7

El proceso de anglicanización de Howard Chun comenzó cuando él tenía nueve años y su familia lo matriculó en la Queen Victoria Academy a las afueras de Taipei, un puesto de avanzada de la Iglesia anglicana donde las letras del alfabeto inglés, cada una dando la mano a su hija en caja baja, cubrían el perímetro del aula de tercer grado entre la pizarra y las fotos en color de la cabeza de Jesús, y donde la enseñanza en chino era optativa en los cursos superiores. En buena ley, Howard debería haber sido el Henry de su clase, ya que su nombre era Hsing-hai, pero había un chico rival llamado Ho-kwang cuyos padres se habían aplicado más que la madre de Howard a la hora de preprogramar a su hijo para que exigiera lo que le correspondía por los treinta mil dólares taiwaneses que a la sazón costaba un año en la escuela primaria de la Queen Victoria. Cuando hubo el reparto de nombres ingleses Ho-kwang se hizo con Henry, y Hsing-hai, tragándose las lágrimas de odio mientras miraba al cerdo de Henry, Ho-kwang, hubo de contentarse con el menos bonito y regio Howard, desposeimiento que quedó prescrito y sellado por la Iglesia de Inglaterra antes de que el pobre tuviera tiempo de entender lo que pasaba.

La madre de Howard era actriz de cine. Había tenido una de esas vidas pintorescas fruto de la unión entre guerra y dinero. Su talento interpretativo era discreto, pero de jovencita había causado cierta sensación en el cine burgués de Pekín, sobre todo como protagonista de La Chica Arce, una película por lo demás perfectamente olvidable con una sola escena inmortal en la que la Chica Arce es perseguida por un vendedor de alfombras con propósitos inmorales durante las grandes inundaciones de 1931 en Wuhan, once majestuosos minutos donde la bella y casta huye entre un agua cada vez más profunda y sucia y entre lugareños cada vez más siniestros, agarrando por el cuello su vestido rasgado, irradiando por sus ojos redondos un homogéneo terror a todo lo largo de los quince mil fotogramas de la secuencia. Mediados los años cuarenta, la señorita Chun y un director lo bastante viejo para ser su padre vivían elegantemente exiliados en Singapur tirando de los ahorros que ella había ido acumulando, de modo que, cuando los nacionalistas volvieron a la industria cinematográfica, ella y sus tres hijos de corta edad tuvieron que reunirse con sus parientes en Taipei. Durante un tiempo la Chun fue muy apreciada por directores de reparto en busca de una «hermana mayor no muy guapa», y la actriz pasó muchos y rentables años haciendo el papel de madrastra mala en una telenovela titulada Rehenes del amor. Al menos una vez en cada episodio de Rehenes, la cámara la cogía enseñando los dientes y poniendo los ojos en blanco para recordar a los espectadores lo perversa y maquiavélica que era. En la vida real era despistada, de buena pasta y un poco egoísta. Se pirraba por las golosinas. Cuando Howard volvía de la Queen Victoria y ella no estaba rodando, se la encontraba incorporada en la cama masticando a cámara lenta alguna fruta confitada, fruncido el entrecejo como si el sabor fuera un mensaje telegráfico enviado a su cerebro cuyas palabras le costara un esfuerzo tremendo descifrar.

Howard era su quinto hijo, el más pequeño y el único que había tenido con un hombre de quien nadie en la familia, incluida su madre, podía aportar datos satisfactorios. Ella solía decir de una manera vaga que había sido un héroe en la guerra, «un espíritu noble que mandaba tropas en la lucha por la libertad», aunque cuando Howard se enteró de esto, los nacionalistas llevaban fuera de combate más de veinte años. A veces trataba de imaginarse a su padre allá en el cielo, un mariscal en las espesas nubes tropicales que cubrían el mar Amarillo, a una altitud en la que las hostilidades no habían cesado aún, pero la imagen resultaba ridícula y Howard procuraba pensar en otras cosas.

Sus tías y tías abuelas formaban un clan filosófico, siempre dispuestas a guiñar el ojo ante los deslices morales de su madre, no fuera que se quedaran sin sus ingresos. Se acurrucaban y cuchicheaban en los pasillos, planificaban qué hacer con el dinero; uno nunca estaba seguro de cuál de ellas guardaba la libreta de ahorros en una bolsita colgada del cuello. Howard prefería el realismo de sus tías a las fantasías de su madre, y acabó sintiéndose, más que un niño, como un inquilino mimado por todas. Nunca fue adolescente. Después de morir su madre adoptó un aire de gran campechanía con sus mayores, solía rondar por la cocina como un hombre maduro sin ocupación, como ese amigo de la familia o pariente muy lejano que se presentaba a cenar a diario durante un año y del que después no se sabía nada más. Entre una cosa y otra, aunque era el niño más listo de la casa y apenas si se invertía dinero en su educación, Howard desperdiciaba cantidades ingentes de tiempo. Y cada vez que una de las tías se ponía a disertar sobre su brillante futuro, él le lanzaba una mirada entre impúdica y maliciosa, como si el Hsing-hai de quien ella hablaba fuese un personaje patético que no tenía la menor intención de ocupar ese futuro pronosticado, y que sólo él, Howard, tuviera el privilegio de saberlo.

