Desde el funeral, Louis llevó a su padre en coche a una hamburguesería barata de Harvard Square, un local con un ambiente de institución cohibida, y fue allí, en una mesa próxima a la puerta, donde tuvo conocimiento de una cifra que le quitó el poco apetito que tenía. Su padre anunció la cifra mientras sostenía la mitad superior de su panecillo en la palma de la mano, como una calculadora, y procedía a untarlo de mostaza. La cifra era veintidós millones de dólares. Correspondía al patrimonio neto aproximado de la madre de Louis.
Bufandas y mangas de abrigos le rozaban la cabeza mientras las horas transcurrían y el establecimiento empezaba a vaciarse. Las puertas, en su ir y venir, dejaban entrar un aire helado. Preguntó qué iba a hacer su madre con tantísimo dinero.
Su padre tenía un aire de vagabundo, con aquel traje antiguo cuyas solapas estrechas se doblaban cada vez que él se encorvaba sobre la hamburguesa.
—Ni idea —dijo.
Louis preguntó si iban a quedarse en la casa de Evanston.
—¿Adónde quieres que vayamos? —dijo su padre.
¿Había pensado en jubilarse?
—Cuando cumpla sesenta y cinco —dijo su padre.
Indeciso sobre seguir haciendo preguntas, Louis observó en silencio cómo su padre rebañaba su plato y el de Louis y pagaba la cuenta con un billete de diez dólares, dejando una sustanciosa propina de calderilla.
A primera hora de la tarde volvía a estar en la emisora. Las nubes eran cada vez más oscuras, se congregaban para una seria descarga nocturna, y en los estudios parecían ya las doce de la noche. Todas las luces estaban encendidas, los diversos sistemas circulatorios del edificio ronroneaban audiblemente, mientras los teléfonos del Departamento de Publicidad estaban callados como siempre. Por la ventana del Estudio A pudo ver al locutor de la tarde, Bud Evans, un veterano con pinta de alcohólico cuya escasa provisión de pelo era obligada por la fuerza a cubrir su mondo y cuarteado cuero cabelludo. Estaba mirando intranquilo por encima del micrófono a su invitado, un caballero de doradas guedejas hasta los hombros y camisa hawaiana. Durante cinco o seis segundos ninguno dijo nada. Fue como una pausa reflexiva en la conversación, salvo que estaban en antena y esa pausa estaba siendo retransmitida. Medio mareado aún del coche, Louis fue al aseo de caballeros y se inclinó sobre el urinario con la frente pegada a la porcelana. Su orina turbó un alquitranado grupo de hebras de tabaco. Moviéndose como si tuviera resaca, fue hasta su cubículo y se puso a hacer registros de spots publicitarios. Eso lo mantuvo ocupado durante tres horas, que con su salario representaban unas ganancias netas inferiores a doce dólares… suponiendo que le pagaran. Cuando dejó Waltham, la lluvia caía de un cielo color de tele recién apagada. Al llegar a Clarendon Hill fue directamente al baño y vomitó un líquido viscoso en el inodoro color beige.
Louis era, a sus veintitrés años, una persona no del todo tranquila. Su relación con el dinero era especialmente espinosa. Y sin embargo, cuando el importe de aquella cifra empezó a calar, se dio cuenta de que, hasta el momento en que se había sentado a almorzar con su padre, podía considerarse básicamente satisfecho con su vida. Uno se acostumbra a lo que es, al fin y al cabo, y con un poco de suerte aprende a tener en una estima más bien baja las otras maneras de ser, para no pasarse la vida envidiando a la gente. Louis había llegado a valorar la libertad que uno se ganaba sacrificando el dinero, y a sentir lástima o incluso franco desdén hacia los ricos, una clase representada en su imaginación —con justicia o sin ella— por los diversos novios de tez bronceada y nariz angosta que Eileen había lucido a lo largo de los años, hasta e incluyendo a Peter Stoorhuys. Pero ahora el objeto de chanza era Louis, por ser el hijo de una mujer con un capital de veintidós millones de dólares.
Aquella noche tuvo un sueño lúcido y desagradable. El escenario era una sala de sesiones o de club amueblada con butacas de cuero rojo. Su madre se había recostado en una de ellas y, levantándose su falda amarilla, dejaba que un señor Aldren totalmente vestido se situara entre sus piernas y la rociara de semen mientras el señor Tabscott y el señor Stoorhuys miraban. Cuando el señor Aldren terminaba, era el señor Stoorhuys quien la montaba, sólo que éste se había convertido en un setter irlandés y tenía que sostenerse saltando sobre sus patas traseras para mantener una posición efectiva de acoplamiento. El señor Tabscott y el señor Aldren se quedaban mirando mientras ella alargaba la mano para que el ardiente perro no se escurriera de entre sus piernas.
El sábado, Louis dejó dos mensajes en el contestador de Eileen. Al no obtener respuesta, llamó entonces a sus padres al hotel y se enteró de que pensaban ir a la finca Kernaghan al día siguiente, su madre para quedarse allí una semanita y su padre sólo para pasar el día, pues el lunes reanudaba sus clases en la Northwestern.
—Voy a estar muy ocupada —dijo su madre—. Pero si quieres hacer algo por mí, podrías llevar a tu padre al aeropuerto. El vuelo sale a las siete.
Haciendo caso omiso, partió hacia Ipswich el domingo a las diez de la mañana. Somerville estaba amortajado de humedad y estasis. La lluvia, finalmente, había cesado por la noche, pero aleros y parachoques y ramas floridas seguían preñadas de ella, sin que soplase nada de viento. Donde se abrían líneas de visión, al enfilar una calle o a través de los exiguos prismas entre casas, la humedad hacía palidecer aún más la distancia, un emborronarse de contornos que afectaba incluso al tañido de un campanario lejano, cuyos toques separados se perdían casi en la resonancia concomitante. Louis rodeó con torpeza un par de coches patrulla que se habían parado en medio de un cruce, ventanilla del conductor con ventanilla del conductor, como si fueran insectos que de esta guisa copularan y cuya necesidad fuera apremiante. Por el pórtico de una iglesia desierta e iluminada divisó una batería de flores, lirios de Pascua.
Las autopistas estaban vacías. Desde algunos trechos elevados, al pasar por Chelsea y Reveré y Saugus, pudo ver allá abajo un intrincado retal de barrios donde calles y caminos particulares ostentaban la hegemonía. Muchos de ellos estaban ahora inundados, los coches aparcados en sus márgenes como si una fuerte crecida los hubiera depositado allí.
Una crecida diferente, una desinundación de dólares, había dejado un sinfín de condominios nuevos desperdigados en campos ahítos de fango, áridos, marcados por huellas de excavadoras. Las casas particulares diferían únicamente en su ubicación; todas ellas, sin excepción, tenían fachada de ripia en color pastel y semicírculos y triángulos posmodernos interrumpiendo el perfil del tejado. Los bloques, por el contrario, venían en dos variedades: los que tenían contrachapado en las ventanas y los que desplegaban pancartas anunciando gangas increíbles en apartamentos de una y dos habitaciones.
Zarzales y árboles enanos poblaban la tierra llana y exhausta al norte de Danvers. En la bruma a las afueras de Ipswich, cerca de Ipswich Ford, Louis tuvo que frenar para que un borracho desastrado que no tendría más de treinta años cruzara la Route 1A haciendo eses. Salió de la ciudad por Argilla Road, pasando frente a casas bien espaciadas provistas de BMW y Volvos y con tremendos robles alrededor. No tardó en llegar a una entrada de piedra con la inscripción KERNAGHAN. Un camino particular bordeado de píceas serpenteaba cuesta arriba entre pastos que nadie segaba. En lo alto de la loma había una graciosa casa blanca con alas simétricas, un pórtico abovedado y, agazapada entre sus buhardillas, una pirámide hecha de forro de aluminio blanco para paredes. Tendría unos cuatro metros y medio de alto. De lejos parecía una mujer elegantemente vestida con un cubo de la basura por sombrero.
Pisó brevemente una esterilla de cáñamo estampada con un yin y yang negro y atisbo por un postigo contiguo a la puerta principal. Vio un recibidor embaldosado y un salón que parecía prolongarse hasta la parte de atrás. Al menos en teoría, dado que ahora pertenecía a su madre, la casa era como un segundo hogar para él. Abrió la puerta y entró.
La mesa del comedor, a mano izquierda, estaba cubierta de carpetas y portafolios. Un hombre de hombros anchos y camisa blanca estaba sentado de espaldas al zaguán, y en la cabecera de la mesa, leyendo un documento grapado, estaba Melanie.
—Hola, mamá, qué tal —dijo Louis.
Ella le dedicó una mirada adusta. Sus gafas de media luna se sostenían apenas en la punta blanca de su larga nariz. Llevaba un vestido de seda escarlata, labios pintados de escarlata, pendientes con grandes piedras negras. Su pelo oscuro recogido y tirante detrás de las orejas.
—Hola, Louis —dijo, volviendo su atención al papel—. Felices Pascuas.
Su compañero se había girado, capturando con su sobaco el respaldo de la silla, y Louis vio un rostro colorado y afable, de ojos azul pizarra y exuberante bigote cobrizo. Llevaba abierto el cuello de la camisa, el nudo de la corbata flojo. Parecía tan contento de ver a Louis que Louis le estrechó inmediatamente la mano.
—Henry Rudman —dijo el otro. Su acento era marcadamente bostoniano—. Tú debes de ser el que vive en Somerville, ¿no? Creo que tu madre dijo en Belknap Street…
—Así es.
Henry Rudman asintió vigorosamente.
—Lo pregunto porque yo también me crié en Somerville. ¿Te suena Vinal Avenue?
—No, lo siento —dijo Louis. Se inclinó sobre su madre—. ¿Qué es eso que estás leyendo?
Melanie pasó una página en significativo silencio.
—Es un informe antiguo —respondió Rudman, recostándose expansivamente en la silla. Meneó el bolígrafo como si fuera una baqueta—. Arriba tenemos un aderezo arquitectónico que ya ha abusado de la hospitalidad. El ayuntamiento acordó retirarlo hace unos años y correr con los gastos; y ahora parece que quieren largarse sin pagar.
—Menudo aderezo —dijo Louis.
—Mira, a cada uno lo suyo. Pero te entiendo, no creas. Tengo entendido que estabas viviendo en Texas. ¿Qué opinas de este clima?
—¡Un asco!
—Sí, pues verás cuando siga igual en junio. Dime, ¿ya eres hincha de los Sox?
—Aún no —dijo Louis. Agradecía que le prestaran atención—. Soy de los Cubs.
Con un gran guante imaginario el abogado le devolvió sus palabras.
—Da igual. Si te van los Cubs, eres el candidato perfecto a ser hincha de los Sox. Mira, por ejemplo, quién fue el culpable de que perdiéramos una serie en el 86, Bill Buckner. Quién nos hizo el favor de fichar a Buckner, los Cubs de Chicago. Es como una conspiración, ¿no? Qué dos equipos han jugado más años sin llevarse el gato al agua, exacto, los Sox y los Cubs. Oye, ¿quieres ver un partido? Te puedo enviar un par de entradas, soy socio desde hace diecinueve años. A no ser que tú consigas entradas como éstas por los canales normales.
Louis echó atrás la cabeza de pura sorpresa, ahora totalmente desarmado.
—Sería estupendo.
Melanie carraspeó como un motor frío.
—Bah, no tiene importancia —dijo Rudman—. Soy corruptor de menores. Pero tendrás que disculparnos ahora, estamos ante un verdadero nido de serpientes.
Louis se volvió hacia su madre.
—¿Y papá?
—Fuera. Mira a ver si está en el jardín. Como te dije por teléfono, el señor Rudman y yo tenemos muchos asuntos de que hablar.
—No dejes que yo te… moleste —le dijo Louis con su voz de nembutal.
