Un terremoto no es el asesinato de una esposa embarazada a manos de su marido. No es una orden judicial de desegregación. No es la familia Kennedy. Semanas después de que el último equipo de informativos hiciese las maletas y se marchara de Boston, la decepción de la ciudad todavía se podía palpar. Como es lógico, nadie quería ser aplastado por una viga ni ver sus posesiones en llamas, pero la madre naturaleza había estado jugando con las expectativas de la ciudad durante unos días primaverales y la gente había desarrollado en seguida un apetito oculto por imágenes televisivas de cuerpos bajo láminas de polietileno, por ver qué se sentía siendo lanzado al espacio del salón como si aquello fuera un tiovivo, por vivir una experiencia californiana, por alcanzar cifras importantes. Un centenar de muertos habría sido emocionante; un millar, histórico. Pero la Tierra había incumplido sus promesas negándose calladamente a reducir los edificios a piltrafas fotogénicas y turbadoras; y el recuento de víctimas mortales no llegó realmente a despegar. Pese al impacto que las cifras tuvieron sobre las vísceras de los lugareños, los treinta y siete heridos por los seísmos podrían haber sido fruto de insulsos accidentes automovilísticos; los cien millones de dólares en pérdidas materiales, simple falta de mantenimiento, y la muerte de Rita Kernaghan, un modesto ataque al corazón. Las réplicas periodísticas fueron reduciéndose a un par de artículos a la semana. Los gacetilleros locales seguían peinando el condado de Essex en busca de vidas arruinadas por la catástrofe, pero, para su desconsuelo, no encontraron una sola. La gente reparaba las paredes y techos de sus casas. Construcciones dudosas eran inspeccionadas y abiertas de nuevo. Todo era tan moralmente neutral, tan sensato…
Por suerte para todos, los Red Sox empezaron junio en Fenway Park barriendo en una serie con los Yankees y llevándose un bagaje de siete victorias seguidas a la American League West. Ninguna persona en su sano juicio creía que los Sox pudieran acabar ganando su división, pero de momento no se podía decir que estuvieran perdiendo terreno, y ¿qué iba a hacer uno, abuchear ya de entrada? A mediados de verano habría muchas oportunidades de revivir el odio y la envidia; los corazones bostonianos latirían con fuerza y las gargantas se tensarían con sólo pensar en vencedores beisboleros, en sus soporíferamente efectivos lanzadores, en sus arrogantes bateadores de mejillas de niño a los que Dios, por increíble que parezca, permitía conseguir home run tras home run, y en aquellos horribles hinchas mudadizos, con sus rostros tiznados de euforia barata como si de jugos sexuales o melocotones se tratara, para quienes el béisbol consistía justamente en eso, en ganar y ganar cómodamente; pero mientras duraba la racha, la ciudad estaba llena de ricos idólatras felizmente ajenos a los pobres del mundo del deporte, y, en ausencia de nuevos temblores, el temor a la muerte y al dolor físico se había retirado a su lugar correcto en lo más recóndito del cerebro colectivo.
Eso no quería decir que el condado de Essex hubiera dejado de estremecerse por completo. Sismógrafos portátiles instalados conjuntamente por el Boston College, el United States Geological Survey y Weston Geophysical estaban registrando hasta veinte temblores al día en las cercanías de Peabody, y alguna que otra pequeña señal cerca de Ipswich. Las magnitudes Richter, sin embargo, raramente sobrepasaban el 3,0 y, aunque no había dos científicos que se pusieran de acuerdo sobre lo que estaba pasando, la actividad se suponía relacionada con los terremotos de abril y mayo. De acuerdo, las réplicas de un seísmo moderado suelen desaparecer con rapidez, y, de acuerdo, las réplicas registradas en Peabody no lo estaban haciendo, pero, vista la insólita fuerza de los seísmos preliminares a los terremotos del 10 de mayo, Larry Axelrod y otros sismólogos apuntaban a que la ruptura de roca en el subsuelo de Peabody no había sido, por algún motivo, «limpia». Como Axelrod explicó al Globe, el pollo con la cabeza limpiamente cercenada se convulsiona unos instantes pero en seguida queda quieto, mientras que el pollo con el cuello magullado puede seguir debatiéndose durante una hora, aunque cada vez con mayor debilidad.
Prácticamente ningún sismólogo daba garantías de que Boston estuviera a salvo del movimiento fuerte. La excepción era Mass Geostudy, una empresa de investigación subvencionada por el cuerpo de ingenieros del ejército y la industria nuclear. Debido a su escaso eco en la prensa, Mass Geostudy escribió una carta al director del Globe informando a los lectores en tono displicente de que «existe una probabilidad cero de que entre los próximos ochenta y cinco y ciento veinticinco años el área metropolitana de Boston sufra un terremoto tan severo como los temblores del 10 de mayo». Muchos otros científicos convenían en que la actividad sísmica del 10 de mayo había reducido realmente el riesgo de nuevos terremotos de consideración, pero una minoría sustancial (incluido el venerable Axelrod) advertía también que «las cosas no acaban hasta que se acaban». Insistían en la extraña pauta de las réplicas, en la probada existencia de estructuras profundas, como fallas, en la docena de kilómetros que separaban Ipswich de Peabody. Aunque no había motivos para esperar una ruptura a lo largo de dicha distancia (se trataría entonces de un terremoto de gran magnitud), no podía descartarse tampoco una ruptura pequeña.
La frase del momento, aplicada de buen o mal grado a todo evento geofísico en los Estados del este, era: «No se sabe con exactitud».
En vez de invertir mil millones de dólares para convertir Massachusetts en un Estado tan resistente a las catástrofes como California, el Gobierno local optó por asignar un millón de dólares para investigación sismológica inmediata. (Incluso un millón parecía mucho para un Estado con serios problemas presupuestarios). Gran parte del dinero fue adjudicado al Boston College con la idea de levantar un plano sísmico del condado de Essex. Se exploraron fallas en busca de nuevos saltos (no encontraron ninguno) y se empezó a trabajar con equipo Vibroseis. Estudiantes del centro llevaban uno de estos aparatos en un camión remolque a emplazamientos concretos y colocaban a su alrededor unos dispositivos de escucha llamados geófonos. En momentos cuidadosamente calculados, la máquina enviaba señales chirp al interior de la tierra, y, a partir de las refracciones, reflexiones y retardos de esas señales, que los geófonos registraban, era posible explorar estructuras subterráneas de un modo similar a como se explora un feto mediante ultrasonidos.
Los primeros resultados de la exploración con Vibroseis revelaron la presencia de una maraña de discontinuidades en el subsuelo del condado de Essex, extendiéndose a mayor profundidad de la que en principio se había pensado. La ambigüedad fue en aumento a medida que los sismólogos trataban de relacionar focos sísmicos con estructuras cartografiadas. Los nuevos datos sustentaron todo un surtido de modelos contrapuestos. También dieron lugar a nuevos modelos que desmentían todos los anteriores y se desmentían entre sí.
El 7 de junio un alumno del Boston College que estaba colocando un geófono en un solar arbolado de Topsfield descubrió el cuerpo desnudo de una adolescente desaparecida desde hacía un mes, y los Red Sox ganaron a Seattle en diez entradas.