Un día anunció que se iba a estudiar a Estados Unidos. Su hermanastro mayor era capitán de las fuerzas aéreas nacionalistas y podría haberle abierto algunas puertas, pero Howard no le veía la gracia a entregar tres años de su vida a los militares, si podía evitarlo. Tenía las piernas largas, y cuando se imaginaba un vuelo tripulado sólo veía botellitas de whisky, varitas para cóctel en forma de hélice, amplios asientos de primera clase.

Su pacifismo al abandonar Taipei a los dieciocho años le condenaba, por ley, a no regresar durante otros diecisiete, como mínimo. Si tuvo algún remordimiento, no sobrevivió a su primer viaje en autobús por Estados Unidos. Bastó una ojeada a las chicas con botas de cowboy, un vistazo a una ladera salpicada de anuncios, un buen repaso visual a la U. S. 36 al norte de Denver —los restaurantes de comida rápida, los coches supergrandes en fastuosos caminos particulares—, para tranquilizar su espíritu: Allí era donde quería estar. Reclinó su asiento hasta el máximo permitido y estuvo dormitando hasta que llegaron a Boulder.

Nadie podía haber amado tanto el estilo de vida americano como Howard Chun. Al mes de su llegada ya tenía MasterCard; al semestre ya tenía coche. Durante su primer año como universitario los Bee Gees sonaban por todas partes, y él fue uno de los primeros en contraer la fiebre y de los últimos en sudarla. Adoraba decir «disco». Le encantaba bailar esa música. Adoraba las luces estroboscópicas y extender el brazo con el puño cerrado. En cuanto a ligues, tenía bastante éxito; claro que tampoco era quisquilloso hasta el punto de quedarse sin chica a menudo. Le gustaba la comida rápida no por la rapidez sino porque la encontraba rica. Varios Gobiernos financiaban su educación, y, si necesitaba algo más para mantener su cuenta en buena forma y así comprar a crédito, lo conseguía vía serendipia, cosa que solía concretarse en una exportación o una importación o un trueque, puesto que siempre estaba viajando y siempre había amigos y parientes dispuestos a pagar una pasta por artículos portátiles. Llevaba regularmente trescientos dólares en discos y casetes nuevos a la oficina postal, escribía «discos, cintas» en la faja de aduanas y seis semanas después recibía un cheque por valor de seiscientos dólares estadounidenses de parte de un primo suyo de Taipei. Estos cheques le permitían llevar una placentera vida nocturna. Lo que estaba haciendo era, probablemente, poco legal, pero como nunca lo pillaron no llegó a saberlo con certeza.

En conjunto se lo pasaba tan bien en Colorado que necesitó cinco años y amenazas constantes por parte de la oficina de subvenciones para conseguir su licenciatura. Pero así como sus deudas jamás le impidieron compartir una pizza, apuntarse a unas cervezas y acompañar a alguien en coche, tampoco sus trabajitos en la perrera académica interfirieron en su desinteresado papel de ángel guardián de estudiantes más jóvenes (sobre todo féminas, y rubias) y elemento decisivo en la vida social del Departamento de Geología. En la primavera de su cuarto año tuvo la buena fortuna de romperse ambas piernas esquiando. La tesis que escribió mientras estaba imposibilitado fue lo bastante buena como para proporcionarle una beca de Harvard.

Una vez en Harvard decidió protegerse académicamente dominando los meandros del ordenador del departamento. La máquina podía hacer su trabajo ella sólita, y él nada más tenía que dejarse caer una vez al día por el laboratorio —camino de las pistas de squash o saliendo de ver una película—, recoger el trabajo ya hecho y dar nuevas instrucciones al ordenador. Ser un experto en informática le daba derecho a saltarse clases o seminarios de vez en cuando y a hablar de la materia con sus profesores en momentos que no interfirieran con sus horas de sueño o sus actividades sociales. El único profesor que puso reparos a aquel modus operandi fue su tutor, quien, la primavera del tercer año de Howard en Cambridge, puso el grito en el cielo y afirmó que consideraba improbable que Howard aprobara su examen oral. Tuvo además el poco tacto de preguntar en voz alta cómo Howard Chun había sido incapaz de conseguir en tres años lo que Renée Seitchek, por ejemplo, había conseguido en dos. Seitchek había aprobado sin esfuerzo su oral y estaba preparando una tesina a partir de su proyecto de segundo curso.

