A veces, cuando la gente le preguntaba si tenía hermanos o hermanas, Eileen Holland tenía que pensarlo un momento.
En la escuela primaria, cuando ella y sus amigas jugaban al foursquare en los recreos y se iniciaba alguna pelea en los rincones más alejados del patio, solía ocurrir que el alumno cuya cara acababa aplastada contra el suelo era Louis, su hermano pequeño. Eileen y sus amigas seguían lanzándose la pelota de cuadrado en cuadrado. Estaban saltando a la cuerda el día en que Louis se peleó con un chico en la grada superior de aquel viejo gimnasio infectado de tétanos y se lastimó una parte distinta de sí mismo con cada uno de los tubos con los que se golpeó al caer, partiéndose varios dientes en el nivel tres, magullándose las costillas en el nivel dos, ganándose una contusión por impacto y latigazo en el nivel uno, y machacándose el diafragma contra el suelo de asfalto. Las amigas de Eileen corrieron a ver si estaba muerto. Ella se quedó con la cuerda en la mano y la sensación de que hubiera caído y nadie quisiera ayudarla.
Eileen era la viva y bonita imagen de su madre: asombrados ojos oscuros, cejas finísimas, frente alta, mejillas rechonchas y pelo negro y lacio. Tenía extremidades como ramas de árbol e incluso se balanceaba como un sauce —bien cerrados los ojos— cuando le embargaba tanta felicidad de estar con sus amigas que se olvidaba de que estaban allí.
Louis, como su padre, era menos decorativo. De los diez años en adelante usó unas gafas estilo aviador cuya montura metálica hacía más o menos juego con su pelo, que era rizado y color tornillo de latón y ya le raleaba cuando terminó el instituto. Su padre había donado también a sus genes un tórax poderoso. En el instituto las nuevas amigas de Eileen podían esperar un «No, nada que ver» cuando le preguntaban si Louis Holland era su hermano. Para Eileen, estas preguntas eran como inyecciones de vacuna. La torunda de calmante alcohol que seguía al pinchazo era el reconocimiento por parte de sus amigas de que su hermano no se le parecía absolutamente en nada.
—Ya —afirmaba ella—, somos muy diferentes.
Los hermanos Holland se criaron en Evanston (Illinois) a la sombra de la universidad Northwestern, donde su padre trabajaba como profesor de historia. De vez en cuando, por las tardes, Eileen veía a Louis en una mesa del McDonald’s local rodeado de los marginados con los que salía, sus mezquinos menús, sus cigarrillos, sus rostros demudados y sus prendas militares. La negatividad que emanaba de aquella mesa le hacía sentir más acoplada si cabe a sus propias amigas. Ella, se decía a sí misma, era muy diferente de Louis. Pero nunca estaba del todo a salvo de su hermano. Incluso apretujada y riendo en el asiento trasero de un coche podía mirar por la ventanilla y ver a Louis andar a paso decidido por el borde lleno de desperdicios de una avenida extrarradial de seis carriles, la camisa blanca teñida de gris por el sudor, las gafas blancas por el resplandor de la calzada. Siempre le parecía que su hermano estaba allí sólo para que ella le viera, un espectro del mundo privado paralelo que ella había dejado de habitar cuando empezó a tener amigos pero en el que Louis vivía todavía: el mundo en que uno estaba solo.
Un día, durante el verano anterior a su ingreso en la facultad, Eileen tuvo necesidad de utilizar el coche de la familia para ver a su amigo Judd, que vivía en Lake Forest, también a orillas del lago Michigan pero mas al norte. Cuando Louis argumentó que él había reservado el coche desde hacía una semana, ella se puso furiosa como se pone uno furioso con un objeto inanimado que todo el rato se te cae al suelo de pura torpeza. Finalmente Eileen acudió a su madre para que le pidiera a Louis que, por una vez, no fuera egoísta y le dejara usar el coche. Cuando llegó a casa de su amigo Judd, seguía estando tan furiosa que se dejó la llave en el contacto. Naturalmente, le robaron el coche.
La policía de Lake Forest no fue especialmente amable con ella. Su madre, por teléfono, lo fue todavía menos. Y Louis, cuando Eileen volvió por fin a casa, bajó la escalera con unas gafas de bucear.
—Eileen —dijo su madre—, cariño. Dejaste que el coche se hundiera en el lago. No fue ningún robo. Me acaba de telefonear la señora Wolstetter. No pusiste el freno de emergencia y no dejaste el cambio en Park. Cruzó el jardín de los Wolstetter hasta caer al lago.
—¿Te suena eso de Park, Eileen? —la voz de Louis sonó como si tuviera anginas—. ¿Esa p pequeña que hay a la izquierda? Ya sabes, n de neutral, p de Park…
—Louis —intervino la madre.
—¿O es n de no y p de… proceda? ¿D de desistir, quizá?
Después de aquel trauma Eileen ya no pudo retener la información acerca del paradero o los quehaceres de su hermano. Sabía que Louis estudiaba en Houston y se había especializado en algo como ingeniería eléctrica, pero cuando su madre aludía a él por teléfono, quizá para mencionar que había cambiado de especialidad, la habitación desde la que Eileen llamaba se poblaba repentinamente de ruidos. No podía recordar lo que su madre acababa de decirle. Tenía que preguntarle: «¿Y dices que ha cambiado de especialidad?». ¡Otra vez los ruidos! ¡No podía recordar lo que su madre estaba diciendo incluso mientras lo decía! De modo que no llegó a enterarse de qué diablos había elegido su hermano. Cuando se vieron por Navidad el segundo año de Eileen en la escuela de graduados —se estaba sacando el máster en administración de empresas por Harvard— ella tuvo que elucubrar acerca de lo que él había estado haciendo tras graduarse en Rice:
—Mamá me ha contado que diseñas microchips, o algo así…
Él se la quedó mirando.