En la cocina encontró tarta de café, un expendedor de café como para abastecer a todo un guateque y, encima de un mostrador largo, otros artículos de panadería dentro de cajas blancas con el apellido Holland en lápiz azul. Los ojos se le agrandaron cuando abrió el frigorífico. Había patés y ensaladas de marisco en envases de plástico transparente, frutas enormes en papel de seda decorado, una lata de caviar ruso, medio jamón ahumado, quesos de importación, yogur de primera en originales sabores silvestres, alcachofas y espárragos frescos, pepinos kosher al eneldo, una intrigante colección de fiambres envasados, cerveza alemana y holandesa, refrescos de marca, zumos en botella de cristal y champán de treinta dólares la botella…
—Louis —su madre le llamaba desde el comedor.
—Sí, mamá.
—¿Qué estás haciendo ahí?
—Mirar la comida.
Silencio.
—Tú no eres responsable —dijo Henry Rudman—. Si un tipo aparca su Jaguar en la calle y luego viene otro y avala un préstamo con ese coche, al primer tío no se le puede responsabilizar de nada. Es un fraude puro y duro, tú no tienes nada que ver. Tampoco se puede culpar al banco. Ella vive en la casa y la escritura que enseña es una falsificación de primera clase, hasta el punto de que uno se pregunta si lo hizo ella solita, seguro que no. El truco es muy astuto. Consigue un préstamo patrimonial de doscientos mil, se gasta setenta y dos en esta pirámide de la que no puede prescindir, sin la que no puede vivir, e ingresa la diferencia en otro banco. Eso le cubrirá pagos durante otros diez o quince años, y además le permitirá dar alguna fiestecilla en la casa. Muy astuto. Luego la diña y el banco paga el pato. Bueno, eso si los albaceas todavía tienen la escritura original de la casa. Tu papá debía de saber lo que se hacía. Cuatro mil al mes libres de impuestos más una casa gratis con el mantenimiento pagado y a ella no le salían las cuentas, ni siquiera pagando a la haitiana un sueldo de esclava. No me acaba de gustar eso de las manos muertas (ten en cuenta que esto es sólo una opinión profesional), pero si yo me hubiera casado con una mujer así no la habría dejado acercarse al capital. A poco que te descuidaras, te plantaba el Fujiyama en medio del jardín.
—Louis.
—Qué, mamá.
—¿Podrías estar en otro sitio que no fuera la cocina?
—Sí, en seguida.
Un pasillo oscuro y fresco que había al fondo de la cocina terminaba en tres puertas, una que daba afuera y las otras a un cuarto de baño y un dormitorio. Louis se sentó en la cama, bebió sorbitos de café y devoró la tarta. No había nada colgado en las perchas del armario. Tardó un rato en darse cuenta de que faltaba una luna en la ventana. Era la única consecuencia del terremoto que había visto en toda la mañana.
Salió al jardín pero no vio rastro de su padre, aunque el aire estaba tan quieto, era tan denso, que quien caminara a través de él podría haber dejado una estela. Cruzó un patio y probó a abrir una de las puertas vidrieras que había en la parte posterior del salón. Se abrió mansamente.
El salón era lo bastante amplio para albergar cuatro grupos distintos de muebles. Sobre el hogar había un óleo enorme del abuelo de Louis, un retrato formal pintado en 1976, cuando John Kernaghan tenía setenta y cinco años, más o menos. Sus cejas todavía eran oscuras entonces. Con su casi perfecta calva y su piel firme y su cráneo elegante y compacto, parecía joven. Aquel hombre era el responsable de que Louis hubiera perdido tanto pelo. La imagen pintada daba un poco más de vida a la hija que estaba sentada al otro lado, en el comedor, leyendo documentos con los mismos e inaccesibles ojos oscuros chispeantes de su padre.
—Cuando se reúnan el día 13 —dijo en voz baja Henry Rudman—, tienen que distribuir todo el caudal de la hacienda. El caudal entero, no hay ambigüedad posible, es la única alternativa. Completar la cesión les puede llevar entre cuatro y seis semanas, pero la fecha tope sería el 15 de junio.
Que la sala de estar no pertenecía aún del todo a Melanie era evidente a juzgar por las lecturas new age que había sobre la mesita baja, por los feos y fantasmagóricos acrílicos de las paredes, y por los ejemplares de Princesa Itaray y Empezar la vida a los sesenta que llenaban la única librería. Por no hablar del olor que emanaba de la barra. Olor a alcohol derramado y desinfectante con aroma a chicle. La barra sobresalía de la pared próxima a la esquina posterior de la sala y estaba hecha de la misma madera clara que los dos esbeltos taburetes que había delante. Estantes que llegaban casi hasta el techo mostraban un despliegue de cientos de botellas diferentes: licores y estomacales con etiquetas en lenguas extranjeras, algunas con dibujos de vegetales inverosímiles. Louis se arrodilló detrás de la barra en el piso de mármol gris. Había sitio de sobra para que una mujer menuda quedara allí muerta con la cabeza aplastada. No era difícil ver los lamparones de alcohol que habían quedado en la pared. Como tampoco la sangre. Había rastros de ella en las suturas entre las baldosas de mármol, teñidas de marrón, la rojez de laca de uñas especialmente visible allí donde los bordes de las baldosas estaban astillados. ¿Quién había limpiado? ¿La sirvienta, antes de ser deportada? Con las yemas de los dedos presionó el frío mármol duro, apoyándose con todo el peso del cuerpo, oyendo claramente el ¡crac! de la cabeza al partirse.
—Santo Dios, Louis. ¿Qué estás haciendo?
Se levantó de un salto. Su madre iba hacia la barra.
—Se me ha caído una moneda —dijo.
—¿Te da morbo todo esto?
—No, no, he entrado por aquí, nada más.
—Que has entrado… —Melanie meneó la cabeza ante la puerta vidriera como si se sintiera gravemente decepcionada por ella—. Esta casa —dijo— no es nada segura. Imagino que Rita esperaba que la pirámide la protegiera también de los ladrones. Todo muy lógico y muy racional, ¿no te parece? Lo más normal del mundo.
Louis oyó un leve tintineo en un lavabo detrás de la pared.
—Bien. Ya ves dónde murió —su madre se cruzó de brazos y contempló satisfecha las botellas de licor—. Personalmente, no se me ocurre nada más ordinario que poner una barra gigante como ésta en la sala de estar. ¿O no estás de acuerdo? Quizá piensas que todos deberíamos tener una taberna en el salón. Y un barril de cerveza, también.
Miró a Louis como si de verdad hubiera esperado una réplica.
—El colmo —prosiguió— es que seguramente hizo instalar la barra con un dinero que no era suyo. Supongo que no se te habrá escapado lo que decía el señor Rudman, que Rita falsificó el título de propiedad de esta casa para poder pedir un préstamo. ¿Qué opinas de eso, Louis? ¿Te parece bonito? ¿Te parece que está bien hecho?
Con un dedo hermosamente calzado levantó una punta de una alfombra china, inclinó la cabeza para leer la etiqueta y la volvió a bajar. Hizo un gesto despectivo hacia una mesita baja.
—Estilos armónicos. Divinidades fenicias. Vuelve el orgón —puso cara de vomitar—. ¿Qué opinas de todo esto, Louis?
—Me parece que voy a gritar si me haces otra pregunta parecida.
—Cada objeto que veo en esta casa me da náuseas. Te lo juro —lo dijo mirando el retrato que estaba sobre la chimenea.
—Pero ahora es todo tuyo, ¿no?
—En efecto.
—¿Y qué piensas hacer?
—No tengo la menor idea. Venía a decirte que nos estás poniendo muy nerviosos a mí y al señor Rudman rondando por aquí. ¿No has encontrado a tu padre?
—No.
—Pues si quieres quedarte, puedes estar en la habitación de atrás, hay un televisor, a lo mejor echan algún partido. Hay mucha comida en la nevera, sírvete lo que quieras. O podrías barrer el patio, y tengo otros trabajitos para el que se apunte. Lo que no quiero es que estés rondando por aquí. No es tu casa, sabes.
Louis la miró a la expectativa pero neutral, como si ella fuera un contrincante en una partida de ajedrez y hubiera hecho un movimiento y él necesitara confirmar que no iba a echarse atrás. Luego, expirado el arbitrario periodo de gracia, Louis dijo:
—¿Te fue bien la comida del jueves?
—Era un almuerzo de negocios. Creí habértelo explicado en su momento.
—¿Qué comiste?
—No me acuerdo, Louis.
—¿No te acuerdas? ¡Pero si sólo hace tres días! ¿Pescado? ¿Un sándwich mixto?
Oyeron al señor Rudman trajinar con platos en la cocina, silbando una sintonía televisiva.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Melanie sin alterarse.
—Quiero saber lo que comiste el jueves.
Ella inspiró hondo, tratando de contener su irritación.
—No me acuerdo.
Él torció el gesto.
—¿Lo dices en serio?
—Louis… —Melanie agitó una mano como para sugerir un plato genérico, nada digno de mencionarse—. No me acuerdo, pescado, sí. Filete de lenguado. Estoy muy ocupada.
—Filete de lenguado, filete de lenguado —cabeceó con tanto énfasis que casi parecía una reverencia. Luego se quedó inmóvil, sin soltar el aire siquiera—. ¿A la plancha?, ¿escalfado?
—Me vuelvo al comedor —dijo ella, que permanecía anclada en mitad de la alfombra china—. He tenido una semana muy complicada… —hizo una pausa para que Louis impugnara esto—. Una semana de locos. Estoy segura de que lo entiendes y que tendrás un poco de consideración.
—Bueno, sí, cada cual lo ha sentido a su manera, por supuesto. Es que resulta que me ha llegado el rumor de que habías heredado veintidós millones de dólares —trató de mirarla a los ojos, pero ella desvió la cabeza y se apretó los pulgares, con los puños cerrados—. Qué tontería, ¿verdad? Pero volviendo a ese almuerzo, veamos, el señor Aldren y como se llame, Fulano, tomaron sendos filetes, ¿no? Y el señor Stoorhuys… —chasqueó los dedos—. Conejo. Medio conejo, a la parrilla. O ¿cómo se dice? ¿A la brasa?
—Me voy al comedor ahora mismo.
—Sólo contéstame, vamos, ¿es eso lo que comió? ¿Conejo?
—No lo recuerdo. Creo que no me fijé…
—¿No te fijaste si comía conejo? ¿El bicho espatarrado en el plato? ¿Con un poco de salsa de arándanos por encima, quizá? ¿O col lombarda? ¿Hojuelas de patata? ¿Qué clase de restaurante era? Colabora un poco, mamá. ¿Era un restaurante realmente caro?
Melanie volvió a tomar aire.
—Fuimos a uno que se llama La Côte Américaine. Yo tomé filete de lenguado y el señor Aldren, el señor Tabscott y el señor Stoorhuys tomaron sopa y filete a la plancha o chuletas, la verdad es que no recuerdo muy bien qué…
—Pero conejo, no. De eso te acordarías.
—No, conejo no, Louis. Estás siendo bastante menos gracioso de lo que te piensas.
Louis entornó los ojos.
—Muy bien —dijo—. Entonces volvamos a los veintidós millones. ¿Qué vas a hacer con ese dinero?
—No tengo ni idea.
—¿Qué tal un yate? Como regalo queda bonito.
—Esto no tiene ninguna gracia.
—Entonces es verdad…
Melanie negó con la cabeza.
—No es verdad.
—Ah, no. O sea, es falso. Quieres decir que son veintiuno coma nueve. ¿O veintidós coma uno, quizá?
—Quiero decir que no es asunto tuyo.
—Entiendo, no es asunto mío. Dejémoslo estar. Cortemos. Vaya, la gente hereda veintidós millones a diario. ¿Qué has hecho hoy en el trabajo? Oh, pues he heredado veintidós millones de dólares, ¿me pasas la mantequilla?
—Deja de decir esa cifra, por favor.
