Boston desprende un olor antiguo y melancólico, una humedad específica, después de ponerse el sol, cuando el tiempo es fresco y no hace viento. La convección lo separa del agua ecológicamente estropeada de los ríos Mystic y Charles y de los lagos. Las fábricas cerradas y apolilladas de Waltham lo supuran. Es el aliento de las bocas de los túneles viejos, el espíritu que surge de montones y montones de cristales opacos por el hollín y de la grava de una vía abandonada, de todos los lugares callados donde el hierro se ha ido oxidando, donde el hormigón se vuelve deleznable y podrido como un roquefort inorgánico, donde los destilados del petróleo se filtran de nuevo a la tierra. En una ciudad donde no hay terreno que no haya sido transformado, éste es un olor que se ha vuelto primordial, el olor de la naturaleza que ha tomado el lugar de la naturaleza. Todavía nacen flores, la hierba segada y las hojas caídas y la nieve reciente alteran aún periódicamente el aire. Pero sus olores son superpuestos; sentimentales; más jóvenes que esas pacientes emanaciones que perduran bajo los puentes y que los cascotes de un sinfín de terraplenes, los pilares creosotados de viaductos aceitosos, las hojas del Globe y el Herald abrazadas a rocas saburrosas en los canales de desagüe, y el interior de toda caja metálica que sobrevive renegrida en una vía férrea desierta, símbolos de propiedad borrados por la intemperie, ojo de cerradura taponado por la corrosión: olor a infraestructura.
Así olía, y mucho, cuando Louis y Renée salieron a Dartmouth Street de la parada que la línea verde tenía en Copley Square. Anduvieron en silencio. La noche ventosa y salpicada de luces de freno en que había recorrido en coche aquellas calles buscando un sitio donde aparcar parecía mucho más distante en el pasado que las cuatro semanas transcurridas. Volvía a ser noche de fin de semana, pero esta vez el vecindario estaba en calma y sobrio y sin tráfico, como si por una coincidencia circadiana todos los residentes de la zona hubieran salido de la ciudad o estuvieran en casa con sus familias. El cielo del crepúsculo era como un telón de foro pintado de azul justo detrás de las casas adosadas y sus domésticas luces amarillas.
La llamada de Louis había causado recelo en Eileen. Él había creído necesario disparar una salva de disculpas, atribuyendo su reciente mala baba al hecho de que lo hubieran despedido. Su arrepentimiento fue lo bastante genuino para que Eileen se pusiera sentimental. Dijo que le sabía muy mal que estuviera en el paro. Expresó un vago interés por recibirle en su piso algún día, no-invitación a la cual Louis respondió de inmediato: «¡Cojonudo! ¿Qué tal el viernes por la noche?». Ella dijo que lo hablaría con Peter. Louis dijo que Renée y él habían pensado pasarse a eso de las ocho. Ella insistió en que tenía que hablarlo con Peter. Él dijo que debía avisarla de que Renée no comía carne roja ni pollo. «Bueno, no te preocupes —había dicho Eileen, en tono más animado—. Prepararé una cena vegetariana».
Una vez fijada la cita, lo difícil resultó convencer a Renée de que mintiera.
—¿Yo, matemática? —había dicho, boquiabierta—. Es la mayor estupidez que me has dicho hasta ahora.
—Sí, ya —dijo él—, pero ¿qué va a pensar Peter cuando una sismóloga empiece a preguntarle sobre depósitos de desechos? Pensará en terremotos, claro. ¿Nos interesa que piense en terremotos?, ¿que le diga a su papá que ha conocido a una sismóloga que se interesa por la compañía? Tú misma me dijiste que antes de meterte en la Geofísica habías pensado estudiar Matemáticas.
—No voy a discutir contigo.
—Pero ¿por qué? Lo único que has de hacer es decirlo. Bueno, suponiendo que sean lo bastante educados como para preguntarte por tu trabajo, cosa que dudo. Puedes decir, qué sé yo, Matemáticas aplicadas. Al fin y al cabo, la sismología es algo así, ¿no?
—No puedo mentir. Me pongo colorada.
—¡Vaya! Eres tan íntegra que no me lo acabo de creer.
—Sí, y yo me pregunto si sabes valorarlo. De veras que me intriga.
—Mentir es un arte social —dijo Louis, paciente—. Todo el mundo tiene que decir mentiras. Y ésta en particular me parece absolutamente inofensiva.
—¿Hacerme pasar por otra, manipular a dos personas que nos han invitado a cenar de buena fe, tratar de estar un rato a solas con una de ellas a fin de sacarle información so pretexto de una vana curiosidad? ¿A eso llamas mentira inofensiva?
En momentos de frustración como aquéllos era cuando Louis pensaba en Lauren. Estaba convencido de que habría mentido por él. Lauren habría sabido qué hacer.
—Mira —dijo Renée—, si el tema sale a relucir de una manera no forzada, y no tengo que mentir, de acuerdo. Por otra parte, sé que estás enojado con ellos, sé que te sientes como si te hubieran pisoteado. Pero son seres humanos, y presentarse allí con ese cinismo, que es lo que tú haces, la verdad, me parece por lo menos preocupante.
—Oh, vamos —dijo él. Renée estaba poniéndole muy nervioso—. Las cosas no son tan blanco o negro. Para empezar, mi conversación con Eileen ha sido de lo más normal. Tampoco es que la culpe como culpo a mi madre. Ella también es una víctima, sabes. ¿Crees que me presentaría allí haciéndome el cínico?
—Lo único que sé es que tú empiezas a pensar que puedes tratar a la gente como te da la gana, sólo porque estás rabioso. Y la razón de que eso me importe es que me preocupo por ti.
Louis llenó de aire los pulmones. Lo expulsó poco a poco. La idea de que Renée fuera tan perspicaz acerca de sus deficiencias era casi insoportable.
—Vale, vale, tienes razón —dijo, más comedido ahora—. Pero es como si lo jodieras todo de tanto pensar. No te pido que seas maquiavélica. Yo sólo digo, vamos allí a pasar un buen rato y a ver si conseguimos lo que necesitamos. Piensas tanto que casi te resulta imposible cenar con nadie, sean cuales sean las circunstancias. Sólo puedes seguir siendo íntegra si estás a solas. Porque en realidad tú nunca respetarás a la gente que te rodea, ni la música que les gusta, ni la comida que comen, ni la ropa que llevan, ni los pensamientos no absolutamente profundos que tienen…
—He dicho que iría.
—Y eso es moralmente incorrecto, ¿verdad? Es una falacia. Actuar como si estuvieras al mismo nivel que ellos, cuando interiormente te sientes más íntegra, más concienciada y tal. Eso te convierte en un ser falso, con una sonrisa falsa y sin amigos, lo que en definitiva…
—Que te den, Louis. Me estás insultando.
—Lo que en definitiva es muy triste. Porque debajo del disfraz eres una persona encantadora, y tú quieres caer bien y divertirte.
La terquedad de Renée le tenía perplejo. Louis creía sinceramente que ella podía ser más feliz si se relajaba un poco; pero a cambio de sus desvelos no obtenía sino la sensación de que era un macho odioso. Sí, por supuesto, quizá era un macho odioso. El macho odioso que pretende dominar a una mujer virtuosa y difícil no tendrá escrúpulos en explotar las debilidades que pueda hallar en ella: su edad, sus modales, su inseguridad y, sobre todo, su soledad. Mientras la lógica está de su lado, puede ser todo lo cruel y todo lo cobarde que le da la gana. Y, plegándose a su lógica, la mujer no puede hacer otra cosa para salvar su orgullo que exigirle fidelidad. Dice ella: «Me has humillado y me has vencido, es mejor que no hieras mis sentimientos». Pero eso es precisamente lo que el hombre está tentado de hacer, porque, ahora que ella se ha rendido, él la desprecia y sabe también que si la hiere volverá a ser la mujer virtuosa y difícil que era antes… Aquellos dos arquetipos se colaron de rondón en el apartamento de Pleasant Avenue como vulgares parientes. Louis quería echarlos, pero no es fácil dar con la puerta en las narices a unos parientes.
En la casa de ladrillo de Marlborough Street, a la puerta de la residencia Stoorhuys-Holland, vio cómo la tensión causaba estragos en los rostros de Eileen y de Renée cuando éstas pasaron el mal trago de los saludos. Entonces Louis enseñó las cervezas que traía en una bolsa. Eileen llevaba un conjunto de kárate negro que le venía grande, y el pelo suelto sobre los hombros y la espalda. El efecto era elegante y le recordó a los borzois, unos perros que, cuando se los cruzaba por la calle, le hacían pensar que de buena gana se habrían puesto tejanos y deportivas pero no podían, porque sus amos eran ricos.
Se figuró que Eileen los recibía en su casa porque le había faltado destreza para eludir la autoinvitación de Louis, pero podía ser también que sintiera curiosidad por Renée. Los condujo a la sala de estar —vacía de invitados, ahora tenía cierta dignidad, era menos una estación y más una habitación— y explicó que Peter había ido a ayudar a una de sus hermanas pequeñas a montar un ordenador nuevo y que llegaría en cualquier momento. Les preguntó, a los dos, si habían tenido problemas para aparcar. Esperaba que no les importara, a los dos, cenar tan tarde. Les ofreció, a los dos, cerveza o vino o cerveza o… lo que fuera. Confiaba en que les gustara, a los dos, la musaka. Agotadas las posibilidades de dirigirse a ellos colectivamente, saltó de su silla y dijo:
—¿Dónde está mi chico?
La oyeron hablar por teléfono en la cocina y subir el volumen de su voz, cuyo tono aniñado se afilaba por momentos a medida que la irritación se iba abriendo paso. Cuando regresó a la sala de estar se sentó en su mecedora como si no quisiera interrumpir la conversación. Sus invitados se limitaron a mirarla, y al final ella fingió despertar de una especie de trance.
—Ya viene —afirmó.
Habló Renée:
—Tú… ¿estudias empresariales?
