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Al igual que Roma, Somerville se levantó sobre siete colinas. El apartamento en que Louis había encontrado una oportunidad para compartir el alquiler estaba en Clarendon Hill, la más occidental de las siete y, por defecto, la más verde. En el resto de la ciudad, los árboles tendían a estar ocultos por las casas o bien confinados a las aceras en sus respectivos alcorques cuadrados, y expuestos así a que los niños les arrancaran las ramas.

A principios de siglo, Somerville había sido la ciudad más densamente poblada de todo el país, gesta demográfica que se alcanzó apretujando las calles unas con otras y prescindiendo de parques públicos y jardines delanteros. Casas baratas de tres niveles encostraban la topografía local. Tenían miradores poligonales o porches raquíticos de hasta tres pisos de alto, y estaban pintadas en combinaciones de colores como azul y amarillo, blanco y verde, marrón y marrón.

Las calles de Somerville estaban densamente guarnecidas de coches que más que coches parecían zapatos desparejados. Partían a trabajar por la mañana o cambiaban de rumbo bajo la presión del barrido quincenal de las calles. Incluso en los primeros años ochenta, cuando la economía de Massachusetts estaba experimentando un milagro gracias a los miles de millones de dólares que el Pentágono desvió a antiguas poblaciones industriales de la Commonwealth[3], Somerville seguía albergando principalmente la escala inferior de la jerarquía zapatil. Había Hush Puppies sucios de sal y viejos zapatos de salón de dos tonos desafortunados delante de las puertas de la clase media irlandesa e italiana; Adidas muy gastadas en los caminos particulares de mujeres solteras; botas militares y del Ejército de Salvación frente a los espacios de aquellos que consideraban la ciudad perversamente chic; Keds sin cordones en los patios traseros de la menguante contracultura; calzado amplio y cómodo de andar por casa con pala ondulada y blanda y suela de goma esponjosa señalando las viviendas de jubilados y agentes inmobiliarios; destrozados Wallabees de estudiante bajo el alero de destrozadas casas de estudiantes; unos pocos mocasines Gucci con borla en el parking del ayuntamiento; y lustrosas botas de clavos, frágiles bailarinas y calzado deportivo estilo Flash Gordon en los caminos particulares de padres con hijos de dieciocho y veinte años todavía por emancipar.

Hacia finales de los ochenta, poco antes de que disminuyera el rearme nacional y los bancos de Massachusetts empezaran a flaquear y el milagro se revelara menos como milagro que como ironía y fraude, una nueva raza de coche invadió Somerville, una raza que parecía moldeada a prueba de ladrones. Pues así como Reebok y sus imitadores habían conseguido finalmente hacer que el cuero de verdad pareciera del todo artificial, así Detroit y su contrapartida internacional habían conseguido que el verdadero metal y el verdadero vidrio fueran indistinguibles del plástico. Lo interesante de esta nueva raza, sin embargo, era su novedad. En una ciudad donde desde hacía décadas, cuando un coche llegaba por primera vez a casa, su precio aparecía casi siempre escrito en lápiz amarillo en el parabrisas, de repente empezaron a aparecer restos de pegatinas en la ventanilla posterior izquierda. Como no eran tontos, los arrendadores locales empezaron a doblar sus alquileres entre un inquilino y el siguiente; y Somerville, demasiado próxima a Boston y Cambridge para ser toda la vida el paraíso del arrendatario, alcanzó su mayoría de edad.

Louis tenía una habitación en un apartamento de dos dormitorios en Belknap Street alquilado por un chico que estudiaba Psicología en Tufts. El estudiante en cuestión, de nombre Toby, le había prometido a Louis: «Nuestros caminos no se cruzarán». El cuarto de Toby estaba abierto cuando Louis llegaba del trabajo, seguía abierto cuando se iba a acostar, y cerrado cuando partía de madrugada. Los estantes de la nevera estaban divididos verticalmente por tableros de pino con agujeritos. La esterilla del baño también era de madera de pino, buena para evitar hongos y hacerse polvo los dedos de los pies. En la sala de estar había dos butacas amplias y un sofá, todo ello tapizado en beige, más un armario beige que no contenía otra cosa que listines telefónicos, un juego de Scrabble, un cursi jarrón beige hecho de AUTÉNTICA CENIZA VOLCÁNICA DE MOUNT SAINT HELENS en una suspensión de plástico, y facturas del armario y de los muebles por valor de mil setecientos cincuenta y ocho dólares con ochenta y ocho centavos.

Louis salía poco de su cuarto. La pareja de treintañeros que ocupaba el apartamento de frente a su ventana tenía un piano y solía cantar arpegios mientras él cenaba su bocadillo habitual acompañado de zanahorias, manzanas, galletas y leche. Cuando los arpegios cesaban se ponía a leer el Globe o The Atlantic laboriosamente, de delante atrás, sin saltarse nada. O se sentaba a lo indio enfrente de su televisor y miraba partidos de béisbol con la misma ceñuda atención —incluso los anuncios de cerveza— con que miraba las noticias de guerra. O se situaba bajo la cruda luz del aplique del techo y estudiaba las paredes beige, el techo embaldosado y el piso de madera de su habitación desde todos los ángulos posibles. O hacía lo mismo en el cuarto de Toby.

El viernes por la noche, después de hablar por teléfono con la policía de Ipswich y regresar a Somerville, llamó a Eileen.

—A que no sabes lo que acabo de ver en las noticias —dijo Eileen. Lo que acababa de ver en directo vía minicam era la ambulancia llevándose el cadáver de su abuelastra. Eileen creía haber notado el seísmo sin saberlo mientras estaba estudiando. Había pensado que eran camiones. Dijo que era el segundo terremoto pequeño que notaba en Boston en sólo dos años.

Louis dijo que no había notado nada.

Eileen dijo que sus padres llegaban en avión el domingo, por la muerte de Rita, y que se hospedarían en un hotel.

—¿Van a gastar dinero en un hotel? —dijo Louis.