Aunque oficialmente iba un año detrás de él, Seitchek era de la edad de Howard, o un poco mayor. A diferencia de él, trabajaba todo el verano y asistía a un solo congreso por año. Cuando científicos de otras instituciones visitaban el laboratorio, pedían hablar con ella aunque sus preguntas atañeran a la especialidad de Howard. Renée iba a cenas y fiestas organizadas por estudiantes de dentro y fuera de la facultad; solamente declinaba asistir a las que organizaba Howard. Durante su primer año, él le había propuesto repetidas veces una partida de squash o salir a cenar, y ella fue tan cortés y sonriente en sus negativas que Howard había tardado un semestre entero en captar el mensaje.

Cada vez que pasaba por el laboratorio para controlar cómo iba su trabajo (esto lo hacía de pie, inclinándose sobre un teclado, sin quitarse la chaqueta ni la bufanda) se encontraba a Seitchek trabajando implacablemente en sus proyectos, veía cómo los músculos de sus brazos perdían el tono juvenil de mes en mes, cómo empezaban a salirle canas, cómo su cutis iba adoptando el gris de los fluorescentes, mientras que él, que jugaba mucho al squash y tomaba vacaciones a menudo, se mantenía en forma y con aspecto saludable. Fue Seitchek quien se percató de que los programas de Howard consumían demasiado tiempo de CPU cada mañana (mientras él estaba durmiendo) y abrumaban de trabajo al procesador vectorial. Seitchek se enfadó mucho y adoptó el mismo tono de Ho-ward-te-lo-he-dicho-y-repetido-muchas-veces que su tutor. En vista de que no podía conseguir más ayuda económica, Howard tuvo que abandonar su trabajo sobre movimiento fuerte, aunque todo el mundo convino en que sus inversiones de registros de aceleración podrían haber dado resultados muy interesantes si hubiera podido disponer de un superordenador propio. Howard tuvo que buscarse la vida para conseguir un nuevo proyecto mientras Seitchek iba derecha hacia su doctorado.

Entonces, un verano —el verano anterior al inicio de los seísmos en la zona—, Seitchek empezó a caer mal a todo el mundo. Quizá fue porque ya no había ninguno de sus antiguos amigos en el departamento, o quizá porque su nuevo tutor, que era el jefe del departamento, se había tomado una excedencia de un año. El caso es que en cuestión de semanas Seitchek logró enemistarse prácticamente con todos los estudiantes y posdoctorandos que quedaban. Terry Snall anunció haberla oído casualmente emplear una palabra ofensiva en alusión a sus maneras, las de Snall; según rumores la palabra era «mariquita». Una mañana varios usuarios de ordenadores descubrieron que sus valiosos documentos habían sido tirados a la papelera simplemente por formar parte del tremendo montón de papel que asfixiaba las consolas de las salas de sistema. Se produjo después una fea escena cuando varios alumnos descubrieron que Seitchek estaba modificando la prioridad de sus tareas, las de ellos, de forma que sus propios programas fueran más deprisa en detrimento de los de los demás. Seitchek provocó las lágrimas de una chica y la ira de un petrólogo inmaduro, que no pudo evitar lanzar una papelera contra el teléfono y romper una lámpara. Cuando Terry Snall dio la cara por el petrólogo, ella se puso hecha un basilisco. Dijo que el setenta por ciento del dinero para ordenadores procedía de las subvenciones de su tutor. Dijo que hacía tres años que ella se ocupaba personalmente de más de la mitad del mantenimiento del sistema, y que si alguien quería discutir ya podía ir llamando al jefe del departamento a California y preguntarle de quién se fiaba más, a ver qué opinaba él, si no pensaba que ella tenía todo el derecho a bajar las prioridades, a ver si él pensaba que los petrólogos que no contribuían en nada al sistema ni a su mantenimiento tenían allí algún derecho. Howard irrumpió en el laboratorio para su inspección de rigor en el momento en que Seitchek salía en tromba al pasillo. Encontró a Snall incitando al petrólogo para que le bajara la prioridad, ahora que Renée no estaba en la sala.

A él le tocó el turno unos días después, justo antes de volar a Londres para asistir a la boda de un primo suyo y pasar una semana de vacaciones en Irlanda. Había parado en el laboratorio para poner en marcha cientos de bloques de veinte minutos a ejecutar durante su ausencia, y para comprobar su bandeja de entrada. Casi sin querer, se había liado con una ingeniera chinoamericana de nombre Sally Go, quien parecía pensar que Howard le había prometido algo y se deshacía en lágrimas cada vez que él intentaba averiguar qué. Estaba casi seguro de que pensaba que le había prometido casarse con ella la primavera siguiente, pero como Sally se negaba a corroborarlo, insistiendo en llorar y repetir una y otra vez «Tú ya sabes lo que me prometiste», él se sentía justificado para gritarle: «¿Qué? ¿Qué? ¿Qué prometí yo? ¿Qué?». Ahora había conseguido no ver a Sally durante más de tres semanas, y las notas que ella le dejaba cada día encima de la mesa habían empezado a incluir palabras como cobardía, canallada e ignominia. Él estaba leyendo la última nota, con un gesto de desagrado en la nariz, cuando oyó a Seitchek en las salas de sistema al fondo del pasillo.