Eileen asintió columpiándose, sin mirarla a los ojos.
—Ajá. Ajá.
—Estarás a punto de terminar, ¿no? —dijo Louis.
—Claro —asintió y se meció, concentrada en alguna parte del equipo de música—. De hecho, ya he terminado.
—¿Dónde vas a trabajar? —preguntó Renée.
—Hum —se meció—. Pues en el Banco de Boston.
Se produjo un largo silencio. La timidez había paralizado a Eileen, esa timidez que hace que una niña de cinco años esconda la cara en los brazos de su madre cuando un desconocido pregunta demasiado.
—¿Qué clase de trabajo harás allí? —preguntó amablemente Renée.
—Pues… préstamos mercantiles.
—Y… ¿qué se supone que has de hacer?
Eileen miró inexpresiva a Louis, quien se apresuró a indicar que la pregunta la había hecho Renée, no él.
—Empréstitos mercantiles —dijo Eileen—. Ya sabes, ayudar a las empresas a financiar cosas. Mejoras de capital. Adquisiciones, absorciones. Desarrollo. En fin, no es muy interesante.
—Pues suena como si pudiera serlo —dijo Renée.
—Bueno, sí que lo es. Para mí es muy interesante. Pero, si no me equivoco, Louis me dijo que eras científica.
—En efecto.
—Ya, bueno. Quería decir que no es tan interesante como la ciencia. En mi trabajo tienes que tratar, ya sabes, con personas de distintas clases. En cierto modo, en eso radica el interés.
Dicho esto, Eileen se quedó sin fuerzas. Por más que Renée trató de tirarle de la lengua, a Eileen no se le ocurrió qué más decir acerca de su futuro trabajo. Lo que desconcertó a Louis fue que no intentara la vía de escape más socorrida, que habría sido preguntar a Renée por su trabajo, o a él por la ausencia del mismo. Simplemente dejó que los silencios crecieran, más horribles cada vez.
Eran casi las nueve cuando Peter se presentó en el apartamento vestido con una sudadera de Harvard y cargado con dos cajas de disquetes. De inmediato Eileen se volvió otra vez voluble, lanzándose a relatar con mayor detalle la jornada de Peter, empezando por la visita con su hermana pequeña a Computer Factory. Cuando Peter regresó de la cocina con un vasito de líquido ambarino en la mano, ella trató de incluirlo en la narración con una sonrisa: he aquí a mi novio, mi tema de conversación, mis palabras hechas carne.
—¿Has podido configurarlo todo? —le dijo.
Peter dejó la pregunta tendida en el suelo durante unos segundos y luego la aplastó con un «Sí» impaciente. Dedicó a Louis un breve e insustancial «cómo te va». No obstante, quiso sentarse en el sofá al lado de Renée, a quien regaló con una pausada y atenta inspección de su cabeza, sus brazos, su regazo y nuevamente su cabeza, sonriendo malicioso todo el tiempo como si ambos compartieran un secreto. Él se puso el vaso de whisky entre las rodillas y se encorvó como haría un pescador esquimal mirando por el agujero abierto en el hielo. Dijo que se alegraba de verla otra vez. Se acordaba de que había ido a la fiesta vestida de luto, muy guay. Lamentaba que no hubieran tenido ocasión de hablar más en la fiesta. Mientras decía estas cosas miraba fijamente a Renée, como si Louis y Eileen estuvieran conversando por separado y no le escucharan. O quizá como el presentador del Tonight Show, a quien la fascinación que le causaba su invitada especial hacía olvidarse del público, apropiarse de nuestras fantasías de poder estar más cerca de la estrella. Renée, totalmente confusa, empezó a sonreír cabizbaja como uno se sonríe de un chiste bueno contado por alguien de quien no acabas de fiarte. No dio la más mínima respuesta cuando Peter le preguntó si había visto el Globe del día anterior.
—Me tomas el pelo —dijo él—, ¿en serio no lo viste?
Ella negó con la cabeza, sin dejar de sonreír. Peter se volvió para mirar a Eileen.
—Tenemos el periódico de ayer, ¿verdad?
Eileen se encogió de hombros, malhumorada.
—Debe de estar en la cocina —dijo Peter—. ¿Me lo vas a buscar?
A Louis le supo muy mal ver a su hermana levantarse trabajosamente de la silla y obedecer la orden en silencio. Cuando regresó, Peter le cogió el periódico de las manos sin mirarla siquiera.
—¿Lo ves? —Peter seleccionó la sección Área Metropolitana y dejó caer el resto al suelo—. Aquí. El artículo principal. «Partidarios del aborto censuran el acoso telefónico y postal». ¿Y qué me dices de esta foto tuya? Pequeña pero atractiva. Cortesía de Canal 4. Y aquí, y aquí también —inevitablemente, su voz empezaba a teñirse de condescendencia—. ¿Qué te parece? Tu nombre sale en todas partes.
—Ayer no compramos el periódico —le dijo Renée a Louis vagamente, como si él hubiera tenido la culpa.
—La doctora Renée Seitchek, sismóloga de la Universidad de Harvard…
Ella se volvió de nuevo hacia Louis con una sombría mirada de resarcimiento.
—Yo no lo vi, ese programa de televisión. Debió de ser una locura.
—No. Fue de lo más estúpido.
—Sí —Peter asintió como si lo hubiera dicho él mismo—. Estúpido es decir poco. Expresas tu opinión y al día siguiente empiezas a recibir cartas ofensivas y ni siquiera puedes utilizar tu propio teléfono. ¿Sabes una cosa? —se llevó una mano a la cadera y se inclinó a fin de ver mejor a Renée—. Creo que estás siendo muy valiente. Por hablar así. Me parece un acto de auténtico valor. ¿Ciudadana tildada de abortista por expresar una opinión en la tele? Es la pesadilla definitiva.
Renée se inclinó sobre él y miró el periódico. Louis quedó consternado al comprobar la facilidad con que ella toleraba la atención de Peter, y lo guapa que se había puesto con las mejillas arreboladas, y lo cerca que su cuello y sus hombros estaban de la cara de Peter. Este, pese a sus defectos, sabía apreciar que Renée era una persona interesante, valiente y sexy; el odioso, el inmaduro Louis sólo sabía criticarla y decirle cosas desagradables. Ella tenía que notar el contraste, por fuerza. Lo peor de todo era que el propio Louis no sabía lo que quería, si era mejor tener una novia triste y retorcida que le necesitara tanto que él pudiera decirle todo cuanto quisiera, o liarse con una mujer de verdad capaz de atraer a otros hombres y colmarlo de ansiedad y olvidarse de él.
Eileen parecía menos contenta todavía que Louis. Los dos treintañeros estaban allí juntitos en el sofá, tejano descolorido con tejano descolorido, mientras ella, en su ridículo pijama de seda, dirigía a Renée la misma mirada criminal que había empleado durante veinte años cuando algo que consideraba suyo en justicia le era negado, aun momentáneamente.
—¿Te ayudo con la cena? —le preguntó Louis poniendo voz de dibujos animados.
La siguió a la cocina, desde donde ella continuó mirando funestamente hacia el sofá.
—Bueno —dijo Louis—. Así que has aprobado todo.
—Sí —Eileen sacó de la nevera un aliño ruso y una lechuga como para doce personas—. ¿Quieres preparar esto?
Metió la cabeza en el horno. Al no oír nada en el salón salvo un rumor de papeles, Louis imaginó que las bocas de Renée y de Peter se habían fundido, que Peter le estrujaba los pechos y sofocaba sus gritos… Los sentimientos de Louis habían adquirido un matiz físico que le impedía creer que hubiera estado en la cama con Renée, que hubiera saboreado o tocado de ella algo más que la mera idea: una voz, un consentimiento, una cabeza, una persona mayor: cualquier cosa excepto la mujer que ahora imaginaba en la otra habitación. Y eso de los celos era una gran cosa, una droga que espoleaba las terminaciones nerviosas y producía un colocón de primera categoría. Como contrapartida menoscababa su control sobre la ensalada que estaba preparando, la cual, soliviantada por tenedor y cuchara, se estaba saliendo de la fuente para sembrar la encimera de rodajitas de pepino; y debajo del colocón (que era grande) sospechó que no se sentía nada bien.
Las manos en manoplas antitérmicas, Eileen contempló sin pasión el lío que estaba organizando su hermano.
—¿Te he contado lo que pasó la noche de la fiesta de fin de curso?
—No.
Eileen se remetió el pelo detrás de las orejas con zarpas enmitonadas.
—Fue divertido. Muy, muy divertido. Resulta que el padre de mi amiga Sandi tiene una empresa de limusinas, y se suponía que nos dejaba utilizar tres de las más largas, como regalo de graduación, y nosotros pensábamos hacer una fiesta de carretera y terminar en Manhattan, cenar allí y luego ir a bailar al Rainbow Room, ya sabes.
—Ajá.
—Llegaron las limusinas a recogernos, estábamos todos a punto y llovía, pero resulta que sólo había dos coches. Y nosotros éramos dieciocho —se dobló brevemente de la risa que le produjo el recordarlo—. Pero nos metimos todos en las dos limusinas y empezamos a tomar champán y caviar, mientras mirábamos un vídeo que otra amiga había encontrado en la biblioteca y que, no veas, iba de formación de mandos en la industria lechera. Todo eran vacas y máquinas de ordeñar y tíos con tablillas con sujetapapeles y el pelo al rape hablando con los que manejaban las máquinas. Y dando palmadas a las vacas y mirando los quesos y cabildeando en Washington. Años cincuenta total, hay una toma larga del Capitolio, que es donde piensan ir a presionar para conseguir subvenciones…
—Ajá.
Eileen rió.
—El caso es que estábamos en alguna parte de Connecticut, en el quinto infierno, y entonces le pasa algo horrible a la otra limusina (la mía no, la otra), todo el líquido del radiador acaba en la carretera y en cambio en el radiador ni una gota, y el chófer dice que de allí no se mueve. Nosotros somos dieciocho y llueve a cántaros y sólo tenemos una limusina para llegar a Nueva York, y el chófer dice que sólo suban diez y, claro, nadie se ofrece voluntario para quedarse.