Por la mañana fue al drugstore de la esquina a comprar periódicos. Había llovido toda la noche y las nubes no parecían haber descargado por completo, aunque el cielo se había despejado momentáneamente y la iluminación de fluorescentes de la tienda tenía el mismo color e intensidad que la luz de afuera. El Herald del sábado había titulado en portada:

El terremoto salía también en la primera plana del Globe (UN TEMBLOR SACUDE CAPE ANN; UN MUERTO), que Louis empezó a leer mientras regresaba al apartamento. Absorto en la lectura, tardó en percatarse de un hombre alto y viejo con cárdigan y botas de goma sin abrochar que estaba frotando su zapatón de cuatro puertas y fabricación americana con una toalla de manos. Al ver a Louis, subió a la acera y le obstruyó el paso.

—Leyendo el periódico, ¿eh?

Louis no dijo que no.

—John —el hombre puso los ojos en blanco—. John Mullins. Veo que vive usted aquí al lado, le vi cuando se mudaba. Yo vivo en el primer piso, aquí mismo, llevo viviendo ahí veintitrés años. Nací en Somerville. Me llamo John, John Mullins.

—Louis Holland.

—¿Louis? ¿Lou? ¿Le importa que le llame Lou? Veo que está leyendo lo del terremoto —de pronto el viejo torció el gesto como si hubiera mordido un limón o un huevo podrido—. Es horrible lo de esa pobre mujer. Horrible. Yo lo noté, sabe. Estaba en el Foodmaster, ya sabe, justo al doblar la esquina, una buena tienda. ¿Compra usted allí? Muy buena tienda, pero qué era lo que, qué le estaba yo… Ah sí, estaba diciendo que lo noté. Pensé que era yo. Que era cosa de los nervios, entiende. Pero luego estaba mirando las noticias y, qué le parece, resulta que fue un temblor de tierra. Así fue como lo llamaron. Menos mal que la cosa no fue peor. Menos mal. ¿Qué es usted, estudiante?

—No —dijo Louis despacio—. Estoy en la radio. Trabajo en una emisora.

—Aquí cerca viven muchos estudiantes. Justo al final de la calle. No son malos chicos. ¿Qué opina? ¿Le gusta vivir aquí? ¿Le gusta Somerville? Yo creo que le va a gustar. ¿Le he dicho que noté el terremoto? —John Mullins se dio una palmada en la frente—. Pues claro que sí. Pues claro —evidentemente, el encuentro empezaba a ser demasiado para él—. Bueno, Lou —le dio un apretón en el hombro y volvió tambaleándose al coche.

Mientras Louis entraba en casa oyó que empezaban los arpegios de la soprano vecina, las tónicas tocadas al piano en escala cromática ascendente. Se sentó en el piso desnudo de su cuarto y abrió los periódicos. «¡Maldita sea! —oyó claramente que John Mullins le decía a algún otro vecino—. Dijeron que no iba a llover más».

Ni el Globe ni el Herald acertaban a disimular su contento por tener una muerte —la de Rita Kernaghan— que justificara grandes titulares por un leve temblor de tierra. El seísmo, de una magnitud de 4,7 y un epicentro situado al sudeste de Ipswich, había tenido lugar a las 16.48 y duró menos de diez segundos. Los daños materiales habían sido tan insignificantes que la misma fotografía de un ciudadano de Ipswich con el dedo en una grieta de la pared de su cocina aparecía muy ampliada en ambos rotativos. Dado que era el más intelectual de los dos, el Globe publicaba asimismo artículos recuadrados sobre la historia de los terremotos en Boston, la historia de los terremotos y la historia de Boston, incluyendo una gráfica donde se constataba (entre otras cosas) que los dos últimos temblores significativos registrados en la ciudad coincidieron con el final de la segunda legislatura de Henry Cabot Lodge Junior como senador (1944) y el final de la tercera (1953).

Otro recuadro, en la página dieciséis, hablaba de las andanzas de un pastor protestante de nombre Philip Stites, quien según el Globe había trasladado seis meses atrás su llamada Iglesia de la Acción en Cristo de Fayetteville (Carolina del Norte) a Boston, con la reconocida intención de suprimir el aborto en la Commonwealth. Los seguidores de Stites impugnaban el asesinato fetal plantándose a la puerta de las clínicas. El viernes por la tarde gente concienciada de treinta y un Estados y territorios había desfilado por el centro de Boston en la tercera manifestación de protesta; posteriormente, en una entrevista televisada, Stites declaró que el terremoto había estado a punto de golpear «el epicentro de la carnicería», aludiendo a la sede de la Cámara Legislativa de Massachusetts. Dios (venía a decir) estaba enojado con la Commonwealth. Como la propia Iglesia de la Acción en Cristo, no descansaría hasta que la matanza de nonatos hubiera cesado. «Búsquenme en cualquier parte», dijo Stites.

—Yo estaba en el Foodmaster —voceó John Mullins por encima de la lluvia y los arpegios—. Pensé que eran mis nervios de viejo.

LA VÍCTIMA ERA ESCRITORA

Rita Damiano Kernaghan, única víctima mortal en el terremoto de ayer en Ipswich, era un personaje popular dentro del circuito new age local y la autora de tres libros sobre temas muy sugerentes. Tenía sesenta y ocho años.

Kernaghan era especialmente conocida por la batalla que libró con la ciudad de Ipswich desde 1986 respecto de la estructura piramidal que había hecho erigir en el tejado de su casa de campo, construida dentro del término municipal de Ipswich en 1765 y ampliada en 1823 bajo la dirección de George Stonemarsh, un importante arquitecto de la era posterior a la Revolución.

En 1987 el Consistorio de Ipswich admitió que el permiso para construir la citada pirámide había sido concedido por un error de oficina, e hizo las diligencias necesarias para aplicar retroactivamente el código de conservación del patrimonio, ordenando la retirada de la pirámide. Kernaghan demandó al ayuntamiento en 1988 y posteriormente se negó a aceptar una conciliación por la cual la municipalidad habría corrido con los gastos de retirar la pirámide y restaurar la casa según su diseño original de 1823.

Kernaghan mantuvo que su derecho a construir la pirámide —forma geométrica a la que algunos atribuyen propiedades curativas y antisépticas— está amparado por la Primera Enmienda, donde se establece la separación entre Iglesia y Estado. El caso, todavía por resolver, se ha convertido en cause celebre entre la comunidad new age del extrarradio norte.

