto a los bienes raíces. Si ella quiere sacar conclusiones sobre lo que yo digo de esas acciones, bueno.
Rudman y Melanie se miraron.
—Usted es sismóloga, ¿verdad, señorita Seitchek?
—Sí.
—Podemos suponer que basa su predicción en su interpretación de unos datos sismológicos. Pero la predicción sólo atañe a las acciones.
—Hay más de diecisiete kilómetros entre Peabody e Ipswich.
—¿Y bien?
—Quiero decir que no veo ninguna vinculación.
Rudman se volvió.
—¿Señora Holland?
Melanie apretó los labios, contando hasta los cinco de rigor.
—Quisiera recordarte, Renée, que aunque es verdad que fui yo quien se puso en contacto contigo, fuiste tú la que habló de dinero y propuso un acuerdo. Y también quiero recordarte que empezaste por ocultar deliberadamente que tenías información valiosa para mí, y tú no me dijiste que esto no atañía a bienes raíces.
Renée sonrió de mentirijillas:
—¿Quiere que me marche?
—Señoras, por favor.
—Te agradecería que dijeses la verdad —Melanie se había puesto blanca—. Es todo lo que digo.
—¿De acuerdo, señorita Seitchek? Procure decir la verdad para que podamos seguir adelante. Y eso vale para usted también, señora Holland.
Melanie adoptó una postura virtuosa.
—Bueno, señorita Seitchek, esto… —Rudman se rascó el bigote—. La señora Holland me dice que usted confiaba en que ella apostara… cincuenta mil dólares, lo cual podemos suponer que es…
—No —dijo Renée enfáticamente—. No. Yo dije que quería un mínimo de cincuenta mil dólares. También dije que cuanto más acierte en mi predicción, más alta deberá ser la recompensa.
—Yo jamás acepté eso.
—¿He dicho yo que lo hiciera?
—Señoras…
—Dije también que apostaría todo el dinero que pudiera conseguir por mi parte. Y estoy dispuesta a hacerlo —sacó su fajo de billetes y los arrojó a la mesa de Rudman.
—¡En efectivo! —exclamó él cual Fausto horrorizado, levantándose a medias de la silla.
—Guarda ese dinero —dijo Melanie.
—Señorita Seitchek. Por favor. Como gesto me parece muy conmovedor, en serio, pero le ruego que guarde eso en lugar seguro. Uno no va por ahí dejando billetes en la mesa de la gente, sin una goma elástica ni nada. Me disponía a decirle que la señora Holland declina respetuosamente su oferta de garantía y escala móvil. A cambio insiste en el tope de cincuenta mil dólares que usted proponía.
Renée se puso de pie y se guardó los billetes en el bolsillo.
—No hay trato.
—¿Señora Holland?
Melanie ladeó la cabeza mecánicamente, como un pájaro.
—¿Qué tope habías pensado tú, Renée? ¿O no querías ninguna clase de tope? ¿Pensabas tal vez en un treinta por ciento?
—Un millón de dólares.
Melanie resopló con una mueca burlona.
—¿Cuánto dinero tiene ahí, señorita Seitchek? Si no le importa decírmelo.
Haciendo caso omiso, Renée dio un paso hacia Melanie y le habló así:
—Voy a decirle exactamente lo que pasará con esas acciones en los próximos tres o seis meses, lo que usted prefiera. Puede comprar o vender sus acciones según lo que yo le recomiende. Si usted saca medio millón porque yo la he aconsejado bien, yo quiero cincuenta mil. Si saca diez millones, yo quiero un millón. Eso es el diez por ciento hasta un millón. Si no saca nada, o pierde dinero, entonces se queda todo lo que yo llevo encima ahora mismo. Son ocho mil dólares.
Rudman estaba meneando la cabeza y agitando los brazos, una manera de dar por zanjada la cuestión. Melanie miró a Renée con ojos desorbitados.
—¡Es Louis! —exclamó—. No eres tú en absoluto. Tú… ¡Tú ni siquiera estás aquí! ¡Es Louis!