Eileen meneó la cabeza: no, no, no, borra eso.
—Dime qué haces —rogó humildemente.
—Mirarte con cara de asombro.
Más tarde, su madre le explicó que Louis trabajaba en una emisora de FM en Houston.
Eileen vivía cerca de Central Square, en Cambridge. Su apartamento estaba en la octava planta de un moderno bloque de pisos, una torre de hormigón que se erguía entre los ladrillos y las tablas circundantes como una cosa que hubiera resistido a la erosión, con tiendas y un restaurante de pescado en el sótano. Una noche a fines de marzo, Eileen estaba haciendo bizcochos de chocolate cuando Louis, a quien había visto por última vez leyendo una novela policíaca junto al árbol navideño en Evanston, la telefoneó para comunicarle que se había mudado de Houston y ahora vivía al norte de Cambridge, en Somerville, una población para gente de presupuesto bajo. Ella le preguntó qué le había llevado a Somerville. Él le dijo que los microchips.
La persona que se presentó en su apartamento días más tarde, una noche de perros a finales del invierno, era efectivamente un desconocido. A sus veintitrés, Louis estaba casi calvo de arriba, con los suficientes rizos a los costados como para retener un poco de aguanieve. Sus vulgares mocasines negros chirriaron en el linóleo mientras se paseaba por la cocina de Eileen dibujando una estrella en el piso a medida que basculaba de una encimera a otra. Tenía la nariz y las mejillas rojas y las gafas blancas de tan empañadas.
—Es supermoderno —dijo, refiriéndose al apartamento.
Eileen pegó los codos a los costados y cruzó las muñecas sobre el pecho. Tenía los cuatro fogones a todo gas y encima de uno de ellos una cazuela hirviendo.
—No consigo calentarlo del todo —dijo. Llevaba un jersey grueso, zapatillas forradas y una minifalda—. Creo que apagan la caldera el primero de abril.
Llamaron a la puerta. Ella pulsó el interfono.
—Es Peter —dijo.
—¿Peter?
—Mi novio.
Al poco rato alguien llamó con los nudillos y Eileen volvió a la cocina acompañada de su novio, Peter Stoorhuys. Éste traía los labios morados de frío, y su piel, tostada por el sol, era de un gris plomizo. Peter se puso a dar saltos con las manos en los bolsillos de su pantalón de sarga mientras Eileen hacía las presentaciones, aunque él estaba demasiado aterido de frío para prestar atención.
—Mierda —dijo Peter, pegado a los fogones—. No veas qué frío hace ahí afuera.
Su cara irradiaba un cansancio que ningún bronceado podía disimular. Era uno de esos rostros urbanos cuyo cutis, de tantas veces como había sido reinventado, había perdido su capacidad de dar una imagen clara, como un trozo de papel gastado y sucio de haber sido borrado muchas veces. Bajo los matices de su look neo Los Angeles había trazas visibles de un yuppie, un inútil, un pijo y un drogota. Repetidos cambios de estilo, como demasiado peinarse, habían privado a su melena rubia de elasticidad. Para protegerse del tiempo llevaba una chaqueta de pata de gallo y una camisa sin cuello.
—Peter y yo coincidimos en Saint Kitts el mes pasado —le aclaró Eileen a Louis—. Todavía no nos hemos adaptado a esto.
Peter puso sus manos lívidas sobre dos fogones y se las tostó, imbuyendo el proceso de tal importancia que Eileen y Louis no pudieron hacer otra cosa que mirarle.
—Parece un espantapájaros —dijo ella.
—En estas ocasiones, un abrigo es bastante útil —dijo Louis, dejando su cazadora de fibra en un rincón. Vestía su uniforme de los últimos ocho años, una camisa blanca y unos tejanos negros.
—Ya, a eso me refería —dijo Eileen—. Su chaqueta favorita está en la tintorería. ¿No es una estupidez?
Pasaron otros cinco minutos hasta que Peter se hubo recuperado lo suficiente para pasar los tres al salón. Eileen se ovilló en el sofá, cubrió sus rodillas desnudas con los bajos del jersey y pasó un brazo sobre el respaldo a tiempo de recibir el vaso de whisky que Peter le había preparado. Louis se paseó por la sala deteniéndose para mirar miope los libros y demás artículos de consumo. Todos los muebles del apartamento eran nuevos, y, en su mayoría, combinaciones de planos blancos, cilindros negros y material plástico color rojo cereza.
—Bueno, Louis —dijo Peter, sumándose a Eileen con otro whisky—. Háblanos un poco de ti.
Louis estaba examinando el mando a distancia del vídeo. En los ventanales empañados las luces distantes de Harvard Square formaban halos de color nácar.
—Estás en comunicaciones —le instó Peter.
—Trabajo en una emisora de radio —dijo Louis con voz muy lenta y muy equilibrada—. Se llama WSNE… ¿Conoces el espacio Noticias con Intríngulis?