—Claro.
—Pero entonces divisamos allá a lo lejos, en el valle, un restaurante de camioneros y, no veas, hay como un millón de camiones aparcados delante, y alrededor sólo bosque, nada más. Así que decidimos, al cuerno Manhattan, montaremos la fiesta aquí mismo. Entramos todos y hay como un millar de camioneros, ya sabes, tíos grandes y colorados, con tatuajes y fumando y comiendo fritanga. Y nosotros, vestidos de punta en blanco, los chicos todos con corbata negra y Sandi lleva un vestido de Óscar de la Renta con un escote tal que así —la línea que Eileen trazó sobre su pecho indicaba ostentación de pezones por parte de Sandi—. Pero entramos igual y, como te puedes imaginar, todo el mundo nos miró, nosotras con las copas de champán, de esas altas, y los chicos con las botellas…
—¿Estaba Peter?
—No, tuvimos que restringirlo a nuestra clase. Entonces fuimos a una sala en la que había máquina de discos, y, bueno, no te imaginas qué pasada. Rodeados de todos aquellos camioneros y haciendo bromas todo el rato y escuchando éxitos de siempre y música country. Sandi llamó a su padre para que nos enviara otra limusina, pero cuando llegó ya era medianoche y el chófer de la otra limusina había ido a buscar más champán a Hartford. Sandi se puso a bailar cogida del brazo con un camionero al que había invitado a champán. Todo el mundo participaba. Pero no sabes cómo fue de divertido. Cuando regresamos serían las seis de la mañana, absolutamente pasados. Todos nos preguntaban qué tal por Nueva York, y cuando les explicamos dónde habíamos estado nadie nos creyó. Les parecía imposible que hubiéramos pasado la noche en un sitio de camioneros.
—Asombroso —dijo Louis.
Ella asintió mientras sacaba del horno un pan de ajo.
—¿Quieres decirles que vamos a comer?
Louis entró en la sala de estar. El modo en que Renée le miró mientras iban hacia el comedor no fue amistoso ni poco amistoso; distante años luz, sin más.
—Huele muy bien —le dijo ella a Eileen, alentadoramente, cuando todos estuvieron sentados. Louis refrendó su opinión con un gruñido. Fue un segundo antes de comprobar que la salsa que rezumaba su porción de musaka estaba llena de carne picada. Estupefacto, miró a Renée, que parecía estar a leguas de distancia mientras se servía ensalada delante de él. Al levantar con el tenedor una tira de berenjena, Louis descubrió un auténtico nido de serpientes de carne granulada.
—¿Os he contado lo que pasó la noche del último terremoto? —Eileen dejó la pregunta en suspenso y estableció un vínculo visual entre el plato de Renée y la propia Renée, en busca de aprobación. Sin embargo, Renée estaba ocupada en levantar fortificaciones, moviendo manos y cubiertos con tal concentración y forzada indiscernibilidad que, aunque era tan obviamente visible como los otros tres, Louis no acertó a ver qué le pasaba a su musaka ni qué pensaba ella al respecto. Dedujo que era mejor no hacer comentarios.
—Fue divertidísimo —dijo Eileen—. El premio Nobel de Economía del año pasado dio una charla en la escuela, y después un profesor mío le invitó a cenar con algunos de sus alumnos. Tiene una casa chulísima en Nahant, con un terreno de más de una hectárea que mira al mar…
—Nahant —dijo Peter—. El principal barrio de la mafia.
—No todo es mafia, Peter. Seton vive ahí, y él no es mafioso.
—¿Tienes alguna prueba?
—¡Te digo que no lo es! ¡Es un profesor de Harvard, no un mafioso!
—Ahhhh —dijo Peter con una risita, a beneficio de Renée—. Ya.
—No es de la mafia —le aseguró Eileen a Louis—. Es profesor adjunto. Bueno, el tipo del Nobel era japonés. Nunca me acuerdo de cómo se llama. Cuando lo oigo lo sé, pero luego no me acuerdo. ¿Tú…, tú lo recuerdas?
Louis se quedó boquiabierto.
—¿Me estás preguntando cómo se llama el Nobel de Economía del año pasado?
—¿Ves? Yo tampoco me acuerdo. En fin, es un tío muy gracioso con gafas redondas, y estábamos tomando brandy después de cenar en casa de Seton, la gente empezaba a marcharse y, de repente, el terremoto. Yo estaba de pie junto a la chimenea y me puse a gritar, porque aquello era un terremoto de verdad, quiero decir muy fuerte, ¿no? —se ruborizó un poco al percatarse de que todos estaban pendientes de ella, incluido Peter—. Caían cosas de la repisa, y el suelo era…, era como estar en el T. Te lo juro, Peter. Fue como estar en el T, tenías que agarrarte a algo o perdías el equilibrio. Solamente duró un par de segundos, pero todo el mundo gritaba y los cristales se rompían y las luces fallaban. Pero entonces terminó, y uno detrás de otro nos dimos cuenta de que ese Hakasura…, Haka…, ¿Hakanaka? Jo. Bueno, da igual, vimos que seguía sentado en una punta del sofá hablando de inversiones econométricas, no veas. ¡Ni siquiera había notado el terremoto! O sí lo había notado pero él como si tal cosa. Tenía a la chica agarrada del brazo para impedir que se levantara, la chica con la que estaba hablando, y al final se da cuenta de que estamos todos mirándolo. Termina la frase que estaba diciendo, nos mira y pregunta: «¿Se ha lastimado alguien?» (pero con acento japonés, claro), y nosotros le decimos que no, y él dice: «Bien. En Japón tenemos un dicho…» —frunció el entrecejo—. Ostras. ¡Ostras! —miró a Peter—. ¿Tú recuerdas cómo era ese dicho?
—Ni siquiera te acordabas tú cuando me lo contaste.
—Era algo así como: «Si tú… Si tú…» —paseó mansamente la mirada por la mesa—. No me acuerdo. Pensaba que sí pero no. Era algo como…
—Ya captan la idea —dijo Peter.
Louis empezó a tener la sensación de que era el único que estaba fuera de su elemento. De vez en cuando Renée asomaba a sus almenas para responder preguntas relacionadas con terremotos, siempre con aquel tono de impartir un seminario; y era Peter, no Louis, el que parecía apoderarse de cuanto ella decía, Peter el que se contagiaba visiblemente de la luz que irradiaba la sabiduría de Renée.
Tras los Häagen-Dazs de rigor, Louis decidió desinteresadamente dejar a solas a los treintañeros por si Renée necesitaba más tiempo para sonsacar a Peter.
—Te veo un poco depre —dijo Eileen cuando estuvieron en la cocina, mientras él la miraba cargar el lavaplatos—. ¿Es por el trabajo?
—¿Qué trabajo? Si no tengo…
—Entonces no has encontrado nada.
—Ni siquiera busco.
—Pero ¿a ti no te interesaba realmente la radio?
Louis no dejó de notar que ella se apuntaba un tanto al «mostrar preocupación» por él. Se rió, brevemente, de que a él le «interesara» la radio.
—¿Tienes dinero para pagar el alquiler y todo eso? —dijo ella.
—Qué va, pero como voy a instalarme en casa de Renée esta semana, da igual.
—¿En serio? —sorpresa total.
—En serio.
—Oh. No sabía nada —Eileen levantó las comisuras de su boca—. Qué bien.
—Sí.
Ella hizo un nuevo esfuerzo denodado.
—Es superinteligente, ¿verdad? Muchísimo. Y ¿qué tiene?, ¿tu edad, más o menos?
Louis miró a su hermana:
—Sí, más o menos.
—¿Cómo la conociste?
—La conocí en la playa. Ella tenía una pelota.
—Ajá. No te olvides de darme tu nueva dirección, ¿vale? —tiró la carne que Renée no había probado a la basura, donde había dos cartones de musaka congelada Stouffer, y metió el plato en el lavavajillas—. Oye, si vas muy mal de dinero, podrías pedirle a mamá que…
—Sí. Buena idea.
—Claro que ahora está un poco preocupada, sabes. No sé si te has enterado, es horrible. Mamá hereda ese montón de dinero, pero resulta que el noventa por ciento es en acciones de la empresa del abuelo, Sweeting-Aldren, ya sabes, donde trabaja el padre de Peter.
—Sí, claro. Productos químicos, ¿no?
—Exacto. Pero mamá no tendrá el control de la compañía hasta el mes que viene, y tú seguramente no lo habrás leído en el periódico, pero resulta que la empresa está fatal por culpa de los terremotos y de unos vertidos químicos cerca de la factoría. El padre de Peter es vicepresidente de operaciones y se encarga de todo esto. El caso es que las acciones estaban bajando un punto por día, lo cual es horrible, y mamá allí sentada con todas esas acciones y viendo cómo se devalúan en unos dos millones de dólares y sin poder hacer absolutamente nada por evitarlo. Increíble, ¿no? Dos millones de dólares, ¿te imaginas? Y ella no puede hacer nada. Encima, el resto de la herencia son propiedades, la mayor parte de Rita, y resulta que allí el mercado inmobiliario está en franca depresión por culpa de los terremotos. O sea, mamá está que se sube por las paredes. Toma el avión para venir y como no puede hacer nada se vuelve a su casa pero entonces empieza a comerse el coco, y vuelta a coger el avión. Ya ni siquiera me llama cuando está por aquí, cosa que no me importa demasiado; no es la misma de siempre. ¿A ti te llama?
—Casi nunca tengo un teléfono a mano, así que no lo sé.
—Me sabe muy mal lo de mamá. Es que… ¡ostras! Dos millones de dólares.
—Este es un mundo duro y cruel —dijo Louis.
Eileen puso en marcha el lavavajillas y echó un vistazo para ver qué platos habían quedado fuera.