El resto del dinero del Estado fue a parar a estudios de predicción sísmica a corto plazo, organizados por expertos venidos incluso de California. Uno de los grupos colocó sensores en el manto rocoso a fin de medir los cambios en su conductividad eléctrica. Otro grupo estaba analizando campos, magnéticos, pendiente de ondas radiofónicas de frecuencia extremadamente baja. Cuatro grupos independientes estaban estudiando indicadores menos fascinantes pero igualmente rigurosos: cambios en la profundidad y transparencia del agua de los pozos, presencia de metano y otros gases en agujeros hondos, rarezas en el comportamiento animal y enjambres sísmicos tipo precursor.
Se armó un pequeño escándalo cuando Canal 4 tuvo conocimiento de que el Estado había entregado quince mil dólares a un posdoctorando de Michigan para que importara siluros japoneses a fin de tenerlos en observación a oscuras en un cuarto de motel a las afueras de Salem. Varios estudios habían indicado que esta especie de siluro experimentaba alteraciones en vísperas de un terremoto, pero el tipo de Michigan era tímido y poco resultón ante la cámara. La periodista de Canal 4, Penny Spanghorn, calificó el experimento de auténtica chapuza.
Por lo general, los medios informativos y la ciudadanía daban por sentado que los grupos de investigación divulgarían avisos urgentes ante la posibilidad de una catástrofe inminente; que para eso habían ido a Boston. En realidad, dichos grupos no tenían intención de hacer nada parecido. Eran científicos y estaban allí para recoger información y avanzar en su comprensión de la Tierra. Sabían, en todo caso, que el gobernador no daría el paso, económicamente subversivo, de decretar la alerta máxima a menos que la mayoría de los métodos de predicción coincidieran en que se avecinaba un terremoto de importancia. En el pasado, los métodos no habían coincidido ni en el momento, ni en la gravedad, ni en la localización de terremotos importantes. De ahí que los métodos continuaran siendo puestos a prueba. Sin embargo, cuando los especialistas así lo explicaron, el público lo tomó como un signo de modestia y siguió dando por sentado que habría algún tipo de aviso en caso de amenaza sísmica.
Aparte del asunto de los siluros, la cobertura informativa de los estudios de predicción fue realmente entusiasta y las instalaciones experimentales se convirtieron en lugares muy buscados por la juventud local. Un rumor sobre aguas fangosas en un par de pozos de Beverly fue desmentido más tarde cuando un adolescente confesó haber tirado allí tierra y grava. «Una travesura», dijo. Poco después, un contingente de jóvenes de Somerville fue detenido por la policía de Salem en pleno acto vandálico con bates de béisbol en un paraje solitario. Los chicos pensaron que sería divertido confundir a un sismógrafo portátil saltando sobre el terreno para simular un temblor de tierra, pero como no era muy divertido decidieron atacar el sismógrafo con bates de béisbol.
En la primera semana de junio todas las familias del este de Massachusetts recibieron un folleto titulado QUÉ HACER EN CASO DE SEÍSMO. El folleto, que estaba impreso en California, contenía ilustraciones de palmeras y de casas estilo misión, y recomendaba que los niños se metieran bajo sus pupitres del colegio, que se evitaran los cables caídos del tendido eléctrico, que se informara rápidamente de cualquier fuga de gas y que se hiciera acopio con suficiente antelación de alimentos enlatados y agua embotellada. Los supermercados y las tiendas de todo a cien respondieron con ofertas especiales de kits para terremotos, y los vendedores de armas de toda la región confirmaron un aumento espectacular de sus ventas.
Las aseguradoras habían reanudado la venta de seguros antiterremotos, aunque reconocían que, con unas tarifas mínimas de treinta dólares por mil de cobertura, casi nadie suscribía pólizas. Artistas del timo, sin embargo, iban de puerta en puerta consiguiendo pingües beneficios a base de ofrecer falsas pólizas con descuento. Las acciones de empresas y bancos con grandes inversiones de capital en el área de Boston siguieron a la baja, al igual que el mercado inmobiliario en el condado de Essex y las zonas modestas de más al sur, incluidos Back Bay y buena parte de Cambridge. (Los edificios situados en zona pantanosa y demás terrenos recuperados eran especialmente susceptibles a la actividad sísmica). Los ayuntamientos económicamente mejor pertrechados temían provocar un pánico generalizado promoviendo simulacros de terremoto; las comunidades pobres tenían otras preocupaciones. Al final, no hubo simulacros.
El reverendo Philip Stites declaró tranquilamente en un programa de la WSNE que no creía que Dios hubiera acabado con la Commonwealth, que no lo haría hasta que la última clínica abortista del Estado hubiera cerrado sus puertas. Stites pasó a condenar por anticristianos los recientes atentados contra instalaciones en Lowell, añadiendo que incumbía a Dios, no a los hombres, imponer el castigo. El día 8 de junio cincuenta y ocho miembros de la Iglesia de la Acción en Cristo estaban recluidos en diversas celdas de Boston y Cambridge. Habían declinado salir bajo fianza tras ser arrestados por bloquear la entrada a varias clínicas. Caricaturistas y articulistas retrataban a Stites como un dandy adinerado que no quería mancharse las manos siendo arrestado junto con sus pupilos; hacían chanza a costa de sus visibles galanteos con los conservadores de la zona; detectaban un «tufo a hipocresía» en todo cuanto Stites hacía.
En el otro bando, una coalición de grupos proabortistas prometía inundar toda la región de Boston con cien mil manifestantes el 14 de julio. Uno de los organizadores había escrito a Renée pidiendo autorización para incluirla en una lista de personajes públicos que apoyaban la manifestación. Renée había llamado a la organizadora y le había preguntado:
—¿Por qué quieren que salga mi nombre?
—Usted es geóloga. Salió en la tele.
—Mucha gente sale en la tele.
—¿Me está diciendo que no quiere aparecer en la lista?
—No, no, adelante. Inclúyame.
—De acuerdo —la organizadora parecía enfadada—. La incluiremos.
Las oficinas regionales de la Environmental Protection Agency estaban en la octava planta de un bloque de granito de antes de la guerra, frente al Palacio de Justicia federal, en la zona vieja del centro donde, si estudiabas la parte alta de los edificios y luego mirabas otra vez a la calle, esperabas ver a todos los hombres con sombrero estilo tirolés y corbata estrecha y gafas estilo Buddy Holly.
En la entrada del Palacio de Justicia seis manifestantes femeninas con mitones hechos a mano habían protegido sus fotografías de fetos con plástico transparente. Cortinas de agua fría se deslizaban sobre sí mismas en las pendientes que conducían a la zona de combate, y la lluvia golpeaba las ventanas verdegrís de la ciudad y empapaba las tarjetas anunciando sexo por teléfono alojadas bajo todos los limpiaparabrisas que no estaban en movimiento. Era un truco de los veranos de Nueva Inglaterra que Renée había visto muchas veces: una subida de doce grados hoy y más de lo mismo para el próximo fin de semana.
Las sillas duras de plástico en el vestíbulo de la EPA quitaban las ganas de sentarse. Algunas estaban agrupadas en semicírculo como para dar ambiente aunque estaban vacías; las demás estaban aisladas y puestas de cualquier manera contra las paredes. Cuando Susan Carver, la ayudante del administrador regional, salió a recibirla Renée dejó huellas de lluvia en el suelo junto al aviso de igualdad de oportunidades laborales que había estado leyendo.
