Louis había conseguido trabajo en la WSNE a través de una amiga suya de Rice llamada Beryl Slidowsky que tenía un programa muy popular en la KTRU, con música de gente como Dead Kennedys y Jane’s Addiction. En febrero, dado que los currículos y las demos que había enviado a emisoras de una docena de ciudades del norte le habían reportado un total de dos respuestas, las dos francamente negativas, Louis decidió llamar a Beryl y preguntarle por el mundillo de la radio en Boston. Ella llevaba tres meses trabajando en la WSNE; resultó que estaba a punto de dejarlo. El dueño, se apresuró a decir Beryl, era estupendo, pero la persona que dirigía la emisora le estaba provocando literalmente una úlcera. De todos modos, no tenía inconveniente en recomendar a Louis, si él quería. ¿Acaso no era, digamos, una persona bastante tolerante? ¿No había sobrevivido un año entero con la espantosa familia Bowles?
La causa de los problemas pépticos de Beryl resultó ser una mujer de treinta años largos llamada Libby Quinn. Libby había entrado como recepcionista hacía dieciocho años, cuando la emisora todavía estaba en Burlington, y aunque no había llegado a terminar el instituto se había convertido en un elemento indispensable para la WSNE. Se encargaba de toda la programación y de buena parte de la gerencia, escribía y grababa spots para anunciantes locales y, con Alec Bressler, elegía invitados para los programas de entrevistas. Tenía rosadas mejillas irlandesas y el pelo rubio apagado que solía recogerse en trenza o moño. Partidaria de la imagen anglocampestre —faldas y rebecas color brezo, calcetines altos, zapatos de cordones— raramente se la veía sin una taza de infusión en la mano. A Louis le pareció absolutamente inocua.
Al inicio de su segunda semana de trabajo, Libby se presentó en su cubículo y le hizo señas con un solo dedo índice.
—¿Vienes a mi despacho?
La siguió pasillo abajo. En el despacho había numerosas fotos de dos rubias próximas a la veintena; eran horrorosamente mayores para ser sus hijas, pero se le parecían muchísimo.
Le pasó a Louis un puñado de listados.
—Aquí hay unos noventa y cinco mil pendientes de cobro. Sólo es gente que ya no trata con nosotros. ¿Qué te parece si intentas cobrar una parte?
—Será un placer.
—Lo haría yo misma, pero es un trabajo más para hombres.
—Ah.
—Es sencillo. Les llamas por teléfono y dices: «Nos debe dinero. Pague». ¿Me harás ese favor?
Cogió los listados y Libby sonrió.
—Gracias, Louis. Otra cosa. Si no te importa, preferiría que fuera un secreto entre tú y yo. Nadie más. ¿De acuerdo?
En radio, sobre todo en un mercado competitivo como Boston, no existe ningún empleo de principiante que sea tentador ni gratificante. Incluso en un sitio como la WSNE, Louis sabía que le tocaría hacer trabajos de mierda durante varios años antes de soñar con unos pocos minutos en antena, y le agradecía a Libby que le hubiera encargado aquellos cobros. Era una tarea mucho más divertida que lo que le había tocado hacer en Houston, en la KILT. Le permitía ser tan detestable como le viniera en gana. Dedicó a ello todo el tiempo que tenía libre.
Pocos días después de Pascua, Alec Bressler se dejó caer en su cubículo mientras Louis generaba cartas agresivas en su impresora. El dueño de la emisora miró ceñudo desde sus gafas genéricas.
—¿Qué es todo esto?
—Clientes morosos —dijo Louis.
La curiosidad de Alec se tornó preocupación.
—¿Estás tratando de cobrar?
—Tratando, sí.
—No estarás…, presionándolos, ¿verdad?
—Pues en realidad, sí, eso hago.
—No deberías hacerlo.
—Son órdenes de Libby.
—No lo hagas.
—Procuraba que no lo vieras.
En ese instante Libby en persona pasó por el cubículo. Alec la detuvo.
—Me dice Louis que está tratando de cobrar mediante coacción. Yo creía que no era nuestro estilo.
Libby bajó el mentón, contrita.
—Lo siento, Alec.
—Yo pensaba que no hacíamos estas cosas. ¿Acaso estoy equivocado?
—No, claro, tienes razón —Libby hizo un guiño conspiratorio hacia Louis—. Habrá que dejarlo.
—Si me disculpáis —dijo Louis—, en los últimos diez días nos ha dado cuatro mil quinientos dólares netos.
—Habladlo vosotros dos —dijo Libby—. Salgo en antena dentro de noventa segundos.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Bud?
—Bud tiene un problemilla con la paga, Alec, si me permites.
—¿Un problemilla? ¿Cuál? —Alex la siguió al pasillo—. ¿Qué problema? ¿Dónde está el problema? —se oyó cerrarse la puerta del estudio que había al fondo del corredor. Alec se metió todos los dedos en el pelo, pasando rápidamente a estado frenético—. ¡Yo pago a esta mujer! ¡Y ella no me cuenta cuál es el problema!
Continuó mirando hacia el pasillo desierto. Louis le vio localizar y chamuscar y finalmente encender un Benson & Hedges totalmente por intuición.
—Bueno —prosiguió, capturando extraviados penachos de humo con hábiles y profundas inhalaciones—, pues no vuelvas a emplear la coacción. Para qué quemar puentes, ¿eh? Archívalo todo. ¿Has clasificado los participantes del concurso? Inez tiene centenares. Fíjate bien: ¡centenares!
En Somerville, mientras tanto, era primavera. En un solo día de sol, mientras nadie miraba, una hierba crecida había cubierto las siete colinas, ocupando también a pedazos todos los jardines e islas de tráfico. Era como una basura de color clorofila chillón que hubiera sido arrojada sobre el estrato basal autóctono de la ciudad, y que, para cuando la última nieve se fundió, hubiera alcanzado su climax de variedad y exuberancia. Como siempre, había hojas negras y colillas y cagarrutas de perro. Pero en cualquier zona de estacionamiento hasta el senderista ocasional podía esperar asimismo encontrar pedazos de suavizante sólido; cenizas para grandes nevadas; agujas y guirnaldas de pino navideño; mitones desparejados; azulados cristalitos de ventanas de coche reventadas; propaganda de Johnny’s Foodmaster y de las galerías de Assembly Square; bolas increíblemente grandes de goma de mascar; envases desechables de wine cooler[4] y cóctel premezclado; hojas de papel gris pautado en las que había frases sencillas toscamente copiadas a lápiz con pes y haches mirando al revés; kleenex podridos con apariencia de requesón; limpiaparabrisas y filtros sucios; encendedores sin gas; restos de bolsas de basura que no habían llegado intactas a los camiones de recogida, mondaduras de naranja y latas de atún y tapones de frasco de ketchup depositados en el suelo al fundirse la nieve; y quizá, si el caminante estaba de suerte, también algunos singulares especímenes de Somerville, tales como el aparatoso armario que durante muchos meses había estado boca abajo en una isla del bulevar de Alewife Brook, o el surtido de billetes de Monopoly que se extendía hacia calles adyacentes desde su punto de origen en College Avenue (los de diez, amarillos, los de cincuenta, azules). Una simpática y siempre cambiante profusión de objetos que la madre naturaleza, «la gran ensuciadora», había acumulado una vez más junto a hierbajos y margaritas de aspecto sintético y por último, aprovechando el momento en que la gente estaba de espaldas, un millar de células de extraña hierba verde. Ninguna potencia extranjera podía haber invadido la ciudad de forma más taimada y perseverante que la primavera. Las plantas nuevas destacaban con una desfachatez similar a la del agente secreto que, cuando su vida está en juego, se hace más el nativo que sus nativos interrogadores.
Cuando Louis llegó a casa encontró a su vecino John Mullins limpiando el coche con una gran esponja de baño color marrón. Aquel coche nunca parecía sobrepasar el final del camino particular, donde Mullins solía lavarlo. Y tampoco parecía sucio, nunca. Carnosos tulipanes llenaban ahora el sendero que había bajo el porche de la casa de tres pisos donde vivía el viejo; sus corolas amarillas y moradas se inclinaban fortuitamente en diversos ángulos, como si quisieran evitar la mirada de Louis.
—Hola, Louie, muchacho —dijo Mullins, soltando la esponja sobre el parabrisas para interceptarle el paso—. ¿Cómo va todo? ¿Te gusta vivir aquí? ¿Te gusta Somerville? ¿Y qué opinas del clima? No creo que esto dure mucho. Acabo de escuchar el parte, siempre lo escucho a las seis menos veinticinco. Dime una cosa. ¿Notaste el terremoto del domingo?
Louis venía negando con la cabeza a esa pregunta desde hacía días.
—Te juro que me asusté. ¿Crees que habrá muchos más? Confío en que no. Estoy un poco mal del corazón, un poquito mal… del corazón —Mullins se palmeó rápidamente el pecho, llamando la atención de Louis sobre la víscera en él encerrada—. No debería tener estos sustos, sabes —rió sordamente, miedo auténtico en su mirada—. Traté de salir y ¿te puedes creer que me caí de culo? ¡No podía levantarme! Dios, qué miedo pasé. Esa chica de ahí arriba, la que canta (es muy simpática), me dijo que ella ni se enteró.
—Si hay otro terremoto —dijo Louis— procure ponerse debajo de una puerta.
El viejo hizo una mueca de sordo:
—¿Cómo?, ¿qué?
—Digo que procure ponerse entre el marco de una puerta, o debajo de una mesa. Dicen que en estos casos es lo más seguro.
—Ah, ya. Está bien, Louie, muchacho —Mullins volvió a su esponja—. A sus órdenes.
En el buzón había un sobre de la firma Arger, Kummer & Rudman. Contenía dos entradas para los Red Sox y la tarjeta de visita de Henry Rudman. En la ventana posterior del cuarto de Louis había aparecido un florido arbusto blanco, ahora inundado de sol pues la eclíptica se había desplazado muy hacia el norte desde la última aparición del sol a la hora de comer. Se preparó un sándwich de huevo frito y vio Hogan’s Héroes. Repitió huevo frito y miró las noticias. Al cuarto de hora de informativo, la NBC se fue de excursión a Boston y descubrió, para su pasmo, que a las afueras de la ciudad se habían producido dos temblores de tierra. Se veían imágenes de vajilla rota y pasillos de supermercado donde empleadas solitarias limpiaban el zumo y la mermelada que habían manchado el suelo al romperse los correspondientes frascos. El corresponsal relató hechos que encajaban con lo que Louis había estado oyendo cada hora en la WSNE: el terremoto de Pascua, de 5,2 en la escala de Richter y con varias secuelas de escasa intensidad, había causado daños valorados en doce millones de dólares en tres condados y un total de catorce heridos. (Casi todos ellos, como Louis había leído en el Globe, eran fruto del pánico: un gran número de gente había resultado con contusiones o cortes al huir precipitadamente de sus casas; un pescador que estaba en la calzada de un malecón al norte de Ipswich se había clavado un anzuelo en el párpado al correr en busca de tierra firme; y un automovilista había metido el coche en una zanja). Los espectadores de la NBC gozaron acto seguido de unas pinceladas de historia («los terremotos no son una novedad en Nueva Inglaterra») y una breve vista aérea de una planta nuclear en Seabrook, después de lo cual vinieron las tranquilizadoras palabras de un portavoz de la central, la acalorada declaración de un comerciante de vinos (para quien, al parecer, la naturaleza era un lugareño más que ignoraba las buenas añadas) y, por último, el torpe y encantador relato por parte de un adolescente de Ipswich, aderezado con un constante cabeceo de incredulidad: «La cosa empezó poco a poco. Y luego ¡bum!». El corresponsal se ganó el derecho a decir su nombre con voz grave y seria por decir antes, con voz grave y seria, que este terremoto «puede que no sea el último». Hubo un breve plano medio del presentador de la NBC y su sesgada sonrisita (le pagaban treinta y cuatro mil dólares a la semana por reprimir los bostezos en estas tomas) y luego apareció la imagen de un drugstore de toda la vida con un farmacéutico de aspecto bonachón detrás del mostrador. Norteamérica contempló impotente cómo se desarrollaba el argumento promocional. Poco tiempo atrás, en un programa de madrugada, Louis había visto hacer burla de este tipo de anuncios. El preocupado consumidor volvía al drugstore y, en vez de dar las gracias al farmacéutico bonachón por su consejo, enumeraba los grotescos desequilibrios hormonales producidos por el preparado en cuestión, y terminaba (quizá se veía venir demasiado) matándolo de un tiro. A aquella dura sátira muy NBC había seguido un anuncio de verdad, uno de condones.
Después de las noticias daban béisbol. Louis había estado viendo entre nueve y dieciocho entradas cada tarde. Mientras los Red Sox acumulaban una ventaja de ocho a cero, se dedicó a hojear el Globe y por segunda vez en dos semanas la sensación que recibió fue muy extraña. Como si fuera un número especial en plan de broma con nombres que le eran familiares. El artículo principal en la sección de economía se titulaba «Las acciones de Sweeting-Aldren sufren una nueva derrota». Las calamidades que acosaban repentinamente a la segunda empresa del ramo en Nueva Inglaterra eran tan numerosas que el artículo saltaba a la página sesenta y siete. El último informe trimestral de la compañía, hecho público aquella mañana, mostraba un pronunciado declive en los beneficios, pues las ventas seguían siendo flojas y la subida en los precios de la energía y una escasez cíclica de varias materias primas aumentaban los costes de producción. A la luz de este informe, inversores de Wall Street continuaban reaccionando muy negativamente a la noticia del martes de que las instalaciones de Sweeting-Aldren en Peabody podían haber sufrido importantes daños en el terremoto del domingo; el precio por acción de la compañía perdió 4,875 y quedó en 64,5 (la caída más importante en dos días a lo largo de sus cuarenta y ocho años de historia, y la más importante en porcentaje desde el 11 de agosto de 1972). El jefe de prensa de Sweeting-Aldren, Ridgely Holbine, negaba enfáticamente que ninguna cadena de producción hubiera sufrido desperfectos por el terremoto, pero se seguía especulando al respecto a raíz del descubrimiento, el lunes, de grandes cantidades de un efluente verdoso en una alcantarilla que pasaba por una urbanización a cuatrocientos metros de las instalaciones de la compañía. Holbine declaró que Sweeting-Aldren estaba investigando «la posibilidad en extremo remota» de una conexión entre dicha planta y el vertido; según un analista, estos comentarios habían sido interpretados en Wall Street como un «mea culpa virtual». Holbine insistió en que Sweeting-Aldren tenía «probablemente el mejor historial medioambiental de toda la industria». Explicó que los costes de energía eran elevados debido a sus esfuerzos por «reciclar, que no verter, los residuos tóxicos», y añadía que en el pasado mes de enero la revista Forbes había citado a Sweeting-Aldren como «la empresa de productos químicos más lucrativa de todo el país». No obstante lo cual, el precio de las acciones de la empresa había caído el día anterior en más de un punto durante los últimos treinta minutos de sesión en la bolsa de Nueva York. El temor a una próxima actividad sísmica al norte de Boston y, no menos importante, el espectro de pleitos suscitado por el hallazgo del vertido se aunaban para…
Louis miró hacia la pantalla del televisor y vio un bate de béisbol que volaba hacia el área de los reservas del equipo visitante. Los Sox habían visto reducida su ventaja a la mitad. En la cocina, sonó el teléfono.
