Hemos hecho los precedentes desarrollos teóricos porque pensamos que de ellos se desprenden algunas recomendaciones o líneas de conducta a seguir en la presente situación de nuestro país. Antes de intentar explicitarlas tenemos que decir algo más de lo ya dicho sobre cómo vemos esa situación.
Durante la etapa de sustitución del franquismo, una parte sustancial de las reivindicaciones del movimiento obrero coincidió transitoriamente con aspectos esenciales de una operación política que la propia burguesía necesitaba realizar. En efecto, si el movimiento obrero tiene que luchar siempre y en cualquier situación por las libertades democráticas, también es cierto que la burguesía en España tenía el problema de cómo liquidar (con las debidas garantías) un régimen político que ya no le servía.
Cuando el Estado burgués asume una forma como la del franquismo, ello significa que el conjunto de la burguesía, para asegurarse como clase, ha necesitado admitir un grado anómalo de independencia del aparato político con respecto al control directo de la propia clase dominante. A largo plazo, esa situación no constituye ningún método adecuado para la gestión de la sociedad burguesa y tiene que ser de nuevo reemplazada una vez que ha cumplido en la medida posible la función para la que fue admitida.
Como sabemos, la actitud de la burguesía ante los derechos democráticos es contradictoria. Por una parte, esos derechos constituyen un «ideal» de la propia burguesía, la cual no puede pasar totalmente sin ellos en la medida en que pretende controlar como clase el aparato político de su propio Estado. Pero, por otra parte, necesita la garantía de que esos derechos no sean ejercidos más allá de determinados límites.
Para la burguesía, la operación de sustituir el franquismo por un régimen con ciertos derechos democráticos, aun siendo necesaria, comporta también riesgos notables. Por una parte, la utilización de esos derechos por el movimiento obrero podía escapar al control de la burguesía. Además, el haber mantenido un aparato de poder demasiado autónomo, aunque haya sido por necesidad, tiene peculiares efectos. Uno de ellos es que ese aparato se ha creado su propia «base social» y no se deja despedir con toda la facilidad deseable. Y otro de estos efectos es la despolitización producida en el seno de la propia clase dominante por la renuncia a que la clase en su conjunto participase directamente en el control de la política, lo cual hace que, llegado el caso, haya dificultades para solidarizar a la propia burguesía en torno a un proyecto político determinado.
En tal situación, la presión del movimiento obrero, y su influencia sobre la mentalidad del conjunto del país, puede coincidir (y de hecho coincidió) en buena medida con los esfuerzos de la política burguesa por neutralizar la resistencia del antiguo aparato y por concienciar políticamente a la propia clase dominante. Hubo de hecho una etapa en que la política burguesa jugó la baza de «soltar» bajo ciertas condiciones al movimiento obrero. Ello dio lugar, por parte de éste, a dos ilusiones cuya falsedad se descubre ahora.
En primer lugar, la ilusión, expresada especialmente por sectores de la llamada «extrema izquierda», pero no ajena al resto del movimiento, de que era la presión obrera la causa fundamental de que se estuviesen restableciendo en cierta medida los derechos democráticos. En realidad, el movimiento obrero era la fuerza más comprometida del proceso político, pero la razón fundamental de éste era que el franquismo tampoco servía ya a la burguesía.
En segundo lugar, otra ilusión coherente con la anterior, pero mucho más generalizada, y no limitada en ningún modo a la «extrema izquierda». Se atribuyó a las organizaciones obreras de masas una fuerza, y sobre todo una consistencia, mayor de la que en realidad tenían y tienen. En cuanto las necesidades del movimiento obrero empezaron a estar claramente enfrentadas con las de la burguesía, se vio lo que pasaba. La clase dominante sigue teniendo, desde luego, problemas muy serios; pero lo que no ha ocurrido en absoluto es que el movimiento obrero haya tenido la fuerza necesaria para alterar en puntos sustanciales los planes de la burguesía.