Carver era una persona alta y fornida de blancas mejillas carnosas y cejas pobladas. Sus gafas, de montura redonda color arándano, tenían las lentes empañadas por una iluminación federal. Era como un inteligente conejo blanco metido en un traje de talla catorce. Estaba acompañando a Renée a su despacho cuando una bola de papel salió volando de una puerta abierta y rebotó en su imponente hombro. Carver la cazó al vuelo con sorprendente habilidad y se detuvo en el umbral. Cuatro administradores de mediana edad vestidos de tonos tales como marrón óxido y azul plateado levantaron la vista de sus mesas con una expresión de culpa que era más bien deleite entrecortado. Sin decir palabra, Carver tiró la bola de papel a un aro color naranja sujeto a la pared y volvió con Renée mientras los hombres hacían rechifla.
—Quería usted hablarme de Sweeting-Aldren.
—Sí.
—En relación con los terremotos de Peabody.
—Sí.
Evidentemente satisfecha de sí misma por haber encestado, Carver se sentó a su escritorio y juntó sus blancas zarpas sobre la mesa, haciendo tensarse las rayas del traje en codos y hombros. A su espalda, en el alféizar, había fotos enmarcadas de su familia: una adolescente rolliza con una nariz pequeña y una cara chata y ansiosa que daba la impresión de saber de ordenadores, un chico pastoso de ocho o diez años y un marido risueño y chupado. Había una pistola de agua, un revólver calibre 38, al lado de su agenda giratoria. Con divertida cautela maternal, como si Renée fuera otro de sus hijos, preguntó:
—¿Qué ha hecho Sweeting-Aldren, en su opinión?
Renée alcanzó el bolso donde llevaba sus documentos pero retiró lentamente la mano sin llegar a tocarlo.
—Existen pruebas —empezó— de que han estado bombeando líquidos a un pozo muy profundo desde hace años, por no decir décadas, y de que podrían haber inducido los terremotos que hemos visto en Peabody.
Las cejas de Carver subieron y bajaron de manera casi imperceptible:
—Continúe.
Renée abrió el bolso e hizo una presentación prudente y ecuánime. No levantó la mirada de sus documentos hasta que hubo terminado. Carver lucía una sonrisa frágil, abstracta, como si todavía estuviera paladeando su triunfo baloncestístico.
—A ver si he entendido bien la cronología —dijo—. Primero Sweeting-Aldren empieza a perforar un pozo profundo en algún lugar, eso a finales de los sesenta. Luego, en 1987 hay una cadena de pequeños temblores cerca de Peabody que dura tres meses…
—Y que desaparece con desacostumbrada brusquedad.
—Y que desaparece rápidamente. Después hay un vertido en Peabody, no especialmente importante, a lo sumo un par de años de residuos ilegales. Y por último, poco tiempo después de ser descubierto el vertido, los terremotos de Peabody se reanudan, aparentemente conectados con los terremotos de Ipswich, pero en realidad no, según su opinión.
—La mía y la de muchos. Ningún sismólogo tiene un modelo persuasivo que pueda relacionar Ipswich con Peabody.
Carver asintió con la cabeza. Había cogido su pistola de agua y estaba mordisqueando el alza.
—Entiendo. Aunque tengo la impresión de que los sismólogos desconocen muchas cosas sobre por qué los terremotos se producen cuando y donde lo hacen, en especial los de la costa Este.
—Un modelo de sismicidad inducida explica perfectamente el enjambre de Peabody.
—Ya, entiendo. Pero, claro, todo depende de que sea cierta su suposición de que alguien perforó un pozo y de que dicho pozo esté cerca de Peabody. Dado que podría haber otros «modelos» que sean igual de persuasivos.
—¿Por ejemplo?
Carver se encogió de hombros.
—Quién sabe, una fuente natural de terremotos en Peabody y luego un «modelo» de demanda cíclica que explicaría el vertido de abril. Mire usted, no sé hasta qué punto conoce el funcionamiento de la industria química. El almacenamiento a corto plazo tanto de materia bruta como de residuos sin procesar es algo muy común. Sweeting-Aldren almacena desechos incinerables hasta que la demanda de los productos que fabrican en sus reactores de alta temperatura mejora. Y en el ínterin, el mes pasado, un terremoto rompe uno de sus tanques de almacenamiento.
Renée asintió. Había esperado —confiado, más bien— que Carver hiciera de abogado del diablo.
—¿Puedo preguntar si ustedes, la EPA, han llegado a entrar en la fábrica de Peabody para cerciorarse de que efectivamente están tratando los residuos como es debido?
—Puede preguntar, por supuesto. La respuesta es no. No hemos introducido sondas en sus tanques. No hemos espiado sus procesos internos. No tenemos personal ni nos asiste ningún derecho para husmear en todas las tuberías y todas las válvulas de todas las fábricas de este país.
—Claro que, en este caso, se trata de algo sospechoso.
—Oh, sí. Sospechoso —Carver se apoyó en los brazos de su butaca y con considerable esfuerzo volvió a acomodarse—. Deje que le explique una cosa, Renée, en calidad de superviviente de los ochenta que aún trabaja para esta agencia. Si nuestra labor en pro del medio ambiente de este país es mínimamente aceptable es porque tenemos prioridades, porque somos realistas. Nos las hemos de ver con el mundo real, y en el mundo real no puedes someter a prueba de fuego todas las hipótesis imaginables. Tienes que centrarte en lo que sale de los desagües y de los humeros de las chimeneas, y eso a veces entraña aceptar cosas por pura fe. Si una empresa como Sweeting-Aldren no está contaminando el agua o el aire…
—Hasta el vertido del mes pasado.
Carver sonrió. Queriendo decir: Déjeme terminar, por favor.
—Sweeting-Aldren cuenta con directivos responsables. Si no tuviera que preocuparme por nadie más, quizá decidiría hacer una comprobación a fondo. Pero me enfrento a compañías que vierten media tonelada de sales de cadmio y mercurio por hora en estuarios. Me enfrento a empresas de eliminación de desperdicios que vierten petróleo con niveles de BPC[17] en las partes por mil y de tolueno y cloruro de vinilo en las partes por diez en depósitos de gasolineras abandonadas hace cincuenta años. Me enfrento a vertidos controlados que están a punto de contaminar aguas subterráneas en casi todo el Estado desde aquí hasta Springfield. Me enfrento a empresas que —Carver fue contando con los dedos— hacen caso omiso de las normativas, hacen caso omiso de las multas que les imponemos, hacen caso omiso de las órdenes judiciales, y cuando van a la quiebra dejan atrás cientos de hectáreas contaminadas para la eternidad. Por otra parte tenemos una ciudadanía propensa al pánico, y un presidente cuyo máximo favor consiste en no recortarnos todavía más el presupuesto cada dos o tres años.