Kernaghan, entre cuyas obras publicadas encontramos Empezar la vida a los sesenta, Niños estrella y la reciente Princesa de Italia, era viuda de John Alfred Kernaghan, abogado de Boston. Deja una hijastra, Melanie Holland, residente en Cleveland.

Las tónicas de la soprano se encumbraban sin parar en una lenta espiral de histeria. Louis miraba con ceño, el meñique sobre el puente de sus gafas, las yemas de los dedos en la línea del pelo, el pulgar en la barbilla. Lo que no podía dejar de mirar era el nombre de su madre; no porque el Globe la hubiera situado en Cleveland sino por la mera y resonante presencia personal de aquel nombre en la página impresa. Melanie Holland: ésa era su madre, peculiarmente reducida. Dos palabras en un diario bostoniano.

Ceñudo todavía, y empezando ahora a tiritar como si la lluvia pudiera atravesar los cristales y transmitirle el frío, volvió a leer el recuadro donde hablaban del reverendo Philip Stites: «Subiendo por Tremont Street —decía— y pasando frente al Parlamento hasta las puertas de la Cámara Legislativa». Los hechos coincidían con lo que el propio Louis había visto de la manifestación, coincidían de un modo profundo, porque el artículo —como la memoria, como los sueños— reducía el evento a una idea, no iluminada tanto por el crepúsculo y las farolas cuanto por una luz propia, en la oscuridad de su cabeza: la veía porque sabía que esto era lo que había sucedido, sabía que las cosas habían sido así. Y por tanto le parecía de lo más oportuno que estuviera lloviendo. Llovía para que esta mañana fuera diferente, para impedir todo retorno a la tarde anterior y a las particulares condiciones atmosféricas y lumínicas en las que había transcurrido la manifestación, la azulada claridad septentrional de la luz en el área metropolitana de Boston cuando se produjo el terremoto. La lluvia daba realidad a la mañana, la hacía tan inquebrantablemente presente que era difícil creer que hubiera habido un temblor de tierra; creer que las desgracias hubieran ocurrido fuera de las páginas del periódico.

Apiladas contra una pared de la habitación estaban las cajas de equipo radiofónico que Louis había llevado fielmente consigo de Evanston a Houston y de Houston a Boston, y que no había abierto nunca. Pasó el dedo bajo la cinta adhesiva de la caja que había encima de todas. Le fallaron las fuerzas. Se tambaleó hasta el futón, patinando al pisar el Globe, cayó cuan largo era y permaneció boca abajo hasta mucho después de que hubieran terminado los arpegios.

El domingo por la noche cenó con su familia en una marisquería del puerto. Le sorprendió enterarse de que su madre y Eileen daban por sentado que Rita Kernaghan había encontrado la muerte no tanto porque un seísmo le hubiera echado una mano cuanto porque en ese momento estaba curda perdida. Una vez más, ellas la habían conocido y él no. Se decía que había caído de un taburete, lo cual daba la impresión de ser una broma de mal gusto pero al parecer era la pura verdad. La incineraban en privado el miércoles por la mañana, esa misma tarde sus cenizas serían arrojadas al mar desde un muelle de Rockport, y al día siguiente se celebraría un funeral al que se esperaba que Louis asistiera tras pedir permiso en el trabajo. Su madre, impaciente sin duda por todo el proceso de desembarazarse de la muerta, habló de las exequias llamándolas «eso del jueves».

Louis no volvió a ver a sus padres hasta poco antes de «eso». Había hecho el trabajo de Dan Drexel hasta las diez de la mañana y luego, un tanto dolido porque su madre no hubiera planeado ningún otro encuentro ni hubiera mostrado el menor interés por saber dónde vivía y trabajaba él (aunque «dolido» tal vez no fuera la palabra para definir correctamente sus sentimientos hacia una familia cuyos miembros rara vez disponían de recursos como para tener o fingir un interés personal por alguien que no fuera uno mismo; hablar de «pesadumbre», «amargura» o «tristeza general» habría sido más exacto), fue en coche hasta el hotel, un edificio más o menos nuevo a orillas del río en Cambridge, junto a Harvard Square. Más tarde se sabría que su madre había obligado a su padre a pasarse dos tardes en la biblioteca Widener con objeto de amortizar el viaje. Al llegar a su habitación, al fondo de un pasillo en silencio, Louis levantó la mano para llamar. La bajó de nuevo. Escuchó a través de la puerta.

—No se trata de eso, Eileen.

—Entonces de qué.

—Se trata de mostrar cierta consideración hacia mis sentimientos y tratar de ver las cosas desde mi perspectiva. Esta semana ha sido absolutamente nefasta, ¡sí, sí!, absolutamente nefasta. Al menos podrías tener la consideración de esperar…

—¡Te alegras de que Rita haya muerto! ¡Te alegras!

—Esto es un bisbisbis —el sonido se perdía—, y más aún bisbis tu madre. De lo más anticristiano.

—Entonces es verdad.

—Mira, tengo que vestirme.

—Es verdad. ¡Te alegras!

—He de vestirme. Aunque no deja de intrigarme que, bueno, bisbisbis hombre joven pueda incitar a su amiga eventual…

—¡¿Su qué?! —la voz de Eileen, aguda de por sí, redobló su agudeza.

—A su amiga eventual a…

—¡¿Su…?! Pero ¿de qué estás hablando? Esto no tiene nada que ver con Peter. Y para tu información…

—Vamos, Eileen.

—Y para que te enteres…

Llegado este punto, Louis aporreó la puerta un par de veces con gesto asqueado. Eileen fue a abrir. Las lágrimas habían difuminado su maquillaje.

—¿Quién es? —dijo su madre desde dentro del cuarto de baño.

—Louis —dijo Eileen, tétrica.

—Qué tal, Louis, me estoy vistiendo.

Eileen se alejó hacia la ventana, al otro lado del río se veía la escuela de empresariales. Llevaba el mismo suéter abultado de la última vez que Louis la había visto. Hoy parecía que hubiera dormido con el jersey puesto.

—¿Y papá? —dijo Louis.

—En la piscina. ¿Qué haces aquí tan temprano?

Louis lo pensó un momento.

—¿Y tú?