—¿Veintidós millones de dólares? ¿Quieres que no diga más veintidós millones de dólares? De acuerdo, no diré más veintidós millones de dólares. Llamémosles alfa —empezó a pasearse por el borde de la alfombra—. Alfa igual a veintidós millones de dólares, veintidós millones de dólares igual a alfa, siendo alfa ni mayor que veintidós millones de dólares ni menor que veintidós millones de dólares —se detuvo—. ¿De dónde sacó tu padre tanto dinero?
—Por favor, Louis. Te he pedido que no mencionaras esa cifra y lo decía en serio. Esto me resulta muy doloroso.
—Ya veo. Por eso te sugería que lo llamáramos alfa, aunque me temo que alfa no acaba de captar todo el impacto de la cifra. Qué cosa tan dolorosa, heredar semejante cantidad de pasta. ¿Sabes que papá ha dicho que no piensa dejar de dar clases?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—No me digas que necesitas su sueldo cuando tienes veintidós… Uy.
—Te agradeceré que no me digas lo que necesito o dejo de necesitar.
—Me agradecerías que me largara de aquí y no volviera a hablar de esto nunca más.
La cara de Melanie se iluminó como si Louis fuera un alumno suyo y hubiera dado con la clave a una pregunta.
—Sí, ahora que lo dices, tienes toda la razón. Es lo que me gustaría que hicieras.
Louis entornó los ojos todavía más. Dijo:
—Veintidós millones de dólares, veintidós millones de dólares, veintidós millones de dólares —cada vez más deprisa, hasta que se le trabó la lengua, convirtiéndose en ventillones, ventillones—. Una cantidad enorme de pasta. Eso quiere decir que eres rica, rica, rica, rica, rica.
Su madre se había vuelto hacia la repisa de la chimenea y se tapaba los oídos con las palmas de las manos, aplicando tal presión isométrica a su cabeza que los brazos le empezaron a temblar. Era lo más cerca de una pelea que ella y Louis habían llegado a estar; y no era pelea, tampoco. Más bien era como dos imanes cuando se intenta obligar a los polos norte para que se junten. Siempre había sido así. Incluso cuando él era un niño de tres o cuatro años y ella intentaba alisarle el pelo o limpiarle restos de comida de la cara, Louis siempre giraba la cabeza sobre su cuello obstinado y recio. Si estaba en la cama enfermo y ella le ponía la mano fresca en la frente, tenía que apretarse contra la almohada y el colchón con triple gravedad, ciegamente determinado a resistir a su contacto como el imán cuyo permanente e invisible campo de fuerza no puede vencer el alivio de la ruptura o la descarga. Melanie levantó la cabeza ahora, los dedos blancos y planos sobre las mejillas, los codos hincados en la repisa, y miró el cuadro de su padre. De la parte trasera de la casa llegó el sonido de un televisor, retumbos y colisiones amplificadas: partida de bolos.
—Estoy pagando al señor Rudman, Louis.
—Exacto. ¿Qué cobra un abogado, doscientos pavos la hora? Digamos doscientos veinte. Bien, veintidós millones (vaya, perdona, ya lo he vuelto a decir) entre doscientos veinte son cien mil horas, y supongamos una jornada de diez horas, doscientos cincuenta días al año, santo Dios, tienes razón. Son sólo cuarenta años. Procuraré abreviar.
—¿Qué es lo que quieres, Louis?
—Veamos, tengo un empleo y un apartamento barato y un coche ya pagado, estoy soltero, no tengo hábitos caros y, por si no lo has notado, no os he pedido nada a ti y a papá desde que cumplí dieciséis, así que probablemente no es dinero lo que quiero, ¿eh, mamá?
—Te lo agradezco mucho.
—No tiene importancia.
—Sí la tiene. Nunca te digo lo orgullosa que estoy de tu independencia.
—He dicho que lo olvides.
Ella le encaró.
—Se me ocurre una cosa —dijo—. Le sugerí algo así a Eileen y a ella parece que le gustó la idea. Confío en que a tu padre también le parezca bien. Creo que debería actuar como si esto no hubiera ocurrido.
—Esto de los veintidós millones.
—Por favor. Por favor, por favor. Creo que deberíamos continuar como si nada hubiera cambiado. Ahora bien, es posible que con el tiempo algunas cosas sí cambien, a pequeña escala y quizá a gran escala también. Por ejemplo, probablemente me será fácil hacer que vuelvas a la facultad si alguna vez te interesa. Y no estoy prometiendo nada, pero es posible que si alguna vez tú o Eileen tenéis que dar un adelanto para una casa yo pueda echaros una mano. Pero todo esto es de cara al futuro, y creo que lo mejor para los cuatro es que de momento nos lo quitemos de la cabeza.
Louis se rascó el cuello.
—¿Dices que a Eileen le pareció una buena idea?
—Sí, sí.
—Entonces ¿por qué lloraba el jueves?
—Porque… —una mirada soñadora acudió a los ojos de su madre, que luego empezaron a ponerse brillantes, como si las lágrimas se formaran directamente en los iris marrón oscuro, igual que el azúcar candi se humedece solo—. Porque había venido a pedirme dinero, Louis.
Él rió. Ésta era la Eileen que dejaba que el coche se le metiera en un lago.
—Bueno. Pues extiéndele un cheque. O no se lo extiendas.
—¡Oh! —las manos de Melanie subieron de nuevo a su rostro, los dedos doblados con fuerza por los nudillos—. ¡Oh! ¡No voy a permitir que me hables así!
—¿Así, cómo?
—No pienso discutir contigo ni un momento más. Hemos de quitarnos este asunto de la cabeza. Quiero que te marches ahora mismo. ¿Lo entiendes? Te he pedido varias veces que no hicieras broma con estas cosas, y tú no haces el menor caso. Eres peor que tu padre, y me consta que a ti te parece un ser muy gracioso. Pero esto no tiene ninguna gracia, esto es pura falta de consideración. ¡Y deja de poner los ojos en blanco! ¡QUE NO PONGAS LOS OJOS EN BLANCO! ¿Me oyes? Quiero que salgas de esta casa ahora mismo.
—Está bien, está bien —Louis caminó hacia el vestíbulo—. Pero mándanos una postalita desde Mónaco, ¿vale?
Melanie fue detrás de él. El volumen del televisor, cuestión de tacto, había subido.
—¡Retira eso!
—De acuerdo. No nos envíes una postalita desde Mónaco.
—Realmente no te das cuenta de lo desconsiderado que eres, ¿verdad?
Cuando Louis se cabreaba, a diferencia de cuando se sentía simplemente virtuoso, sacaba el pecho y alzaba la barbilla y miraba nariz abajo como un marinero o un pendenciero en busca de camorra. Él no se daba ninguna cuenta de que lo hacía; la expresión de su cara fue mortalmente seria. Y al encarar a su madre, quien después de todo no le iba a dar un empujón ni propinarle un gancho, su gesto fue tan incoherentemente beligerante que ella suavizó la expresión.
—¿Me vas a pegar, Louis?
Louis bajó el mentón, más rabioso todavía al comprobar que ella no le tomaba en serio.
—Dame un abrazo —dijo su madre. Puso una mano en el brazo de Louis y lo agarró con fuerza cuando él quiso zafarse—. No soy una egoísta, ¿te enteras?
—Recibido —Louis tenía la mano en el tirador—. Sólo estás enfadada.
—Exacto. Y va a pasar algún tiempo hasta que vea un solo dólar.
—Ya.
—Y cuando eso pase, no sé cuánto dinero va a ser. Esa cifra que has mencionado, y supongo que te la habrá dicho tu padre, podría cambiar muchas cosas. Es una situación muy compleja y desafortunada. Sí, una situación muy desafortunada.
—Ya.
—Pero, pase lo que pase, podremos hacer algunas cosas bonitas.
—Ya.
Melanie no aguantó más:
—¡Deja de decir eso!
Una bola tumbando bolos. El público prorrumpe en vítores.
—Ya —dijo Louis.
Ella dejó caer el brazo. Sin mirarla, Louis salió cerrando la puerta con delicadeza. Mirando siempre al frente, pasó junto a su coche sin detenerse, las piernas tiesas mientras iba camino abajo, dejando que la gravedad hiciera su trabajo, tan deprimido como lo había estado al leer lo del terremoto ocho días antes, depresión como isótopo de la ira: más lenta y menos feroz en su declive pero químicamente idéntica. Cuando divisó a su padre, en un recodo al pie del camino, apenas se fijó en él.
—Qué hay, Lou —la cabeza de Bob se veía incandescente en un nido de Gore-Tex y forro de cuadros escoceses. Olía a marihuana quemada.
Hacia el este de la casa, el terreno parecía aún más un parque, los jardines daban paso a haciendas con vallas en los pastos y remolques para caballos en los caminos particulares. Una flamante bota de esquí made in Japan pasó silbando por delante de Louis. Pegada a la ventana había una cara de muchacha con un vestido rosa de ir a la iglesia. La bota frenó y giró y se difuminó un poco en el aire blanco a medida que se encaramaba a la colina. La chica saltó de la puerta corredera y empezó a correr llevando algo en la mano, tal vez un libro, una Biblia.
Entre los seis y los quince años, el propio Louis había regresado de la iglesia un total de trescientas cincuenta mañanas de domingo, aproximadamente. Había salido del asiento de atrás un poco mareado y con la sensación de haber perdido un tiempo precioso para jugar, desperdiciado en aulas húmedas de escuela dominical provistas de un mobiliario fortuito y con el olor a cerrado de sitios que sólo frecuenta gente de paso. En los primeros años, naturalmente, se hacían esfuerzos para disimular el engaño. Había plastilina y había tijeras oxidadas, había hojas mimeografiadas de un libro de colorear, y lápices marrones con los que pintar el asno que montaba Jesús. (Estos lápices fueron una de las primeras cosas que contribuyeron a hacerle comprender la enormidad del pasado y la extrañeza de la historia; aquel diseño que no conocía, aquellos envoltorios sucios y manoseados, dando a entender que lo de colorear asnos se venía haciendo desde mucho antes de que él naciera, mucho antes que nada de lo que ocurría en la escuela de verdad, donde el material era siempre nuevo). Había música, en concreto una canción que hablaba de que Jesús amaba a los niños del mundo que tenían color de lápiz: rojo y amarillo, negro y blanco. Había industria casera, la fabricación de guirnaldas de porespán para Adviento, palmeras en papel de colores, artículos de cerámica para el Día de la Madre y (una mañana en que Louis dejó sin un diente a un niño que le había cogido la tempera azul y, milagrosamente, se salvó de ser castigado) figurillas de belén. Pero este barniz de diversión le engañó tan poco como el dulzor del flúor cuando el dentista le pulía el esmalte. Y cuando llegó a séptimo, el barniz saltó por completo. Le dieron una Biblia con un lomo de semicuero rojo y su nombre en la cubierta en mayúsculas doradas: LOUIS FRANCIS HOLLAND, y se pasaba la hora del domingo en un cubículo más pequeño y más desnudo todavía en un ala diferente de la iglesia, el tamaño de la clase disminuido por algún motivo durante el traslado, todos los chicos amigos suyos libres ya para pasarse la mañana mirando las tiras cómicas del domingo a las que él mismo se había habituado también durante el verano, de modo que ahora ocupaba sin que se lo disputaran el fondo mismo de una clase mayoritariamente femenina en la que, como no había grados, Louis deducía su rango del hecho de que, a diferencia de las otras Biblias, la suya había adquirido de inmediato y sin mediar fallo consciente por su parte un lomo negro y deteriorado y una tapa de atrás con un desgarrón en una esquina, por no hablar del hecho de que le llamaran para leer en voz alta de su Biblia tres veces más que a ninguno de los otros y de que el señor Hope, uno de los padres, le dijera siempre con voz excesivamente amable que alzara un poquito la voz, que no fuera tímido. En una ocasión se pidió a los alumnos que describieran a Jesús, y una niña dijo que era un hombre frágil y afable, una representación de la que el señor Hope discrepó, aduciendo que por ser hijo de carpintero debía de tener fuerza suficiente para volcar las mesas de los mercaderes en el templo; y Louis pensó que por una vez al frágil y afable señor Hope no le faltaba razón.