Era Eileen. Había pasado casi una semana desde que Louis dejara una sarta de mensajes progresivamente sarcásticos en su contestador, pero ella no estaba para disculpas. Sólo quería decirle que ella y Peter iban a celebrar una fiesta por todo lo alto en casa de Peter el día 28.
—Una fiesta temática sobre la catástrofe —dijo Eileen—. Tienes que venir disfrazado, ¿de acuerdo? Es imprescindible. Y ha de ser algo relacionado con catástrofes. No será divertido si la gente no se disfraza, o sea que tienes que hacerlo.
Louis estaba mirando el Globe del día anterior, que había dejado sobre el montón después de extraer la página de cómics. Claro como el día, el titular de la primera página: «Secuela del terremoto: gran vertido químico en Peabody».
—Procura venir, ¿de acuerdo? —dijo Eileen—. Si quieres puedes traer a alguien, pero tendrá que ser con disfraz. Anota la dirección.
Louis la anotó.
—¿Por qué te interesa que vaya a esa fiesta?
—¿Es que no quieres venir?
—Oh, sí, seguramente iré. Es que no acabo de entender por qué me invitas a mí.
—Porque lo pasaremos pipa y porque vendrá un montón de gente.
—¿Debo entender que disfrutas de mi compañía?
—Mira, si no quieres, no vengas. Ahora tengo que irme, ¿vale? Nos veremos el 28, a lo mejor.
Según el Globe, los primeros en notar el vertido verdoso fueron los residentes de una parcela el lunes por la mañana, dieciocho horas después del terremoto del domingo, veintitrés kilómetros al nordeste. Un niño de cuatro años y su hermana de dos estaban jugando junto a un terreno pantanoso contiguo a la parcela y regresaron a casa con la ropa manchada de «una sustancia parecida al anticongelante Prestone». A lo largo de la tarde, los vecinos observaron que el terreno pantanoso, anegado aún por las aguas de escorrentía tras las últimas lluvias, se estaba volviendo verde. Un asfixiante olor orgánico, «como a magic marker», empezó a hacerse patente. El miércoles a última hora de la tarde el olor se había disipado casi por completo. Expertos medioambientales del Estado no habían logrado hasta entonces ubicar el origen del vertido pero centraban su investigación en unos terrenos boscosos pertenecientes a Sweeting-Aldren Industries, y en dos hectáreas de aguazal drenado por el pantano contaminado. Ridgely Holbine de Sweeting-Aldren reiteró que la empresa no había vertido cantidades significativas de residuos industriales en Peabody desde hacía casi veinte años. Dijo que la finca en cuestión albergaba una factoría y varios depósitos pequeños para «procesos intermedios», ninguno de los cuales había sufrido el menor desperfecto debido al seísmo. Mientras tanto, Doris Mulcahey, residente en Peabody, dijo a unos periodistas que su marido y su hija mayor habían muerto de leucemia en los últimos siete años, y que ella no había caído en la cuenta hasta ahora de que la finca que estaba a medio kilómetro de su casa pertenecía a la empresa Sweeting-Aldren. «No digo que eso fuera la causa de la enfermedad —declaró Mulcahey—. Pero, desde luego, no lo descarto».
El partido de béisbol terminó mal para la hinchada de los Red Sox.
Muy de mañana, momentos antes de que sonara el despertador, Louis volvió a tener aquel sueño. Por una puerta en la casa de los Bowles volvía a entrar en la habitación de las butacas rojas, y allí descubría que en todo aquel tiempo su madre no había ido a ninguna parte. Continuaba arrellanada en una butaca, su vestido amarillo subido casi hasta las caderas. Pero ahora sólo había un hombre en la habitación. Louis lo reconoció gracias al cuadro que estaba sobre la chimenea. El cráneo pulido y calvo, los lascivos ojos negros. Al ver a Louis, el hombre se daba la vuelta y hacía algo con sus pantalones, se ajustaba algo delante. Era entonces cuando Louis advertía que toda la habitación estaba resbaladiza de esperma, un esperma blanco verdoso que cubría hasta más arriba de la suela de sus zapatos. Despertó sacudido por un temblor violento. Aunque ya no olvidaría ése sueño, consiguió al menos no analizarlo más adelante.
Los pájaros empezaban a despertar mientras él desayunaba Cheerios. Como cada mañana, cuando pasaba junto al mobiliario beige de su compañero de piso Toby —el gran sofá y sillones emergiendo tras una despoblada noche a otro día de estar allí quietos, de ser grandes, y muy pesados, de ocupar mucho— su sensación de que la vida era irreal alcanzaba el climax.
El tiempo que tardaba en ir en coche al trabajo —tomar el Alewife Brook Parkway, luego la Route 2 frente al restaurante chino Haiku Palace y el motel Susse Chalet, subir la cuesta de un kilómetro y medio que cada día derrotaba a un par de coches poco preparados para ello, y cruzar el extrarradio histórico donde el despuntar del día volvía tétricos los faros de los coches y camiones que iban hacia el este— era el mismo que el zumo y el café necesitaban para filtrarse en sus riñones y su vejiga y mandarlo directo al servicio de caballeros de la WSNE. Alec Bressler estaba afeitándose ante el espejo, el neceser decrépito apoyado precariamente en el borde del lavabo.
—Has dormido aquí otra vez —dijo Louis, meando.
Alec se palpó el cuello azulado:
—¡Mmmm!
Ya en el estudio, Louis se sentó con el churro de chocolate que le había comprado a Dan Drexel y repasó el registro de actividades para el segmento de seis a siete. Drexel, usando la palma de la mano para meterse en la boca un arco de donut de ciento cincuenta grados, cambió de sitio con el locutor de noche y leyó su copia del registro. Su barba de leñador quedaría espolvoreada de azúcar hasta la pausa de las ocho para ir al baño. (El oyente no se imagina a los locutores barbudos; sin embargo, muchos llevan barba). Louis cargó el Cartucho 1 con un anuncio de treinta segundos de Cumberland Farms, lo hizo entrar a las 5.59 y treinta segundos y dio el pie a Drexel. Empezaba Noticias con Intríngulis: Hora Punta de la Mañana.
Estaban en pleno Festival Bob Newhart[5].
—Vamos a radiar absolutamente todas las comedias —recordó al público Dan Drexel— jamás grabadas por Newhart y jamás compradas por esta emisora. En unos momentos escucharemos uno de sus números sin duda favoritos, pero antes un resumen de noticias internacionales.
Louis puso el cuarto tema de la cara B de Behind the Button-Down Mind mientras Davidson Chevy-Geo hablaba de economía.
—Tienes azúcar en la barba —le dijo a Drexel.
Como siempre, Drexel se sacudió donde no era. El anuncio estaba terminando, y Drexel se arrimó al micro con la inconsciente risita tonta de un gato en celo.
—Mil novecientos sesenta y tres —canturreó—. Y Newhart se enfrenta al sorprendente mundo de la televisión infantil —al pronunciar «til», su dedo índice fue a apoyarse en Louis, quien retiró el pulgar del giradiscos y lo dejó dar vueltas.
Cuatro horas más tarde el conductor del programa de entrevistas, Kim Alexander, ocupaba el estudio. Al sol de la mañana, Louis fue a sentarse junto a un sauce en la parte herbosa que hacía del Crossroads Office Park un parque. Era uno de esos sitios del extrarradio donde el cemento de los bordillos que delimitan la hierba no ha perdido todavía su blanca película de limo, y en cuyo aire flota denso el olorcillo a enebro y no hay basura por el suelo, ni siquiera filtros de cigarrillo (o un desperdicio significativo y artístico, al estilo japonés), y donde nadie, pero nadie, va de merienda. Louis no entendía estos espacios, por qué no ponían árboles de plástico y césped artificial.
Vio un flamante Lincoln Town Car con lunas tintadas detenerse majestuoso delante del Edificio III, frente a la entrada de la emisora. Su matrícula personalizada decía: PROLIFE 7. Libby Quinn desembarcó del lado del acompañante y se precipitó a los estudios. El motor del Lincoln lanzó un vigoroso suspiro varonil: PROLIFE 7. Louis se encogió de hombros y volvió a tumbarse de espaldas en la tibia hierba nueva, dejando que el sol saturara de naranja sus nervios ópticos.
Estar tumbado al sol lo puede marear a uno. Durante varios segundos Louis creyó que lo que le estaba pasando se debía a un cable flojo en su sistema nervioso, alguna sinapsis espasmódica, y no, como el coro de alarmas de coche en el aparcamiento puso de pronto en evidencia, a un terremoto.
Perdió unos segundos preciosos en ponerse de pie. Cuando recuperó la verticalidad, la vibración ya estaba terminando y el suelo se movía casi imperceptiblemente, como un trampolín cuando te quedas quieto en el extremo, al borde del agua.
El tráfico en la 128 rodaba impertérrito. Louis oteó el aire a su alrededor con aire desafiante, como si retara al mundo físico a hacer eso otra vez pero a la cara, no por la espalda. Pero la única perturbación era la relativa inestabilidad de su propio cuerpo, la flojera de unas piernas por las que la sangre era bombeada con suavidad menos que perfecta (nadie puede ser estatua, ni siquiera un gran mimo o un guardia de palacio). El suelo, por lo demás, estaba quieto.
Dentro de la emisora, mientras iba hacia el despacho de Alec, oyó que éste estaba discutiendo con Libby en el cuarto privado. Otro menos fascinado por las peleas habría dado media vuelta, pero Louis se plantó en el umbral de la antecámara, en el que había un televisor Zenith blanco y negro de diez pulgadas y un sofá cama con camisas por planchar en el reposabrazos.
—No pienso devolverle las llamadas —dijo Alec—. Me niego a conocer a ese hombre. Y ahora resulta que mi jefa de emisora va a desayunar con él. Precisamente mi jefa de emisora, a quien le he dicho bien claro que nosotros no hacemos tratos con gentuza. Sí, tengo entendido que es un joven muy apuesto. Muy ético, muy ca-ris-má-ti-co. Sí, uno se siente tentado a aceptar una cita para almorzar, o para tomar una copa, incluso para cenar. Pero el desayuno… ¡es una comida muy ética!
—Por más que cierres los ojos, Alec, él no desaparecerá. A no ser que encuentres doscientos mil dólares con los que pararle los pies. Él ya ha presentado la recusación.
—Y qué. La última vez que renovamos…
—La última vez que renovamos, nadie lo impugnó y la emisora no estaba en bancarrota.
—No es tan fácil retirar una licencia.
—Y además, Philip Stites no había pagado a Ford & Rothman para que estudiaran nuestra audiencia.
—Total: ¡chantaje! ¡Hablando de ética!
—Acéptalo. El necesita una emisora.
—¿Tú piensas trabajar para ese hombre? ¿Vas a ser su empleada?
—Pero si tú no dejas que cobre las cuentas inactivas. Si sólo puedes radiar noticias de la guerra de Somalia y Phyllis Diller.
—¡La gente adora a Phyllis Diller!
—Uno coma siete por ciento a las ocho de la mañana. Ésa es la cifra de marzo. Creo que habla por sí misma.
—Mira, damos noticias locales. Hablamos de la guerra contra la droga, de accidentes de avión. Muy bien. Vamos a cambiar totalmente la programación. Se lo diremos a la Federal Communications Commission, programación nueva, prioridad a los informativos…
—Alec, no hay nadie que haga las noticias, aparte de mí.
—Pediremos a Slidowsky que vuelva…
—Sabes muy bien lo que opino de esa chica.
—Puedo hacerlo yo. O Louis. Escucharemos las demás emisoras y copiaremos lo que dicen. Podemos contratar a un estudiante, puedo vender…
—¿Vender?, ¿qué?
—Vender el coche. No lo necesito para nada.
—Mira, no sé si reír o llorar.
—Piénsalo, Libby. Piénsalo. Si vendo la emisora a Philip Stites, iré contra mis principios. ¿No puedes respetarme eso?
—Yo respeto a todo aquel que actúe con responsabilidad. Y creo que lo más responsable ahora mismo es vender la emisora mientras puedas sacar alguna ganancia.
Alec murmuró algo, vagamente.
—¿Me necesitas? —preguntó Libby a Louis, saliendo del despacho.
Louis adoptó un aire preocupado.
—¿Has notado el terremoto?
Ella se tocó el moño y sonrió púdicamente.
—Creo que no.
—¿Terremoto? —dijo Alec, con una expresión entre metafísica y divertida, fruto de chupar una pastilla de nicotina—. ¿Ahora?
—Sí. ¿Lo habéis notado?
—No… Estaba ocupado —indicó por señas a Louis que pasara al cuarto privado, donde dos cigarrillos de distintas longitudes ardían en un cenicero atestado. Su onda corta estaba junto a la ventana, y a lo largo de la pared se amontonaban cajas de embalaje. Empezaba a parecer que Alec vivía únicamente en aquellas dos habitaciones.
—Dos cosas —dijo—. Siéntate, por favor. Primero. Lo he estado pensando; quizá no sea mala idea lo de esos cobros. Si no pagan de inmediato, di que estamos de acuerdo en la mitad si pagan en seguida. Pero ha de ser ya —eligió el más corto de los cigarrillos, lo apagó y dio una calada al más largo sin dejar de chupar la pastilla—. Otra cosa: sé sincero. ¿Los empleados respetan a un jefe que fuma?
—Por supuesto. ¿Por qué no iban a hacerlo?
—Es una muestra de debilidad. Lo de fumar.
—¿Estás hablando de mí o de Libby?
Alec hizo una cosa extraña con el labio superior, frunciéndolo como un vampiro presto a morder, tras un velo de humo.
—De Libby.
—Estoy seguro de que te respeta.
Alec asintió muy lentamente, el labio todavía arrugado, la vista fija en una esquina de la habitación.
—Ocúpate de esos cobros —dijo.
Louis volvió a su cubículo y abrió los archivos, pero su primera llamada fue a la centralita de la Universidad de Harvard. Al momento estaba hablando con Howard Chun, quien con un gruñido que no prometía nada fue a ver si encontraba a Renée Seitchek. Cuando su voz sonó por el auricular, no pareció sorprendida ni contenta.