Eileen le dedicó una horrible mueca de adolescente, mostrando lengua y encías, y volvió la cabeza hacia la ventana. Louis se rascó la oreja en un gesto de reflexión. Luego, cambiando de actitud, empezó a husmear, a indagar. Encima de una de las muchas superficies para equipaje de que disponía la habitación, allí tirados como si fueran correo de propaganda entre llaves de coche y paquetes de Trident, encontró un par de documentos de aspecto oficial, un informe de la policía y otro del médico forense, los reversos de los cuales su madre había empleado para anotar nombres y números de teléfono. Miró los sobres mientras Eileen se frotaba a conciencia el contorno de los ojos y su madre salpicaba largos silencios con sonidos de vestirse y acicalarse. El informe policial consistía principalmente en el testimonio de Thérèse Mougère, la criada haitiana de Rita Kernaghan.

A las 15.45 del 6 de abril, Mougère terminó sus quehaceres de la tarde y metió en su bolso tres naranjas y una novela romántica en francés. Tenía que llevar en coche a la fallecida al centro de Boston a las 17.00. Mougère declaró que la novela era para leer en el aparcamiento. Como se le permitía ver la televisión cada tarde entre las 16.00 y las 17.00, se retiró a eso de las 15.50 a su habitación, que está situada detrás de la cocina. La fallecida estaba hablando por el teléfono de la cocina cuando Mougère la vio con vida por última vez. Poco antes de que terminara su programa favorito (pudo establecerse que el programa era Star Trek, que finaliza a las 16.58) la casa empezó a temblar. Las ventanas del cuarto de Mougère traquetearon y una de las lunas se rompió. Mougère oyó «un estampido». Las luces fallaron y el televisor perdió brevemente la imagen. Mougère acudió a la cocina, donde unos jarrones habían caído de la mesa y algunos armarios se habían abierto. En el comedor varios jarrones y un plato habían caído del aparador. Mougère fue a la salita. Pequeños objetos habían caído de las mesas y olía a whisky detrás de la barra americana. Mougère subió al primer piso llamando a la fallecida. Al no oír nada se alarmó y se puso a registrar todas las habitaciones. Decidió registrar de nuevo la sala y encontró el cuerpo de la fallecida detrás de la barra. Había también sangre, cristales rotos y una gran cantidad de whisky. Un taburete volcado. Mougère llamó a la policía. Dobbs y Akins llegaron a las 17.35. Se pudo probar que Mougère no había tocado el cadáver. Cuando se dedujo que la fallecida había caído del taburete mientras bajaba una botella, Mougère declaró que ella colocaba habitualmente las marcas favoritas de la fallecida en un estante alto para disuadirla de beber. Mougère aventuró su teoría de que en la casa habitaba un espíritu llamado Jack, y que éste había sido la causa de la destrucción. Se descartaron otras teorías sobrenaturales de índole similar. Según parece, la muerte fue accidental, ocasionada con toda probabilidad por el moderado seísmo que se produjo a las 16.48. Las preguntas relativas al hecho de que Mougère residiera ilegalmente en el país y al modo en que obtuvo un permiso de trabajo válido en Massachusetts fueron remitidas al Servicio de Inmigración. Inmigración fue informada de que el juez de primera instancia no requería ya la presencia de Mougère en la Commonwealth.

Con prisas, pues su madre estaba haciendo los ruidos previos a su salida del cuarto de baño (cerrar cajas, abrir y cerrar el grifo del agua con brusquedad), Louis leyó el informe del forense del condado de Essex, que establecía un «grave traumatismo craneal» como causa de la muerte y atribuía dicho traumatismo a un accidente en el que la fallecida, de un metro cincuenta y cinco de estatura, había resbalado de un taburete de noventa y cinco centímetros de alto, una caída de dos metros cincuenta centímetros que, combinada con el piso de mármol, fue suficiente para aplastarle la parte frontal izquierda del cráneo y cortar inmediatamente toda actividad cerebral. La pérdida de sangre derivada de los cortes con los cristales rotos fue descartada como factor determinante. El contenido de alcohol en sangre era del 0,06 por ciento, equivalente a una intoxicación «moderada».

Louis tapó el documento con un libro de bolsillo y se dio la vuelta. Su madre estaba saliendo del baño.

Era evidente que había estado gastando dinero. Gastando dinero y (así se lo pareció a Louis) durmiendo, pues parecía quince años más joven que en la cena del domingo anterior. Su cutis era dorado y terso, y tan ajustado a la quijada que daba la impresión de tirar de sus ojos negros abriéndolos desmesuradamente. Se había hecho cortar el pelo a lo paje, y tal vez se lo había hecho teñir: ahora era negro con mechas blancas, mientras que Louis lo recordaba todo él de un gris oscuro. Llevaba un vestido de punto amarillo claro con ribetes de terciopelo negro, el dobladillo aproximadamente dos dedos por encima de la rodilla. El cuello alto estaba ceñido mediante un broche que contenía una perla del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Frente al espejo, ensanchadas las aletas de la nariz de pura concentración, se tocó unos pelos invisibles y tal vez inexistentes en torno a las sienes. Luego pasó al vestidor y, con la misma fluidez de movimientos verticales que Eileen había heredado, se puso de rodillas y sacó una caja de zapatos de una bolsa de Ferragamo.

—Estás muy guapa, mamá.

—Gracias, Louis. ¿No ha vuelto aún tu padre?

Con las cejas levantadas la vio sacar un par de zapatos de un lecho carmesí de papel de seda. Louis se volvió hacia Eileen, preguntándose si también ella arquearía las cejas ante el espectáculo de una madre transfigurada por un repentino poder adquisitivo. Pero Eileen estaba no menos transfigurada. Con los ojos ligeramente enrojecidos de malestar y odio y un rostro donde cada músculo parecía haberse aflojado, miró a su madre deslizar los pies en unos zapatos que parecían sendos Jaguars. Louis no existía para ella. Eileen necesitaba que fuera su madre, y no él, quien tomara nota de su desconsuelo. De modo que mientras ella sufría junto a la ventana (la lluvia fría cayendo entre ella y la escuela de empresariales) y su madre ajustaba complacida un par de rosas blancas al cintillo de un sombrero blanco flexible, Louis se sentó en la cama y abrió la sección de deportes de un Globe que había encima. Casi podría haber intercambiado papeles con su hermana, pero ¿qué piensa el perro en una jauría, qué pasa detrás de sus ojos amarillos, cuando ve que uno de sus congéneres es llevado aparte por un explorador polar para ser degollado y convertido después en cena para sus hermanos?