—Pero ese vertido de Peabody…
—Había BPC. Ya me la veo venir. Y la empresa tuvo engañada a la opinión pública durante un par de días, claro que Wall Street se dio cuenta en seguida. Pero volvemos a lo de antes, negar algo cuando uno está avergonzado es una reacción tremendamente humana. Hola, Stan —Carver apuntó su pistola hacia la entrada, donde un individuo vestido de blazer color verde guisante aguardaba con una carpeta en la mano—. En seguida estoy contigo.
Renée frunció el entrecejo. ¿En seguida?
—Este agujero del que me habla —dijo Carver—: Se supone que la perforación, si es que la hubo, fue cerca de Hereford (Massachusetts). ¿No habrá usted movido arbitrariamente un agujero de ocho kilómetros de profundidad doscientos kilómetros más al este, para hacer que su «modelo» encaje?
—En la revista Nature decía la zona este de Massachusetts. La zona este.
—¿Tiene alguna otra referencia al respecto?
—No, de momento.
—Y Nature es una… publicación británica. Mire, odio decir esto, pero no me siento a gusto con una teoría que depende de lo que el director de una revista británica pueda saber acerca de la geografía de Estados Unidos.
Renée achicó los ojos. Carver continuó:
—Más objeciones, tal como me van viniendo a la cabeza. ¿Para qué gastarse tropecientos millones de dólares en perforar un pozo de petróleo en 1969? ¿Sabe lo que costaba entonces el barril de crudo?
—Pues sí. Pero es imposible que en todo Estados Unidos no hubiera alguien capaz de ver lo que pasaría en 1973. Tenían beneficios enormes. Y seguramente asumieron con alegría la carga por depreciación.
—Nadie saca dinero de una depreciación. ¿Y no cree que una empresa con tanta visión de futuro debía conocer el riesgo de sismicidad inducida? Cualquier persona que abra un manual de sismología lo sabe, digo yo. Pero, según usted, los terremotos de 1987 los pillaron por sorpresa.
—Supongo que habían visto el estudio sobre Denver —dijo Renée—. Denver tenía cierto historial sísmico, el mayor de los terremotos inducidos fue de magnitud 4,6. En Peabody no había historial ni motivo para esperar que se produjera un seísmo. Además, ellos estaban bombeando a un ritmo muy modesto si lo comparamos con lo que el ejército hizo en Denver. Y hay otra cosa, de hecho, que se me olvidaba mencionar, y es que el vicepresidente de operaciones de Sweeting-Aldren tiene su casa asegurada contra daños por terremoto.
Carver se llevó a los labios el cañón de su pistola, como si soplara el humo tras disparar. Le sonrió serenamente. ¿Cabía la posibilidad —pensó Renée— de que Sweeting-Aldren la hubiera sobornado? Desechó la idea; aquí lo que pasaba era que a la Carver no le había caído simpática.
—Supongo que usted no tiene casa en propiedad —dijo Carver.
—En efecto, supone bien.
—Nada que objetar, por supuesto. Sin embargo, es posible que no entienda usted lo mucho que a los propietarios de casas les preocupa perderlas. Y que la gente que ha estado en Boston toda la vida puede que recuerde los terremotos de los años cuarenta y cincuenta. ¿A quién se refiere, a Dave Stoorhuys?
Lo dijo como si fuera alguien con quien salía de copas.
—Sí.
—Precaución —dijo Carver—. Mucha precaución con él. ¿Le conoce usted personalmente?
—Conozco a su hijo.
—Ya, pero yo trato con estas empresas a diario, sabe. Y aunque le parezca extraño, resulta que en la industria hay gente muy respetable y con muy buenas intenciones. De hecho, he visto tanto o más egoísmo y pedantería entre intelectuales que entre empresarios. ¿Es lo que usted quería oír? En absoluto. Pero mentiría si no le dijera que a mi modo de ver se equivoca usted de medio a medio con Dave Stoorhuys y Sweeting-Aldren.
—¿Y si yo descubriera el lugar donde hacen los vertidos y le trajera unas fotos?
—¿Quiere un permiso para espiar y entrar en propiedad ajena? ¿Quiere la aprobación de mamá? —los ojos de Carver brillaron—. Supongo que si usted aportara algo más convincente que una simple conjetura académica, me decidiría a enviar a alguien. Aunque, la verdad, una empresa puede hacer cosas mucho peores que bombear esos productos químicos seis kilómetros por debajo de la capa freática.
—¿Y si ellos hubieran venido a pedirle autorización para bombear residuos bajo tierra? ¿Qué les habría dicho?
—Si está hablando de responsabilidades legales por daños resultantes de un terremoto, entonces debería ir a hablar con otra persona.
—Como quién.
—La prensa siempre busca noticias interesantes —Carver miró su reloj. Se puso de pie—. He visto que le han tomado mucho cariño.
—Esto le incumbe a usted —dijo Renée—. Si bombean residuos, lo único que están violando es la normativa de la EPA. Creo que, como mínimo, alguien debería ir a ver si tienen un pozo en su propiedad. En tal caso, habría que embargarlo antes de que puedan clausurarlo ellos.
—Echaré un vistazo a nuestros archivos.
Carver estaba andando hacia la puerta, y eso obligó a Renée a levantarse. Todo funcionario del Gobierno sabe que quien lleva sus quejas ante una institución suele considerarse un ser muy especial, y que se pone nervioso cuando al final comprende que no lo es tanto. Una ciudadana tan empecinada y tímida como Renée era muy susceptible a ponerse nerviosa, y en consecuencia era fácil quitársela de encima. Por ese motivo fue un detalle particularmente feo por parte de Carver que se tomara la molestia de añadir:
—Le voy a decir una cosa, es la misma historia de siempre. ¿No estará flipando?
—¿Cómo dice?
—Mujer, ya me entiende, flipar… ¿Cuántos años tiene?
—Sé lo que significa esa palabra.
—Hace dos meses vino un entomólogo a decirnos que había dioxinas en un espray de los que usa el Estado para combatir ciertos lepidópteros. Su teoría era bastante bonita. El único problema es que en ese espray no hay dioxinas. El año pasado un tal Thetford o algo así, de Harvard, creo que oceanógrafo, vino diciendo que había mercurio en la plataforma continental. Un acto ilegal, una conspiración. Yo también pensaba así hace mucho, mucho tiempo. Es muy gratificante, muy romántico. Pero el noventa y nueve por ciento de las veces no es así como funciona el mundo. Debería tenerlo presente.
De vuelta en la calle, Renée sostuvo contra las costillas su paraguas plegable y utilizó la otra mano para impedir que el bolso le resbalara del hombro mientras el viento soplaba y la lluvia caía. Lógicamente tenía la vejiga a tope. Entraba y salía gente de los sitios con obstinada irracionalidad. Un chico negro que estaba haraganeando al pie de la escalera del metro se señaló el agua de los pantalones y preguntó:
—¿Qué se dice?
Renée lo esquivó.
El chico fue detrás de ella.
—¿Qué se dice? Pues se dice «usted perdone». Se pide perdón.
—Perdón —dijo ella.
—«Usted perdone. Siento haberlo salpicado de agua. Siento haberle mojado los pantalones».
—Siento haberlo salpicado de agua.
—Gracias —le gritó el chico, del otro lado de la cancela—. Muy agradecido por sus disculpas.
Renée no pudo quitarse aquel diálogo de la cabeza hasta que llegó un tren.