—Cabía esperar —estaba diciendo— que en diez años hubiera aprendido a pronunciar la erre. Me va a dar un infarto si le oigo decir una vez más «pogama infomático». Pogama infomático. Pogama infomático —su voz sonó premiosa y teñida de malicia—. Voy a esquibir un pogama para calcular mínimos cuadáticos.

Howard sintió ganas de llorar. Salió tambaleante de su despacho, pestañeando a más no poder, enfurruñado y sacudiendo la cabeza como si quisiera librarse de una horrible alucinación. Pero él sabía que no era ninguna alucinación. Más de diez años en Estados Unidos no le habían servido para corregir la mutilación que sus habilidades lingüísticas habían sufrido en la Queen Victoria Academy. La profesora de inglés de los cursos superiores, la señora Hennahant, enseñaba la fonética sobre el principio de que era algo contagioso, y, curiosamente, era sorda a la inmunidad demostrada por sus alumnos. Día tras día repetía frases como Hilary plays the clarinet y luego cabeceaba sabiamente al ritmo de las voces de sus pupilos a medida que éstos la reproducían como Hirry prays crarenet. Terminada la ronda, la profesora asentía, se pavoneaba un poco y trataba una vez más de meterles la maldita frase en la cabeza: «Hilary plays the clarinet. Hilary plays the clarinet. A ver, Henry, repita conmigo».

A su vuelta de Londres diez días después, Howard tuvo el tiempo justo para pasar por el laboratorio antes de tomar un avión a San Francisco, donde otro primo suyo se casaba también. Retiró varios decímetros cúbicos de impresos de la papelera de la impresora y del mostrador contiguo. La ciencia se había hecho cincuenta kilos más rica mientras él paseaba por Dublín y County Cork, y decidió añadir otros cien lotes a la cola para asegurarse de que su estancia en California fuese igual de productiva.

Seitchek estaba sentada en su oficina con los pies encima de una maleta. Howard le preguntó si había recibido alguna llamada. El no de Seitchek no le arredró. A veces ella respondía que no y luego, cuando había aceptado el hecho de que la interrumpieran, cambiaba de parecer y le transmitía varios mensajes interesantes.

—Edward te está buscando —dijo al fin—. Se ha enterado de que habías vuelto de Londres.

Edward era el ultracriticón tutor de Howard.

—Ya —dijo. La última nota que Sally le había dejado en el portátil decía, ¡OLVÍDALO!

—Quiere verte el lunes —dijo Seitchek—. A primera hora. Creo que hay novedades sobre Alan Grubb.

A Howard se le iluminó la cara.

—El lunes no puedo venir. Me marcho a San Francisco —señaló la maleta de Seitchek—. ¿Y tú?

—A Los Ángeles —dijo ella—. Quiero decir Orange County. Voy a ver a mis padres y a mis… sobrinitas. Es mi visita de cada tres años.

—Ya —Howard tuvo la desagradable sensación de que eso significaba que Renée había terminado la tesis mientras él estaba en Irlanda—. Tres años es mucho tiempo —murmuró en tono educado.

—No creas.

—¿Quieres que te lleve al aeropuerto?

—No, gracias —dijo ella.

—¿Quieres ir al Square?

—Tienes muchas ganas de llevarme en tu coche, ¿no?

—Es que estoy en doble fila —dijo él, encogiéndose de hombros.

En California, enormes llamas anaranjadas y aceitosas estaban comiéndose las sierras desde Eureka hasta los San Gabriels. El aire de la ciudad olía también a casa incendiada. Por primera vez en mucho tiempo, Howard lamentaba ir de viaje. Ni la boda el sábado por la tarde ni el banquete la misma noche en Chinatown estuvieron a la altura de lo de Londres. De entrada, la edad media de los invitados no llegaba a doce años. Howard llevaba un traje a rayas estilo años cuarenta y unos Dock-Sides, sin calcetines; era el más alto de la reunión. Como sus parientes más importantes lo habían acosado ya en Londres para ponerse al día sobre su brillante carrera profesional, pasó mucho rato a solas, bebiendo cerveza en lata con expresión de dignidad y más o menos incómodo mientras miraba las cabecitas apergaminadas de unas tías bisabuelas y los peinados altísimos de las preadolescentes. Empezaba a hartarse de tanta boda.