—Tu padre sólo va a tener tres minutos para ducharse y vestirse —dijo su madre—. Uno de vosotros tendría que…

—No —dijo Eileen.

—No —dijo Louis. Su padre nadaba con gafas y tapones en los oídos, y no lo sacaban de una piscina como no fuese por la fuerza.

—Bien —su madre se incorporó con el sombrero puesto, se alisó el vestido en torno a las caderas y giró sobre sí misma—. ¿Qué tal estoy?

Hubo un silencio. Eileen ni siquiera la miró.

—Estás como un Cadillac último modelo —dijo Louis.

—¡Ja, ja, ja! —rió Eileen sin asomo de alegría.

Su madre, imperturbable, empezó a meter cosas en un bolsito sin asas que parecía nuevo.

—Louis —dijo—. Tengo que hablar contigo un momento.

—Bueno —dijo Eileen—. Yo ya sé de qué va. Nos veremos en la iglesia.

Agarró el impermeable que tenía colgado en una percha, abrió la puerta y retrocedió bamboleándose al ver a su padre, quien, toalla a la cintura y gafas de nadar anudadas en la pelusa gris de su garganta empapada, avanzaba como una langosta interesada, diciendo a Eileen:

—¡Vaya! ¡Pero si es la infanta Elena! ¡Oscura estrella de Aragón! ¡La guardiana del cetro esmeralda!

Ella retrocedió hacia las perchas, los dedos extendidos y rígidos cerca de las orejas, mientras la langosta la atrapaba por el talle con una de sus potentes pinzas. Eileen se acurrucó a la defensiva.

—¡No! ¡No! ¡No! ¡Todavía estás mojado! —el color volvía por momentos a sus mejillas. Su padre la besó en una y la dejó ir, saludó a Louis y se metió en el cuarto de baño. La madre no se había dado cuenta de nada.

Quince minutos más tarde los cuatro Holland estaban sentados en un Mercury de dos puertas alquilado, con Melanie al volante y los chicos detrás. Los coches de los chicos se habían quedado en el hotel porque Bob Holland consideraba el automóvil una abominación, y había amenazado con ir andando si cogían más de uno. Louis iba doblado como una mesa de jugar a cartas y empezaba a marearse, su mal aislada cabeza contra una fría ventanilla empañada y en la garganta el sabor de la lluvia incesante y los gases del tubo de escape. Sostenía sobre las piernas el sombrero de su madre. Alguien que no era Louis y probablemente tampoco Eileen se pedorreaba sin tregua. Bob, patético en su traje de treinta años de antigüedad, lanzaba miradas funestas por la ventanilla a los conductores a los que adelantaban entre el denso tráfico de Memorial Drive. Opinaba que conducir un coche era un acto de inmoralidad personal.

Louis empujó la ventanilla basculante y arrimó la nariz y la boca a la superficie plana del aire exterior. Estaba empezando a asociar su mareo con aplastarle la parte frontal izquierda del cráneo y cortar inmediatamente toda actividad cerebral, la imagen de la muerte había ido avanzando furtivamente hasta colarse sólo ahora en su conciencia. Consiguió aspirar una vitalizante bocanada de aire fresco.

—¿Tú crees que ella supo que era un terremoto?

Eileen le dedicó una mirada fea y arisca y se encerró en sí misma otra vez.

—¿Quién? —preguntó Melanie.

—Pues Rita. ¿Crees que ella sabía que el temblor era un terremoto?

—Parece ser —dijo Melanie— que estaba demasiado ebria para pensar nada.

—Da un poco de pena —dijo Louis—, ¿no te parece?

—Hay peores maneras de morir. Mejor así que de cirrosis en una cama de hospital.

—Te ha dejado todo su dinero. ¿No te da un poco de pena?

—Rita no me ha dejado ningún dinero. No me ha dejado más que un cuarto de millón de dólares en deudas garantizadas ilegalmente, si quieres saber la verdad.

—Oh, vamos, Mel.

—Pero si es así, Bob. Tenía una hipoteca sobre una casa que no le pertenecía. El banco de Ipswich no estaba al corriente de este pequeño detalle, lo cual…

—El padre de tu madre —dijo Bob— dejó todo lo que tenía en un fondo fidu…

—A Louis no le interesa, Bob.

—Claro que me interesa —dijo Louis.

—Y tampoco es que sea asunto suyo.

—Vaya por Dios.

—Pero lo importante —continuó Melanie— es que cuando mi padre murió, ya tenía una idea muy clara de la clase de mujer con la que se había casado en segundas nupcias. Y aunque su deber era velar por su manutención, tampoco quería que ella malgastara unos bienes que tenía pensado legar a sus hijos…

Bob no se pudo aguantar:

—¡O sea que a tu madre no le dejó ni un centavo! ¡Y a tu tía Heidi tampoco! Lo que hizo fue redactar un testamento arrogante, malicioso, de manos muertas, típico de abogado. Como era de esperar. Todos pobres, todos amargados, y una comisión de tres abogados del Banco de Boston reuniéndose dos veces al año para extender cheques a cuenta del fondo.

—Me gusta cómo honras a los muertos.

—¿Podéis abrir un poco la ventanilla?

—Y ahora Mel se dispone a deshacer algún que otro agravio, ¿no? Verás, Lou, después de morir Heidi toda la herencia fue a parar a tu madre. Se suponía que debía ir a las hijas que quedaban. Tu madre está exactamente en la misma posición que tu abuelo hace diez años. Sólo que ahora los ricos son más ricos que antes, ¿no? Tu madre tiene la posibilidad de hacer construir escuelas y clínicas, incluso dotar de un gimnasio a Wellesley. O ayudar a los sin techo, ¿verdad, Mel?

Melanie echó la cabeza hacia atrás, desentendiéndose de la charla. Eileen sonrió amargamente. Louis volvió a pedir que abrieran una ventanilla.