Un ejemplar del Globe había explotado dentro del vagón, cubriendo el suelo y acumulándose bajo los asientos. En primera página un titular estampado por una huella húmeda decía: NUEVO ATENTADO CONTRA UNA CLÍNICA ABORTISTA EN LOWELL.
En Central Square la Mujer Airada local, pasada a la clandestinidad por culpa del tiempo, injuriaba a los cabrones machistas que gobernaban el mundo. Un chino viejo que llevaba dos peces de colores en una bolsa llena de agua se sentó cerca de Renée. Esta le sonrió amablemente.
—Lluvia, lluvia y más lluvia —dijo el chino.
—Lluvia y más lluvia, sí.
Este diálogo no se lo quitó de la cabeza hasta llegar a Harvard.
La planta baja de los laboratorios Hoffman estaba en silencio. Los grandes monitores blancos del solarium[18] escupían calladamente pequeñas frases en negro mientras se ejecutaban programas para los estudiantes y posdoctorandos que habían ido a tomar un tentempié al Square; los monitores marrones, más pequeños, esperaban que alguien fuera a conectarse o desplazaban texto sobre un fondo verde subido. Renée fue directamente del aseo de señoras a un monitor marrón. Mientras estaba trabajando, el teléfono de sobre el radiador sonó y se agotó varias veces. A aquellas alturas hasta el más infrecuente usuario de los ordenadores de la sala había sido informado de que la vida humana comienza en la concepción. Nadie respondía ya al teléfono, pero éste no dejaba de sonar.
Hacia las tres de la tarde Howard Chun y un amigo suyo pequinés volvieron de comer apestando a ajo. Howard, con su parka de nailon chorreante de agua, se situó detrás de un plotter Tectronix. Renée lo había visto por última vez espatarrado en la cama, roncando a intervalos, al marcharse del apartamento después de desayunar.
—Por qué irá tan lenta esta máquina —dijo Renée a su monitor.
—El disco B está lleno —dijo el pequinés, frunciendo su amplia y muy expresiva frente. Era un buen científico y a Renée le caía bien.
—El disco B está lleno. Ya. Entonces, ¿para qué me tiré media noche haciendo copias de apoyo del puñetero disco? Y no hace ni cuatro días…
Entró en el directorio Operator identificándose como SUPERUSER y vio que, en menos de una semana, usuarios de nombre TERRY, TS, TBS, DNFl y NB2 habían llenado trescientos setenta y cinco megas del disco B en copias de apoyo y otros sesenta y cinco del disco A. Todos esos usuarios eran Terry Snall. El tema de su tesis era Deformación No Frágil. DNFl, una cuenta temida y odiada en las salas de sistema, ocupaba por sí sola doscientos sesenta y un megabytes; era cuatro veces el espacio que ocupaban los archivos de los otros estudiantes; casi la mitad de un disco.
SUPERUSER se convirtió en SUPEROP.
—¿Sabes lo que hizo Terry? —dijo.
En el rincón del Tectronix, detrás de unas mamparas, el teclado de Howard continuó sonando ajeno a todo. La sala empezaba a enturbiarse con vapores de ajo. SUPEROP se dirigió al pequinés:
—Recuperar hasta el último de sus archivos de programa. En este disco hay setenta megas de archivos de programa. Yo me tiro veinte minutos para ejecutar un programa de un minuto y él tiene setenta megas de esos archivos.
—Cancélalos —le recomendó el pequinés.
—Es lo que iba a hacer.
Los archivos de programa sólo eran necesarios cuando se estaba ejecutando realmente un programa, y en pocos minutos podían volverse a crear. SUPEROP borró todos los de Terry.
—Ah, mucho mejor así —dijo el pequinés.
—Ocho megas libres en un disco de seiscientos megabytes. ¿Es que Terry no lo sabe? ¿Es que no se entera?
Howard salió de su agujero y fue de consola en consola iniciando sesión en cada una. Aun cuando sólo se pusiera a trabajar unos minutos, se sentía incómodo si no estaba conectado en al menos tres o cuatro consolas diferentes. Algunas noches llegaba a hacer log on en una decena de ellas. Todas las consolas menos la que estaba utilizando se oscurecieron para ahorrar píxeles.
En un nuevo mensaje de comienzo de sesión, SUPEROP recalcó que no se hicieran backups de archivos no inmediatamente necesarios. Todos sabían quién firmaba esos avisos, de manera que no se molestó en firmar. Volvió a ser RS.
—¿Te han pasado el mensaje? —le preguntó el pequinés.
—No me digas que alguien ha tomado un mensaje para mí.
—Charles.
—Ah.
Al fondo del pasillo, debajo del bolso y de la cazadora tejana empapada, encontró un número y el mensaje: HA TELEFONEADO LA SEÑORA HOLLAND. QUE PUEDES LLAMAR A COBRO REVERTIDO.
Renée tiró la nota a la papelera y regresó a su consola. El pequinés se había marchado.
—¿Howard? —llamó.
Vio moverse una parka, pero Howard no dijo nada. Detrás de la mampara, se lo encontró encorvado sobre un espectro sísmico de color verde intenso, con los tobillos cruzados sobre un lecho de cables y el teclado encima del regazo.
—¿Todavía conoces a alguien con licencia de piloto? —dijo ella.
Howard negó con la cabeza y siguió tecleando.
—¿No tenías un amigo que te llevaba en avión?
Un nuevo espectro apareció en la pantalla. Howard negó con la cabeza. Ella torció el gesto:
—¿Estás cabreado conmigo?
Él negó con la cabeza.
Renée echó un prudente vistazo hacia la puerta.
—Vamos —susurró—. No estés cabreado. De verdad, necesito que no estés cabreado conmigo.
Howard parpadeó a la pantalla, determinado a no hacerle caso. Tras una nueva ojeada al pasillo, Renée se arrodilló y le puso las manos en el pecho.
—Vamos. Por favor. No te cabrees conmigo. Sé bueno.
Él trató de alejarse rodando sobre su butaca.
Ella le cogió la mano y le apoyó la mejilla en el pecho. Era la primera vez que le tocaba estando en el laboratorio, y no bien lo había hecho cuando oyó un roce de prendas de vestir a su espalda. Una sensación de inevitabilidad la llenó de pánico cuando, al darse la vuelta, vio a Terry Snall que giraba en redondo y volvía hacia el pasillo.
Se puso en pie de un salto.
—¡Mierda! —empezó a seguir a Terry pero volvió a donde estaba el plotter—. ¡Mierda! ¡Joder! —se tiraba del pelo—. ¿Yo qué te he hecho?
Howard tecleó como si tal cosa.
—Dios, esto va a acabar conmigo. Esto va a ser la gota que colma el maldito vaso —se agachó de nuevo al lado de Howard—. A ver, dime qué te he hecho yo.
Howard compuso una mueca horrorosa, todo encías y ventanas de la nariz hinchadas.
—Qué te hecho —la parodió—. Qué te hecho. Qué te hecho.
—He dejado que te acostaras conmigo —susurró ella apretando los dientes—. Cantidad de veces, además.
—He dejado que t’acostaras conmigo que t’acostaras conmigo.
Ella le miró a los ojos; la boca le temblaba.