—He notado el terremoto —dijo Louis.
—Ajá. Nosotros también.
—¿Dónde ha sido? ¿De qué intensidad?
—A las afueras de Peabody, menor que el del domingo. Por cierto, lo hemos sabido por la radio.
—El motivo de mi llamada es preguntarte si quieres ir a una fiesta que mi hermana da el día 28. No es una idea que a mí me plazca especialmente, pero se supone que la cosa va de terremotos. Si será divertida, eso ya no lo sé. Pero por eso te llamo.
Inclinó la cabeza y prestó la máxima atención a lo que salía del auricular.
—El 28.
—Sí.
—Pues… bueno. Pero no pienso ponerme ningún disfraz.
Louis soltó el aire que había estado conteniendo.
—Te sugiero que te pongas un disfraz simbólico. Por ejemplo, una tirita. Bueno, personalmente no es que…
—De acuerdo. Lo haré. ¿Dónde va a ser la fiesta?
Quedaron en que pasaría a recogerla en coche. Resultó que ella también vivía en Somerville. Renée le dio el teléfono de su casa y dijo que era mejor que no la llamara al trabajo. Louis colgó con mal sabor de boca, notando que no era bien recibido.
La semana siguiente fue de inquietud. Después de un par de cobros relativamente fáciles, Louis había empezado a toparse con recepcionistas impenetrables, ayudantes dilatorios y algún que otro ogro con todas las letras. También tenía dificultades para financiar los franqueos. Tras haber agotado los escondrijos de sellos de uno, dos y cinco centavos de diversos escritorios abandonados, hubo de recurrir a la calderilla que el dueño en persona guardaba en su billetero.
Alec parecía pasar más horas que nunca en su despacho frente al pequeño Zenith. A la hora de cenar, solo o acompañado, se dedicaba a hacer acotaciones orales sobre las noticias y los anuncios de la tele; por lo demás, le gustaba ver películas bélicas y del Oeste.
—Los telediarios y la prensa —le dijo a Louis— son el verdadero enemigo. Durante ocho años hemos tenido un presidente de la nación con inteligencia subnormal. Diariamente causa graves daños al idioma, al futuro, a la verdad. Cualquier ser pensante lo sabe, salvo los telediarios y la prensa. Me parece sospechoso, ¿a ti no? ¿O es que los Estúpidos son también un grupo minoritario al que no podemos criticar? Muy bien, vamos a tener un presidente retrasado mental. Y el presidente babea y brama ante los periodistas, y sus consejeros dicen, su programa es nuevo y muy interesante, y la CBS dice, el presidente ha babeado esta noche, y tenemos a cinco analistas políticos hablando de su nuevo e interesante programa y quizá también de que ahora babea menos que la última vez… Y el New York Times publica una transcripción de la rueda de prensa, todo babeos y bramidos, y también una frase coherente, sólo una, y en primera plana van y publican esa única frase coherente. Imagino que no quieren ofender a los retrasados mentales diciendo que está mal tener un presidente retrasado.
»Sí, bueno, vale, es su privilegio. Pero ¿no es también responsabilidad de los seres pensantes del país decir a los telediarios y la prensa: Sois mis enemigos. Me habéis traicionado. No me representáis. Estáis del lado del dinero, os he calado y esto se acabó? ¡Basta! ¡Hemos terminado! Me buscaré una buena revista y una buena emisora de radio, ¡gracias!
»Lo que pasa es que el mundo es tremendamente frívolo. Los seres pensantes (artistas e intelectuales, buenos periodistas) han de escribir para Times y hablar para CBS, de lo contrario lo harán sus enemigos. Y por eso los grandes medios informativos chantajean a escritores e intelectuales. A los medios, Louis, les importa una puta mierda la verdad. Son sólo negocios que han de seguir produciendo dinero, sólo les importa seguir ganando dinero y no ofender a ningún grupo de presión.
»Y ahora Míster Antiaborto quiere comprar mi emisora porque no tengo bastantes oyentes. ¿Me enfado? Pues sí, me enfado. Pero no es un enfado político. No voy a decir: «Disiento de la política de esta gente». Los políticos son todos iguales. Izquierda, derecha, ¡todo es lo mismo! ¡Exactamente lo mismo! Pero los periódicos necesitan lectores y los telediarios necesitan espectadores, y sin la política todo el mundo se daría cuenta de que este emperador de la cultura está en pelotas, ¡todo es política! La extrema derecha no va a ninguna parte si los medios hablan de lo que es bello y lo que es sincero y lo que es justo, en vez de hablar de posibilismos políticos. La extrema derecha no es bella y no es sincera y no es justa. La suerte que tienen es que sólo se la mira desde el punto de vista político.
Aunque sólo le pagaban por ocho horas, Louis raramente salía de Waltham antes de las seis de la tarde. Una noche, al terminar su trabajo, le sorprendió encontrarse a Libby Quinn sentada en el sofá del cuarto de la tele, respirando el humo de Alec. A esa hora, Libby solía estar en casa con sus hijas.
—Hola —dijo Alec—. Esta noche hay una programación especial. Un retrato del hombre que…
—Calla, calla —dijo Libby.
—Sólo iba a decirle a Louis…
Louis hizo caso omiso. La televisión lo tenía hechizado. Le hizo acercarse más. Subió el volumen.
—Estamos hablando de un inmueble —dijo la imagen de DOCTORA RENÉE SEITCHEK— que fue condenado hace tres años por el ayuntamiento de Chelsea y que se encuentra sobre un terraplén no consolidado. Cuesta imaginar un edificio más proclive a sufrir daños en un terremoto, y a mi modo de ver es una locura permitir que doscientos cincuenta feligreses vivan en su interior, aun cuando todos y cada uno de ellos hayan firmado una cláusula de exoneración.
—Entonces, usted cree que podría haber nuevos terremotos —dijo un entrevistador invisible.
—No se puede descartar esa posibilidad, teniendo en cuenta lo que pasó el viernes en Peabody.
—Según me dijo el doctor Axelrod, del Massachusetts Institute of Technology, las probabilidades de que se produzca un terremoto importante en el centro de Boston en los próximos doce meses siguen siendo menores de un uno por mil.
—Aunque fuera una probabilidad entre un millón, no debería haber personas viviendo en ese edificio.
—Tengo entendido que disiente del reverendo Stites sobre el tema del aborto.
Mientras DOCTORA RENÉE SEITCHEK se esforzaba por responder a tan irrelevante pregunta, la cámara ofreció un primerísimo plano de ella, mostrando hasta las diminutas pecas que tenía en torno a sus párpados. En la oreja derecha lucía tres aritos de plata en agujeros diferentes. En la ventana que tenía detrás unas hojas brillaban desenfocadas al sol.
—No creo que una mujer que pone fin a su embarazo necesite que Philip Stites le diga la importancia que tiene lo que ha hecho.
—Piénsalo bien —murmuró Libby—. Vamos.
DOCTORA RENÉE SEITCHEK parpadeó a la luz de los focos, su rostro ocupando todavía la pantalla, mientras el entrevistador hacía una última pregunta.
—Si el Estado no debe interferir en la decisión de una mujer sobre el aborto, ¿por qué debería hacerlo respecto a la decisión de unos feligreses de vivir en el bloque de Central Avenue?
—Porque Philip Stites tomó esa decisión por ellos.
La respuesta de DOCTORA RENÉE SEITCHEK no parecía haber terminado ahí, pero el sonido se cortó mientras el periodista devolvía a los espectadores a Central Avenue, en Chelsea, donde un miembro femenino de la Iglesia de la Acción en Cristo de Philip Stites estaba saliendo de un bloque de pisos de ladrillo amarillo que tenía en las ventanas láminas de contrachapado gastadas por la intemperie.
—Si yo vivo en este edificio —dijo la mujer— es porque confío en Dios más que en los científicos y los ingenieros. Este edificio que ven aquí está desprotegido. Totalmente. Los nonatos están desprotegidos. Pero si Dios me protege aquí, entonces yo tengo poder para proteger a los nonatos.
—Un científico con quien tuve ocasión de hablar —dijo el periodista— aseguraba que ustedes firmaron la cláusula de exoneración a instancias del reverendo Stites, y no por voluntad propia.
La mujer mostró una pancarta donde se leía GRACIAS MAMA YO ♥ LA VIDA.
—La voluntad que me mueve —dijo hacia la cámara— es la misma que mueve al reverendo Stites, y no es otra que la voluntad de Dios.
—¿Qué se siente al acostarse por la noche sabiendo que hasta el menor temblor de tierra podría sepultarlos bajo todos esos ladrillos?
—Ningún ser humano ve nacer el nuevo día salvo por la gracia de Nuestro Señor.
La respuesta televisiva a semejante declaración fue un anuncio de perfume. Libby Quinn cambió de postura en el sofá, mirando en derredor con timidez como si pensara que Louis y Alec esperaban de ella una justificación. Se levantó de repente.
—Yo soy madre, Louis. Sabes que tengo dos hijas en el instituto. Y lo que esa joven de Harvard no entiende es que para muchas de estas adolescentes un aborto es como ir al dentista. Me consta que nadie les dice a esas chicas que lo que están tirando por el desagüe al puerto de Boston es un bebé.
—Sí, ya —dijo Louis—. Aunque esos antiaborto no es que traten de educar a las adolescentes, que digamos.
—Mira, esos antiaborto —Libby remedó el tono de Louis— consideran importante que uno sea responsable de su comportamiento sexual.
—¿Tú qué piensas, Louis? —dijo Alec. Libby podía haber sido una película polémica que acabaran de ver—. ¿Estás de acuerdo con ella? ¡No te apresures a responder! Puede que esté en juego tu futuro en esta emisora.
—Deja que te pregunte una cosa, Louis —dijo Labby—. ¿Por qué crees que la gente que detesta la codicia económica siempre quiere justificar la codicia sexual? ¿Tú por qué crees que es?
Alec miró expectante a Louis, chupando su sucedáneo de tabaco, las cejas arqueadas.
—La codicia económica daña a otros —dijo Louis.
Alec siguió la pelota al terreno de Libby.
—Exacto —dijo ella con una sonrisa amarga—. Y la codicia sexual no daña a nadie. A menos que consideres una víctima al feto.
Era la frase de mutis; salió de la habitación.
—¿Y qué dice a esto Vanna? —preguntó Alec, zapeando—. No, no, Vanna está por encima de estas cosas.
Louis estaba temblando. No comprendía qué había hecho para que Libby se pusiera en su contra.
Alec se recostó cómodamente en el sofá para empaparse de rayos Wheel-of-Fortune[6].
—Libby —dijo— es una persona infeliz. Perdónala, ¿de acuerdo? Tuvo que criar a dos hijas ella sólita. El marido era un inútil. Volvió para casarse con Libby cuando la hija mayor tenía dos años, y luego se largó otra vez. La vida es dura para ella, Louis. Cometió un error dos veces. Uno, vale, pero dos, es duro de aceptar.
—Te está vendiendo, Alec —dijo Louis.
—Le debo varias pagas —dijo Alec—. Y es ambiciosa. Debería haber ido a la universidad, pero tenía los críos. Le cuesta aceptar que ahora las adolescentes aborten. Has de perdonarla.
Louis meneó la cabeza. Salió al aparcamiento.
—Eh, Libby —dijo. Ella estaba montando en su coche—. ¡Libby! —dijo de nuevo, pero había cerrado la puerta. La vio alejarse.
Puede que comprender sea perdonar; pero Louis estaba cansado de comprender. Casi todas las personas que conocía parecían tener buenas razones para ser antipáticas y maleducadas con él, y por más que entendiera esas razones no le parecía justo que siempre fuera él quien tuviera que comprender y perdonar, y no al revés. Era como si el mundo estuviera montado de forma que las personas infelices que hacían putadas —el niño sometido a abusos deshonestos que acababa siendo sujeto de abusos, la agraviada Libby que agraviaba a Louis y Alec— fueran dignas de perdón porque no podían evitar hacer lo que hacían, mientras que los infelices que seguían negándose a hacer putadas eran cada vez más objeto de las putadas ajenas, hasta que de tanto recibir se volvían también ellos insensibles a lo que pudieran hacer a los demás, y era un círculo vicioso.
—¿Por qué no me habla? —le había preguntado a MaryAnn Bowles, una semana después de Pascua. Ella estaba encurtiendo remolachas entre una bruma de vinagre.
—Me sorprende que tengas que preguntarlo —dijo ella.
—Bueno, tengo mi teoría. Pero quería verificarla.
MaryAnn hundió un tenedor en un pedazo de remolacha.
—Mira, Louis —dijo—. No te culpo de nada. Pero ya te figurarás que estoy muy, pero que muy dolida por lo que pasó. Estoy muy, muy, muy dolida —el sonido de sus propias palabras le tensó la garganta, le crispó la cara—. Sólo puedo decir que esto no tiene nada que ver contigo. Ella, lo que pretendía, era herirme a mí. Y como puedes comprobar —su discurso seguía afectándola profundamente—, su éxito ha sido total.
Louis detestaba a aquella mujer. Odiaba su rostro empolvado, sus pechos enormes, su desnudo padecimiento. Y cuanto más la odiaba, más grande era la sensación —una sensación ingrávida, cafeinada— de que Lauren lo había realmente seducido en el suelo de su cuarto. Louis no tenía el menor deseo de aclarar las cosas. Se volvió un mal hijo, subsistiendo a base de pan con manteca de cacahuete y cosas de picar, sobando en pisos de gente fuera del campus para volver a Dryden Street sólo cuando le hacía falta dormir doce horas seguidas. Los Bowles no pusieron objeción; Louis ya no les caía bien.
Tras sus exámenes finales se mudó a un piso de dos habitaciones en un barrio pobre para negros cerca de Holman Street y empezó a trabajar en la KILT-FM, encargado de la consola en las horas de poca audiencia y tocando alguna que otra tecla. Un día después del Commencement[7] regresó a Dryden Street por última vez para recoger sus libros. Era una excursión que había demorado esperando toparse allí con Lauren, y tuvo la suerte de ver un Volkswagen Escarabajo en el camino particular; una pegatina de aparcamiento de Texas adornaba el parabrisas.
Entró en la soleada, silenciosa y climatizada casa. La puerta del lavadero entreabierta, seguramente MaryAnn estaría planchando ropa interior. Una vez arriba casi pasó de largo el cuarto de Lauren, pues estaba prácticamente igual que la última vez. Pero había un elemento novedoso, una mujer joven con vestido veraniego, cruzada de piernas encima de la cama y leyendo. La mujer levantó la vista del libro, pestañeando porque el sol le daba en los ojos. Louis se preparó para recibir alguna mofa, pero tan pronto Lauren lo hubo reconocido bajó la vista otra vez, mordiéndose el labio y concentrándose en su lectura.