Aunque su padre empleaba la mañana del domingo en la natación más que en el culto, la escuela dominical nunca había parecido optativa para los chicos Holland. Nueve meses al año Melanie los conducía hasta la escalinata roja de la iglesia después de dejar el coche en el aparcamiento y les daba un último empujoncito hacia las aulas mientras ella iba al santuario, donde solía ocupar un banco cercano al púlpito, no porque dicha proximidad la hiciera mejor cristiana (eso debía decidirlo Dios) sino porque le gustaba que se fijaran en la ropa que llevaba. Siguió yendo a la iglesia incluso después de que sus hijos cumplieran quince años y ya no se dejaban confirmar —Eileen porque las chicas con vida social necesitaban dormir mucho el domingo, y Louis porque estaba en pugna personal con todos los que iban a la iglesia—. Pese a diez años de escuela dominical, la huida permanente de toda responsabilidad no le acarreó mayor problema que el decir no, yo por ahí no paso. Era la demostración definitiva de que la autoridad eclesiástica no admitía comparación con la del distrito académico.
Tras dejar atrás las granjas de caballos, caminaba ahora por campos empantanados y densas matas negras de zarzas. Abandonada entre arbustos secos, con un aspecto adusto y profético, había una bomba de arena totalmente oxidada; como si acabaran de arrancarle del esqueleto la última carne, dos gaviotas se alejaban de allí. Louis las observó hasta que sus alas se disolvieron en la blancura del cielo y sus cuerpos quedaron reducidos a manchas oculares.
La carretera que iba a la playa parecía ascender y volatilizarse. Tan recta y tan larga se extendía que Louis se puso a trotar, quitándose la rigidez de las piernas, corriendo cada vez más deprisa. Al poco rato, mientras su respiración empezaba a hacerse dificultosa y veía el esparto y los fucos de las marismas subir y bajar con el movimiento de su cabeza, empezó a parecerle que estaba viendo una escena de película, una escena de un psicópata persiguiendo a una chica en paños menores, donde el punto de vista del asesino se ofrece mediante una cámara sujetada a mano y fuertes resuellos bronquiales en la banda sonora. Esta sensación se volvió tan intensa e inquietante, su respiración tan ominosa en sus oídos, que poco a poco, para recobrarse, empezó a cantar a voz en cuello. Surtió efecto, pero algo más debía de estar sucediendo mientras corría por la carretera, porque al pasar frente a un cuartel y aminorar bruscamente el paso notó como si hubiera salido corriendo no sólo de los marjales sino del propio domingo también, para acabar en las dunas de un innominado día octavo de la semana, de cuya existencia sólo él en todo el mundo sabía algo.
Una sirena ululaba dentro de su cabeza. El cielo (si cielo era la palabra para describir algo que empezaba justo delante de sus ojos) conservaba un blanco uniforme, pero ahora parecía que el sol estuviera cerniéndose más allá del umbral de visibilidad, a un tiro de flecha y de tamaño de usar y tirar, y como si, cuando la niebla despejara, los bordes más cercanos de un mundo en miniatura fueran a aparecer también, mientras un vacío líquido le venía pisando los talones desde la dirección de donde había venido, la del domingo, su madre y sus millones.
Entró en un aparcamiento. El perímetro estaba protegido por un destacamento de barriles verdes estampados con dos únicas palabras: POR FAVOR. Del lado del mar, matas de hierba playera parecían suspendidas en el aire, invisibles las dunas que las sustentaban. Por los pies creyó sentir el impacto de las olas, un leve estremecimiento. La sirena desalojó su cabeza y se ubicó en un solitario Le Baron tipo zueco aparcado al fondo del estacionamiento. Su alarma antirrobo estaba sonando. Luego el pitido cesó, pero había tensado algo dentro de la cabeza de Louis, un aparato a modo de músculo que continuó latiendo después de que el sonido desapareciera de ella.
Todavía estaba tratando de adivinar en qué clase de sitio se encontraba cuando un animal negro salió corriendo hacia él de detrás de uno de los barriles. Era un retriever, adulto y hembra. La perra patinó delante de él e hizo una pausa en actitud juguetona, la cabeza más baja que la cola. Luego saltó sobre él. Louis apartó las patas de su pecho, pero era como vérselas con una pelota de goma, las patas volvían a sus manos no bien tocaban el suelo. En una de sus chapas se veía el número 508 y un nombre: JACKIE. No había dueño a la vista. La perra le acompañó por una pasarela de madera hasta llegar a la arena, olfateando sus huellas a medida que se formaban.
La playa estaba saturada de lluvia y desierta de gente. Olas marrones se detenían en seco, como abortados quiebros de jugador de rugby, las fuerzas en conflicto trabándose sin mayores consecuencias. Muy al sur del aparcamiento, en un punto donde la playa se ensanchaba y un arroyo salía de las dunas acarreando un fango ferroso, la perra se puso a correr repentinamente. Giró la cabeza a un lado como si quisiera mirar a Louis pero tampoco quisiera aflojar el paso, y entonces, sin demostrar que eso le causara la menor pesadumbre, corrió más deprisa aún, alejándose por la playa, y se perdió de vista.
Louis sintió entonces una punzada de soledad. Se sentó en una roca y apoyó la barbilla en una mano. El mar tragaba aire como un enfermo; el tiempo entre el impacto de una ola y la formación de la siguiente se prolongaba. Las rompientes eran oscuras, cargadas de arena y de materia orgánica. Lo único que Louis pudo ver en la dirección hacia donde había huido la perra fue arena, agua, bruma.
Aunque se había reído, no le había sorprendido mucho enterarse de que Eileen hubiera intentado ya chupar de los nuevos recursos económicos de su madre. Desde pequeña Eileen demostró una gran habilidad para sacarle dinero a Melanie y apañárselas sola después. Durante sus años de adolescencia compartida, Louis solía cruzarse con ella en la escalera y ver que escondía uno o más billetes de veinte dólares, y después en el comedor encontraba más pruebas de una transacción, el bolso materno ocupando un sitio nuevo sobre la mesa y su propietaria recobrando visiblemente la compostura con un mensaje visual dedicado a él: Acabo de guardar el monedero, no me vengas pidiendo tú también. Lo cual era interesante, porque él nunca pedía nada, ni siquiera cuando sentía una necesidad más apremiante que la que pudiera tener Eileen por un trapito de Benetton u otra entrada para un concierto. Él nunca pedía porque parecía que Eileen se le adelantaba siempre. Y ello, a buen seguro, por una cuestión de oportunidad, pues si a Louis se le ocurría pedir alguna vez, siempre pensaba que era preferible esperar un poco ya que Eileen acababa de hacerlo, y mientras él esperaba ella volvía a pedir y de nuevo recibía. Estaba claro que si Eileen se le había adelantado en pedir dinero a su madre, lo había hecho tiempo atrás, de una vez y para siempre.
Tenía que llegar el día en que coincidieran en el pasillo y no se cruzaran sin decirse nada. Fue el mismo verano que Eileen metió el coche en el lago. Louis acababa de volver de segar la hierba, y en el pasillo de arriba la vio con sus acostumbrados billetes de veinte en la mano, billetes doblados en cuatro que ella sujetaba con la altanería del perro que se aleja victorioso de una pelea con el disputado pedazo de pollo entre los dientes. Un resentimiento de años y la fealdad de los dedos aferrados a los billetes hicieron decir a Louis:
—¿Cuánto llevas ahí?
—¿Cuánto llevo dónde? —dijo ella.
—En la mano. Podrías darme uno de ésos.
Ella le miró como si le hubiera propuesto que se quitara la blusa.
—¡Ni hablar! Ve tú a pedir. Esto me lo he pedido para mí.
—Ya —dijo él—, pero si acabas de pedir, ¿qué quieres que haga yo?
—Esto me lo he pedido para mí —insistió ella—. Si quieres algo, ve y pídelo.
—No me apetece —dijo él—. A mí, el dinero me gusta ganármelo.
Fue como si Eileen hubiera sabido de siempre que ese momento iba a llegar. Colorada de ira, le lanzó los billetes a los pies y se metió en su cuarto cerrando de un portazo. Más tarde, Louis oyó a su madre decir: «¿Eileen? Eileen, cariño, se te ha caído el dinero en el pasillo».
En realidad, Melanie tal vez hubiera preferido ser más equitativa, especialmente si ello no hubiera entrañado nuevos desembolsos. Sin duda se tomaba las peticiones de Eileen como otras tantas oportunidades de regañarla por su egoísmo y hacer de Louis y de su espíritu independiente un ejemplo a seguir. Pero como uno de sus hijos no le pedía nunca nada, dar al otro todo lo que pedía se convirtió en algo financieramente factible, aparte de más conveniente para ella. Eileen podía volverse anormalmente silenciosa y mala cuando se le negaba algo. En el comedor, se quedaba mirando la ropa y las joyas de Melanie con tal ahínco que conseguía envenenar el más sencillo de los placeres de su madre. No se aplacaba hasta que le ofrecían dinero o su equivalente en especies. Una conspiración, ésta entre madre e hija, privada de alegría, pero que funcionaba. El objetivo de la conspiración era mantener el dinero libre de veneno, y para alcanzar dicha meta sólo había que esquivar a Louis, ya que su padre podía satisfacer sus escasas demandas personales mediante reintegros directos y dejar todo lo demás en manos de Melanie. Sólo Louis —el pobre, malhumorado Louis— tenía la facultad de envenenar el dinero. La comodidad de los otros dependía del comedimiento de Louis. Y él ejercía este comedimiento, dejaba que Eileen fuese la mimada, y sólo una vez, al encararse con ella en el pasillo de arriba, hubo un pequeñísimo indicio de todo el veneno que se almacenaba en su interior.
Eileen fue al Bennington College. Era el mejor centro al que había asistido nunca y el que Judd, su novio de North Shore, había elegido. Era asimismo la escuela de estudios superiores más cara de toda la región. Ella y Judd habían roto antes de hacer el cursillo de orientación.
Dos años después Louis se fue a Rice. Rice era barata y le había ofrecido un buen subsidio. Trabajaba diecisiete horas por semana en el mostrador de préstamos de la biblioteca, lo cual tuvo el extraño efecto de hacer que su rostro fuera ampliamente reconocido en todo el campus. Además, Louis jugaba ávidamente al póquer y llevaba un registro en una libreta; hacia el final del penúltimo año sus ingresos medios semanales de tres años ascendían a la respetable suma de 0,384 dólares. Sin embargo, seguía acumulando deudas, y cuando se le presentó la ocasión de reducir gastos drásticamente durante el último curso, la aprovechó sin pensarlo dos veces y no puso en duda la conveniencia de hacerlo hasta más tarde, cuando ya empezaba a tener problemas.
Su padre le había puesto en contacto con un viejo amigo suyo de la escuela de graduados, un tal Jerry Bowles que daba clases en Rice y vivía con su mujer a pocas manzanas del campus, en Dryden Street, al sur de Shakespeare y al norte de Swift. El señor Bowles padecía una dolencia cardiaca y buscaba un estudiante que pudiera hacer trabajos de jardinería en verano y otoño a cambio de media pensión. Louis le pareció el hombre ideal para el puesto. Cuando regresó a Houston a fines de agosto, los Bowles fueron a buscarlo al aeropuerto.
Durante la entrevista que habían mantenido la primavera anterior, los Bowles se habían mostrado dinámicos y pragmáticos, pero ahora que Louis acababa de llegar, como un juguete comprado por catálogo, eran como niños disputando por desempaquetarlo y ver si funcionaba tal como ellos habían esperado. Los Bowles tenían un juguete propio, su única hija, pero estaba estudiando fuera y al parecer ya no se divertían jugando con ella. Louis les entusiasmó. Cenando la primera noche, no dejaron de interrumpirse el uno al otro:
—MaryAnn está muy contenta de poder prepararte la comida…
—Jerry, cómo no voy a prepararle la comida, si le ofrecimos…
—¿Tienes algún tupperware para…?