—Oh Rouis, Rouis —dijo Howard, en su mejor acento taiwanés—. Pellízcame un poquito, pégame, pégame.
—Santo Dios —se apartó de él y buscó un sitio por donde huir pero no lo había. Al doblar la esquina hacia el pasillo casi chocó con Charles, uno de los secretarios del departamento. Era alto y de calva incipiente y escribía una novela en sus horas libres. No usaba cinturón sino tirantes.
—Melanie Holland —dijo—. Está otra vez al teléfono.
—Dile que me he ido.
—Quiere saber dónde puede localizarte.
—Dile que pruebe en casa.
—Ya lo ha hecho.
—Pues dile que me he ido de la ciudad.
—Vamos, Renée —Charles meneó la cabeza—. A mí no me pagan para mentir. Si no quieres hablar con ella, lo correcto sería que se lo dijeras tú misma. Así dejará de llamar y de interrumpirme, y yo me ahorro tener que bajar dos tramos de escalera para venir a molestarte.
Renée señaló hacia la puerta de la calle.
—Me marcho.
—Oh, Renée. Te aconsejo que no lo hagas, si es que quieres volver a utilizar mi fotocopiadora o que te tome mensajes de otros centros o pedirme el cúter. ¿Piensas pedirme el cúter alguna otra vez?
Sin decir palabra, ella se alejó con paso airado hacia la escalera.
—Oye, que no te estoy chantajeando —dijo Charles, que la seguía—. Se trata de una cuestión de cortesía y profesionalidad. Te dejo usar mi cúter por cortesía. Nadie me dice que deba dejártelo, sabes.
La voz de Renée reverberó en el hueco de la escalera:
—Es que tú eres así.
Charles la siguió escaleras arriba.
—Antes eras muy amable, Renée. Eras la persona más atenta de todo el edificio. ¿Sabes cuántas fotocopias te he dejado hacer, Renée? Por cierto, en una copiadora que es sólo para asuntos del departamento. ¿Renée? ¿Me estás escuchando? ¡Seis mil quinientas!
Ella entró en el despacho del ausente jefe del departamento y cerró la puerta en las narices de Charles. El despacho estaba oscuro y fresco, por suerte no olía a nada. A Renée siempre le gustaba entrar allí. En los estantes había tomos encuadernados con las revistas más importantes publicadas desde los años cuarenta. Había archivadores repletos de tiradas aparte, dossiers con interesantes y útiles iniciativas de investigación a escala internacional, paquetes enteros por desprecintar de rotuladores y otros escasos pertrechos de oficina. Dentro de unos años también ella tendría un despacho igual, y algún joven imbécil como ella ahora le instalaría un sistema informático, y todo el mundo la tendría en cuenta cuando se debatiera sobre trascendentales hechos sismológicos. Sería importante que hubiera estudiado con Fulano y Zutano en Harvard, una universidad que, como recordaba siempre que entraba en aquel despacho, podía vanagloriarse de su pequeño pero sobresaliente programa de geofísica. Los malos ratos pasados en las salas de sistema se olvidarían poco a poco. Desde su ventana vería mecerse los árboles.
—¿Renée? Soy Melanie Holland. Escucha, no quiero molestarte mientras estás trabajando, pero me interesa mucho hablar otra vez contigo y pensaba invitarte a comer mañana. Ya que es sábado. Hay un restaurante precioso en Four Seasons. Me encantaría llevarte allí.
—¿Para qué? —dijo bruscamente Renée—. Quiero decir, muy amable de su parte…
—Estupendo. Entonces vendrás.
—No. No voy a ir. Es que no puedo.
—Oh, bueno, tampoco es que tenga que ser mañana y a la hora del almuerzo, si es que tenías planes. Podríamos tomar algo el domingo, o quedar mañana para cenar. Incluso esta noche. Me gustaría tanto que aceptaras…
—¿De qué quiere hablar conmigo?
—De todo y de nada. Creo que sería bueno para las dos que nos conociéramos mejor. Te llamo como amiga. Por favor, acepta mi invitación, Renée.
Renée frunció tanto el entrecejo que le dolió.
—¿Para qué?
—Oh, venga, no nos pongamos tontas. ¿Puedo invitarte a comer mañana? ¿Sí o no? Significa mucho para mí. Dame una buena razón para decir que no.
Melanie sabía ser persuasiva cuando le interesaba. Su voz era como un arroyo que zigzaguea por un valle remansándose entre sauces, uno de esos arroyos transparentes que te incita a beber con las manos y olvidarte de los ciervos muertos y de los corrales de engorde que hay aguas arriba.
—La llamaré más tarde —dijo Renée.
—Ya sé. Estás pero que muy ocupada. ¿Tendré que hablarte con franqueza? No hay nadie en el mundo más interesado en hablar contigo que yo. Nadie. Vamos, vente a almorzar conmigo.
Renée se paseó aturdida por el despacho del jefe de departamento, asida al teléfono.
¿No piensa decirme de qué se trata?
—Mañana. ¿Te parece bien a las doce y media? El restaurante se llama Aujourd’hui.
Más allá de las líneas delgadas de lluvia que se juntaban y se separaban y descendían por la ventana, un grupo de turistas japoneses bajo idénticos paraguas se aproximaba al Peabody Museum, cuya espléndida colección de flores de cristal, creada hacía un siglo por sopladores de vidrio alemanes para enseñar la estructura y variedad de la flora mundial a los estudiantes de Botánica, era la atracción turística más popular de Cambridge. Renée no había visto nunca la colección. Los paraguas japoneses se inclinaron al nivel del rótulo que había en la puerta del museo; girando inseguros, hablaron entre sí y se dispersaron. Más paraguas llegaron al rótulo, en el que se anunciaba que debido a los desperfectos causados por el reciente terremoto las flores de cristal estaban en depósito hasta encontrar una manera más segura de exhibirlas. Para consolarse, los japoneses se fotografiaron unos a otros junto al cartel, y sus flashes pintaron de blanco el asfalto mojado y los árboles vecinos. Dos manchas de aliento en forma de pulmones y, encima, el perfil brumoso pero más diáfano de una frente permanecieron en la ventana del despacho del jefe hasta varios minutos después de que Renée hubiera bajado las escaleras.
Durante tres semestres había compartido piso con una sismóloga llamada Claudia Guarducci, una romana flaca, demacrada, aburrida y muy inteligente, que hacía trabajos posdoctorales para pagarse los estudios. Cocinaban juntas, veían películas juntas, se lamentaban juntas de sus colegas, aceptaban o declinaban juntas invitaciones a cenar. Claudia se compró una moto y a veces llevaba a Renée al trabajo. Jamás compartieron secretos.
Cuando Claudia regresó a su país mantuvieron contacto mediante postales lacónicas. Como echaba de menos el aroma de aquellos Merit Ultra Lights, Renée hizo todo lo posible por rodearse de fumadores. Se informó sobre posibles masters en Italia, pensando que si iba a Roma podría llamar a Claudia y mencionarle, sólo mencionarle, su actual paradero. El futuro que deseaba empezaría a ser una realidad si podía vivir en Italia y ser amiga íntima de una romana.