—La familia de Peter estuvo de suerte —dijo—. El último terremoto causó muchos daños a la casa. Nosotros estábamos allí y lo vimos. Parte de la casa se asentó, por así decir. Hay un añadido que van a tener que echar abajo y poner cimientos nuevos, y las puertas ya no cierran bien. Viven en Lynnfield, una casa preciosa, y resulta que tenían seguro contra terremotos, fíjate. Qué suerte. Era una cláusula adicional, pero hasta este año casi nadie quería incluirla en la póliza. Imagino que los Stoorhuys querían estar completamente asegurados, total, que ahora no tendrán que pagar nada. A uno de los vecinos le va a costar veinte mil dólares reparar su casa. Y ya no se puede conseguir ese aditamento a menos que esperes un año hasta que sea efectivo.
Louis pensó en el señor Stoorhuys, en su flequillo, sus mangas demasiado cortas. Su rabo peludo que se meneaba.
—¿Ves muy a menudo a la familia de Peter?
El rostro de Eileen se ensombreció.
—Peter y su padre no se llevan muy bien. Pero su madre es muy agradable, de modo que los vemos de vez en cuando. Tiene cuatro hermanas y un hermano. Él es el mayor —miró a Louis de reojo; tenía un poco de espuma en la solapa de seda—. Es una gran persona, sabes. Un verdadero hermano mayor. Siempre está haciendo favores a sus hermanas.
—Procuraré hacer un esfuerzo —dijo Louis, a falta de otras palabras.
Esfuerzo que le fue requerido casi de inmediato. Eileen lo llevó al salón y preguntó a Peter si se le ocurría alguna posibilidad de empleo para Louis. Peter le miró detenidamente como si Louis llevara su historial laboral escrito en el cuerpo. También Renée le miraba, lanzando mensajes de LARGUÉMONOS. Peter le preguntó de qué sueldo mínimo estábamos hablando.
Louis adoptó su voz de zombi:
—No diría que no a cinco mil mensuales, más beneficios y bajas pagadas. Tecleo treinta y cinco palabras por minuto.
—Francamente —dijo Peter—, con estos requisitos me parece que vas a estar buscando trabajo durante mu-u-u-u-cho tiempo. Mira, yo te iba a proponer que buscaras algo parecido a lo que yo conseguí hace unos años con la revista Boston. Ahora mismo, es probablemente la mejor publicación que hay, y vamos un poquito sobrados de trabajo, de manera que no puedo, bien, no voy a prometer nada pero, bueno, podría recomendarte si quieres.
Eileen dedicó a Louis una sonrisa de oreja a oreja: ¡era una magnífica oportunidad! ¡Peter podría hacer algo por él en seguida!
Peter removió el líquido en su copa de brandy.
—Lo más probable —dijo— es que te hagan empezar con una comisión del cien por cien. Ya, no es gran cosa. Pero si no dejas que te pongan un tope, eso puede ir en tu favor. Yo también empecé así, y ¿sabes cuánto me saqué el primer mes?
Durante el instante que se le concedió a Louis para adivinar la cifra, Renée se escoró en el sofá, abrumada por el alto voltaje de incomprensión que reinaba en la sala.
—Dos mil cien dólares —dijo Peter—. Y de eso hace tres años. Es verdad que yo ya tenía cierta experiencia, supongo que las situaciones no son comparables. Tendrás que pelarte el culo durante un par de meses, pero si aguantas estarás muy cerca de donde estoy yo ahora en dos años máximo.
—Gracias por el consejo —dijo Louis—. Lo pensaré y te diré algo. ¿Tienes un número de fax?
—Llámame por teléfono —dijo Peter.
—Medítalo, ¿eh, Louis? —Eileen le tocó el brazo con aire suplicante—. Él puede ayudarte.
Renée se había teletransportado hasta la puerta. De nuevo aquella grotesca distorsión de rostros cuando intercambió agradecimientos y buenos deseos con Eileen, pasando lo mejor posible por el momento de la despedida.
—Ciao, Renée —dijo Peter desde el salón—. Cuídate.
La ciudad hacía sus murmullos de costumbre, sus suspiros y susurros, ofrendas auditivas al cielo que la cubría indiferente. A lo lejos una rueda de vagón de metro rechinó sobre su carril, un sonido pequeño como un botón de camisa. Los vengadores iban por la calle sin hablar, haciendo ritmos ternarios con los pies, la zancada de Louis larga, la de Renée más apresurada. Ella se mordía el labio y pestañeaba como si tratara de frenar las lágrimas.
—Te lo has pasado mal —dijo Louis.
—Sí. Me lo he pasado mal. Lo he pasado muy mal, pero ha sido culpa mía.
—¿Culpa tuya que mi hermana te pusiera carne para cenar?
—Puedo comer un poco de carne. No me voy a morir. Es decir, sí que me voy a morir: no puedo comer carne. Pero tampoco es que me haga vomitar. Es asunto mío. Es sólo mi problema con la carne.
—Fui yo —protestó él— quien te convenció para ir. Todo fue idea mía.
—¿Sabes por qué dejé de comer carne? —Renée iba mirando al frente. Una brisa húmeda llena de infraestructura arrastró hoces de pelo por su frente—. No es una cuestión de…, de superioridad moral. Que quede claro. Es sólo porque quiero olvidar. Me niego a decir vale, me olvidaré de que esto es una vaca, o un buey. No tiene que ver con la nobleza ni con la compasión. Se trata de mí y de mis problemas.
Un Camry había encontrado sitio donde aparcar en la otra acera y estaba metiéndose alegremente, de culo. Louis decidió que era un buen momento para tener la boca callada.
El tranvía serpenteó entre gruñidos por el centro de la ciudad. Los pasajeros hablaban en voz queda, y el envolvente silencio, halagado por esa deferencia, se volvió más despótico y copioso. Estaban llegando a Lechmere cuando Louis tuvo arrestos para preguntar a Renée si le había sacado algo a Peter.
Ella negó con la cabeza.
—Peter ha sido muy cauto, cuando he sacado el tema. Parecía sorprendido cuando le he contado lo que le oí decir aquel día en la fiesta. Ha dicho que seguramente estaba muy borracho. Pero yo le he dicho que lo que comentó debía de ser cierto. Y él ha dicho que sí, que su padre afirma que la empresa no está haciendo vertidos de ninguna clase, pero que él está seguro de que sí. Le he preguntado por qué se lo parecía, y me ha dicho que había oído rumores pero que no podía demostrar nada. Es todo lo que le he podido sacar sin arriesgarme a que pensara que yo tenía un interés especial.
—¿Te ha preguntado él cuál es la causa de estos terremotos? He notado que tú…
—Sí. Le he mentido, tal como tú querías. Le he dicho una mentira.
Louis la agarró por el cuello y le tiró de una oreja, pero ella estaba muy triste. Él esperó a cruzar Cambridge Street y, una vez dentro del coche, dijo:
—¿No vas a preguntarme qué he sabido yo por Eileen?
—¿Has averiguado algo?
—Bah. Sólo que los padres de Peter tenían la casa asegurada contra terremotos. Una cláusula adicional.
Louis la observó mientras sus palabras calaban hondo.
—Me tomas el pelo —dijo Renée.
—Lo ha dicho por iniciativa propia. No porque yo le preguntara.
—Aquí nadie, absolutamente nadie, incluye una cláusula contra terremotos.
—Eso tengo entendido.
—¡Jo! —Renée apoyó la cabeza en el reposacabezas—. Jo —le cogió la mano y se la apretó con fuerza, golpeándose el muslo con ella. Él la besó y ella se lo quitó de encima como quien arranca un grano de uva.
—¿Eres mía? —dijo él.
—¡Sí!
Fueron en coche hasta Pleasant Avenue. En la mesa de la cocina estaban los billetes de United Airlines que habían llegado por correo aquella misma mañana. Por lo visto el padre de Louis había pagado un viaje de ida y vuelta a Chicago a nombre de Louis, sin decírselo, a raíz de una discusión que habían tenido la semana anterior.
—Vaya —dijo él, cansado.
—Aún no entiendo por qué te ha mandado esto.
Louis bebió un vaso de agua.
—Es su faceta Von Clausewitz. Estuvimos hablando por teléfono y yo casi le colgué, y él va y me compra unos billetes de avión. Ahora será culpa mía si pierde trescientos pavos porque yo no voy.
—Podrías decir que tienes trabajo.
—O sea, ¿decir una mentira? Me hace gracia que me lo propongas. Lástima, porque ya le dije que estaba en el paro. Y, la verdad, no es mala idea lo de ir. Fui muy grosero con él, y él en cambio pone la otra mejilla y me regala trescientos pavos en pasajes de avión, porque, a su manera, intenta mantener unida a la familia. Te conté que me llamó porque se había enterado de mi pequeña trifulca con mi madre, en Ipswich. Me dijo: ¿Quieres hacerle polvo el sofá? Muy bien, Lou, pero deberías tener en cuenta sus sentimientos. Ese ha sido su refrán preferido durante veinte años, sabes, que tuviera en cuenta los sentimientos de mi madre. Y eso es exactamente lo que me dirá si voy a Chicago. Total, ¿para qué ir? Ya he oído lo que tiene que decirme.
Renée apoyó la barbilla en el hombro de Louis y la mano en su paquete, y apretó.
—No pienso protestar si decides no ir.
—Quien debería ir eres tú, no yo. Tú y mi padre haríais muy buenas migas —se dejó caer en una silla y ella lo hizo sobre su regazo. Él le metió las manos bajo la camiseta—. Lo mejor será esperar hasta el domingo que viene.
—¿Cuándo vas a mudarte aquí?
—No sé. Antes de eso. El miércoles, quizá.
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto… —le quitó lentamente la camiseta, dejándola arrollada sobre su sujetador negro.
—He de trabajar un poco. Y además el lunes tengo que hacer copias de seguridad, eso me llevará toda la noche.
Louis le soltó el sujetador y liberó sus pechos, aquellos objetos femeninos que, curiosamente, le pareció no haber visto nunca. Eran dos bollitos blandos y animados. Estaba empezando a mirárselos con verdadera atención cuando…
—¡Mmm!