—Louis, yo siempre estoy en casa. Siempre estoy en casa, así que cuando quieras venir, da absolutamente igual que…
—Claro que respecto a la cena somos un poco más estrictos…
—Oh, Jerry, por Dios, cómo se te…
Louis, flanqueado por ellos en la mesa, se comió su chuleta de cerdo y se atuvo a sus asuntos como había hecho en el tren elevado de Chicago, cuando un maníaco se puso a largar un sermón. Había cometido un error, de eso se daba cuenta. Se había subido al vagón equivocado. Pero su viaje no era de placer, sino para ahorrar dinero.
El señor Bowles lucía una barbita canosa y tenía una pipa que se dedicaba a morder y en la que todavía fumaba a veces. Cuando no estaba enseñando lingüística, patrullaba su finca en busca de malas hierbas y ramas podridas y losas torcidas; grifos que goteaban, tablas que chirriaban, puertas que se atrancaban, mosquiteras rotas y ventanas sucias. Sus martillos, sierras y alicates colgaban en tableros ad hoc con cada herramienta subrayada en magic marker negro. No parecía tener amigos ni aficiones. Gustaba de explicar a Louis cómo se hacían las cosas en su casa. Racionalizaba hasta el más mínimo detalle las maneras culinarias de su esposa, explicando cómo se había decidido por cocinar las verduras al vapor en lugar de hervirlas, cómo se preparaba un puré de patata cremoso y cómo, con los años y las aportaciones de él, había llegado a la decisión de no comer carne más de dos veces al día. Perfilaba métodos ergonómicos de apilar platos y leer un periódico. Tema recurrente era el descalcificador de agua y sus múltiples virtudes. Louis escuchaba estos discursos con una compasión rayana en el horror.
—Mira cómo te mira —dijo MaryAnn—. Jerry, mira cómo te está mirando Louis.
—¿Ocurre algo? —preguntó un señor Bowles en proceso de ofenderse.
—A lo mejor se ha cansado de oírte hablar de agua descalcificada —dijo MaryAnn.
—Lo siento mucho —dijo Louis, meneando la cabeza como para quitarse las telarañas—. Estaba pensando en…, en otra cosa.
MaryAnn pestañeó:
—¿En un poco de tarta de arándanos à la mode, quizá?
MaryAnn era más joven que su marido. Llevaba chales y sandalias y vestidos con estampado de flores y escote bajo para realzar sus grandes senos de venas azuladas. Se la encontraba a menudo, callada, silenciosa, en el rincón del luminoso cuarto de la lavadora donde planchaba camisas, fundas de almohada y calzoncillos. La casa estaba llena de lugares donde ella descansaba. Tenía libros cerca de todos esos sitios y a veces se la veía dejar uno (Sigrid Undset, Edith Wharton, D. H. Lawrence), pero parecía que los marcapáginas nunca avanzaban. Los almuerzos que le preparaba a Louis eran descorazonadores: bocadillos de durísimo pan integral, palitos de zanahoria, conservas de sandía, peras Bardett, tajadas de pastel amarillo casero. Los almuerzos que él se había preparado en Evanston solían consistir en salchichas, pan blanco, un plátano, Twinkies cuando los había y una bolsa de patatas fritas Del-Mark. En toda su vida no había visto patatas fritas Del-Mark en ninguna otra parte salvo en la cocina de su madre.
Tuvo el tacto suficiente de esperar cuatro días antes de decirle a MaryAnn que no tenía pensado cenar en Dryden Street. Y que lo mejor sería meter el almuerzo y la cena en una misma bolsa para llevar al campus.
MaryAnn, sin duda, ya se lo esperaba:
—Hecho —dijo con tristeza—. Aunque comprenderás que no puedo alimentarte como es debido si no es en una mesa.
No era, le dijo Louis, que no le gustara cenar con ellos. Pero tenía que preparar la tesina y luego estaban sus obligaciones como responsable de la emisora KTRU.
—Bueno —dijo MaryAnn—. Podrías cenar los domingos en casa, ¿no? Y cualquier otro día, si te apetece.
No sería ésta la última vez que revisaba el silogismo: 1) necesitaba mostrarse educado porque 2) aquí sacaba bastante dinero y 3) por lo tanto no acumulaba deudas.
—El domingo, por supuesto —dijo—. Cuente con ello.
Nadie le había preparado el desayuno a diario desde hacía quince años, y Louis no había visto jamás nada parecido a los desayunos de MaryAnn. Había bollos recién hechos, muffins de salvado recién hechos, muffins de maíz recién hechos también, lonchas de beicon. Había tortitas de bayas, salchichas de ternera al hinojo, torrijas y suflé de queso, y filete y huevos. Había huevos revueltos con cebollino y nata agria, huevos benedict, cereales integrales con nata y azúcar moreno, pomelo asado, pan casero de uva y canela, melocotones con helado de vainilla, rajas de melón con fresas en los huecos. Después de servir el desayuno, MaryAnn se sentaba a tomar café en silencio, enseñándole el perfil, los descollantes pechos. Para él, sentarse a la mesa era rememorar una vez más los términos del conflicto moral: Sería preferible no aceptar esta comida; pero tenía hambre y todo parecía muy apetitoso. Continuó con los desayunos incluso cuando la lástima que sentía por su anfitriona empezó a dar paso a algo parecido a la alarma. Fue un momento duro cuando descubrió que ella le había estado remendando los calcetines. Peor todavía fue cuando un disc-jockey de la KTRU le abrió la bolsa de la cena y encontró el tupperware tamaño porción de tarta que él había declinado repetidas veces, y una nota de MaryAnn que decía: Quizá podrías comprarte un poco de helado para acompañar la tarta.
Un viernes por la noche, en enero, volvió a casa tarde con la cabeza llena de tequila y se encontró a MaryAnn de rodillas en el comedor, abriendo la colección de tazas y platos de té Wedgwood que tenía en el aparador. «¿Cómo está mi monaguillo?», dijo. MaryAnn pensaba que su sempiterna camisa blanca y pantalón negro daba a Louis un aire de acólito. Le dijo que se sentara. Louis lo hizo, inclinando el cuerpo en la dirección que más deseaba tomar: escaleras arriba. Ella fue sacando la porcelana, pieza por pieza, murmurando que tenía que deshacerse de todo aquello, venderlo quizá, qué tontería de vajilla, no tenía idea de cuántas tazas podía haber. Finalmente quedó rodeada por la colección completa, las borlas del chal en abanico a su alrededor.
—Coge algunas —dijo colérica, dejando un plato y una taza sobre el regazo de Louis—. Coge un par, coge cuatro. ¿Quién diablos quiere todo esto? Nadie.
—A mí me gustan —dijo Louis, pálido y transpirando—. Son bonitas.
—Sabes —dijo ella—, de joven yo estaba enamorada de Inglaterra. Del país entero. Pensaba que allí me habrían considerado bonita, ó que ese punto no tendría la menor importancia. Como si Inglaterra fuera una liga de segunda división en la que yo destacaría.
—Usted es bonita —dijo el tequila.
MaryAnn negó con la cabeza.
—Cuando me saqué la licenciatura en Inglés estaba en Nueva York. Entré a trabajar para Duncan McGriff, una agencia literaria muy importante. Supongo que teníamos algunos clientes famosos, pero en realidad el dinero lo ganábamos cobrando derechos de lectura. Yo no era lectora. Era la encargada de coger los informes manuscritos de los lectores y convertirlos en cartas escritas personalmente por Duncan. Disponía de una hoja con veinte maneras diferentes de personalizar las cartas, de decir que Duncan se había leído el manuscrito sentado en su casa junto a la piscina, donde sus tres queridos hijos no paraban de alborotar. O que había leído el manuscrito en la cima de un monte mientras contemplaba una gloriosa puesta de sol. Esto es literalmente lo que tenía que escribir. Pero lo triste es que, por malo que fuera el manuscrito, siempre me tocaba decir que la obra prometía mucho pero todavía le faltaba algo para ser comercial. Y en esto había varios grados, porque algunos (personas inocentes de Nebraska, por ejemplo) nos mandaban sus manuscritos una y otra vez, pagaban los derechos religiosamente, y nosotros nunca decíamos que sí del todo, o que no del todo. El mismo trato recibía yo de Duncan, por cierto, pero ésa es otra historia. Trabajé cinco años en la agencia. Estaba yo allí sentada en mi sillita delante de mi mesita el día que llegaron los del Ministerio de Justicia y clausuraron el negocio por una cosa todavía peor que también hacíamos. ¡Y yo con veintiocho años, Louis! Fue como recibir una puñalada. Qué curioso, veintiocho años me sigue pareciendo mucho, como si nunca hubiera sido más solterona de lo que lo era aquel año. No me lo podía creer, quiero decir, en qué habían terminado todos esos años. Pero en fin, me casé con Jerry, y ahí fue donde empezó el verdadero pánico, porque la sensación no desaparecía ni a tiros; la sensación de haber perdido la oportunidad de vivir como yo quería. Todo se me iba de las manos, sólo que ahora era mucho peor, porque ahora era una mujer casada. Y no es que Jerry…, bueno, ya le conoces. No fue culpa suya. Yo sabía cómo era y me casé con él. La culpa fue mía. ¿Y sabes cuando empiezas a darle vueltas y más vueltas a algo que se te mete en la cabeza, y tienes insomnio y todavía te resulta más difícil dormir?
Louis giraba en lenta deriva hacia el centro de su vacía taza de té. MaryAnn le miró con ojos colmados de dolor y preocupación, como si fuera de él, no de ella, de quien sentía lástima.
—Bien —dijo en voz baja—, al ver que todo seguía igual una vez casada, me convencí de que así sería siempre. Conseguí que Jerry me odiara, y luego me dije: Tengo un marido que me odia. ¿Entiendes? Existe un tipo de soledad que contraes como una enfermedad y ya no te la quitas de encima. Un absurdo que eres incapaz de subsanar. Y pasó lo mismo cuando adoptamos a Lauren. Como todo lo demás, la idea fue mía. Necesitaba parar la caída, y lo único que sabía era que jamás había visto a una mujer que no amara a su bebé. Pero, Louis… —afloraron lágrimas a sus ojos y a su voz, y luego retrocedieron—. ¡Yo no tenía fe! ¡No tenía fe! Todo el tiempo que estuvimos en tratos con la agencia me sentía fría y muerta por dentro. Intenté racionalizarlo. Me dije, todo cambiará en cuanto la tenga (o lo tenga, no lo sabíamos) en brazos. Pero en el fondo de mi corazón, sólo pensaba: Puede que esto tampoco funcione. Puede que yo sea la mujer a la que ni la maternidad es capaz de cambiar. Esto era lo que yo sentía, en el fondo de mi alma, y aun así no me eché atrás. Pese a que tenía náuseas cada vez que hablábamos con los de la agencia. Me sentía enferma, enferma de culpa y del esfuerzo de fingir que sentía algo que no sentía. Y cuando ella llegó… La verdad es que fue un poco decepcionante que la niña tuviera ocho meses. Claro, si a alguien tenía que tocarle el bebé de ocho meses, tenía que ser a mí.
Se meció un poco, presionándose los pechos con los brazos cruzados. Louis se preguntó vagamente qué había de malo en que un bebé tuviera ocho meses, pero…
—Pero era eso o nada, y ya has visto que Jerry y yo no hablamos las cosas, sólo nos echamos mutuamente las culpas después. Y lo peor no fue eso. Lo peor fue que Lauren se dio cuenta. Aunque era muy pequeña se daba cuenta de mis dudas. Se daba cuenta de que yo no me sentía su madre de verdad. ¿Y cómo podía culparla por todas las cosas que me hacía? Por morderme como un animal. Por ser tan malhablada. Por toda el ansia y el miedo cuando no volvía a casa. ¿Qué podía sentir yo sino culpa? Culpa, Louis, eso era lo que más sentía. Esta era nuestra vida, la única que teníamos, y mira lo que había hecho yo con ella. No se me iba a presentar otra oportunidad. Nunca. ¿Lo entiendes?