En retrospectiva daba la impresión de que su vida consistía en poner cimientos para futuros edificios de vergüenza y odio hacia sí misma. Había en ella una parte autónoma y confiada que seguía armando anodinos sueños de chica del Medio Oeste: veladas europeas con Claudia; tranquilidad doméstica con Louis Holland; palmadas en la espalda por parte de la EPA y de los bostonianos.
Estaba concluyendo su tesis cuando Claudia le comunicó, en una postal de dos líneas, que se había casado con su antiguo novio del Istituto Nazionale.
Renée se sintió tan traicionada que eso le chocó. No se animaba a escribir otra vez a Claudia, y pasaron los meses y Claudia tampoco dio señales de vida. Lo que le dolía era saber que no estaba celosa de él por tener a Claudia, sino de Claudia por tener un hombre. Y el hecho de que Claudia fuera mujer, por supuesto, importaba mucho.
Estaba convencida de que si se hubiera tratado de René y Claudio, dos buenos amigos heterosexuales, René no se habría sentido tan traicionado. Los hombres que se casaban o que encontraban novia no se alejaban de sus amigos solteros, al menos como lo hacían las mujeres. Evidentemente, el hombre tenía un espíritu más noble que la mujer. Consecuencias de pertenecer al género por defecto. Si tanto hombres como mujeres consideraban inviolables sus relaciones con los hombres, entonces éstos permanecían inevitablemente fieles a su género mientras que las mujeres, también inevitablemente, traicionaban al suyo propio. La superioridad moral de los hombres estaba estructuralmente garantizada.
No obstante lo cual, Renée no deseaba ser hombre.
Un hombre, si era tu novio de facultad, quería «seguir siendo amigos» después de darte calabazas. Tan inquebrantable era su fe viril en la amistad, que estaba seguro de que aceptarías una invitación a su boda.
Un hombre, si era tu hermano pequeño, recién salido de la facultad, se mostraba «realista» durante la cena cuando sostenía que «las mujeres no son idénticas a los hombres, sus prioridades son diferentes», soltando con sospechosa y egoísta facilidad una verdad que tú habías tardado treinta años en aprender, y encima alentado en su arrogancia por una cónyuge de veintitrés años que había «decidido tener hijos en breve» y por lo tanto se consideraba más madura que tú.
Un hombre era aquel que consideraba una descripción benévola de sí mismo decir «Adoro a las mujeres».
Un hombre no era tal si le reconocía a una mujer que se había equivocado. Prefería mil veces llorar y humillarse, implorar perdón como un bebé, a reconocer como hombre el error.
Un hombre daba por hecha la comprensión del pene por parte de la mujer pero se felicitaba a sí mismo por comprender el clítoris y su importancia. Se sonreía interiormente de su superioridad sobre todos los hombres, pasados y presentes, que no habían asimilado este secreto femenino. Se sentía orgulloso de su inteligencia y su bondad cuando interrogaba a una mujer sobre si se había corrido. El regalo perfecto para el hombre que lo tenía todo era un frasquito de feminismo.
Ineludiblemente inmerso en una historia hecha por personas de su mismo sexo, un hombre nunca podría ser tan tímido como una mujer: jamás podría sentir tanta vergüenza. Ni siquiera el más clarividente había hecho una valoración de hasta qué punto era una simple cuestión de suerte, una combinación de X e Y, que su vida fuera sencilla. De una manera u otra siempre seguiría creyendo que la holgura de su vida entrañaba una superioridad moral, creencia que le convertía en un ser ridículo.
Las mujeres sabían que sus maridos eran ridículos. Por tanto, las mujeres casadas —más aún las que tenían hijos— podían hacer amistad entre sí. La vergüenza de estar casadas con un instrumento romo, un ser simpático pero limitado, y de parir sus hijos y soportar su superioridad, era atenuada por el trato con otras mujeres que compartían la misma carga, o con mujeres cuyo más ferviente deseo era llevar precisamente esa carga.
Renée, sin embargo, no estaba casada. Creía además que, incluso estándolo, la hermandad de parteras no la iba a aceptar. Tenía la impresión de que los miembros más exitosos de dicha hermandad —mujeres con carrera profesional capaces de sacar adelante una familia— desarrollaban forzosamente egos tan blindados que ya no les quedaba imaginación para un caso complejo como el de ella. Madres con empleos menos absorbentes se ponían a la defensiva y eran propensas a temerla o a despreciarla, por ser ambiciosa. Madres sin empleo de ninguna clase atraían su atención —de hecho, sentía una ternura especial hacia las mujeres no concienciadas— pero tampoco podía ser amiga de ellas porque no la comprendían, y, cuando se daba la circunstancia de que empezaban a comprenderla, entonces se mostraban confusamente dolidas por su negativa a ser como ellas.
Sin amigas, Renée veía estereotipos allá donde miraba. Su cabeza estaba saturada de imágenes de mujeres, y odiaba aquellas a las que más se parecía.
La intelectual timorata, culta, socialmente concienciada y sin sentido del humor.
La soltera enjuta, vulnerable, ensimismada y de expresión vagamente perturbada que es una exploradora espiritual o simplemente una perdedora, probablemente lo último.
La profesional insatisfecha de treinta años que ve el error de su trayectoria y empieza a desear un hijo.
La científica pelmaza que vive en una sala de ordenadores pero se considera menos aburrida que otras como ella porque hace diez años iba a conciertos de los Clash.
La chica que, como tenía pocas amigas, creció leyendo ciencia ficción y ciencia de la otra y filosofía popular y que, una vez adulta, sigue siendo tan romántica que cree en cosas como la malversación empresarial y los héroes que cambian la historia.
La doctora medianamente atractiva que en su empeño por sentirse muy atractiva adquiere la fama de ser una tía fácil.
La mujer que no se lleva bien con otras mujeres y que sale con hombres y que al cabo de los años acaba acostándose con muchos de ellos y que, traidora a su propio sexo, es respetada por los hombres sólo en la medida en que ella es como un hombre.
La intelectual culta y medianamente atractiva que no cae bien a nadie pero que no obstante se considera extraordinariamente especial y encantadora y rara y luce una sonrisa que así lo demuestra y que, por ello mismo, cae aún peor.
Revisados todos estos odiosos estereotipos, la única cosa que la salvaba de concluir que en realidad se odiaba a sí misma era su falta de naturalidad. La falta de naturalidad era un ángel de la guarda que la acompañaba a todas partes. En las tiendas de comestibles le decía cómo tenía que elegir artículos —manzanas, huevos, pescado, pan, mantequilla, brócoli— que a buen seguro no le harían decir ciertas palabras. Palabras como Soy una yuppie o Hago lo posible por no ser una yuppie o Ved qué original soy o Ved qué tímida soy cuando hago esfuerzos por no ser como la gente que no quiero ser, incluidos aquellos que son tímidamente originales. Exigía una vigilancia diaria no caer en el error de cocinar como las treintañeras cultas que salían en la tele, ni como los gastrónomos que se ponían en trance por un plato de pasta, ni como mujeres de una revista de dietética, ni como hombres que consideraban sexy y sofisticado cocinar con alcaparras y pirrarse por un Richebourg de 1971. O, por el contrario, como personas a quienes les daba igual la comida. Porque, desafortunadamente, comer basura estaba descartado. En el futuro que imaginaba para sí, ella no comería basura. Apenas si podía tragarla.