—Sí, sorpresa sorpresa —dijo él.
El libro en cuestión era una Biblia. Ella se encorvó sobre el mismo fingiendo leer, sin duda con la esperanza de que él se marchara. Louis permaneció en el umbral.
—Pensaba que ya no vivías aquí —dijo ella.
—Me marcho ahora mismo.
—Ah. Bien. Qué suerte tienes.
Alguien parecía haber desconectado la mujer eléctrica que él había conocido dos meses antes. Sin maquillar y sin malicia, su rostro parecía una página en blanco. Llevaba el pelo recogido con un pasador, al estilo de una niña de diez años a punto de ir a la iglesia.
—¿Querías algo? —dijo ella.
Louis entró en el cuarto y cerró la puerta.
—¿Puedo hablar contigo?
—¿No estás enfadado?
—No.
Ella bajó la cabeza unos centímetros más.
—Pensaba que estarías enfadado conmigo. Supongo que eres una buena persona —extendió el brazo izquierdo, estirando los dedos como si los admirara. Se había puesto un cordelito blanco en torno a la muñeca—. Le he devuelto el anillo a Emmett, sabes. Emmett no ha dejado de pensar en ti todo el tiempo. Creo que quiere matarte.
Louis la miró sin pestañear.
—Bueno, no, es mentira —concedió ella, sin levantar la vista—. Pero no te tiene en mucha estima. A mí tampoco, la verdad. Yo creo que fue todo muy gracioso. ¿Sabes qué me dijo MaryAnn? Me dijo que pensaba que me convenía una terapia. Yo le contesté que estaba celosa. Hizo como si no supiera de qué le estaba hablando —Lauren frunció el labio en un gesto malévolo.
—¿Qué vas a hacer este verano? —preguntó Louis.
—Aún no lo sé. Quedarme en casa. Procuraré portarme bien.
—¿Podríamos vernos?
Ella le miró con algo parecido al pavor.
—¿Para qué?
—¿Por qué quiere la gente ver a alguien?
—No puedo.
—Por qué.
—Porque le prometí a Emmett que no saldría con nadie. Trabaja para su padre en Beaumont.
—Entonces tienes novio pero no tienes novio. Curiosa situación.
Ella meneó la cabeza.
—Le he jugado muchas malas pasadas. Emmett es una buena persona, sabes, no un tipo listo como tú.
—Ya, ésta es otra. ¿Qué te hace pensar que soy tan listo?
—Mira, sólo estuve aquí unas vacaciones de Navidad. Oí decir lo listo que eras doscientas veces como mínimo. Y yo supe poner la otra mejilla otras tantas —hizo una pausa, como si considerara su propia versión—. Pero ¿sabes una cosa? Este semestre he sacado al menos un B en todas las asignaturas. Iba a nadar cada día y estudiaba los sábados por la noche. Estuve en periodo de prueba durante todo el primer curso. Fue como si entrara en el aula y mintiera durante una hora seguida. Mentir, mentir y más mentir —miró de nuevo a Louis, vio su cara de escepticismo—. En fin, estoy intentando leer la Biblia.
—¿Debo felicitarte?
—De momento me satisface más el hecho de estar aquí sentada leyendo que la lectura en sí. Repaso las leyes hasta que llego a las del sexo. El castigo es siempre apedrear al reo hasta la muerte. Es lo que te cae por sodomía. ¡La sodomía está realmente bien! Pero es una abominación a ojos del Señor.
Louis suspiró y dijo:
—¿A qué viene el nuevo disfraz?
—¿Qué quieres decir?
—El vestido blanco. Y esa cosa a lo… Shirley Temple que llevas en el pelo.
—¿Qué tiene de malo?
—Qué tiene de malo, no tiene nada de malo. Es sólo que, no te ofendas, pero ¿estás tomando algún tipo de medicación?
Ella negó con la cabeza y sonrió mansamente:
—No.
—¿Litio? ¿Valium?
Sus palabras calaron. Lauren oscureció la mirada y enderezó la espalda.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Estás muy diferente —dijo él.
—Estoy como quiero estar. O sea que déjame en paz, ¿vale? ¡Sal de mi habitación!
Louis, gratificado por la respuesta, se disponía a pedirle disculpas cuando fue golpeado en la oreja por el lomo de una Biblia volante. Apoyó la cabeza en la puerta y se tocó la oreja golpeada. Lauren saltó de la cama y recogió el libro por una esquina, como si fuera un pelele, y volvió a sentarse.
—¿Estás bien?
—Sí.
—No he sido muy simpática, ¿eh? Será que tengo un problema contigo. Quizá es que no me gustas o algo.
Louis rió con tristeza.
—No es nada personal. Es evidente que eres buena persona. Pero prefiero que no te me acerques, será lo mejor. Así que adiós, ¿vale?
Louis se sintió igual que un amante oficioso al que dan calabazas.
Más tarde, sin embargo, después de volver a su casa con los libros y haberse bebido una cerveza, concluyó que la única explicación al comportamiento de Lauren era que acusaba recibo de su existencia y que sentía algo por él. Su razonamiento fue confirmado empíricamente una semana después, cuando ella le llamó por teléfono. De nuevo, parecía haber una desconexión entre el presente y el pasado inmediato. Lauren empezó por explicar lo que estaba haciendo, básicamente que se había apuntado a un par de cursillos de verano en la Universidad de Houston. Quería graduarse después de otro semestre en Austin, de modo que estaba haciendo un seminario sobre los incas y los mayas y también Introducción a la Química, esto último porque en el instituto había sacado un cate en Química y ahora quería estudiar algo que fuera un verdadero hueso, a modo de penitencia. No preguntó a Louis cómo le iba, pero en un momento dado hizo una pausa que él aprovechó para proponerle que quedaran algún día. Hubo un silencio.
—Por supuesto —dijo ella—. Cuando quieras. Pero no en mi casa.
Louis fue a buscarla al edificio de Ciencias Físicas de la universidad el día de su primera clase de Química. Un millar de estorninos parloteaban en el patio y había un alienígena, un bicho raro, entre los estudiantes que salían de la facultad. Era Lauren. Se había cortado el pelo y rasurado la cabeza.
Estaba mirando furiosa a todo aquel que la observara. Su cabeza era pequeña y muy blanca, casi tanto como su vestido, y las medias lunas de pigmento color morado que tenía bajo los ojos parecían más oscuras. Preguntó a Louis, en un tono de voz desagradable, que qué opinaba de su aspecto.
—Pareces una chica guapa que se ha afeitado la cabeza.
Ella torció el gesto, disgustada.
—¿Te crees que me importa lo que pienses?
Mientras iban hacia el aparcamiento Louis casi deseó que algún tipo fuera lo bastante grosero con ella como para que él tuviera que tumbarlo de un puñetazo. Cuando montaron en el Escarabajo, Lauren no arrancó en seguida. Sacudió la cabeza como si necesitara sentir que la tenía desnuda. Sus nudillos, sobre el volante, se pusieron blancos.
—¿Todavía quieres acostarte conmigo?
—¿De dónde has sacado eso?
—Es lo que querías, ¿no es cierto? Lo haré si tú lo quieres. Pero ha de ser ahora.
—Sólo quiero si tú también quieres.
—Yo nunca voy a querer, jamás. Así que ésta es tu oportunidad.
—Bueno, entonces creo que la respuesta es no.
Ella asintió, sin apartar la vista del parabrisas.
—Que no se te olvide, ¿vale? Has tenido tu oportunidad.
En los porches del barrio al norte de la Universidad de Houston, a dos kilómetros escasos del centro, hombres de mediana edad bebían cerveza de botellas de cuarto y escuchaban hip-hop a bajo volumen en transistores de hacía veinte años. Zapatos de punta amarillos, naranjas o verdes con los capós levantados en los caminos de entrada de chabolas bajas desperdigadas en el barro arenoso. El aire vespertino estaba en calma y olía como los villorrios de negros al final de las pistas de tierra en lo más remoto de Mississippi.
En un restaurante vietnamita más arriba de la Iglesia de la Santidad, Louis pidió chuletas de cerdo con hierbaluisa. El plato llegó con pegajosas y translúcidas tortitas de arroz que cuando las enrollabas alrededor de la carne, la lechuga, la menta y los brotes de soja guardaban un extraño parecido con un condón. Lauren miraba entre divertida y tétrica. Había pedido café y no se lo estaba tomando. Rasgó la parte superior de varios envoltorios de azúcar y los hizo guiñar el ojo. Finalmente, de mala gana, desdichada, dijo:
—¿Qué es un electrón?
—¿Un electrón? —fue como si hubiera pronunciado el nombre del mejor amigo de Louis—. Una partícula subatómica. Es la unidad más pequeña de carga eléctrica negativa.
—Ah, gracias —otra vez asqueada—. Eso me sirve de mucho. Ya tengo un diccionario, sabes.
—También lo puedes considerar una especie de construcción imagin…
—Siento haberlo preguntado. Lo siento mucho —miró en derredor como si se dispusiera a lanzarse sobre él—. ¿De qué va esto, en realidad? Es como si los listos no estuvieran aprendiendo nada de la ciencia, sólo aprenden a hablar como gilipollas.
—¿Qué es lo que no entiendes? —dijo Louis sin alterarse.
—No entiendo qué es esa cosa. No entiendo qué aspecto tiene. Para qué sirve —el café se derramó al empujar ella la taza—. Mira, no te lo sé explicar. Pensaba que tú podrías ayudarme un poco. Me resulta muy difícil y no porque sea tonta. Pero no puedo quedarme sentada y asentir inteligentemente como todos los demás cuando el profesor se pone a hablar de electrones y protones. Quiero, necesito comprenderlo.
—Yo puedo echarte una mano.
—Seguro que sí —se mofó ella.
—Si quieres, quedamos y hablamos de eso.
Lauren buscó un cigarrillo en su bolso, sin dejar de menear la cabeza todo el rato.
—Quería ser yo misma —dijo—. Iba a leer, iba a estudiar algo que me resultara muy difícil. Y ahora quieres meterte tú y mandarlo todo a la mierda.
—Sí, pero… ¿quién ha llamado a quién? ¿Quién acaba de preguntar qué es un electrón?
—Estaba contenta. Pensaba que me tenías aprecio. Se me había ocurrido esta idea y quería decírselo a alguien. Pero tú sólo piensas en ti mismo. Vas a pensar que te deberé algo. Vas a pensar que puedes rodearme con el brazo, cuando yo ya te lo dije.
—Sólo quiero verte. No pretendo nada más.
Lauren había inhalado una quinta parte del cigarrillo, y ahora parecía que el éxodo de humo que salía de su nariz no iba a terminar nunca.
—Es verdad —dijo—. Siempre olvido que eres buena persona. Pero que no se te olvide, ¿vale? Yo no te voy a deber nada de nada.
A medida que el calor aumentaba y las noches eran más largas, Louis vio cómo Lauren recuperaba el pelo y cómo el cordel de su muñeca se volvía gris y brillante. Ella no se cortaba en pedirle ayuda. Una noche se había pasado casi cuatro horas en casa de él, negándose a entender el peso molecular-gramo. Cada frase del libro de química era para ella la materialización de lo plasta, y la humillaba tener que asociarse con eso en cuanto que reflejo verdadero y preciso de la realidad física. Pero lo que odiaba por encima de todo eran las explicaciones de Louis. Ella no quería saber nada de la página cincuenta y nueve o la sesenta y uno, si su problema estaba en la página sesenta. Afirmaba entenderlo todo salvo la única cosa que no conseguía entender en ese preciso momento. Sólo quería que él le diera la respuesta. Cuando se sentía especialmente irritada, le acusaba de hablar igual que su padre. Pero luego siempre le daba las gracias, y hacia el final del verano Louis vio que a Lauren le costaba cada vez más irse del apartamento sin tocarle la mano o darle un beso de despedida. Tenía que morderse el labio y salir zumbando.
Una noche, a finales de julio, se encontró con ella a la puerta del laboratorio, que olía como a vinagre, y casi tuvo que correr para no quedarse atrás mientras Lauren iba hacia el coche y abría la puerta con violencia. Una vez en el piso, Lauren saqueó los mal surtidos armarios de Louis y abrió la botella de ginebra.
—Estás cabreada —aventuró él desde la puerta de la cocina.
Ella soltó un eructo majestuoso y se bebió un vaso de agua.
—Hoy teníamos que hacer aspirina.
—Me acuerdo de cómo era.
—No hace falta que lo jures. Pero el Payaso ha decidido organizar un concurso —se secó la boca—. Nos habían dado a todos cierta cantidad de sustancias químicas y al final todos teníamos que pesar nuestros productos y el que hubiera conseguido más cantidad ganaba. Ganaba, vale, a saber qué significa eso. Estos profes, Louis, organizan las cosas a fin de que todo sea cojonudo para la gente como tú y una mierda para todos los demás. El mejor gana, la gente de en medio no, y el peor pierde. Pues Jorryn y yo siempre acabamos las últimas. Y eso que nos esforzamos en seguir las instrucciones, aunque ya sabemos que vamos a ser las peores porque para eso estamos en la clase. Mientras tanto los demás van sacando su aspirina en papel filtro; ¿es ese amasijo, como una patata masticada? Y entonces la pesan y el Payaso anota los nombres y los porcentajes, y el ambiente se va caldeando cada vez más. Todo el mundo lanzando berridos, y total por una diferencia de un cero coma cinco por ciento —Lauren parodió a sus compañeros lanzando vítores salvajes—. Y luego viene cuando se supone que tienes que enfriar la cosa y filtrarla, y ya está lista la aspirina. Bueno, nosotras lo hemos hecho, Louis. Seguimos la receta. Y ¿qué pasa? Pues que se nos cuela todo por el papel filtro. Allí no queda nada. Y entonces viene la Inquisición: ¿qué habéis hecho Mal esta vez? Todo el mundo nos mira, todos pendientes mientras el Payaso lee de mi libreta. ¡Y no lo entiende! Empieza: ¿habéis observado la subida de temperatura? Y nosotras: ¡Sí! ¡Sí! Y ¿habéis rascado el matraz para que cristalizara? Y nosotras: ¡Sí! ¡Sí! Y yo pienso que nos dirá que no pasa nada, que nos dirá que no hemos de preocuparnos tanto. Yo ya me siento fatal, aunque Jorryn está allí parada con la mano así, sabes, no es mi problema, tío —Lauren rió al pensar en su compañera—. Pero ¿sabes qué ha hecho el Payaso? Ponerse hecho una fiera. Que por fuerza teníamos que haber hecho algo mal, porque no se puede mezclar estas tres sustancias, calentarlas y luego enfriarlas y que-no-te-salga-aspirina. Jorryn y yo hemos puesto cara de inocentes: ¡Pero si ya lo hemos hecho! ¡En serio! ¡Y no sale aspirina! Será que esta vez no ha funcionado la fórmula. Pero el Payaso está que se sube por las paredes y dice: Os voy a poner un suspenso a menos que repitáis el experimento y me enseñéis por lo menos tres gramos de aspirina. Dice que dejará abierto el laboratorio hasta las doce de la noche, si es preciso. Y Jorryn menea simplemente la cabeza, como diciendo, a tomar por el culo la química, y se larga. Pero yo no me he atrevido. Me he quedado allí sentada mientras todo el mundo escribía sus últimos comentarios, sola en la mesa de laboratorio, aparte de todos, sola y encima castigada, entiendes, porque no me sale la aspirina. Y eso que he seguido las instrucciones. Pero no salía NADA DE NADA.