Le miró suplicante, inclinada al frente, como si quisiera derramar sus pechos a los pies de Louis. Habría olvidado con quién estaba hablando. Debía de pensar que cuando levantara la vista para mirarle, él la tomaría en brazos y la rescataría. Pero sólo vio a un estudiante borracho reprimiendo un bostezo.
—Dios mío —MaryAnn volvió la cabeza, furiosa consigo misma—. ¿Por qué, Señor, por qué tengo que abrir la boca?
Después de aquella noche, las cosas entre ellos fueron más claras, más parecidas a la relación de Louis con su madre, más realistas. MaryAnn no volvió a contemplarle mientras desayunaba; haberle explicado su vida le permitía estar en cualquier parte de la casa. Él ya formaba parte de la familia, entendiendo por familia acción a distancia, campos invisibles que atraviesan las paredes. Louis empezó a contar cuántas semanas le faltaban para irse de Dryden Street.
En las vacaciones de Pascua los Bowles le instaron a que invitara a alguien para dar cuenta del costillar de caribú ártico que un colega del señor Bowles les había traído de Elsemere Island. Louis llevó a una amiga suya, disc-jockey de la KTRU, por la que se había enterado de quiénes eran Richard Strauss y Wagner y con la cual, en común oportunismo, había pasado algunas tardes en una cama del dormitorio de estudiantes. MaryAnn parecía haber intuido esta circunstancia. Mientras se zampaban el caribú no dejó de tratar a la chica con aire condescendiente, insistiendo en la belleza de su pelo, como si estuviera claro que a efectos de físico ella no tenía otra cosa que valiera la pena. Después, mientras Louis la acompañaba a casa, la chica dijo que la señora Bowles no le había caído muy bien.
—Está como una chota —dijo Louis—. Los dos están locos.
No obstante, le había calado la idea de que su amiga no era necesariamente digna de él, y no tardó en tratarla con la misma condescendencia hasta que la evitó por completo.
Al día siguiente se levantó muy tarde con unas náuseas que atribuyó al dudoso sabor del caribú. Cuando salió al pasillo en calzón corto y camiseta gris, tardó unos instantes en advertir la presencia de la chica apoyada en una pared del nicho que había tras el hueco de la escalera. Fue como cuando uno descubre que ha entrado un pájaro en casa y que por muy quieto que esté se te puede lanzar a la cara en cualquier momento. El sitio donde la chica permanecía parada era precisamente el tipo de lugar fortuito e impensable en que un pájaro desorientado se posaría, y donde al propio Louis se le podía encontrar cuando estaba en Evanston. La chica llevaba un ajustado top negro y una minifalda a cuadros grises y blancos; tenía una mata de pelo rubio estilo Barbie, piernas largas, calcetines mini de color verde y zapatos brillantes. Apretaba los puños, lo mismo que las mandíbulas. Su pecho parecía subir y bajar al ritmo que le marcaba la cólera. Lanzó a Louis una mirada incendiada, y él notó una conmoción entre sus costillas, como si el corazón le hubiera echado a volar y fuera a atacarle con el pico.
Buscó refugio en el cuarto de baño. Se lavó el pelo en la ducha pero olvidó lavarse el resto del cuerpo. Se quedó desnudo mirando alelado el water pik de los Bowles y luego, mecánicamente, se duchó otra vez. Se lavó una vez más la cabeza y de nuevo olvidó lavarse el resto. Fue como si se hubiera descubierto al borde de una charca oscura y profunda con la inscripción LAUREN y hubiera dicho: Al carajo, antes de lanzarse de cabeza.
Una hora después, al pie de la escalera, intercambió saludos con otra cara nueva, un joven tejano de rasgos francos y honestos y un corte de pelo castrense, que estaba leyendo el periódico en el salón.
—Tienes la comida encima de la mesa, Louis —dijo MaryAnn en la cocina.
Louis se la quedó mirando. ¿Cómo podía existir una persona tan irrelevante? ¿Dónde estaba Lauren? ¿Iba a tener que comer con ella? Señaló vagamente con el dedo hacia el este.
—Necesito ir a la emisora —dijo.
—¿Quieres que te lo envuelva? Estábamos a punto de sentarnos a la mesa.
Notó una mano entre sus omóplatos. El señor Bowles, que le empujaba suavemente hacia la mesa de la cocina.
—Tienes diez minutos, siéntate un poco y carga ese motor, hombre.
—¿No libras esta semana? —dijo MaryAnn.
Cortado en dos diagonalmente, un sándwich de caribú le esperaba en el plato. Los Bowles atacaron los suyos con insólito apetito, ignorando las voces que sonaban en el salón y los pasos en la escalera, mordisqueando sus sándwiches con la cabeza ladeada como animales hambrientos y ansiosos arrinconados por una hija que, con andares desmañados y sin timidez aparente, entró en la cocina justo en el momento en que una tajada de carne correosa volaba a la tierra de nadie entre el sándwich y la boca de Louis.
—Lauren, te presento a Louis. Louis, nuestra hija Lauren.
—Mumf —dijo él.
—Hola, encantada —dijo Lauren sin entusiasmo. En nada se parecía al desastre o el esperpento que las palabras de MaryAnn le habían hecho esperar. Su bronceado compacto, sus pendientes de turquesa, su reloj Mickey Mouse y la remolonería con que movía una cadera la calificaban de típica estudiante tejana frívola y pasota. Tenía la piel tersa, la boca grande y bajo los ojos profundas sombras color de yodo que parecían permanentes. En el dorso de la mano se había escrito algo con boli. Les dijo a sus padres que se iba con Emmett en coche a la playa de Galveston a pasar la tarde. Antes de dejar la cocina Lauren se detuvo para mirar detenidamente a Louis: sus gafas de aviador, sus tenues rizos, su sándwich destripado, su envolvente rubor. La expresión de ella fue de vacío absoluto.
—Tenemos una relación muy franca con Lauren —explicó el señor Bowles cuando ella se hubo ido.
—Emmett es su novio —añadió el señor Bowles.
—No pensábamos que fuera a venir —explicó el señor Bowles.
—Es un espíritu inquieto —afirmó el señor Bowles.
—¡Dios! Está llena de energía. Llena de vida —reflexionó el señor Bowles.
MaryAnn hincó los dientes en el último pedazo de su sándwich.
—Espero que Emmett no la deje conducir —concluyó el señor Bowles.
Cuando Louis llegó a casa aquella noche, los tres Bowles y Emmett estaban comiendo helado en el comedor. MaryAnn se dirigió silenciosa a la cocina para llevarle la cena.
—Ya he comido —dijo él, al pie de la escalera. Una vez arriba se detuvo el tiempo suficiente para oír a Lauren:
—Supongo que se pasa el día estudiando, ¿no?
—No le asusta trabajar —afirmó el señor Bowles.
—Oh, qué bien —dijo Lauren.
Fue todo lo que Louis oyó. Boca y ojos muy abiertos, cerró la puerta de su cuarto y se echó en el suelo y se estiró. No se cansaba de estar en el suelo. En su fiebre oyó que Lauren y Emmett iban al cine y regresaban a las doce. Oyó abrirse una cama turca para Emmett en el estudio de Bowles, y luego un sueño febril de voces, música, pasos y abrir y cerrar de puertas que pareció prolongarse toda la noche e involucrar a docenas de personas.
A la mañana siguiente, en la sucursal de Soundwaves, estaba rebuscando entre los elepés de Thelonious Monk por encargo de la emisora cuando vio que Lauren Bowles estaba en el pasillo contiguo. De espaldas a él. Llevaba una camisa de hombre y cabeceaba ligeramente al compás optimista, generado por máquina de ritmos, de un tema pop británico que sonaba en el equipo de la tienda. Lauren devolvió un par de cd a su lugar en el apartado JAZZ —letra B— y siguió mirando en Coleman, Coltrane, Corea. Luego pasó de nuevo a la B. Por dos veces hizo un gesto brusco con el hombro, como si estuviera retorciéndole el pescuezo a un animal pequeño, y al instante se disponía ya a salir, mirando de pasada los discos nuevos apilados junto a la caja registradora.
Una vez afuera, Louise la vio apoyar una rodilla en el suelo y anudarse un zapato entre dos coches aparcados. La presa raramente permite que un cazador esté tan cerca como él lo estuvo de ella en ese instante. Se encontraba unos seis metros detrás de Lauren cuando ésta se desabrochó el último botón de la camisa e hizo aparecer los dos cd robados, que cayeron limpiamente dentro de su bolso. Luego lo cerró y cruzó la calle entre la circulación.
Era el sábado antes de Pascua. En Rice todo estaba cerrado. Louis volvió a Dryden Street con sus compras y encontró a MaryAnn haciendo caramelo, una olla grande de caramelo que inundaba la casa de un olor cáustico a mantequilla y azúcar. Subió a su cuarto, abrió el segundo volumen de la correspondencia de Flaubert. No había leído ni dos palabras cuando, unos quince minutos después, la puerta se abrió y se cerró detrás de él.
Lauren estaba allí de pie con una mano en el tirador, el botón inferior de su camisa todavía desabrochado, batiendo la habitación con una expresión de estar tramando algo. Momentos después se sentó encima de la mesa y, moviéndose lateralmente, se instaló sobre Flaubert. El lomo del libro se partió audiblemente.
—Es la Lista de Listos del Decano —dijo—. Tú te llamas así, ¿verdad? —controló por momentos la reacción de Louis a sus palabras.
—¿Dónde está Emmett? —dijo él.
Lauren se inclinó hacia atrás, extendiendo los brazos, e hizo caer un bote con bolígrafos.
—En Bay City, ha ido a ver a su abuelo. Me preguntó si quería acompañarle, lo cual fue todo un detalle teniendo en cuenta que no paran de decir que el abuelo está más amarillo que un limón. No sé qué enfermedad tiene.
—Ictericia.
—Guau. Tú lo sabes todo, ¿no?
Louis siguió mirándola a los ojos, ella evitó los de él.
—¿Ves este anillo? —Lauren le plantó la mano izquierda delante de las narices—. Costó tres mil dólares. Es un diamante, tres cuartos de quilate. ¿Te gusta?
—No.
—¿No te gusta? ¿Qué le encuentras de malo?
—De entrada, estos pinchos espantosos.
—Oh —ella retiró la mano e inspeccionó jovialmente la sortija desde varios ángulos poco elucidatorios. Tenía pequeños espacios parejos entre los dientes—. Sí que son un poco…, ¿verdad? Vaya, por lo que veo eres muy observador.
Dejó estar el anillo y alcanzó un libro de un estante, levantando las rodillas para mantener el equilibrio.
—¿Qué es esto? —abrió un ensayo separando de tal manera las páginas que la portada y la contraportada se tocaron, y un taco de páginas cayó encima de las piernas de Louis—. Uy. Lo siento. Eh, ¡pero si está en francés! ¿Sabes leer francés? ¿Por qué no me dices algo en francés?
—No.
—Venga… —el tono burlón había modulado la homogeneidad tonal de la chica que piensa que un tío se está portando como un capullo y quiere que se deje de chorradas de una vez. Venga…
—Je ne veux pas parler français avec toi. Je veux commettre crimes avec toi.
—Jo —dijo ella con profundo sarcasmo—. ¡Y encima sabes!
El olor a caramelo irritaba los ojos y la nariz de Louis. El cansancio le sobrevino de golpe. No tenía nada que decir. Lauren levantó una pierna y saltó ágilmente de la mesa.