—Sí, claro —dijo Peter—. Me suena. No la escucho nunca, pero he tratado con ellos un par de veces. De hecho tengo entendido que están un poco jodidos, de dinero, quiero decir. Claro que no es raro tratándose de una emisora de mil vatios. Yo te sugeriría que procures cobrar cada semana, y sea como sea no te dejes comer el coco para formar parte de la empresa…
—Oh, descuida —dijo Louis, tan serio que cualquier buen observador se habría puesto en guardia.
—Si tú quieres, adelante —prosiguió Peter—. Pero, esto, a buen entendedor…
—Peter vende espacio publicitario para la revista Boston —dijo Eileen.
—Entre otras cosas —añadió Peter.
—Está pensando en matricularse en la escuela de empresariales este otoño. Y no porque le haga ninguna falta. Sabe tantas cosas, Louis. Sabe un mogollón más que yo.
—¿Y sabes escuchar? —dijo Louis de repente.
Peter entornó los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes escuchar cuando le has preguntado a alguien sobre su vida?
Peter miró a Eileen como para consultar acerca de aquella observación. Parecía tener ciertas dudas sobre la intención de la pregunta. Eileen se levantó.
—Él sólo te estaba dando un consejo, Louis. Tenemos un montón de tiempo para escucharnos los unos a los otros. Estamos muy interesados… los unos en los otros. Voy a buscar unos palitos de pan.
Tan pronto hubo salido de la sala, Louis se sentó en el sofá y apoyó la mano en el hombro de Peter, la cara coloradota cerca de la oreja del otro.
—Mira, tío —dijo—. Yo también te voy a dar un consejo.
Peter miraba al frente, los ojos abriéndose un poco ante la presión de una sonrisa sofocada. Louis se inclinó más hacia él.
—¿No quieres oír mi consejo?
—A ti te pasa algo —observó Peter.
—¡Usa abrigo!
—Louis —llamó Eileen desde la cocina—. ¿Te estás poniendo raro con Peter?
Louis dio un palmetazo a la rodilla de Peter y se situó detrás del sofá. En el piso, sobre un periódico desplegado, había una jaula en la que un jerbo estaba practicando en su rueda de ejercicios. El animal corría vacilante, haciendo pausas para avanzar a traspiés con sus uñas microscópicas por un tubo horizontal, galopando a continuación con la cabeza alta y el cuello vuelto hacia un lado. No parecía divertirse.
—Tontín —Eileen había vuelto de la cocina con una jarra de cerveza llena de palitos de pan. Se la pasó a su novio—. Siempre le digo a Peter que la nuestra es una familia de excéntricos. Desde que nos conocimos le vengo advirtiendo que no se lo tome a pecho.
Con pasmosa rapidez y naturalidad se puso de rodillas y, descorriendo el pestillo de la jaula, extrajo al jerbo por la cola. Lo puso en alto y observó su hocico crisparse espasmódicamente. Las patitas delanteras se agitaron en vano.
—¿No es verdad, Milton Friedman? —Eileen abrió una boca de lobo, como si quisiera arrancarle la cabeza de un mordisco. Luego depositó al jerbo en la palma de su mano y lo hizo correr por la manga hasta su hombre, donde lo capturó de nuevo y lo encerró entre sus manos de forma que sólo asomaban la cara puntiaguda y los bigotes—. Di hola a mi hermano —acercó la carita del jerbo a la de Louis. Parecía un pene peludo con ojos.
—Hola, roedor —dijo él.
—¿Cómo?, ¿qué? —Eileen se acercó el jerbo a la oreja y escuchó—. Dice saludos, ser humano. Hola, tío Louis —dejó caer al animal en la jaula y volvió a pasar el pestillo. Todavía antropomorfo pero ahora libre, parecía estupidizado, cuando no primitivo, mientras corría hacia el tubo de la botella de agua y mordisqueaba una gota. Eileen permaneció arrodillada unos instantes más, las manos sobre las rodillas, la cabeza ladeada como si le hubiera entrado agua en un oído. Luego, con esa fluida presteza que tenía a Louis visiblemente maravillado, se situó de un salto al lado de Peter en el sofá—. Peter y Milton Friedman —dijo— no se llevan muy bien últimamente. Milton Friedman se hizo pipí en unos pantalones de popelín que a Peter le gustaban mucho.
—Qué gracia —dijo Louis—. Es de lo más gracioso.
—Me parece que me voy a abrir —dijo Peter.
—Vamos, ten paciencia —dijo Eileen—. Louis sólo trata de protegerme. Tú eres mi novio pero él es mi hermano. Tendréis que llevaros bien. Os voy a meter juntos en la misma jaula. Tú, Louis, podrás jugar con la rueda, y a mi tontín le pondré un poco de Chivas en la botellita. ¡Ja, ja, ja! —rió Eileen—. ¡Le compraremos unos pantalones de popelín a Milton Friedman!
Peter apuró su vaso y se levantó.
—Me marcho.
—De acuerdo, me estoy pasando un poco —dijo ella con una voz totalmente distinta—. Ya paro. Vamos a relajarnos. Seamos adultos.
—Sedlo vosotros —dijo Peter—. Yo tengo cosas que hacer.
Sin mirar atrás, salió del salón y del apartamento.
—Magnífico —dijo Eileen—. Gracias —dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sofá y miró a Louis con los ojos en blanco. Sus finas cejas eran como dos labios que no respiraran, y sin cejas encima sus ojos tenían una expresión ajena al vocabulario humano, una peculiaridad oracular—. ¿Qué es lo que le has dicho?