Renée se levantó de un salto, se bajó la camiseta, cruzó los brazos y miró hacia la pared. Él pensó que la timidez había hecho nuevamente presa en ella. Sin embargo, después de ponerse bien el sujetador, Renée se disculpó y dijo que sólo era el mapache, el mapache de la ventana, que la estaba mirando fijamente.
Él todavía no había visto al mapache de marras. Fue a la ventana, pero con las luces encendidas lo único que acertó a ver fueron las luces de un porche entre los árboles, y un tramo de canalón blanco al extremo del trozo de tejado encima de la ventana.
—Escucha —dijo Renée.
Oyeron unos resoplidos, demasiado tenues para darles crédito.
—Está ahí mismo —afirmó ella—. Se pone nervioso y se esconde a la vuelta, pero después siente curiosidad y vuelve. Lo digo en masculino, pero no estoy segura. Es curioso que yo siempre diga él, siendo un animal sin género. Género por defecto: macho. Pero deberíamos apartarnos de la ventana. Es como…
—Sé lo que vas a decir.
—¿Qué?
—Es como un terremoto. Sólo viene cuando no estás mirando.
—Es cierto.
—Pero sí viene. Quiero decir, el mapache existe.
—¡Claro! ¿Crees que te estoy mintiendo?
Se sentaron a la mesa. Louis hizo trampa, fingiendo no vigilar la ventana pero haciéndolo a hurtadillas todo el tiempo, y aun así fue una gran sorpresa cuando vio que la mosquitera cambiaba de color. ¿En qué momento, exactamente, habían aparecido el morro pardo, la perspicaz nariz de cuero y los ojillos brillantes?
Esta vez, cuando se acercó a la ventana, el mapache sólo se retiró hasta el canalón. Desde allí le miró como dolido, por encima del hombro, como un suicida indeciso. Era un animal grande, de cola anillada y ojos de bandido, más grande que un gato. Cuando Louis se volvió para mirar a Renée, el mapache regresó a la ventana. Se paseó de un lado al otro, una mancha oscura de piel en su mayor parte, pero de vez en cuando (y sorprendentemente en cada ocasión) apretaba la nariz contra la mosquitera y miraba a Renée.
—Oh, todavía tiene esa herida —dijo ella, preocupada.
—Es increíble. ¿Tú le das de comer?
—A veces le dejo algo fuera. Normalmente no come mucho. Hay veces que viene dos o tres noches seguidas, y luego no lo veo durante un mes. Una vez, pasaron tres meses. Pensé que habría muerto. Que lo habría atrapado un perro, un coche. La rabia.
Louis lo vio trepar por una cañería, sacando sus peludos y potentes hombros como un felino, extendiendo un brazo como los monos y después, al apoyar la barbilla en el canalón e izarse de un salto al tejado, más parecido a un ser humano que a otra cosa. El techo crujió, una sola vez, bajo su peso. Con una sonrisa, Louis se volvió para hacerle un comentario a Renée, pero allí no había nadie.
La encontró desnuda entre las sábanas. Lleno de deseo, se desnudó y se acercó a ella, pero, incluso en medio de la expectación, mientras se entregaba a sus brazos y apoyaba todo el peso en ella y sentía la calidez uniforme de aquella piel y le tomaba la cabeza con las manos, se preguntó cómo se las apañaba siempre para que fuera él quien se le acercara, y no al revés. Se preguntó cómo era que siempre se sentía solo cuando hacían el amor, tan a solas con el placer ajeno mientras accionaba el largo tren de ondas que la llevaba al orgasmo (en la pantalla trazadora verde de la sala de ordenadores Renée le había enseñado qué aspecto tenía un terremoto grande y lejano al ser registrado por el sismógrafo digital del departamento; una línea recta y brillante apenas deformada por la onda primaria, que se calmaba por momentos y luego, con la segunda ola, se agitaba con mayor violencia, y todavía más a medida que nuevas ondas de choque saltaban del núcleo exterior y el núcleo interior y la corteza terrestres, los sS y ScS y SS y PP y PKiKP, hasta que la línea se volvía loca del todo atrapada por tremendas y constantes ondas de superficie, las ondas Love y las ondas Rayleigh que demolían puentes, arrasaban edificios y agrietaban la tierra por todas partes). No se trataba de que no encajaran del todo o que se corrieran mal; pero daba la impresión de que, ni siquiera en este el más típico de los actos entre sexos, ella no se mostraba ni se entregaba jamás ni le permitía verla como mujer. Antes incluso de que los celos hubieran espoleado su interés, Louis se había jurado a sí mismo que la próxima vez que hicieran el amor miraría atentamente a aquella mujer, y cada vez se le olvidaba, sólo se acordaba a posteriori. Había algo similar a la propia timidez de los terremotos en el modo con que se zafaba de sus ojos para que pudiera estar con ella y sentir la presencia de todo salvo de aquellas cualidades que su imaginación evocaba cuando se encontraba a solas e imaginaba una Mujer. Siempre parecía existir un oscuro propósito por el cual ella conseguía que ambos fueran del mismo sexo, excitables a través de nervios parejos y saciables a través de una estimulación coordinada. Un principio de seducción, un reconocimiento de la diferencia, era lo que echaba en falta. Y parecía como si cada vez que ella notaba que él sentía una ausencia se pusiera a hablar con voz sosegada y ebria de orgasmo: pro él, pro ellos, pro sexo.
Louis encendió las luces. Eran las dos de la mañana.
—Quiero mirarte —dijo.
Renée pestañeó con la claridad.
—No hace falta tanta luz.
Él encendió una lámpara más y se plantó junto a la cama con la intención de ver, de una vez por todas, a aquella mujer. La suerte estaba echada; ella no podía esconderse; no lo intentó. Al resplandor de las luces, Louis vio: el negro del pelo y de las cejas. La mancha roja de la boca y los pezones. Labios distendidos y salpicados de espuma. Una oreja con pendiente de metal. La musculatura relajada bajo la piel grisácea. Zonas opacas, fruncidas, de semen seco o en proceso de secarse. Vello oscuro sobre el labio superior y las muñecas. El aplastamiento fetal de un rostro cansado. Todas las cualidades exhibidas como órganos en venta en una carnicería francesa. ¿Y éste era el cuerpo cálido que había estado abrazando? ¿Era ésta su novia, Renée?
Le había engañado una vez más. Había creído ver un ángel flotando sobre él en corrientes térmicas, y al no creer en él le había disparado para descubrir que sólo era un trozo de carne con plumas. El estampido del arma resonó en el espacio como la risa del ángel que había escapado.
Con una sospechosa falta de curiosidad por lo que él pretendía allí de pie, Renée se cubrió con la sábana. Él supuso que quizá tenía mucho sueño. Se metió en la cama, reclamándola desesperadamente.
El domingo, el Globe traía un artículo larguísimo sobre los recientes terremotos, largas columnas flanqueadas por el habitual acompañamiento de fotografías, gráficos y recuadros. No mencionaban a Renée en el texto principal, pero sí se la citaba en un recuadro titulado TERREMOTOS: ¿VOLUNTAD DE DIOS, ESPÍRITUS DE LA TIERRA O FENÓMENOS FORTUITOS?
Para Renée Seitchek, sismóloga de la Universidad de Harvard, la línea que separa ciencia y religión ha demostrado ser especialmente tortuosa. Seitchek, que en el programa del 27 de abril denunció los esfuerzos de Stites por vincular el tema del aborto a los temblores, ha sido objeto del acoso telefónico y postal dirigido a clínicas y médicos que practican abortos así como a otros proabortistas del área metropolitana de Boston.
Stites y otros líderes de la Iglesia de la Acción en Cristo niegan cualquier responsabilidad en dicho acoso, pero Seitchek cree que la gran cantidad de correspondencia hostil que ha recibido constituye un intento por parte de la derecha religiosa de sofocar la libre expresión de puntos de vista científicos.
«La ciencia de los terremotos es una ciencia de incertidumbres —afirmó Seitchek—. Admitiendo dicha incertidumbre corremos el riesgo de que parezca que dejamos el campo abierto a la superstición, y, sin embargo, si una científica intenta anticiparse a esto y trazar una línea entre el debate científico y el debate moral, aparentemente corre el riesgo de ser acosada por Philip Stites».
Según el recuadro, la «oportuna predicción» de Stites respecto a los recientes terremotos había atraído a su secta a docenas de nuevos partidarios, cuya sede seguía estando en el inseguro edificio de Chelsea. La secta aseguraba no haber sufrido «verdaderos daños» desde su establecimiento en dicho edificio, aunque a estas alturas casi todas las casas al norte de Cambridge habían sufrido desperfectos, como platos rotos o paredes agrietadas.
De hecho, los daños materiales acumulados se calculaban en unos cien millones de dólares, de los que más de un ochenta por ciento se debía a los dos últimos temblores ocurridos cerca de Peabody. En una hoja de papel con el título CULPA DE ELLOS, Louis escribió:
20 de abril, Peabody | 3.400.000 $ |
10-11 de mayo, Peabody | +80.000.000 $ |
Dibujar todos aquellos ceros le causó gran satisfacción.
En sus ratos libres, Renée continuaba desarrollando su alegato científico contra Sweeting-Aldren, estudiando todos los ejemplos documentados de sismicidad inducida. Louis se alegró de verla trabajar, pero no tenía ninguna prisa por que acabara. Cuanto más tardaran en demandar a la compañía, más tiempo tendría la tierra para temblar otra vez y causar mayores daños y aumentar la cuenta de la empresa a alturas todavía más satisfactorias. A su modo de ver, los directivos de Sweeting-Aldren eran unos babosos enemigos de la naturaleza, y deseaba verlos en bancarrota, por no decir en la cárcel. Experimentó un suspense de intensidad casi erótica mientras esperaba, día tras día, el siguiente terremoto de importancia. Para entretenerse, empezó a leer manuales de sismología mientras Renée estaba en el trabajo.