Lauren, apoyada con ambas manos en la mesa de jugar a cartas que Louis tenía en la cocina, rompió a llorar a un volumen para él desconocido. Andanadas de aflicción sacudían todo su pecho y subían por su garganta para salirle por la boca. La voz era de ella, voz entendida como lo que precede a las palabras: un baño de sonido rojo. Louis la rodeó con los brazos y le hizo apoyar la cabeza en su hombro. Encajaba bien en sus manos. Fue como si ella hubiera sido solamente eso, una cabeza que lloraba. Louis no sabía por qué la quería tanto, sólo sabía que necesitaba ser admitido en su congoja, en su yo lastimado, como si no hubiera deseado otra cosa desde la primera vez que la vio. Besó sus pinchos de pelo, la besó detrás de la oreja. Por tomarse esa libertad, ella le propinó tal bofetón que le dobló las gafas, y la almohadilla de plástico le rasguñó la nariz y le magulló el hueso.
Louis se pasó un rato tratando de enderezar la montura.
—Perdona que te haya pegado —proclamó ella cuando volvió del cuarto de baño con una pelota de papel higiénico en la mano cerrada—. Pero me dijiste que no ibas a hacerlo. No ha estado bien por tu parte.
Lauren se sonó la nariz.
A medianoche todavía estaban mirando la tele en la cocina. Cuando ella apagó el aparato se produjo un momento delicioso en que Louis no supo qué iba a pasar después. Lo que pasó fue que ella abrió una ventana y dijo:
—Hace fresquito.
Fueron a pasear. Una brisa húmeda procedente del golfo había desterrado el verano hacia el norte, restaurando el mes de abril. Parecía que fuese el viento, no la hora, lo que había vaciado calles y aceras salvo de hojas danzarinas. Los pocos automóviles que pasaban parecían más bien olas que rompieran apaciblemente, o ráfagas de viento; la humedad se los zampaba tan pronto pasaban de largo. En Houston, una ciudad amante de la naturaleza, cada palmo de tierra podía oler a playa o a bayou. Louis adoraba los tupidos robles perennes, donde grajos macho morados y grajos hembra castaños cantaban canciones irresponsables y maullaban, gemían, reían. Adoraba las ardillas, que eran como las de Evanston pero con falsas orejas largas; un disfraz insultantemente diáfano.
Subieron por la colina artificial de Hermann Park y rodearon el lago artificial con barandilla alrededor. Se sentaron en las vías de un tren de miniatura que atravesaba un prado. Lauren encendió un pitillo, despertando a un grajo que se puso a hablar en extranjero.
—Louis —dijo—. ¿Tú me quieres de verdad?
—¿La pregunta tiene truco?
—Responde.
—Sí, te quiero de verdad.
Lauren inclinó la cabeza.
—¿Por lo que hice aquel día?
—No. Simplemente por cómo eres.
—Querrás decir como se supone que soy. Tú crees que soy parecida a ti. Y no es así. Yo soy una imbécil.
—Tonterías.
—Tú vas a Rice y sacas sobresalientes, y yo voy a Austin y saco deficientes pero no soy una imbécil. Soy igual que tú.
—Exacto.
—Porque, encima, soy más lista que tú. Nunca he llegado a querer a nadie, de modo que no ando muy fuerte en amor. ¿Y si resulta que el amor no te deja ver lo que me conviene más? Emmett también me quiere, para empezar, y no le parece bien que salga contigo. En fin, que el amor no siempre es sincero, por así decir. No me puedo fiar más que de mí misma. Y el caso es que hay dos maneras de ser.
Se puso de pie.
—He intentado pensar en cómo decir esto sin parecer gilipollas integral incluso a mis propios oídos. Quiero hacer un gran esfuerzo por explicarlo, Louis. Vamos a suponer que has de preparar un examen, pero que dices, bueno, antes de estudiar veré un trocito del partido de los Cubs.
Louis sonrió. El planteamiento era correcto.
—Pues bien, hay dos maneras. O bien apagas la tele después de ese trocito, o te ves todo el partido y te sientes fatal. Pero supongamos que estás triste y que el béisbol te apasiona. Eso implica que las dos maneras son o ver el partido entero o no ver ni cinco minutos. Porque sabes que como estás muy triste si te pones a verlo lo verás hasta que termine. Y es muy, pero que muy difícil no poner la tele. Porque si resulta que estás tan triste, ¿por qué no ver un poco de béisbol? Qué menos, ¿verdad? Pero si procuras, aunque sean cinco minutos, no mirar la tele, ¿no sientes algo bueno dentro de ti? Como te puedes imaginar, yo me sentiría realmente bien si pudiera decir siempre que no. Pero es imposible porque estás muy triste y al final siempre acabas diciendo qué coño. O bien, a partir de mañana no miro más béisbol. Y al día siguiente estás otra vez igual. ¿Por qué no puedo explicarlo bien?
Con dedos rígidos trató de extirpar sustancia del aire que tenía delante.
—Porque, mira, no mola nada renunciar a algo. Si otros no renuncian, ¿por qué tú sí? O los que renuncian son odiosos y parece que si han renunciado a algo es porque de entrada no les gustaba. Como si toda la gente interesante y atractiva que hay en el mundo hiciera lo que le da la gana hacer. Parece ser que el mundo funciona así. Además, no lo olvides, renunciar a algo cuesta mucho. Y es por eso por lo que no paras de dar vueltas y te parece que en realidad no hay dos maneras, sino sólo una. A veces tienes algún destello fugaz de lo que es ser una buena persona. Pero no parece que el brillo de verdad sea una opción. Yo antes hacía algo bien porque me gustaba esa sensación, pero el resto de mí sólo quería utilizar esa sensación como billete para quedar hecha polvo. Empecé a tener la sensación de que sentirse limpia era simplemente una cosa útil, como estar ebria o tener dinero. Pero ¿sabes una cosa? ¿Sabes lo que pensé un día? Fue antes de Navidad, estaba con unos chicos que había conocido en Austin y me daba cuenta de que en vez de no beber en todo el día, como me había prometido la noche anterior, me estaba tomando un lingotazo de Seagram con la comida. Y entonces caí en la cuenta: era literalmente posible no beber. O no follar, o incluso no fumar.
—Igual que Nancy Reagan —dijo Louis—. Simplemente di que no.
Lauren meneó la cabeza.
—Eso es una chorrada. Hace que parezca fácil, y es lo más difícil del mundo. Pero no es eso lo que yo deduje. Lo que deduje es: hay que tener fe. Es lo que nunca antes había comprendido, que la fe no consiste en budas estúpidos ni estúpidas vidrieras ni estúpidos salmos. ¡La fe está dentro de cada cual! Es blanca y tenue, es esta cosa…, esta cosa… —atrapó el aire—. Que el milagro de hacer algo tan inalcanzable… sería hermoso…, tan hermoso. El motivo de que no pueda describirlo, Louis, es que es tan tenue que escapa a mi vista. Y es que renunciar a las cosas malas no tiene truco. No hay un método. No puedes usar la fuerza de voluntad, eso no lo tiene nadie, lo cual significa que si resulta que tú sí tienes un poco, no puedes atribuirte ningún mérito, es sólo cuestión de suerte. La única forma de renunciar verdaderamente a algo es ser consciente de la imposibilidad del empeño, y luego confiar. Sentir lo bonito que sería renunciar a ello, cuánto podrías amar a Dios, si se diera el milagro. Así que ya te imaginas lo popular que he sido este último semestre, que es cuando… ¡Eh! ¡Tío! Mierda, Louis, no te vayas. Mierda…
Andar es interrumpir caídas sucesivas, el cuerpo inclinado, las piernas moviéndose para alcanzarlo. Lauren alcanzó a Louis en un galope de suelas de zapato y sonoros jadeos, se detuvo y corrió un poco más al ver que él no paraba.
—Louis, deja que termine.
—Ya he captado la idea.
—Oh, pero si se trata de eso, de eso mismo. La gente te odia cuando tratas de ser bueno…
—Exacto, te odia, ése es el problema.
—Yo no sabía que pasaría esto. Pensaba que podríamos ser amigos, Louis. ¡Quería que fuésemos amigos! ¡Y me dijiste que yo no te iba a deber nada! ¿Por qué soy tan estúpida? ¿Por qué hice lo que hice? No debí llamarte nunca, sólo he empeorado las cosas. Qué estúpida soy, qué estúpida.
—Ni la mitad que yo.
—Y tú tampoco estás siendo muy amable. Tratas de que me sienta culpable para que haga algo que no tengo intención de hacer porque estoy tratando de dejar de sentirme como una mierda. ¿No podríamos pensar que has tenido mala suerte y ya está?
—Oh, sí, cojonudo.
—La tendrás la próxima vez. Te lo juro. No hay nadie tan hecho polvo como yo —estaba llorando—. Soy una auténtica basura. No soy digna de nadie.
No parecía justo que Louis, quien no quería otra cosa que estar con ella, fuese el que tuviera que callar y largarse; que ella se mostrara tan indiferente que hasta el trabajo de librarse de él tuviera que hacerlo él mismo. Pero como muestra final de bondad, y a sabiendas de que nunca recibiría un gracias por ello, le dejó tener la última palabra. Le permitió decir que ella no valía la pena. Salieron del parque de vuelta al verano, que se reagrupaba con la misma rapidez con que se había batido en retirada dos horas antes; una vez más aunaba en su húmeda matriz los millones de voces de sus aires acondicionados. Lauren montó en su coche y se alejó. En el amanecer silencioso Louis pudo oír el gorjeo del motor y el engranar de las marchas durante unos veinte segundos antes de perderlo, y ya en esos veinte segundos tuvo dificultad para asimilar que ella funcionaba sin él, que estaba cambiando marchas y accionando los pedales de un coche y de una vida que no lo incluían a él; que ella no dejaba de existir cuando desapareció de su vista.
Con el paso de los días y su trabajo en la emisora y su vuelta a casa para ver béisbol, Louis fue consciente de que las horas que pasaban para él pasaban también para ella en alguna parte; y cuando los días se convirtieron en semanas y él seguía siendo consciente de que las horas se amontonaban, le pareció cada vez más increíble que en ningún momento de aquellos cientos de horas, aquellos millones de segundos, ella no le telefoneara una sola vez.
Pasó octubre, llegó noviembre, y Louis seguía despertando cada mañana con la esperanza de encontrar un pretexto en la lógica de su contención que pudiera justificar una llamada a Lauren. La necesitaba mucho; había sido bueno con ella; ¿cómo podía ella no necesitarlo a él? Sentía como si el tejido del universo tuviera un desgarrón por el que había tenido la mala suerte de pasar sin la menor posibilidad de retorno, como si aunque él quisiera amar a otra persona ya no pudiera hacerlo; como si el amor, como la electricidad, fluyera en la dirección de un potencial decreciente, y que entrando en contacto con la profunda neutralidad de Lauren él se hubiera conectado permanentemente a la tierra.
La Navidad en Evanston fue ridícula. Eileen creía que él era un experto en ordenadores. Tan pronto llegó de Houston, Louis hizo una demo y empezó a enviar solicitudes. Era lo único que se le había ocurrido hacer cuando, entre la correspondencia acumulada en su ausencia, había encontrado una participación de boda. Jerome y MaryAnn Bowles comunicaban formalmente la noticia de que el viernes siguiente al día de Acción de Gracias su hija Lauren se había casado con Emmett Andrew Osterlitz de Beaumont, con una nota en tinta azul adjuntada por el remitente en el reverso de la tarjeta: ¡Feliz Navidad! No te olvides de nosotros. MaryAnn B.
Para llegar al apartamento de Renée Seitchek tuvo que recorrer en coche todo el eje este-oeste de Somerville. Con luz escasa pasó frente a un banco que parecía un mausoleo, un hospital que parecía un banco, una armería que parecía un castillo, un instituto que parecía una prisión. Pasó también frente a Panaché, salón de belleza, y el Ayuntamiento de Somerville. El común de las adolescentes que poblaban las aceras tenía el pelo rubio y encrespado, una frente enorme y una cintura de cuarenta centímetros; el resto estaban gordas y llevaban jerséis de punto negros o en tonos pastel que parecían pijamas infantiles. Por dos veces oyó bocinas a su espalda por detenerse para dejar que sorprendidos y recelosos peatones cruzaran la calle.
Con ayuda de varios Globe atrasados se había puesto al día sobre las hazañas y declaraciones del reverendo Philip Stites. Las «acciones» de Stites en Boston estaban atrayendo a cientos de ciudadanos de todo el país y, para albergar a aquellos ciudadanos que desearan participar en nuevas «acciones», había adquirido (por un total de ciento cuarenta y seis mil un dólares y setenta y cinco centavos) un bloque de pisos de hacía cuarenta años en la ciudad de Chelsea, justo al norte de Boston, en la línea de metro de Wonderland. El edificio, que Stites bautizó de inmediato como sede mundial de su Iglesia de la Acción en Cristo, resultó que estaba condenado desde hacía tres años, y poco después de que el rebaño del reverendo se hubo mudado allí y colgado pancartas de EL ABORTO ES UN CRIMEN en las ventanas, la policía de Chelsea fue a hacerles una visita. Stites aseguraba haber convertido a los agentes in situ; este punto fue impugnado mas adelante. En circunstancias poco claras, se alcanzó un compromiso mediante el que todo miembro de la congregación que entrara en el edificio debía firmar una exoneración de tres páginas para proteger a la ciudad de posibles demandas. (Un editorial del Globe sugería que el alcalde de Chelsea era algo más que un simpatizante de Stites). Al parecer, el edificio condenado carecía de estabilidad lateral y podía venirse abajo incluso sin la colaboración de un terremoto.