—Que debería usar abrigo.
—Muy bonito, Louis —se puso de pie y se calzó unas botas—. ¿Se puede saber qué te pasa? —atravesó el pasillo y salió por la puerta.
Louis observó su partida con escaso interés. Abrió una mirilla en la condensación de la ventana y contempló la cellisca teñida de rosa por el crepúsculo que caía sobre Mass Avenue. Sonó el teléfono.
Fue al equipo de comunicaciones, que estaba sobre su propia mesita, y lo miró como si fuera un bufete libre del que no le apeteciera probar nada. Por último, después del quinto tono, y viendo que el contestador no se ponía en marcha, levantó el auricular.
—¿Diga?
—¿Peter? —quien habló era una mujer mayor de voz temblorosa—. Peter, he estado probando un montón de veces…
—Yo no soy Peter.
Se oyó un susurro inquieto. Murmurando una disculpa, la mujer preguntó por Eileen. Louis se ofreció a tomar el mensaje.
—¿Quién es? —preguntó la mujer.
—El hermano de Eileen. Louis.
—¿Louis? Vaya por Dios. Soy la abuela.
Louis se quedó mirando hacia la ventana un buen rato.
—¿Quién? —dijo.
—Rita Kernaghan. Tu abuela.
—Oh. Sí. Abuela. Qué tal.
—Creo que sólo nos hemos visto una vez.
Louis recordó al fin una imagen, la de una mujer tripuda con cara de gatita pintada, sentada ya a una mesa en el Berghoff de Chicago, una tarde de nevada, cuando él, sus padres y Eileen entraron en el restaurante. De eso hacía unos siete años, aproximadamente uno después de que su madre hubiera ido a Boston para asistir al funeral de su padre. De la cena en el Berghoff no recordaba más que un plato de conejo estofado con hojuelas de patata. Y a Rita Kernaghan tocándole el pelo a Eileen y llamándola muñeca. ¿O eso fue otra cena, otra anciana, un sueño tal vez?
Abuela no: abuelastra.
—Sí —dijo—. Me acuerdo. Vives cerca de aquí.
—A las afueras de Ipswich, sí. ¿Has venido a visitar a tu hermana?
—No, trabajo aquí. En una emisora de radio.
Esta información pareció interesar a Rita Kernaghan, quien quiso saber más detalles. ¿Era locutor? ¿Conocía al director de programas? Le propuso tomar una copa juntos.
—Así podrás conocerme un poco. ¿Qué te parece el viernes cuando salgas del trabajo? Estaré en la ciudad por la tarde.
—De acuerdo —dijo Louis.
Apenas habían acordado una hora y un sitio, cuando Rita Kernaghan se despidió rápidamente y la línea enmudeció. Momentos después Eileen volvía al apartamento, mojada y rabiosa.
—¡No hay cena hasta que me pidas disculpas! —dijo, y se encerró en la cocina.
Louis frunció el entrecejo, mientras consumía palitos de pan.
—Te has portado como un crío —dijo Eileen—. Quiero que me pidas disculpas.
—Ni hablar. Él ni siquiera ha querido darme la mano.
—¡Estaba helado!
Louis puso los ojos en blanco ante la sinceridad de su hermana.
—Está bien —dijo—. Siento haberte estropeado la cena.
—Pues que no se repita. Resulta que le tengo mucho aprecio a Peter.
—¿Le quieres?
La pregunta hizo salir a Eileen de la cocina con una expresión de desconcierto. Louis jamás le había preguntado nada ni remotamente tan personal. Eileen se sentó a su lado en el sofá y se tocó los dedos de los pies, en postura de depilación de piernas, la punta de la nariz rozando casi la rodilla.
—A veces creo que sí —dijo—. Lo que pasa es que no soy una chica muy romántica. Me entiendo mejor con Milton Friedman. No sé, es gracioso que lo preguntes.
—¿Te parece una pregunta extraña?
Doblada todavía, cerró un ojo y le miró atentamente.
—Estás distinto —dijo.
—Distinto ¿cómo?
Ella meneó la cabeza, reacia a admitir que nunca hubiera imaginado que su hermanito, a sus veintitrés años, pudiera estar al tanto de lo que significaba la palabra amor. Se concentró en los tobillos, toqueteándose los huesos protuberantes y redondeados, pellizcando los tendones y meciéndose un poco. Su cara empezaba a perder hermosura. El tiempo, el sol y la escuela de empresariales le habían trivializado el color, y una posible Eileen cuarentona empezaba de repente a asomar como un papel pintado viejo bajo una capa nueva de pintura. Miró a Louis con timidez.
—Me gusta que estemos otra vez en la misma ciudad.
—Claro.
Eileen ahondó en su incertidumbre:
—¿Te gusta tu trabajo?
—Todavía no te lo sé decir.
—Dale una oportunidad a Peter, ¿quieres? A veces se pone un poco arrogante, pero en el fondo es muy vulnerable.
—Por cierto —dijo Louis—. Hace un rato han llamado preguntando por él. Una mujer que ha dicho ser la abuela. ¿Qué abuela?
—Ah. Es Rita. A mí también quiso convencerme para que la llamase abuela.
—Se me había olvidado que existía.
—Es que Rita y mamá están como ¡aggggh! —Eileen hizo ademán de estrangularse con ambas manos—. ¿Tú sabes algo?
—La última vez que mamá y yo tuvimos una conversación de verdad, Ferguson Jenkins jugaba con los Cubs.