El miércoles por la tarde Renée volvió al apartamento con una carpeta nueva llena de fotocopias. Había estado en la hemeroteca de Widener.
—Aquí hay cosas interesantes —dijo.
Louis abrió la carpeta ávidamente, pero ella le detuvo.
—Vamos primero a por tus cosas. Ya te contaré más tarde.
Era verano otra vez. Los coches despedían calor en la tierra de nadie de Davis Square, y la marquesina del Somerville Theater temblaba bajo la mareante acción de los gases de escape. Louis y Renée habían estado yendo al cine por la noche para ver sesiones dobles y disfrutar de aire acondicionado gratis.
En Belknap Street la soprano tenía las ventanas abiertas y sonaba moribunda. La voz parecía salir de todas partes. Era un sonido tan amplio que no parecía posible que pudiera emanar de una cosa tan pequeña como una boca humana. «Ojalá esa mujer sintiera vergüenza de sí misma», dijo Renée. Louis la instaló en la cocina, que era la habitación más alejada de aquel infierno de tormentos melodiosos. La soprano gritaba y gritaba. El martirizado oído no podía creer que las autoridades no hubieran puesto fin a aquel infortunio con una aguja o una pistola, por el bien del género humano. Louis corrió el pestillo de la puerta mosquitera y sacó unas cuerdas del Civic. El futón viajaría en el techo del vehículo.
—Eh, Lou. ¡Lou! ¿Dónde te habías metido? —John Mullins bajó del porche enfurecido. Se plantó en el camino particular con la cabeza adelantada como un profeta en el desierto. De su mentón colgaba una gota de sudor grande como un quiste—. Ha venido gente preguntando por ti, Lou —dijo, la imagen del oprobio—. ¿Dónde estabas? ¿Dónde estabas? Dios mío, no me digas que te estás mudando. No te estarás mudando, ¿eh, Lou? ¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta este barrio?
—Me encanta —dijo Louis salvando los gritos del aria—. Sólo estoy comprobando que me quepa todo en el coche.
—Ya. El pequeño Honda Civic, ¿no? ¿Te gusta este coche? Oye, Lou, esa chica que vino preguntando por ti, ¿te ha encontrado por fin? ¿Sabes de quién te hablo? Una chica muy guapa…
La parte instintiva de Louis, la conectada al estómago y a la presión sanguínea, no la parte cognitiva, preguntó a Mullins:
—¿Cuándo fue eso?
—Esta mañana. Como a las nueve o nueve y media. Yo estaba leyendo el periódico. Le he dicho que no parabas mucho por aquí.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era muy alta. Ha dicho que te estaba buscando.
—¿Una chica gorda con gafas?
—No, no. Era guapa. Llevaba una maleta.
Louis entró. Casi al momento volvió a salir y miró el coche, tratando de recordar qué tenía que hacer. Tocó una vez el capó, entró de nuevo y fue directamente a su cuarto y se puso a andar en círculos. Renée recogía ruidosamente en la cocina, cubiertos chocando con cacerolas, gruñidos de caja de cartón al acoplarse sus solapas una debajo de la otra. Él tenía que ir cogiendo cosas y llevándolas al coche, pero todo aquello que miraba con vistas a llevárselo parecía no ser lo más adecuado para el momento. Siguió paseándose arriba y abajo. Era como tener la casa en llamas y no saber qué posesión es la más querida, con lo cual uno acaba por no salvar nada. La única cosa que sabía con certeza era que quería asesinar a la soprano, cuya voz había empezado a emitir notas largas y agudas, exagerando el vibrato. Pero aquella voz, su obstinación, le pareció ahora un atributo fundamental del mundo que él se veía incapaz de modificar. Desde su ventana contempló las cortinas opacas detrás de las cuales berreaba la soprano. No era infeliz ni feliz. La onda frontal atravesó las montañas cambiando el paisaje a su paso, y entonces lo alcanzó a él, lo alcanzó. Eso fue todo.
Antes de lo que esperaba oyó voces en la parte delantera del apartamento. Voces femeninas. Pasos. Apareció Renée, con la caja de cartón en brazos. Habló como la madre medianamente defraudada de un fugitivo, cuando la policía llama a la puerta.
—Hay alguien que quiere verte.
Renée se hizo a un lado dejando paso libre, rehuyendo ostensiblemente de la riña. Cuando, en vez de marcharse, él la miró y trató de decir algo, ella se sintió obligada a añadir:
—Es tu amiga Lauren.
—Ah —dijo él—. Oh.
Louis sintió su mirada en la espalda mientras recorría el pasillo, sintió todo el peso de la posesión de que le hacía objeto, por lo que no se sorprendió de que la chica que estaba junto a la puerta, con su pequeña maleta de color paja al lado, y encima de la misma una chaqueta negra de cuero le pareciese la viva imagen de la liberación. Lauren estaba morena y tenía el pelo rubio y era más alta de lo que él la recordaba. Le bastó mirarla una vez para darse cuenta del esfuerzo mental que había supuesto hacer que Renée le gustara, ver lo que en ella había de bonito y de fresco y pasar por alto lo más evidente: que tenía treinta años y no era hermosa. Podía reconocer un billete de los grandes sin leer los números, y pudo reconocer la belleza de Lauren sin fijarse en sus largas piernas de chica de veintidós, su piel dorada de chica de veintidós, su sedoso pelo de chica de veintidós (que ahora le llegaba casi hasta los hombros). Llevaba la misma minifalda plisada a cuadros que la primera vez que la había visto, similares zapatos negros y calcetines bajos y un top blanco, húmedo de sudor entre sus pechos.
La soprano, al interrumpir sus vocalizaciones, había dejado en el aire una quietud incómoda.
—Qué tal, Louis —dijo Lauren insegura, sin mirarle a la cara.
—Oh. Hola. ¿Qué pasa?
—Nada. Sólo venía a verte.
—¿Dónde está Emmett?
Ella no dio señales de haber oído la pregunta.
—Aquí no, ya lo veo —dijo Louis.
Lauren se mordió el labio, todavía sin mirarle.
—¿Piensas contestar, Lauren?
Ella alzó la barbilla y dijo:
—Ya no estamos juntos.
—Ah, entiendo. Le has dejado. Te dejó él. Os habéis separado. Estáis divorciados.
Lauren pareció sentir un gran engorro ante estas palabras. Se miró los zapatos, inspeccionando cada lado.
—No lo sé. ¿Puedo pasar?
—Quizá no.
—Cometí un gran error, Louis, un grandísimo error. ¿Puedo pasar?
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero saber si llego demasiado tarde. Si llego demasiado tarde, no voy a pasar. ¿Puedo pasar?
Renée estaba ahora en el umbral entre el comedor y la cocina. Ella y Lauren no podían verse, pero Louis sí a las dos.
—Esa era tu novia, ¿verdad? —dijo Lauren.
Él miró a Renée como si tuviera que verificar el dato. La expresión de Renée le dejó bien claro que ya habría tenido que deshacerse de la visita. Hizo un gesto impaciente: Bueno, ¿qué? ¡A qué esperas! Pero, como él seguía sin decir nada, la impaciencia dio paso a la alarma, luego la alarma al dolor, y por último el dolor dio paso a una abrumadora incredulidad, todas estas fases visibles y diferenciadas.
—Oh, ¿está ahí? —dijo Lauren con fingida estupidez.
Puedes hacerme daño. Un poco. Puedes morderme o…
Louis era consciente de estar cometiendo un error, pero no controlaba la situación. El gesto dolorido de Renée le fascinaba. Por fin la veía como era. Por fin estaba desnuda, y siguió mirándola, pensando: Yo también soy un violador. Yo también soy un sádico, mientras la hería por gusto, la hería con su silencio y comprendía ahora lo que la gente quería decir cuando hablaba de que el pene puede dominar a un hombre, porque ésa era exactamente la sensación. Pero ella era una persona, una persona decente, no pensaba aguantar esto. Con terrible dignidad Renée cruzó el comedor y el saloncito. Pasó junto a Lauren, que se hizo a un lado como quien evita a un extraño en la acera. Renée tiró la cazadora de cuero que había sobre la maleta, a punto estuvo de tropezarse en sus prisas por salir de allí.
—Dios —murmuró Louis al espacio vacío que ella había dejado a su paso. No daba crédito a toda la sangre que tenía en las manos.
Lauren cerró la puerta y colgó la cazadora del tirador.
—Era tu novia, ¿verdad? Puedes decírmelo.
—Dios —murmuró él de nuevo. No se había serenado lo bastante para comprender que lo que le estaba haciendo a Renée era lo peor que nadie podía hacerle. Pero la conocía bien, y sabía que esto era lo máximo. Lo peor de todo. Y aunque no lo había «comprendido», sí lo había sabido perfectamente bien.
—Me figuré que podías tener una —dijo Lauren, arrellanándose casi horizontal en el sofá beige—. Era un riesgo que estaba corriendo. Pero también sabía que podía dar marcha atrás en cualquier momento.
El hecho de que ahora tuviera que volver andando a su piso. El orgullo con que andaría esos cuatro kilómetros. Y los perros no ladrarían, y ella subiría la escalera de dos en dos con sus zapatillas de deporte y sus tejanos y su camiseta y luego cerraría la puerta con llave. ¿Lloraría? Sólo la había visto llorar una vez, pero fue de dolor físico, y en cuanto hubo cerrado la puerta, según él lo imaginaba, ya no le resultó fácil verla.
—¿Quieres que me marche? —dijo Lauren—. Si se lo explicas, te perdonará. Cuéntale la verdad y verás cómo te perdona —extendió los dedos para examinarse las uñas—. Mira, yo no quiero meterme, si es que es tu novia. Porque es tu novia, ¿no? Lo he notado por el modo en que me miraba. Es tu novia, seguro.
—Sí.
—¿Y la quieres? —Lauren desvió la cabeza en un gesto nervioso, no quería oír la respuesta—. Puedo irme ahora mismo.