El domingo por la mañana fue en su coche alquilado hacia las colinas del este donde tenía pensado hacer camping e inspeccionar algunas fallas para distraerse. La comarca a la que llegó estaba cubierta de un palio color bromo, y pronto empezó a cruzarse con bomberos de cara tiznada que se habían tirado en el terraplén de la carretera y estaban durmiendo. Los incendios le rodeaban ya por todas partes. Cambiando de parecer, se dirigió nuevamente a la costa preguntándose si quizá sería demasiado pronto para enfrentarse a Alan Grubb. Grubb estudiaba en la Scripps Institution de San Diego, y se decía que su tesis era idéntica en contenido a la de Howard y estaba dos años más cerca de su finalización. A Howard le habían dicho y repetido un montón de veces —Edward, Seitchek y otros valedores de su conciencia— que debería llamar a Grubb o tratar de verle en una convención, pero hasta el momento tales sugerencias sólo le habían hecho pestañear.

En un supermercado al norte de Santa Bárbara compró tres cintas de música disco latina, y a medianoche estaba durmiendo sentado en un cubo en un callejón del centro de San Diego. A las nueve del día siguiente decidió ir a Scripps. Era el Día del Trabajo[16] y aquello estaba muerto. Un guardián lo llevó a un laboratorio, y, desde una ventana con vistas a la playa, un posdoctorando de cara agria le dijo que Alan Grubb no volvía de Italia hasta el 23 de septiembre. La moraleja era tan clara que podrían haberla escrito en letras de molde sobre la entrada del laboratorio: VALE LA PENA TELEFONEAR PRIMERO.

Unas horas después, tras una productiva sesión de bronceado, Howard se autoinvitó a visitar a unos amigos de su hermanastra mayor que vivían en Linda Vista. La barbacoa estuvo bastante bien. A media tarde se dedicó a observar arrellanado en una silla de plástico las pesadas migraciones de los bloques de hielo que sus anfitriones echaban a la piscina para refrescar el agua. La cara se le había puesto casi morada de tanto martini, abatido ante la idea de pasar un minuto más en un coche alquilado, entrar en otro Wendy’s o cubrir más millas de vuelo. Los hijos de los anfitriones babeaban semillas de sésamo tostadas. Sus propias banalidades en mandarín le sonaban como relinchos a su oído americanizado. Pogama infomático, pogama infomático. Preguntó si podía usar el teléfono, y sus anfitriones le acompañaron hasta el aparato mientras le instaban a quedarse en Linda Vista todo el tiempo que quisiera; querían (de hecho ya lo tenían planeado) llevarlo a hacer pesca de altura y luego a Sea World.

En el listín telefónico sólo constaba un Seitchek en Newport Beach. En cuanto oyó su voz, Howard empezó a sacudir la cabeza enfáticamente. Sin embargo, Seitchek pareció contenta de oírle. Le preguntó cómo le iba.

—Nada mal —dijo Howard—. He visto a unos amigos míos, tengo amigos en Los Angeles, he alquilado un coche, nada mal. De vacaciones.

—¿Vas a venir a verme?

El tono fue tan cálido, tan acogedor, que dedujo que había gato encerrado. Se precipitó a las cortinas que miraban a la calle y observó un coche que pasaba. Un coche normal y corriente, nada que ver con él.

—No, en serio —dijo Seitchek—. ¿Me has llamado porque querías quedar o algo?

—Pues sí, por qué no —dijo Howard, como si fuera cosa exclusivamente de ella.

Al día siguiente el cielo sobre Newport Beach era de un blanco brutal, y su mera contemplación, desde el único ventanal del dormitorio de Seitchek, anulaba el efecto del aire acondicionado e incorporaba a la alcoba la apatía de las jóvenes pero ya desarrolladas palmeras que había enfrente, el fuego blanco de los tejados de terracota un poco más allá y la deslumbrante monotonía de las playas a lo lejos. En las paredes de la habitación sólo había un póster de Magic Johnson haciendo un mate y un gran paisaje marino pintado a acrílico en tonos suaves de tapicería. La puerta del ropero estaba abierta y a ambos lados había bolsas de basura Hefty y pilas de cajas plegables de cartón, amarillas, de la última mudanza.

Howard echó una discreta ojeada a la habitación desde el pasillo, inclinándose como si en el umbral hubiera habido una cuerda de terciopelo. Tenía el cuello lleno de cortes del afeitado y zonas de abrasión cuya rojez acumulada le daba una expresión culpable, inmadura, hosca. Antes de salir de San Diego se había fregoteado sin piedad, pues la cordial invitación de Seitchek le había inducido a pensar que ella le presentaría a su familia y que tal vez comerían a la mesa. No obstante, cuando llegó la casa estaba vacía, y ella ni siquiera le ofreció un vaso de agua. Seitchek volvió a subir la escalera por donde él, desde el exterior, la había oído bajar, y dejó que le siguiera. Daba la impresión de que no reconocía nada de lo que tenía ante los ojos, incluido el propio Howard. Se la veía demacrada y como dejada de la mano de Dios, pálida como un enfermo de gripe.