—Ya, pero parece que el abuelo ganó mucha pasta en algún momento, y cuando murió no les dejó nada de nada ni a mamá ni a tía Heidi, porque estaba casado con Rita. Rita se llevó el gato al agua.
—La peor manera de granjearse la amistad de mamá.
—Pero Peter dice que Rita tampoco vio un céntimo. Todo el dinero está en un fondo fiduciario.
—¿Cómo es que Peter está al corriente?
—Era el agente publicitario de Rita. Por eso le conocí —Eileen se levantó de un salto y fue a la estantería de libros—. Cuando el abuelo murió, Rita se hizo adicta al new age. Tiene una pirámide en el tejado de su casa. Guarda el vino en el garaje porque piensa que no madurará debajo de la pirámide. Este es su último libro —le pasó a Louis un tomo delgado de color fucsia—. Hace que se los imprima un presunto editor de Worcester y se los mandan todos a la vez, en esas enormes paletas de madera. La última vez que estuve en su casa los tenía todos en el garaje, al lado del vino. Una pared entera llena de libros. Por eso necesita un publicista, y también para sus conferencias. Pero, dime, ¿prefieres tortellini con salsa roja o linguine con salsa blanca de almejas?
—Lo que sea más fácil.
—Las dos cosas vienen en bolsa.
—Tortellini —dijo Louis. El título del librito fucsia era La princesa Itaray: un típico ejemplo atlantiano. En la portadilla, la autora había escrito: Para Eileen, mi muñequita, con todo el amor de su abuela. Louis hojeó el libro, que estaba dividido en capítulos y subcapítulos y sub-subcapítulos con epígrafes numerados en negrita:
4.1.8 Implicaciones de la desaparición
del apéndice dimesiano: ¿una caída reversible?
Echó un vistazo a la sobrecubierta. En esta obra chocante a la par que erudita, la doctora Kernaghan apunta la hipótesis de que la piedra angular de la sociedad atlántida era la satisfacción universal del deseo sexual, y propone que el apéndice humano —en la actualidad un órgano rudimentario— era, entre los pobladores de la Atlántida, a la vez externo y altamente funcional. Con la regresión por hipnosis de una colegiala de catorce años, Mary M… de Beverly (Massachusetts), la doctora Kernaghan emprende una oportuna exploración de la psicología atlántida, los orígenes históricos de la sexualidad reprimida y la posibilidad de un retorno a la edad dorada…
—Ha escrito otros dos libros —dijo Eileen.
—¿Es doctora?
—A título honorífico, me parece. Milton Friedman cree que es la cosa más tonta que ha oído jamás, ¿verdad, Milton Friedman? Peter la ayudó mucho, la hizo salir un par de veces en radio y televisión. Está muy bien relacionado. Pero al final tuvo que decirle que se buscara a otro. De entrada, Rita bebe como un cosaco. Además, habla del abuelo como si estuviera vivo y conversara con ella todo el tiempo. Uno no sabe si reír o llorar.
Louis no mencionó que había quedado para tomar una copa con la susodicha.
—En fin, así es como conocí a Peter. Rita tiene una finca preciosa, tú seguramente no lo recuerdas. Estuvimos allí una semana cuando éramos pequeños. ¿Lo recuerdas?
Louis negó con la cabeza.
—Yo tampoco, en realidad. Rita no había entrado en escena. Quiero decir, todavía era la secretaria del abuelo. No sé qué pensaríamos de él si aún estuviera vivo.
Durante el resto de la velada Louis estuvo sentado en diversas sillas mientras Eileen orbitaba a su alrededor. Un plato de comida era algo hacia lo que no mostraba un especial sentido de la responsabilidad; dejaba la mesa y volvía al rato; la comida estaba a su merced. Cuando Louis se puso la chaqueta para marcharse, ella le palmeó el brazo con torpeza y, con más torpeza aún, le abrazó.
—Cuídate mucho, ¿vale?
Él se zafó.
—¿A qué te refieres? ¿Adónde crees que voy? No me alejaré más de cuatro kilómetros.
Ella no apartó la mano de su hombro hasta que Louis cruzó la puerta. Momentos después, mientras Eileen ponía las noticias, alguien llamó a la puerta. Louis estaba allí de pie, serio, mirando a un lado con el entrecejo fruncido.
—Acabo de acordarme de una cosa —dijo—. La casa de Ipswich, la del padre de mamá. Tirábamos piedras…
—¡Sí! —el rostro de Eileen se iluminó—. A los caballos.
—Tirábamos piedras a los caballos…
—¡Para salvarlos!
—De que murieran. Así que tú también lo recuerdas. Pensábamos que se morirían si se quedaban quietos en pie.
—Sí.
—Eso era todo —sus hombros redondeados se alejaron de ella—. Hasta la vista.