Se pensó, por ejemplo, que la capacidad de movilización y presión de algunas grandes centrales sindicales era una realidad inconmovible. Las propias direcciones de esas centrales sufrieron este espejismo, como lo demuestra la falta de cuidado con que a veces trataron a sus propias organizaciones, creyendo que podían dirigirlas a golpe de timón y que su (hasta entonces continuamente creciente) masa de afiliados no les iba a fallar en ningún caso.
Resultado de todo lo dicho es que las organizaciones obreras de masas (las grandes centrales sindicales) pueden encontrar amenazada su credibilidad como fuerzas capaces de imponer algo. En esta situación, el problema práctico fundamental, para cualquiera a quien preocupe el movimiento obrero, es cómo mantener y consolidar la consistencia y el significado de esas organizaciones con la fuerza real que tienen (no con la que ilusoriamente se les haya podido atribuir). No es en absoluto empeñarse en sustentar las ilusiones y explicar mágicamente todo lo que no cuadra con ellas diciendo, por ejemplo, que no ha salido lo que uno quería debido a los manejos de unos señores. Claro que hay burocratismo (¿cuándo no lo ha habido o dónde no lo hay?), y hay que combatirlo incesantemente, pero sabiendo que la burocracia es expresión, y no causa, de la situación interna del sindicato en su conjunto, la cual, a su vez, al menos hoy en nuestro país, expresa de manera bastante aceptable la situación de la clase.
La cuestión fundamental es que el sindicato como tal exista, esto es: que no se trate meramente de una instancia emisora-receptora de ciertos mensajes, llamamientos y prestaciones, sino de una real y verdadera organización de trabajadores, un vehículo de comunicación y de decisión colectiva.
Esto es ni más ni menos que el funcionamiento democrático interno del sindicato. La democracia es, ciertamente, una forma. Las cuestiones de democracia son todas de forma. Pero la cuestión de la forma misma como tal, de cuál es esa forma, de si se cumple o no, de por qué tiene que ser cumplida, etc., todo esto es cuestión de «fondo» y no de forma.
Esto es cierto en dos sentidos. Primero, que la democracia no puede ser evitada ni ignorada sin que ello implique alteraciones de fondo; que no vale nunca la fórmula «nos hemos saltado un poco la democracia, pero ha valido la pena, porque hemos conseguido…». Y segundo, que el funcionamiento democrático de una organización no es ningún hecho primario y voluntarístico, sino que acontece sólo por cuanto esa organización tiene motivos de fondo para funcionar democráticamente. En este sentido es cierto que toda organización tiene el grado de democracia que «merece».
Para poder ser democrático, el sindicato debe poder actuar y decidir en nombre y por cuenta de un colectivo que es precisamente el de sus afiliados. Ciertamente, debe proponerse defender intereses objetivos de todos los asalariados, afiliados o no; pero ello debe cumplirse mediante la determinación del ámbito de afiliación (trabajadores asalariados), la diversidad de la misma y el efectivo debate. Por lo tanto, no tiene nada que ver con ninguna pretensión de someter en general la actuación del sindicato al «conjunto de los trabajadores». Para ver que tal pretensión dejaría fuera de lugar la democracia interna del propio sindicato, recordemos un momento el esquema al que conduce: el sindicato se entiende como algo cuyos miembros hablan en las asambleas de «todos los trabajadores», siendo, en su caso, elegidos para los correspondientes comités, y debiendo el sindicato «apoyar» (con su capacidad de movilización y su aparato asistencial) lo que esas asambleas y comités deciden. En este esquema, el sindicato resulta ser lo que antes indicamos que no debe ser: una mera instancia emisora-receptora de mensajes y/o servicios, la cual carecería de contenido propio y, en consecuencia, no tendría por qué ni para qué ser internamente democrática.