—¿Te gusta esta casa? —preguntó—. ¿Te gustan mis padres?
—A ti te parece que me gustan, ¿a que sí?
Lauren no respondió. Se había puesto tensa; estaba mirando hacia la puerta; había oído algo en el pasillo. Rozó la cama de Louis como si fuera a sentarse en ella, pero cambió de parecer y corrió de puntillas a la puerta. Se sentó en la moqueta y aplicó la cabeza al ojo de la cerradura, para escuchar.
—¿Lauren?
MaryAnn había hablado desde media escalera. Lauren puso cara de imbécil e hizo como que pronunciaba su nombre.
—¿Lauren?
MaryAnn había terminado de subir y enfilaba ya el pasillo. Se detuvo frente a la puerta. Fue el momento escogido por Lauren para cerrar los ojos y gritar con fuerza: un grito físico, un grito de sorpresa placentera. Acto seguido empezó a jadear, a producir tosecitas de fingido éxtasis, a arrastrar los pies por la moqueta. Miraba con odio la cama de Louis, y lo que estaba haciendo con los pies también tenía rabia.
Louis inclinó la cabeza sobre el destrozado Flaubert y rió sin alegría. MaryAnn estaba bajando otra vez las escaleras. Lauren se puso de pie y sonrió cruelmente al suelo, como si tuviera rayos X en la vista y pudiera ver a su madre entrar en el comedor y derrumbarse en una de las sillas adosadas a la pared. Entonces la cama de Louis le llamó la atención. Se subió de pies y empezó a saltar. Al poco rato los muelles gemían y la pata ligeramente más corta que las otras tres estaba golpeando el suelo.
—Su-bey-ba-ja, su-bey-ba-ja —canturreó Lauren acoplando las palabras al ritmo de los muelles—. Me-tey-sa-ca, me-tey-sa-ca. Su-bey-ba-ja. Me-tey-sa-ca.
—Basta —dijo Louis, más irritado que otra cosa—. Ya ha captado el mensaje.
Lauren paró.
—¿Te molesto?
—Te falta un tornillo —dijo él sin mirarla—. O varios. O tienes una idea equivocada de mí.
—Pero te gusto, ¿no? —preguntó ella desde el umbral.
—Oh, sí. Me gustas. Me gustas.
El nuevo álbum de Eurythmics estaba sonando en el equipo de audiófilo del padre de Lauren cuando Louis salió sigilosamente de su cuarto, bajó las escaleras y salió por la puerta principal en busca de aire que no apestara a caramelo. Al regresar por la tarde de un largo paseo sin destino, rodeó dos veces la casa pero no vio indicios de jovencitas. Después, el señor Bowles le dijo que Lauren y Emmett habían vuelto a Beaumont para pasar el domingo de Pascua con la familia del novio. MaryAnn no le dirigió la palabra hasta una semana después.
El retriever había vuelto. Louis, tieso de frío, vio correr a la perra describiendo arcos en la arena, ágiles tangentes a lo largo de la línea de espuma que avanzaba y retrocedía. Oyó voces procedentes del aparcamiento. Al cabo de un rato el aire blanco produjo tres siluetas jóvenes o más o menos jóvenes, desplegadas en la playa y que parecían peinarla metódicamente. El que pasó por delante de él era un joven oriental, alto y en anorak de pluma y pantalón holgado blanco de marinero. El tipo miró lúgubremente a Louis, le saludó apenas y pasó de largo, abriendo baches en la arena de puro asco o respondiendo a un impulso gamberril.
La persona más cercana al agua tenía dificultades con la perra. Era un barbudo caucásico cuyas gafas se sostenían mediante una cinta elástica negra. Jackie trataba de morderle los codos. «¡Fuera! ¡Vete! ¡Largo de aquí!», le ordenó el hombre mientras la perra ladraba e intentaba acorralarlo entre dos olas ya rotas zigzagueando rápidamente en la arena. El tipo dio un tremendo puntapié al aire, y Jackie se alejó. Mientras tanto la tercera persona, una mujer de pelo corto y negro, había seguido corriendo y sudadera y tejanos se perdían ya en la blancura. Fue la persona que, cuando el grupo volvió en formación cerrada a los pocos minutos, dijo «Voy a preguntarle a este tío», en voz no lo bastante baja para que Louis dejara de percibirlo. La mujer se le acercó. Tenía un rostro menudo y agradable, nariz breve y bonitos ojos castaños. Su expresión era intensamente risueña, hurañamente risueña.
—Perdone la molestia —dijo—. ¿Lleva aquí mucho rato?
El barbudo se detuvo detrás de ella, y a Louis se le pasó por la cabeza que aquellos tipos eran polis de paisano; no vacilaban en nada.
—Sí —dijo—. ¿Están buscando algo?
Antes de que ella pudiera responder, Jackie se lanzó sobre el barbudo, enganchándose las patas delanteras en el cinturón y siendo arrastrada de puntillas al intentar el hombre zafarse. Las manos en alto, miró a Louis con aire de reproche.
—El perro no es mío —se defendió Louis.
—Buscamos irregularidades en la arena —dijo la risueña. Extendió el brazo hacia un lado y chascó los dedos y los chascó otra vez, llamando la atención de la perra maquinalmente, sin dejar de mirar a Louis. Era unos pocos centímetros más baja que él y unos cuantos años mayor; su pelo oscuro mostraba algunas canas—. Podía ser que hubiera visto algo si estaba aquí cuando el terremoto.
Louis la miró sin entender.
—Somos de Harvard, Departamento de Geofísica —explicó el barbudo caucásico con voz áspera, impaciente—. Notamos el terremoto y conseguimos establecer aproximadamente su epicentro. Ha sido lo bastante grande como para que haya efectos superficiales en la arena.
Louis frunció el entrecejo.
—¿De qué terremoto habla?
La mujer miró de soslayo al barbudo. La perra le estaba lamiendo los dedos.
—El de hace una hora y media —dijo.
—¿Ha habido un terremoto hace una hora y media?
—Sí.
—¿Por esta zona?
—Sí.
—¿Y ustedes han notado algo, desde Cambridge?
—¡Sí! —la sonrisa estaba a punto de desbordarse, en vista de la confusión de Louis.
—Mierda —Louis se puso rígidamente en pie—. ¡Me lo he perdido! Pero, un momento, a lo mejor no ha sido tan grande.
Con un suspiro ruidoso, el barbudo enseñó el blanco de los ojos y siguió playa arriba.
—No era pequeño —dijo la mujer—. Yo calculo que una magnitud de 5,3. La ciudad no está en ruinas ni nada de eso, pero una intensidad de 5,3 se registra en todo el mundo. A nuestro colega Howard —dedicó un poco de risueñidad al oriental, que estaba tirando piedras rasas entre ola y ola— eso le hace muy feliz, como puede comprobar. Significa disponer de mucha información.
Louis recordó el coche con la alarma antirrobo en plena serenata.
—¿Y dice que no ha notado nada de nada? —preguntó la mujer.
—Nada.
—Qué pena —sonrió de un modo extraño, mirándole directamente a los ojos—. Ha sido un bonito seísmo.
Louis miró a su alrededor, desorientado todavía.
—¿Esperaban que la playa estuviera patas arriba?
—Sentíamos curiosidad, es todo. A veces la arena se hunde y se agrieta. También puede pasar que se licúe y produzca una especie de hervor en la superficie. Hace unos doscientos cincuenta años hubo aquí un terremoto que produjo daños importantes. Esperábamos ver algo similar. Pero… —chascó la lengua—. No ha sido así.
Al borde del agua, el colega Howard estaba jugando con la perra, dándole golpecitos detrás de las orejas, alternativamente, mientras la cabeza iba a un lado y al otro.
—¿Las casas de por aquí podrían haber quedado destrozadas?
—Según lo que entienda por destrozado —dijo la mujer—. ¿Tiene una casa?
—Es de mi madre. Bueno, de mi ex abuela, y a usted seguramente no le interesará, pero resulta que es la persona que murió en el terremoto de la semana pasada.
—¡No! ¿De veras? —dijo la mujer. La preocupación le sentaba mejor que la risa—. Cuánto lo siento.
—¿Sí? Pues yo no. Apenas la conocía.
—Lo siento mucho.
—¿Qué es lo que sientes? —le preguntó Howard a la mujer, viniendo de la orilla.
Ella señaló a Louis.
—La abuela de este… señor fue la que murió en el terremoto del 6 de abril.
—Mala suerte —dijo Howard—. Lo normal es que no haya muertos, con tan poca intensidad.
—Howard es experto en sismicidad superficial —dijo ella.
Howard miró hacia el cielo blanco como deseando que aquella descripción no se ajustara a la verdad. Su peinado recordaba a un coco partido por la mitad.
—¿Y usted? —preguntó Louis a la mujer.
Ella apartó la vista, sin responder. Howard dio un manotazo a la perra en el hocico y echó a correr, haciendo extravagantes fintas mientras el retriever lo perseguía. La mujer se apartó de Louis, más fría que risueña ahora, como en señal de despedida. Al ver que él la estaba siguiendo, su rostro registró un mohín de alarma, y empezó a andar a paso vivo. Louis metió las manos en los bolsillos y adecuó sus pasos a los de ella. Tenía un leve interés predatorio por aquella mujer menuda, pero sobre todo quería información.
—¿En serio que ha sido un terremoto?
—Ajá. En serio.
—¿Cómo sabe que ha sido aquí?
—Oh, pues… gracias al instrumental y a una conjetura bien fundamentada.
—Ya. ¿Y cuál es la causa de estos terremotos?
—Una ruptura de roca bajo tensión a lo largo de una falla situada varios kilómetros bajo nuestros pies.
—¿Puede concretar un poco?
La mujer volvió a ser risueña y meneó la cabeza:
—No.
—¿Va a haber más?
—Categóricamente sí —dijo ella, encogiendo los hombros—, si está dispuesto a esperar un centenar de años. Probablemente sí si espera sólo diez. Probablemente no si se marcha de aquí la semana que viene.
—¿No significa nada que haya habido dos terremotos seguidos?
—Nada específico. En California podría significar algo, pero aquí no. Es decir, claro que significa algo; pero no sabemos qué.
Hablaba como si quisiera ser precisa por la precisión misma, no por deferencia a él.
—Por regla general —dijo—, si se siente un terremoto en esta zona es que está produciéndose en una falla de la que nadie tenía conocimiento, a una profundidad peculiar y en un contexto de esfuerzos locales que prácticamente nadie ha estudiado. Hay que ser fundamentalista para hacer una predicción ahora mismo.
Los cabellos blancos que tenía entre los oscuros parecían estar posados sobre éstos, más que fundirse con ellos. Su cutis era de color crema.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Louis.
Dos ojos sobresaltados y serios fueron a posarse en él.
—Treinta, ¿y usted?
—Veintitrés —dijo él ceñudo, como si su cálculo hubiera dado un resultado imprevisto. Le preguntó cómo se llamaba.
—Renée —dijo ella, lúgubre—. Seitchek. ¿Y tú?
En el aparcamiento, Howard tenía un pie sobre el vientre de la complacida Jackie y el barbudo estaba apoyado en un automóvil ridículo, un sedán de finales de los setenta con la suspensión baja, un techo de vinilo a medio despintar, flancos ondulados de color blanco, pedazos grises de antiguos remiendos y ni un solo tapacubo. Era un AMC Matador. El barbudo tenía la cara alargada y los labios rojos. Los cristales de sus gafas tenían forma de televisor, y los bajos de sus tejanos estaban metidos en unas botas marrones de faena. Por el simple hecho de haberse parado junto al barbudo, Renée pasó de tener cierto atractivo a carecer de él.
Por lo visto, el Matador era de Howard.
—¿Quieres que te deje en alguna parte? —le preguntó a Louis.
—Hombre, pues en mi casa.
—Yo que tú —dijo el barbudo— me marcharía en seguida y me aseguraría de que todo está en orden.