—¿Te encuentras bien? —dijo él.

Ella no respondió. Sobre una mesa junto a la ventana había un frasco de champú Nexxus y como una docena de estatuillas Hummel. Seitchek las empujó hasta que quedaron a ras de pared.

—Me ha sorprendido que telefonearas —dijo repentinamente, de espaldas a él—. Me ha sorprendido porque en ese momento estaba ahí tumbada en el suelo —señaló con la cabeza hacia el espacio entre una de las camas gemelas y la pared— desde hacía cinco horas, preguntándome si volvería a levantarme alguna vez en la vida; naturalmente la respuesta fue que mi madre llamó a la puerta diciendo que me llamaban por teléfono. Me sorprendió cuando le pregunté quién era.

Empujó una vez más las estatuillas, como si quisiera asegurarse de que estaban perfectamente rectas. Miró a Howard y habló en un tono opaco:

—¿Estuviste en Scripps? ¿Pudiste ver a Alan Grubb?

—Sí. No. Grubb no estaba. ¿Hay cuarto de baño?

—¿Cuarto de baño? ¿Tenemos cuarto de baño? —esperó a que él se marchara.

Una vez en el baño Howard se tiró de la camisa frente al espejo, tratando de hacer que le quedara bien, y se limpió parte de la sangre seca que tenía en el cuello. Miró la piscina desde la ventana. Cuando volvió al dormitorio, Seitchek estaba de rodillas junto al ropero, sacando libros de bolsillo de una caja llena y metiéndolos en una menos llena. Un trozo de goma de mascar que había sido verde se había alojado en la suela de su zapatilla izquierda. Entre la cintura de sus tejanos y la piel blanca del final de su espalda había espacio suficiente para poner un brazo.

—¿Te importa que haya aparcado el coche en tu camino particular? —preguntó él.

—En absoluto —Seitchek levantó brevemente la vista de sus libros—. No me impota que hayas apacado el coche en mi camino paticular.

¿Impota? ¿Apacado? Lo había dicho como quien no quiere la cosa, y sin embargo… Howard se sentó en una de las camas gemelas y empezó a golpear el colchón hasta que los golpes se fueron volviendo estilizados e irrelevantes.

—¿Quieres salir? ¿Ir a comer algo?

—No —dijo ella—. ¿Y tú?

—Quizá. Podríamos comprar pescado frito y patatas. He visto un puesto viniendo hacia acá. ¿Te apetece ir?

Ella hizo caso omiso y siguió traspasando libros a la caja. Una paz sólo nuestra, Franny y Zooey, Zen y el mantenimiento de la motocicleta, Mujeres. El juego de los abalorios, El plantador de tabaco, un surtido de Vonnegut, algo de Frank Herbert y Robert Heinlein, La colina de Watership, Miedo a volar, The Sunlight Dialogues, unos Tolkien en su propio estuche, más Salinger, algo de P. D. James, La campana de cristal, 1984. Luego se enderezó y dijo:

—Mi madre ha salido expresamente a comprar fiambre y crackers y Heineken negra antes de irse al golf. Le he dicho que venías tú.

Doblándose de nuevo sobre las cajas, hojeó brevemente La campana de cristal y lo dejó con los libros descartados. Le siguieron D. T. Suzuki, El mundo según Garp y Ragtime.

—¿Quieres algún libro? —le dijo a Howard. De un tremendo empujón deslizó la caja por la moqueta.

Él escogió dos Heinlein.

—¿Te parecen bien éstos?

—Coge lo que quieras. En serio. Lo voy a tirar todo. ¿Y zapatos? ¿Tienes hermanas pequeñas? —le mostró unas sandalias con plataforma de corcho de diez centímetros, un par de Earth Shoes, unos zuecos con margaritas fileteadas en la piel marrón, unas botas de go-go girl en plástico blanco y talla de niña. Desplegó unos pantalones acampanados de poliéster con enormes cuadros verdes y blancos—. Se supone que he de ir por la vida sintiéndome a gusto, pero ¿cómo, sabiendo que hace años me veían en público con esta pinta? —siguió rebuscando en otra caja—. Mi chaqueta Nehru. ¿Están de moda en Taiwan las chaquetas Nehru? —metió la chaqueta en una bolsa de basura.

—Fiambre —le recordó Howard.

—Pues sí, de cerdo, de ternera. Mi comida favorita.

Él emitió un sonido favorable, pero era evidente que Renée no pensaba en el almuerzo. Se apartó el flequillo de los ojos y abrió una nueva caja.