El funeral, que debía celebrarse en un prado del condado de Essex si el tiempo lo permitía, había sido trasladado a la pista de baile del Royal Sonesta, un hotel de lujo con vistas a la desembocadura del río Charles en el extremo nororiental de Cambridge. Por un momento, cuando Louis franqueó la entrada detrás de sus padres, pensó que se habían equivocado de sitio; apiñados en tristes grupos sociales estaban, le pareció, las mismas personas que había visto manifestarse contra el aborto en Tremont Street la semana anterior, los mismos rostros inflexibles de mujeres de mediana edad, los mismos hombres de mirada vacía, la misma ropa de color cortina y los mismos zapatos adecuados. Pero luego, alertado por la dirección que estaba tomando Eileen, vio a Peter Stoorhuys.

Peter estaba ligeramente aparte de un grupo de tres hombres con trajes elegantes y expresión inquieta, sin duda alguna ejecutivos o profesionales. Con las piernas separadas y los hombros hacia atrás y las manos metidas, que no hundidas, en los bolsillos, Peter parecía un tipo acostumbrado a hacerse de rogar. Eileen, colisionando ahora con él, presionó la oreja contra una de sus solapas de pata de gallo y apoyó una mano en su estómago, la otra en el hombro.

Louis se detuvo allí mismo y contempló el abrazo con las manos en las caderas. Luego, modificando su trayectoria como si un campo de repulsión rodeara a su hermana, alcanzó a Bob y fueron los dos detrás de Melanie, cuya proximidad estaba haciendo que los tres caballeros trajeados ensayaran sonrisas de alivio. Melanie rozó mejillas con dos de ellos, dio la mano al tercero. Peter se liberó de Eileen y fue hacia Melanie con el brazo extendido, pero de repente ella se guardó las manos para sí. Sonrió glacialmente: «Hola, Peter». Bob Holland, cual un segundón agradecido, reclamó la mano no estrechada y la sacudió a conciencia, pero el desaire de Melanie no había escapado a la atención de Eileen; miró furiosa a Louis. Louis respondió con una sonrisa afable. Le pareció interesante que en algún momento de la semana sus padres hubieran conocido personalmente a Peter.

—Éste es nuestro hijo Louis —dijo Melanie—. Louis, te presento al señor Aldren, el señor Tabscott, el señor Stoorhuys…

¿El señor Quién, el señor Cuál, el señor…?

—Encantado de conocerte, Louis —corearon con sendos apretones de mano. Igual cortesía mostraron después para Eileen.

—Soy el padre de Peter —añadió Stoorhuys a beneficio de Louis, saludando de lejos a su hijo, con quien guardaba un parecido indiscutible y nada halagador.

Visto de cerca, el señor Stoorhuys no acababa de encajar con sus dos colegas. Los señores Aldren y Tabscott parecían hombres de verdad, hombres con la cara metida en carnes e inflamadas narices de toro propias de adictos a la carne, hombres enfáticamente «no jóvenes» y más enfáticamente no «mujeres». Llevaban cadenas de oro sobre el nudo de la corbata y sus ojos miraban con una astucia sanguínea.

El señor Stoorhuys era más nervioso y delgaducho. Siete centímetros de puño asomaban a cada muñeca de las mangas de su americana. El pelo le crecía en media docena de direcciones y media docena de matices de gris; un flequillo estilo años setenta bajaba hasta sus cejas casposas. Tenía las mejillas hundidas y picadas, los dientes tan grandes que parecía incapaz de taparlos con los labios, los ojos brillantes e inteligentes que se empeñaban en mirar hacia atrás mientras tenía a Louis delante, una mano levantada para que no se le fuera a ir.

—Louis —dijo Melanie. Él se volvió y vio que ella se sostenía sobre una sola pierna, inclinándose entre cuerpos—. Quizá podrías ir a buscarme un café.

—Es que… —el señor Tabscott pellizcó el puño de la chaqueta de Louis—. Me parece que el servicio está a punto de empezar.

—Sí —dijo el señor Aldren—. Vamos a sentarnos al lado de tu madre, si no te importa.

—Un placer conocerte, hijo.

—Encantado, eeeeh, Louis.

El señor Stoorhuys les siguió, eludiendo su nonata conversación con Louis de la manera más sencilla: haciendo mutis.

La sosa multitud se dirigía hacia varias filas de sillas de acto público puestas mirando a un facistol y un piano de cola en el que un japonés con coleta y hombros expresivos había empezado a tocar el Canon de Pachelbel. El padre de Louis, con su respeto de académico por los atriles, se había sentado ya. Eileen seguía de pie abrazada al pecho de Peter. Y se produjo un bonito cuadro: el señor Aldren llevando a Melanie, cogida del brazo, y Melanie que no necesitaba que la llevaran andando con él con la naturalidad de dos enamorados en pleno paseo; el señor Stoorhuys con la zarpa en torno al otro brazo de Melanie, sonriendo de aquella manera que no era sonreír, demorándose unos instantes para mirar atrás por entre la asilvestrada cortina de pelo que le tapaba los ojos; y el señor Tabscott en retaguardia con la espalda perpendicular respecto a los tres, ahuyentando sin ambages a cualquiera lo bastante tonto para seguirlos. Sombrero blanco y vestido de punto amarillo —una dama tan poco hombre como al menos dos de ellos eran poco damas— en un cerco de oscuros trajes a rayas.

Louis, que miraba, estiró un dedo y arremetió con la punta del mismo contra el puente de sus gafas.

El Canon era ahora ensordecedor. Melanie se sentó entre el señor Aldren y el señor Tabscott con el señor Stoorhuys internándose por el lado del señor Aldren. Su delgado brazo era casi tan largo como para abarcarlos a los tres por detrás, dejando ver ahora doce centímetros de puño de camisa blanca. Louis levantó el pelo de la moqueta color pastel con un zapato pesado. Preguntar a Eileen quiénes y qué eran estos hombres estaba fuera de lugar; ella tenía la mejilla pegada a la corbata de Peter y le estaba metiendo la mano por detrás de la chaqueta como si buscara la llave con la que excitarle. Los labios de ambos se movían: conversaban de manera inaudible. Eran, con Louis, los únicos de entre los presentes que no estaban sentados en las sillas dispuestas al efecto. Una mujer de rostro lívido vestida con un caftán se había situado detrás del facistol y apoyaba un codo en el mismo mientras observaba al pianista con gesto serio. El japonés había empezado a pelearse visiblemente con la partitura, tratando de ejecutar un ritardando a la par que apresuraba los ponderosos acordes para buscar un punto respetable donde interrumpir su ejecución. El Canon se le resistía y no parecía dispuesto a rendirse.