Renée señaló con el dedo a Louis.
—Es lo que está haciendo, Terry. Marcharse en seguida.
—Pues eso es lo que digo —dijo Terry—. Yo no digo nada más.
Renée volvió la cabeza e hizo una mueca. Howard abrió el coche. Louis y Terry montaron detrás, hundiendo los tobillos en cartones de pizza, latas de coca-cola y calzado deportivo. La radio del coche se encendió con el motor. Radiaban un partido de los Red Sox.
—¿Y el perro? —dijo Renée.
Howard se encogió de hombros y metió la marcha atrás.
—Espera, Howard, la vas a atropellar.
Miraron por sus respectivas ventanillas tratando de localizar a la perra. Louis se decidió a salir del coche y mirar detrás, donde el tubo de escape estaba despidiendo nubes negroazuladas del humo más pestilente que jamás había olido en un coche. Un humo que revistió su tracto respiratorio como un azúcar venenosa. Montó de nuevo, ni rastro del perro.
—A propósito, éste es Louis —le explicó Renée a Terry desde el asiento delantero—. Louis, te presento a Terry Snall y a Howard Chun.
—Sois todos sismólogos —dijo Louis.
Terry negó con la cabeza.
—Renée y Howard sí. Sismólogos superdinámicos —el comentario parecía incluir un mensaje solapado: o bien Terry no creía realmente que los otros dos fueran muy buenos, o bien insinuaba que ser muy buen sismólogo no equivalía a ser una persona digna de atención—. Renée me ha dicho que tu abuela murió en el terremoto de la semana pasada —dijo—. Qué horror.
—Era muy vieja.
—A Howard y Renée les pareció que era un temblor insignificante. Una menudencia. Querían que fuera más intenso. Los sismólogos son así. A mí me parece horrible lo de tu abuela.
—Claro, y a nosotros no, Terry. Nos alegramos de que la palmara.
—No estoy diciendo eso.
—¿Tú qué crees que está diciendo, Howard?
Howard giró el volante a la buena de Dios, el coche traqueteaba y resoplaba como un transbordador. Louis miró por la ventanilla de atrás esperando ver a la perra, pero el aparcamiento delimitado por los barriles de basura estaba desierto.
… Dos bolas y dos strikes, dijo el locutor del partido de béisbol.
—No, dos bolas y un strike —dijo Renée.
…El lanzamiento dos-dos…
—El lanzamiento dos-uno —dijo Renée.
Pelota número tres, tres bolas y dos strikes. Roger lo tenía en cero y dos y ahora está en cuenta cerrada.
—Un solo strike, que no te enteras. Tres bolas y un strike.
… El marcador señala tres bolas y un strike.
… Bob, dijo el segundo comentarista, creo que es tres y uno.
Renée apagó la radio con cara de disgusto, y Terry dijo, ostensiblemente para Louis:
—A Renée nada le parece bien.
En el asiento delantero Renée miró a Howard e hizo un gesto de desconcierto absoluto.
—Me pregunto si habrán notado el terremoto en el campo de béisbol —dijo Terry.
—Yo también —dijo Renée—. Están jugando en Minnesota.
—A la izquierda cuando llegues a la indicación —dijo Louis a Howard. Apenas reconocía la carretera como la misma por la que había estado corriendo.
—¿Adónde vamos después? —preguntó Howard en general—. ¿Y si probamos en Plum Island?
—Es mejor que volvamos —dijo Terry.
—Qué aburrimiento —dijo Renée.
—No hay muerte ni destrucción —dijo Terry.
—Sólo me refería a efectos superficiales. Aunque es cierto —dijo ella para Louis— que sentimos cierta ambivalencia por los terremotos destructivos. Son como los cadáveres, están llenos de información.
Su franqueza estaba poniendo a Louis de los nervios. Señaló la entrada a la finca Kernaghan y Howard apenas aminoró la marcha cuando empezó a girar. Luego pisó el freno a fondo y torció bruscamente a la derecha, haciendo derrapar el coche. Un Mercedes negro salía por la verja y los esquivó antes de acelerar camino de Ipswich. Lo conducía un hombre a quien Louis reconoció: el señor Aldren. Tardíamente, Howard aporreó el claxon.
—A ver si nos matas —dijo Renée, apoyando una mano en el parabrisas y recuperando su puesto en el asiento después del bandazo.
Una sensación extraña y nueva y no del todo desagradable se apoderó de Louis mientras subían la cuesta y vio, como aquellos estudiantes estaban viendo, el dinero que aquella finca representaba. Una sensación de estar al descubierto pero también de satisfacción. Dinero: o sea: yo no soy nadie. El silencio se prolongó ominoso dentro del coche hasta que la casa y su sombrero quedaron a la vista y Renée dijo, riendo:
—Santo Dios.
—Deberíais entrar —dijo Louis obedeciendo a un impulso de persona adinerada—. A picar algo, ver los desperfectos.
Terry se apresuró a negar con la cabeza.
—No, gracias.
—Sí, hombre —insistió Louis—. Entrad —estaba pensando en la cara que pondría su madre al verlos—. Bueno, si es que tenéis curiosidad.
—Oh, la tenemos —dijo Renée—. ¿No es cierto, Howard? Forma parte de nuestro trabajo.
—Espero que nadie se haya lastimado —dijo Terry.
Sólo al abrir la puerta y hacerlos pasar se dio cuenta Louis de hasta qué punto no había creído que se hubiera producido un terremoto. Y la sensación dominante, cuando se detuvo en el vestíbulo, fue de estar viendo la obra de una mano enfurecida. El pastor que había dicho que Dios estaba enfurecido con la Commonwealth; la haitiana que creía que en la casa habitaba un espíritu enfurecido: vio lo que querían decir, pues una fuerza suprema había entrado en la casa durante su ausencia y la había atacado, arrancando un trozo de escayola del techo del comedor y lanzándolo sobre la mesa, donde el agua de los jarrones rotos había empapado el yeso tiñéndolo de marrón. La fuerza había abierto las puertas del aparador, hecho caer todo lo que estaba más vertical que horizontal y esparcido poliedros de porcelana por todo el piso. Había arrancado cuadros de la sala de estar, arrasado el mueble bar y abierto grietas en paredes y techo. La habitación olía a club estudiantil un domingo por la mañana.
—¿Seguro que no molestamos? —le preguntó Renée.
—En absoluto —tenía que pensar en sus obligaciones de anfitrión—. Os enseñaré la cocina.
Howard levantó un pie del suelo y se inclinó para mirar en el salón, mientras la otra pierna permanecía en el hall manteniendo el equilibrio. Terry, muy incómodo, no se separaba de Renée, quien dijo en voz queda:
—Ya ves lo que significa vivir en el epicentro.
La cocina presentaba daños menos evidentes: algunos tarros rotos, trocitos de pintura y yeso en el suelo. El padre de Louis, de pie junto al fregadero, estuvo encantado de conocer a los tres estudiantes. Les estrechó la mano y pidió que repitieran sus nombres.
—¿Y mamá? —preguntó Louis.
—¿No la has visto? Está sacando fotos para Prudential. Te recomiendo que no intentes limpiar nada hasta que ella termine. Mira, Lou —añadió Bob por lo bajo—, creo que ella no era consciente, pero la he pillado ayudando a tirar algunas cosillas de los estantes. Objetos espantosos, ya me entiendes.
—Por supuesto —dijo Louis—. Buena idea.
—¡Menudo día! —continuó su padre alzando la voz—. Vosotros lo habéis notado, ¿verdad? —se dirigía a los cuatro, pero sólo Louis asintió—. Yo estaba en el cuarto de atrás, creía que era el fin del MUNDO. Cronometré doce segundos de fuerte temblor —se señaló el reloj de pulsera—. Cuando empezó, tuve la sensación de que toda la casa se ponía tensa, como si percibiera algo en el aire —sus manos aletearon como dos palomas en vuelo—. Luego oí el estampido, era como un mercancías pasando frente a la ventana; esa sensación de peso, sabéis, de un peso tremendo. Oí que caía un sinfín de cositas dentro de las paredes, y mientras estaba allí mirando (modestamente, no me asusté nada, es que era una cosa tan natural, tan inevitable) vi cómo reventaba una ventana. Y cuando ya pensaba que todo había terminado, entonces cobró intensidad, fue increíble, el climax final… ¡como si se corriera! ¡Como si la tierra entera se estuviera corriendo!
Bob Holland escrutó las caras de su público. Los tres estudiantes le escuchaban muy serios. Louis era como una estatua blanca mirando al suelo.
—Supongo que vosotros tenéis conocimiento —prosiguió Bob— de que Nueva Inglaterra tiene detrás toda una historia sísmica. Los nativos, por si no lo sabíais, pensaban que los terremotos causaban epidemias. Hoy, esa idea de la tierra enferma me ha parecido llena de sentido. Los indios también eran científicos, sabéis. Científicos en un sentido más profundo y diferente. Si os interesan las supersticiones, os hablaré de una mujer que vivió por estos pagos en 1755. Se llamaba Elizabeth Burbage, hija de pastor protestante, solterona. Los cristianísimos ciudadanos de Marblehead la juzgaron por bruja y la expulsaron de la ciudad porque tres vecinos aseguraban que había profetizado el gran terremoto de Cambridge, un 18 de noviembre. ¡Sesenta y tres años después de los juicios de Salem! ¡Y por un caso de fuerza mayor! ¡Increíble! ¡Hay que ser zopenco!
Durante unos minutos Louis estuvo demasiado humillado para recibir más información. Abrió la nevera y convenció a Renée y Howard de que aceptaran unas manzanas. Su padre empezó a repetir la historia, y para apartarlo de la vista de los demás, Louis le siguió a la habitación en donde su aventura había tenido lugar. Una vez allí Bob reconstruyó los doce segundos de temblor, segundo a segundo, dato a dato. Estaba más excitado que nunca. La rotura de la luna de la ventana le había parecido un instante quintaesencial, un momento que englobaba toda la historia del hombre y la naturaleza.
Cuando consiguió desembarazarse de él, Louis descubrió que Terry y Howard se habían ido afuera, Terry para sentarse en el asiento trasero del Matador y Howard para hacerlo sobre el capó, mientras comía la manzana a sonoros mordiscos. ¿Y Renée? Howard se encogió de hombros. Todavía dentro.
Louis la encontró en el salón, hablando con su madre. Renée le dedicó la ya familiar sonrisa risueña, y su madre, que llevaba una cámara colgada de su correa, le transmitió su también familiar renuencia a ser molestada.
—Discúlpanos unos minutos, Louis, por favor.
Louis ejecutó una ostentosa media vuelta y fue a sentarse a media escalera. Su madre y Renée estuvieron hablando casi cinco minutos. No captó otra cosa que las cadencias: largos y amortiguados asertos de su madre, más breves y animados ruidos redundantes por parte de Renée. Cuando ésta apareció finalmente en el recibidor, miró hacia la escalera. Louis estaba doblado sobre sí mismo, inmóvil como una araña a la espera de que una mosca cayera en su red.
—Me parece que nos vamos —dijo ella—. Gracias por dejarnos pasar.
Se volvió para irse, y Louis bajó la escalera como un rayo, cerniéndose sobre la mosca atrapada. Le puso una mano en el brazo y dijo:
—¿De qué has estado hablando con mi madre?
Los ojos de Renée fueron de la mano que le sujetaba el brazo a la persona a quien pertenecía. Aquella mano no le causó satisfacción.
—Está preocupada por los terremotos —dijo—. Le he dicho lo que sé.
—Te llamaré algún día.
Ella encogió apenas los hombros.
—Bueno.
Cuando Louis volvió adentro, tras ver alejarse el coche envuelto en humo, su madre estaba haciendo fotos de la sala de estar. Bajó momentáneamente la cámara.
—Esa Renée Seitchek —dijo— es una joven realmente notable —enfocó la cámara hacia el techo, presionó un botón, y por momentos la sala se volvió blanca.