—Por Dios, señora Holland. Por favor.
—Se equivoca —dijo Renée, temblando de odio—. No sabe cuánto se equivoca.
—¿Lo ve? —dijo Rudman—. Dice que se equivoca. ¿Se da cuenta? Mire, señorita Seitchek, tendrá que disculparnos unos segundos.
Llevó a Melanie hasta una sala de reuniones, forrada de precedentes, que había en la parte de atrás. Al oír que corrían el pestillo, Renée se sentó, cerró los ojos e inspiró hondo. Pasaron cinco minutos antes de que Rudman volviera.
—El diez por ciento hasta doscientos mil, ocho mil de garantía.
Ella no se volvió cuando dijo:
—No —y como si fuera una palabra de otro idioma que no hubiera estado segura de pronunciar bien, añadió—: No.
Rudman volvió a salir. Esta vez regresó en menos de un minuto.
—Ultima oferta, señorita Seitchek. Trescientos cincuenta mil.
—No.
Otra vez el pestillo cerrado. Renée pensó que estaba sola, pero entonces notó la mano de él en el hombro, y su bigote se le acercó mucho.
—¿Ha dicho que no?
—Exacto.
—Déjeme hacerle una pregunta, señorita Seitchek. Una sola, ¿de acuerdo? ¿Qué cojones se cree que está haciendo?
Ella siguió mirando al frente.
—De acuerdo, Harvard es una gran universidad, y puede que usted sea una alumna estupenda, pero, verá, trescientos cincuenta mil dólares…
—Libres de impuestos.
—¿No cree que se pasa de la raya? ¿No conoce la palabra moderación? ¿No sabe eso de retirarse a tiempo? ¿No siente piedad por una dama que evidentemente no controla la situación? No hace falta que le diga que ella está ahí dentro diciéndome que acepte sus condiciones. ¿Sabe lo que me acaba de decir? Que usted es el diablo, el diablo con mayúsculas, y le aseguro que lo dice literalmente, se lo juro por Dios. ¡Con la cara bien seria! Ésa es la clase de persona a quien usted está apretando las tuercas. Pero, entre nosotros, jovencita, usted no es el diablo, con o sin mayúscula. No es más que una mierda de estudiante que no se sabe cómo le ha echado las zarpas a una mujer excelente como la señora Holland. ¿Y quiere saber otra cosa? No va a sacar más de trescientos cincuenta mil. No tengo que decirle que está tratando con una persona que ha perdido la perspectiva de las cosas. Ella le daría el millón entero, pero yo no voy a permitirlo. Por mí como si se chala del todo y acaba en un manicomio, pero no pienso permitir que regale un millón de pavos a una furcia que vende secretos a espaldas de sus superiores. Esto es lo que pienso de usted, señorita Seitchek. Creo que es una asquerosa y una desgraciada. ¿Me oye?
Renée estaba completamente inmóvil.
—Y para su información, jovencita, le diré que no encontrará gente con más manga ancha que yo.
—Impuestos incluidos —dijo ella en voz baja—. Seiscientos son trescientos cincuenta con impuestos, más o menos. Y si no acepta, me marcho.
—Una gran idea. ¿Por qué no se larga ya? ¿O tiene que darme lecciones sobre ganancias de capital? ¿Sabe lo que es eso? ¡Bah!, es lo que yo digo, probablemente ha memorizado el código de impuestos.
Renée se levantó de un salto y antes de que él pudiera reaccionar ya estaba dentro de la sala de reuniones. Melanie estaba apoyada en la mesa oval, sollozando.
—Seiscientos mil —dijo Renée mientras se zafaba de Rudman—. Es mi última palabra.
—¡Cállese! ¡Cállese!
Melanie agarró la mano de Rudman, implorante.
—¡Hágalo, Henry!
—Pero, señora Holland…
—He dicho que lo haga. Hágalo y acabemos con esto de una vez.