Louis se aproximó a los enamorados en su invisible esfera de amnistía y se plantó, por así decir, ante su puerta.

—Hola, Peter —dijo.

Peter parecía tener un problema de reflejos. Pasaron tres o cuatro segundos antes de que se volviera para decir:

—Eh, cómo te va.

—Bien, gracias. ¿Podría hablar un momento con mi hermana?

Eileen se separó de Peter y se atusó ligeramente el peinado. Al mirar, pero no del todo, a Louis consiguió ofrecer una expresión por completo ausente.

—Yo no te he hecho nada —dijo Louis.

—¿Acaso he dicho algo?

—¿Es que mamá te dio la paliza, o qué?

—Prefiero no hablar de eso.

—Ya. Bueno.

—Voy a sentarme con Peter, ¿vale?

Lo dejó plantado en medio de la pista de baile, diez pasos detrás de la última fila de sillas. Las luces lo iluminaban a él con más fuerza que a la cincuentena de personas allí reunidas, con mayor fuerza todavía que a la grisácea moderadora, la cual, tras un gesto apreciativo dedicado al sudoroso y victorioso pianista, miró directamente a Louis y dijo:

—Podemos sentarnos.

Louis no se movió de sitio, cruzado de brazos. La mujer cerró los ojos arqueando las cejas. Luego se puso las gafas que llevaba colgadas del cuello por una cadena.

—Nos hemos reunido aquí —empezó, leyendo del facistol— para honrar la memoria de Rita Damiano Kernaghan, mentora de muchos de nosotros y amiga de todos. ¿Se me oye desde la última fila?

El único que estaba en esa fila, Bob Holland, saludó a la mujer al estilo militar.

—Me llamo Geraldine Briggs. Yo era amiga de Rita Kernaghan. La conocía bien. En ocasiones éramos como hermanas la una para la otra. Nos reíamos juntas, llorábamos juntas. Éramos, a veces, como niñas.

Los pálidos asistentes escuchaban extasiados, las cabezas como otras tantas brújulas señalando hacia el atril. Los hombres que rodeaban a Melanie, incluido el señor Stoorhuys, permanecían con los dedos apoyados en la frente.

—Cuando conocí a Rita en el Empowerment Center de Danvers, en 1983, ella acababa de escribir un libro titulado Empezar a los sesenta, que muchos de ustedes conocerán sin duda, y parecía la encarnación perfecta de los principios contenidos en el libro. Rita había aprendido que el alma es eterna y joven, radiante y gozosa, y está llena de alegres melodías. La edad no es impedimento para el alma. Más aún, ni la propia muerte es un impedimento. Rita fue una sencilla campesina, una niña que recogía flores y hierbas aromáticas, en tiempos de Napoleón. ¿Por qué no iba, pues, a hacer alegres melodías incluso ahora que, agobiada por la viudedad, nada podía sacar de la vida salvo empezarla de nuevo? Y quien dice ella dice cualquiera de nosotros. En su taller, escuchábamos arrobados su mensaje. Aprendíamos. Crecíamos con ella. Reíamos. Nos volvimos jóvenes otra vez. Nos curamos, no como el mundo moderno nos habría podido curar, sino espiritualmente. Más aún. Rita nos abrió las puertas de un mundo nuevo.

Louis, quieto como una roca, vio que el señor Tabscott sepultaba la cara entre sus manos. Los rubíes de su reloj centellearon.

—Más aún, ¿qué es lo nuevo sino aquello que es más antiguo? Y qué, ¿qué es la muerte sino el inicio de una nueva vida, otro giro en el ciclo de la eternidad? Así pues, vamos a contar cosas alegres. Quien lo desee, que se ponga en pie y celebre con historias alegres la vida eterna de Rita Damiano Kernaghan y, más aún, ¡de todos nosotros!

Geraldine Briggs hizo una pausa, y de un asiento en la primera fila se levantó rápidamente una mujer. Al punto volvió a sentarse, fulminada por unos ojos.

—Veo entre nosotros —continuó Geraldine Briggs, leyendo— a amigos de Rita. Parientes de Rita. Amigos de sus años de secretaria. Amigos y seres queridos de todas las facetas de su vida. Pues bien, amigos, el Empowerment Center, que me enorgullezco de dirigir, ha pedido conforme al deseo expreso de Rita que en vez de flores se hagan donaciones al centro en nombre de Rita. Este fondo lo hemos bautizado como el Fondo Rita Damiano Kernaghan. Lleva el número 1145. Encontrarán sobres al efecto al lado del expendedor de café. Pero… ¡Oigamos esas historias alegres!

La primera de ellas fue una contribución del señor Aldren, quien se levantó a medias de su silla y habló en un tono precavido y monótono.

—Rita Kernaghan trabajó con nosotros en Sweeting-Aldren Industries durante casi veinticuatro años y fue la…, bien, la esposa del principal arquitecto de lo que se considera uno de los mayores éxitos de las altas finanzas y la alta tecnología en Massachusetts de los últimos veinte años, y varios compañeros de trabajo hemos venido hoy aquí para rendirle nuestros respetos. Rita era una mujer… maravillosa.

El señor Aldren volvió a sentarse y Geraldine Briggs asintió lentamente, con los ojos cerrados. Luego la mujer ansiosa de la primera fila se levantó y miró hacia los congregados. En una ocasión, dijo, tras una clase en el Empowerment Center, Rita Kernaghan le había regalado un amuleto de bronce para que lo llevara al cuello. El amuleto le había curado un quiste grande que tenía en el pecho. En gratitud, la mujer había enviado a Rita una caja de peras Harry & David. Seis meses después, en una fiesta del equinoccio de primavera que se celebraba en la finca de Rita, la anfitriona pidió a la mujer que la acompañase al salón. La caja de peras Harry & David había estado almacenada medio año junto al centro del foco de fuerza de la pirámide que tenía en su casa. Juntas arrancaron las grapas —eran de cobre y de las duras—, arrancaron las grapas de la caja. Las peras no se habían podrido. Rita y ella compartieron una, intercambiando mordiscos. Estaba rica. La mujer se sentó.