—¡No! No. Deja que…, deja que vaya a cerrar el coche.
Renée no estaba esperando junto al coche ni cerca de allí. Louis oteó la acera desierta por la que ella sin duda se había alejado, pero ya no estaba. Aunque nadie la hubiera visto hacerlo, la lógica insistía en que ella había recorrido aquella distancia. E insistía también en que ahora mismo estaba en algún punto entre el coche y su piso, no en cualquier manzana sino en una en concreto, caminando visible para todos. Insistía en que un observador subido a un globo podría haber seguido todos sus pasos desde su partida hasta su llegada a Pleasant Avenue y luego subir los cuatro ruinosos peldaños de hormigón hasta la puerta de su casa para desaparecer dentro.
Louis pensó: La odio.
Tan pronto como volvió a entrar, Lauren se puso de pie, extendió lujuriosamente los brazos y sonrió como si acabara de levantarse después de dormir a pierna suelta y supiera que él, precisamente él, se alegraría de saberlo. Liberado del peso de verla a través de los ojos de Renée, Louis se sorprendía muy mucho de tener en el apartamento de Toby a aquella chica guapa y complicada a quien había querido tanto. Lauren se le acercó y se plantó a dos dedos de su nariz, echándose un momento hacia atrás para quitarle las gafas. No besándolo, sino mirándole fijamente a los ojos con la cara de boba estupefacción de quien mira a quemarropa, con la nariz pegada a la de él y haciendo vibrar con sus palabras los labios de Louis, dijo:
—Estoy enamorada de ti, estoy enamorada de ti, Louis, he estado pensando en ti a cada momento, estoy enamorada de ti, te quiero te quiero te quiero te quiero.
Tomó aire, sus pupilas y sus iris de un gris verde lechoso centrados todavía en los de él. Le dio un beso, condujo sus manos a varios puntos de su propio cuerpo, cerró los puños y le presionó el pecho con los nudillos. Movió la cabeza bajo su boca, como si Louis fuese la alcachofa de una ducha. Su perfume estaba de tal modo integrado con el sudor de su cara que la nariz de Louis no atinó con la frontera entre ambos aromas, era todo un agradable olor laureniano.
—Te doy mi palabra —dijo ella—. Haré cualquier cosa por ti. Me quedaré aquí. Me marcharé. Me quedaré en casa de Emmett, dejaré a Emmett, me casaré contigo, viviré contigo sin casarme contigo. Haré lo que sea. Me quedaré todo el tiempo que quieras y me iré cuando tú me lo digas, soy toda tuya, puedes tirarme o conservarme, puedes hacer lo que quieras menos venderme, cualquier cosa, lo que sea.
Él la abrazó, recordando sus dimensiones específicas, el tacto de su espalda cuando ella había llorado en la cocina de su piso, allá en Houston, y él la había estrechado entre sus brazos.
—Oh, Louis —llorando y sonriendo—. Fuiste tan bueno conmigo, y yo tan mala. Pero procuraré compensarte, procuraré compensarte.
—Sólo que ahora estás casada.
—Bueno, eso —una conocida expresión hosca, de culpabilidad, cruzó la cara de Lauren—. Mira, todavía trato de ser buena persona. Intento amar a Dios y ser buena cristiana, y estoy aquí en Boston, viéndote a ti. El matrimonio es un sacramento y yo aquí contigo. Parece que soy la misma de siempre, ¿no? Todo lo que toco se convierte en basura. Lo que pasa es que tú eres la única persona que conozco que me ve algo positivo. La única. ¿Recuerdas cuando te dije que nunca había querido realmente a nadie?
—Sí.
—Pues era verdad. Era verdad. Pero ya no lo es, porque en cuanto dejé de verte, tuve este sentimiento. Supuse que era la culpa o algo así, pero tenía ganas de verte y de hablar contigo, de oír tu voz aunque fuera sólo un rato, pero ya te había dicho que no podía ser y pensé que probablemente me odiabas, o que de todos modos no me ibas a creer.
Se sentó en el sofá y frunció el entrecejo como si algo no acabara de encajar.
—Verás —dijo—, es que también estaba Emmett, y me sabía mal por él porque siempre había tenido mucha paciencia conmigo. Además, parecía que yo le caía muy bien a su familia. Me regalaron un montón de cosas cuando nos prometimos, su abuela me dio unas perlas preciosas y su madre un estuche taraceado que tenía como ciento cincuenta años y había pertenecido a la familia desde siempre. Pero luego me acosté con otros, y también dije que me había acostado contigo, se lo dije a él a la cara y le devolví la alianza, pero no tuve la valentía de devolver las otras cosas también. Y cuando nos reconciliamos, su familia siguió tratándome la mar de bien. Me trataban como si hubiera estado enferma y ya me hubiera curado, y yo lo sentía mucho por ellos y les estaba muy agradecida, y pensaba, éste es el sacrificio que voy a hacer. Porque yo lo único que quería era ser buena. Y está claro que si quieres ser bueno tienes que sacrificar algunas cosas. Y luego pensé, se portan muy bien conmigo, tampoco es que sea tanto sacrificio. Y mis padres querían que me casara porque ellos creen que Emmett es un gran chico, y lo es, me parece, salvo que yo no le quiero. Sólo te quiero a ti.
Louis cerró los ojos.
—En fin. El caso es que nos casamos —Lauren se mordió el labio, visualizando mentalmente alguna escena o ceremonia. Louis pensó que seguiría hablando, pero por lo visto era todo cuanto tenía que decir.
—Y luego va y resulta que él es un bruto.
Lauren negó con la cabeza.
—¿Sí? ¿No?
Encaramada al borde del sofá, Lauren se quedó mirando con cara de pocos amigos un radiador plateado. Se apartó el pelo de los hombros con un gesto brusco de la cabeza. Su expresión era dura, displicente.
—Le fui infiel.
—Ya. Cómo no.
—¿No soy una gran persona, Louis? ¿No soy la más grande? Pero había un tío al que conocía de antes y, bueno, pensé que tenía mucho más en común con él que con Emmett, sabes, era de los que follan con cualquiera, esa clase de tío, y a mí me daba igual. Me di cuenta de que había hecho un sacrificio demasiado grande, y fue como si necesitara compensarlo haciendo algo jodido, entiendes, como para equilibrar la balanza, qué sé yo. No sé en qué estaría pensando. Supongo que al final me di cuenta de que quería que él me dejara otra vez porque yo llevaba esa cosa dentro. Y la cosa era que estaba enamorada de otra persona que había estado enamorada de mí hasta que yo me porté mal con él, y yo le quería mucho, le echaba de menos —las lágrimas reaparecieron en sus ojos y Lauren bajó la barbilla, como si intentara eructar, con la vista fija todavía en el radiador—. O sea, Emmett está muy bien, ¿no?, pero me trata como si estuviera enferma y al cabo de un tiempo no lo puedo soportar, y entonces voy y le hago putadas, pero entonces se pone aún más en evidencia que soy una enferma, entiendes. Y al final ya no me creo que en el fondo de su alma, detrás de toda su amabilidad, no me esté odiando y quiera verme muerta.
Hubo un largo silencio. Louis sintió pánico al pensar en Renée, quien durante los minutos en que no había estado pensando en ella habría llegado sin duda a su apartamento. Para ella el tiempo corría, mientras que para él se había detenido. Ella tenía todo el tiempo para pensar, y él no.
Una pregunta formulada en voz baja cruzó la habitación:
—¿Cómo se llama?
—¿Quién? Ah. Renée.
—Es un nombre bonito.
—Ella lo odia.
—¿Sí?
—Eso dice.
—¿Está enamorada de ti?
—No lo sé.
—Pero ¿sois… novios?
—Tampoco lo sé.
—¿Crees que quizá te gustaría salir conmigo? Quiero decir, ahora.
—¿No estás cansada?
—Claro, pero quiero salir contigo. He estado deseándolo todo el día. Sólo he de ir un momento al baño.
Estaban subiendo al coche de Louis cuando John Mullins salió de detrás de su casa y empezó a bajar con paso vacilante por el camino particular. Dirigió su cadavérico rostro hacia Louis, la boca como una herida de bala, y se quedó mirando sin asomo de reconocimiento.
—¿Habías estado aquí alguna vez? —dijo Louis.
Lauren negó con la cabeza:
—Es bonito. Y tan diferente. Nos hemos enterado de lo de los terremotos. ¿Tú estabas cuando pasaron? ¿Tuviste miedo?
—Qué va.
Los polígonos de tierra entre los senderos de Harvard Yard habían sido sembrados y acordonados a fin de engordar la hierba para que graduados, padres y alumnos se regodearan en pisotearla a finales de junio. Por algún motivo, un grupito de mujeres de la Iglesia de la Acción en Cristo había formado un piquete en el Holyoke Center, enarbolando grandes fotografías de fetos abortados. Los colores eran chillones y aceitosos, como encurtidos coreanos. Los eslóganes, tópicos: EL TERREMOTO ES LA IRA DE DIOS. CAMBRIDGE = EPICENTRO DE LA CARNICERÍA. Salmo 139.
Junto a la escalera mecánica de la Línea Roja, unos punks bebían vodka y daban patadas a cojines de semillas. Hare krishnas con túnicas color sorbete de naranja tocaban tambores y hacían malabares delante del Coop. Lauren iba balanceando los hombros al caminar, sin inmutarse por la escena. Los peatones de las calles adyacentes —hombres con la cara bien fregada y los zapatos estrechos, mujeres con el pelo ralo y la boca pequeña y gafas de sol ultrasexys— no eran ninguna amenaza para su confianza. Metió la mano en el bolsillo posterior de Louis. Hacía un año, él no habría deseado otra cosa: pasear con Lauren por la calle y ser su chico.
Se detuvieron frente a un local tex-mex un tanto desvencijado. Louis se asustó al llegar a la puerta —la clientela estaba formada por lo que Renée habría llamado «gente implicatoria» y que para él era «gente tipo amigos de Eileen»— pero Lauren le arrastró al interior. Quiso que se sentaran en la sección de fumadores, le explicó en voz baja que aún fumaba y bebía un poquito, porque se había dado cuenta de que era imposible ser perfecta de golpe y porrazo.