—Lo que el Estado condena —dijo Stites—, el Señor lo salvará.
Una caricatura del Globe mostraba un quiosco de periódicos que sólo vendía dudosas pólizas de exoneración.
Renée vivía en una calle estrecha llamada Pleasant Avenue, en la más oriental de las colinas de Somerville. Su casa era una construcción de tres plantas con tejado de pizarra a la mansarda. Las ramas de algo que parecía madreselva se habían tragado la cerca eslabonada en la parte delantera, y Louis estaba cruzando la verja cuando vio a Renée. Estaba sentada en la galería de cemento, inclinada al frente con las manos entrelazadas, cubriéndose las pantorrillas con los bajos de un vestido negro de anticuario. Su prolongado escote de puntilla quedaba medio tapado por la rebeca negra que llevaba puesta.
—Hola —dijo Louis.
Renée inclinó la cabeza:
—Escucha.
—¿Qué?
—El viento. Escucha.
Louis no oyó ningún viento. Un Camaro que se aproximaba escupiendo música le aporreó con su puño sónico y dobló la esquina. Miró hacia la calle arbolada, al final de la cual, encima de las ramas rotas de unos árboles ladeados, el cielo conservaba un poco de turquesa y una estrella brillante, tal vez Venus. La noche se había posado ya en los jardines adyacentes, que eran pequeños y estaban llenos de juguetes de plástico y más coches y oscuros montones de objetos. Esta parte de Somerville parecía más lejana del extrarradio y a la vez más próxima a la naturaleza que el barrio donde él vivía. Aquí los árboles eran más altos, las casas menos cuidadas, y la quietud menos amistosa y más precavida y amenazante.
—Oh, vamos —dijo Renée dirigiéndose al viento remiso.
El viento le hizo caso. Louis lo oyó primero al fondo de la calle, vio que las ramas se mecían de repente, luego lo oyó resbalar por los tejados cercanos y silbar en los aleros y las antenas, acercándose cual mensajero o ángel discreto y específico. Luego lo alcanzó a él, una mano invisible que le separó el cuello de la camisa y agitó la madreselva antes de adueñarse de los árboles. Al extinguirse la ráfaga, la calle parecía estar más cerca del cielo.
—Bueno. Ya está —Renée se puso de pie y se sacudió el trasero del vestido—. ¿Dónde está tu disfraz?
—En el bolsillo —dijo él. Llevaba una gruesa americana de tweed y una camisa de franela a cuadros; del cuello para abajo, parecía siciliano—. ¿Y el tuyo?
—Lo llevo puesto.
—Vas de luto.
—Exacto.
Otro quantum de viento llegó silbando por la calle y alisó el pelo de Renée, dividiéndolo sobre su oreja. Se la veía como desnuda de algo que no llevaba encima. Un bolso, pensó Louis; pero era más que eso. Una vez en el coche, Renée se acomodó el cinturón de seguridad para apartarse un poco de él, inclinándose hacia el hueco entre asiento y ventanilla. Apoyó las manos a los costados, y parecía que le resultaba muy difícil mantener los hombros hacia atrás, como si luchara contra la propensión a encorvarse y cruzar los brazos sobre el pecho, como si estuviera en la consulta del médico, desnuda sobre la mesa de reconocimiento cubierta de papel y pugnando contra dicha propensión. Pero, por supuesto, ahora estaba vestida. Louis dijo que la había visto en la tele.
—¿Ah, sí? —levantó ligeramente el brazo, tratando de descansar el codo en lo alto del asiento envolvente, pero el asiento era demasiado alto. Con más lentitud aún, bajó la mano de nuevo—. ¿Fue muy espantoso?
—¿No lo viste?
—No tengo tele.
—¿Por qué piensas que fue espantoso?
—Es que ese capullo de periodista empezó a hacerme preguntas sobre Philip Stites. E imagino que eso es lo que salió en el programa.
Su voz, que ya sonaba extrañamente animada, se volvió categóricamente alegre al pronunciar palabras como «capullo» y «espantoso».
—El director del departamento donde trabajo está de vacaciones en California, y de los otros dos sismólogos con los que se puede hablar, uno lleva en el hospital desde febrero y el otro es un tipo sorprendente porque nunca está disponible a pesar de que vive en el mismo Cambridge y trabaja todas las horas del mundo. Y cuando los de Canal 4 llamaron para concertar una entrevista y «tener el punto de vista de Harvard» —esto con un énfasis divertido— yo era la única persona a mano. Evidentemente, querían plantear la cosa como un debate entre ciencia y religión, sólo que en ese momento no fue tan evidente. Además, siendo yo una mujer, la trampa era perfecta. No había estado nunca delante de una cámara, no se me ocurrió que podía no responder. Los otros sismólogos con los que habló el periodista, además de conocer la historia sísmica de Nueva Inglaterra (cosa que yo no), me consta que fueron lo bastante listos para no morder el anzuelo de Stites.
—Alguien tiene que decir estas cosas —dijo Louis, pilotando el coche hacia la I-93.
—Da asco. Esa idea de una Iglesia univalente, la secta de Odiemos a las Mujeres, que como es lógico está integrada básicamente por mujeres. Y están todos metidos en ese estercolero de bloque que hay en Chelsea, que como debes de saber es de por sí estercolero —bajó la cabeza y con un gesto entre melancólico y despectivo siguió el paso de otros coches al cambiar de carril, mirándolos como a enemigos. El viento rancheado asustó al Civic, una línea de arena invernal transitó frente a los faros.
—He hablado otra vez con tu madre —dijo Renée, como para cambiar de tema.
Louis se concentró en conducir. Unos faros habían llenado el espejo retrovisor y empezaban a adelantarle por la derecha; el coche se encogió de nuevo con el viento. Renée tardó un rato en darse cuenta de que Louis no había hecho caso. Despacio, con un solo dedo, se apartó de la sien una lengua puntiaguda de pelo oscuro.
—Digo que he hablado otra vez con tu madre.
—Sí, no tengo comentarios que hacer.
—Oh. Entiendo —torció el gesto—. Fue ella la que telefoneó.
—Pidiendo consejo profesional.
—Así es.
—Deberías cobrarle —Louis miró sobre el hombro y apretó el pedal del freno. Había un coche en el punto ciego de su derecha, coches que le adelantaban por la izquierda y le cortaban después, coches amontonándose antes de lanzarse como lemmings por una rampa en curva cerrada. No jugó un papel protagonista a la hora de llevar el Civic hacia una rotonda y enfilar Storrow Drive.
Renée le preguntó si era estudiante o qué. Resultó que había oído hablar de la WSNE y que incluso, alguna vez, la había escuchado. Renée dijo que era como una emisora universitaria que se hubiera extraviado en la banda de onda corta.
—Ni más ni menos —dijo él.
—¿Te gusta vivir en Boston?
—Tengo un vecino que me lo pregunta constantemente. Un viejales patético. Está muy preocupado por si me gusta Somerville. No deja de preguntarme si me parece que me va a gustar esto.
—¿Y tú qué le dices?
—Le digo, que te den por el culo, majo. Ja ja.
—Ja ja.
—Pero ¿y a ti? —dijo Louis—. ¿Qué te parece esto? ¿Te gusta Boston?
—Desde luego —Renée se sonrió de cierta ironía escondida—. Siempre quise vivir en la costa Este en general, y en Boston en particular.
—¿Cuando eras una niña en Waco?
—Cuando era niña en Chicago. Niña y adolescente.
—¿Qué parte de Chicago?
—Lake Forest.
—Ah, Lake Forest, Lake Forest —las palabras ejercieron un efecto pavloviano en la presión sanguínea de Louis—. Fíjate que ahí es donde yo quería vivir de chaval, cuando estaba en Evanston. ¿Tienes una de esas casas a orillas del lago?
—¿Naciste en Evanston?
—Te he preguntado si tenías una de esas casas a orillas del lago.
—No.
—A eso lo llamo yo vivir bien. Una bonita casa a pie de lago. ¿Teníais barca?
Renée se cruzó de brazos y mantuvo la boca cerrada. No estaba disfrutando de la compañía.
—Hablábamos de Boston —dijo Louis.
Ella miró por la ventanilla con gesto cansado. Cuando habló, no pareció hacerlo movida por un espíritu de sociabilidad:
—Squantum. Mashpee. Peebiddy. Athol. Braintree. Swumpscutt. Quinzee[8].
—Capto un cierto retintín con los nombres.
—Un chiste fácil, ya lo sé. Pero es que todo esto tiene una… frialdad, una fealdad esencial. Por ejemplo, aquí cada semana ocurre algún crimen increíblemente retorcido. Y de alguna manera, toda la gente que considera que Boston es un centro de cultura y de educación resulta que lo ignora. Ven la ciudad como un sitio bonito, tranquilo, seguro, ya me entiendes, que no da tanto miedo como Nueva York. Es como Nueva York, sólo que mejorado. Pero yo miro y veo un racismo patente, un clima horrendo, elevados índices de cáncer, malos conductores y un puerto contaminado, y veo a todas esas madres jóvenes con sus Saab en Cambridge congratulándose de estar en Cambridge: ¿a quién no le daría asco?
Louis estaba riendo.
—Sí, ríete —dijo Renée—. Está claro que tengo un problema. Yo siempre quise vivir aquí. Pero después descubrí que la parte de mí misma que hacía de Boston un lugar atractivo, la parte que compartía con las otras personas que querían categóricamente vivir aquí, ya no era una parte que me gustara. Y el que todavía esté en Boston después de seis años es un recordatorio atroz de algo que desearía haber olvidado hace seis años. Me siento demasiado implicada. La gente viene aquí y se sumerge en la experiencia durante unos años y luego se muda a sitios guapos y se pasa el resto de su vida hablando de su romántica experiencia en una ciudad que no era gran cosa (aunque ellos fueran demasiado jóvenes para verlo), el país entero se traga la imagen de Boston como ciudad divertida, y lo más repugnante es que la propia ciudad se lo traga más que nadie. Y se supone que después de seis años yo también me lo he de tragar.
—¿Por qué no te marchas?
—Eso haré, en septiembre. Pero antes tenía que sacarme la licenciatura.
Louis estaba mirando los números de una calle llamada Marlborough.
—Además, odio la idea del lugar más que el lugar mismo. Y en cambio no odio Somerville en absoluto. Pura perversión. ¿Qué número estamos buscando?
—Este —dijo él, señalando una casa de ladrillo. Acababa de caer en la cuenta de que tal vez tendrían problemas para aparcar. Ocho veces pasaron frente a la residencia de Peter Stoorhuys en los siguientes veinticinco minutos. La circulación era intensa y anormal, los coches se arrastraban por las calles de nuevos ricos en una especie de desfile inverso, todo el mundo a la espera de que se desocupara algún espacio. Louis se fue alejando sin querer de la casa de Peter. Desestimó espacios que le parecían demasiado apartados, y, cuando volvía a ellos con una idea más real de su valor, ya estaban ocupados. (Era como aprender a comprar acciones por la vía del error). Trató de dar marcha atrás en sitios que sabía demasiado pequeños. Aplastaba el freno para no cargarse una boca de incendios y luego machacaba el acelerador. Se pasó semáforos en rojo. Y cuando, más cerca de las diez que de las nueve, encontró un sitio libre a una manzana de la casa de Peter, la cosa le olió a chamusquina. Tres coches delante de él habían pasado de largo con la agilidad del que sabe de qué va la cosa. No vio que hubiera boca de incendios ni camino particular ni rótulo de SÓLO VECINOS, y el sitio debía de haber quedado libre hacía poco, pero por alguna razón no lo parecía. Dio marcha atrás, el entrecejo cautelosamente fruncido, como haría un tigre en pleno bosque si se encontrara unas tiras de carne cruda puestas sobre una hoja de papel de aluminio. Sus caderas recogían el agua qué le chorreaba de las axilas.
—Parecía que la fiesta estaba muy animada.
—Lagarto, lagarto.
Al llegar al apartamento en la primera planta, Louis se puso el disfraz. Consistía en la mascarilla que había utilizado para cortar hierba en el instituto cuando el clima era seco. Tenía dos respiraderos a modo de hocico para los que aún conservaba filtros de papel.
—Es muy… chocante —dijo Renée.
—Gracias.
Eileen fue a abrir con una botella de cerveza. Se había recogido el pelo y llevaba un traje de caballero a cuadros de punto y una enorme corbata color calabaza. Sus mejillas estaban encendidas.
—¿Eres tú, Louis? —por su tono de voz se habría podido pensar que se dirigía a un niño de seis años. Dirigió una sonrisa reservada a Renée.
—Te presento a mi hermana Eileen —resopló Louis, señalándola con el respiradero de la izquierda. Renée terminó ella misma la presentación, y Eileen le largó una sarta de trivialidades propias de una mujer mucho mayor. Explicó la fiesta a los recién llegados de paso que les mostraba los placeres disponibles. Louis advirtió que Peter tenía un sofá y una mesita baja idénticos a los del piso de Eileen. En el salón de techo alto, que tenía plafones austeros y paredes lisas de una rehabilitación reciente, casi la mitad de los invitados llevaba disfraz. El ganador era un individuo ataviado con un traje Mylar más gafas de seguridad, casco y un sistema pendular de filtración de aire que dejó a Louis en ridículo. En torno al personaje había un grupito de jóvenes en ropa de fin de semana. A juzgar por cómo movía la cabeza, parecía estar recibiendo sus progresivas felicitaciones. Eileen explicó que eran buenos amigos del instituto. Otro buen amigo suyo estaba sentado junto al equipo de música con el brazo puesto sobre el módulo superior, los dedos en uno de los mandos, cabeceando al ritmo de un metálico reggae en tonalidad mayor. El otro brazo lo llevaba en cabestrillo. En mitad de la sala, un grupo de mujeres jóvenes con peinados de ejecutiva estaban subiendo y bajando los pies en esa especie de danza semiconsciente que uno ejecuta sobre la arena cuando quema. Algunas llevaban vendas en diversas partes del cuerpo; todas llevaban vestidos de cintura baja.
—¿Qué disfraz llevas? —preguntó Louis a Eileen.
—¿Es que no lo adivinas?
—De pequeña empresaria a punto de quebrar.
Ella le miró afligida.
—¡Soy liquidadora de seguros! ¿No lo ves? Mira mi cinta métrica, mi libretita, mi calculadora… —calló. Parecía un gato súbitamente consciente de estar siendo observado. Retrajo un poco la cabeza y sus ojos fueron de Louis a Renée y viceversa, ambos a menos de un metro y pendientes de ella. Para empezar, Eileen no había visto nunca a su hermano con una acompañante.
La voz de Renée sonó con un extraño deje compasivo.
—¿Qué ibas a decir?