En el instituto, Louis no se había creado tantos enemigos como para disculparse por ser un enamorado de la radio. La radio era como una mascota lisiada o un hermano retrasado mental para los que él siempre tenía tiempo, y no le importaba —ni se fijaba siquiera— si la gente se reía. Cuando Eileen le veía caminar por eriales lejanos él generalmente estaba yendo o viniendo de una tienda, climatizada y vacía, de suministros electrónicos en alguna plaza descuidada donde el único comercio abierto aparte de aquél era un restaurante chino en la última de sus siete vidas, y quizá una despoblada tienda de mascotas. De la estantería de circuitos integrados y conectores de radiofrecuencia y micropotenciómetros y pinzas de conexión y puentes y condensadores variables, seleccionaba componentes según su lista de prioridades y sumaba mentalmente los precios, calculando a ojo el impuesto sobre ventas, se los entregaba al hombre bigotudo y triste que prefería vender equipos estereofónicos, y pagaba con los billetes pequeños que los vecinos le habían dado por hacer trabajos de poca monta: lavar paredes, desbrozar arbustos, servicios de índole canina. Tenía diez años cuando se compró un juego de diodos estabilizados al cristal, doce cuando construyó su radio de onda corta HeathKit, catorce cuando se convirtió en WC9HDD, y dieciséis cuando obtuvo su licencia. La radio era su elemento, lo que le interesaba. Un chaval deriva una satisfacción equiparable al sexo o quizá, por el contrario, conecta con ello por oscuros atajos mentales cuando empalma unos sencillos objetos de metal o cerámica —objetos que le consta que son sencillos porque ha destruido experimentalmente muchos de ellos armado de destornillador y alicates— y los conecta a una batería y oye voces lejanas en su dormitorio. Tenía resistencias desperdigadas sobre su colcha, resistencias cuyo código de color había aprendido de memoria un año antes de saber qué eran el semen y los ovarios, la tarde en que perdió su virginidad. «Hostia, ¿qué es esto?». (Era un reóstato de película metálica de doscientos veinte ohmios con una banda de tolerancia dorada). Louis, además, era uno de los escasos radioaficionados del área metropolitana de Chicago que estaban dispuestos a hablar o codificar en francés, y así, cuando el ruido de origen solar era grande, podía entretenerse la mitad de la noche intercambiando indicaciones de temperatura y datos autobiográficos con operadores de todos los nevados rincones de Quebec. Lo cual no le hacía participar más en clase de francés, sólo aburrirse, ya que él siempre ocultaba todo lo que hacía realmente bien.
Ingresó en la Universidad Rice para convertirse en ingeniero electrónico y salió con una licenciatura en francés, habiendo dirigido en el ínterin KTRU, la emisora del campus, durante tres semestres. Una semana después de graduarse entraba a trabajar para una emisora local de country & western, donde se ocupó de tareas medianamente atractivas que, ocho meses más tarde, abandonaría bruscamente sin dar a Eileen más explicación que la pregunta: «¿Por qué deja nadie un empleo?».
Los estudios de la WSNE, su nuevo patrono, estaban en el extrarradio de Waltham, en un bloque de oficinas que miraba a una esquina de las quince hectáreas destinadas a la intersección de la Route 128 (la Región de la Tecnología) y la autopista de Massachusetts. Louis constaba en nómina como técnico de consola, cargo de peón que consistía en manejar el lector de cartuchos, intercalar discos y sincronizar las noticias de la AP, pero eso lo hacía sólo de seis a diez de la mañana, porque el locutor de la franja matinal, Dan Drexel, era el único que ostentaba el privilegio de merecer un operador propio. Louis entendía que el resto de su jornada laboral, que finalizaba a las tres de la tarde, debía emplearlo en tareas tan apasionantes como introducir datos del tráfico en un teclado de ordenador, pasar publicidad de agencia de bobina a cartucho, escribir anuncios para información al público y clasificar las respuestas al concurso con que los menguantes radioescuchas de la emisora pretendían conseguir variados y deleznables regalos. Tenía entendido que le iban a pagar el salario mínimo federal.
Una razón de que hubiera encontrado muy poca competencia para conseguir el empleo era que la renovación de licencia que la WSNE tenía pendiente en junio prometía traer problemas. La paga se entregaba con instrucciones precisas sobre cuándo, y cuándo no, era oportuno cobrar el cheque. La plantilla, insaciable, había entrado en el principal estudio de producción y arrancado equipo de sonido, paneles acústicos y otros objetos con valor de reventa, dejando maltrechos rectángulos vacíos de aglomerado en las consolas de fórmica, y marcas de cola color caramelo en las paredes. Una nueva emisora universitaria de FM había adquirido toda la colección de discos de la WSNE salvo su sección juvenil (todos los elepés de Osos amorosos; los Teleñecos; la banda sonora original de Winnie-the-Pooh; los Picapiedra haciendo tablas de multiplicar) y las grabaciones de comedias radiofónicas. Los surcos de estas últimas quedaron rápidamente achatados por la programación matutina de Noticias con Intríngulis, que entreveraba noticias y comentarios con «los gags más graciosos de todos los tiempos».
El dueño y conductor de la WSNE era un tal Alec Bressler, emigrado ruso de extracción alemana que en los años sesenta, según contaban, había arribado a Suecia desde Kaliningrado en un bote de goma. El único cometido oficial que se dictaba a sí mismo era grabar el editorial de cada día, pero siempre estaba acechando en los estudios, observando con inmensa satisfacción que la electricidad fluía por los circuitos necesarios, que aquella emisora que le pertenecía estaba realmente funcionando y transmitiendo los programas por él elegidos. Era un cincuentón moderadamente barrigudo, con el pelo estilo Pacto de Varsovia un tanto devaluado y reacio a crecer, y la piel grisácea debido a un hábito de fumar que únicamente combatió para acabar enganchado también a las pastillas de nicotina. Solía vestir jerséis finos y pantalones gastados, muy ceñidos y demasiado cortos, que en todos los casos parecían lo bastante viejos como para haber viajado con él en el legendario bote de goma.