—La única vez que no he estado hecha un asco fue el verano pasado, cuando salía contigo. Es la única vez en toda mi vida que no me he sentido un asco. Tú me ayudaste mucho. Y yo fui tan mala contigo…
Se inclinó hacia atrás para que le cupiera el menú encima del regazo. Louis le preguntó cómo se ganaba la vida. Ella le dijo que tiraba de tarjeta American Express, y que los padres de Emmett pagaban las facturas.
—Soy una cerda, ¿no? Presentarme aquí, de esta manera.
—¿Piensas devolverles el dinero?
—Bah. Están forrados.
—Deberías devolvérselo en cuanto puedas.
Ella asintió obediente:
—De acuerdo.
Louis dispensó una sonrisa benigna a los estudiantes ruidosos de las mesas vecinas. Qué divertido y agradable sería ser normal y comer en un restaurante animado entre personas de su edad haciendo lo mismo, y, sobre todo, qué agradable hacerlo en compañía de una chica guapa que acabara de declararle su amor. Su doloroso resentimiento contra la gente como el supercontaminador señor Aldren se redujo a una simple irritación de la que podía prescindir. Era cierto que cuando Lauren los abandonó a él y a su cena mexicana apenas un minuto para ir al baño, sus fuegos interiores se avivaron y empezó a barrenar las cabezas de unos estudiantes de Derecho de ambos sexos que todo el rato intercambiaban bromitas con la pobre camarera. Llegó un pastel con velas y, qué originales, cuatro de los cinco varones cantaron armonía en vez de melodía. Al llegar a Querida Nico-oole, el quinto elemento decidió apuntarse también a ser creativo y original, de modo que las féminas tuvieron que encargarse de la melodía. Pero cuando Lauren volvió del servicio y dijo que por qué no iban a bailar, Louis se calmó de inmediato. Suspiró con tristeza al verle la American Express. Él estaba prácticamente en quiebra.
Céspedes frescos y humo de tabaco, una cálida noche de junio. Hacía ya cinco horas que Renée se había ido, cinco horas para meditar a solas. Louis compró un Phoenix y Lauren escogió un club al otro lado del río. Al llegar, a él le sorprendió pensar que el local hubiera estado abierto casi todas las noches desde que vivía en Boston, proporcionando diversión a gente más o menos de su misma edad. Les pusieron el sello del club en la mano; las hebillas de la cazadora de Lauren tintinearon. Él no mencionó que la única vez en su vida que se había permitido bailar había sido en una fiesta del Primero de Mayo en Nantes, entre argelinos. Por suerte el club ya estaba lleno y sólo era cuestión de darse topetazos y achuchones, y, salvo algunos temas de rap, la música era abominable y difícil de bailar, el ritmo insustancial, como suelen decir los críticos gastronómicos de algunas especias como el chile, tenía un «calor superficial y punzante» en vez del «calor profundamente abrasador» propio de una cocina esmerada y unos ingredientes de calidad. Pero con Lauren en sus brazos pudo saborear los placeres de no ser crítico.
Fueron en coche por Soldiers Field Road con las ventanillas bajadas y la melena de Lauren agolpándose y migrando hacia el hombro de la parte interior, mientras el río pasaba bajo las luces del MIT y de Harvard, luces que se movían contra las seis estrellas septentrionales visibles en la noche bochornosa. Que fuera la una y media significaba que Renée habría tenido ya casi ocho horas para estar a solas y pensar, pero Louis computó la cifra por la mera fuerza de la costumbre, y es que ya no conseguía imaginársela bien.
Una vez en su piso se tumbaron vestidos en el futón y Lauren se probó las gafas de Louis. «Así eres tú», dijo, poniéndose encima de él. Las gafas le resbalaron por la nariz y su pelo cosquilleó las orejas de Louis. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie tan feliz como ella ahora. Estaba llena de júbilo, y a ambos les convenía sentirse como adolescentes, disfrutar de las prendas que los separaban, dar pequeños pasos por la senda carnal, disfrutar de las vistas por el camino, de sus olores, y recordar cuando una estación determinada duraba tanto que te olvidabas de que luego venían otras estaciones, y un olor era un olor y un sonido un sonido, sensaciones libres todavía del peso de la memoria. Al final, cuando oyeron ponerse en marcha la impresora de Toby, el compañero de piso, se quitaron parte de la ropa. Lauren entregó sus pechos como si tal cosa, encantos sobrantes que se complacía en donar a los necesitados. Pero cuando él le puso la mano en las bragas ella le detuvo, diciendo:
—No.
—¿Es que no…?
—No lo necesito —dijo ella, con la voz muy ronca.
Él se tumbó de espaldas, muy necesitado.
—Si lo hiciéramos ahora —dijo ella, doblándose sobre Louis, rozándole el pecho con los suyos—, seríamos unos cerdos.
Louis se imaginó a Renée sola en su apartamento y pensó que ojalá hubiera sido un cerdo.
—¿No te parece? —susurró Lauren—. ¿No crees que deberíamos empezar ya mismo a ser fuertes y hacer las cosas bien hechas? ¿No te parece que hay ciertas cosas que no deberíamos hacer si no vamos a seguir juntos? ¿No podemos ser felices así, sin más?
Louis dudaba seriamente de que él pudiera ser feliz de alguna manera. Sabía que si prometía quererla, ella se quitaría las bragas y se dejaría penetrar, y que entonces a él le sería más o menos fácil darle calabazas y volver con Renée. Lo que le detenía no era el temor a hacerle daño. Era que siempre había sido bueno con ella, estaba convencido de que ella le amaba ahora, y no podía soportar la idea de aniquilar la precaria fe que Lauren tenía en la bondad humana. Lo único que podía hacer era quedarse quieto y confiar en que al final ella se lo tirara, infielmente, por una piedad que él no merecía. Luego podría librarse de ella.
—¿No te crees que estoy enamorada de ti? —Lauren apoyó la barbilla en la pierna de él—. Has de creerme. Dame tiempo para demostrarte lo mucho que te quiero. Tienes que darme una oportunidad, Louis, porque yo te quiero. Te adoro —le besó el pene a través de la tela, y la cosa se movió impetuosamente—. Haré lo que sea por ti, si me das ocasión. Pero si de veras piensas que todavía podrías quererme pero no estás seguro, no debes pedirme ciertas cosas, de momento.
—El billete de avión —dijo él—. ¿Tienes fecha abierta de regreso?
—Compré uno de ida sólo.
—Jo, los Osterlitz te van a querer por eso.
—No, volé en lista de espera.
—Me parece que tendrías que conseguir un vuelo para el domingo.
—¿Y dónde me hospedo mientras?
—Seguro que tienes amigos.
—¿No podría ir a Chicago contigo?
—No. Tengo que pensar.
—Pero tú volverás, y ella estará aquí. Y aunque sólo la veas para decirle que quieres romper, te olvidarás de mí y querrás quedarte con ella. Y yo mientras colgada en Austin esperando noticias tuyas, y luego tendré que venir otra vez aquí, pero tú ya habrás decidido que la quieres más a ella.
A eso él no supo qué decir.
—Supongo que tienes razón —continuó Lauren—. Tienes razón, pero has de mirarme a los ojos y jurar por Dios que no me vas a olvidar. Tienes que prometerme que pensarás en mí.
—Descuida.
—Porque yo no te quiero si tú no me quieres. No quiero que pienses que tomaste la decisión equivocada, como tuve que hacer yo. No quiero que seas infeliz. Me marcharé, Louis. Me iré a Austin, porque te quiero demasiado. Pero has de prometerme que pensarás en mí.
—Eso no va a ser problema.
—Te quiero tanto. Te quiero tanto. Te quiero tanto…
Una y otra vez Louis soñó que perdía el avión. Estaba en una sala de espera con Lauren y ella se mostraba fría, él tenía que implorarle una sonrisa y una palabra amable. Una y otra vez se daba cuenta de que era un día antes de lo que pensaba y que no había perdido el avión en absoluto. Pero luego resultaba que no era verdad. Era domingo y Louis veía un reloj de pared y se daba cuenta de que le quedaban tres segundos para llegar a la otra punta del aeropuerto. Ya veía el avión saliendo del hangar.
Los despertó por la tarde un zumbido de insectos. En verano, cuando uno se despierta en mitad del día, todo parece torcerse, ramas y hojas polvorientas se agitan a merced de un cálido viento sureño, los aparatos de aire acondicionado sudan tinta. Louis estaba hablando con Toby por teléfono cuando Lauren salió de la ducha.
—Es como Houston —dijo—. Yo pensaba que aquí en Massachusetts hacía frío.
Al anochecer fueron en coche a Pleasant Avenue. Aunque él sabía que era una locura, dejó que ella desarmara todas sus objeciones y lo acompañara. Lauren esperó en el coche mientras él entraba. Los dóbermans se lanzaron contra su puerta pero la cerradura aguantó. Arriba, pegado con celo a la puerta del piso de Renée, encontró un sobre a nombre de él escrito con aquella letra de persona de principios. Dentro, los billetes de avión y nada más. En el descansillo, dos bolsas de DeMoula’s, una de ellas con su ropa sucia. La limpia había sido doblada y metida en la bolsa junto con sus cintas y otras cosas. Su televisor estaba a un lado.
Por la ventana del rellano vio un inmenso Matador blanco aparcado en la acerca de enfrente. Era el coche de Howard Chun. Del Civic salía humo de cigarrillo, espectral a la luz color humo de cigarrillo de la farola.
Aplicó el ojo a la mirilla; la luz de la cocina estaba encendida. Pegó la oreja a la puerta; no oyó otra cosa que su oreja rozando la madera. Y entonces sonó el claxon del Civic y Louis recogió las bolsas y el televisor y bajó las escaleras a toda prisa. Casi olvidó dejar la llave dentro del buzón.