—Oh, nada, nada —Eileen que se turbaba—. Sólo soy liquidadora. De seguros, ya sabes. Bueno, hay comida a montones. Vosotros mismos.
Renée se quedó mirando con gesto aún más visiblemente compasivo mientras Eileen se parapetaba tras el grupo de mujeres en danza, las cuales, de dos en dos, se volvieron para mirar a los recién llegados. Antes de que pudieran integrarse en la fiesta, ocurrió una cosa desagradable.
El tipo del traje Mylar estaba yendo hacia ellos con movimientos de gravedad lunar. Trataron de hacer caso omiso, pero el individuo se situó entre los dos y miró a Louis a través de su reluciente visor. Lo que vio fue la imagen enmascarada y metálica de la seriedad. El séquito del hombre Mylar contempló la escena complacido y a la expectativa mientras la cosa evolucionaba a cámara lenta y se plantaba delante de Renée. Luego tocó la cabeza de Louis con dedos de goma crispados. Tocó la oreja de Renée con acompañamiento de rechinamientos y chirridos robóticos procedentes de sus orificios. Sus amigos se partían de risa. Louis tuvo miedo de que Renée fuera a sumarse a la broma, a hacerse la «rara», pero estaba impertérrita. Cuando el personaje tuvo de nuevo la osadía de tocar la cabeza de Louis, éste le agarró la muñeca y le miró con malos ojos y estrujó el guante de goma hasta que pudo oír un gritito de dolor dentro de la escafandra.
—¡Joder! —acusó el personaje con voz ahogada, batiéndose en retirada. Sus amigos ya no se reían. Un veinteañero de cuarenta años en calzones verdes se separó del grupo. Con tremenda madurez paternal, le dijo a Louis:
—Este traje es alquilado, tío.
—Y el que lo lleva, un gilipollas. Tío.
—Yo creo que el único gilipollas está delante de mí.
Louis sonrió por dentro de la mascarilla, agradablemente descontrolado:
—Yu-juuu.
—No seamos imbéciles —se interpuso Renée—. Ha sido el del traje el que ha empezado.
El enemigo tuvo suficiente control de sí mismo para generalizar:
—Veo que hay gente que no aguanta una broma.
Te voy a matar, pensó Louis. Te voy a aplastar la puta nariz.
—Es verdad —dijo Renée con toda dulzura—. No tenemos sentido del humor.
El enemigo miró a Louis, que adelantó la cabeza invitándolo a pasar a la acción.
—No pienso pelear contigo —dijo el enemigo.
Louis comprendió entonces que estaba perdiendo, que había perdido ya.
—Bonitos pantalones —dijo fútilmente cuando el otro se alejaba.
Al parecer, Eileen no había visto nada. Estaba bailoteando cerca de uno de los altavoces, balanceando su botella de cerveza, meneando el trasero a beneficio del resto de la sala. Era como la danza codificada de una abeja obrera comunicando buenas noticias, muy ensimismada y sin embargo muy pública: importante madreselva en dirección norte-noroeste. A Louis se le ocurrió, pasando con Renée junto a las mujeres vendadas, que los amigos de Eileen debían de considerarla un espíritu libre y peculiar.
—Encantador, el tipo —dijo Renée.
Louis bajó el hombro y le propinó un empujón tan fuerte que ella hubo de dar un paso de costado para no caer. Renée no pareció notarlo.
El apartamento era enorme. Las únicas personas que había en la habitación contigua al salón eran tres chicas guapísimas, tres chicas colosales de esas con largas piernas, largos brazos y largos cabellos. (En el mundo de Homero se podía reconocer a un dios entre extraños por su inusual belleza e inusual estatura). De repente Renée empezó a actuar como si no supiera adónde iba; casi se volvió a meter en el salón. Evidentemente no se le había escapado que una de las supertías iba de luto exquisito, con inclusión de un chal de seda, un sombrerito de fieltro y un velo negro. La chica observó a Renée con despreciable interés y luego sepultó la cabeza en los comentarios de sus compañeras, dedicadas metódicamente a picar de una mesa bien provista y meter comida en sus bocas perfectas.
Los que estaban en la cocina eran a todas luces amigos de Peter. Pálidos brazos de nightclub encestaban ceniza de cigarrillo en receptáculos diversos. Las copas subían a palimpsésticos rostros urbanos (híbridos de punk y yuppie, mujeres como duendes con disfraces temáticos, un Homo nautilus con camiseta de culturista y pelo engominado). Tres bigotudos oriundos de Nueva Inglaterra estaban a la mesa bebiendo Jack Daniel’s, y Peter en persona, con una camiseta de Blondie descolorida y una gorra de poli de Boston, estaba sentado sobre el borde del fregadero. Había bajado la cabeza hasta el pecho.
—Un caso pertinente —dijo, levantándola con esfuerzo— es la empresa de mi viejo, Sweeting Suciedad Anónima —miró hacia el umbral. Al divisar a Louis con la mascarilla, puso los ojos en blanco.
Louis parpadeó con cara de inocente. Renée le ofreció una botella mojada de Popular Import, que él declinó. Estaba casi seguro de que la mesa y las sillas eran del piso de Eileen.
—Durante cuarenta años —prosiguió Peter, dirigiéndose a una audiencia que parecía embelesada— han estado aportando su granito de arena al PNB y no de pasada llenando de mierda el entorno. Podría contaros un par de cosas que os parecerían increíbles, repito, increíbles. Y de repente llegan los noventa y ese medio ambiente que ellos siempre habían considerado una cosa fofa que podían joder a su antojo se vuelve en su contra y ocasiona algunos desperfectos en las instalaciones que hay en Lynn y sigue caldeando el ambiente de tal manera que las acciones bajan en picado y la empresa ya no sabe si debería conservar esa planta con todos sus asquerosos residuos porque qué van a hacer si un día revienta… —Peter tomó aire—. Y entonces empiezan con lo de que: ¡Esto es un atropello! Oh, Madre Naturaleza, queridísima Madre, ¿qué te hemos hecho nosotros para merecer esto? Yo le dije a mi viejo: Oye, a lo mejor te lo merecías. No le hizo ninguna gracia el comentario. Entonces me dijo: Somos un verdadero activo social de la Commonwealth; como lo oyes: un verdadero activo.
Hubo ruiditos de júbilo en la sala de estar cuando el reggae dio paso a una grabación de Bruce Springsteen a los quince años. Detrás de Louis alguien preguntó a Peter con voz alta y clara:
—¿De qué estás hablando?
Era Renée. Peter giró la cabeza medio borracho y sonrió como diciendo: ¿Quién es este bicho?
—De Sweeting-Aldren —respondió por él una mujer con casco de obrero y una blusa transparente.
La boca de Renée formó la palabra «oh».
—Exacto —dijo Peter—. La empresa que reparte bendiciones a diestro y siniestro. Gracias a ellos tenemos frutas y legumbres sin manchas oscuras. Tenemos etiquetas Warning Orange[9], conos Warning Orange para vías públicas, calcetines de gimnasia Warning Orange. Tenemos selvas asiáticas sin vegetación —chascó los dedos—. Tú… ¿Cómo te llamas?
—Renée. ¿Y tú?
—Renée… —Peter repitió el nombre en tono juguetón—. Dime, Renée. ¿Te has comprado algún bañador en los últimos diez años? Tranquila, hablo en serio. Seguro que te habrás comprado alguno. Y te ofendes, de acuerdo, pero casi seguro que estaba hecho con esa tela milagrosa, la que no se da de sí ni se arruga: eso que llaman silcra.
—Licra —dijo un jinete apocalíptico.
—Silcralicra —dijo Peter—. La maravillosa fibra sintética para traje de baño. Otra de las bendiciones de Sweeting-Aldren. Es lo que quiere decir mi padre con eso de que son un activo social de la Commonwealth. No hace bolsas ni hostias. Vale, de acuerdo, estoy un poco trompa. ¿Algún problema?
Renée le miró sin expresión alguna.
—Pero os diré una cosa —continuó—. Lo que espero con impaciencia es el estallido total, nueve coma cero en la escala de Richter, que ponga toda la empresa patas arriba. Y, oh mierda, acabo de tener un flash… —la luminosidad de la idea encendió su rostro avejentado—. Un flash de playas nudistas, vale, después del terremoto. Ni silcra ni trajes de baño ni edificios. La naturaleza al desnudo, ¿os imagináis? ¿Alguien lo capta?
—Yo sí —dijo el jinete.
—Una pasada. Sí, señor —dijo Peter.
—Pero deben de estar superasegurados, Peter —observó uno de los bebedores de whisky.
—¿Qué? —Peter reaccionó—. No, no estoy hablando de eso. No estoy hablando de dinero. Todos esos ejecutivos tipo mi padre están superprotegidos, casi no lo notarían. Y en cuanto a los accionistas, ésos salen perdiendo un poco pero es sólo una parte de sus carteras de valores, un riesgo asumible, quiero decir que todos ellos tienen el culo bien asegurado. Justicia poética, eso es de lo que estoy hablando. Hablo de lo hipócritas que son todos estos tíos. Creedme, no hay gente más hipócrita que la de la industria química. Sí, claro, están forrados, pero no se metieron en el negocio por el dinero. Lo consideran un servicio público. Están haciendo que el mundo sea un sitio mejor. Están haciendo las cosas cojonudas que la naturaleza no puede hacer por sí misma. ¿Y a quién le importa un millón de metros cúbicos de residuos tóxicos anuales si a cambio nunca hay un gusano en la lechuga? A eso me refería. Y es por eso por lo que espero la destrucción, para que les meta toda esa mierda por el culo —Peter miró a Louis, que había descubierto platos de Eileen en el aparador que había junto a la nevera—. ¿Buscas algo?
—Ya lo he encontrado —dijo Louis. Tomó a Renée por los hombros y la apartó de su camino. Mientras salía de la cocina oyó decir a Peter:
—Oye, Renée. No te has enfadado conmigo, ¿verdad? Tú lo entiendes.
—¿Por qué iba a enfadarme?
—Eh, pues claro. Enfadarse ¿por qué? Pues claro.
Las supertías se habían marchado, probablemente a pastos más verdes. La puerta del baño estaba cerrada, y como no encontró a Eileen en el salón se plantó al lado del bufete libre a esperarla. La pared contigua a la mesa exhibía cintas de CORDÓN POLICIAL. NO PASAR a modo de guirnaldas. Parte de la comida no parecía pensada para su consumo. Había un mapa del área metropolitana de Boston pegado a un trozo de cartón y decorado con champiñones enteros, muy tiesos ellos, dos de los cuales —una pareja siamesa, los más grandes— señalaban el centro urbano. Había también un plato de hortalizas crudas elegidas por sus deformidades: tomates con protuberancias linguales, zanahorias hendidas, pimientos retorcidos. También una tarta de helado con una esbelta alambrada hecha de moca. También una ensaladera de cristal llena de un ponche que parecía agua de radiador viejo, con una película iridiscente encima y una hoja de papel autoadhesivo con esta nota: ¡¡prueba el ponche love canal!![10] También un bol grande con galletitas de chocolate partidas y amontonadas como si fueran escombros, con una excavadora de juguete encima y los brazos y cabezas de unos hombres de plástico asomando entre los trocitos. También un plato con BOLAS DE FUEGO ATÓMICAS, sabor canela.
Cuando la puerta del baño empezó a abrirse, Louis se aproximó rápidamente para cortarle el paso a Eileen. Se encontró cara a cara con el del traje Mylar.
La puerta se cerró a la defensiva. Louis enfiló un pasillo y vio dos dormitorios y otro cuarto de baño cerrado. En el suelo del dormitorio grande había maletas abiertas como bocadillos. Sobre un cesto de rattan, reluciente a la luz de las farolas que entraba por los estores, la jaula de Milton Friedman.
Louis llamó a la puerta del baño, resollando por los respiraderos de su máscara. Eileen se asomó nerviosa a la puerta entornada.
—A ver si me ayudas —dijo, haciéndole pasar y cerrando con llave—. No puedo desconectar el retrete.
—¿Tienes un desatascador?
Eileen le puso uno en las manos. La punta de su corbata estaba húmeda.
—Te hace falta un cierre estanco —dijo él, hurgando entre el agua brumosa y rosada.
Parecía tratarse de un tampón. Eileen observaba con los dedos entrelazados, y cuando de repente el agua coló e hizo aquel ruido familiar, dijo: «Muchísimas gracias» y descorrió el pestillo. Louis puso la mano en el tirador.
—¿Qué? —dijo ella, retrocediendo.
—Tenemos que hablar.
Fue interesante ver cómo la frivolidad de Eileen se desprendía de ella como una capa de pegamento seco, dejando al descubierto una expresión cansada y ausente. Trató de sonreír:
—¿Lo estás pasando bien?
—¿Sabes lo que acabo de descubrir? —Louis se cruzó de brazos y apoyó la espalda en la pared—. Acabo de descubrir por qué no devolvías mis llamadas. No devolvías mis llamadas porque no estás viviendo en tu piso. Ahora vives aquí.
—Sí, Louis —dijo ella, cambiando de voz—. Y he dejado el apartamento. El contestador automático lo tengo aquí. ¿Cuándo intentaste llamarme por última vez?
—Y no te tomaste la molestia de decírmelo.
—Sabía que vendrías esta noche, pensé que te lo diría hoy.
—Pero no lo has hecho. He tenido que venir yo a preguntar.
—Sí, has tenido que venir a preguntar.
—Bien, si no lo entiendo mal, ahora vives con Peter.
Eileen rió:
—Eso creo.
—Eso crees. Solamente duermes en la misma cama que él.
—¿Era eso lo que querías saber? ¿En qué cama me acuesto? —agarró una toalla usada que colgaba de un perchero y empezó a doblarla y acariciarla—. Mi hermanito quiere hablar conmigo de con quién me acuesto. Será que piensa que los hermanos son para eso —devolvió la toalla al perchero—. ¿Me dejas salir, por favor?
—Ese tío es un hipócrita, Eileen.
—Oh, no me digas —el registro de su voz se aproximaba al límite agudo del oído humano—. Así que mi novio es un hipócrita. Qué amabilidad la tuya, Louis. Qué consideración.
—Ah, mi novio, mi novio —no le encajaban aquellas mujeres y sus «novios». Esgrimían la palabra como un arma arrojadiza; no sonaba natural—. Deberías haberlo dicho antes. Retiro lo de hipócrita: ¡es un príncipe!
Eileen estiró el brazo y le bajó la mascarilla.
—Louis, eres odioso. ¡Nunca le has dado una oportunidad! Eres lo más odioso del mundo.
—Sí, mamá me dice lo mismo.
—Y encima un chulo. Siempre tienes la respuesta a punto.
—¿Qué quieres que haga, si es un hipócrita?