Geraldine Briggs sonrió incómoda y tosió un poco.

Un hombre con una dentadura de carpa desplegó un recorte de periódico. Era un editorial del Chronicle de Ipswich. El editorial era un agradecimiento que invocaba explícitamente al dios judeocristiano y le agradecía que los daños materiales en el reciente seísmo hubieran sido insignificantes. El editorial resaltaba que la célebre pirámide, que tantas veces había salido en las noticias en los últimos años, no había protegido a Rita cuando las cosas se pusieron feas; los daños en la finca Kernaghan (aun siendo pequeños) se habían contado entre los más graves. El hombre dobló el recorte. Luego dijo que había estado en dos de sus cursillos. Dijo que Rita jamás había sostenido que la pirámide garantizara vida eterna en la existencia presente. No se trataba de eso. El hombre era de la opinión de que la pirámide había servido, de hecho, para concentrar las fuerzas de la corteza terrestre en el vecindario…

—Sí —cortó Geraldine Briggs—. Quizá sí. ¿Más anécdotas?

Una mujer se levantó para hablar de la negativa de Rita a aceptar dinero de una persona que no podía pagar su asistencia al taller.

Otra mujer habló de su amistad con Rita durante la dinastía Ming.

No estaba claro qué clase de anécdotas, aparte de la del señor Aldren, habrían contentado a la moderadora; sin duda, pocas lo conseguían. Pero una vez abierta la puerta, ya no podía cerrarla. Las anécdotas se fueron sucediendo, de lo sensiblero a lo casi demencial, y su creciente peso fue castrando poco a poco a Louis, descruzándole los brazos y bajándole los hombros, hasta que al final se fue a sentar al lado de su padre. Este parecía pasárselo en grande, haciendo gestos de contento, zampándose aquellas lúgubres confesiones como si fueran palomitas de maíz. Llegó al extremo de fruncir el entrecejo cuando Geraldine Briggs, por tercera vez, dijo:

—Bien, si no hay más… —una pausa. Parecía, por fin, que quizá no había más—. Si no hay más anécdotas creo que deberíamos… —pero tuvo que callar nuevamente, porque Melanie se había puesto de pie.

Con una sonrisa simpática, Melanie volvió la cabeza a un lado y a otro para captar el máximo de miradas, inclinándose hacia atrás para atraer algunas más. Sólo evitó las de su familia.

—Yo también conocía a Rita Kernaghan —dijo—. Y quería decirles que estoy absolutamente convencida de que ya se ha reencarnado. Yo creo que ahora es… ¡un periquito! ¿No les parece maravilloso? —batió las manos al frente y las meció como haría una niña feliz—. Sólo quería decirles lo maravilloso que me parece el hecho de que ahora sea un periquito, sencillamente maravilloso. ¡No tenía nada más que decir!

Con un desafortunado meneo de trasero, y con una mano en el sombrero para que no se le cayera, Melanie volvió a aposentarse entre sus protectores, el señor Aldren y el señor Tabscott. Ellos intercambiaron sonrisas forzadas. La opaca multitud, empezando a sentirse soliviantada, miró a Geraldine Briggs en busca de instrucciones, pero ésta parecía tener algo urgente que decir al pianista. Eileen y Peter susurraban y cabeceaban, fingiendo como seres maduros no haberse percatado especialmente de las palabras de Melanie. La multitud empezó a murmurar:

—¡Honra a los muertos! ¡Honra a los muertos!

Louis estaba mirando a su padre, quien a su vez estaba mirando a su mujer. Una vez difuminada la sorpresa, la expresión de Bob no fue de diversión ni de cariño, ni siquiera de cólera. Era pura desaprobación y desencanto. Y, como tal, una expresión que sólo el amor podía patrocinar. Habría puesto la misma cara si Melanie hubiera dicho: «Soy infiel. ¡Es todo lo que tengo que decir!».

El pianista había atacado una melodía new age, cósmica y gorgoteante.

—¡SEÑORES! —chilló Geraldine Briggs—. Señores, señores. Hemos escuchado a ambas partes, a los optimistas y a los no iluminados. Salgamos pues ahora al mundo con EL CORAZÓN ALEGRE Y LA MENTE TEMPLADA. ¡NO OLVIDEN LOS SOBRES! ¡AMÉN!

Hombres y mujeres opacos se levantaron. Mientras iban hacia el tentempié aflojaron el paso para caminar junto a Melanie como hoscos perros apaleados. Ella sonreía y saludaba con la cabeza mientras seguía charlando con los señores Aldren, Tabscott y Stoorhuys, los perros enchufados que la rodeaban. Al poco rato, Louis y su padre eran los únicos que permanecían en sus asientos.

—¿Sweeting-Aldren? —dijo Louis.

—Remedios naturales. Herbicidas, pigmentos, textiles.

—¿Mamá está en tratos con ellos?

—Se podría decir que sí.

—Ha sido muy grosera.

—No la juzgues, Lou. No hay razón para que confíes en mí, pero te ruego que no la juzgues. ¿Me harás ese favor?

Coquetería era la única palabra para describir el modo como Melanie estaba aceptando una vulgar taza de café de manos del señor Stoorhuys, fingiendo dejarse tentar pese a saber que no debía.

—Creí que me ponía a gritar —siguió diciendo Melanie al señor Aldren. Durante apenas un segundo, en la determinación de la sonrisa que Aldren le había enviado, el lobo risueño asomó detrás del perro risueño, el animal cruel y voraz a la espera de saltar sobre su presa.

—Estará usted libre para comer, supongo —dijo el señor Aldren. A lo que Melanie replicó:

—Creo que podré hacerle un hueco.

—Mírala —dijo Bob—. ¿La habías visto nunca tan feliz? No sabes el tiempo que ha tenido que esperar. No se le pueden escatimar un par de horas de dicha.

—Sí, claro que…

Bob dirigió la vista hacia el atril vacío:

—Te estoy pidiendo que no la juzgues.