Del mismo modo, no tenía agallas para ponerse ropa fea o para amueblar su apartamento con desechos. En realidad, cuando compraba en grandes almacenes, la ropa y los utensilios que le parecían no comprometedores resultaban ser invariablemente los mas caros de su categoría. Por descontado, si eras rica podías comprar la transparencia. Como ella no era rica, se enfrentaba a la tarea de encontrar artículos atractivos y de precio moderado, evitando de pasada todo estilo moderno comprometedor producido en masa. Esta búsqueda de objetos neutrales —tops, zapatos, chaquetas, sillas— exigía muchas horas y la hacía más dolorosamente consciente de sí misma.
Renée odiaba las cosas nuevas «inspiradas en» cosas antiguas, productos mancillados por el diseñador moderno con nostalgia de los años cincuenta o veinte. En las cosas antiguas podía confiar, siempre y cuando no hubieran pasado por las manos mancilladoras de una conciencia como la suya. Le había encantado equipar su piso con objetos de un mercadillo que montaban semanalmente en el aparcamiento de la biblioteca de Somerville. Pero cuando entraba en una tienda de ropa «antigua», aun cuando la mercancía fuera bonita, se sentía mareada y se marchaba en seguida. Sólo en una tienda de baratillo, como la del Ejército de Salvación, podía aguantar el tiempo suficiente como para encontrar algo a su gusto, y eso si no estaba en Boston, porque en Boston esas tiendas eran muy frecuentadas por gente joven en busca de gangas, gente peligrosamente parecida a ella.
Un par de veces al mes, año sí, año no, pensaba en la ropa que su madre no le había regalado.
Había ocurrido durante el último año de los Seitchek en Lake Forest, cuando todos salvo Renée estaban a punto de mudarse a California. Descubrió aquellas prendas en un cuarto lleno de trastos destinados a la beneficencia. Estaba rescatando un montón de ropa —faldas estrechas de estilo clásico, una chaqueta con cuello de terciopelo verde esmeralda, un vestido rojo de talle alto, un abrigo de lana a cuadros, unos zapatos de tacón bajo en marrón y negro— cuando su madre la pilló.
—¿Qué estás haciendo con todo esto?
—Lo siento. Lo siento. Pensaba que ibas a tirarlo.
—Y eso voy a hacer.
—Entonces, ¿puedo quedármelo?
—Voy a regalarlo a la beneficencia. Haz el favor de dejarlo todo donde estaba.
—¿Por qué no puedo quedármelo?
—Cariño, tienes un montón de ropa en tu armario que apenas te has puesto. ¿Para qué necesitas estos trapos?
—Son cosas bonitas. Me gustan. Por favor.
Su madre meneó la cabeza.
—Lo siento si es que te has encariñado con algo. Pero no quiero que te pongas nada de esto.
—¿Por qué no? ¿Por qué?
—No quiero verte con esa ropa. Me trae recuerdos.
—Pero yo estaré lejos. No me verás.
—Ya sabes que te compro todo lo que tú quieres. Cosas nuevas, de calidad. Pero imagínate que tuvieras un novio y que rompieras con él. ¿Se lo darías a tu mejor amiga?
—Estamos hablando de ropa, mamá.
—Para mí es lo mismo —dijo la madre.
Renée salió de su dormitorio como aturdida, a punto de llorar. Su madre no cedió y la ropa fue a parar a la beneficencia. En su memoria aquellas prendas quedaron como las más bonitas que había visto nunca, las más perfectas para ella. Aunque le hubiera fallado la memoria, resultó que había imágenes de todo ello en los álbumes de fotos de la familia: imágenes de la joven Beth Macaulay en una gira por Europa que duró un año y medio, imágenes del abrigo a cuadros en el Bois de Boulogne; del abrigo a cuadros en Dublín; del vestido de verano a rayas en Berck-Plage; de Beth Macaulay en Arles, su cutis perfecto, sus gafas de sol de montura y cristales negros, sus supermodernos zapatos bajos, su diario; de su vestido rojo en blanco y negro en Roma; del abrigo a cuadros en Venecia.
Estaba embarazada de tres meses cuando se casó con Daniel Seitchek, un joven cardiólogo de una familia de comerciantes y universitarios del West Side. Qué afligida y derrengada se veía a la joven y bonita Elizabeth en blanco y negro (el negro fuliginoso del sur de Chicago, el blanco de la nieve reciente, el blanco y negro de su abrigo a cuadros) mientras levantaba a su hija recién nacida para la foto.
Qué difícil era reconciliar estas imágenes con los conjuntos de golf y de tenis color rosa y blanco y verde clorofila que llevaba la mujer a quien Renée conocería como su madre. La mujer que al final, ya en California, iría en un coche con matrícula personalizada (MOMS JAG[19]) a los partidos de béisbol juvenil para sentarse con otras madres morenas como africanas y vitorear los éxitos de sus hijos respectivos y gruñir a carcajadas y taparse los ojos cada vez que cometían un fallo. La mujer que, en presencia de su hija, se había descrito a sí misma como «una optimista redomada» y que se confesaba «adicta» a las novelas de Tom Clancy. Las fotos de aquella elegante Beth Macaulay en Europa parecían decir que, antiguamente, había sido más parecida a Renée —más romántica, más independiente— de lo que cualquiera que observara el vuelo de aquellas faldas en la pista de tenis habría podido imaginar. Renée, que tenía miedo a la muerte, quería pensar que pese a sus diferentes circunstancias vitales ella y su madre compartían la misma alma. Y era tentador dejar que la probabilidad de una identidad, el sentido común de esa suposición, tomara visos de certeza. Por desgracia, Renée pensaba con lógica y se negó a creer que fuera la misma persona que aquella veleidosa optimista de Orange County sin algún tipo de prueba. Y a la postre resultó que los años en que su madre había sido una persona diferente y presumiblemente más tipo Renée eran, ni más ni menos, los años anteriores a que existiese la tal Renée.
Entretanto, por muy tímida que pudiera ser, no se le escapaban las ironías: Que al mismo tiempo que procuraba no convertirse en un ser superficial como su madre, estaba invirtiendo horas y más horas preocupándose por la decoración, la ropa, la cocina; que había desarrollado una obsesión burguesa por el consumo y las apariencias mucho más profunda que la de su madre; y que el tipo de mujer inteligente y segura de sí misma por la que Renée sentía una virulenta animadversión, que la hacía ponerse a la defensiva, era precisamente el tipo de mujer por el que su madre sentía también animadversión, aunque no tan virulenta como la de su hija, pues su madre tenía hijos —varones— y nietos donde hallar distracción y solaz.
Renée sabía que sólo con que desistiera de su búsqueda de una vida perfecta, sentara la cabeza y aceptara la maternidad como su madre había hecho a su edad, también ella podría conseguir un poco de satisfacción y de abandono. Pero no había quien quisiera casarse con ella, y, de todos modos, odiaba a la gente que se obsesionaba con sus padres. La familia era una trampa para sus miembros, un aburrimiento para los de fuera. Renée odiaba la palabra «obsesionado». Odiaba a la gente que odiaba tantas cosas como ella odiaba. Odiaba la vida que la hacía odiar tantas cosas. Pero todavía no se odiaba del todo a sí misma.