—No es ningún hipócrita, ¿te enteras? Es una persona muy sensible y muy vulnerable.
—Que no hace ni un cuarto de hora estaba haciendo sugerentes comentarios a mi…, a la persona que he traído a tu fiesta.
—Bueno, es posible que sea más desinhibido que tú. Puede que sea el más desinhibido de toda su familia. En serio, Louis, conozco a Peter, tú no. No entiendo cómo te atreves a llamar hipócrita a una persona que yo quiero.
—Ah, de modo que le quieres. Y como le quieres, pues…
—¡Tú sí que eres un hipócrita! ¡Un mierda, es lo que eres!
—Como le quieres, te vas a casar con él. Es lo lógico, seguro que él también te quiere, Eileen. Pero me huelo que podrían estar llevándote al huerto. Deja que te haga una pregunta: esta pequeña propiedad ¿es de alquiler o de compra?
—No te metas donde no te llaman.
Louis echó la cabeza atrás contra la puerta.
—O sea que lo has conseguido. La estuviste acosando hasta que ella no pudo aguantar más y se vino abajo y te dio lo que necesitabas para comprar esto. ¿No es verdad? Responde, ¿no es verdad? Fuiste tan despiadada que conseguiste sacarle a la fuerza un dinero que ella dice que todavía no tiene. ¿No es verdad?
Eileen le miró con tal furia que a Louis no le cupo duda de que iba a pegarle. Pero, en cambio, abrió la mampara de la ducha, se metió dentro y cerró la mampara. Su voz sonó curiosamente opaca cuando dijo:
—No pienso salir hasta que te vayas.
Él no habría podido decir nada aunque hubiera querido, estaba al borde del llanto. Era el dinero, el dinero. Pensó en el cambio de manos de aquella suma y notó que la columna de lágrimas le subía por la garganta hasta los ojos. Tras la mampara, el perfil sombreado de su hermana se había puesto en cuclillas. El sonido hueco, húmedo, de su llanto era como algo atascado en las cañerías. Louis deseó no haber salido nunca de Houston.
—¿En qué piensas cuando piensas en mí? —le preguntó a ella, mientras se miraba al espejo—. ¿Piensas en un enemigo? ¿En una persona que te conoce y que jugaba contigo? ¿O quizá no piensas nunca en mí?
Eileen sorbió por la nariz:
—Peter no es ningún hipócrita —jadeó.
—Vale, ya no tengo nada contra él. En serio, tienes razón, yo no le conozco. Y además qué importa. No pienso molestarte más.
Como respuesta, ella siguió llorando. Louis hizo ademán de salir del baño pero su cerebro registró algo que había visto, sin verlo, en el espejo. Se quitó la máscara y se la guardó en el bolsillo. El rostro que estaba viendo ahora era a la vez más blando y más maduro, más sensual, que el que consideraba suyo. Entonces pensó: No estoy tan mal. Por alguna razón esa idea colmó de temor su cabeza y su corazón, ese temor que uno siente cuando se enamora; cuando tuerces para adelantar a un coche en una carretera estrecha; cuando alguien te pilla mintiendo.
Renée estaba en la puerta de la cocina, la espalda ligeramente arqueada de forma que el cuello y los hombros descansaban en la jamba. Su cerveza estaba vacía. Cuando Louis apareció, ella le dedicó apenas una sonrisa irónica que transmitía a la vez aburrimiento y poca fe en la capacidad de Louis para aliviarla del mismo.
—¿Quieres quedarte? —le preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Sí. ¿Tú no?
—No, pero si quieres quédate tú. O podemos ir a buscar algo de comer o lo que sea.
Ninguna de las dos alternativas parecieron agradar especialmente a Renée.
—Vámonos —dijo.
Lo último que vieron de la fiesta fue el tipo del traje Mylar bailando como un gorila para solaz de los invitados.
Afuera brillaba la luna. La lisura plateada de la calle era interrumpida aquí y allá por tapas de alcantarilla y restos peludos de ardilla.
—¿Pasa algo? —quiso saber Renée.
—Sí, bastante. Sobre todo, que lamento haberte llevado a esa fiesta.
—Bah. Ha sido interesante. Pero…
—Pero no valía la pena ocupar una plaza de aparcamiento.
Una vez en el coche, Louis dividió su atención equitativamente entre la calzada y su silenciosa acompañante. Cuanto menos le miraba ella, más se volvía él para mirarla: aquella nariz respingona, aquellas mejillas pálidas, aquella cabeza de treintañera, de la cual la mata de pelo oscuro, con su aderezo de individuales y sinuosas hebras blancas, parecía la parte más auténtica. Salpicones de luz anaranjada iluminaban regularmente la pechera de su vestido, volviéndolo de un naranja que era negro en el contexto anaranjado.
—Tienes un pelo muy bonito —probó.
Ella giró bruscamente en el asiento, cambiando la postura de sus piernas y hombros como si tuviera retortijones.
—Joder —dijo él—, olvídalo. Pero me gusta, qué quieres.
—Y a mí —dijo ella, lanzándole una rápida mirada risueña.
Al llegar a Pleasant Avenue echó el freno y apagó el motor. Renée se quedó mirando fijamente el parabrisas trasero del coche que había delante, sus cromados corroídos y su calcomanía de los Celtics. En la acera de la izquierda había una cocina color de cobre, con la puerta del horno abierta y salpicada de asteriscos de guano.
—La fiesta era de lo más deprimente, ¿no?
Una ráfaga de viento meció el coche.
—Iba a preguntarte —dijo ella, cambiando de tema— si te parece que era verdad lo que ha dicho ese chico sobre Sweeting-Aldren. Eso de un millón anual de metros cúbicos de residuos.
—Casi no le escuchaba.
—Porque, desde luego, el periódico no dice lo mismo. La prensa habla de residuos cero.
—Mi hermana quiere casarse con ese tío.
—¿Es su novio? —otra ráfaga meció el coche—. No me he dado cuenta.
—En la riqueza y en la pobreza.
—Pues a mí, de hecho, me ha caído bien. No le escogería como mi cuñado preferido, pero no tiene un pelo de tonto. Sólo es un poco peculiar.
Louis se inclinó sobre la palanca de freno y la besó.
Ella le dio acceso al cálido vestíbulo de su boca. Podía haber un minuto de trayecto desde la fisura entre sus dientes delanteros hasta cualquiera de los dos callejones sin salida dibujados por sus labios; una hora de trayecto hasta su garganta. Agarró sus cabellos con los puños y le empujó la cabeza contra el asiento a fuerza de labios.
Aparecieron faros en la calle. Ella se zafó, alisándose con una mano el pelo maltratado.
—Estaba a punto de decirte que no soporto estas sesiones de coche.
Dentro de la casa fueron recibidos por un concierto de ladridos cortesía de los pulmones de varios perros en el piso de abajo.
—Dóbermans —dijo Renée.
El aire era caliente y canino. En el rellano de la segunda planta hacía más fresco, y cuando ella se detuvo para coger una llave escondida en una repisa, Louis la volvió a besar, acorralándola contra una pared cubierta de un papel que olía a librería de viejo. Los ladridos dieron paso a crujidos de frustración, y Renée intentó zafarse aun cuando su boca no abandonaba la de él. De repente lloró un bebé, como si estuviera detrás de la puerta que tenían al lado. Subieron un tramo más empinado de escalera y llegaron a su apartamento.
Un piso limpio y desnudo. En la encimera de la cocina no había otra cosa que un radiocasete, en el escurreplatos sólo un plato, un vaso, un cuchillo y un tenedor. Que la luz fuera agradable y las cuatro sillas en torno a la mesa pareciesen cómodas hacía que la cocina tuviera un aire menos acogedor aún. Era como la cocina del tipo de hombre que procuraba dejar limpios los platos de la cena y pasaba el paño por la encimera antes de irse al dormitorio y meterse una bala en la sesera.
En una habitación grande delante del cuarto de baño había una cama y un escritorio. Otra habitación grande contenía un sillón y estantes y muchos metros cuadrados de parqué de madera clara. Cuando Renée salió del baño se quedó de espaldas al entrepaño de aquellas dos habitaciones, cara a la cocina, con las manos detrás.
—¿Quieres algo de comer, o de beber?
—Bonito piso —dijo Louis simultáneamente.
—Antes lo compartía.
Ella no se movió, no se apartó ni un milímetro, cuando él entró en el baño. Louis procuró hacer el menor ruido posible con los pies. Tenía la sensación de ser un intruso, como si hasta las pisadas pudieran perturbar el orden. (Cuando los inspectores llegan a la escena de un crimen, ¿no hay muchas veces unos instantes de meditación y respeto antes de prestar atención al cadáver que yace en el suelo?). La lámpara del escritorio estaba encendida e iluminaba un taco de papel plegado en acordeón, en cuya hoja superior había revisiones en lenguaje Fortran y tinta negra de un programa informático. (Hasta el momento del crimen, sí, habían estado trabajando como una tarde cualquiera…). En la pared sobre el escritorio había un mapa barimétrico del Pacífico sudoccidental. Estaba salpicado de millares de puntos en colores diferentes, muchos agrupados en enjambres densos y largos como columnas de hormigas soldado; debajo, segmentos rectilíneos aplicados al océano como pinturas de guerra. Louis volvió a la cocina sin dejar de pisar con el mismo cuidado que en su primera visita a la casa de Rita Kernaghan. Renée continuaba de pie con las manos a la espalda. Podría haber sido una misionera atada a un palo, incapacitada para cubrir su desnudez, incapacitada para persignarse u ocultar su cara de las llamas que pronto la consumirían, pero, como esa misionera, dirigía la vista al frente. Sí reculó visiblemente cuando Louis le tocó los hombros (hasta los santos más santos debían de moverse un poco cuando las primeras llamas rozaban su piel) y pese al modo en que ella le había besado en el rellano, a Louis le sorprendió su no disimulada expresión de anhelo.
El viento silbaba en los tragaluces de la alcoba. Arreciaba sin decaer, consumiendo cada vez más parte del tejado, encontrando más vigas que arquear y más cristales que zarandear, más extensiones de pared en las que apoyarse. Pareció echar una mano a Louis cuando éste separó y levantó los dos lados de la rebeca de Renée, que se deslizó suavemente de sus hombros para caer al suelo, separándole las manos. Ella le rodeó el cuello con las muñecas juntas.
Era de noche todavía cuando despertó. DOCTORA RENÉE SEITCHEK, cuya anatomía interna imaginaba él reorganizada en la espiral de violencia de su acoplamiento, y cuyas manos se habían mostrado tanto o más expresivas que el resto del cuerpo para enseñar a las de él lo que de otro modo no habrían atinado a hacer (le gustó y admiró la manera en que ella se había corrido, silenciosa, transpirando y poseída), yacía ahora a su lado y dormía tan profundamente como si la hubieran dejado sin sentido de un golpe en la cabeza. Tenía grupitos sueltos de pecas en los hombros. Por un resquicio entre la persiana y la ventana Louis vio columpiarse al viento ramas de árbol que la luz de las farolas iluminaba por debajo y la noche oscurecía por encima. Este viento, le había dicho ella durante una pausa, le recordaba un temblor de tierra que había visto una vez en Sierra Nevada, yendo de excursión con un grupo del instituto.
—De pronto notamos algo al este de las montañas. Teníamos una vista de sesenta o setenta kilómetros, y era como cuando estás junto a un lago perfectamente en calma y ves venir el viento igual que lo hemos oído esta noche en la calle, la avanzadilla de ese viento cuando empieza a rizar el agua. Fue exactamente así. La misma sensación, esta cosa avanzando entre las montañas, esta oleada visible, y de repente empezó. Sabíamos categóricamente que era eso porque hubo ligeros desprendimientos y la tierra temblaba. Pero no fue como otros seísmos que he notado, porque allí hubo ese contacto visual.
Ella había visto aquella oleada con sus propios ojos. En su vida había presenciado nada igual. Y entonces Louis deseó, de nuevo, tomar poseer tener poseer poseer el cuerpo que albergaba dicho recuerdo.
En el despertador eran las cuatro menos veinte. Saltó de la cama y fue al cuarto de baño. Cuando regresó, Renée estaba de rodillas en mitad de la cama.
—Hola —dijo él.
Ella retrocedió sobre el colchón, arrastrando la sábana consigo. Parecía aterrorizada.
—¿Qué pasa?
Renée se apartó de la cama y huyó hacia un rincón con una mano vagamente levantada como para ahuyentarlo. De pie, su cuerpo desnudo se mostró en toda su complejidad: la forma en que las piernas entroncaban con el torso, la estrechez peculiar del talle femenino, los hombros mucho más delicados que las caderas, los pechos de mujer tan enfáticos e importantes.
—No lo tengo —dijo en voz alta ni animada ni alegre.
Él apenas reparó en la erección que estaba recuperando rápidamente a la vista de ella.
—Estás soñando —dijo.
—DÉJAME EN PAZ. ¡DÉJAME EN PAZ!
—Shhh —Louis se sentó en la cama, mostrándole las palmas de las manos vacías. Esto pareció aterrorizarla aún más. Sin dejar de mirarle, se alejó pegada a la pared. Luego saltó para ganar la puerta pero se desvió hacia él mientras corría, las manos extendidas como si fuera a caer, y él vio que justo antes de alcanzarlo parecía chocar con un cristal u otra discontinuidad planar. Renée le asió por los hombros y dijo:
—Dios mío, tenía una pesadilla horrible.
La casa se bamboleaba con el viento. Ella se sentó sobre los muslos de Louis y se dejó abrazar. Fuertes efluvios de pH bajo surgieron entre los dos. A modo de prueba, él trató de meterle el pene otra vez.
Con un leve gesto de dolor, ella le apretó los hombros.
—Esto es un poco demasiado.
—Perdona.
—¿No te duele?
—¿Tú qué crees?
—Bueno, en ese caso… —ella utilizó todo su peso para empalarse. Los nervios de Louis estaban gritando ¡peligro!, ¡peligro! Ella meneó las caderas con furor—. ¿Te hago daño?
—¡Sí!
Al poco rato el dolor se disolvió en una amplia zona dolorida, una charca de azufre derretido con llamitas azules de placer que titilaban en la superficie. Luego las llamas menguaron hasta extinguirse, y el azufre empezó a cristalizar en una columna de trocitos duros, secos y afilados. Fue como estar frotándose contra un hueso astillado. Renée tenía los ojos y las mejillas mojados, pero no hizo ruido alguno.
Cuando terminaron, él sangraba lo suficiente como para dejar señales en las sábanas. Renée estaba sentada en el borde de la cama y se mecía con las rodillas muy juntas. Louis supuso que de esto no se iba a morir, pasados unos cuantos años.