Louis entendió en seguida que una de las funciones que se esperaban de él consistía en servir de público particular de Alec Bressler.
—¿Te gusta expresar opiniones? —le preguntó el jefe el segundo día, cuando Louis estaba fotocopiando declaraciones juradas para posibles patrocinadores—. Yo acabo de expresar una que vale la pena oír. Un comentario sobre un hecho de actualidad. ¿Adivinas cuál?
La cara de Louis se puso en guardia, lista para reír la gracia.
—Pues no —dijo.
Alec asentó el trasero en el aire y tanteó a su espalda para arrimar una silla.
—Ese espantoso accidente de aviación del fin de semana. No sé en qué Estado del Medio Oeste, empieza por i. Doscientos diecinueve muertos, ningún superviviente. De-sin-te-gra-ción completa del fuselaje. He cuestionado el valor periodístico de dicho suceso. A ver, con todos los respetos para las familias de los muertos, ¿por qué hemos de verlo en televisión? Ya vimos uno el mes pasado, ¿para qué repetir? Si la gente quiere ver accidentes, por qué no se fija en los misiles de la armada y los aviones de la fuerza aérea que chocan cada vez que los probamos. Si la gente quiere ver muertos, llevemos las cámaras a los hospitales, ¿no? Es donde muere la mayor parte de la gente. He dicho lo que se puede ver en vez de las noticias de las cadenas, a las que habría que boicotear. Está M*A*S*H, a la misma hora, y también Cheers y Family Ties y Matt Houston. Con mejores anuncios, además. Veamos esos programas. O leamos un libro, pero sobre eso no he insistido. Yo siempre digo que el saber no ocupa lugar.
—¿No cree que es una causa perdida? —dijo Louis.
Alec presionó los brazos de la butaca y deslizó el trasero hacia atrás para así inclinarse mejor hacia delante y reclamar la mínima porción de la atención de Louis que no hubiera reclamado ya.
—Compré esta emisora hace ocho años —dijo—. Tenía una gran cobertura informativa local, música popular, incluso partidos de los Bruins[1]. Hace ocho años que trato de suprimir la política de mi emisora. Es mi «sueño americano»: una emisora donde se hable todo el santo día (nada de música, ¡es un timo!) y ni una sola palabra de política. Éste es mi sueño americano. Radio con locución mañana, tarde y noche, y nada de ideología. Hablemos del arte, la filosofía, el humor, la vida. Hablemos de ser seres humanos. Y cuanto más me acerco a mi meta (esto se puede diagramar, Louis), cuanto más me acerco a mi meta ¡menos oyentes hay! Ahora tenemos una hora de actualidad durante la mañana, y la gente sólo escucha esa hora de noticias. Todos sabemos que Jack Benny es más divertido que las conversaciones de Ginebra sobre el desarme. Pero si eliminas Ginebra nadie escucha a Jack Benny. Así es la gente. Me consta. Lo tengo diagramado.
Juntó los dedos en pinza y extrajo un cigarrillo de un paquete de Benson & Hedges.
—¿Quién es ella? —preguntó, inclinando la cabeza hacia una foto que asomaba de un cajón medio abierto. La chica de la fotografía tenía grandes ojeras y la cabeza afeitada.
—Una persona que conocí en Houston —dijo Louis.
Alec cabeceó, y cabeceó otra vez como para decir: No está nada mal. Luego cabeceó de nuevo, muy afirmativamente, y se fue del despacho sin decir más.
Saliendo del trabajo el viernes, Louis viajó hasta Boston por la autopista de Massachusetts en su Civic de seis años y aparcó en la planta superior de un parking que por dimensiones y perfil parecía un portaaviones. Un viento del este confirió una especie de angustiosa irreversibilidad al procedimiento de abandonar allí el coche, esto es, mirar adentro por la ventanilla del conductor, comprobar de una palmada que las llaves estaban en el bolsillo del pantalón, levantar la manija de la puerta del conductor una vez cerrada, dar lentamente la vuelta al vehículo y comprobar la puerta del otro lado, palmearse otra vez el bolsillo y dar al coche un postrer, duro y preocupado vistazo. Dos horas después tenía que verse en el Ritz-Carlton con Rita Kernaghan.
Un frente cálido había empezado a espesar el azul claro del cielo. En el North End una esbelta bota de neón llamada ITALIA pateaba una monstruosa roca de neón llamada SICILIA. Era imposible eludir la palabra CARNICERÍA. Los italianos que vivían aquí —ancianas con vestidos estampados abiertos por el cuello que se paraban en las aceras como insectos en pausa irracional; jóvenes con coche propio y peinados semejantes a pellejos de arena— parecían acosados por un viento que los turistas y los intrusos adinerados no podían notar, un viento sociológico saturado del maloliente polvo de la renovación, tan frío como el interés de la sociedad por las salsas rojas con orégano y por Frank Sinatra, tan penetrante como la avidez bostoniana por los bienes inmuebles en adecuados vecindarios de blancos. CARNICERÍA. CARNICERÍA. Turistas del Medio Oeste pululaban colina arriba. Un par de jóvenes japoneses, sus dedos en verdes guías Michelin, adelantaron a Louis mientras se aproximaba a la iglesia de Old North, cuyo incómodo marco borró de inmediato la imagen más boscosa que se había formado mentalmente antes de verla. Rodeó un viejo cementerio pensando en Houston, donde el verano había llegado ya, donde las calles del centro olían a pantano y cipreses y los robles dejaban caer hojas verdes, y recordando una conversación en una noche húmeda: «La próxima vez tendrás suerte. Te juro que sí». En los edificios que miraban al cementerio vio interiores blancos, equipos de entretenimiento tan rimbombantes como la tecnología de alta seguridad, grandes juguetes de colores primarios en mitad de habitaciones desnudas.