—¿Quieres ver cuando iba a primer grado? —le pasó unas cuantas fotografías—. ¿Las quieres? ¿Quieres unas quinientas fotos mías? —empujó toda la caja hacia él. Mientras Howard echaba un vistazo, levantando las esquinas de algunas fotos, ella siguió desenterrando tesoros: un cartel de Snoopy donde se afirmaba que la felicidad es un cachorro calentito; discos de Walter Carlos, discos de Three Dog Night, discos de Cat Stevens, de Janis Ian, de los Moody Blues, de Paul Simón; pósters de Peter Max; el Juego de la Vida; colecciones de Doonesbury; un cojín tapizado con piel de cebra artificial; una lámpara hecha con una lata de 7UP. Desenrolló un póster de Mark Spitz tamaño natural—. Esto lo gané —dijo—. En una escuela de baile. El problema es abrirlo. Lo tenía en la puerta de mi armario y este tío me estuvo mirando un año entero, con sus siete medallas de oro. ¡Sus ojos me seguían a todas partes!

Howard estaba tratando de mostrar interés por el póster cuando ella dejó que volviera a enrollarse y lo hundió con energía en una bolsa de basura. Luego soltó el aire y se vino abajo, toda ella, con la vista fija en el suelo.

—Yo no tuve nada que ver con ninguna de estas cosas. La última vez que estuve aquí me pasé casi dos días mirando las fotos y revisando papeles y cuadernos viejos. Todos los programas de conciertos que llevaban mi nombre. Todas mis cintas azules, mis cartas de admisión, todos los cuestionarios que tuve que hacer, todos los trabajos escritos. Es tal el peso que tiene todo esto, que me pregunto si alguna vez en la vida podré escapar de ello.

Su vista se posó en un cuaderno azul celeste que había en el suelo, a su lado. Lo arrugó y lo metió en la bolsa.

—Mis padres se mudaron aquí el año que yo entré en la universidad. Compraron esta bonita casa de cuatro habitaciones, un dormitorio para cada uno de los hijos y otro doble para ellos. El mío sirve de cuarto de invitados, bonito, ¿verdad? ¿Y la decoración? Soy realmente yo. El problema es ése, que soy realmente yo. Es lo que intento olvidar.

Howard miró el póster de Magic Johnson y las estatuillas Hummel. Botó un poco sobre la cama.

—¿Para qué vienes, si no te gusta?

—Para tirar cosas.

Algo hizo que los ojos de Howard brillaran de malicia:

—Pensaba que habías venido a ver a tus sobrinas.

—Ah, mis sobrinas, claro —dirigió una mueca hacia la puerta—. ¿Sabes que nunca las había visto? ¿A ninguna de ellas?

—¿Ah, no?

—Pero la última vez que estuve aquí tuve el placer de ver a una cuñada mía embarazada. Ya ves que no vivimos en la pobreza. Mis padres podían haber hecho que yo viniera a casa. Evidentemente, yo preferí no volver.

—Yo nunca voy —dijo Howard.

Eso interesó a Seitchek.

—¿Adónde, a Taiwan?

—No puedo ir. Y no quiero.

Ella meneó la cabeza, ignorándole de nuevo.

—Me da por pensar que aquí hay un hueco para mí. Que puedo venir a casa, que puedo beber, comer, dormir; que puedo presentarme aquí y ser rica como lo son ellos, conducir el BMW, ver a las niñas, y ser eso, ¿entiendes?, durante una semana. Me ilusiono realmente por venir. Me mato tratando de terminar la tesis para tomar el avión, y es una tontería por mi parte hacer tantos planes. Cuando llego, toda mi familia está en el salón, mis dos hermanos pequeños, mis dos cuñadas, todas mis sobrinitas. Ah, por fin he venido a ver a las niñas. A buenas horas. Pero más vale tarde. La intriga me habrá resultado insoportable. A nadie se le ocurre que yo pueda no morirme de ganas de tener a mis sobrinas encima. Y el simple hecho de que eso sea impensable basta para cortar de raíz todo mi interés.

Sonrió al ver que Howard estaba mirando sus fotos.

—Lo que pasa es que yo no sé mostrar placer e interés en abstracto. Necesito hablar con esas niñas. Necesito tener una relación con ellas. Con esa chiquilla de dos años y medio y los dos bebés que todavía no hablan una sola palabra. Empiezo a decir algo coherente, como si estuviera hablándole a un perro, pero entonces me doy cuenta de que me están escuchando y procuro pensar en alguna frase bonita, y eso todavía es peor, quiero decir, es sólo una niña: ¿qué le dices, qué le puedes decir a una niña?

Hizo una pausa con la vista fija en el fondo del ropero. Howard se inclinó para mirar en su interior, casi convencido de que allí había alguien escuchándola.