Ello no sería demasiado grave si se pudiese sustituir la democracia del sindicato por una democracia en «el conjunto de los trabajadores». Pero esto es absurdo. No cabe hablar de democracia sin un sistema de garantías de derechos y deberes. Así, por ejemplo, la democracia de un Estado puede referirse a todos los ciudadanos porque hay una Constitución. En el caso de un conjunto determinado de individuos, ese papel ha de ser cumplido por un sistema de compromisos expresamente asumidos por cada uno de ellos, lo cual, en principio, puede ocurrir de dos maneras: o bien mediante estatutos y afiliación, o bien porque, en una situación determinada, el sistema de compromisos está dado en la práctica por las implicaciones que tiene la participación voluntaria y constatable de cada votante en una lucha en curso. Pero esto último, evidentemente, sólo ocurre en circunstancias puntuales y excepcionales. En consecuencia, no es posible ningún funcionamiento democrático estable de un colectivo sin afiliación o por encima de la afiliación. Esto no es sólo un problema conceptual, sino que se traduce en hechos muy concretos referentes al funcionamiento de los colectivos «asamblearios» sin afiliación: imposibilidad de garantizar las condiciones democráticas del debate e incluso la continuidad fáctica del propio «órgano» asambleario, carácter puntual de todas las decisiones, falta de confianza en su efectivo cumplimiento e incluso falta de compromiso de cumplirlas, etc. Todo lo cual no son sino manifestaciones concretas de un problema general, a saber: el grado y carácter variable (dependiente de la situación concreta) del sistema de compromisos que vincula al votante en un organismo «democrático» sin afiliación.
De lo expresado se desprende cuán absurda es cualquier línea que pretenda combatir la burocracia sindical apoyándose sistemáticamente en instancias extrasindicales de «todos los trabajadores». Por esta vía se pueden obtener quizá resultados momentáneos, pero ninguna mejora de la situación (objetiva y/o subjetiva) del conjunto de la clase. Además de lo ya dicho sobre la inconsistencia de la «democracia» así concebida, cabe resaltar también que esos órganos de fundamento «asambleario» son siempre y por definición puntuales, no sólo en el tiempo y/o el espacio, sino también en el contenido temático que les da razón de ser: generalmente al nivel de empresa, y, en todo caso, siempre al de los «afectados» por tal o cual problemática determinada. Con lo cual, al adjudicarles el protagonismo, se fomenta algo que ya viene siendo una desgracia bastante frecuente: el empirismo reivindicativo, la elaboración de tablas únicamente en respuesta a una situación local, sectorial o de empresa. Cuando el grado de interdependencia y programación de la economía capitalista actual hace necesaria por parte de la clase obrera una respuesta asimismo global y programada. Nos referimos, naturalmente, a una programación de las líneas de reivindicación obrera, no a una participación en la programación estatal o patronal, ni tampoco a una «alternativa» global y positiva de programación económica por parte de los sindicatos.
Creemos, pues, que es de vital importancia práctica en estos momentos revalorizar el significado de la afiliación sindical, haciendo de ella un efectivo conjunto de derechos y deberes. Esto empieza por enfocar correctamente el problema de en qué consiste y en qué se basa la afiliación a un sindicato.
La base de tal afiliación es fundamentalmente objetiva. A diferencia de lo que ocurre en un partido (donde el criterio de afiliación es fundamentalmente teórico-político y, por lo tanto, no contiene en principio ninguna condición objetiva de ubicación socioeconómica), la afiliación a un sindicato debe presuponer que el individuo en cuestión es trabajador asalariado. Naturalmente, se incluye a los parados y también a los asalariados de sectores que tradicionalmente no se llaman «obreros»; esto último por dos razones: primera, que, teniendo en cuenta la actual disposición del sistema productivo capitalista, la mayor parte de esos asalariados pueden considerarse efectivamente como «vendedores de su fuerza de trabajo» en el sentido de Marx; y, segunda, que las diferenciaciones más detalladas que pudiesen hacerse no son prácticamente viables en los estatutos de una organización de masas ni tienen mayor importancia a este respecto. En cambio, y en contra de lo que es la posición estatutaria de las grandes centrales sindicales españolas, es erróneo incluir como afiliados a pequeños propietarios independientes y similares. No vale la disculpa de que, como son pocos, no van a modificar la dinámica reivindicativa, porque esto, que es muy cierto en el conjunto de una Confederación, no lo es tanto en determinados sectores y zonas, y, sin embargo, los estatutos, al menos en este aspecto y en otros, tienen que ser confederales.