En Commercial Street había un millar de ventanas, monótonas ventanas cuadradas sin adornos que se elevaban hasta donde el ojo se atrevía a mirar. De color verde pálido, opacas, cerradas y excluyentes. No había basura por el suelo que el viento pudiera turbar, nada donde la mirada pudiera posarse salvo paredes nuevas de ladrillo, pavimento nuevo de cemento, ventanas nuevas. Daba la sensación de que el único pegamento que impedía el derrumbe de aquellas paredes y aquellas calles, la única fuerza presentadora de tan pulcras superficies, impenetrables y sosas fueran los títulos de propiedad y las rentas.
De Faneuil Hall, oasis consumista para turistas fatigados de ver tanto monumento, salía un olor a grasa: grasa de hamburguesas y crustáceos fritos, croissants y pizza recién hechos, galletitas de chocolate y patatas fritas y carne de cangrejo recubierta de queso fundido, alubias en salsa de tomate y pimientos rellenos y quiches y crujientes fideos orientales con tamari. Louis entró y salió rápidamente de unas galerías para apropiarse de una servilleta y sonarse la nariz. La caminata y el aire frío lo tenían entumecido hasta el punto de que la ciudad entera, en el anochecer, no parecía sino una dura proyección de la soledad del individuo, una soledad tan profunda que amortiguaba todo sonido —exclamaciones de secretaria, motores de camión, incluso los altavoces de graves en el exterior de las tiendas de electrodomésticos— hasta que ya casi no pudo oírlo.
En Tremont Street, bajo la mirada de ventanas ahora lo bastante transparentes para revelar despobladas habitaciones llenas de tecnología para ricos y de muebles de ricos, se topó con un nutrido grupo de manifestantes antiabortistas. La acera no podía contenerlos mientras marchaban hacia la sede de la Cámara Legislativa. Todos parecían tener a punto lágrimas de rabia. Las mujeres, que iban vestidas como azafatas y profesoras de gimnasia, sostenían sus pancartas con vertical rigidez, como si quisieran avergonzar a quienes en otras manifestaciones portaban sus pancartas con ligereza. Los pocos hombres que había entre los manifestantes avanzaban penosamente con las manos vacías y las miradas vacuas, desorientados por el viento hasta en los cabellos. Por el modo con que tanto hombres como mujeres se apiñaban al marchar, esquivando malhumorados a los otros peatones, era evidente que habían acudido al Congreso esperando una persecución activa, el equivalente moderno de aquellos leones hambrientos ante una multitud de espectadores paganos. Interesante, pues, que aquel valle de la sombra estuviera salpicado de restaurantes, hoteles de lujo, tiendas de maletas, ventanas frías.
Louis salió por la retaguardia de la manifestación con la corbata puesta. Se había hecho el nudo mientras esquivaba pancartas de PARAD LA MATANZA.
Le llevó más de una hora, sentado a una mesa abollada del bar del hotel a media luz, comprender que Rita Kernaghan le había dejado plantado. El gin-tonic que había pedido le puso automáticamente una cara de semáforo en rojo, y la única conversación que emergía a ratos de aquel mar de voces en liza tenía que ver con eunucos. En seguida descubrió que la palabra en cuestión era UNIX[2], pero seguía oyendo eunucos, lo bueno de eunucos, con eunucos es fácil, yo odiaba a los eunucos, me oponía a los eunucos, el floreciente monopolio de los eunucos. «Me encuentro mal», murmuró en voz alta cada pocos minutos. «Me encuentro muy mal». Finalmente pagó la copa y cruzó el vestíbulo en busca de un teléfono. Tuvo que esquivar a un terceto de ejecutivos que podían haber pasado por gemelos idénticos. Sus bocas se movían como bocas de muñecas de látex:
¿Lo notas?
Aquí no podríamos.
¿Me estás llamando mentiroso?
Eran las siete y diez. Louis llamó a información y, a la pregunta de qué ciudad, dijo: Ipswich. El instrumento que estaba empleando parecía empapado de una colonia a la que debía de ser alérgico, no en vano su efecto sobre sus membranas nasales fue desnaturalizante. Dejó sonar ocho tonos el teléfono de Rita Kernaghan, y se disponía ya a colgar cuando alguien contestó y dijo, con voz seca, grave e institucional:
—Aquí el agente Dobbs.
Louis pidió hablar con la señora Kernaghan.
Eunucos, colonia, feto. Dobbs.
—¿Quién llama?
—Soy su nieto.
Notó el wa-wa de la palma de una mano sobre el auricular, una voz de fondo, luego silencio. Finalmente se puso un hombre distinto del primero. El sargento Akins.
—Necesitaremos que nos dé cierta información —dijo—. Como seguramente sabe, aquí ha habido un terremoto. Y me temo que no podrá hablar con la señora Kernaghan, puesto que la señora Kernaghan ha sido hallada sin vida hace unas horas.
En este momento, la operadora sintética se empeñó en reclamar más monedas, que Louis se apresuró a introducir en la ranura.