—Sólo me oigo decir las bobadas más increíbles. Y las niñas se dan cuenta. Al menos la mayor lo sabe, estoy segura. Sabe que no soy de esas mujeres que creen que lo más bonito del mundo es tener una hija como ella, y naturalmente no le caigo bien, por qué habría de caerle bien. Y luego la escenita, ella no se me quiere acercar y yo la odio y ella me odia a mí. Y el motivo es que yo me parezco más a esa niña que a ninguno de los cuatro adultos, y ella lo sabe —asintió categóricamente—. Tengo casi treinta años, y soy más como ella que como ellos. Pero una cosa es tener tres años y ser una niña, y otra ser yo y que todavía sea tan tímida… Podría soportarlo si todos ellos no me compadecieran como lo hacen. Me lanzan miradas compasivas, e incluso tienen las agallas de decirme que no sé lo que es la vida del adulto (no puedo ni imaginar lo ocupadísimos que están, el poco tiempo que tienen para leer el periódico…) porque, claro, yo no tengo hijos. En cuanto tenga hijos, lo comprenderé. Y lo que me gustaría decirles es: Dejadme que os cuente algunas de las cosas que vosotros no sabéis de la vida ni sabréis nunca. Pero estas mujeres, es como si hubieran estado esperando toda la vida para menospreciar a alguien como yo, y ahora que tienen hijos pequeños se lo pueden permitir. Pueden permitirse el lujo de estar totalmente absortas en sí mismas, de ser totalmente groseras conmigo, porque ellas sí tienen hijos. En cuanto tienes hijos ya puedes poner puertas a tu inteligencia. Y nadie puede decirte que no seas una persona adulta. No importa la vida que yo pueda llevar, por muy distinta que sea de la de ellas, por muy envidiable que pueda ser, realmente eso no cuenta, porque sigo siendo esa adolescente tan increíblemente rara. No puedo competir contra esos padres de veinticuatro años, con todo su narcisismo y su elemental decencia humana. No hay color.

Guardó silencio, meneó la cabeza y miró hacia el ropero. Howard había empezado a saltar de puntillas con las manos dentro de los bolsillos y los codos al aire. Levantando una pierna para mantener el equilibrio, miró hacia el pasillo como si hubiera oído algo. No, no se oía nada. Cuando se dio la vuelta, Seitchek le estaba mirando.

—Y esto es lo que veo —dijo amargamente—. En mi libre y excitante vida en la costa Este. Es lo que veo cuando levanto la vista del monitor. Ésta es la gran alternativa.

Howard siguió botando.

—Creo que me voy a ir —dijo—. He de ver a una gente, será mejor que me marche.

Ella le dedicó una sonrisa horripilante.

—¿Y el fiambe? ¿No querías fiambe? ¿Po qué no apacas en el camino paticular? —volvió la cabeza, asqueada—. Lo ves, ni siquiera me importa lo que digo. Me da igual que me escuchen o no.

Howard continuó saltando, inclinado como una peonza en la fase final de su rotación, mientras las vibraciones le iban sacando las manos de los bolsillos. Giró hacia Seitchek y, en el momento en que ella alzaba la vista, le propinó un bofetón que la hizo caer sobre los codos.

Se miraron. Hubo un extraño y mudo instante de descubrimiento mutuo, como si la hora del día hubiera cambiado. Entonces Seitchek crispó las facciones y se cubrió el rostro con las manos.

—Dios. Dios, estoy tan desconcertada.

Howard había empezado a inclinarse, y sus manos estaban cerca de la cabeza de ella. Le palmeó las mejillas y las orejas y luego le palmeó los hombros con las dos manos, no compungido sino con impaciencia, como si hubiera volcado una mesa y estuviera apresurándose a poner derechos los estúpidos jarrones que habían caído.

—Perdona —dijo—. Perdona, lo siento.

Ella le arañó la mandíbula.

—¡Apártate de mí! ¡Apártate de mí! Fuera de mi vista, pogama infomático —trató de pegarle, y Howard tuvo que agarrarla de las muñecas y sujetárselas con crueldad mientras ella se debatía. Mientras forcejeaba debajo de él, boqueando en busca de aire, empezó a emitir algo que Howard tomó por sollozos pero que resultaron ser más bien carcajadas, porque la situación no era en absoluto la que él había pensado que era. Le había metido los dedos entre el pelo. Estaba empujándole la cabeza para acercársela a la cara, y él tuvo que cerrar los ojos, sus cortas pestañas entrelazándose como las costuras por donde ve un muñeco de trapo, porque todavía no estaba listo para mirar a la persona que tenía debajo y creerse del todo que había conseguido una chica como aquélla, en una casa como aquélla, con cuatro grandes dormitorios y piscina de diez metros y un bar surtido en el salón.