Tras ese supuesto objetivo vienen las condiciones subjetivas de la afiliación, que en el caso de un sindicato (también en esto diferente de lo que debiera ser un partido) son bastante simples. Se trata de aceptar prácticamente el principio de actuación colectiva con decisión democrática en la confrontación de los asalariados con el capital. Esto se traduce en una serie de normas de conducta que pueden plantear algún problema de detalle, pero que en general son claras y simples.
Desgraciadamente, esta claridad y simplicidad está reñida con el verbalismo que de hecho presentan las autodefiniciones de las centrales sindicales españolas. Se trata de fórmulas caracterizadas por su difuso ideologismo y, en cambio, muy poco precisas en todo aquello que pudiese representar compromisos reales y exigibles, tanto del afiliado como de las estructuras del sindicato. Buena parte de las mencionadas declaraciones y definiciones tienen por función justificar la distinción de un sindicato con respecto a los otros, pero, de hecho, la opción afiliativa se hace en razón de otras cosas y no de la declaración de «principios» del correspondiente sindicato.
En mi opinión, un sindicato no debe tener otros principios constitutivos (es decir: que se supongan admitidos por el hecho de estar afiliado) que las antes mencionadas condiciones objetivas y subjetivas de la afiliación. Por lo demás, evidentemente tendrá que elaborar programas de lucha, pronunciarse sobre cuestiones diversas, etc., pero esto ya no es constitutivo, sino que son decisiones a adoptar en cada caso. Es totalmente absurda la idea según la cual sería más «de clase» aquel sindicato que tiene más declaraciones «anticapitalistas» en sus estatutos. En realidad, el carácter de clase de un sindicato es básicamente objetivo; las condiciones subjetivas necesarias de la afiliación sindical son sólo las requeridas para que esa base objetiva se mantenga y pueda manifestarse.
La propia democracia interna del sindicato exige su independencia, entendiendo por tal la plena soberanía del sindicato en cuanto a la determinación de su conducta en todos los aspectos, y, por lo tanto, el que no haya ninguna adhesión constitutiva (en el sentido antes dicho) a otra instancia. Ahora bien, la única definición que se puede dar de la independencia del sindicato es precisamente esa fórmula «negativa» que acabamos de enunciar. Buscar un «contenido positivo de la independencia sindical» equivale a suponer que el sindicato podría ser por sí mismo el portador de una especial metodología o teoría o concepción de los fenómenos sociales, distinta de la de uno u otro partido. Esta pretensión es errónea y funesta, como vamos a ver.
La autodefinición correcta del sindicato hace referencia a la lucha objetiva, «económica» y «espontánea» en el sentido arriba expuesto de estos términos. No es una definición teórico-política. El sindicato no es portador de ninguna especial y propia metodología o teoría o idea.
Sin embargo, esa misma lucha económica, espontánea, es el terreno sobre el cual se pronuncia una determinada metodología de análisis de los fenómenos, una teoría. Para realizar la lucha económica no es necesario, ciertamente, asumir ninguna teoría. Pero, al efectuar esa lucha, uno, sin tener que saberlo, sin ser necesariamente consciente de ello, da o niega la razón a la teoría, la confirma o rehúsa hacerlo. De ahí que no pueda haber lucha sindical que realmente («en sí») sea neutra en el aspecto teórico-político. De hecho, una u otra manera de ver los fenómenos y, por lo tanto, una u otra opción política guiará en cada momento implícitamente los pasos del sindicato. Lo que importa es que esta conducción se produzca en cada caso como resultado del debate democrático que tiene lugar en el sindicato sobre cada cuestión referente a la actuación del mismo. En esto consiste la verdadera independencia: en que la inspiración teórico-política de la línea de conducta del sindicato no esté marcada constitutivamente, sino que se juegue en cada momento en el seno del propio sindicato y en la discusión sobre las luchas que éste tiene planteadas en su propio plano.